Alejandra Mailhe
Estudios del ISHiR, 22,
2018. ISSN 2250-4397
Investigaciones Socio
Históricas Regionales, Unidad Ejecutora en Red – CONICET
http://revista.ishir-conicet.gov.ar/ojs/index.php/revistaISHIR
Dossier
El mestizaje
indo-hispánico en la educación estética de las masas
Alejandra Mailhe (UNLP/CONICET)
Resumen
Este artículo se centra en algunos ensayos
de Ricardo Rojas, producidos en torno a la década del veinte, que postulan el
ideal de una amalgama cultural indo-hispánica, para forjar una identidad
cultural mestiza para el continente, o en los que se enfatiza la importancia
del legado indígena, sobre todo en el campo del arte. Además, considera algunos
puntos de contacto entre los indigenismos de Rojas y de Ernesto Quesada (quien,
desde inicios de la década del veinte, difunde el relativismo cultural de Oswald
Spengler). Para ambos autores, la obra del arqueólogo Arthur Posnansky en
Tiahuanaco constituye un elemento central para legitimar el arte precolombino
como fuente de inspiración para crear una nueva cultura americana.
Palabras clave: Ricardo Rojas; mestizaje; indigenismo;
Ernesto Quesada; años veinte.
The indio-hispanic mestizaje in the aesthetic education of the masses
Abstract
This article focuses on essays by Ricardo Rojas, written around
the 1920s, that postulate the ideal of an Indio-Hispanic cultural amalgam in
order to forge a mestizo cultural identity for the continent, or those that
emphasize the importance of the indigenous legacy, particularly in the field of
art. It also considers some links between the indigenisms of Rojas and Ernesto Quesada
(who spread the cultural relativism of Oswald Spengler from the early 1920s).
For both authors, the works of the archaeologist Arthur Posnansky in Tiahuanaco
constitute a key element for legitimising pre-Columbian art as a source of
inspiration in order to create a new American culture.
Keywords: Ricardo Rojas; mestizaje; indigenism;
Ernesto Quesada; 1920s.
E |
ste trabajo se centra en un corpus de ensayos argentinos, producidos
en torno a la década del veinte, al calor del americanismo de entreguerras, en
los cuales se postula el ideal de una amalgama tanto de las artes como de los
polos culturales antagónicos indígena e hispánico, para alcanzar una síntesis
superadora, forjando una identidad cultural mestiza, nacional y/o continental.
Además, se explora la alta valoración del arte como una instancia privilegiada
en la educación de las masas, en favor de la difusión americanista de la
arqueología, como base de un indigenismo cultural, en los ensayos Eurindia (1922) y Silabario de la decoración americana (1930) de Ricardo Rojas, y en
el manual escolar Viracocha, editado
en 1923 por intelectuales vinculados al grupo neocolonial de Rojas. Finalmente,
este artículo tiene en cuenta algunos puntos de contacto entre los indigenismos
de Rojas y de Ernesto Quesada (quien, desde inicios de la década del veinte
difunde el relativismo cultural de Oswald Spengler, postulando el inicio de un
nuevo ciclo cultural americano, de base indígena). Tanto para Rojas como para
Quesada, la obra del arqueólogo Arthur Posnansky en Tiahuanaco resulta ser un
elemento central para la legitimación de la arqueología americana, del arte
precolombino accesible a través de la arqueología, e incluso del NOA (cobijado
bajo el prestigio simbólico de las “grandes civilizaciones” del mundo andino).
Esoterismo y mestizaje en Eurindia
Intelectual de enlace de
entresiglos, situado en el nacionalismo de la Generación del Centenario,
Ricardo Rojas asume un lugar clave en el conjunto de los intelectuales del
Estado que colaboran para forjar un discurso nacionalista.[1]
Al igual que otros letrados de provincia, en general provenientes de familias
patricias venidas a menos, mantiene fluidos contactos con las oligarquías del
interior, y utiliza su origen provinciano para diferenciarse en Buenos Aires,
pues el origen norteño le da un capital simbólico extra, al colocarlo en una
posición de mediación privilegiada, de negociación con las elites del interior
y de la capital.
En sus textos, el NOA se presenta
como un espacio simbólico muy rico por antigüedad cronológica, diversidad
religiosa, frondosa producción mítica y por eventos épicos claves en la
historia colonial y en la emancipación nacional.
En Eurindia (editado primero en el suplemento de La Nación en 1922, y luego como libro en 1924),[2]
Rojas aspira a alcanzar una unidad indo-hispánica para la Argentina. Para ello,
subraya el papel imprescindible del intelectual, no solo para la organización
de una literatura o una historiografía argentinas (incluyendo la preservación
del folclore), sino también para proveer a la sociedad de nuevos símbolos que
vuelvan tangible ese ideal de mestizaje armonizador. Por eso el ensayo apela a
imágenes que dan cuenta del descenso a las diversas capas geológicas del ser
colectivo, al principio primitivo de la patria, al inconsciente y/o al “Hades
de la argentinidad”.[3] Esa metáfora del descenso se
acerca a la concepción de la irracionalidad colectiva presente en la psicología
de las multitudes de entresiglos, pero adquiere aquí una connotación positiva,
en clave neo-romántica y metafísica, en la medida en que lo inconsciente
(incluida la intuición) se presenta como una forma más alta de conocimiento del
mundo.
Afirmándose en una concepción
positiva del mestizaje, como vía de enriquecimiento cultural, Rojas confía en
el triunfo teleológico constante de un numen
local, capaz de acriollar los elementos foráneos, en una amalgama
regional/nacional/continental, pues todo el continente está sometido a la misma
“intrahistoria”, y por ende a la misma fuerza euríndica.
La operación nacionalista y
mestizófila de Eurindia queda
condensada en el “símbolo del árbol” (cuya eficacia didáctica, por lo demás, es
afín al didactismo que vertebra cada capítulo del ensayo, abocado a crear
consciencia americanista en el lectorado medio del periódico La Nación): la raíz primitiva, el tronco
colonial, las ramas patricias y las hojas modernas se articulan en un proceso
ascensional dialéctico, típico del telurismo romántico y de las teorías del
mestizaje postuladas bajo la sensibilidad teosófica del espiritualismo.[4] Este símbolo refuerza la
concepción de la mediación como amalgama armónica y no como desgarramiento, en
sintonía con una lectura más bien conservadora de la dialéctica hegeliana,
dominante en las teorías del mestizaje desde el romanticismo al culturalismo
neo-romántico de los años treinta. En efecto, Rojas piensa el
mestizaje como un proceso de homogeneización (de fusión superadora, en la que
los binarismos finalmente se disuelven), en contraste con una concepción
abierta del conflicto dialéctico, donde los polos opuestos no se suprimen, sino
que conservan su antagonismo. En este sentido, Eurindia hace sistema especialmente con las visiones del mestizaje
de los mexicanos Manuel Gamio y José Vasconcelos, o del peruano Uriel García
(que establece un sólido vínculo intelectual con Rojas), y en cambio establece
cierta distancia teórica con respecto a los enfoques de Fernando Ortiz,
Gilberto Freyre o Mário de Andrade, centrados en la conflictividad
sociopolítica que impide alcanzar una síntesis armónica.
Además, en Eurindia toda
la dinámica del mestizaje es concebida a partir de un vocabulario esotérico que
evidencia en qué medida los espiritismos brindan un modelo teórico clave para
pensar la dialéctica del mestizaje como un proceso de enriquecimiento
ascensional del espíritu.
En sintonía con este enfoque, tal
como revelan los manuscritos inéditos de Rojas –contemporáneos a la escritura de este ensayo–[5], el autor ordena los saberes en un esquema triádico, situando siempre la
ciencia en una posición inferior frente a la religión y el arte (los discursos más sensibles a las presiones del genius loci, y por ende las
manifestaciones más altas de la espiritualidad, en la cúspide de la trascendencia). De ahí que el ensayo artístico deba aunar los anhelos
de formación estética y metafísica: en plena sintonía con el Modernismo, el
texto seculariza y resacraliza, transmutando la religión en religión del arte,
y convirtiendo la unidad en un moderno y secular ideal “sagrado”.
Así, lo simbólico prolifera en ese
ensayo de Rojas porque es la vía de pasaje privilegiada para alcanzar
una forma superior de conocimiento del mundo. En el marco de este
espiritualismo telurista, el ensayo debe ser, además, él mismo un forjador de
nuevos símbolos modernos y mestizos, para plasmar esa anhelada espiritualidad
euríndica.[6]
Sobre todo a partir del cierre del
texto, la propia lectura pasa a ser pensada como parte de una iniciación ritual
al credo del mestizaje, de modo que el libro mismo se transmuta en una suerte
de templo sagrado, en el marco de una concepción metafísica de la lectura,
extendida en los discursos esotéricos de la época.[7]
En efecto, el templo del ritual euríndico (que Rojas imagina con el auxilio
gráfico del pintor Alfredo Guido, de su propio círculo intelectual) implica la
elaboración onírica de una “obra de arte total” (en el mismo sentido en que la
define Richard Wagner, admirado por Rojas) que incluye arquitectura, escultura,
pintura, música, danza y literatura, en un mestizaje de las artes, de las
culturas y de las religiones que se despliega hasta alcanzar una re-ligatio espiritual, individual y
colectiva, como sustituto laico y moderno de la anhelada trascendencia
religiosa.[8]
Desde una perspectiva elitista, el
intelectual esteta deviene un hierofante (un sacerdote de las religiones
mistéricas, mediador privilegiado entre los hombres y los dioses), que asume su
tarea hermenéutica como ritual, invistiéndose del poder de sacralizar el mundo
por la vía del arte, frente al lector que se transmuta en un neófito. En este
sentido, Eurindia se inscribe en la
estela “magisterial”
del Ariel (1900) de José E. Rodó, pero perfilando ahora una relación más francamente paradójica
con respecto al lector moderno, anónimo y masivo: si éste ingresa
democráticamente a la lectura (recordemos que la primera edición del ensayo se
realiza en La Nación), aún lo hace
bajo la vieja forma imaginaria y elitista del “elegido” que recibe un
conocimiento mistérico, vedado al resto.
