Dossier
Germán García de lo popular a lo público: discusiones bibliotecológicas y prácticas asociativas en la provincia de Buenos Aires (1930-1950)
Germán García from popular to public: librarianship debates and associative practices in the province of Buenos Aires (1930-1950)
Estudios del ISHIR
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
ISSN-e: 2250-4397
Periodicidad: Cuatrimestral
vol. 14, núm. 39, 2024
Recepción: 15 abril 2024
Aprobación: 05 junio 2024
Publicación: 30 agosto 2024
Resumen: El presente artículo examina la trayectoria de Germán García, bibliotecario de origen español que, habiendo iniciado su labor en la biblioteca popular de la Asociación Bernardino Rivadavia de Bahía Blanca, se convirtió en uno de los gestores de la bibliotecología argentina durante la primera mitad del siglo XX, gracias a su inserción en los circuitos especializados de la disciplina a escala nacional e internacional y a su actuación en la administración pública de la provincia de Buenos Aires. Se argumenta que su experiencia como responsable de la biblioteca funcionó como instancia de experimentación técnica y de aprendizaje autodidacta en materia bibliotecológica. En efecto, el notable crecimiento y complejización de la institución a partir de 1930 lo condujo a una reflexión sostenida respecto de su práctica y de concepto de biblioteca popular, a la vez que movilizó y posibilitó su articulación en un escenario nacional y latinoamericano en el que intervino activamente desde los años cuarenta.
Palabras clave: bibliotecología, biblioteca pública, profesionalización, política cultural, local/global.
Abstract: This article examines the career of Germán García, a librarian of Spanish origin who, having begun his work in the popular library of the Asociación Bernardino Rivadavia of Bahía Blanca (province of Buenos Aires), became one of the promoters of Argentine librarianship during the first half of the twentieth century thanks to his insertion in the specialized circuits of the discipline at a national and international level and to his work in the public administration of the province. It is argued that his experience as head of the library functioned as an instance of technical experimentation and self-taught learning in library sciences. Indeed, the notable growth and complexity of the institution from 1930 onwards led him to a sustained reflection regarding his practice and the concept of “popular library”, while mobilizing and enabling his articulation in a national and Latin American scenario in which he actively intervened from the 1940s.
Keywords: librarianship, public library, professionalization, cultural policies, local/global.
Introducción
¿De qué manera se construye el conocimiento especializado desde los márgenes? ¿Cómo contribuyen las instituciones populares a cimentar un campo disciplinar? ¿En qué medida las trayectorias individuales, autodidactas, aportan y se insertan en el desarrollo global de los saberes? Interrogantes como estos subyacen al presente artículo que aborda la figura del bibliotecario Germán García (1903-1989) con el objetivo de reconstruir y explicar las transformaciones operadas en su pensamiento a partir de la observación de su producción escrita y de su desempeño al frente de la Biblioteca Popular Bernardino Rivadavia de Bahía Blanca, rol desde el que construyó una posición de prestigio que le permitió intervenir en los debates concretos que jalonaron la configuración histórica del campo durante los años centrales del siglo XX. El relato recupera e hilvana documentos de diversa naturaleza en un recorrido que arriesga, también, una propuesta metodológica al centrar la argumentación en el contrapunto entre la dimensión subjetiva y la colectiva para dar cuenta de las formas singulares en las que se produjo la adquisición de sus capitales profesionales y simbólicos y las vías por medio de las cuales esa distinción operó en el seno de la Asociación Bernardino Rivadavia (ABR) y en el campo bibliotecológico argentino. Por tal motivo, en esta oportunidad se prioriza la observación de los vínculos de García con los ámbitos de legitimación de escala nacional y provincial y no aquellos que, simultáneamente, podrían aludir a su actuación en el sudoeste bonaerense y la Pampa y la Norpatagonia y que convirtieron a la entidad en un centro de referencia cultural para la región.[1]
Las indagaciones históricas en torno a la producción y gestión del conocimiento ofrecen hoy conclusiones cada vez más sólidas que abren y profundizan las preguntas sobre los sujetos y las prácticas involucrados y que requieren de nuevas operaciones instrumentales (Burke, 2017). En ese sentido, el panorama historiográfico argentino de las últimas décadas se ha complejizado por la definición y la exploración de problemáticas de investigación que, por lo demás, expanden la reflexión en torno a los agentes y fenómenos culturales en escalas de observación variables e interconectadas (Martocci y Lanzillotta, 2021; Agesta y López Pascual, 2019; Laguarda y Fiorucci, 2012, 2013; Agüero y García, 2010). El análisis de episodios, individuos y coyunturas dialoga así con la reconstrucción de procesos generales y específicos en temporalidades que, cada vez con mayor énfasis, se derivan de la singularidad de los objetos. En términos teóricos, esta aproximación acude al pensamiento histórico y sociológico, a la vez que recupera y elabora herramientas conceptuales pertinentes. Por un lado, se vincula con la historia de las bibliotecas, que pone de relieve la importancia de estas entidades y de la sistematización de un corpus de procedimientos, usos y saberes para la construcción de los Estados modernos (Black, 1998) y, por el otro, a los aportes de una historia cultural preocupada tanto por el rol activo de las representaciones en lo social (Chartier, 2005) como por las experiencias del asociacionismo moderno y sus tensiones con el Estado en expansión. Este texto trabaja, por ende, desde un enfoque donde se intersectan lo local y lo global y donde la dimensión individual y la institucional son consideradas como dos facetas indisociables del desarrollo de las políticas públicas y de la bibliotecología en la región rioplatense en el transcurso de la primera mitad del siglo XX.
