Ricardo Campos
Estudios del ISHiR, 24, 2019. ISSN 2250-4397
Investigaciones Socio Históricas Regionales,
Unidad Ejecutora en Red – CONICET
http://revista.ishir-conicet.gov.ar/ojs/index.php/revistaISHIR
Dossier
Pobres, vagos, obreros y peligrosidad en
España (1845-1936)[1]
Ricardo Campos [2]
Resumen
Este artículo reflexiona sobre las
relaciones entre pobreza, vaguería, clase obrera y peligrosidad en los siglos
XIX y XX. A partir de textos legislativos, higienistas, psiquiátricos,
jurídicos y criminológicos, analizamos la percepción de la pobreza como fuente
del crimen, la ética del trabajo como solución de la desviación social y la
fragilidad de la frontera entre obreros honestos y vagos y maleantes en España.
Palabras clave: pobres; vagos; maleantes; obreros; peligrosidad.
Poor, slackers, workers and dangerousness in Spain (1845-1936)
Abstract
This
article meditates on the relationships between poverty, laziness, working class
and dangerousness in the 19th and 20th centuries. From legislative, hygienist,
psychiatric, legal and criminological texts, we analyse the perception of
poverty as a source of crime, work ethics as a solution to social deviation and
the boundary’s fragility between honest and lazy workers and thugs in Spain.
Keywords: poor; slackers; thugs; workers; dangerousness.
Introducción
El 13 de abril de 1848, tras
la tentativa revolucionaria del 26 de marzo en Madrid, el Ministerio de Gracia
y Justicia publicó una circular que conminaba a jueces y fiscales a aplicar con
celo la ley del 9 de mayo de 1845 de lucha contra la vagancia. El texto
vinculaba la vagancia con los disturbios revolucionarios al señalar que “no ha
podido menos de llamar muy seriamente la atención del Gobierno hacia aquella
clase de hombres sin arraigo de ninguna especie, ni amor al trabajo, (…) [que]
cifran todas sus esperanzas en los trastornos y en la conculcación de los
principios sociales”. Pero también focalizaba su atención en la “clase obrera
fabril” en la que “desgraciadamente el espíritu revoltoso ha penetrado”,
animando a las autoridades a vigilar “especialmente la conducta de aquellos
artesanos que por sus tendencias y opiniones anárquicas inspiren fundados
recelos de asociarse a los perturbadores del orden”. (Ministerio de Gracia y
Justicia, 1848).
Ochenta y cinco años más
tarde, en septiembre de 1933, Mariano Ruiz Funes, catedrático de derecho penal
y redactor junto a Luis Jiménez de Asúa de la Ley de Vagos y Maleantes (LVM)[3],
salía al paso de las acusaciones de aplicación indiscriminada de la ley contra
los obreros en paro en los siguientes términos:
La ley española alcanza por igual a los
individuos de ambos sexos, mayores de diez y ocho años que se encuentren en
cualquiera de las categorías de peligrosos, taxativamente enumeradas en el
artículo 2º. Es ocioso decir que, tratándose de una ley de excepción, no es
posible aplicar a ella ningún principio de analogía, ni es susceptible de
interpretación extensiva. En consecuencia, no pueden declararse peligrosos más
que aquellos sujetos que estrictamente encajen en los estados previamente
precisados en la ley[4]
Entre ambos textos, pese a
las evidentes diferencias históricas, existe un hilo de continuidad sobre el
que es necesario preguntarse. La circular de 1848, fruto del liberalismo
doctrinario de la monarquía isabelina, entremezclaba a los vagos y a los
obreros en los disturbios revolucionarios, insinuando una desviación en la
conducta, habitualmente honrada, de los segundos que les asemejaba a los vagos.
