Los circuitos de la cultura: espacios, agentes y experiencias de la modernidad en la Argentina (fines de siglo XIX - principios de siglo XX)

Nicolás Aliano y Guillermina Guillamón

Estudios del ISHiR, 22, 2018.  ISSN 2250-4397

Investigaciones Socio Históricas Regionales, Unidad Ejecutora en Red – CONICET

http://revista.ishir-conicet.gov.ar/ojs/index.php/revistaISHIR

Dossier

 

Los circuitos de la cultura: espacios, agentes y experiencias de la modernidad en la Argentina (fines de siglo XIX - principios de siglo XX)

 

Nicolás Aliano (UNSAM/CONICET)

Guillermina Guillamón (UNTREF/CONICET)

 

Resumen

Este artículo se enmarca en una creciente y renovada producción en torno a la modernidad en el tránsito de los siglos XIX-XX. Por ello, en una primera instancia, se busca poner en debate los metadiscursos en torno a la modernidad para, en su lugar, reponer la importancia de analizar las configuraciones “realmente existentes” entre prácticas culturales, actores sociales y proyectos de la modernidad. Derivado de ello, en un segundo momento, se reconstruyen y problematizan los recientes avances en torno al giro pragmático, en tanto nos permite complejizar las visiones externalistas a los procesos y hacer hincapié en las vinculaciones entre acción y contexto. Desde este giro, en el último apartado se proponen una serie de claves de lectura para abordar la cultura argentina a principios de siglo XX, poniendo el énfasis en la tensión entre los proyectos de modernización y las experiencias de la modernidad en una época signada por la aceleración de los cambios socio-políticos y la búsqueda por estabilizar un sistema de clasificaciones culturales que otorgue legibilidad a las prácticas.

 

Palabras clave: Modernidad; giro pragmático; cultura argentina; experiencias y prácticas.

 

The circuits of culture: spaces, agents and experiences of the modernity in Argentina towards the 20th century

Abstract

This article is part of a growing and renewed production around the modernity in between XIX-XX centuries. For this, in the first instance, we discuss debate the metadiscourse around modernity in order to replace the importance of analyzing the "really existing" configurations between cultural practices, social actors and modernity projects. Derived from this, in a second moment, we reconstructed the latest advances in the pragmatic turn and we problematized. This, allows us the possible to make the externalist visions more complex to the processes and to emphasize the links between action and context. From this turn, in the last section we present a series of reading keys to address Argentine culture at the beginning of the 20th century, placing emphasis on the tension between modernization projects and the experiences of modernity in an era signed by the acceleration of socio-political changes and the search to stabilize a system of cultural classifications that gives readability to practices.

 

Keywords: Modernity; pragmatic turn; argentine culture; cultural  experiences and practices.

 

 

I

 

ntroducción al dossier

 

En los últimos años, tanto la historia cultural como la sociología de la cultura se han interesado por abordar las prácticas culturales como objeto de análisis desde el cual reconstruir tramas sociales y procesos históricos complejos. Por un lado, una renovada historiografía ha abordado el plano de la cultura a través del análisis de la circulación de saberes y de prácticas culturales, para problematizar cronologías políticas predefinidas. Por otro lado, diversas exploraciones de la sociología han puesto en primer plano la relevancia analítica de la dimensión cultural como plano en el que los actores construyen su capacidad de acción. En convergencia, estos enfoques nos invitan a analizar cómo las experiencias culturales y artísticas producen efectos sociales específicos y otorgan claves alternativas de comprensión de los procesos socio-históricos.

Situados en este movimiento, los trabajos que se presentan en este dossier buscan indagar en torno a prácticas y representaciones ligadas al ámbito de la cultura, de individuos y colectivos que produjeron, atravesaron o sobrellevaron la experiencia de la modernidad hacia fines de siglo XIX y principios de siglo XX. De modo que este interés se inscribe, a la vez, en una original y pulsante producción en torno a la modernidad. Con ello referimos a análisis que han problematizado visiones de la modernidad como un relato lineal, normativo o metahistórico, desligado de la densidad procesual y la especificidad contextual en la que los proyectos se realizan.