El estudio histórico de las bibliotecas populares se presenta, de hecho, como uno de los territorios de mayor desarrollo en la historia cultural argentina, lo que conlleva una creciente producción académica que visibiliza sus relaciones estrechas con la arena cultural en un sentido amplio e instala interrogaciones sobre la especificidad de la cultura impresa, el saber bibliotecológico y su devenir profesional (v.g. Agesta, 2024; Coria, 2023; Planas, 2019; Parada, 2013). Tal como se ha visto, el papel atribuido a las bibliotecas populares desde su creación y regulación a fines del 1800 implicó, simultáneamente, debates en torno a sus fines y propósitos, a las políticas de articulación con la sociedad civil y con las esferas estatales y a los requerimientos técnicos y profesionales asociados a su gestión (Agesta, 2020a, 2019; Planas, 2017). Así como la constitución de la Asociación Bernardino Rivadavia y su biblioteca homónima se enmarcaron en ese proceso general, entendemos que una parte de su derrotero a partir de los años treinta se comprende a partir de la interrelación entre las decisiones institucionales –que, en rigor de verdad, dialogaban con organismos públicos como la Comisión Protectora de BIbliotecas Populares nacional y, más tarde, con la Dirección General de Bibliotecas (DGE) bonaerense– y la experiencia vital de Germán García como responsable de la gestión de la colección, lo que le facilitaría no solo los pertrechos para formarse a sí mismo, sino también la posibilidad de actualizar constantemente sus saberes técnicos y participar de las discusiones pertinentes. La Rivadavia proveyó el sustento empírico sobre el que se fundaron sus aportes bibliotecológicos, el respaldo material y simbólico que validaba su accionar en los foros de debate y el sostén a partir del cual se afianzaron sus vínculos con los espacios de formación bibliotecaria, canalizando su expertise en la materia.
Asimismo, la biblioteca bahiense se reveló como una tribuna adecuada y autorizada desde la cual edificar y difundir un corpus de saberes disciplinares en sintonía con las modulaciones de las discusiones contemporáneas. Efectivamente, desde 1930 y a medida que se formalizaban diversos ámbitos de educación y producción del saber bibliotecario a nivel nacional y provincial, García comenzó a volcar sus pensamientos sobre el sistema bibliotecario argentino y sus dificultades en publicaciones periódicas, más o menos especializadas. Hacia la década del cuarenta, sin embargo, estas preocupaciones fueron adquiriendo mayor generalidad y un carácter más metódico y prescriptivo, condensándose en el primer libro de su autoría, Actualidad de Sarmiento y otros ensayos bibliotecológicos.[2] Es posible conjeturar que su acercamiento a los avances que se estaban generando en el país y su contacto con otros especialistas en el Primer Congreso de Bibliotecarios argentinos organizado en Santiago del Estero en 1942, imprimieron un giro en su pensamiento al ofrecer un marco común en cual insertar sus observaciones puntuales. Asimismo, sus participaciones en las Jornadas Bibliotecológicas de Montevideo (1946), en el Primer Congreso Nacional de Bibliotecas Populares (1948) y en el Primer Congreso de Bibliotecas Populares (1949) bonaerense,[3] a los que fue convocado como representante de la ABR, le brindaban un ámbito de intercambio y de visibilización que contribuía a definir sus líneas de reflexión, a la vez que favorecían su articulación creciente con un escenario institucional que insistía en perfilar sus configuraciones especializadas y profesionalizadas.
Considerada en su conjunto, su obra hasta 1949 da cuenta de los compromisos conceptuales y discursivos que se empezaron a operar en el pensamiento bibliotecológico nacional como parte de un plan de modernización de la tarea y de las instituciones bibliotecarias que vendría a solucionar los obstáculos estructurales existentes. Aunque el modelo de las bibliotecas populares introducido por Domingo F. Sarmiento en las últimas tres décadas del siglo XIX como instrumento democrático de acceso a la cultura escrita continuaba siendo el fundamento teórico y práctico del sistema, sus limitaciones obligaban a revisar algunos de sus principales pilares, como la noción de autonomía y el papel que debían desempeñar Estado y sociedad civil en el sostenimiento y la gestión de las instituciones. De esta manera, sin perder su singularidad, el paradigma local se iba aproximando al de las bibliotecas públicas vigente en otros escenarios e impulsado por el circuito internacional y los organismos multilaterales.
Este artículo se enfrenta, entonces, al desafío que conlleva un trabajo en escalas y dimensiones múltiples: desde el ámbito bahiense a la escena internacional, desde la trayectoria individual a la experiencia institucional, desde los textos a las prácticas. Asimismo, supone conjugar un corpus heterogéneo de fuentes que incluye las memorias, los reglamentos, los catálogos y las actas de sesiones de la biblioteca bahiense, su revista bibliográfica, las ponencias expuestas en los congresos especializados, los libros y artículos escritos por García, documentos oficiales y artículos periodísticos. A partir de ello, se examinan, en primer término, las transformaciones operadas en la Biblioteca Rivadavia a partir de 1927 a fin de presentar los años iniciales de la carrera de García en el contexto de las demandas de racionalización y organización de una colección que se estaba convirtiendo en una de las más importantes de la provincia de Buenos Aires. Dicho proceso no puede escindirse de la profundización de las políticas sectoriales implementadas tanto por el gobierno bonaerense como por el nacional a través de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares. De ellas nos ocuparemos en una segunda instancia para luego detenernos en el pensamiento bibliotecario de García –expresado en su obra publicada y en los congresos de la especialidad– y sus relaciones con los cambios que se estaban operando en los diferentes niveles.
La modernidad de la norma. Reorganización institucional de una biblioteca en expansión
De origen ibérico y nacido en 1903, Germán García residió en Bahía Blanca desde su infancia y toda su trayectoria vital estuvo atravesada por la cultura letrada y la labor con colecciones bibliográficas. A los 12 años comenzó a trabajar como auxiliar en la Biblioteca Rivadavia, entidad de carácter popular fundada en 1882. Desde entonces, su contacto cotidiano con las actividades de catalogación y gestión del repositorio estimularon el aprendizaje autoguiado de las singularidades del oficio. En este sentido, sus comienzos no difirieron de los de otros empleados de bibliotecas populares durante el entresiglos cuyo saber fue construido principalmente en términos procedimentales (Planas, 2019). Esta experiencia fue, de hecho, la que le valió que, en 1927, fuera ascendido al puesto de jefe de salas de lectura como parte de la reformulación organizativa y técnica encarada por la Asociación.[4] Inició así un camino profesional singular en el que la ausencia de grandes capitales simbólicos originarios no obstaculizó su inserción en los espacios bibliotecológicos que se estaban gestando ligados a la configuración de la disciplina ni la adopción de los horizontes de intervención intelectual inherentes a ellos.