Se percibe en el texto una frontera difusa entre la vagancia y el trabajo,
entre el crimen y la honradez. Una frontera susceptible de ser utilizada
políticamente a discreción para marcar o diluir la identificación o distinción
entre la normalidad y la desviación social. La peligrosidad, en este sentido,
era el atributo de las conductas desviadas y consideradas beligerantes contra
el orden social, económico y político. Las palabras de Ruiz Funes se
pronunciaron en el primer bienio de la Segunda República, con un gobierno de república
no socialista dirigiendo el país y respondían a las denuncias de aplicación
indiscriminada de la LVM. El jurista intentaba marcar con nitidez la diferencia
entre vagos y obreros, alegando que la ley sólo podía aplicarse estrictamente a
los sujetos y colectivos recogidos en la misma. Aunque en 1933 la percepción
del obrero se había transformado sustancialmente y no se le asimilaba
automáticamente con conductas desviadas ni actitudes antisociales, como
trasfondo se mantenía su potencial vinculación con el peligro que entrañaba la
vagancia y la vida nómada. En este sentido, es importante resaltar que existe
una continuidad histórica, modulada y con matices, en la percepción de la
pobreza como fuente del crimen, en la ética del trabajo como solución de la
anormalidad y la desviación social y en la fragilidad de la frontera entre
obreros honestos y los delincuentes, en definitiva entre las classes dangereuses y las classes laborieuses (Chevalier, 1958).
Pero igualmente relevante es señalar que a los discursos y prácticas
filantrópicas y punitivas de la burguesía de las décadas centrales del siglo
XIX en relación a la vaguería se incorporaron con fuerza, en el último tercio
del siglo XIX, discursos y prácticas científicas al respecto que insistieron en
la idea del trabajo como articulador e integrador de la sociedad. Médicos higienistas,
psiquiatras, criminólogos, etc, patologizaron al vago presentándolo como
vicioso y antisocial, llegándose a describir el automatismo ambulatorio como
entidad nosológica ligada al vagabundaje (Beaune, 1983; Huertas, 2014).
En todos estos discursos y
prácticas el obrero tendrá un papel ambiguo e instrumental. Será susceptible de
presentarse como modelo de honradez por su vinculación con el trabajo o de
equipararse al vago y a las hordas salvajes por su participación en
levantamientos, huelgas o por la constitución de organizaciones
revolucionarias.
En este trabajo,
reflexionaremos sobre la construcción de la peligrosidad durante cerca de un
siglo, tomando como ejes conductores los discursos científicos y jurídicos
entorno a la vagancia, a la preeminencia del trabajo como elemento articulador
de la normalidad social y al temor al obrero revolucionario. Nos centraremos en
España pero tomaremos en consideración otros contextos para mostrar que, con
variaciones y adaptaciones locales, existió un lenguaje y una preocupación
común entre los estudiosos de la cuestión.
Pauperismo
Aunque la industrialización
del país no era equiparable a la británica o francesa, a mediados del siglo XIX
el pauperismo formaba parte de las preocupaciones de los publicistas y filántropos
españoles (Trinidad, 1991). Los efectos del paso del Antiguo Régimen al
liberalismo comenzaron a sentirse a lo largo de la década de 1830 en los campos
económico, social y político. Una cuestión que comenzó a llamar la atención fue
la existencia de una nueva forma de pobreza resultante de las nuevas
condiciones del trabajo manufacturero y de la crisis de los talleres
artesanales, caracterizada por los bajos salarios, el paro estructural y un
creciente número de jornaleros temporales. Todo ello alimentado además por un
constante flujo migratorio del campo a la ciudad. La influencia inglesa y
francesa fue importante en los publicistas españoles. El término pauperismo,
acuñado a principios del siglo XIX para definir y explicar el fenómeno de la
inusitada multiplicación de pobres y los peligros sociales que conllevaba
(Kalifa, 2013), arraigó con éxito en España. En mayo de 1845 la Sociedad Económica Matritense convocó un
concurso que tenía el pauperismo como centro de sus intereses. El
higienista Pedro Felipe Monlau presentó el trabajo Remedios del Pauperismo, que fue distinguido con un accésit. Buen
conocedor de la producción británica y francesa sobre el tema, Monlau definía
el pauperismo como “la enfermedad social que resulta de la multiplicación de los
pobres” que “aumenta al compás de la civilización” (Monlau, 1846: 7). La
vinculación entre pauperismo y civilizaciónpara Monlau era clara y consideraba
que la desigualdad social era una condición necesaria para el progreso. El
centro de la explicación del pauperismo y de su solución era el trabajo. Por
una parte, circunscribía el problema a la insuficiente retribución de los
trabajadores y la insertaba en “el litigio entre el capital y el trabajo” que
era “el más grande y formidable de los problemas de economía social”,
considerando el “proletarismo” como “otra enfermedad social muy afine del
pauperismo” (Monlau, 1846: 19). Pero por otra, el grueso de sus argumentos se
concentraba en la clásica clasificación de pobres en relación al trabajo.