Es desde este sustrato de problematización que se pretende abrir un horizonte de indagación sobre las configuraciones “realmente existentes” entre prácticas culturales, actores sociales e imperativos de la modernidad, modeladas en mundos tan diversos como el de la ópera porteña, las actividades teatrales, el disfrute del “ocio” y la lectura en una incipiente pero creciente cultura de masas. En todo caso, será en esta diversidad de espacios en los que, en variaciones específicas a cada uno de ellos, “cultura” y “modernidad” se coprodujeron.    

 

Del metadiscurso a las experiencias de la modernidad

Existe en torno al concepto de modernidad un metadiscurso que lo erige como un proceso, una estructura en donde los actores y los grupos sociales desarrollan sus acciones en relación con él. Frente a esta visión, y retomando la propuesta de Beatriz Sarlo (2003) para pensar el caso de Buenos Aires de principios de siglo XX, el abordaje del fenómeno denominado como “modernidad” obliga a reconstruir un mundo de experiencias a través de los textos de la(s) cultura(s), en donde los actores y las acciones por ellos desplegadas deben entenderse como parte constitutiva de ese mundo de experiencias, y no como una consecuencia. En suma, esa reconstrucción también invita a entender cómo se experimentaron un heterogéneo abanico de sentimientos, ideas y deseos, muchas de las veces contradictorios (Sarlo, 2003, p. 9).

Contar la historia de la modernidad supone entrelazar sujetos, escenarios, discursos y prácticas. Pero, por sobre ello, -si se quiere deconstruir un metadiscurso- obliga a poner énfasis en las experiencias y representaciones de los sujetos que producen, atraviesan y sobrellevan la vorágine de la modernidad (Bergman, 2000, p. 1). Ello nos aleja de los intentos por establecer un modelo de lo que Taylor (2008) ha denominado como “imaginarios sociales modernos”, en tanto un sustrato compartido de autopercepción de qué significa ser moderno y transitar la modernidad. Si bien esta propuesta escapa a la construcción de un metarelato en tanto permite reponer la diversidad de experiencias en torno a la modernidad, el uso del concepto de “imaginarios sociales modernos” supondría la traspolación a América de un modelo pensado para los países de modernidad originaria -Europa occidental y Estados Unidos-. En consecuencia, negaríamos y anularíamos la posibilidad de pensar un proceso de recepción, apropiación y adaptación de saberes ligados a la modernidad.

No obstante ello, nos interesa señalar  la tensión entre la unidad y la diversidad que propone Renato Ortiz (2014), en tanto que para el autor la modernidad se despliega teniendo especificidades regionales, al tiempo que posee una matriz que penetra en todas las modernidades. Así, propone pensar que la modernidad en América Latina al tiempo que conllevó cambios políticos y económicos, supuso la emergencia de un conjunto de discursos y narrativas en las cuales los actores tomaron conciencia del significado de dichos cambios.

Por ello, esta diversidad de ideas y saberes permitiría -siguiendo la propuesta de Ortiz- retomar el concepto de Taylor y reflexionar en torno a la especificidad de la construcción de imaginarios de la modernidad en Latinoamérica. Para ello, debe tenerse en consideración la influencia de la conciencia de las diferencias -y distancia- entre la propia situación y la de los países tomados como modelos (Girola, 2007).

En este sentido, creemos importante señalar que para comprender estos imaginarios en torno a la experiencia de la modernidad en Latinoamérica resulta clave el concepto de apropiación, en tanto nos permite reponer “(…) una historia social de los usos e interpretaciones, relacionados con sus determinaciones fundamentales e inscritos en las prácticas específicas que los producen” (Chartier, 1992, p.  53). Esta apropiación –que supone mediadores y una cierta contingencia histórica– debe ser pensada en relación a todos los productos culturales en tanto que se producen, circulan y son apropiados.