Es claro que el modelo teórico del
mestizaje euríndico se perfila como una variante proto-populista, más
democrática que otros espiritualismos contemporáneos (como el elitismo
helenizante de Leopoldo Lugones), y fuertemente disonante con respecto al
eurocentrismo, hegemónico incluso entre los intelectuales de izquierda, dado el
rescate, llevado a cabo por Rojas en Eurindia
y sobre todo –como veremos– en el Silabario
(...) de 1930, de un fondo indígena reprimido (aunque se trate de un fondo
nuevamente subsumido bajo el sustrato europeo, dominante).
La identificación de Rojas con el
NOA, y el prestigio simbólico del legado indígena y colonial de esa área, entre
otros factores, deciden el diálogo de este autor con los intelectuales del
indigenismo peruano, especialmente con Luis Valcárcel y con Uriel García, así
como también con la arqueología andina (y especialmente, tal como veremos, con
las especulaciones hermenéuticas del arqueólogo amateur Arthur Posnansky en Tiahuanaco). Los viajes, la
correspondencia y la circulación de libros y de imágenes entre esos autores
ponen en evidencia en qué medida estos polos crean mecanismos complejos de
espejamiento y de legitimación, en una densa red de reciprocidades ideológicas.
Además, esta red espiritualista e
indigenizante es paralela a la red de solidaridad militante que, en la misma
década del veinte y bajo el marco común del americanismo reformista, se
establece entre los apristas peruanos (varios, exiliados en Argentina) y los
reformistas argentinos, incluidos el propio Rojas y Ernesto Quesada.[9]
El Silabario de la decoración
americana como indigenización estética del lectorado masivo
En las primeras décadas del siglo
XX, varios arquitectos y artistas plásticos latinoamericanos exploran la
potencialidad estética de la arqueología precolombina. En Argentina, si Ángel
Guido encarna el ideal euríndico del mestizaje indo-hispánico, diseñando por
ejemplo la casa del propio Rojas (en sintonía con la propuesta de hibridación
contenida en Eurindia), Héctor
Greslebin se aboca más bien a la creación de un estilo que recrea las grandes
civilizaciones prehispánicas,[10] al tiempo que, en Bolivia,
Posnansky hace construir su casa (luego devenida Museo Nacional), bajo la
inspiración de la arquitectura de Tiahuanaco.
En el campo de las artes plásticas
también se percibe una apertura significativa a la estética prehispánica.
Alfredo Guido –el hermano de Ángel– es premiado en 1924 por su óleo La chola desnuda, además de diseñar
muebles precolombinos (incluido un “Cofre estilo incaico”, realizado junto al
artista José Gerbino, premiado en el Primer Salón de Artes Decorativas, en
1918).
Además, estos proyectos estéticos
circulan y se influencian recíprocamente a nivel continental. Así por ejemplo,
en 1923 el antropólogo peruano Luis Valcárcel presenta, en el Teatro Colón de
Buenos Aires, a la Compañía Peruana de Arte Incaico (la cual, con apoyo de la
Comisión Nacional de Bellas Artes dirigida por Martín Noel –muy próximo a
Rojas–, pone en escena la obra Ollantay,
leída en quechua y con música compuesta siguiendo la estética andina).
Otros artistas argentinos y
mexicanos, afines a esta perspectiva primitivista, entran en contacto entre sí
en Europa. Entre otros casos, en París, el catalán Hermenegildo Anglada
Camarasa, luego de estudiar arte precolombino en el Musée de l’Homme, impulsa una corriente estética ligada al
americanismo primitivista, convocando en su atelier a varios artistas
latinoamericanos: allí, por ejemplo, el mexicano Gerardo Murillo, conocido como
“Dr. Atl” (a quien Rojas cita en su Silabario
(…), reivindicándolo como modelo por su libro Las artes populares en México,
de 1922), entra en contacto con el argentino Jorge Larco, artista plástico
y escenógrafo, discípulo de Anglada.
Un intercambio igualmente rico se
produce a partir de los viajes del artista peruano José Sabogal: tras un largo período de formación en
el NOA, vinculado a los pintores regionalistas Jorge Bermúdez y José Antonio
Terry, Sabogal regresa a Perú, consolidándose como el principal pintor
indigenista en su país; luego, además de vincularse a Luis Valcárcel y a José
Carlos Mariátegui, viaja a México en 1922, entrando en contacto con los
proyectos estéticos y pedagógicos impulsados por José Vasconcelos y con la obra
de Diego Rivera. La
circulación de ideas por este tipo de redes consolida una valoración
trasnacional del sustrato arqueológico como fuente arcaica de inspiración moderna,
y como la base privilegiada para la creación de un arte nacional /
continental.
En este contexto, el arte
precolombino comienza a ser difundido especialmente en las escuelas primarias,
como elemento central para la educación plástica de los niños. En 1911, el
argentino Martín Malharro (pintor del grupo Nexus,
próximo a Rojas) publica El dibujo en la
enseñanza primaria, abogando por una reforma estética indigenizante.
En sintonía con ese tipo de
propuestas, y en paralelo a las iniciativas impulsadas por José Vasconcelos en
el Departamento de Bellas Artes, el escultor Gonzalo Leguizamón Pondal (miembro
del círculo de artistas precolombinos vinculados al español Anglada) y el
arquitecto Alberto Gelly Cantilo diseñan la serie de cuadernos Viracocha de dibujo decorativo americano, consagrando
especialmente la imitación de las formas del arte calchaquí, para estimular el
indigenismo argentino. Como puesta en práctica de la estética de Eurindia (el ensayo editado apenas un
año antes), esta iniciativa recibe la “Medalla de Oro” del VI Salón Nacional de
Arte Decorativo, y es adoptada por orden del Consejo Nacional de Educación,
para la enseñanza de la plástica en las escuelas primarias.
Varios elementos remiten a la
legitimación de este proyecto por parte del grupo neocolonial en el que se
inscribe Rojas: en la fundamentación general (donde se advierte que “en las
Américas y en muchos países de Europa, grupos de artistas y críticos de arte
están empeñados en consagrar el arte precolombino que no fue valorado durante
los siglos de la Conquista”; Leguizamón Pondal et al., 1923, p. 5), se apela a
la autoridad intelectual de Martín Malharro, para justificar los ejercicios de
dibujo indígena, que sensibilizan a los niños respecto de las leyes de
proporción y ritmo. Y amén del elogio explícito del proyecto por parte de
artistas plásticos como Pío Collivadino o Ernesto de la Cárcova, la edición es
celebrada por el arquitecto neocolonial Martín Noel (por entonces, Presidente
de la Comisión Nacional de Bellas Artes).
Los autores de Viracocha apelan a distintas voces para legitimar el interés
contemporáneo por la plástica amerindia (desde la fascinación de Rodin por el
arte indígena, al proyecto de Juan B. Ambrosetti de expandir las artes
decorativas a los motivos precolombinos, o a las experiencias contemporáneas en
México, Perú y España, para difundir –como en este manual– las formas plásticas
arcaicas en las escuelas primarias, a fin de dar lugar a un nuevo arte
nacional). Para los autores, este anclaje en el mundo precolombino es
importante especialmente entre los niños, dada la afinidad entre las
mentalidades infantil y primitiva. Además, según argumentan, en Argentina este
tipo de proyectos cobra una relevancia particular por tratarse de un país “cuya
población es de origen cosmopolita, [por lo que] no debe omitirse esfuerzo para
despertar el interés por lo tradicional” (Leguizamón Pondal et al., 1923, p.
7).[11]
En
convergencia con ese tipo de proyectos didácticos, orientados a sensibilizar a
las masas cosmopolitas en favor de una estética indigenista, abierta a la
recreación euríndica de nuevos estilos sintéticos, Rojas insiste, en su Silabario (…), en difundir la
arqueología americana entre las capas medias, aunque aclara que su interés no
radica en el carácter científico de la disciplina (que considera propia solo
del ámbito universitario), sino “como reactivo de la sensibilidad creadora”
(Rojas, 1930, p. 168), en el campo de la educación en general y de la formación
de artistas plásticos “nacionales” en particular.
Incluso,
como si expandiera los principios implícitos en Viracocha, llega a imaginar una escena escolar de iluminación
americanista: en una recreación del Ariel
de Rodó, pero pasada ahora por el tamiz del indigenismo y de la educación
masiva, Rojas entreve a los maestros en el aula guiando a sus alumnos “en la
copia de esos diseños indígenas, pero también recuperando su espíritu, su
significado, creando así una emoción americana, contribuyendo a la formación de
una nueva sensibilidad artística de enormes consecuencias espirituales y
políticas” (Rojas, 1930, p. 169).
Esa estética
nueva constituiría una “vanguardia” diversa respecto de los vanguardismos
individualistas de tipo europeo, por su anclaje en el folclorismo colectivo y
en la tradición,[12] para forjar un arte de
inspiración indígena capaz de superar la distancia cultural entre indígenas y
clases dirigentes en América. Para ello, Rojas insiste en que el americanismo
arqueológico (“científico”) debe completarse con un americanismo estético ligado
tanto al arte culto (bajo los modelos de Alfredo Guido, Cesáreo Bernaldo de
Quirós o Alfredo Gramajo Gutiérrez, entre otros), como a la cultura de masas, a
través de la educación y del desarrollo de las artes decorativas de base
indígena, a fin de americanizar todos los planos de la vida cotidiana (las
telas, la moda, la orfebrería, el calzado, la arquitectura, el mobiliario e
incluso el propio diseño de los libros; Rojas, 1930, p. 197).
