Bayreuth en Buenos Aires: los wagnerianos y el Teatro de Ópera (Argentina, 1896-1914)

Josefina Irurzun

Estudios del ISHiR, 22, 2018.  ISSN 2250-4397

Investigaciones Socio Históricas Regionales, Unidad Ejecutora en Red – CONICET

http://revista.ishir-conicet.gov.ar/ojs/index.php/revistaISHIR

Dossier

 

Bayreuth en Buenos Aires: los wagnerianos y el Teatro de Ópera (Argentina, 1896-1914)

 

Josefina Irurzun (UNICEN/CONICET)

 

Resumen

En el contexto de expansión imperial de las modernidades europeas, uno de los tópicos recurrentes en las reflexiones de los intelectuales porteños –o no–, tenía que ver con la capacidad estatal –y ciudadana– de institucionalizar y gestionar los espacios de la cultura. En este artículo nos proponemos indagar en los significados construidos en torno al Teatro de Ópera, por parte de los aficionados wagnerianos durante las primeras décadas del siglo XX; en particular, cómo las representaciones forjadas sobre el Festspielhaus de Bayreuth habilitaron a pensar la gestión cultural de un Teatro de Ópera. El análisis sugiere que los aficionados pusieron en circulación una imagen idealizada del proyecto wagneriano –o quizás también, una esperanza colectiva sobre el arte del futuro-. En conclusión, resulta necesario profundizar el análisis sobre los impactos de esas representaciones.

 

Palabras clave: Aficionados; Wagner; Teatros de Ópera; Representaciones culturales; Buenos Aires.

 

Bayreuth in Buenos Aires: the wagnerians and the Opera House (Argentina, 1896-1914)

Abstract

With the imperial expansion of european modernities, one of the regular topics in reflections of Buenos Aires intellectuals had to do with the state -and citizen- abilities to institutionalize and manage the spaces of culture. In this article we propose to investigate the meanings about Opera Houses, created by Wagnerian fans during the first decades of 20th century. Specially, how representations of the Festspielhaus of Bayreuth afforded this group of amateurs to think about cultural management of an Opera House. It its suggests that the fanatics produced an idealized image of the Wagnerian project, or perhaps also a collective hope for the art of the future. In conclusion, further research is needed to keep on analysing the impacts of these representations.

 

Keywords: Music lovers; Wagner; Opera houses; Cultural representations; Buenos Aires.

 


 

I

 

ntroducción

Analizar los proyectos de la modernidad en Argentina a finales del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX, implica –entre otros debates- reconocer el diálogo y las tensiones entre una orientación cosmopolita en la cultura, –impuesta por la circulación mundial de valores, ideas y modos de vida europeos–, y una más “esencialista”, ante la preocupación por la formación de una nacionalidad (Bertoni, 2001). Si concebimos las “modernidades” como procesos de universalización donde se imprimen los intereses y coyunturas de cada lugar, la ópera –como uno de los “primeros espectáculos globales” (Aguilar, 2009) –, debió asumir en Buenos Aires las particularidades y los diferentes aspectos de la vida cultural e intelectual porteña. En este contexto, uno de los tópicos recurrentes en las reflexiones de los intelectuales de finales del siglo XIX y comienzos del XX, tenía que ver con la capacidad estatal –y ciudadana– de institucionalizar y gestionar los espacios de la cultura.

En particular, el Teatro de Ópera –como espacio de performance, de sociabilidad, ocio, diferenciación social, o lugar donde se dirimen luchas simbólicas y políticas, entre otras disputas− ha sido objeto de reflexiones provenientes de la historia, la musicología, o la sociología de la cultura. Sin embargo, pocas –aunque contamos con notables y recientes excepciones– han tenido en cuenta la perspectiva de los sujetos involucrados en la acción cultural concreta.[1]

En tanto proyecto situado en el futuro, que persigue una función emancipadora dentro del imaginario[2] relacionado con una sociedad ideal, la obra wagneriana contiene claramente una función utópica. También, en cuanto proyecto político y pedagógico, anclado en su tiempo histórico, se valió de representaciones dadoras de legitimidad, en el contexto de expansión imperial de las modernidades europeas: la sacralización del arte, el artista como el único “agente redentor” capaz de interpelar al pueblo, el teatro como un templo, etc.[3]

En este artículo nos proponemos indagar en los significados construidos en torno al Teatro de Ópera, por parte de los aficionados al compositor alemán Richard Wagner durante las primeras décadas del siglo XX. En este sentido, nos preguntamos ¿cuáles son las condiciones simbólicas de posibilidad que habilitaron las representaciones que estos aficionados se formaron del Festspielhaus wagneriano, en Bayreuth? ¿Cuáles de esos símbolos y significaciones fueron apropiados por los aficionados porteños –especialmente los decimonónicos y posteriormente quienes organizaron una sociedad de aficionados wagnerianos– para pensar la gestión cultural de un Teatro de Ópera municipal?[4] ¿Cómo pensaron estos aficionados las formas en que debía institucionalizarse la cultura?; ¿Quién/es debía/n dirigir esos procesos?; ¿el Estado debía acompañar en forma secundaria, legitimando o no determinados proyectos/actores, o debía constituirse en un agente activo?[5]

En base a estos interrogantes, reseñamos en primer lugar el proyecto estético-político-pedagógico wagneriano, materializado en Bayreuth; para centrarnos luego en las representaciones de los aficionados. En particular, nos detenemos en la principal rivalidad del mundo operístico que se dio durante la década de 1910 en Buenos Aires, entre los teatros Colón y Coliseo, y que despertaron arduos debates sobre sus administraciones (composición y gestión, entre otros aspectos), la calidad de las compañías líricas, contratadas, los empresarios vinculados y la crítica teatral vertida en periódicos de la época: La Nación, La Prensa y la Revista de la Asociación Wagneriana. Para profundizar en este aspecto, consideramos en particular el estreno en Buenos Aires, del último drama –inédito entonces– de Wagner: Parsifal.