A fin de superar el problema de los metadiscursos, lineales y normativos, en torno a la modernidad y reponer la pluralidad de las experiencias, retomamos aquí la estrategia metodológica y conceptual propuesta por Carl Schorske, en tanto que:

 

El historiador debe renunciar, entonces -y nunca es esto tan cierto como al abordar el problema de la modernidad-, a un denominador común categorial abstracto, es decir, lo que Hegel denominaba Zeitgeist y Mill “la característica de una época”. Donde antes funcionaba esa identificación intuitiva de unidades ahora debemos contentarnos con la búsqueda empírica de pluralidades como condición previa a la formulación de patrones culturales unificadores. (Schorske, 2011, p.  20).   

 

Este planteo se vincula y se articula con una nueva sensibilidad sociológica e historiográfica que busca reponer los entramados de acción, analizando los sentidos que los sujetos le atribuyen a sus propias acciones, reconstruyendo, así, sus propias visiones del mundo que transitaron, construyeron y padecieron. Buscan, en suma, reconstruir aquello que la microhistoria supo denominar como sistema de contexto: las incertidumbres de las elecciones, las múltiples situaciones en las cuales el sujeto pudo reorganizar su experiencia y configurar su estrategia pese a la rigidez de las estructuras políticas o ideológicas (Benza Albán, 2015).

 

Nuevos caminos al problema de las explicaciones externalistas: giro pragmático, acción y contexto

¿Cómo trascender el problema de los metadiscursos lineales en la comprensión de un proceso de escalas variables como la modernidad? ¿Cómo construir un abordaje de estos procesos que, sin descuidar el plano local de las prácticas, de cuenta de regularidades más amplias? Y por último: ¿Cómo avanzar en explicaciones inmanentes de dichos procesos que, recuperando la acción situada -sus sentidos, apuestas y posibilidades contextuales- no aplane a los agentes en relatos teleológicos o normativos? Recientemente Garzón Rogé (2017) ha analizado las condiciones de posibilidad para una historia pragmática que, atenta a la reconstrucción de los cursos y contextos de la acción situada, puede otorgar nuevas claves para estos -no tan nuevos- interrogantes.

Siguiendo el argumento, la autora destaca que en las últimas décadas la reflexión en torno a la acción se encontró más abiertamente presente en el ámbito de la sociología que en el de la historia: un movimiento en la sociología “de los hechos sociales a los agentes y luego a la acción” (2017, p. 13). Sin embargo, poner el foco en la acción y en los actores como agentes competentes, señala Garzón Rogé, ha redundado, en el análisis sociológico, “en la reproducción de un orden social existente por fuera de la acción de los individuos” (2017, p.13). Correlativamente, la autora encuentra en la microhistoria una vía de reflexión en torno al “contexto” y a la relación de los individuos con las estructuras, más ajustada a la creciente tematización sociológica de una agencia compleja. En este sentido, observa que, desde su idea de un cambio de la escala del análisis, la microhistoria ha buscado captar las acciones y motivaciones de los individuos dentro de sus propios marcos de referencia y de relaciones. Dicha reflexión surge en contraste con la tendencia historiográfica a imponer marcos de referencia y metadiscursos exteriores a los procesos concretos que aborda el historiador.

La convergencia de estos desarrollos provenientes tanto desde la sociología como desde la historiografía, en torno a la acción y su contexto (convergencia qué destacaría que los sentidos de la acción son indisociables de los marcos en los que esta se despliega), abre una vía para la constitución de una historia “de orientación pragmática”. “Desde una perspectiva de historia pragmática” –sostiene Garzón Rogé- “es en la acción en donde se elabora el contexto en el que esa acción tiene sentido” (2017, p. 23). Por su parte, Chateauraynaud y Cohen (2017) eligen hablar –en plural- de “historias pragmáticas”, como una serie de “aproximaciones” que, en su diversidad, comparten sin embargo algunas premisas: “una historia que remita su lógica a su propio desarrollo, en el que las tendencias y las formas se constituyen y se reactivan en las situaciones, que se preocupe por lo que los actores piensan acerca de lo que hacen” (2017, p. 139).

Bajo este programa de bordes amplios es posible resituar viejos problemas en nuevos cuadros. En un trabajo clásico, Skinner (2000) caracterizaba la “mitología de la prolepsis” como un error característico del historiador de las ideas que, interesado por la significación retrospectiva de una obra o acción histórica, descuida su significado para el propio agente. Desde este tipo de explicación teleológica –sentencia Skinner- “la acción queda a la espera de que el futuro le confiera su significado” (2000, p. 167).