En efecto, desde fines de los años veinte, la Asociación Bernardino Rivadavia había extendido su accionar local y regional, convirtiéndose, con el transcurrir de las décadas, en uno de los agentes más activos y legitimados del mundo de la cultura bahiense y del sudoeste bonaerense. El creciente acervo bibliográfico,[5] sostenido por la masa societaria y por los subsidios estatales, acompañó el desarrollo de la entidad que, durante toda la década de 1930, consagró sus esfuerzos a reglamentar y estructurar el funcionamiento de un centro cultural que expandía sus aspiraciones y objetivos. Posibilitados, en buena medida, por las características de su nueva sede,[6] sus directivos estudiaron y formularon sucesivas reformas y agregados estatutarios, a la vez que definieron y puntualizaron el trabajo permanente con la colección, proyectaron formas para su incremento y difusión y determinaron las funciones que debía cumplir el personal que operaba en ella. En estas prácticas regulatorias convergían los criterios generales de racionalización y trascendencia junto con otros ligados a la especialización de las tareas bibliotecológicas.
Su posición hegemónica en el circuito cultural local se vio reforzada, asimismo, por nuevas normativas que le asignaban un rol tutelar sobre otras asociaciones y que implicaban una aún mayor ampliación y diversificación de su patrimonio. El reglamento de sociedades adheridas aprobado a fines de 1930 estableció,[7] de hecho, la posibilidad de que otras entidades de la ciudad se anexaran a ella y utilizaran sus servicios bajo la condición de someterse regularmente a su supervisión y a sus normativas. Dado que algunas de estas sociedades contaban con acervos bibliográficos propios que se sumaron a la colección principal, es posible suponer que la experiencia y los servicios de conservación y gestión del material impreso con que contaba la Rivadavia no constituían un aspecto menor del convenio. La modernidad de la institución madre no solo radicaba en su capacidad y especificidad edilicia y en la relativa solidez de su situación socioeconómica, sino, también, en la creciente estructuración interna de sus funciones que le permitía, como a ninguna otra en la región, afrontar la complejidad del trabajo continuo con las obras. A la vez que configuraba un polo fundamental del territorio asociativo, el acervo bibliográfico dio inicio a una expansión notable [Gráfico 1] que se sostuvo el resto del período, al igual que sucedió en entidades similares y en la Biblioteca Nacional durante esa misma época (Fiorucci, 2018), y que, además, estimuló la adopción de otras medidas regulatorias.
Por un lado, la necesidad de dar curso a las tareas cotidianas con cantidades ingentes de materiales textuales y la voluntad general de racionalización de la Comisión Directiva dieron lugar a la reglamentación de ciertos artículos estatutarios (56 a 59) que demarcaron con claridad cuestiones laborales: se dispuso la jornada de 8 horas, el horario de prestación de servicios y, particularmente, las responsabilidades del personal. En efecto, a partir de mediados de 1931, el organigrama institucional distinguió la figura del Bibliotecario administrador de la del Jefe de salas, asignándole un área de incumbencias diferente a cada uno. Aunque, en última instancia, todo el personal dependería del primero, la regulación otorgaba funciones al segundo que reconocían la singularidad de la labor con la colección: además de atender las salas de lectura y la entrega de libros en préstamo, el Jefe debía formar los catálogos, los ficheros y la clasificación, tomando para ello las decisiones que considerara convenientes.[8] De esta manera, se deslindaban de hecho las atribuciones que, desde la fundación, habían reposado en una misma persona y se jerarquizaban las tareas de Germán García, que fue refrendado en el cargo de Jefe de salas. Con la reforma estatutaria de 1936 estos cambios se cristalizaron en la letra al asignar a esta nueva figura las funciones que antes se habían reservado al secretario-bibliotecario (Agesta, 2024): la atención permanente de la biblioteca, la vigilancia y la preservación del acervo, el control sobre el desempeño del personal de las salas y el trabajo específico con el material “según las instrucciones que reciba del Consejo Directivo”,[9] en cuyas manos quedaba la elección de quien debía desempeñar el puesto. El bibliotecario se distinguía por su métier y por su saber librero, ya que se esperaba que propusiera la adquisición de materiales y que generara, en conjunto, la información sistematizada del movimiento bibliotecario (estadística de consultas y préstamos, registro de lectores y circulación de las distintas secciones).[10]
La amplificación cuantitativa[11]–que, aunque iniciada en décadas previas, había despegado a partir de las políticas de subsidios implementadas por la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (Coria, 2023)– originó la reflexión en torno a las nuevas adquisiciones y la perentoriedad de racionalizar el procedimiento, teniendo en cuenta que “toda Biblioteca Pública de carácter popular debe reunir en la mayor extensión posible, un material bibliográfico suficientemente variado para llenar los fines de cultura general a que está destinada”.[12] Con este objetivo, los directivos crearon y regularon una “Comisión Bibliográfica Permanente” cuyos miembros, repartidos en subcomisiones, debían trabajar de continuo en pos de la formación futura de la colección, siguiendo, en parte, la tabla de clasificación del catálogo actualizado en 1932. En su desempeño regular cada una de ellas elaboraba un listado de libros que consideraba conveniente comprar con las partidas existentes y que la CD incluía en el presupuesto anual.[13] Aunque en términos concretos la composición de la mencionada Comisión no presentó variaciones significativas en tanto los cargos se renovaban anualmente, fue la misma dirigencia la que resolvió transformar sus modos de administración con el objetivo de maximizar los recursos disponibles y de planificar el crecimiento que, además, debía alinearse con la noción moderna de biblioteca popular.