Pobres eran a su juicio los que no podían, sabían o querían trabajar. Estos
últimos, constituían un peligro y un desafío para el orden social. En sus filas
se daban cita
los vagos, los
holgazanes, los mendigos que se llaman de profesión, los jugadores, los
libertinos, los ladrones, los viciosos y criminales de toda suerte. (…) Son
realmente pobres, y pobres
degenerados, pobres los más temibles, y los que más hediondez prestan a la
llaga social del pauperismo (Monlau, 1846: 18).
Las
consecuencias sociales del pauperismo eran desastrosas para el conjunto de la
sociedad. El crimen, el suicidio, la prostitución, en definitiva la
desmoralización social eran el correlato del pauperismo. Los remedios pasaban
indefectiblemente por la moralización de la sociedad y por inculcar el hábito
del trabajo. El progreso de la civilización industrial debía ir acompañado de
la moralización de los pobres y de la
protección y buena organización del trabajo, que daría “bienestar general,
permanente y regular” (Monlau, 1846: 29 y 30). En cuanto a las acciones
concretas sobre los pobres refractarios al trabajo, proponía que sus
actividades, en especial la mendicidad, fueran perseguidas, encerrándolos en
“depósitos de mendicidad que lejos de ser cárceles o establecimientos penales,
serían “una especie de casas de locos
(…), una especie de hospitales morales” donde los mendigos serían considerados
“enfermos delicados, y por cuyo pronto y cabal restablecimiento se interesa la
sociedad entera” (Monlau, 1846: 40 y 41).
La identificación entre vaguería y locura respondía al abordaje moral y
patológico de las desviaciones y los problemas sociales. La imagen del vago,
del pobre como loco y carente de moral fue utilizada para identificar los
elementos antisociales y peligrosos.
Coincidiendo
con el debate social sobre el pauperismo los gobiernos liberales moderados
legislaron sobre los vagos. En 1845 se promulgó la ley de vagos y en 1848 el
vago entró en el título sexto del nuevo Código Penal, y posteriormente en el de
1850, figurando siempre como un sujeto desarraigado, sin domicilio conocido e
ingresos regulares por falta de una profesión y con hábitos de vida sospechosos
y peligrosos.
Sangre ardiente y viciosa
La figura del obrero también
fue perfilándose como peligrosa. Entre 1854 y 1856, en el marco del bienio
revolucionario, tuvieron lugar en Cataluña varias sublevaciones y huelgas
provocadas por las condiciones laborales a las que estaban sometidos los
obreros. Estos acontecimientos, aumentaron el interés de algunos sectores de la
atemorizada burguesía por los problemas del proletariado. La Academia de Medicina de Barcelona reaccionó,
convocando en 1855 y 1857 dos concursos con el fin de buscar la manera de mejorar las
condiciones de los trabajadores. El fruto las convocatorias fue la publicación en 1856 de un trabajo sobre Higiene
industrial de Monlau y la Higiene del
tejedor de Joaquín Salarich (1858). Aunque con diferencias, ambas obras
mostraban el temor hacia una clase trabajadora que comenzaba a mostrarse
reivindicativa y a utilizar la huelga como instrumento de lucha. Más allá de
los análisis sobre las causas de las lamentables condiciones de vida y de
trabajo de los trabajadores, el foco se ponía en la inmoralidad de los obreros
y su desafección por el trabajo, naturalizando dichos comportamientos.
Monlau resumía
su programa de actuación higiénica para mejorar las condiciones de vida y
morales del obrero en tres sencillas proclamas:
El obrero es pobre: socorredle, ayudadle.
El obrero es ignorante: instruidle, educadle.
El obrero tiene
instintos aviesos: moralizadle” (Monlau, 1856: 61).
Los instintos aviesos del
obrero, sus pasiones fueron analizadas por Salarich que dibujó una “realidad”
obrera marcada por el vicio y el crimen, el alcoholismo y la ignorancia. En su
opinión los obreros formaban “un cuerpo colosal, por cuyas venas corre una
sangre ardiente y viciosa; el cáncer de la desmoralización corroe sus entrañas;
los instintos aviesos neutralizan los benéficos resultados de las ventajas
materiales que se le proporcionan.” (Salarich, 1858: 130).