 

Wagner y el Teatro del Festival de Bayreuth

La inauguración del Teatro y Festival de Bayreuth en agosto de 1876, suelen ser señaladas como el momento cumbre tanto en la carrera de su hacedor, Richard Wagner, como en la trayectoria decimonónica del romanticismo europeo (Snowman, 2013: 270). La consecución de un proyecto artístico individual, de un lugar físico (teatro) y un momento específico (festival) para producirlo, parecían hacer real la utopía romántica por excelencia: la de un arte creador de un mundo diferente al cotidiano, alejado de sus presiones y liberador de las limitaciones impuestas a la subjetividad (Frevert, 2001: 341). En otras palabras, el ideal del artista completamente libre, tanto del “déspota monárquico” o cortesano, como de los nuevos requerimientos del burgués adinerado. Esta visión del proceso oculta las profundas contradicciones así como el derrotero último de Wagner y su proyecto. Para ello, es necesario volver brevemente a la biografía del artista, la proyección de su obra y su impacto contemporáneo y posterior.

Richard Wagner (1813-1883) logró cierto reconocimiento con Lohengrin, concluida en 1848 y estrenada en 1850, tras una fase de formación en la composición musical (cuyos frutos fueron sus obras iniciales, entre ellas, Rienzi). Desde entonces, y hasta que cumplió cuarenta años, no escribió música (Magee, 2013:11). En ese lapso de seis años, sus preocupaciones y reflexiones se centraron en pensar la ópera y el arte como realidad social anclada en su contexto histórico –según su valoración, signado por el egoísmo materialista– y a teorizar acerca de su futuro. Son los años en que cree posible –a partir de sus diálogos con Mikhael Bakunin y su amigo August Roeckel– la acción política concreta en el marco del alzamiento conocido como la “primavera de los pueblos”. La efervescencia revolucionaria y la afiebrada lectura de Feuerbach, configuraron el ámbito en el que escribió La obra de arte del futuro (Liut, 2011:12). En este escrito, Wagner elaboró la noción de “obra de arte total” como drama musical que podía reunir todas las artes.

Esta teoría primordial de lo que debía ser la ópera para Wagner puede simplificarse grosso modo en las siguientes fases. La humanidad había alcanzado un culmen creativo con la tragedia griega, por varias razones, entre ellas, porque representaba una combinación de las artes –poesía, teatro, vestuario, mimo, música instrumental, danza, canto– con un poder expresivo mayor que cada una de ellas por separado; porque iluminaba toda la experiencia humana en términos universales utilizando el mito; porque tenía un significado religioso, aunque se trataba de una religión de lo “puramente humano”, constituía una celebración de la vida espiritual, e implicaba en ella a toda la comunidad. Con el paso del tiempo, este significado de la tragedia se habría desintegrado, ya que el proyecto de humanismo griego había quedado desbancado por el cristianismo, una religión que había atentado contra la naturaleza misma del hombre. Este largo declive tocó fondo en el siglo XIX: de ser un acontecimiento religioso en el que toda la comunidad tomaba parte, la interpretación teatral había degenerando hasta el nivel de un mero divertimento para negociantes, un negocio frívolo, sin contenido, cuyo exponente más logrado era la ópera. Se necesitaba una revolución que la convirtiera en una forma artística integral capaz de combinar las artes, ante un público formado por todo el pueblo (Magee, 2011: 13-16).

Wagner proyectó y pensó estas ideas precedentes a partir de la composición de –quizás sus más aclamadas obras– Tristán e Isolda y la tetralogía (trilogía con prólogo) El anillo del Nibelungo, creada entre los años 1848 y 1876. Sin embargo, el aspecto consagratorio del estreno completo del Anillo en su propio teatro ideal construido en Bayreuth, ocultaba el hecho de que esta última obra fue gestada en el exilio,[6] más cerca de la denuncia que de la celebración: “ni Wagner ni el público que asistió a los primeros festivales de Bayreuth, ni la propia obra son, al final del proceso, los mismos que al comienzo” (Fernández Walker, 2015: 145).

El eje del teatro proyectado por Wagner debía ser la obra, el drama musical. La estructura interna, con poca ornamentación, debía asemejarse a los anfiteatros griegos: el auditorio con forma de abanico escalonado, sin galerías ni palcos, daba una visibilidad perfecta del escenario desde las 1925 localidades que lo componían. La orquesta, se reubicaba en un foso rodeado de una marquesina curva, en base a un doble propósito: para que la música se fundiera con las voces de los cantantes (sin taparlas) y para que el público no se distrajera observando al director o a los músicos. Con estas reformas, el compositor alemán esperaba que la audiencia se concentrara en la obra, entorpeciendo otros intereses como la mera sociabilidad o el exhibicionismo. Al mismo tiempo, esperaba no sólo que los cantantes actuaran gratis, sino que el público no tuviera que pagar una entrada para poder asistir.  (Snowman, 2013: 270-271). Gracias al rey Luis II de Baviera, Wagner consiguió concretar su proyecto, pero los costos de mantenimiento volvieron inviable la idea de alejar las prácticas teatrales de la lógica del mercado. En este sentido, George Bernard Shaw trazaba en 1898 un panorama pesimista respecto a estas condiciones iniciales:

 

Las precauciones tomadas para preservar los asientos del público frívolo y elegante, y confiarlos a los primeros discípulos que pululaban en Europa congregados en Sociedades Wagnerianas, acabaron por morir en un monopolio en provecho de los revendedores, quienes colocaban las entradas entre los ociosos turistas que ya no sabían a dónde ir, y para los cuales, doctrinariamente, había de estar aquel templo absolutamente cerrado (Shaw, 1922: 157).