En
particular, Rojas se detiene en el soporte material del libro, atendiendo al
modo en que la tipografía, las ilustraciones y el diseño de tapa, entre otros
recursos, transmiten por sí mismos un mensaje ideológico. Así, confirmando
indirectamente nuestras hipótesis sobre la concepción del Silabario (…) como “templo del arte amerindio” (y sobre la
intención deliberada de sensibilizar al lectorado medio a través de las
imágenes), Rojas subraya el impacto
visual de los libros de arqueología americana, destacando los ejemplos de Peru et Bolivie de Wiener, y de Tihuanaco de Posnansky, en los cuales
tanto el texto como los dispositivos gráficos condicionan la experiencia de
recepción, por parte del lectorado masivo, reforzando la fascinación por el
legado arqueológico.
Para Rojas,
ese indigenismo americanista debe ser promovido por el Estado, por los medios
masivos y por la industria, a fin de transformar todos los consumos culturales,
orientándolos hacia las artes decorativas amerindias. En particular, teniendo
en cuenta la compatibilidad potencial entre el acervo arqueológico y la
modernidad cosmopolita, los nuevos progresos de la industria deben ponerse al
servicio de recrear el arte indígena, incorporando además –como lo ha hecho
México, luego de la Revolución– los modelos de la producción artesanal
contemporánea.
Así, el Silabario (…)
se postula como un ensayo estético para estimular la sensibilidad del lectorado
medio –y especialmente de los artistas plásticos– en favor del arte amerindio,
venciendo la resistencia a lo indígena dominante en Argentina. De hecho, aquí
Rojas ahonda en propuestas propias –ya planteadas hace años y desoídas–, como
la fundación de una escuela de artes indígenas, planificada sin éxito en 1914,
para la Universidad de Tucumán.[13] Insistiendo en ese tipo de
proyectos, ahora el Silabario (…) busca
difundir el potencial estético de los hallazgos arqueológicos americanos, “a
fin de que las tradiciones indígenas fueran también aprovechadas como resorte
de la emoción estética” (Rojas, 1930, p. 14), e incorporadas de forma euríndica
en la experiencia moderna.
La meta principal del libro es
entonces despertar en el lector esa sensibilidad para el arte americano
precolombino. Para ello, además del discurso verbal (que, como veremos, apela a
varios recursos didácticos), el ensayo incorpora numerosas imágenes como
recreaciones de la plástica precolombina (guardas, dibujos de esculturas,
detalles de alfarería, etc.), dispuestas en distintos lugares de la página
(encabezando la apertura de cada capítulo o cerrándolo, desplazando el texto
y/o en página aparte), bajo el modelo general de la estética Art Decó, tan compatible con esta
perspectiva arqueológica. De hecho, Rojas advierte, en el cierre del libro, que
las ilustraciones del Silabario (…) (elaboradas
por el joven dibujante Fausto D’Alessio) “han sido puestas como un estimulante
para la emoción estética y la curiosidad intelectual del lector”, en base a
libros y a las colecciones de los museos etnográficos de Buenos Aires y de La
Plata. Así, apelando al papel pedagógico de la ilustración en la literatura de
masas, el autor busca convertir cada
página en una mediación privilegiada entre la vitrina del museo arqueológico y
el público masivo (aunque incluyendo además a los artistas plásticos, de los
que espera una recreación libre de ese sustrato arcaico). Sin referencias
eruditas ni relación directa con el contenido de cada capítulo, esos dibujos
sobrevuelan, creando en el lectorado una empatía emocional con los materiales
arqueológicos, en parte ya estilizados para facilitar la apropiación moderna.
La revitalización del mundo
prehispánico en base a las ilustraciones, y el recurso de su estilización
creativa, acerca el Silabario (…) a De la vida incaica (1925), el ensayo del
arqueólogo peruano Luis Valcárcel (también de difusión indigenista), editado
con ilustraciones de José Sabogal. Cabe aclarar, además, que un ejemplar de ese
libro se conserva en la biblioteca de Rojas, muy anotado por él, como probable
estímulo para el diseño de su propio texto. En ambos libros, aunque con grados
distintos de originalidad (dada la mayor libertad vanguardista de Sabogal), las
imágenes buscan sensibilizar al lectorado, convirtiendo el libro en una lección
de plástica indigenista, desde una recreación de la estética exhumada por la
arqueología científica, pero estilizándola
–sobre todo en el caso de Sabogal– para demostrar la potencialidad moderna del
“arte precolombino”.
En sintonía con el tono iniciático
implícito en Eurindia, y con el
didactismo de masas que alientan proyectos como el manual Viracocha, Rojas
convierte el Silabario (…) en un
espacio clave de educación estética indigenizante. Para ello, introduce varios
dispositivos en el discurso verbal, insistiendo en esta meta didáctica. Entre
otros recursos, si escribe sobre arqueología evitando apelar a un vocabulario erudito,
para garantizar así la facilidad y el placer de la lectura por parte del
público masivo, también formula preguntas y respuestas pedagógicas, para
sostener la atención de este último y, al mismo tiempo, reforzar la aceptación
de sus hipótesis. Por ejemplo, remata un apartado señalando
¿Qué es, por fin, lo que la inconografía de los indios
nos enseña, en sus pintorescos ideogramas, que este silabario pretende
descifrar? Pues nos enseña el culto de la naturaleza y su misterio vital, bajo
el encanto del arte. Ella nos hace adorar al Sol y a los astros, a los
elementos concretados en la forma doliente y bella de los seres vivos, y nos da
consciencia de la unidad que liga al hombre con su medio en la tierra, al alma
con el cielo en la muerte. Esto es lo que el verdadero artista puede hoy leer
en la iconografía de los indios. Lección admirable: la patria y el mundo en
uno, con la belleza por lenguaje de todos” (Rojas, 1930, p. 124).
Inspirado en el mismo objetivo
didáctico, Rojas analiza algunas normas compositivas propias de las artes
decorativas indígenas (como la repetición, la dirección, la adecuación, la
proporción y la coordinación), sistematizándolas, en convergencia con discursos
pedagógicos como el contenido en el manual Viracocha.[14]
Por otra parte, para Rojas, el
estudio de los documentos arqueológicos (por parte del lectorado en general, y
de los artistas plásticos en particular) no debe conducir a refugiarse en el
pasado, sino a proyectarse desde ese legado “hacia el porvenir luminoso del arte
americano” (Rojas, 1930, p. 155). En este sentido, el ensayo dibuja un camino
ascensional y teleológico, de transmutación de la materia, que parte del mundo
precolombino por la vía de la investigación científica; alcanza la
reelaboración estética como rito de pasaje, y desde ésta se eleva hacia la
creación futura, ya que “el alma moderna y los restos arqueológicos pueden
fecundarse recíprocamente” “en el renacimiento del alma americana” (Rojas,
1930, p. 164).
Además de implicar una articulación
del arcaísmo y de la modernidad futura, y de integrar las bases materiales del
conocimiento científico con las experiencias más altas de conocimiento del
mundo, por las vías del arte y del misticismo, Rojas ve, en esta exploración
del arte precolombino, una oportunidad única para la integración social de la
oligarquía blanca y de la población indígena. Evidenciando las bases políticas
de su propuesta estética, advierte que esa integración resulta imprescindible
no solo en los países con mayor proporción de mestizos e indios (como Bolivia,
Perú y México), sino también en Argentina, donde tras la apariencia europea, lo
indígena define la identidad nacional, a pesar de permanecer negado (Rojas,
1930, p. 165-167). Para Rojas es imprescindible crear, por las vías del arte y
de la política (es decir, por medio de la iconografía arqueológica y de la
democracia; Rojas, 1930, p. 167), una conciliación “racial” entre oligarquía e
indígenas, para fomentar la unidad nacional, dada la gravitación central del
indígena como legado histórico y como factor de la vida económica y política
del presente.[15] Contra los modelos de
República dominantes en el siglo XIX, basados en la negación de los indígenas,
advierte que,
(…) si queremos tener democracia en América, debemos
hacer del indio un ciudadano; si queremos tener un arte propio, debemos
comprender que la iconografía del indio nos da la primera expresión de ese
arte; si queremos tener justicia social, debemos reconocer que el indio es el
obrero, y que el viento de la revolución que viene del oriente está soplando
sobre las no extinguidas brasas del odio indígena contra los antiguos señores
criollos (Rojas, 1930, p. 178).