Los relatos sobre el obrero
y del vago convergían a mediados de siglo en comportamientos viciosos de
variado cariz, pero sobretodo en la holgazanería y en “los instintos de
sedición”. Peligrosos ambos, hasta el punto que la ley de orden público de
1867, promulgada al final del régimen isabelino con el objetivo de combatir los
levantamientos revolucionarios y la sedición, dedicaba varios artículos a
controlar a sectores de la clase obrera. El articulo 11 contemplaba la creación
de registros especiales de los individuos que no ejercieran “su industria con
residencia fija” como eran los “criados del servicio doméstico, mozos de café y
fondas, porteros de casas, cocheros y conductores de toda especie de carruajes,
mozos de cuerda, vendedores ambulantes” (art.11), mientras que los artículos 12
y 13 se circunscribían a los vagos. Sobre los vagos y los trabajadores citados
debía ejercerse “una especialísima vigilancia”, actuando sin contemplaciones
sobre las personas “de mala conducta, de antecedentes sospechosos o de hábitos
análogos a la vagancia” que pudieran “producir perturbación en el orden público
o inseguridad en los pueblos en que residen.” (art. 14). Pocos meses después se
cambió el artículo 258 del Código Penal de 1850, con la intención de
especificar con mayor claridad quienes eran considerados vagos y como debían de
ser castigados. Aunque no se introdujeron modificaciones de calado, el
reordenamiento de los supuestos de vagancia y la introducción de una cierta
flexibilidad en los procedimientos judiciales, mostraba hasta qué punto el
fenómeno obsesionaba a un régimen que vivía sus últimos días acosado por los
levantamientos y conspiraciones.
Degenerados y criminales natos
La preocupación por la
vagancia y la peligrosidad de las clases populares se intensificó en el último
tercio del siglo XIX y primeras décadas del XX. La constatación del crecimiento
urbano al compás de la industrialización, del empeoramiento de las condiciones
de vida y de trabajo de amplias capas de la clase trabajadora, azotada por la
temporalidad laboral y los bajos salarios y el aumento de la conflictividad
política y social plasmada en la formación y crecimiento de las organizaciones
obreras, y la crisis económica de 1890, fueron algunos de los factores que
sustentaban la inquietud de la burguesía. El discurso tradicional que vinculaba
el desapego al trabajo con la miseria, el vicio y la criminalidad y que cifraba
la solución de la pobreza en la moralización por medio del trabajo se mantuvo
en sus líneas maestras, pero con elementos nuevos que matizaron algunos
aspectos y abrieron nuevas vías de actuación. La biologización de los
comportamientos fue, sin duda, la principal mutación que se produjo en este
periodo. Una serie de teorías científicas como el degeneracionismo o el
criminal nato lombrosiano prendieron con fuerza y patologizaron los
comportamientos desviados. El determinismo biológico insertó el vicio y la
anormalidad en la naturaleza del sujeto, desplazando a un segundo plano las
causas sociales que se reducían a un ambiguo medioambientalismo en el que el
medio social era el pasto que alimentaba la degeneración, el crimen y la
anormalidad (Campos, Martínez Pérez y Huertas, 2001)
Los estigmas físicos y
psíquicos vehiculados por la herencia patológica se convirtieron en el motor
del relato científico, pero también del cultural, de la desviación y de la
peligrosidad. En paralelo e influido por los descubrimientos científicos, en el mundo del derecho comenzó a
producirse un desplazamiento del interés desde el acto delictivo hacia el autor
del delito. El derecho penal de autor, impulsado notablemente por la escuela
lombrosiana focalizó en la peligrosidad y en la defensa social su interés,
dejando en un segundo plano el clásico binomio responsabilidad o
irresponsabilidad del sujeto que tenía como fiel de la balanza el libre
albedrío. Este cambio de enfoque -científico y penal- permitió la reelaboración
de la peligrosidad hasta el punto de comenzar a leerse en términos de
potencialidad, abriendo a la sospecha generalizada al conjunto de la sociedad. En
un contexto marcado por la idea de prevención, la psiquiatría se encontraba en
una situación privilegiada para proveer de argumentos científicos a los
juristas inclinados hacia el estudio de la personalidad del sujeto, la
profilaxis del crimen y la defensa social y establecer una alianza entre dos
profesiones tradicionalmente enfrentadas en relación al tratamiento penal de
los individuos con desequilibrios psíquicos.