 

Una excursión a “la Meca wagneriana”

Durante las últimas décadas del siglo XIX, ser wagneriano en Argentina, constituía un signo de distinción para quien/es había/n podido acceder a esa novedad estética: hombres públicos e intelectuales, los sectores burgueses ilustrados, los aficionados o cronistas de periódicos que habían podido presenciar puestas de escenas de los dramas musicales en Europa o Norteamérica. En algunos casos, una figura reunía estas características, por ejemplo, el caso de Miguel Cané.[7] Escritor y melómano, aprovechaba sus viajes europeos (diplomáticos o no) para relatar sus incursiones y realizar comparaciones con la sociedad porteña y el país en general. A modo de ejemplo, en este apartado nos detenemos a examinar brevemente un episodio de su trayectoria vital, con el objetivo de recoger una experiencia previa a la de la conformación de una sociedad de aficionados wagnerianos, ya entrada la segunda década del siglo XX. 

En septiembre de 1896, Cané tuvo la posibilidad de asistir a Bayreuth en un viaje cuyo itinerario europeo solía ser extenso. En su crónica sobre el viaje y la asistencia al teatro, desacreditó constantemente la necesidad de hablar de música:

 

Todo esto está bien, pero ¿y la música? Cuando se ha adquirido un poco de experiencia de la vida, único remedio capaz de atenuar en nosotros, y a hasta de vencer a los dos enemigos formidables que nos acompañan desde la cuna, la vanidad y el entusiasmo, se aprende a no hablar sobre muchas cosas, sino literalmente forzado, con un puñal en la garganta. La mujer que se quiere, las ideas filosóficas que se profesan, cuando se profesan algunas, el fin positivo que se persigue y las aficiones wagnerianas, son asuntos de los que no se debe hablar ni sobre los que se debe aceptar discusión. (Cané 1901[1896]: 356).

 

La negación a hablar de música, señala en primer lugar, una primera valoración del arte wagneriano reducido a uno de sus aspectos, el musical. Asimismo, esta negación pudo haber estado relacionada con otros factores: con la falta de conocimientos técnicos musicales para explicar lo que creyó haber presenciado (esto es señalado en parte por el propio Cané); con la concepción de la imposibilidad de hablar de algo que se siente o gusta (actitud típicamente positivista), o bien con la honda impresión que le había causado su visita a Bayreuth, impacto que según el lugar que ocupa en su narración, merecía concentrar toda la atención. De hecho, después de comentar las pésimas condiciones que debían asumirse para llegar hasta Baviera (“quince duras horas de Lucerna a Baviera, cambiando de tren a cada rato, disputando un sitio en un wagon como una banca de diputado allá en la juventud”), juzga el lugar como un entorno casi medieval, muy mal preparado para recibir a los dos mil extranjeros que acuden a cada ciclo.[8] Pero su  interés es analizar al público, la audiencia  wagneriana:

 

(…) dejemos, dejemos la música de lado, no es mi objeto ocuparme de ella. Mi asunto es el público. Poca o ninguna toilette, no he visto un frac, y el raro smoking deslizado entre los ternos grises de viaje y la gorra de tela que el inglés usa siempre abroad, hacía por cierto triste figura. Mucho francés (…), bastante inglés, americanos, muy pocos españoles, y menos italianos. ¿Lo que llamamos gente distinguida? De todo, atravesando el lago de Constanza, mientras consumíamos sobre el vapor un almuerzo que parecía un sueño por lo intangible, teníamos frente a nosotros un joven commis voyageur francés, que no solo se desesperaba de no poder hacerse entender, sino de no tener que comer. Su traje, la camisa ausente disimulada por una corbata dudosa, rebelaban una pobreza vecina de la miseria. Fue de los primeros que encontramos en Bayreuh. Había también algunas princesas alemanas en toilettes lujosas” (…) Todo ese público heterogéneo sin unidad aparente, se funde en la sala bajo una impresión común que lo armoniza” (Cané, 1901: 353-354).

 

Esta audiencia parece evitar los preceptos de la etiqueta que poco a poco, hacia fin de siglo, habían ido introduciéndose como requisito para el ingreso al teatro en muchas ciudades americanas (por ejemplo, Boston según DiMaggio, 1982, 1999), como parte de un “comportamiento adecuado”, una etiqueta o modales correctos que las clases altas intentaban fijar. Al mismo tiempo, no se condice con la caracterización de una mayoría de “burgueses snob” que según algunos cronistas -como el propio Cané- señalaban, pululaban en las funciones de los teatros porteños. De todos modos, es perceptible su rechazo ante este público que juzga como demasiado salvaje, inculto o popular, pero que no se atreve a condenar. En este sentido, pareciera querer atribuir una especie de “influjo civilizatorio” a la propia música, y al teatro en sí mismo (en un arranque de diletantismo):

 

No, no he visto snobs en Bayreuth; he visto un público tan heterogéneo como el que llenaba los palacios de la Exposición del ‘89, compuestas de gentes venidas de los cuatro rumbos de la tierra, surgido de todas las clases sociales, áspero, discordante, egoísta y hosco fuera del teatro, tomando las mesas por asalto, abriéndose paso a codazos, casi inculto en su traje, pero fundido en una maravillosa armonía dentro de la sala” (Cané, 1901: 348).

 

Hacer cultura a través del Teatro de Ópera

La hegemonía de la ópera italiana a fines del siglo XIX era bien clara y se mantuvo al menos durante las primeras dos décadas del siglo XX –en Europa y América-, si bien la música de Wagner comenzó a ponerse de moda en estos últimos años. El italiano era la lingua franca del mundo de la ópera, porque más allá de haber nacido en lo que será más tarde Italia, las vocales abiertas lo convertían en un idioma idóneo para ser cantado. Las máximas estrellas internacionales cantaban en italiano (Snowman, 2013:299-300).

Así, la mayoría de las veces, las opciones del público porteño era escuchar ópera en el idioma de Dante: porque las compañías y/o los repertorios lo eran, o porque se representaba una obra alemana, o francesa en idioma italiano. De hecho, una obra wagneriana se escuchó en  alemán recién en 1922. Asimismo, en la capital argentina, esta hegemonía formó parte de una estrategia de los empresarios de esa nacionalidad cuyas giras por sudamericana incluían Buenos Aires, La Plata y Rosario ya desde mediados del siglo XIX. Este dominio hallaba su causa en el aspecto financiero (ofertas de las compañías y origen italiano de los empresarios que administraban los teatros) pero también en la composición de la audiencia, de origen mayormente italiano (Pasolini, 1999: 233).