Más allá de identificar y caracterizar elocuentemente el yerro, tras dicha separación entre discurso y significación Skinner encuentra el síntoma de un problema mayor: la persistencia de una concepción reduccionista y restrictiva de la distinción entre “texto” y “contexto”, como dos entidades en relación de mutua exterioridad (tras la cual solo caben dos hipótesis interpretativas límite: promulgar la “autonomía del texto” o señalar la “determinación del contexto”). La respuesta a dicho atolladero es conocida: Skinner propone trascender el dualismo y el dilema proponiendo captar el “sentido” o “comprender la intención” de la enunciación, entendiendo que el contexto no es un “marco” externo sino una dimensión constitutiva del discurso:

 

La metodología apropiada para la historia de las ideas debe consagrarse, ante todo, a bosquejar toda la gama de comunicaciones que podrían haberse efectuado convencionalmente en la oportunidad en cuestión a través de la enunciación del enunciado dado y, luego, a describir las relaciones entre este y ese contexto lingüístico más amplio como un medio de decodificar la verdadera intención del autor. Una vez que se discierne que el enfoque adecuado del estudio es esencialmente lingüístico y que la metodología apropiada, en consecuencia, se consagra de este modo a la recuperación de las intenciones, el estudio de todos los datos del contexto social del texto puede tener su lugar como parte de esta empresa lingüística (2000, p. 188).

 

Como vemos, el problema se resuelve, en Skinner, desde la dimensión pragmática de los discursos sociales: se trata de captar su sentido situado (weberianamente, comprender la acción), como emergente de un contexto lingüístico de enunciación. Tal como aclara Palti (2003, p. 248) desde una aproximación similar, “el contexto deja así de aparecer como una mera referencia externa a los discursos, para pasar a formar parte integral de su sentido”.[1]

La vía pragmática es, advertimos previamente, sensiblemente diferente. Se trata de cortar el nudo gordiano de las explicaciones dualistas desde -valga la redundancia- una pragmática de la acción: recuperar no ya el sentido inscripto en los discursos, sino los cursos mismos que ha adoptado la acción situada. Es en el despliegue de dichos cursos que los individuos crean y significan los mundos –los contextos- que habitan. En relación a ello y apuntando al mismo plano metodológico que preocupaba a Skinner, Garzon Rogé afirma:

 

A través de la lectura de las fuentes buscaremos acciones más que huellas o estrategias. Lo que dicen los actores, sus versiones de los hechos, no constituirá la explicación de lo sucedido, sino una instancia en la que observar la elaboración de las legitimidades, los posicionamientos, las definiciones localizadas, con otros, de lo que estaba pasando (los enjeux). La descripción mostrará, a su vez, cómo se producían los mundos donde los actores movilizaban de manera creativa recursos de distinto tenor (2017, p. 34).

 

La propuesta pragmática parece contener y avanzar sobre la proposición de Skinner: ya no se trata del problema del sentido de la acción (reconociendo el carácter performativo sobre lo real de los discursos), sino del registro e inscripción historiográfica de los modos en los que la acción misma se constituye y se ha constituido como tal.

En este desplazamiento, advertimos un ensanchamiento de las posibilidades, en torno a un análisis próximo, no ya al nivel del texto, sino al nivel de las prácticas sociales. ¿Qué consecuencias analíticas podemos derivar, como aportes, de ello? En este punto, pareciera que la pregunta por el sentido -asociado a su vez a un modo de construcción del objeto y el dato eminentemente textual- ha tenido como efecto una tendencia a reducir la interpretación de la acción al plano verbal/lingüístico, a “lo dicho”. Estas nuevas aproximaciones, en cambio, suponen una invitación a incorporar otros planos de la acción situada -ligados a las emociones, las sensibilidades, la experiencia estética, etc.- que implican diversas formas de “actuar” sobre el mundo, y que están en la base de un nuevo impulso a una historia enriquecida de las “prácticas”. A continuación, proponemos avanzar en dicho sentido.