Cabe preguntarse, por tanto, por la percepción que desde estos nuevos
postulados se tenía de la relación entre vagos, obreros y peligrosidad, en
definitiva, sobre las fronteras entre las clases peligrosas y las clases
trabajadoras. Dos ejemplos concretos pueden mostrarnos como esa tensión se
mantuvo en el tiempo alimentada por las novedades científicas y penales. El
primero es la literatura sobre la mala
vida. El segundo es la sistemática patologización de los movimientos
revolucionarios y de sus líderes.
Mala vida
Los estudios sobre la mala vida
que arraigaron en la criminología italiana, española y argentina a finales del
XIX y comienzos del XX, marcaron una forma de abordar la vida maleante de las
grandes urbes. Muy influidos por la antropología, la criminología positivista,
el higienismo y el degeneracionismo, los trabajos sobre la mala vida pretendían estudiar un estrato de la población urbana
marcado por la desviación de las conductas, su proximidad al delito y la
anormalidad psíquica y social (Campos, 2009). En sus páginas aparecía una variopinta
gama de individuos y grupos marginales como prostitutas, homosexuales,
mendigos, vagabundos, estafadores, golfos, gitanos, etc, que conformaban lo que
Ingenieros denominaba “los fronterizos del delito” (Ingenieros, 1908: 5.). La
línea de continuidad con los sujetos que integraban las clases peligrosas de la
producción filantrópica de las décadas centrales del siglo XIX es evidente
(Zaffaroni, 2011: 16 y 17), pero el papel de la ciencia en su sanción era
notablemente mayor. Las obras sobre la mala
vida pretendían analizar, catalogar y actuar sobre una parte de la
población considerada peligrosa y patológica por sus comportamientos desviados.
Estos sujetos, también permitían trazar las fronteras de la normalidad y la
anormalidad, representada la primera por los valores burgueses y la segunda por
el desorden y la subversión. Asimismo, servían para intentar diferenciar al
buen obrero (trabajador y sumiso) del desclasado y rebelde que se integraba o
coqueteaba con el mundo de la delincuencia y el de los anarquistas. La línea
divisoria entre los dos mundos se dibujaba principalmente a partir de la
actitud ante el trabajo. Pero la línea no era fija. Era bastante flexible e
instrumental, de manera que se adecuaba a las necesidades del sistema según se
producían cambios socioeconómicos y conflictos sociales protagonizados por las
organizaciones obreras. Sujetos y grupos que eran definidos como honrados
podían ser redefinidos como peligrosos y antisociales tras un motín de
subsistencia o una huelga.
Los autores de la mala vida
intentaron determinar tanto las diferencias entre los trabajadores honestos y
los caídos en la marginación, como los mecanismos por los cuales los primeros
eran reclutados por los segundos. Pese a las diferencias de contexto, existía
un lenguaje y una preocupación común entre los publicistas de la mala vida de ambos lados del
Atlántico. En el caso argentino, la
inmigración marcó la agenda criminológica, y en muchos sentidos operó como
factor esencial del diseño de las representaciones de los trabajadores sanos y
de los viciosos. Así, Moyano Gacitúa consideraba que la concentración de
inmigrantes en las grandes urbes, buscando un trabajo inexistente, era el
origen tanto de la criminalidad común, como de la rebelión política contra el
sistema (Moyano Gacitúa, 1905: 172). Eusebio Gómez, apuntaba que los conflictos
entre capital y trabajo estaban en la base de las causas de la mala vida, si
bien los obreros eran los principales responsables. A su juicio, la táctica
obrera, saturada de odio y de afán de destruir, mal desenvuelta por los
desvaríos propios del sectarismo anárquico” provocaba “un descenso de la
moralidad” y era “causa eficiente de un sinnúmero de vicios” que contribuían “a
la formación de la mala vida”. (Gómez, 1908: 35). Huelgas, ignorancia y delitos
eran la triada que llevaba a los trabajadores a los abismos de la miseria y de
la mala vida según el jurista argentino. Salvatore, ha puesto de relieve como
la criminología y psiquiatría argentinas explicaron en términos
psicopatológicos los problemas sociales derivados de la inmigración y de la
temporalidad laboral y como focalizaron su preocupación en la existencia de
“tres 'circuitos viciosos' en la reproducción de la clase trabajadora: el que
hacia delincuentes juveniles de los menores vagabundos; el que transformaba al
trabajador ocasional desocupado en delincuente ocasional; y el que convertía a
la mujer pobre (criolla o inmigrante) de potencial trabajadora en prostituta”
(Salvatore, 2013: 223). Ejes también preocuparon a la criminología española de
comienzos del XX.