En el tiempo que nos ocupa, la ópera alemana tuvo escasa repercusión. Según Gesualdo (1961), desde 1850 se conocían en Buenos Aires fragmentos de óperas alemanas en las sociedades musicales de la colectividad alemana. En cuanto al repertorio wagneriano, en 1883 se estrenaron algunas piezas de Lohengrin, aunque su representación completa data de 1894; en 1898 Los maestros cantores y en 1899, La Walkyria. Incluso ya entrado el siglo XX, las representaciones de obras wagnerianas en los teatros Coliseo y Colón aún eran escasas y tenían un lugar secundario en el gusto del público porteño, más allá de las circunstancias que obstaculizaron su difusión, como las producidas por la Gran Guerra. En este sentido, por ejemplo, de las 1082 funciones ofrecidas por el Colón entre 1908 y 1920, 98 correspondieron a dramas musicales wagnerianos (un 9 %)[9].

En este contexto poco auspicioso, ¿cómo actuaron los aficionados a la obra wagneriana? La reunión iniciática para organizar una sociedad wagneriana en Buenos Aires había sido convocada por el periodista y musicólogo Ernesto de la Guardia, a través de un llamamiento titulado “Aurora” (Valenti Ferro, 1992: 66; Mansilla, 2004: 3). No obstante, podemos decir que de la Guardia fue una especie de “vocero” público de un grupo diverso de admiradores wagnerianos, ya que la asociación se formó entonces a partir de la motivación y el esfuerzo conjunto de diversos grupos y espacios de sociabilidad cultural.[10]

En tanto nucleaba los aficionados al compositor alemán, reunió a sus admiradores sin distinción de nacionalidad u otro tipo de identificaciones. Sin embargo, debido a que un grupo de inmigrantes catalanes –quienes previamente habían formado parte del movimiento wagneriano barcelonés-, fue su principal impulso organizador, esta entidad musical se vinculó fuertemente con el entramado de instituciones catalanistas existentes: el “Instituto de Estudios Catalanes” (1912) primera sede física de la Wagneriana, y la peña “el Soviet” (1912).

Reunidas en la expresión “hacer cultura wagneriana”, misión enunciada en el acta inicial de la nueva institución, pueden encuadrarse un gran número de prácticas, que como señaló Cirilo Grassi Díaz[11] (1963: 9), estaban encaminadas a “difundir, explicar y hacer gustar las bellezas de las creaciones de Wagner”, difundir la obra del compositor alemán, y la música afín, a través de actividades de escucha: conciertos y conferencias, promocionar la educación artística, y la publicar una revista. Este objetivo fundacional encontró variados obstáculos. En primer lugar, la falta de espacios y recursos donde efectivamente promover la realización de la obra wagneriana original, es decir sus dramas musicales completos. En este sentido, los teatros Coliseo y Colón incluyeron la obra wagneriana, pero lo hicieron de una manera marginal, al mismo tiempo que compitieron por la introducción de las novedades.

Catorce años después del testimonio de Cané, en torno al centenario de la Independencia, podían apreciarse espectáculos de gran calidad en varios teatros de ópera de la capital argentina (Valenti Ferro, 1992). No obstante, existía a modo de “destino manifiesto” la propuesta de hacer del Colón (como en cada nación moderna) un símbolo que representara internacionalmente la prosperidad y la “civilidad” del país emergente (Benzecry, 2012). Después de dieciocho años de construcción -que excedieron con creces los treinta meses delineados en el contrato original firmado en 1890- el Colón abrió sus puertas el 25 de mayo de 1908, con una capacidad para albergar a 3500 espectadores. El proceso de construcción había costado aproximadamente seis millones de dólares (patrón oro). Las dificultades de este proceso quedaron atrás, pero vendrían otras nuevas.

En términos de emprendimiento cultural, el Colón nació como un proyecto mixto que involucró a un empresario italiano, Ángelo Ferrari, las autoridades de la ciudad que eran parte de la élite y algunas familias que compraron suscripciones a largo plazo para ocupar las butacas más caras y prestigiosas. Sin embargo, en rigor de verdad, la Municipalidad fue el actor clave en este proceso (las familias adineradas solo cubrieron un 15%) (Benzecry, 2014:18). Consecuentemente, la influencia del empresario decayó cuando un comité (directorio) nombrado por la Ciudad tomó decisiones artísticas con respecto a las asignaciones presupuestarias, la contratación y el repertorio, y finalmente reorganizó la estructura de las temporadas.[12]

El teatro Coliseo por su parte, surgió un año antes que el Colón, a la sombra de su edificio en construcción, que ya se revelaba imponente. A partir de 1906 se anunció la remodelación de lo que era hasta entonces el “Teatro Circo Coliseo Argentino” (donde actuaba la compañía ecuestre de Frank Brown), para convertirse en sala teatral desde el 18 de abril de 1907, con una capacidad para 2065 espectadores. Ofreció funciones de ópera, opereta (sobre todo italiana), zarzuela y comedia musical. En cuanto a la primera, Dillon y Sala (1999:9) indican la actuación de tres tipos distintos de compañías bien diferenciadas. Por un lado, las grandes temporadas “internacionales”, que fueron once en total, entre los años 1907 y 1925 y que contaron con directores y figuras prestigiosas en el mundo operístico (Marinuzzi, Mascagni, Weingartner, entre otros), compitiendo con las que ponía en escena el Colón. Luego, compañías intermedias que contaban con alguna figura de renombre y que cumplían períodos cortos. Por último, las temporadas de “ópera popular” presentadas por compañías integradas en mayor medida por artistas locales, y que se alternaban en los escenarios de otros teatros como el Avenida, el Marconi, el Victoria o el Politeama.

Desde 1912 a 1914 y luego en 1920, son los dos momentos de mayor representación de obras wagnerianas en los dos teatros, coincidiendo la escasa representación  (1915-1919) y la nula (1918-1919) con los tiempos previos a la Gran Guerra y luego su finalización. Al mismo tiempo, 1913 constituyó un “año wagneriano” en tanto se cumplía el centenario de su nacimiento.