 

 

 

Buenos Aires de comienzos de Siglo XX. ¿Una cultura de la “mezcla”?

El análisis de un amplio y heterogéneo conjunto de producciones de intelectuales argentinos -que a su vez se encuentran anclados en el fenómeno de la urbanidad porteña-, le permite a Sarlo proponer que esa cultura argentina que emerge a principios de Siglo XX es una cultura de la mezcla, en “donde coexisten elementos defensivos y residuales junto a los programas renovadores; rasgos culturales de la formación criolla al mismo tiempo que un proceso descomunal de importación de bienes, discursos y prácticas simbólicas” (2003, p. 28).

Enmarcados en esta propuesta, los trabajos que se presentan a continuación dan cuenta, sin embargo, de la necesidad de complejizar la perspectiva, ya que permiten, a la vez, profundizar y relocalizar el concepto de “mezcla” propuesto por Sarlo. En ese sentido, es posible advertir que, en cierto punto, caracterizar a dicha cultura a partir de la “mezcla” supone la aplicación de una categoría analítica, externa y posterior -e incluso con un regusto intelectualista- a las prácticas y experiencias propias de los individuos. Frente a ello, cabe preguntarse: ¿son las prácticas y producciones de estos actores, desde el punto de vista de los sentidos de su experiencia cultural situada -aunque no nominadas de ese modo- al menos explicadas o comprendidas como una “mezcla” de tradiciones, rasgos, fragmentos de cultura? ¿O, antes bien, esta “mezcla” es un efecto retrospectivo de lectura (desde la posterior delimitación, estabilización e institucionalización de campos de la cultura) de prácticas y actores aún en proceso y pugna por definir las fronteras y categorías clasificatorias de la propia cultura? 

Situarnos en el ángulo de la experiencia, las apuestas y las incertidumbres de los actores que atravesaron este proceso nos invita, en este sentido, a desplazar el foco de análisis de esta “mezcla”, desde el plano de los “contenidos” de la cultura (en tal caso, podríamos señalar que la “mezcla” es un rasgo propio de toda cultura), para resituar el análisis en la mezcla como una operación, como una práctica cultural y una experiencia en sí misma (un enfoque, por otra parte, ya parcialmente presente en el análisis de Sarlo). Entonces, si la mezcla ya no se encuentra en la voluntad externa del analista por normativizar y clasificar los fenómenos culturales, ¿dónde está? Es preciso buscarla en las propias competencias de los actores, en las acciones y controversias que desplegaron, en el modo en el que se articularon los “proyectos” y las “experiencias” de la modernidad en esferas, debates y apuestas concretas. A continuación proponemos una lectura de los trabajos que se presentan en este dossier que, atenta a este plano -así como a los momentos de singularización de cada uno de los objetos abordados- nos permita delinear y comprender algunos de los rasgos que transversalmente modelan y modulan esta cultura “de la mezcla”.

El trabajo de Josefina Irurzun “Bayreuth en Buenos Aires. Pensar la cultura en el teatro de ópera desde una afición”, evidencia un momento del proceso de institucionalización del campo musical porteño y argentino en las primeras décadas del siglo XX. Dicho momento es reconstruido desde el análisis de un debate sobre quienes deberían ser los legítimos gestores de la cultura. El artículo muestra, puntualmente, las diversas iniciativas de gestión cultural de un teatro de ópera por parte de aficionados wagnerianos, y las tensiones suscitadas a partir de ello con la gestión estatal del Teatro Colón. En esta clave, se describe un escenario caracterizado por la tensión entre el ámbito estatal y los privados (empresarios, artistas y aficionados) por definir  una esfera de la cultura legítima. Al reponer y desplegar una controversia -en el sentido en que la podemos concebir con Latour (2008)-, el artículo visibiliza el entramado de actores y acciones que intervinieron para conformar y sustentar una definición compartida de la alta cultura. En esta clave, al igual que lo ha mostrado DiMaggio (1999) para el caso del Boston de fines del siglo XIX, se advierte cómo los procesos de legitimación cultural derivan de -y se sustentan en- las “bases organizativas” y las redes sociales en las que se sitúan los actores.