En esta cita, la experiencia
revolucionaria que ha levantado el valor de “lo indígena” es la de la
Revolución Mexicana. Con el mismo paternalismo legible en Forjando patria (1916) del mexicano Manuel Gamio (el arqueólogo que
pergenia un modelo paradigmático de integración indigenista, en el marco de ese
proceso revolucionario), Rojas propone acercarse al indio, “nuestro hermano
menor”, para levantarlo con amor de su actual decaimiento, “hasta el alto nivel
de justicia y de belleza que sus padres conocieron” (Rojas, 1930, p. 179). Cabe
aclarar que Rojas no cita a Gamio (ni se encuentra un ejemplar de Forjando patria en su biblioteca, ni se
conserva –en el archivo personal del argentino– intercambio de correspondencia
entre ambos), pero en cambio en el Silabario
(…) sí menciona la obra “del ex Ministro Vasconcellos (sic)”, y reconoce,
en base al libro Las artes populares en
México del Dr. Atl (Rojas, 1930, p. 179), la valiosa incorporación del arte
indígena en la educación de las masas y en las creaciones vanguardistas, como
un gran logro de la Revolución Mexicana. [16]
De la arqueología científica a las sugestiones estéticas
El didactismo y el objetivo estético
desplegados en el Silabario (…) implican
el ejercicio de una mediación cultural, incluyendo la reescritura, para el
lectorado masivo, de principios generales e hipótesis específicas extraídas de
la arqueología (por entonces, en proceso de consolidación como disciplina
científica). En efecto, Rojas se mueve libremente entre las teorías
arqueológicas previas y contemporáneas, respondiendo tanto a su intención
pedagógica como a la ideologización implícita en ese discurso estetizante, bajo
los objetivos de relegitimar el legado indígena, fomentar la homogeneización
inter-clase a nivel nacional, consolidar la unidad continental –desde las bases
arcaicas comunes–, y resistir la secularización moderna, reinstaurando una vía
para la resacralización del mundo. Por eso, basándose en la información
arqueológica de los autores contemporáneos en disputa, “el humilde propósito
del autor de este librillo” (Rojas, 1930, p. 14) es apenas despertar la
sensibilidad indigenista en el lectorado medio, y especialmente entre los
artistas plásticos argentinos y latinoamericanos, para que éstos establezcan
una relación empática con la estética precolombina, y la proyecten a futuro en
un arte nuevo. De ahí que, a diferencia de la perspectiva científica, “ahora no
se trata de tener razón sino de haberla perdido, como los que se dejan llevar
de la musa de estas especulaciones” (Rojas, 1930, p. 107).
Esa mediación estetizante, si por un
lado legitima la arqueología científica, dotándola de un marcado prestigio
simbólico, por otro lado supone una simplificación reduccionista de debates
académicos más complejos; además, a menudo también implica la adhesión
arbitraria solo a las hipótesis más interesantes desde el punto de vista de su
capacidad de auratizar el pasado, para consolidar por esta vía, indirectamente,
una valoración más alta del continente. De hecho, Rojas rescata a los
arqueólogos que,
(…) cuando trabajan con inspiración mística, al modo
de Brasseur, tenido por loco, y cuando trabajan con métodos reflexivos, al modo
de Posnansky, tenido por sabio, en ambos casos pugna desde lo subconsciente la
irresistible tendencia a descifrar los criptogramas, y las claves intuitivas
aparecen como surgidas de una visión hípnica o de una reminiscencia cármica.
Leyendo libros de arqueología americana, aun los más científicos, el lector se
siente a cada momento arrebatado al misterioso reino del ensueño, de la mancia
y de la poesía (Rojas, 1930, p. 105).
Ese intuicionismo, atribuido incluso
a los científicos como un plus
intangible que guía la producción de conocimiento racional, no deja de connotar
también una autolegitimación de la propia escritura, que presiona sobre la
arqueología científica para traccionarla hacia la iluminación del ensayo y de
la literatura de masas en general.
De todos modos, Rojas (que se ocupa
de exhibir sus credenciales en el área, enumerando las principales fuentes y
figuras con las que se ha formado en arqueología americana; Rojas, 1930, p.
17), es ambiguo frente a las teorías más desprestigiadas por los “científicos”.
En este sentido, parece desplegar la potencialidad de algunas hipótesis
cuestionadas (aprehendiendo la fuerza sugestiva y mitificadora de esas ideas),
pero sin quedar pegado a las críticas con las cuales esas hipótesis son
descalificadas por los cientificistas más duros. Como veremos, en el contexto
argentino esas críticas pueden verse concentradas en los ensayos de José
Imbelloni.
Así por ejemplo, Rojas se refiere
tangencialmente a la obra de los hermanos Duncan y Emile Wagner sobre la civilización
chaco-santiagueña (Rojas, 1930, p. 36), pero al mismo tiempo objeta (tal como
lo hará Imbelloni en 1940) el carácter autónomo y remoto atribuido por estos
autores a dicha civilización, para inclinarse en cambio a pensar que se trata
de una forma periférica “de la diáspora tiahuanaquense o calchaquí” (Rojas,
1930, p. 36).
Ese mismo uso estético de las
teorías arqueológicas, oscilando entre el poder sugestivo de las ideas más
osadas y la descalificación científica, le permite recuperar el mito de la Atlántida
en clave modernista, tal como es recreado por Rubén Darío (Rojas 1930, p. 121),
o rematar su ensayo confirmando la hipótesis de una cultura madre común para
todo el mundo precolombino, como deriva probable de esa Atlántida perdida. En
efecto, a lo largo de todo el Silabario
(…) y especialmente en el cierre, Rojas
acumula pruebas acerca de las correspondencias culturales entre el Viejo y el
Nuevo Mundo, validando la hipótesis de un continente desaparecido, como cuna de
una antiquísima cultura madre, común a América y a Europa. En particular,
advierte que solo el Timeo de Platón,
y las tesis de “los ocultistas modernos” (Rojas, 1930, p. 241) como Scott
Elliot en Historia de los Atlantes, o
Mme. de Blavatsky en La doctrina secreta,
pueden explicar las numerosas correspondencias culturales entre preaztecas y
preincas, y “Etruria, Micenas, Egipto, Asiria, Iberia e Irlanda”, lo que
implica “un nuevo descubrimiento de América” (Rojas, 1930, p. 245). Aunque
“entre los americanistas de nuestros días, algunos rechazan la hipótesis de la
Atlántida” (Rojas, 1930, p. 249), Rojas se anima a adherir abiertamente a esta
interpretación porque, además, coincide con la de “la ciencia” (ya que
Florentino Ameghino, en su Antigüedad del
hombre en el Plata, afirma “la existencia prediluviana de continentes
sumergidos en el Atlántico”, la remota antigüedad del hombre en América y el
contacto entre continentes por la vía de la Atlántida; Rojas, 1930, p.
246).
Además, resulta significativo
señalar el paralelo entre la perspectiva de Rojas y la de Vasconcelos, para
demostrar la convergencia sobre el mismo tema entre varios autores del
espiritualismo americanista. Luego del viaje oficial de Vasconcelos a la
Argentina en 1922 (precisamente el año en que se edita Eurindia en La Nación), La raza cósmica no solo despliega un
elogio del mestizaje indo-hispánico, desde un punto de vista esotérico próximo
al de Rojas (amén de las citas recíprocas de ambos autores, presentes en La raza cósmica y en el Silabario (…)),[17]
sino que además, en su ensayo, el mexicano defiende el origen prestigioso de
las culturas prehispánicas y la universalidad del Espíritu (como base del
mestizaje racial/cultural), sugiriendo un origen común de la humanidad en las
tierras míticas de la Atlántida: “a medida que las investigaciones progresan,
se afirma la hipótesis de la Atlántida, como cuna de una civilización que hace
millares de años floreció en el continente desaparecido y en parte de lo que
hoy es América” (Vasconcelos, 1966, p. 13). Es evidente que Vasconcelos, como
luego lo hará Rojas en el Silabario (…),
recupera el mito de la Atlántida como idea-fuerza (en un sentido próximo al
concepto de “mito” en Georges Sorel), para consolidar la unión
hispanoamericana, enfatizando los vasos comunicantes que religan a América con
el resto del mundo en términos raciales, culturales y espirituales.
El cientificismo de Imbelloni
arremete precisamente contra este tipo de discursos que, para defender la
legitimidad del continente, mantienen vivos mitos insostenibles desde el punto
de vista científico.[18] Así por ejemplo, en Dos americanismos (aparecido en 1922, el
mismo año de Eurindia), y en La esfinge indiana de 1926 (editado
apenas un año después que el resonante ensayo de Vasconcelos), Imbelloni presenta
la Atlántida como el mito que condensa el americanismo anticientífico
que debe ser combatido. Luego en el Libro
de las Atlántidas, editado junto a Armando Vivante, advierte que “la
indagación del lugar originario de esta Weltanschauung
no [...] es tema que se preste a ser abordado por hombres de cultura
meramente filosófica y filológica” (Imbelloni y Vivante, 1939, p. 362). Si bien
en principio esa confrontación es epistemológica, no deja de implicar una
oposición ideológica más amplia a las autoafirmaciones identitarias y a los
indigenismos articulados por ese tipo de discursos antagonistas. Incluso el
gesto de Rojas, de distanciarse de la verdad científica, dado el carácter
estético y místico de su ensayo, o el gesto de Vasconcelos, de radical oposición
a la profesionalización cientificista del positivismo (en favor de la
interpretación intuitiva del “sintetizador”, tan próximo al hierofante modélico
de Rojas; Vasconcelos, 1966, p. 15), tienen su contraparte en la
descalificación sistemática del intuicionismo por parte de Imbelloni, quien se
manifiesta en favor de las comprobaciones empíricas (por ejemplo, de los
contactos culturales efectivos en la prehistoria, logrados en base al método
histórico-cultural).
Otra investigación arqueológica en
la cual Rojas se basa fuertemente en su Silabario
(…), es la del austríaco Arthur
Posnansky, sobre la antigua civilización de Tiahuanaco. Poniendo en evidencia
el borramiento del aparato erudito (recurso necesario para cooptar al lectorado
masivo y distanciarse de la investigación arqueológica stricto sensu), Rojas difunde la obra de Posnansky sin citar el
título del “voluminoso libro de un autor que ha consagrado su vida a descifrar
los símbolos de Tiahuanaco” (Rojas, 1930, p. 112),[19]
fascinándose especialmente con el vuelo hermeneútico con que el austríaco se
aboca a descifrar los símbolos precolombinos.