La voluntad de regulación e imposición de criterios racionales –que se extendió a la conscripción de socios y a las exposiciones de arte– se articuló, en verdad, con nociones derivadas de las medidas de configuración del público lector diseñadas por la mencionada CPBP: la consulta en sala de lectura de diarios, periódicos y revistas fue estipulada en 1936, determinando la edad mínima para el ingreso, y se distinguió entre aquellas publicaciones que se ofrecerían libremente sobre las mesas y otras cuyo acceso se encontraría mediado por una solicitud anotada en una boleta firmada. A tal efecto, la Comisión Bibliográfica conformó el listado de las primeras, que fue explícitamente confirmado en actas, y asumió la tarea de clasificación y aprobación del material que ingresara en el futuro. La posibilidad de que se produjeran lecturas “inapropiadas” en el espacio de la biblioteca representaba un temor expreso: no solo se estableció que las publicaciones que tuvieran por objeto “la propaganda violenta ya sea política o religiosa o exclusivamente comercial y aquellas que ataquen a las instituciones del país, a las autoridades constituidas, a la moral y buenas costumbres”[14] no podrían ser leídas en sus recintos, sino también que quien introdujera clandestinamente textos no aprobados sería expulsado y prohibida su entrada futura. Aunque no se alude explícitamente, además de dar continuidad a la pretensión de prescindencia política propia del asociativismo moderno (v.g. Losada, 2007 y Agesta y López Pascual, 2019), las definiciones de la ABR parecían marcadas por el desarrollo de los conflictos europeos y la expansión del fascismo frente al cual se esforzaba por mantener la neutralidad; tal como consignó en sus actas en 1937, se resolvió “no adquirir libros que actualmente se editan en gran cantidad sobre los sucesos españoles ni tampoco otros que signifiquen polémica tendenciosa”.[15]
El interés por ordenar las conductas y los usos lectores acompañó, así, la racionalización de las funciones bibliotecarias y de las prácticas de ordenamiento, registro y catalogación que requerían de un conocimiento actualizado de las técnicas bibliotecológicas. En efecto, durante los años treinta se profundizó el proceso de profesionalización de la disciplina (Parada, 2013) mediante la apertura de los primeros espacios de formación, la inauguración de instituciones y espacios de debate, la instauración de un corpus de conocimientos y una terminología específica, la ampliación de la bibliografía sobre cuestiones técnicas y la creación y difusión de revistas especializadas (Planas, 2019; Coria, 2023; Planas, 2024). La biblioteca bahiense había demostrado en muchas ocasiones su preocupación por adecuarse a los noveles criterios disciplinares, ya fuera adoptando nuevos instrumentos administrativos como modificando sus formas de tratamiento bibliográfico a partir de la observación y la consulta de otras instituciones de mayor envergadura o trayectoria. Entre 1915 y 1916, por ejemplo, el abogado Bartolomé Ronco, a la sazón presidente de la asociación, encaró una reforma que se basó en el “Catálogo metódico” elaborado por Paul Groussac para la Biblioteca Nacional en 1893. Aunque se continuaba con el sistema Brunet implementado desde 1884,[16] la nueva tabla instauraba una taxonomía mucho más compleja compuesta de 11 secciones y 69 subgrupos mediante la cual se buscaba responder a los requerimientos de los usuarios y a las singularidades de un acervo que ya se hallaba en expansión. En ese contexto, se creó por primera vez una clase de “Bibliografía y Bibliotecas” en la sección de obras generales dedicada a reunir la documentación biblioteconómica disponible en la institución. Las 78 entradas consignadas en esa ocasión incluían algunas de las producciones nacionales más relevantes como los textos sarmientinos, Las bibliotecas europeas y algunas de la América Latina de Vicente Quesada (Buenos Aires, 1877), el Anuario bibliográfico de la República Argentina, año 1880 de Alberto Navarro Viola (Buenos Aires), las Apuntaciones para la bibliografía argentina de Estanislao Zeballos (Buenos Aires, 1896), Las bibliotecas de Montevideo de Luis Fors (La Plata, 1903) y el Manual del Bibliotecario de Santiago Amaral (La Plata, 1916), además de los boletines de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares de 1874 y de la Biblioteca Pública de la provincia de 1899 a 1905. A ellas se sumaban catálogos, índices bibliográficos, reglamentaciones y memorias de organismos del país e, incluso, algunos títulos extranjeros como A bibliography of South America, de T. B. O’Halloran (Londres, 1912). La heterogeneidad del apartado y su relativa exigüidad eran una muestra del estado de la disciplina en la Argentina de entonces, pero también de la intención de la ABR de agrupar en sus estantes los impresos existentes sobre la materia.
La llegada de Germán García a la dirección institucional implicó una intensificación de estos propósitos. Como él mismo relata,[17] la coyuntura de la construcción de la sede de Avenida Colón entre 1927 y 1930 se presentó como el momento oportuno para revisar los criterios de organización una vez más, razón por la cual se trasladó a Buenos Aires a fin de estudiar los métodos aplicados tanto en la Biblioteca Nacional y en la del Museo Social, como en las municipales. Sin embargo, fue en la Biblioteca de la Universidad de La Plata donde encontró los lineamientos que finalmente adaptó a la entidad bahiense. En comparación con los porteños, el catálogo platense, moderno, “ordenado y práctico”, también basado en la clásica división de Brunet, “resultaba de fácil manejo para los consultores” y el fichaje había sido elaborado según reglas claras que se encontraban reunidas en un manual de trabajo, facilitando su aplicación en otros contextos (Agesta, 2024). Una vez más, bajo su responsabilidad y sobre los modelos existentes, la ABR configuró un sistema híbrido que le permitía introducir modificaciones en función de sus necesidades; no sería hasta fines del siglo XX que la clasificación comenzaría a abandonar paulatinamente a Brunet para aplicar el sistema Dewey.
El nuevo catálogo salió de imprenta en 1932 e incluyó ocho secciones dotadas de 69 subdivisiones. El patrimonio, a su vez, se enriqueció con la creación de fondos diferenciados por su origen nacional (Uruguay y Brasil) y por sus rasgos bibliográficos (libros raros y de lujo) para los cuales se elaboraron catálogos independientes. El ordenamiento de la colección general proponía una síntesis respecto del anterior, dado que unificaba algunas categorías, como “Ciencias Exactas y Naturales” o “Artes, industrias y oficios”, y jerarquizaba algunas áreas del saber, como Educación y Sociología, sumándolas a clases preexistentes (“Filosofía y Religión” y “Derecho…”, respectivamente). La subsección “Bibliografía y bibliotecas. Archivología”, además de ampliarse para abarcar una nueva asignatura, fue trasladada desde “Obras generales” a “Literatura”. De esta manera, pasaba a integrar el conjunto de saberes ligados al mundo del libro y de la documentación, dejando de ser un mero material de consulta. El apartado se había incrementado hasta alcanzar las 112 piezas merced a la incorporación de textos tanto del ámbito de la archivística como de carácter bibliotecológico. En este último rubro se habían adquirido manuales técnicos, ensayos teóricos e históricos, estudios descriptivos sobre las diferentes tipologías bibliotecarias y algunas publicaciones referidas a las incipientes organizaciones profesionales[18] que daban cuenta de las preocupaciones de la asociación y su bibliotecario, en cuyas manos reposaba la selección. Este interés no fue circunstancial y se convirtió en una auténtica política institucional bajo la conducción de García, tal como lo demuestra el hecho de que, para 1939, el suplemento al catálogo general de obras del Boletín informativo de la entidad listaba al menos 40 obras más en la sección, entre las que se distinguían algunas de las más recientes sobre los problemas de la organización y el trabajo bibliotecológico.[19] La operación clasificatoria y su publicidad a través de un medio institucional cumplían dos funciones: por un lado, servían a los fines formativos del personal de la biblioteca y, por otro, ofrecían materiales actualizados para la consulta de otros repositorios de la región convirtiendo a la ABR y a su bibliotecario en referentes sobre la materia.