La precipitada conclusión de una mayor importancia de la obra wagneriana en el repertorio del Teatro Colón –teniendo en cuenta que el Coliseo se orientaba mayormente a la lírica italiana[13]–resulta inestimable ya que como vimos, no representó una gran proporción en el total de la oferta del primero (9%). El detalle más llamativo, surge al comparar la cantidad de puestas en escena de Parsifal, el drama musical wagneriano más representado en el Coliseo (doce funciones en tres temporadas), frente a la cantidad del Colón (ocho funciones en una única temporada).

 

El estreno de Parsifal en el Teatro Coliseo

Parsifal[14] se conoció por primera vez en Argentina (y Sudamérica) en el teatro Coliseo, el 20 de junio de 1913. Sin embargo, el estreno oficial fue en el teatro Colón, en mayo de 1914, según las reglamentaciones de Bayreuth que prohibían la representación de las obras de Wagner hasta que se cumplieran treinta años desde su estreno. La puesta en escena de este drama wagneriano en la capital argentina causó una serie de debates que formaron parte del proceso de institucionalización del campo musical porteño y argentino. Por empezar, fue durante el estreno de Parsifal en el Coliseo, donde se dio la ocasión de juntar voluntades para constituir nuevamente la Asociación Wagneriana de Buenos Aires, después de un infructuoso intento de fundación ocurrido en octubre de 1912. En este contexto, el estreno oficial de 1914, desató algunas polémicas sobre el rol de las sociedades musicales y las políticas culturales de un Estado –de escasa presencia por entonces– en la promoción musical

El 22 de mayo de 1913, el periódico La Nación publicó una breve nota en homenaje al centenario del nacimiento de Richard Wagner.[15] Se trataba de una muy breve biografía del compositor, acompañada por numerosas imágenes del propio Wagner, Bayreuth, su círculo íntimo, su recinto funerario, y otras curiosidades. La conmemoración protocolar se realizaría en los principales teatros líricos del momento: en el teatro Colón, donde se puso en escena Lohengrin, y en el Coliseo, con fragmentos de  la Walkyria, la obertura de Rienzi  y el preludio del primer acto de Parsifal.[16]

Este reparto dual de funciones conmemorativas, ejemplifica una de las rivalidades del mundo operístico, sobre todo en la competencia por convertirse en una sala teatral de prestigio: la de la administración del nuevo teatro municipal (Colón, 1908) relanzado para convertirse en el teatro internacional de América Latina (además de un signo de la bonanza argentina que intentaba colocarse así en el concierto de las “grandes” naciones modernas europeas), y la de una también renovada y prometedora sala como era el Coliseo. En este sentido, la puesta en escena de Parsifal por parte de este teatro lo ubicó positivamente en la opinión pública como sala teatral capaz de ofrecer novedades y de satisfacer así el deseo del público porteño por las primicias.

El hecho de que un teatro (dedicado especialmente a la lírica italiana) administrado en forma privada como el Coliseo, protagonizara este estreno, acrecentó las críticas hacia la comisión administradora del Colón -en ese entonces compuesta por Joaquín S. de Anchorena, el propio Miguel Cané, Federico Pinedo, Julio Peña, Carlos Rosetti y Julio Dormal (de la Guardia y Herrera, 1933:8)- por parte de quienes juzgaban errónea su gestión y el repertorio resultante. Como observa un crítico musical (muy posiblemente Mariano Barrenechea[17]) en La Nación:

 

La representación perfecta de Parsifal comporta tanto desde el punto de vista dramático como musical y escenográfico, dificultades de tal naturaleza que es presumible que los elementos con que este teatro cuenta no lograrán vencer por completo. No importa. Ello no disminuirá en nada el honor que recae sobre la dirección artística del teatro Coliseo con este acontecimiento. Una empresa que no cuenta con el apoyo oficial, ni con la seguridad financiera que da el abono del Colón, ni siquiera con el favor cierto de las clases pudientes, viene realizando de un tiempo a esta parte esfuerzos artísticos dignos de todo encomio y aliento.[18]

 

Dirigida por Gino Marinuzzi, apreciado músico y director italiano, el estreno estuvo a cargo de la compañía “La Teatral” de Walter Mocchi, que procedía del Teatro Costanzi de Roma (dirigido por la esposa de este último, la soprano Emma  Carelli) (Dillon y Sala, 1999:114). Luego de considerables elogios hacia la empresa artística del Coliseo, el cronista de La Nación volvió a arremeter contra el Colón:

 

¿Qué se hace en el teatro Colón que dispone de recursos ingentes, dirigido por una empresa compuesta por tres personas distintas, y en realidad por ningún empresario verdadero, empresa vigilada por un severo administrador y asesorada por una comisión de cinco personas competentes? Lo que se hace en el Colón el público ya lo sabe: nada. O si se hace algo es para descontentarlo.[19]

 

Una opinión similar fue vertida por el crítico de La Prensa (¿Ernesto de la Guardia?) un día antes del estreno de la obra que nos ocupa:

 

Es de oportunidad, asimismo, hacer constatar de paso el loable esfuerzo realizado por la empresa de este teatro, la que ha dado a conocer al público de la capital “Salomé” “Isabeau” y “Parsifal”, mientras el teatro municipal, con más de un millón de pesos de abono y faltando a su misión de “templo de arte”, endilga a sus abonados “Sonnambula” “Rigoletto” “Ballo la Mascherra” [sic] “Lucía” y “Mignon”.[20]

 

Es factible que estas apreciaciones hayan tenido como telón de fondo el proyecto de hacer del Colón -en cuanto sine qua non de una nación moderna- un símbolo que representara internacionalmente la prosperidad y la “civilidad” del país emergente, tanto como la disputa por el repertorio que se creía legítimo (sobre todo, como vimos la que enfrentaba a la tradicional lirica italiana). Lo primero resulta claro al observar la queja de los cronistas-críticos sobre lo que juzgan, una mala administración del Colón en tanto sus directivos parecen no utilizar correctamente los cuantiosos recursos de este teatro. Pero, quizás fundamentalmente, la comparación entre los repertorios del Coliseo y el Colón, evidencia una concepción del “deber ser” del teatro, con el horizonte puesto claramente en la representación que estos críticos-aficionados tenían del Festspielhaus de Bayreuth, en tanto “templo de arte”, alejado de las modas y dictados del público adinerado.     