Es verdad que, además de la
visión de Posnansky, Rojas cuenta con las obras de varios intelectuales
argentinos previos, también abocados a escribir sobre Tiahuanaco, desde
Bartolomé Mitre a Salvador Debenedetti, Eduardo Casanova, Héctor Greslebin y
–como veremos– el propio Ernesto Quesada.[20]
Estos autores previos y contemporáneos crean un nodo de discursos prolífico en
torno a este centro arqueológico, incidiendo indirectamente en el privilegio
que le otorga Rojas a este espacio. Además, cabe recordar que, en este período, crece el interés político por estas
ruinas arqueológicas, para exaltar la originalidad de Bolivia como nación
“indígena”, y tal como recuerda Wahren (2017), mientras el sitio se
patrimonializa y comienza a ser explotado como centro turístico, es presentado
por los medios como un espacio misterioso y milenario, reforzando su atracción
por parte de la cultura de masas. Así, varios discursos sociales convergen, en
parte al menos, en forjar un espacio imaginado como origen, legado y símbolo
nacional.
Aunque el Silabario (…) recrea el
debate contemporáneo respecto de la antigüedad de Tiahuanaco, remitiendo a los
estudios contrastantes de Max Uhle y de Julio Tello frente a las tesis de
Posnansky (e incluso llega a cuestionar la amplitud excesiva de las hipótesis
del austríaco, dejando entrever que exagera para subestimar a otras culturas),
aun así privilegia el punto de vista de este último, que “hace de Tiahuanaco el
centro de todas las culturas prehistóricas” (Rojas, 1930, p. 121).[21]
Cabe aclarar que Posnansky no interviene en las excavaciones, sino en
la hermenéutica de los monumentos, abordando –entre otros temas– la cronología
y los elementos simbólicos (como el contenido calendárico de la Puerta del
Sol). Sus análisis, desplegados en las primeras décadas del siglo XX, y
refutados por la arqueología científica (sobre todo su tesis sobre la
antigüedad de Tiahuanaco, de más de 12.000 años) juegan un papel clave tanto en
la consagración de una Bolivia “indígena”, concebida como reducto del
autoctonismo americano, como en la arqueologización de los indígenas como
sujetos sociales en el presente.[22]
A través del Silabario (…), Rojas prolonga la perspectiva, dominante en esta
etapa, que consagra Tiahuanaco como el principal santuario primitivo,
con un valor místico y arqueológico clave por ser “un verdadero pórtico
milenario, alzado por los Titanes de los Andes ante el misterio del mundo”
(Rojas, 1930, p. 110). Ese tipo de alusiones vagas se combinan con la recreación
más detallada de los análisis de Posnansky sobre los símbolos precolombinos
(por ejemplo para describir la Puerta del Sol, siguiendo la heremenéutica del
austríaco sobre el calendario solar allí contenido, tan afín al gusto esotérico
de Rojas, y que lo autoriza a comprobar la extrema complejidad de los
pictogramas en América).
Esa legitimación de Tiahuanaco,
pensada por Posnansky como posible cuna de las civilizaciones de América,
redunda además, indirectamente, en una legitimación del NOA como periferia del
prestigioso mundo andino más arcaico, lo cual resulta clave en la geografía
simbólica de Rojas.[23] Por eso el Silabario (…) le dedica todo un apartado al “estilo
calchaquí”, secundario frente a los grandes estilos del arte indígena
(basándose en la voz “autorizada” del arqueólogo francés M. Beuchat), pues
espera que la contemplación empática y el estudio de la geometría
abstraccionista de la plástica calchaquí (que extrema tendencias presentes en
el arte precolombino en general) puedan “guiar la curiosidad contemplativa de nuestros artistas” a nivel nacional
(Rojas, 1930, p. 150).[24]
Cabe recordar la fuerte
descalificación “científica” que emprende Imbelloni contra Posnansky, antes de
la edición del Silabario (…). Así por
ejemplo, en dos apéndices
de La esfinge indiana (1926),
cuestiona –entre otros elementos– la cronología hiperbólica que el austríaco le
asigna a Tiahuanaco, y la sobrevaloración de los símbolos, tanto por las
correspondencias forzadas, como por suponer que se trata de formas apenas previas
a la escritura. Imbelloni concluye que no se puede decidir si Tiahuanaco es
obra de los quechuas o de la cultura aymara anterior y, citando a Mirror,
advierte que “la gran mayoría de los peruanos es quechuísta, y la gran mayoría
de los bolivianos es aymarista” (cf. Imbelloni, 1926, p. 236). Frente a los
enigmas insolubles de Tiahuanaco, señala: “no hay que exagerar el escepticismo,
ni abandonarse al morboso encantamiento que produce la oscuridad”, pues la
mayoría de los autores escribe sobre estas ruinas bajo la sugestión del
primitivismo (Imbelloni, 1926, p. 237).
En definitiva, Rojas se libera en
gran parte de la responsabilidad científica, al apelar a la fuerza sugestiva de
las teorías arqueológicas (“desde el punto de vista meramente iconográfico en que
yo me he colocado”; Rojas, 1930, p. 146), amén de mostrar un desbalance en el
tratamiento de las “grandes civilizaciones” (pues el relativo detalle con que
remite a las obras de Posnansky, Uhle y Tello –entre otros arqueólogos de las
culturas andinas– contrasta con las referencias más escasas a las
investigaciones previas y contemporáneas sobre el mundo azteca y maya). Desde esta libertad estética, más eficaz para la
difusión de la arqueología en el público de masas, y al mismo tiempo más
riesgosa por sus distorsiones mitificadoras, puede –por ejemplo– acercar
sustratos culturales muy diversos en función de los estilos plásticos, o
reactivar mitos cuestionados por la arqueología científica.
La exhumación arqueológica como resacralización del mundo
Rojas subraya la unidad regional y
continental de una misma América precolombina, en la medida en que, por
momentos, las diferencias étnicas entre los diversos grupos se disuelven para
formar una unidad continental saturada de correspondencias. En una simplificación
reduccionista, reconoce apenas dos grandes grupos, en base a las diferencias
geográficas (que a su vez, engendran diferencias espirituales y culturales):
los indios de las llanuras (como “el mohicano de Fenimore Cooper, el tupi de
Goncalves Dias, el ranquel de Lucio V. Mansilla”; Rojas, 1930, p. 120), y los
indios de la montaña, “cuyos símbolos revelan una más alta cultura” (Rojas,
1930, p. 120). Esa jerarquización evolucionista redunda en una nueva
legitimación del sustrato indígena del NOA, frente a otros grupos, devaluados a
nivel nacional.
Esaa unidad americana, de base
arqueológica, consiste en una misma espiritualidad, fundada en un idealismo
panteísta y religioso saturado de correspondencias (para Rojas, bien estudiadas
por autores como Adán Quiroga en La cruz
en América), a tal punto que “toda la arqueología indígena diríase obra de
un solo espíritu racial, cuyos intérpretes fueron grandes geometrizadores y
hierogramatas, maestros de una simbología común a todo el continente” (Rojas,
1930, p. 122). Según Rojas, esa enigmática unidad espiritual solo puede ser
explicada en base a un origen histórico común… gracias a una cultura madre
perdida, como la de la Atlántida.
Al mismo tiempo, recreando las
síntesis dialécticas tan caras al modelo euríndico, Rojas avanza en su
ascensión universalizante, al postular no solo la unidad americana por la vía
de la espiritualidad precolombina, sino también la existencia de una unidad más
vasta, “por las reminiscencias de una simbología universal que, bajo las mismas
o parecidas formas, aparece en algunos pueblos precolombianos y que es común a
todas las religiones” (Rojas, 1930, p. 113). Contra la descalificación de esas
especulaciones, que como vimos lleva a cabo Imbelloni, Rojas insiste en que las
correspondencias con Caldea, Egipto, Micenas, Persia, India, China, Irlanda o
la España primitiva crean un enigma insondable que demuestra “la evidencia de
relaciones prehistóricas remotísimas entre ambos mundos” (Rojas, 1930, p. 128),
por lo que apela a la Atlántida para pensar no solo el origen común de las
culturas americanas, sino el de todas las culturas en general.[25]
Además de las bases históricas de
esa comunión espiritual, para Rojas se manifiesta una suerte de inconsciente
universal, pues los símbolos indígenas expresan “lo mismo que el hombre actual
lleva en su consciencia”, por lo cual ese sustrato “puede nuevamente reanimarse
en nuestra fantasía” (Rojas, 1930, p. 117). Y es precisamente esa confianza en
la existencia de una matriz espiritual universal lo que alienta el primitivismo
estético contemporáneo, ya que el “genio americano” se expresa a través de una
estilización geometrizante que simplifica conceptualmente los diseños, de modo
que, por esta vía, el arte precolombino se hermana con el Art Decó, con el cubismo (Rojas, 1930, p.63) y con las vanguardias
contemporáneas en general (Rojas, 1930, p.71).[26]
Si la plástica precolombina puede
despertar una emoción –estética y mística al mismo tiempo– común al espíritu
humano en general, independientemente del período histórico y del tipo de
cultura de base, es porque la experiencia estética puede recrear, al menos en
parte, la sacralidad perdida por la secularización moderna, pues “cuando los
mitos se han hundido en la sombra […], aun queda vibrando el misterio de
belleza que pudo encerrarse, como un numen prisionero” (Rojas, 1930, p. 122).