Los autores de La mala vida en
Madrid, reconocían que la línea de separación entre los obreros y “las
gentes de malvivir” no era nítida y que compartían un “buen número de
propiedades comunes” (Bernaldo
de Quirós y Llanas de Aguilaniedo, 1901: 49). No obstante, centraron sus
esfuerzos en la búsqueda de las diferencias físicas y psíquicas entre las
clases populares y los malvivientes. La recopilación, estudio y comparación de
asuntos tan dispares como los índices cefálicos, antropométricos, de
analfabetismo, de las supersticiones y creencias religiosas de las clases
populares y los malvivientes, no mostraban diferencias sustanciales por lo que
concluían que “el alma de las gentes de mal vivir es, en resumen, el alma
popular” (Bernaldo de Quirós y Llanas de Aguilaniedo, 1901: 49). Sin embargo,
la diferencia estribaba en el “carácter vagabundo y las deformaciones
profesionales” (Bernaldo de Quirós y Llanas de Aguilaniedo, 1901: 57), que no
eran más que la incapacidad de adaptación social y el parasitismo, cuyas
características eran la degradación moral y los estigmas de la mala vida que se traducían en el
nomadismo, la vagancia, el alcoholismo, la jerga y los tatuajes, entre otros.
Esta caracterización psíquica y moral, distaba del abordaje de Max Bembo en La mala vida en Barcelona (1912), que
mostraba como los bajos salarios y la temporalidad de los trabajos, así como
las constantes crisis, empujaban a los trabajadores a mendigar o a realizar
actividades de dudosa reputación para completar su escaso jornal. Los
trabajadores no eran ajenos a la “mala vida” sino que eran parte sustancial de
la misma. Bembo, por tanto, no establecía una línea nítida de separación entre
ambos mundos como si hacían otros estudiosos de la delincuencia y la mala vida
(Bembo, 1912: 99-101).
Manada de locos
Si
en las décadas centrales del siglo XIX cualquier forma de agitación social y
política era asimilada a la acción de las hordas criminales, en la segunda
mitad del siglo la rebeldía comenzó a ser abiertamente patologizada por los
psiquiatras, criminólogos e higienistas. Locura, alcoholismo, criminalidad, y
degeneración, fueron los pilares científicos
que forjaron la descalificación y criminalización obrera. La Comuna de París en
1871 supuso la exacerbación de esta asimilación y un jalón fundamental de la
ofensiva científica contra los movimientos revolucionarios (Kalifa, 2013). Una
abundante literatura psiquiátrica y médica aplicó los
tópicos del degeneracionismo al análisis de la situación político social de Francia
tras la derrota de Sedán en 1870. Los comuneros eran retratados como enfermos
mentales, alcohólicos y degenerados. Una de las imágenes que perduró años, fue
la de París tomada por una muchedumbre ebria, dirigida por líderes
alcoholizados y degenerados, que daban rienda suelta a sus instintos
sanguinarios. Imagen que fue utilizada en el tiempo para, adecuándola a
diferentes contextos, marginalizar y criminalizar los movimientos de carácter
sociopolítico. En 1890 Lombroso en, Il
delitto político, impugnaba las revoluciones al señalar que las organizaban
mentes enfermas y desequilibradas, entregadas a todo tipo de excesos para
conseguir sus propósitos. En este sentido, resaltaba el papel que desempeñaron
algunos alcohólicos en las revoluciones y rebeliones, remarcando que su
importancia en el seno del movimiento se debía a las anomalías psíquicas que
padecían y a su fisonomía de epilepsia alcohólica que estimulaba su crueldad y
cinismo (Lombroso y Laschi, 1890: 92). La Revolución francesa, la Comuna de
París, la revuelta de los obreros belgas en 1886 o el caudillismo argentino,
ilustraban sus argumentos. Poco después, en Gli
anarchici ahondó en esta línea al identificar a los anarquistas con los
delincuentes comunes, fácilmente distinguibles por una serie de rasgos físicos
y mentales que les delataban (Lombroso, 1894). En la misma línea, aunque desde
el campo psicológico, Le Bon en 1895 analizaba el comportamiento de las
muchedumbres. Estas se guiaban por sus instintos y bajas pasiones y eran incapaces
de decidir por sí mismas y autogobernarse. El desprecio hacia la democracia y
la muchedumbre eran patentes en su obra, que no ocultaba los supuestos peligros
que entrañaban el sufragio universal como llave de acceso al gobierno (Le Bon,
1895).