Por su parte, el trabajo de González Velazco “El tango en las primeras décadas del siglo XX. Prácticas y representaciones en movimiento: Buenos Aires, París, Buenos Aires”, aborda el fenómeno del tango en el contexto finisecular, analizando específicamente los efectos de la circulación cultural de la emergente “moda tango” entre Buenos Aires y París. La autora analiza el modo en el que el tango como fenómeno cultural localizado, se inscribe a su vez en una dinámica de circulación cultural que redefine los sentidos del mismo en interacción con los contextos de acogida. El movimiento abordado, en este sentido, funciona como contraste con aquel planteado en el trabajo de Irurzun. Si en dicho análisis se describe el proceso de apropiación de un objeto –la obra operística de Wagner- perteneciente a lo que la autora define como “modernidades centrales”, González Velazco describe, por su parte, un proceso de circulación -y circularidad- entre centro y periferia cultural (París - Buenos Aires) en el que el vector inicial parte de la periferia.

En esta clave, el artículo advierte que el arribo del tango a la capital francesa adquirió significados y prácticas disruptivos y desafiantes del orden burgués de la época, a la vez que dicha experiencia funcionó, en un juego de espejos, como prisma para redefinir lo que era el tango en Buenos Aires en esos mismos años. En consecuencia, el recorrido muestra las derivas de un fenómeno –en su doble dimensión de baile y música- “exótico” en París, que se legitima en Buenos Aires como, al decir de la autora, “símbolo de la cultura urbana porteña”. En la convergencia de estos análisis, advertimos las complejas relaciones, activas e interactivas -aunque no simétricas- entre modernidades centrales y periféricas.

Por otra parte, cabe agregar, la reconstrucción del trayecto del tango como objeto cultural permite iluminar, como rasgo de la modernización cultural porteña, la conformación de un incipiente consumo de masas en Buenos Aires, del cual esta música es parte y a la vez potente instancia promotora. En este sentido, el trabajo da cuenta de la emergencia y dinamización de un nuevo fenómeno: el entramado de diversas “industrias culturales” (música, cine, moda, publicidad), producido en torno a la “moda tango”. Asimismo, la autora muestra las prácticas y los mediadores imprescindibles para que los productos circulen: “el tango –advierte- es tangible como fenómeno en la medida en que hubo músicos, bailarines, compositores, editores de partituras, productores que se encargaron de financiar grabaciones, comercios que vendieron discos, etc.” Este camino de visibilizar los “mediadores” (Hennion, 2012) que sustentan y performan a la música como objeto, redunda en una composición más compleja de las relaciones entre los objetos culturales y sus “contextos sociales”, que no se reducen a meros “marcos externos”. En este caso, el análisis repone un entramado de mediadores en torno a las producciones musicales que visibiliza (y deja leer historiográficamente), en fin, un tipo peculiar de incipiente “sociedad de consumo”.

En este mismo cuadro de la emergencia de una sociedad de consumo, se enmarca el trabajo de Javier Guiamet “Ni cementerios ni tristezas. Los socialistas argentinos frente a los espectáculos teatrales”. El autor aborda allí las posturas y polémicas que desplegaron los socialistas argentinos frente a los géneros teatrales menores durante 1920. La tensión surge por la contradicción entre, por un lado los orígenes eruditos del teatro -que históricamente en Buenos Aires lo ligan a una práctica civilizatoria, pedagógica y por ello fuertemente vinculado a la cultura occidental antigua (Gallo, 2011)- y por otro, el avance del mercado en el campo teatral y la emergencia de espectáculos de masas, alejados de toda moral y tradición del Partido. Por ello, el objetivo que persigue Guiamet es mostrar no tanto la resolución de esta tensión -porque, en realidad, no la hay-, sino los argumentos y estrategias discursivas y pragmáticas que despliegan los socialistas para posicionarse frente a estos nuevos espectáculos, en el marco de un doble proceso: la creciente popularidad de los géneros menores y una evidente necesidad de incorporarlos al programa cultural partidario en pos de ampliar la base social, y en consecuencia electoral, del Partido. Rechazarlos por su inmoralidad y falta de erudición, supondría poner en acción el estándar normativo de buen gusto propio del socialismo -pero también presente en el accionar de otros grupos sociales como una estrategia de legitimación y división de los consumos (Montaldo, 2016)- y, en consecuencia, renunciar al crecimiento político. Lo que el autor explora, sin embargo, es cómo el vaivén entre excluir e incorporar al género es un síntoma más complejo, que remite a la tensión entre conservar la tradición del Partido o asimilar los nuevos espectáculos de masas para incorporarlas al repertorio cultural socialista. En este sentido, la problemática del artículo se sitúa en un doble proceso convergente de la modernidad: los imperativos -y la ambición de los actores políticos- para la conformación de un partido moderno de masas y, correlativamente, la consolidación de la sociedad de consumo.