Enlazando el misticismo arcaico con los esoterismos contemporáneos, Rojas
subraya que, gracias a la fuerza poética que anida en los restos arqueológicos,
es posible recuperar “el alma del indio […] que se prolonga en nosotros” (Rojas,
1930, p. 108). Y si la plástica precolombina transmuta el vínculo del hombre
con la naturaleza, revelando en su origen un acto de comunión con el cosmos
(Rojas, 1930, p. 55), a través de la contemplación de los bienes arqueológicos
exhumados, “el hombre nuevo de América ha de llegar a esa plenitud mística,
para volver a ser el hijo de ella”. Y agrega que “con ese espíritu suelo
contemplar yo las cosas historiadas por el arqueólogo saca de nuestro
cementerios indios” (Rojas, 1930, p. 113). Incluso esta sed de misticismo
alienta parte de las investigaciones arqueológicas, porque la hermenéutica de
los símbolos arqueológicos supone una tarea ardua de desciframiento, exigiendo
que los arqueólogos se conviertan también en taumaturgos modernos (pues “flotan
en una atmósfera astral de candor y de fantasía […], y cualesquiera que sea el
lugar de la tierra en donde nacen, van a los principales países de su evocación
como quien retorna a su patria; Rojas, 1930, p. 106).[27]
Y como en Eurindia, el ensayo mismo juega un papel clave en esta
resacralización del mundo, porque interpreta las ruinas arqueológicas,
devolviéndoles el aura perdida, y porque hasta la forma del texto responde a
ese esoterismo de fondo (pues de hecho, Rojas advierte, con tono didáctico, que
su Silabario (…) consta de siete
partes, formadas por siete capítulos cada una, para que el libro ritme con la
forma septenaria propia de la doctrina esotérica, compatible además con la
geometría de la estética indígena, y bajo esa concepción del libro como “templo”,
el análisis de los símbolos se ubica exactamente en la cuarta parte –es decir,
en el centro del libro–, “como la piedra que suele llamarse clave en el vértice
de la ojiva”; Rojas, 1930, p. 103).
Por lo demás, esa resacralización
nostálgica del pasado, que opera como compensación frente a la fragmentación y
la secularización de la experiencia moderna, descansa en una evidente
simplificación reduccionista de las sociedades precolombinas, pues la
producción cultural es presentada como una práctica “aristocrática y religiosa”
(Rojas, 1930, p. 58), negando así la complejidad de las condiciones materiales
de su producción. Ese apagamiento de la complejidad sociocultural en el pasado
hace sistema, además, con la invisibilización de los sujetos indígenas en el
presente, desplazados por la centralidad exclusiva de la arqueología.
Coda: el Posnansky de Ernesto Quesada
Al igual que Rojas, también Ernesto
Quesada manifiesta gran interés por las culturas precolombinas, e incluso
dedica su curso universitario de
Si en 1930 Rojas aspira a una
reactivación predominantemente estética y mística del arte indígena, poco
después de ese curso de 1917 Quesada confía en un renacimiento global de esa
sustrato, en base al inicio de un nuevo ciclo cultural mundial. El ahondamiento
en esta perspectiva se produce a partir de la recepción crítica que hace
Quesada del ensayo La decadencia de
Occidente (1918-1922) de Oswald Spengler. Así por ejemplo, en La sociología relativista spengleriana (1921),
revisa minuciosamente los argumentos del alemán, cuestionándolo desde un punto
de vista americanista, al exigirle tener en cuenta la arqueología del mundo
precolombino, para equiparar ese legado con otras grandes civilizaciones del
pasado. En efecto, Quesada le señala a Spengler la necesidad de estudiar mejor
el mundo precolombino (e incluso lo incita a viajar para conocer in situ los yacimientos arqueológicos
americanos), tanto para demostrar con mayor rigor su hipótesis sobre el
carácter monádico de las culturas, como para corregir su predicción sobre el
nuevo ciclo cultural, que para Quesada no será eslavo –como supone Spengler, a
la luz de la Revolución Rusa–, sino americano, y especialmente indígena.
Sin embargo, como en el propio
Rojas, ese renacimiento cultural indígena se enuncia desde una valoración
negativa de los indios en el presente, en contraste radical con el pasado
glorioso de las antiguas civilizaciones americanas. Así, su argumentación oscila
entre señalar la decadencia actual de las poblaciones indígenas, y reconocer la
latencia de una fuerza “en barbecho” que puede ser despertada desde arriba,
para dar lugar a un nuevo ciclo cultural americano.
Ya en el curso de 1917 advierte
(oscilando entre la idealización y la denuncia) que las poblaciones indígenas
actuales (que en algunos países del continente son hasta el 90 % de la
población), “siguen viviendo como antes de la Conquista”, pues esta mayoría,
“de una inercia absoluta, no opone resistencia a la vigencia exterior del orden
social”. Sin embargo, también subraya que, dentro de su agrupación,
íntimamente, viven los indígenas tal cual vivían en los tiempos gloriosos de
sus sociedades precolombianas” (Quesada, 1917, p. 124). Por ende, ya antes de la recepción de
las tesis de Spengler, Quesada –bajo el influjo de Posnansky– y confía en la
latencia de una fuerza indígena dormida que podría ser reactivada.
Más allá de la convergencia con las
lecturas del austríaco, ese argumento se halla implícito en varios textos
latinoamericanos previos a la recepción de Spengler por parte de Quesada. Así
por ejemplo, en Forjando patria
(1916), el arqueólogo mexicano Manuel Gamio, en plena efervescencia
revolucionaria –y desde su adhesión al zapatismo–, postula que el pueblo
indígena no puede despertar por sí mismo de su letargo de siglos; por ende,
requiere de “corazones amigos” (intelectuales indigenistas en general, y
antropólogos en particular) que, conociendo el “alma indígena”, laboren más
eficazmente por su “redención”, entendiendo esta última como desindigenización
(Gamio, 1916/1960, p. 22). Y cuando edita su libro sobre culturas
precolombinas, en 1917, Quesada ya conoce bien las tesis de Gamio.[29]
Una ambivalencia semejante se dibuja
en la conferencia dada en la Universidad Nacional de La Plata en 1923, cuando
Quesada declara que “las razas indígenas que otrora formaron aquellas
nacionalidades precolombinas brillantísimas, son hoy conglomerados amorfos, compuestos de seres sin historia
realmente, que se encuentran en pleno barbecho y, en su eventual despertar,
constituyen un pavoroso problema sociológico americano (Quesada, 1923, p.
21; bastardilla nuestra).
Y en la conferencia dada en La Paz
en 1926 (cuando Quesada viaja a Bolivia para iniciarse con el propio Posnansky
en el estudio de la arqueología
tihuanacota), advierte que ese renacimiento no implica la emancipación de los
indígenas sometidos, sino más bien la inclusión que confirma su carácter de
subalternos. En este sentido, Quesada busca apoyarse en el sustrato indígena
pero para convertirlo en una mera inflexión de la matriz occidental, en una
simple marca de particularidad local, en un resguardo “arielista” de los
valores espirituales contra el avance del materialismo moderno. En este
sentido, desde una perspectiva próxima a la de Rojas, no espera recrear el
mundo precolombino, sino revivificar Occidente por medio de la incorporación
material y simbólica de los indígenas, hasta ahora excluidos por las minorías
blancas que importan mano de obra europea. Su reformismo lo impulsa a dibujar
un movimiento contradictorio que incluye la erección de la pureza indígena,
ajena a la decadencia, como garantía de un nuevo ciclo… y al mismo tiempo, a
impulsar ese nuevo ciclo a través de la occidentalización de los indígenas.
Y como en el caso de Rojas, esa
ambivalencia obedece al impulso político por forjar una unidad continental y
nacional, amalgamando a grupos social y culturalmente antagónicos. Así por ejemplo,
en convergencia con la fusión espiritual del continente (que propone Rojas se
realizar por la vía del arte y de la espiritualidad indigenista), Quesada
recalca que “el germen de la cultura próxima es más bien el americanismo, es
decir, el empuje del continente americano, que ha sido el molde en el cual se
han vaciado –y aun se están vaciando– todas las razas del mundo para formar por
su amalgama, una raza nueva con mentalidad y caracteres propios” (Quesada,
1921, p. 420). Y esa fusión cultural hace sistema, para Quesada, con la
democracia, pues “Asia y Rusia sólo han tenido dos formas políticas: el caos y
el despotismo. En cambio, América ha realizado la organización republicana, y
el más adelantado sistema de gobierno es el molde de una cultura nueva,
democrática e igualitaria” (Quesada, 1921, p. 421). En este punto, su
perspectiva se acerca en términos generales a la de Rojas, cuando éste advierte
explícitamente que la estética euríndica es una ampliación simbólica de la
ciudadanía, en paralelo con la ampliación real de la ciudadanía política
lograda a partir de la ley Sáenz Peña (por ejemplo, en Rojas, 1930, p. 173-180). Sin embargo, también es
posible entrever, en estas teorías del mestizaje jerárquicas y a-conflictivas
(y en estas idealizaciones del legado arqueológico), una negación de la
conflictividad política, pues los sustratos antagonistas se armonizan sin dejar
espacio para la confrontación, borrando la presencia de los indígenas como
sujetos activos en el presente, y negando la explotación como la
condición privilegiada de la supuesta “decadencia” actual de estos grupos.
Por lo demás, en la obra de
Posnansky ese tipo de ambivalencias (entre el reconocimiento de la
potencialidad de una civilización y/o de una “raza” “latente”, y su reactivación
solo en el marco de una occidentalización como condición sine qua non) presenta una modulación particular. También en su
caso, la construcción de un pasado glorioso lo lleva a postular un renacimiento
de esa raza actualmente “en decadencia”. En este sentido, tal como advierte
Stefanoni (2015), mientras la elite dirigente en Bolivia todavía aspira a la
desaparición biológica de los indios, Posnansky exalta el futuro promisorio
especialmente de los aymaras, porque cree que solo en ellos está viva –aunque oculta–
la herencia superior de Tiahuanaco.