El afán por adquirir y poner a disposición de los usuarios la bibliografía especializada actual se complementó, entonces, con el proyecto de creación y sostenimiento de un órgano propio que sirviera tanto para difundir las nuevas incorporaciones y las noticias atinentes a la asociación como informaciones del escenario librero de la época. Con esos objetivos se creó en 1927 el Boletín Informativo de cual, sin embargo, solo se editaron dos números; en marzo de 1932 se reanudaría su aparición y daría comienzo su segunda etapa de vida que se extendería hasta diciembre de 1934. Fue recién en 1936, luego de un año de silencio, que ganaría en regularidad y en amplitud de contenidos (López Pascual, 2022), ofreciendo a García una plataforma escrita donde volcar sus lecturas y sus propios pensamientos referidos a la práctica y la teoría bibliotecaria. Sus artículos –firmados o anónimos– incluidos en las páginas del Boletín se transformaron, junto con otros publicados en medios de la prensa comercial o especializada del país, en las formas primigenias que asumió su reflexión bibliotecológica en los años treinta.
La tribuna bahiense en el debate bibliotecario
Gestión institucional y política y producción intelectual fueron los dos pilares sobre los que se asentó la trayectoria de “Don Germán” en el mundo de los libros. La segunda estuvo centrada en tres problemáticas que, en ocasiones, se entrecruzaron y confluyeron: la literatura argentina, el pasado de Bahía Blanca y la historia, la práctica y la teoría bibliotecarias. Este último eje, aunque adquiriría una particular relevancia en sus escritos entre 1935 y 1965, se hizo presente ya en los primeros tiempos del Boletín. Pese a su existencia accidentada, este impreso le permitió poner de relieve su conocimiento profundo de la biblioteca y sus problemas que había adquirido gracias a la tarea de dirección, el contacto con el público y la labor bibliográfica de los años previos. También los diarios locales La Nueva Provincia . El Atlántico, donde colaboraba con regularidad, se convirtieron en sus tribunas, a la vez que órganos literarios de otras ciudades comenzaban también a imprimir sus contribuciones. En ese sentido, las prácticas escriturarias de García no diferían de la de otros bibliotecarios contemporáneos que “le atribuyeron al artículo un tipo documental” (Planas, 2019: 60) donde aventurar sus conclusiones iniciales que luego compilarían en obras orgánicas. De hecho, la reaparición del Boletín de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares (1933-1947) y la creación de la revista Universidad (1935) de la Universidad Nacional del Litoral ofrecieron un foro de debate especializado que fue marcando las líneas de reflexión a escala nacional. Durante la década del treinta, sin embargo, la producción del bahiense encontró otros vehículos de circulación. Su trabajo sobre el pasado de la Rivadavia y su nota breve titulada “Las Bibliotecas Populares” fueron publicados, respectivamente, en 1930 y 1934 por la revista porteña La Literatura Argentina.[20] Estos ensayos planteaban ya los dos ejes –el histórico y el crítico-teórico– de su obra bibliotecológica posterior. Mientras el primero sería la base sobre la que se formularían intervenciones y libros dedicados a reconstruir la crónica del acontecer local,[21] el segundo sería un avance inicial sobre una temática que, aunque cimentada en su experiencia personal, lo situaría en el contexto de las discusiones nacionales y, más tarde, internacionales.
En “Las Bibliotecas Populares”, García realizó una aproximación a la realidad de estas instituciones en el país motivada por la aparición de Nuestras Bibliotecas Obreras(Buenos Aires: La Vanguardia) de Ángel M. Giménez en 1932. Antes que una reseña, el texto partía de este volumen “reciente y jugoso” para introducir sus reflexiones sobre “lo poco realizado y lo mucho que falta hacer en nuestro país en pro de las bibliotecas populares, cuya difusión atrae la atención del observador en las naciones de adelantada cultura y asombra en los Estados Unidos”.[22] Desde el comienzo, el ejemplo norteamericano se instauraba como el camino a seguir y el desarrollo bibliotecario se presentaba como la medida de la civilización que colocaría a la Argentina en el concierto de las naciones más avanzadas. Lo hecho en la materia hasta entonces se calificaba como “ensayo poco feliz” que, sin embargo, debía su fracaso no tanto a su concepción como a su realización. La propuesta original sarmientina de combinar los esfuerzos privados con la ayuda estatal no era cuestionada como centro del problema, sino su deficiente concreción, que se atribuía, según su análisis, a la asignación insuficiente de recursos por parte del Estado, a la irregularidad de los subsidios y a los desequilibrios regionales que imponían necesidades diferenciales a lo largo del territorio. Al atraso o a la suspensión de las subvenciones se sumaba, además, la exigüidad de las cuotas que, por su carácter popular, apenas alcanzaban para reponer y mantener los fondos. La eficacia de las bibliotecas se veía entonces seriamente afectada por el “desorden y la falta de seguridad de su funcionamiento” que, a la vez, disuadía a la sociedad civil de fundar nuevas entidades.