Por último, Alejandra Mailhe en el artículo “Un mestizaje indo-hispánico en la educación estética de las masas” aborda un corpus de ensayos argentinos de la década de 1920 -principalmente de Ricardo Rojas, pero también de Ernesto Quesada- que presentan el ideal de una unidad indo-hispánica para la Argentina, a fin de impulsarla conformación de una identidad nacional. Ello supone, por un lado, interpelar a la vez que sensibilizar a los sectores medios y a un emergente lector masivo moderno sobre la capacidad estética de un sustrato indígena con epicentro en el NOA argentino. En este sentido, la imaginación plástica -y las artes decorativas en particular- serían la instancia privilegiada en la educación de las masas. De ello se sigue que este indigenismo americanista debe ser impulsado y difundido por el Estado, pero también por los medios masivos, a fin de transformar todos los consumos culturales, orientándolos hacia las artes decorativas amerindias. El camino de este ensayo americanista es singular: bajo la impronta de una forma característica de la modernidad europea –las vanguardias estéticas de comienzos de siglo XX- propone una convergencia entre arcaísmo y modernización. Propone, al decir de la autora, una “resacralización nostálgica del pasado remoto, que opera como compensación frente a la fragmentación y la secularización de la experiencia moderna”. La propuesta, en suma, como propuesta secular de resacralización del mundo, forma parte del mismo proceso de constitución de la modernidad como proyecto, así como una forma de transitar su experiencia. Por otro lado, la conformación de la proclamada unidad indo-hispánica conlleva erigir a Buenos Aires -y a los intelectuales que escriben desde allí- como centro desde el cual acoplar el cosmopolitismo europeizante y el americanismo indigenista. La exploración del arte precolombino que los intelectuales desarrollan constituye, asimismo, la posibilidad estratégica para la integración social, un intento de “conciliación racial”-según la autora- entre la oligarquía blanca y la población indígena, en pos de la unidad nacional. En este sentido, el artículo sitúa las apuestas de estos intelectuales en una búsqueda similar –aunque hecha por otros medios- a la de los socialistas que retrata Guiamet. Se trata en ambos casos –sea desde el acercamiento al teatro de raigambre popular o desde la exploración de una tradición de base indígena- de la búsqueda por integrar, desde el plano de la cultura –pero con un horizonte claro de proyección política- a las masas que emergen del proceso de modernización. Se trata, en suma, como condensa Mailhe respecto a la obra de Rojas del periodo, del intento de “una ampliación simbólica de la ciudadanía, en paralelo con la ampliación real de la ciudadanía política lograda a partir de la ley Sáenz Peña”. En este punto, pareciera que la resolución de dicho desafío -de cuya temprana conciencia participan estos intelectuales- debió, sin embargo, esperar a la emergencia del peronismo años más tarde para su resolución.

 

Reflexiones finales. Los circuitos de la cultura: entre la distinción y la hegemonía cultural

Opera, tango, teatro, ensayo. Tras los casos, inmersos en sus debates y controversias, en sus apuestas estéticas y sus proyectos políticos, en sus juegos móviles de circulación y apropiación cultural, podemos identificar algunos de esos “patrones culturales unificadores” que señalaba Schorske. En este sentido, el recorrido que presentamos sobre los artículos describe mundos locales atravesados por una misma condición y similares apuestas.