De todos modos, esa confianza en el
renacimiento cultural indígena está lejos de presentar connotaciones
progresistas. Centrándose en el efecto político de su teoría, Stefanoni (2015)
subraya que Posnansky formula una teoría marcadamente racialista (en contraste
con el enfoque más moderado de Quesada y de Rojas, que acuden a las tesis del
propio Posnansky). Así por ejemplo, además de insistir en el beneficio de la
centralización del Estado en el mundo precolombino (en sintonía con algunos
discursos filo-nazis de los años treinta), en la conferencia/folleto Civilización prehistórica en el altiplano
andino, de 1911 (es decir, mucho antes de la edición del ensayo de
Spengler), Posnansky advierte que, en la raza aymara –hoy desgraciada–, duerme
un tesoro intelectual que Europa desconoce, y que la decadencia no es resultado
de la Conquista, sino de fenómenos naturales (como erupciones volcánicas e
inundaciones).[30] Su condena del mestizaje y
su apelación a la antropología física (para buscar al kolla puro, descendiente directo de aquel pasado glorioso, y
superior a los incas, usurpadores posteriores) fomentan un indigenismo
eugenista y anti-igualitarista, incluso con componentes próximos a los
discursos del Nazismo. En este punto, su perspectiva se distancia respecto del
reformismo liberal de Quesada y de Rojas, aunque en otros aspectos resulta
funcional, porque provee los argumentos necesarios para legitimar el mundo
precolombino (incluyendo la periferia del NOA), y para apostar por un futuro
renacimiento cultural americano, de base indigenista.
Breves reflexiones finales
En la vertiente espiritualista
vinculada a Rojas, el mestizaje racial/espiritual y la reactivación del
sustrato indígena se convierten en objetivos estéticos y metafísicos claves. En
particular, el Silabario (…) (en
convergencia con proyectos didácticos tales como el manual Viracocha) busca sensibilizar a las capas medias y/o al nuevo
lectorado, respecto del potencial estético del arte precolombino, que puede ser
revitalizado para resacralizar la experiencia moderna, consolidar la unidad del
continente (en base al origen prehispánico común, como núcleo de la
espiritualidad americana), y por ende compensar el impacto cosmopolita del
“aluvión inmigratorio” (sobre todo a través de la legitimación del NOA como
cuna de la identidad nacional, por ser una periferia prestigiosa, en lazo con
“grandes civilizaciones” remotas).
La inclusión material y simbólica de
los indígenas –que reclama Rojas en el Silabario
(…) – para evitar “el viento de la revolución” (potencialmente riesgosa
incluso en Argentina), converge en términos generales con el reformismo
contradictorio de Ernesto Quesada (que proclama un renacimiento cultural
indígena en todo el continente, pero en base a la inclusión occidentalizante de
ese campesinado indígena “en barbecho”, no tocado hasta entonces
–saludablemente– por la occidentalización).
Con variantes, ambos autores apelan
a la arqueología como la fuente privilegiada para la legitimación del
continente. Además, influidos por numerosos discursos de la época, ambos erigen
Tiahuanaco en el principal núcleo arqueológico para esa legitimación
arqueologizante.
Aunque las fuentes arqueológicas son
revisadas con objetivos diversos (ya que la ideologización implícita en el
discurso estetizante, en el Silabario (…),
contrasta a priori con la revisión
“científica” de la exposición “sociológica”, por parte de Quesada), ambos
autores se aproximan en definitiva, al aferrarse en conjunto a las hipótesis
arqueológicas más adecuadas para argumentar en favor de una legitimación
americanista del continente.
Ambos confían en un renacimiento
cultural, aunque por vías y con alcances diversos: la invocación del arte y de
la experiencia mística como recreación euríndica (mestiza y meramente
espiritual) del pasado perdido, en el caso de Rojas, contrasta con la confianza
de Quesada (y del propio Posnansky) en favor de un renacimiento racial y/o
cultural del sustrato indígena. Y mientras Quesada piensa en las masas
indígenas como colectivo, Posnansky practica un indigenismo racialista y
eugenésico que aspira a reactivar exclusivamente la superioridad de los
antiguos aymaras.
La apelación común a la autoridad
científica de Posnansky (desacreditado por Imbelloni en La esfinge indiana), así como también la lectura de las tesis de
otros indigenistas latinoamericanos previos como Manuel Gamio, le permiten a
Quesada esbozar sus hipótesis sobre un futuro renacimiento cultural indígena incluso
antes de recepcionar críticamente La
decadencia de Occidente.
En cada caso se percibe, con
modulaciones diferentes, la misma arqueologización del colectivo indígena,
negado como sujeto cultural y político activo en el presente. En cada caso,
además, la idealización del pasado supone la caída en una contradicción
insoluble. En particular, la indigenización del lectorado medio (para superar
las fracturas históricas entre oligarquía y sectores populares) en el Silabario (…), se aproxima a la
idealización de las masas “en barbecho”, no tocadas por la occidentalización
(para ser rápidamente occidentalizadas), y más allá de la distancia con
respecto al racialismo, ambas perspectivas guardan un aire de familia con la
exhumación que hace Posnansky de los antiguos aymaras. Además, en los tres
casos, el mundo precolombino se legitima desde una simplificación reduccionista
que niega las relaciones de explotación en el pasado remoto, autorizando a
imaginar una amalgama armónica inter-clase por ende, también en el futuro,
fuera de toda conflictividad. Sobre estos límites ideológicos y sobre estas
paradojas descansan gran parte de los indigenismos elaborados en la primera
mitad del siglo XX.
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Recibido con pedido de publicación 05/10/2018
Aceptado para publicación 28/12/2018
Versión definitiva 29/12/2018
[1] Ricardo
Rojas (Tucumán, 1882–Buenos Aires, 1957) procede de una familia provinciana de
Santiago del Estero, enraizada en las elites políticas y sociales (su padre,
Absalón Rojas, es gobernador y senador nacional). Llega a Buenos Aires luego de
la muerte del padre, en 1899, combinando docencia y periodismo en El país, Caras y Caretas y La Nación. En
esos primeros pasos por el periodismo, se beneficia con la protección de
figuras políticas del orden conservador. Estudia Derecho pero no se recibe,
dedicándose en cambio a la docencia secundaria y universitaria, en la que juega
un importante papel (por ejemplo, con la creación de la cátedra de “Historia de
la literatura argentina”, pieza clave en la meta nacionalista de la elite
conservadora). Se desempeña como Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de
la UBA entre 1921 y 1924, y como Rector de la UBA entre 1926 y 1930, durante el
segundo mandato de Hipólito Yrigoyen. Luego del golpe de 1930, por su adhesión
al yrigoyenismo, es desterrado a Tierra del Fuego. Para un análisis de su
itinerario intelectual ver Devoto (2002).
Para una interpretación pormenorizada de Eurindia, ver Mailhe (2017).
[2] En La
Nación, se edita entre octubre de 1922 y abril de 1923, en el suplemento
dominical “Lectura e ilustraciones”. Edición en libro: Buenos Aires, La
Facultad, 1924.
[3] Rojas piensa que
hay efectivamente un numen telúrico,
una personalidad nacional equivalente a la personalidad individual. Esa
consciencia colectiva radica en (o está determinada por) la tierra, que engendra
todo un sistema sociopolítico y cultural.
Ver por ejemplo Rojas (1951, p. 100).
[4] Rojas
sobrecarga de valor simbólico al árbol en el mundo indígena, en la Antigüedad y
el cristianismo. Al incluir tanto a las culturas arcaicas americanas como a las
europeas, advierte que se trata de un símbolo universal (euríndico), con
arraigo por ende en el inconsciente colectivo. Lo mismo hace, por ejemplo,
cuando recuerda creencias primitivas sobre el mestizaje (Rojas, 1951, p. 135).
Como veremos, este tipo de operaciones serán claves en el Silabario (…)
[5] Conservados en la carpeta titulada
“Manuscritos de Eurindia”, en la Casa
Museo de Ricardo Rojas.
[6] Por eso el
templo de Eurindia suma el animismo
indígena a las leyendas gauchas, el cristianismo y la masonería. Además, aquí
hasta lo indígena es mestizo, en sintonía con las tesis de Blasón de plata.
[7] También el esoterista francés Edouard Schuré, leído por el
propio Rojas, apela a la imagen del templo para iniciar al lector (masivo) en
su espiritualidad interior, convirtiendo el libro en un templo moderno.
[8] Rojas privilegia
la estilización culta del fondo folclórico presente en la obra de Richard
Wagner, también modélica para el musicólogo esotérico Edouard Schuré. De hecho,
Rojas consulta
especialmente el libro de Schuré titulado Le
drame musical, de 1895, para
disertar sobre Wagner en varias oportunidades.
[9] Las cartas de
Haya de la Torre a Rojas (que se conservan en la Casa Museo Ricardo Rojas)
prueban los vasos comunicantes entre ambos circuitos.
[10] Así por ejemplo,
en 1920, presenta junto al sevillano Ángel Pascual, una “casa neo-azteca” que
gana el concurso del Salón de Arquitectura, organizado por la Sociedad Central
de Arquitectos de Buenos Aires. Además, ambos ya habían diseñado un mausoleo
neoazteca, también en Buenos Aires, ese mismo año. Gutiérrez et al. (2000)
advierten que estas tendencias primitivistas se impusieron –curiosamente– incluso
en lugares que no contaban con antecedentes arqueológicos significativos, como
el caso de Argentina.
[11] El informe del Consejo Nacional de
Educación, editado luego del prólogo de Leguizamón Pondal y Gelly Cantilo,
refuerza la importancia de Viracocha “para
enseñar y sugestionar” a los niños en favor del arte amerindio. Por lo demás, la
fundamentación incluye también el largo ensayo “El futuro arte americano”, en
donde Julio V. González carga de significación simbólica la mitología y la
plástica amerindias, citando referentes afines a Rojas como Henri Beuchat,
aunque ciertos resabios evolucionistas lo alejan de la perspectiva de Rojas,
más francamente primitivista.