En sintonía con los planteamientos anteriores, una de las cuestiones más interesantes o sobresaliente respecto al estreno (no legal) de Parsifal en Buenos Aires, fue la necesidad de señalar el triunfo de la capital argentina en la carrera simbólica por convertirse en la primera ciudad que, por fuera de Bayreuth, ofreciera el drama musical completo.

Así, dos días antes del estreno, el diario La Nación informa que un empresario norteamericano, Henry W. Savage, dio el 24 de diciembre de 1903 en New York, -no sin mantener diferencias con los propietarios de la obra-,  por primera vez fuera de la meca wagneriana, una función del “drama sacro” dirigida por Heinrich Conried, seguida por otras 46 en diferentes ciudades de los Estados Unidos. Esta parece haber sido la única salida del caballero del Graal fuera de Alemania, aunque ilegal: “Transcurrido el tiempo que la ley y la voluntad del autor señalaron para los derechos de representación exclusiva, se pretendió extender el plazo a fin de conservar Baviera su prestigio, pero, nada pudo establecerlo así y la Argentina será la segunda nación que oiga Parsifal fuera de su patria.”[21]

Deslegitimando el estreno norteamericano, parece ser Buenos Aires la nación privilegiada. Sin embargo, en rigor de verdad, Barcelona disputa este reconocimiento, ya que el copyright habría vencido legalmente el 31 de diciembre de 1913: ese día, el gran Teatro Liceu (el Liceo) abrió su telón con la puesta de Parsifal, convirtiendo a la ciudad condal en la verdadera vencedora -junto a Budapest (Dillon y Sala, 1999:114)-, dentro de las convenciones ligadas a la prohibición de ejecutar la obra, según los deseos del propio Wagner.  El  1 de enero de 1914 se escuchó en Madrid, Berlín y París, el 9 de enero en la Scala de Milán y el 9 de febrero en el Covent Garden de Londres. De hecho, la primera función reconocida como oficial en suelo porteño, fue la del 16 de mayo de 1914, en el teatro Colón.

El estreno “ilícito” en el Coliseo (20 de junio de 1913), ofreció la ocasión de juntar voluntades para volver a constituir la Wagneriana de Buenos Aires, prácticamente inactiva desde su fundación. ¿Por qué fue Parsifal -y no otras obras de Wagner- lo que volvió a aglutinar a los wagnerianos y los empujó a reorganizar la entidad?

Seis meses más tarde de su fundación original y casi inmediata disolución, la première de Parsifal en la capital argentina, vuelve a motivar a los wagnerianos para organizar nuevamente la sociedad de aficionados al compositor alemán. Si tenemos en cuenta que la convocatoria partió del grupo de catalanes, es posible que allí encontremos una pista. Los wagnerianos de origen catalán (Josep Lleonart Nart, Joaquim Pena, Pau Henrich, Ramón Guitart, Jerónimo Zanné, etc.) compartieron una vida asociativa dentro de la comunidad organizada inmigrante, a partir de la creación del Casal Catalá (1908), como entidad decididamente catalanista, escindida del pionero centro de sociabilidad Centre Catalá (1886).

El wagnerianismo en Barcelona había estado unido a la reivindicación de Cataluña como nación cultural singular. Según Macedo (1998: 98), se relacionaba con la voluntad modernista de Cataluña de formar parte del norte de Europa, es decir, con la ilusión de mover simbólicamente la frontera pirenaica. Aunque la ubicación de Parsifal era una evocación de Oriente, (el castillo Monsalvat, establecido por Wagner vagamente en el norte de España) muchos modernistas veían esta ópera como una obra alemana sobre Cataluña. “Esto proporcionó a los catalanes el placer de verse a sí mismos como un centro geográfico, de mirar una ópera alemana (su paradigma cultural) y ver la vida real de Cataluña” (Macedo, 1998:102). La importancia de Parsifal fue tal, que Barcelona fue efectivamente la primera ciudad en el mundo en escenificar legalmente el último drama musical.

¿Por qué Wagner había establecido este deseo de exclusividad representativa por un lapso de 30 años? El número 1 de la Revista de la Asociación, da una posible respuesta en su sección “Crónicas Europeas”, posiblemente escrita por el catalán Jerónimo Zanné:

 

Quizás el origen del famoso y exclusivo privilegio fuese el íntimo deseo de que en Parsifal, la creación más definitiva en el sentido de aquella consagración y ennoblecimiento del teatro por el arte a que aspiraba el maestro, se respetasen absolutamente todas sus intenciones y características que tanto se falsean en sus demás dramas al ejecutarse como óperas vulgares.[22]

 

Finalmente, lejos de agotar el examen de las representaciones, ¿cómo era o debía ser la audiencia de ese teatro-templo ideal, esa que para Cané, constituía un ejemplo de pastiche o barbarie? E. de la Guardia, una de las voces públicas más importantes de la asociación musical, elige un pasaje del periódico francés Le Miroir, para referirse a este punto:

 

“¿Cómo hemos llegado a ser apasionados por la música, mejor aún por la bella música? ¿Débese tal cosa a una nueva intoxicación de la influencia alemana? ¿Quizás a uno de esos desarrollos de snobismo que revisten las más extrañas formas?...De ningún modo. Las gentes que aplauden desde las galerías superiores no son snobs ni se preocupan por parecer intoxicados de germanismo. Sienten la música; eso es todo. Nuestra sensibildiad artística se ha depurado y por ello comprendemos mejor el divino arte mejor que nuestros abuelos. No hay, por tanto, motivo de alarma” Seguramente en breve podremos hacer nuestras estas frases de Le Miroir.[23]

 

Reflexiones finales

Para el filósofo esloveno Slavov Žižek (2006: 266) “quién no quiere hablar de Bayreuth, debe callar sobre Europa”. Esta variación de una célebre frase de Horkheimer donde capitalismo y fascismo constituyen los términos intercambiables de lo aparentemente inefable (Fernández Walker, 2015: 131), resulta esclarecedora respecto al problema que nos ocupa.