Frente a este diagnóstico negativo, la solución sugerida por el autor recaía principalmente en una reorientación y en una intensificación de las obras del gobierno en sus tres instancias: nacional, provincial y municipal. Siguiendo la premisa de Sarmiento sobre la complementariedad entre ambas instituciones, García proponía que los poderes públicos federales establecieran en cada localidad una biblioteca anexa a una escuela o independiente de ella, pero que estuviera a cargo de los mismos maestros a cambio de una retribución especial. De este modo se reducirían los gastos que implicaba la contratación de personal específico y se resolvería la dificultad de conseguir bibliotecarios idóneos en los pueblos de la campaña. Si bien contemplaba la posibilidad de que, al acentuarse la importancia de la biblioteca, esta pasara a la administración municipal, la oficialización no era más que un “plan fantástico”, ya que “ilusorio es pensar ahora en que el estado organice y costee de inmediato la instalación de tantas bibliotecas”. Planteaba, sí, la necesidad de aumentar el presupuesto de la Comisión Protectora y de que esta realizara una organización inteligente del suministro de libros a sus protegidas, consultándolas al momento de diagramar las remesas. A posteriori, agregaba, podría incrementarse también la acción vecinal mediante la formación de comisiones auxiliares cuya función sería conseguir abonados, así como costear suscripciones a publicaciones y otros gastos mínimos de funcionamiento. Los últimos objetivos, a los que solo podría aspirarse luego de asegurar la supervivencia de las entidades, eran, primero, la uniformización de la organización bibliográfica de los acervos a partir de la creación de un instituto bibliográfico central y, segundo, la apertura de una escuela de bibliotecarios. Estas metas, sin embargo, no se verían cumplidas hasta tanto “la actividad bibliotecaria argentina salga de la primera infancia y se transforme en orden el caos en que se encuentra en la actualidad”.
En 1936, “Algo Sobre Biblioteca y Libros”,[23] un comentario sobre la obra homónima de Miguel Gratacos editada por Mercatali, ahondó en estas cuestiones, pero haciendo un nuevo hincapié en la función social de la biblioteca que, ahora, calificaba indistintamente de “popular” o “pública”. Con ello, García aludía a lo imperioso de propender a la instauración de instituciones abiertas, donde la tarea educadora primara por sobre la de mera conservación. Complemento de la escuela y de la universidad, la biblioteca debía ofrecer a una audiencia diversa la posibilidad de perfeccionarse en su oficio, de completar la instrucción oficial y de acceder al placer de la lectura. El carácter público radicaba entonces aquí, no en sus orígenes o en sus formas de gestión, sino en su voluntad inclusiva tanto de los potenciales lectores que serían aceptados sin distinciones, como del caudal bibliográfico que no debía estar condicionado por la censura ni por intenciones propagandísticas. La estructura fundamental de organización y sostenimiento del sistema, sin embargo, no era cuestionada sino que continuaba apegada al modelo decimonónico. Pese a que el autor reclamaba de nuevo un compromiso creciente del Estado con el sector, este seguía concibiéndose en términos de subvenciones o de envío de libros que aliviaran las siempre apremiantes finanzas de las bibliotecas populares. La interpelación se dirigía al gobierno central y a las autoridades locales que “muy poco es lo que aportan” y no a la Comisión Protectora que “cumple hasta donde le es posible con los fines que motivaron su creación”. El temor por una posible pérdida de la autonomía se adivinaba entrelíneas, justificando, a sus ojos, la inconveniencia de que las bibliotecas pasaran a la órbita estatal. La dependencia societaria parecía garantizar la neutralidad de estos establecimientos que debían permanecer ajenos a los conflictos partidarios para proteger su naturaleza de fondos documentales “de la vida de los pueblos”.
Estas primeras cavilaciones en torno al problema demuestran, en principio, la inquietud del bahiense por la formación y la actualización constantes que dialogaba con los debates del entorno. En paralelo a la mencionada renovación de la disciplina, durante los años treinta se estaban produciendo también recambios en la Comisión Protectora y el sector estaba siendo objeto de una reestructuración legal y burocrática. El mandato de Juan Pablo Echagüe como presidente de la Comisión desde 1931 y su puesta en marcha de un dispositivo de comunicación basado en la reedición del Boletín y el uso de la radiofonía contribuyó a la construcción de un discurso público sobre la lectura articulado por el mismo organismo estatal (Coria, 2023), a la vez que la promulgación de la Ley Provincial n° 4688 en enero de 1938 –aunque puesta en vigencia recién en 1944– habilitó la creación de una Dirección de Bibliotecas bonaerense que reinstaló el tema en el ámbito de la provincia de Buenos Aires (Coria, 2017). En concordancia con este estado de cosas, el Boletín Informativo de la ABR ensanchó sus propósitos originarios y empezó a incorporar artículos teóricos y de actualidad sobre las bibliotecas y el libro que reproducían, en general, los publicados en otros impresos. La elección de “La biblioteca pública y los problemas de nuestra cultura” de Ernesto Nelson y de “Acepción de la voz biblioteca” de José M. Álvarez Hayes para abrir los números de enero de 1938 y julio de 1939, respectivamente, resulta significativa para explicar los derroteros intelectuales de García. Si durante esta etapa inaugural la fidelidad a la idea originaria de biblioteca popular y la crítica a sus modos de implementación y a la escasez crónica de recursos que padecían las instituciones fueron tópicos comunes, hacia la segunda mitad de la década es posible percibir la paulatina emergencia de la noción de biblioteca pública como complemento del anterior. García pretendía enfatizar con ello la función democrática de los centros de lectura más allá de sus formas de financiamiento y resaltar su significación social, posicionándolos como objeto digno de la atención estatal. De esta manera, las opiniones del bahiense recogían los debates de sus contemporáneos donde la definición de la biblioteca pública comenzaba a detentar un nuevo protagonismo. La reproducción de sus artículos como el de, en ese momento, inspector de la Comisión Protectora Álvarez Hayes en el Boletín Informativo constituye una evidencia del interés de nuestro bibliotecario por dichas clarificaciones conceptuales y por mantenerse a tono con las orientaciones teóricas de los especialistas y difundirlas. Allí, basándose en la bibliografía biblioteconómica moderna, el mencionado inspector sostenía la posibilidad de equiparar la biblioteca popular a la categoría de pública en tanto, según el Manuel de la bibliothèque publique de P. Otlet y L. Wouters (1930), el fin de esta última era
socializar la lectura y hacer de ésta un servicio público de orden intelectual y educativo. En lugar de obligar a cada uno a que se procure individualmente los libros y a leer en ellos, la biblioteca reune [sic] las colecciones y las pone a disposición de todos que pueden consultarlas y leerlas en salas comunes.[24]
La voluntad de articular un lenguaje global bibliotecario –en este caso a partir de los lineamientos del Instituto Internacional de Bibliografía de Bruselas y de sus expertos– centrado en la dimensión social de la biblioteca pública se evidencia aquí como una aspiración que, luego de la Segunda Guerra Mundial, sería retomada y profundizada por los organismos de cooperación internacional (v.g. Laugesen, 2019). En Argentina esto supondría una reformulación de los términos a las condiciones históricas locales, que, en la obra de García, se concretaría sobre todo, en la década de 1950.