El desprecio, el temor y el peligro que representaban las multitudes,
inspiró infinidad de escritos finiseculares, que pese a las diferencias de
escuela y perspectivas tenían como denominador común la biologización y
psicologización de los comportamientos de las clases populares, equiparadas muy
a menudo con peligrosas turbas.
La influencia en España de la obra de Lombroso fue importante. Su
publicación coincidió tanto con la implantación del sufragio universal como con
el apogeo de los atentados anarquistas, dando lugar a una abundante literatura
destinada a descalificar globalmente el movimiento libertario desde posiciones
"neutrales y científicas" que respondían más a los prejuicios de la
burguesía y al rechazo político de los movimientos revolucionarios.
No faltaron, por supuesto, las referencias a la embriaguez y la locura
de las multitudes para explicar los disturbios políticos y sociales. Así, en
1892, tras la revuelta de los campesinos de Jerez, Rafael Salillas les calificó
como manada de locos a los que se les había subido "el sol, el vino, el
Mediodía o el África a la cabeza”.[5] La patologización de las
revoluciones y de las opciones políticas radicales fue utilizada a discreción
por psiquiatras y criminólogos de diferentes tendencias políticas durante mucho
tiempo. Dos ejemplos “tardíos” de este tipo de posiciones defendidas desde
esferas políticas radicalmente diferentes los encontramos en Ruiz Maya y
Vallejo Nágera. El primero, republicano progresista y activista del movimiento
de higiene mental, consideraba en 1928 como motivo de peligrosidad del enfermo
mental, la posibilidad de su actuación en política "con sus falsas
concepciones de la vida, arrastrando a masas más o menos extensas a revueltas,
motines y revoluciones, a actitudes pasivas contrarias a la conveniencia
general” (Ruiz Maya, 1928). Al clasificar los diferentes grupos de enfermos
mentales por su grado de peligrosidad, remarcaba el peligro que entrañaban los
individuos afectados de desviaciones de la normalidad constitucionales porque
estaban "dispuestos a todas las violencias, a todos los vicios, a todas
las contravenciones de la más amplia moral", subrayando que en "estas
desviaciones crece lozana la flor del caudillaje y del proselitismo" (Ruiz
Maya, 1928).
Por su parte, Vallejo Nágera durante la Guerra Civil española, en
calidad de director del Gabinete de
Investigaciones Psicológicas de los Campos de Concentración y Jefe de los
Servicios Psiquiátricos Militares del ejército franquista, llevó a cabo un estudio
con prisioneros y prisioneras del bando republicano que publicó con el título
de “Psiquismo del fanatismo marxista,” en el que pretendía demostrar la íntima
relación entre marxismo, locura y degeneración y, en el caso de las mujeres con
la prostitución (Huertas, 1996).
Vagos, maleantes y obreros
En 1933, el gobierno presidido por Manuel Azaña,
tramitó la LVM. Su proceso de elaboración y ulterior aplicación sintetizan bien
la visión sobre la peligrosidad potencial de los malvivientes y la tensión
respecto al ideal de obrero honrado que nada debía temer al respecto. Los
debates sobre la ley se articularon en torno a tres ejes: el concepto de estado
peligroso sin delito, el temor de las organizaciones obreras a que se aplicara
discrecionalmente a los trabajadores en paro y a los intentos de diferenciación
de estos respecto a los vagos y maleantes.
En la elaboración de la LVM fue esencial el papel de
los catedráticos de derecho penal y diputados Luis Jiménez de Asúa (PSOE) y
Mariano Ruiz Funes (Asociación por la República). El primero venía teorizando
desde la década de 1920 sobre el estado peligroso sin delito, la sentencia
indeterminada y la sustitución de las penas por medidas terapéuticas. Sus
intervenciones en el ámbito del derecho latinoamericano en esa década fueron
notables, destacando sus reflexiones sobre los proyectos de ley sobre el estado
peligroso sin delito de 1924 y 1926 argentinos, que tuvieron importantes nexos
con la LVM. (Cañizares, 2018) Para Jiménez de Asúa el concepto de estado
peligroso significaba “la vehemente presunción de que una determinada
persona quebrantará la ley penal” (Jiménez de Asúa, 1934). Sin embargo, en el
articulado de la LVM, los peligrosos sin delito eran mayoritariamente los
sujetos y grupos contemplados en las leyes del siglo XIX y muy especialmente en
las obras sobre la mala vida (Martín,
2009; Terradillos, 1981).