A partir del proyecto de Bayreuth, la ligazón de Wagner con el rey Luis II de Baviera (quien financió entre otras cosas, la construcción de este teatro pensado para representar exclusivamente sus obras), y su deseo de contribuir a la consolidación de una nación alemana por entonces en proceso de unificación, terminaron por silenciar sus aspiraciones revolucionarias. Esta fluctuación suele reducirse al debate sobre el final del Anillo, ya que cuando Wagner lo compuso se habría vuelto más afín a la filosofía de Schopenhauer que a la de Feuerbach (Žižek, 2005: 8). La complejidad de Parsifal, su último drama musical, ha contribuido a que continúe vigente y abierto lo que muchos filósofos analizan como “el caso Wagner”.[24]

Si la eficacia de toda representación radica en el reconocimiento, la adhesión o la distancia de los destinatarios con los mecanismos de persuasión puestos en acción (Chartier, 1996), podemos decir que los aficionados wagnerianos (muchos de ellos, críticos musicales) pusieron en circulación una serie de tópicos y símbolos que trazaban una imagen idealizada del proyecto wagneriano –quizás también, una esperanza colectiva sobre el arte del futuro-.          

Ante la falta de un Bayreuth propio, las críticas hacia el Colón (por el repertorio juzgado como vulgar, la mala administración de los recursos y del presupuesto, por una comisión administradora laxa ante las compañías teatrales contratadas, etc.) y a la inversa, los elogios a la experiencia privada del Coliseo, evidencian un debate sobre quien/es son y quien/es deberían ser los legítimos gestores de la cultura: el Estado, como instancia neutra que podría actuar frente a lógicas puramente mercantiles, pero también quienes, sienten la música: los aficionados, y los artistas, e incluso los empresarios que logran interpretar los públicos, o persiguen ese deseo más allá del beneficio. Así, las preguntas de este artículo retoman en parte la propuesta de Benzecry (2014), en el sentido de complejizar la mirada sobre los grupos que llevaron a cabo procesos de institucionalización de la alta cultura, al pensar la diversidad de actores implicados en ellos, y las tensiones, pujas y debates que no necesariamente proponían la monopolización sino también, la democratización de la cultura.

La representación del teatro como templo podía otorgar una imagen de protección sacra ante los peligros de la modernidad, pero exigía entonces no sólo que los artistas realicen su misión (y estén capacitados para ello), si no también que la audiencia tome parte en dicha ceremonia, en tanto en última instancia, se trataba de un proyecto pedagógico. ¿Cuáles eran entonces las audiencias legítimas? Para algunas voces wagnerianas –más conservadoras o sumidas en la nostalgia del ubi sunt– como la de Miguel Cané, el teatro podía ser “la nave en la que protegerse del diluvio o la desintegración social” (Fernández Walker, 2015:59), en ese sentido, un refugio espiritual de los elegidos. Para otros, podía ser el rito de iniciación de la comunidad espiritual de la nación, “los que aplauden desde las galerías superiores”. En este sentido, no sólo interesa recuperar aquello que fue, sino las alternativas o contingencias que hacían (y hacen) de las realidades pasadas una cantera inagotable de sentidos.

 

 

 

Bibliografía

 

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Recibido con pedido de publicación 05/10/2018

Aceptado para publicación 28/12/2018

Versión definitiva 29/12/2018

 



[1] El estudio de los aficionados a la música, a una música o músico en particular, y de los wagnerianos en nuestro caso, carece hasta el momento de abordajes sistemáticos -al menos desde el campo de la historia o la historia socio-cultural-, que permitan explicar el lugar y los atributos formativos de las artes (musicales) en la vida social de las personas, así como los efectos de las prácticas musicales en los procesos de invención/reproducción de la cultura y otros ámbitos del quehacer humano, frecuentemente separados. Sin embargo, durante las últimas décadas, la musicología y la historia se han acercado a partir del diálogo con otras disciplinas de las ciencias sociales y humanísticas.

[2] Como señala Baczko (1999: 28), los imaginarios sociales constituyen “matrices de sentido totalizadoras” a través de las cuales una sociedad construye representaciones de sí misma, distribuye roles y funciones, elabora posiciones sociales o promueve modelos de acción y comportamientos colectivos.

[3] Un examen comparativo sobre el uso de conceptos e ideas o ideologemas de la estética wagneriana en la obra de dos escritores modernistas, podrá consultarse en un artículo de pronta aparición titulado “Ricardo Rojas y Jerónimo Zanné: pensar la nación con Wagner (Argentina y Cataluña—España—a inicios del siglo XX)” en Journal o Iberian and Latin American Resarch (en prensa).

[4] Si bien, en un primer momento puede concebirse a estos aficionados como “emprendedores culturales” en los sentidos dados por DiMaggio (1982, 1999), creemos que no siempre puede pensarse la cultura como un esquema que organiza la acción de acuerdo a un fin (concepción de origen weberiana), sino que las “culturas” pueden concebirse como prácticas simbólicas en sí mismas, estructuras significativas profundas que son re-elaboradas en las prácticas (movilizadas en acciones) y reproducidas a través de su encarnación en instituciones, mundos sociales o cuerpos (Benzecry, 2012a: 33). En otras palabras, pensar cómo diferentes grupos y personas pueden interpretar, experimentar, apropiarse simbólicamente y practicar de diversos modos una misma estética musical, o las diferentes formas en que se intenta producir la coherencia entre la práctica cultural (“la cultura movilizada”) y los esquemas mentales del mundo (“estructuras culturales”).