Según el artículo de Álvarez Hayes, esta biblioteca accesible y moderna debía asumir, además, un fuerte carácter técnico. La idea de organización sistemática, “de la cual puede servirse con rapidez y provecho el trabajador intelectual” era lo que diferenciaba sus fines de los puramente comerciales de las librerías. Era “la eficacia y el valor dinámico de los métodos que rigen su movimiento”, su estructuración científica, la que determinaba su importancia antes que la vastedad de su acervo. La labor y los saberes del personal eran colocados, en primer plano, ya que de ellos dependía la trascendencia y la utilidad institucional. El problema de la profesionalización y de la modernización de los servicios que García había planteado como una tarea lejana en el artículo de 1934, comenzó a emerger como prioridad: la necesidad de contar con bibliotecarios idóneos y de racionalizar el funcionamiento de las bibliotecas se transformó en eje de las políticas de aggiornamiento de un sector que, concomitantemente, empezaba a organizarse y a constituirse como tal.
La modernidad de la técnica. Entre las políticas públicas y la profesionalización
En 1936 la inauguración de los cursos de Bibliotecología del Museo Social Argentino había venido a ampliar la oferta educativa que brindaba desde 1922 la carrera de Bibliotecario de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, enfatizando su perfil técnico y práctico acorde con las necesidades locales y con los parámetros internacionales (Jackson, 1963). Estas iniciativas concretaban una aspiración largamente acariciada y nunca conseguida de los pioneros del campo (Agesta, 2023b) que, con la reglamentación de la Ley 4688[25] y particularmente durante los años cuarenta, fue reforzada por la implementación de políticas públicas provinciales destinadas a promover la formación sistemática y homologada de bibliotecarios. La actuación de García en estos circuitos hizo posible que su figura se proyectara más allá de la escala local (López Pascual, 2023a), gracias al respaldo que le otorgaba su amplia experiencia y su labor al frente de la Biblioteca Rivadavia. Si en un principio el prestigio y la modernidad de la institución fue la fuente de su legitimidad, su inserción en los ámbitos especializados, con el tiempo, redundó de la misma manera en beneficio de la ABR.
En conjunto, durante estos años las medidas adoptadas por la Asociación exhibieron su alineamiento con la preceptiva emitida por la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares y la Dirección General de Bibliotecas Populares provincial en lo atinente al principio técnico como marca de modernidad y a la necesidad de profundizar su implementación. Así lo puso de manifiesto el Boletín informativo donde se reprodujeron de manera integral las palabras de Carlos Obligado en su alocución radial de 1944, momento en que asumió como presidente de la CPBP. Para Obligado, resultaba claro que el panorama de las bibliotecas populares argentinas presentaba un “cuadro alentador” en tanto la organización “casi perfecta” de algunas de ellas permitía el cumplimiento de su rol en la “cultura pública”.[26] Como ha señalado Marcela Coria (2023), las políticas bibliotecarias promovidas por esa entidad asignaban un lugar preferencial a la figura del bibliotecario y su formación especializada en la efectiva puesta en práctica de la racionalización. En ese sentido, disponer del material biblioteconómico, clasificado y debidamente fichado en la Biblioteca del bibliotecario –instalada ese año por la CPBP en Callao 1540, Capital Federal– constituía un signo de actualización y, a la vez, un estímulo a la profesionalización de la actividad (Coria, 2023). La consolidación de formas homologadas de trabajo se hallaba también en estrecha vinculación con las políticas de subsidios estatales y, globalmente, con la condición de pública asignada a las bibliotecas populares:
En lo posible, una parte del subsidio debe destinarse al pago del bibliotecario. [...] Todo bibliotecario profesional requiere el pago de su trabajo. Las bibliotecas populares en general no recaudan fondos suficientes para retribuir decorosamente la permanencia de dicho especialista. Surge entonces una corriente de opinión que propone la oficialización de esas bibliotecas y, por ende, la burocratización del bibliotecario. La Comisión Protectora es adversa a una transformación administrativa de las bibliotecas populares que desnaturalice su originalidad, su genuina raigambre cívica, y aleje al pueblo mismo de una obra en la que ha sabido colaborar a lo largo de más de setenta años [...] La ayuda del Estado para el pago de los bibliotecarios debe procurarse, a nuestro juicio, por obra de un aumento en los subsidios, la coordinación de éstos cuando por vía nacional provincial y municipal concurren a favorecer a la misma biblioteca, y la fijación de un porciento obligatorio para esa remuneración.[27]
El debate en torno al sentido de lo popular y la jerarquización y la capacitación de los bibliotecarios convergía, así, con la problemática material de los fondos siempre escasos, los límites de la acción estatal y las posibilidades que generaban las políticas de expansión administrativa, que García ya había introducido en sus escritos de los años treinta.
A ese respecto, el lazo de la ABR con las políticas públicas de gestión de la cultura también fue notorio y demarcó un derrotero de significación dado que entroncó con un territorio de acciones estatales provinciales en el que confluyeron tanto el proceso de complejización de las burocracias culturales (Caubet, 2021; López Pascual, 2016; Suasnábar, 2019) como el creciente interés por la profesionalización e institucionalización de los saberes disciplinares de la bibliotecología (Coria, 2014,2023; Silva, 2010). Aun si este último encontraba sus orígenes, en verdad, en los albores del siglo (Agesta, 2022; Dorta, 2022), fue durante las gestiones de Julio César Avanza, José Cafasso y Miguel Ángel Torres Fernández –Ministro de Educación, Subsecretario de Cultura y Director de Bibliotecas Populares de la Provincia de Buenos Aires, respectivamente; todos ellos oriundos de Bahía Blanca[28]– cuando asumió mayor continuidad e incidencia. En ese contexto, se dio consecución parcial a la puesta en funcionamiento de la Ley 4688 lo que, en la práctica, condujo a la realización del Primer Congreso de Bibliotecas Populares (1949) y a la organización de la Escuela de Bibliotecología de la Provincia de Buenos Aires (1950) (Coria, 2017), dos iniciativas para las que fue convocado Germán García, quien vio, de esta manera, legitimado su trabajo constante en el repositorio local así como su propia posición en la biblioteca (López Pascual, 2022, 2023a).