Apuntando a ello, en los trabajos se advierte -como síntoma de una limitación de las categorías con las cuales asir la singularidad de esta experiencia histórica- una cierta dificultad para “enclasar” las prácticas bajo esquemas rígidos o dicotómicos (alta / baja cultura). Se trata ésta de una división que, en todo caso, está justamente en proceso de formación. En su lugar, en efecto, se describe un cuadro más complejo de fronteras porosas y correspondencias difusas entre prácticas culturales, clases emergentes y espacios de sociabilidad, superpuesto con el afán de nuevos actores por demarcar límites e imprimir un sistema de clasificaciones culturales que confiera legibilidad a las prácticas. Esa situación, entonces, es el sustrato que explica y da forma a lo que, post hoc y algo distanciados del juego social de la época, podemos leer como “mezcla”.

En este cuadro, tras las apuestas, controversias y disputas que presentan y reconstruyen los trabajos, se observa cómo la cultura es concebida por los actores con una fuerte carga civilizatoria -y por ello, utilitarista-, capaz de modificar sensibilidades, pautas de comportamiento y vínculos de interacción social de aquellos espectadores o partícipes de los fenómenos culturales en cuestión. En esta clave, en el caso del teatro y la ópera, los trabajos dan cuenta de las implicancias estéticas de los espectáculos, en donde lo bueno y lo bello accionan como categoría legitimantes y moralizadoras del arte. En contraposición, la circulación y apropiación del tango en París lo despojará de sus aspectos más nocivos, permitiéndole volver a Buenos Aires con una carga elitista que dinamizará su recepción y consumo en las clases altas. Del mismo modo, tras los textos y manuales indigenistas se observan similares sentidos asignados al plano de la cultura en general y al de la experiencia estética en particular: tras ellos arraiga una intención pedagógica sobre las masas, en torno a una educación estética que se juzga superior a la racionalidad de tipo científico.

Por ello, puede pensarse que por detrás de la función que cada individuo o grupo le imprime a la cultura, la forma final que ésta asume será consecuencia de una estrategia mediante la cual normar -y, derivado de ello, delimitar- los consumos: el mecanismo del gusto. Al tiempo que incidirá de forma sustancial en el desarrollo de prácticas culturales concretas y en la conformación de espacios de sociabilidad, el gusto funcionará como un mediador que permite afrontar la tensión que las elites porteñas encuentran frente a una oferta cultural que se amplía y diversifica constantemente. El gusto -nunca estable ni estabilizado en el período que nos ocupa- permite, entonces, asir el esfuerzo que ésta élite desplegó en pos de resolver la tensión entre monopolizar la cultura y construir hegemonía en torno a ella (Di Maggio, 1999).

Esta situación –signada por una yuxtaposición de jerarquía y democratización cultural como base productora de “mezcla”- es la que marca el tono de los casos. Ello nos conduce a resituar la importancia de analizar la especificidad de la “periferia”, en el marco de una sociedad que atraviesa de forma acelerada y desbordada un crecimiento económico y social inusitado hasta entonces. Desde este punto de vista, constituye también un llamado de atención a la aplicación mecánica de modelos propios de las sociedades europeas para describir las dinámicas culturales en los procesos de modernización.

 

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Recibido con pedido de publicación 05/10/2018

Aceptado para publicación 28/12/2018

Versión definitiva 28/12/2018

 



[1] Al respecto, agrega: “(…) La historia de las “ideas” y su enfoque exclusivo en el plano referencial de los discursos llevó a perder de vista la dimensión pragmática que les es inherente. No se trata, pues, de relacionar las ideas con su contexto externo, sino descubrir sus puntos de contacto, los modos en que el contexto penetra el plano simbólico y pasa a ser una dimensión constitutiva de los mismos (y no solamente el “marco” para su desenvolvimiento); en fin, intenta comprender a los discursos mismos como hecho sociales (y no meramente representaciones de realidades externas)”. (Palti, 2003, p. 246). Ello conlleva, concluye Palti, una reformulación del objeto de estudio de la antigua historia de ideas: el concepto de texto.