[5] Este artículo reúne algunos avances de mi tesis de doctorado en historia, actualmente en etapa final de redacción, bajo el título “Cultura musical e Identificaciones nacionales. Imaginarios, prácticas y representaciones de los aficionados a Wagner en Buenos Aires (1880-1920): De la comunidad inmigrante catalana a los hombres públicos y las élites letradas” (FaHCE-UNLP). Agradezco los comentarios y sugerencias de los/as evaluadores.

[6] Wagner fue perseguido tras comprobarse su participación en el alzamiento de Dresde, en 1848.

[7] Descendiente de una familia patricia exiliada en Montevideo durante el rosismo, Cané inició su carrera intelectual como escritor de La Nación y La Tribuna, y de allí en más desarrolló una intensa trayectoria política, primero como militante autonomista, luego director general de Correos y Telégrafos, diputado, ministro plenipotenciario en Colombia, Austria, Alemania, España y Francia, intendente de Buenos Aires, ministro del Interior y de Relaciones Exteriores. Un ensayo crítico sobre su vida y obra puede verse en Terán (2008:13-82), y del mismo autor (2012, 109-126).

[8] Al respecto, señala Snowman (2013: 271-272) que la ciudad no estaba preparada para recibir una “invasión” y que debido a esa “falla logística”, algunos visitantes tuvieron serias dificultades para conseguir alojamiento o incluso comida, teniendo como célebre ejemplo, el testimonio de Chaikovski: “que no había podido sentarse a comer debidamente ni una sola vez durante la totalidad de su estancia en Bayreuth”.

[9]  Datos deducidos en base a de la Guardia y Herrera (1933)

[10] He desarrollado esta hipótesis en mi tesis de licenciatura ¿Una “revolución” estética transatlántica? El activismo wagneriano de los catalanes en Buenos Aires (1908-1920), 7/10/2016, UNCPBA.

[11] De origen uruguayo (1883-1970), Grassi Díaz fue uno de los más afamados directivos del Teatro Colón y de la Asociación Wagneriana (entre los socios fundadores), empresario cultural y funcionario artístico. Dirigió el Teatro San Martín entre los años 1962 y 1967.

[12] Ya desde 1906 la municipalidad había comenzado a regular los teatros a través de una ordenanza que obligaba  a los empresarios teatrales a sellar las entradas y abonos por la intendencia antes de ponerlas a la venta, así como a venderlas únicamente en las boleterías del teatro. Con un fin recaudatorio, la consecuencia fue que al crear una especie de “entrada  general” (sin posibilidad de otra distribución) cualquiera con un poco de dinero podía acceder al boleto (Pasolini, 1999: 246). En 1910, se sancionó la Ordenanza General de Teatros.

[13] No incluimos la oferta de conciertos sinfónicos, donde por ejemplo en 1920 se ofrecieron piezas de Rienzi en el Coliseo.

[14] Estrenada un año antes de la muerte de su creador (1883), Parsifal es un drama musical basado en el poema medieval de Wolfram von Eschenbach (Parzival). Se trata de una adaptación o versión de la vida de este caballero de la corte del Rey Arturo y su búsqueda del Santo Grial. En el drama musical, se trata de lanza que ha herido al rey Amfortas, y que debe ser encontrada para sanar su herida. 

[15] “El Centenario de Wagner”, La Nación, 22/05/1913.

[16] “Teatros y Conciertos. La escena lírica”, La Nación, 22/05/1913.

[17] Graduado en Derecho y Filosofía, Mariano A. Barrenechea fue profesor de Estética en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, periodista, escritor, musicólogo  y diplomático, introductor de las ideas del filósofo F. Nietzsche en Argentina. Ejerció la crítica literaria y musical en La Nación (1906-1914), El Diario (1914-1937) y revistas como Ideas y Nosotros. Publicó varios libros y una considerable cantidad de artículos sobre temas de literatura, estética e historia del pensamiento.

[18] “Teatros y Conciertos. La escena lírica. En el Coliseo. Parsifal”, La Nación (jueves 19 de junio de 1913).

[19] “Teatros…” La Nación, 19/06/1913.

[20] “Arte y Teatro”, La Prensa, 19/06/1913. Merecen reseñarse tanto el estreno de Salomé de R. Strauss como el de Isabeau de Pietro Mascagni. Salomé, primera ópera de este compositor que se escuchaba  en Buenos Aires, había despertado rechazos y prohibiciones en todo el mundo. Estrenada en Dresde en 1905, fue prohibida en Viena hasta 1918 y en 1905 después de su primera función en el Metropolitan Opera House de New York, fueron canceladas el resto de las presentaciones. En Buenos Aires, tuvo un intento de premiere en 1908 (Teatro de la Opera), suspendido a pedido de un grupo de damas de la aristocracia porteña. Con repercusión internacional, se estrenó en junio de 1910, ofreciendo la compañía a cargo seis funciones con la soprano Gemma Bellinciolini como Salomé (Dillon y Sala, 1999: 57-58). Por otro lado, Isabeau fue representada y dirigida por el propio Mascagni y la compañía “La teatral”, en el marco de una gira que realizaba por Sudamérica, siendo el estreno mundial de su partitura (Dillon y Sala, 1999:67-68).

[21] “Teatros y Conciertos. La escena lírica. Parsifal”, La Nación, 18/05/1913.

[22] Revista de la Asociación Wagneriana de Buenos Aires, Número 1, Febrero 1914, p. 12.

[23] De la Guardia. Ernesto, “Juicios Críticos. La ópera y el concierto”. Revista de la Asociación Wagneriana de Buenos Aires, Número 2, Febrero 1914, p. 21

[24] En este esquema comprehensivo, Alan Badiou (2013: 92) considera una vacilación en los finales de los dramas de Wagner que ilustra cierta continuidad en su trayectoria compositiva. Según este autor, si la pregunta en El ocaso de los dioses (final del Anillo) es: “¿qué ocurre cuando los dioses han muerto?”, cuya respuesta sería “la humanidad apareció en escena”, la pregunta final de Parsifal (ciertamente eurocéntrica) es “¿hay algo más allá del cristianismo?”.