[12] Aunque Rojas
adhiere explícitamente al Modernismo hispanoamericano, y mantiene cierta distancia
con las vanguardias estéticas, vale la pena recordar el enorme impacto que el
arte precolombino también tiene en estas últimas, al convertirse en una fuente
de inspiración privilegiada (junto al arte africano) para el cubismo plástico y
sus derivas hacia la abstracción. Tal como recuerda Paternosto (2000), la
geometrización precolombina incide profundamente en los artistas de vanguardia.
Así por ejemplo, el pintor uruguayo Joaquín Torres García busca en sus obras el
apoyo del arte precolombino, y teoriza sobre el tema: unos años después del Silalabrio…, en su ensayo Metafísica de la prehistoria indoamericana
(1939), sostiene que el arte constructivo debe incorporarse a la gran cultura
incaica de la América del Sur, y especialmente a la preincaica, que engendra un
pensamiento geométrico afín a la experiencia moderna contemporánea.
[13] Ver Rojas (1915).
[14] Por ejemplo,
para legitimar el sentido de la proporción en el arte precolombino, compara la
representación del cuerpo humano en Palenque y según el arte occidental,
concluyendo que, cuando la intención es preservar la representación realista,
ambas formas del arte alcanzan un desarrollo técnico significativo.
[15] Rojas advierte
que esta condición atraviesa los estados nacionales de todo el continente,
incluyendo los EE.UU. Es
probable que el panamericanismo de Rojas, a diferencia del antiimperialismo de
figuras ideológicamente próximas como José Vasconcelos, se deba a su concepción
de una unidad continental de base indigenista, como la que se entrevé en el Silabario (…)
[16] Para considerar la relación entre
Vasconcelos y Rojas ver Mailhe (2018b).
[17] Al mismo tiempo, el
viaje de Vasconcelos a la Argentina implica el despliegue de una reconstrucción
imaginaria de la cultura argentina que, contra las voces que embanderan la
identidad europea del país, se deja sesgar por el auge del discurso euríndico
promovido por el movimiento neocolonial que encabeza Rojas (por ejemplo en Vasconcelos,
1966, p. 206). A la probable influencia de Rojas sobre Vasconcelos, es
necesario sumar la influencia de Vasconcelos sobre Rojas, al menos a través de
sus textos orientalistas previos a la escritura de Eurindia. Las referencias a Vasconcelos en el Silabario (…) también
resultan significativas para demostrar esta convergencia ideológica general.
[18] Sobre las críticas de Imbelloni al
indigenismo espiritualista ver Mailhe (2018a).
[19] Por la
descripción de su lujosa tapa, y por el análisis de los símbolos de la Puerta
de Sol, probablemente se trate de Una
metrópoli prehistórica en la América del Sud, publicado en Berlín en 1914,
y cargado –como el propio Silabario (…) –
de ilustraciones sobre el acervo arqueológico exhumado.
[20] En efecto, al ensayo de Bartolomé Mitre
(Las ruinas de Tiahuanaco, de 1879),
se agregan otros trabajos locales: Salvador Debenedetti viaja a Tiahuanaco en
1910, en el marco del Congreso Internacional de Americanistas celebrado en
Buenos Aires, junto a Robert Lehmann-Nitsche y Arthur Posnansky (quien edita,
para el evento, una Guía para el
visitante de los monumentos prehistóricos de Tiwanacu). Luego Debenedetti
publica Influencias de la cultura de
Tiwanacu en la región del noroeste argentino, subrayando precisamente la
gravitación de Tiahuanaco en el NOA. Por su parte, en el XXV Congreso
Internacional de Americanistas celebrado en La Plata, Posnansky invita a
Eduardo Casanova (clave en la reconstrucción del Pucará de Tilcara) a explorar
Tiahuanaco junto a otros arqueólogos. Desde el campo del arte, Héctor Greslebin
se interesa por la arquitectura de Tiahuanaco, y elabora una teoría mítica
sobre la Puerta del Sol, incluso identificando allí correspondencias
misteriosas con el Apocalipsis. Y tal como veremos, en el curso sobre culturas
precolombinas dictado en 1917, Ernesto Quesada adhiere a las principales
hipótesis de Posnansky, colaborando en la consagración de la grandeza y
antigüedad remota de Tiahuanaco.
[21] Rojas reseña brevemente este debate,
señalando que mientras Uhle cree que las culturas más arcaicas son las de la
costa del Pacífico, y Tello sostiene que la cultura más antigua viene de la
sierra, Posnansky defiende la mayor antigüedad de Titicaca, en el marco de una
polémica que también implica una lucha por la legitimación del propio objeto de
estudio frente al de los demás.
[22] Wahren
ejemplifica esto último considerando el registro fotográfico que integra
algunas de sus publicaciones: allí Posnansky suele retratar a indígenas
contemporáneos junto a las piezas arqueológicas, convirtiendo implícitamente a
los primeros en elementos residuales, en extinción, sustraídos de la temporalidad
histórica junto con los restos exhumados.
[23] En este sentido,
Rojas no participa del debate en torno del nacionalismo boliviano, sino de la
reconfiguración de una Argentina aborigen, ligada por el NOA con el mundo
precolombino que la americaniza.
[24] Rojas se entusiasma con la idea de que,
a través del estudio de la arqueología argentina, los artistas logren consagrar
un arte nacional.
[25] Por eso advierte
que se impone “la necesaria hipótesis geológica de un continente anterior (la
fabulosa Atlántida), cada vez más indispensable para explicar la semejanza de
aquellas vetustas civilizaciones” (Rojas, 1930, p. 127).
[26] Por lo
demás, Rojas no deja de apuntar la mayor autenticidad del primitivismo en
América Latina, como lo hacen otros autores latinoamericanos como el cubano
Alejo Carpentier o el brasileño Mário de Andrade: como ellos, Rojas advierte
que, mientras los artistas europeos deben desplazarse hacia Asiria o Egipto
para encontrar allí sus fuentes de inspiración, los americanos contamos con un
acervo arqueológico propio, tan legítimo y rico como el arte oriental. Sin
embargo, la legitimación del arte precolombino, a partir de la comparación
constante con Europa (desde la Antigüedad grecolatina a las vanguardias
contemporáneas), no deja de implicar una valoración jerárquica del paradigma
europeo como el punto de llegada de la experiencia estética (por ejemplo
en Rojas, 1930, p. 123-124).
[27] En efecto, el
misticismo parece haber guiado, en parte, la arqueología como hermenéutica de
misteriosas doctrinas esotéricas, incluyendo la recreación de ritos esotéricos
entre los propios arqueólogos del período. El propio Posnansky, demostrando su
confianza en un renacimiento del misticismo arcaico, cuando en 1930 funda la
Sociedad Arqueológica Boliviana, realiza un ritual iniciático en las ruinas de
Tiahuanaco, configurando esa sociedad científica bajo el formato de una secta
de iniciados. Al respecto ver Stefanoni (2015).
[28] Quesada
despliega sus actividades como historiador, sociólogo, profesor universitario,
abogado, juez y germanista, aunque se ve a sí mismo sobre todo como un hombre
de ciencia, consagrado a la vida académica, lo que supone un importante
esfuerzo por implantar la profesionalización de la investigación y la docencia
universitaria, con el consecuente abandono de las funciones públicas
tradicionales de la elite. Hijo de Vicente Quesada (un importante diplomático y
abogado), es educado en su primera infancia en diferentes países (Bolivia,
Brasil, EE.UU., México, España, Alemania y el Vaticano, entre otros), siguiendo
los cargos diplomáticos de su padre. Luego estudia en las universidades de
París, Dresde, Leipzig y Berlín, y egresa de la Facultad de Derecho de la UBA
en 1882. Por otro lado, Quesada inicia tarde su breve carrera
docente, en
[29] Pues allí
cita a “mi amigo Manuel Gamio” (Quesada, 1917, p. 124), cuando recuerda que el
mayor porcentaje de la población del continente no tiene representación en el
congreso, ni los mismos ideales ni el mismo sentido nacionalista; por eso, esa
población indígena debe ser incorporada, fundida con los valores de la sociedad
blanca, para así volver “coherente y homogénea la raza nacional” (Gamio cf.
Quesada, 1917, p. 124-125). El paralelo
entre mujiks y campesinado indígena,
que alienta la idea de un renacimiento cultural, es común a muchos discursos
sociales de la época, aunque con connotaciones ideológicas muy diversas. Esa
relación ya está tramada, por ejemplo, en varios de los discursos que
acompañan, en América Latina, el desarrollo de la Revolución Rusa, en
convergencia con la Revolución Mexicana.
[30] Posnansky cree que Tiahuanaco es la
primera metrópoli del hombre en América; que aymaras y quechuas son dos oleadas
inmigratorias sucesivas, que llegaron por el oeste, para extenderse hasta
Colombia y los valles calchaquíes. Los aymaras son el elemento superior, que
sojuzga a los indígenas autóctonos previos, imponiéndose por su superioridad
racial, hasta que la ciudad se destruye por una inundación, en la que muere la
casta racial superior (es decir, la de los intelectuales). Si bien la raza
decae (por la invasión de los incas y por un cambio sustancial en el área, que
se vuelve más fría y árida), los “restos de la excelente raza de Tiahuanaco” se
encuentran vivos en sus descendientes y pueden retornar. Desde su legitimación
indigenista (no exenta de racismo), señala que “todos los viajeros y la mayor parte
de la gente del país suponen al indio un ser imbécil y de inteligencia poco
superior a la de los seres irracionales, y que por esto debe ser tratado como
menor de edad y sin la garantía de derechos civiles […]; no pueden introducirse
en la confianza del indio […] para apreciar el gran tesoro intelectual que
duerme en esta desgraciada raza” (Posnansky, 1911, p. 30), debajo de la
decadencia actual exacerbada por el alcohol y la corrupción sexual.