Los vagos
habituales, los mendigos profesionales, los rufianes, los proxenetas, los
ebrios, toxicómanos eran objeto de la ley, pero también los sujetos que no
podían justificar su domicilio, que ocultasen su identidad o aquellos que
tuvieran una conducta “reveladora de
inclinación al delito” manifestada por “el trato asiduo con delincuentes y
maleantes”, la frecuentación de lugares donde estos se reunieran o de las
“casas de juegos prohibidos”. En definitiva, como señalaba en el preámbulo del
dictamen de la ley, “las categorías de sujetos peligrosos quedan
precisadas a base de actividades antisociales e inmorales y tienen un
denominador común: el horror regular al trabajo y la vida parasitaria a costa
del esfuerzo ajeno”[6]. El parasitismo debía combatirse con medidas de
seguridad en las que el trabajo jugaba un papel destacado en la rehabilitación
y curación de estos sujetos. El encierro en establecimientos de trabajo,
colonias agrícolas, de custodia o curativos eran las principales medidas que
contemplaba la ley.
Con todo, la LVM suscitó el temor de algunos sectores
a que fuera aplicada a los obreros en paro, a los obreros revolucionarios o a
las organizaciones obreras. Su primera versión, propuesta por Azaña, fue
rechazada por sus socios socialistas al considerar que era susceptible de
aplicarse para reprimir al movimiento obrero. Cuando la segunda versión,
impulsada por Jiménez de Asúa y Ruiz Funes, llegó al parlamento, el diputado
comunista Balbontín, que no se oponía a la ley, propuso que se completara con
un artículo que explícitamente excluyera a los “obreros revolucionarios” que
demostrasen militar en los principales sindicatos o que practicasen “lealmente
la lucha de clases”[7]. Su propuesta la fundamentaba en la
idea de que algunas de las situaciones recogidas en la LVM podían concernir a
los obreros revolucionarios, como eran el cambio de nombre o tener identidad
falsa. Sus argumentos y su aceptación de la ley, mostraban el rechazo a la
identificación de los obreros con los sujetos que ésta perseguía, poniendo en
evidencia el acuerdo con los legisladores en torno a la diferenciación entre el
obrero honrado y trabajador y los desclasados, vagos profesionales ubicados en
el mundo criminal.
Pese a todas las declaraciones de que
los obreros no serían objeto de la LVM, lo cierto es que se aplicó
discrecionalmente desde su entrada en vigor a los obreros en paro, víctimas de
la crisis de 1929. La situación se
agravó cuando la derecha llegó al poder y tras los sucesos revolucionarios de
octubre de 1934 se utilizó como instrumento de represión política. En 1935 el
gobierno derechista la reformó, introduciendo un nuevo supuesto de peligrosidad
sin delito: la propaganda y actividades sociales que incitasen “a
la ejecución de delitos de terrorismo, de atraco y los que públicamente
glorifiquen o enaltezcan la comisión de dichos delitos.” El campo de acción de
la ley quedaba ampliado a la defensa política del estado y anunciaba el futuro
que tendría durante la dictadura franquista. Vagos, maleantes y obreros
quedaban identificados.
Referencias
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Recibido con pedido de publicación 09/02/2019
Aceptado para publicación 11/04/2019
Versión definitiva 28/04/2019
[1] Trabajo realizado en el marco del
Proyecto de Investigación RTI2018-098006-B-I00 (MINECO-FEDER)
[2] Departamento de Historia de la Ciencia
del Instituto de Historia. CSIC. Correo electrónico: ricardo.campos@cchs.csic.es
[3]Gaceta
de Madrid, “Ley
de Vagos y Maleantes”. 5 de agosto de 1933, núm 217, p. 874
[4]Hoja
Oficial del Lunes,
4-9-1933.
[5] Salillas,
Rafael, “Manada de locos”, El Liberal,
8-2-1892
[6] Dictamen
de la Comisión, 1933: 1
[7] Diario de sesiones, 1933: 14435 y 14436