En efecto, la gestión de Avanza al frente de la cartera de Educación se orientó hacia el desarrollo de una “política cultural” que, en sus palabras, ubicaba al Estado en una función tutelar para alentar y dirigir “la vida de la colectividad” mediante el fomento de los “pequeños organismos culturales”. En ese aspecto –afirmó– las bibliotecas populares ocupaban un lugar de relevancia por su arraigo en el seno de la sociedad civil y por sus funciones técnicas puestas “al servicio de la cultura”. Tal como lo concebía la Dirección de Bibliotecas Populares, esto último significaba que
para cumplir acabadamente sus fines, [la biblioteca] debe estar técnicamente perfeccionada, debe ser una insuperable creación técnica que le permita luego, sobre esa base de perfección, sobre esa base de afinamiento, realizar cabalmente sus fines, que son precisamente trascendentes, pues exceden la técnica, y van más allá: son fines de cultura, de beneficio colectivo.[29]
Estas nociones que ligaban la intervención estatal con el desarrollo de saberes específicos estuvieron en la base de la organización del mencionado Primer Congreso de Bibliotecas Populares, inaugurado por Avanza y Cafasso y presidido por Luciano Pessacq junto a Germán García, quien participó como vicepresidente y en representación de la entidad bahiense a la que se conceptualizó como “la primera de la República”.[30][31] Retomando algunas de las conclusiones producidas en Córdoba el año anterior y en Santiago del Estero en 1942, Cafasso enfatizó el horizonte de racionalización y sistematización de las tareas bibliotecarias y el necesario concurso de los “especialistas” en la configuración de normas que sostuvieran la modernización de la estructura provincial del sector, contribuyendo, así, “al empeño del gobierno justicialista para extender a todos los sectores sociales el hábito del libro y su lectura como instrumento adecuado de formación cultural”.[32] Las palabras del subsecretario de Cultura bonaerense dejaban en claro una agenda de trabajo que dialogaba tanto con los intereses singulares del campo bibliotecológico como con los objetivos generales de ampliación popular de los consumos culturales que puso en práctica la gestión peronista (Elena, 2011; Fiorucci, 2009).
En consonancia con los propósitos del evento, en 1948 el Estado provincial bonaerense instauró también un trayecto educativo bajo su dependencia para formar “idóneos bibliotecarios”[33] –una idea que ya había concebido Luis R. Fors en el entresiglos (Agesta, 2023b)–, a fin de contar con personal especialmente instruido en las tareas bibliotecológicas (Coria, 2017). Esta iniciativa pudo ser capitalizada por la ABR cuyas necesidades no cesaban de incrementarse: si en 1932 su staff de asalariados se componía de un Administrador-Bibliotecario, un jefe de salas de lectura, un mayordomo, un ayudante de salas de lectura, dos cadetes y una empleada para la sala de niños[34], dos décadas después requería del concurso de un administrador, un bibliotecario, un auxiliar bibliotecario, un cobrador, una secretaria de administración, cuatro auxiliares de salas, un auxiliar contable, un encargado de depósito, un ordenanza y dos cadetes.[35][36] El volumen de trabajadores no solo se ampliaba, sino que se complejizaba y especializaba en acuerdo con la creciente diferenciación interna que proponía el horizonte de la profesionalización bibliotecológica (Coria, 2023).
Los espacios de encuentros y discusión entre bibliotecarios del país y del continente se volvieron más frecuentes y propiciaron el desarrollo de redes de contactos entre ellos y las bibliotecas en las que se desempeñaban los delegados. Luego de las experiencias truncas de la Asociación Nacional de Bibliotecas entre 1908 y 1929, en 1942 finalmente se inauguró el Primer Congreso de Bibliotecarios en Santiago del Estero y en 1948, el Primer Congreso Nacional de Bibliotecas Populares en Córdoba[37]; paralelamente, se convocaron los eventos más tempranos de carácter interamericano: la Jornadas Bibliotecológicas de Montevideo (1946) y la Asamblea de Bibliotecarios de las Américas de Washington (1947). Tal como informó Germán García –“único representante del interior del país”, según el documento–[38] al retorno de Uruguay, el provecho obtenido de ellas resultaba doble. Se generaba una vinculación entre “profesionales de América” que, asimismo, podía servir para “uniformar reglas básicas en la organización técnica de las bibliotecas” y producir un cuerpo documental bibliotecológico. Aunque ya se vislumbraba, entonces, la posición rectora que pretendían ocupar los colegas de Estados Unidos (o, tal vez, por ello), García resaltó que, lejos de encontrarse en desventaja, los representantes argentinos habían demostrado solidez y prestancia técnica y científica en su interacción con los norteamericanos cuando se pusieron a discusión soluciones posibles a los problemas que presentaba la “inmensa producción bibliográfica y el extraordinario crecimiento de las bibliotecas de la República del Norte”:[39] la participación de los latinoamericanos se había concretado en observaciones y “puntos de vista” que, según García, habrían de “servirles en sus inquisiciones para la elaboración de nuevos métodos y sistemas de trabajo” que permitieran dar mejor curso a los procesos técnicos que, a esa fecha, no resultaban efectivos para ingresar el 50% de las adquisiciones anuales. En efecto, explicó, la expansión cuantitativa de los acervos del país del norte conducía a la ralentización general del funcionamiento de las bibliotecas que se enfrentaban a la imposibilidad de catalogar el total de ingresos y que conllevaban el entorpecimiento de la atención al lector. En ese sentido, la reunión concretada en la capital uruguaya funcionaba también como respaldo de las operaciones catalográficas implementadas por la ABR y, por ende, como validación de su bibliotecario y sus propuestas: frente a una posición doctrinal adquiría fuerza, así, una visión pragmática de la labor en la que la racionalización del fichaje debía conducirse en articulación con la infraestructura del personal disponible y en función del tiempo destinado a la actividad. En la precariedad estructural, los latinoamericanos desplegaban tácticas frugales de funcionamiento eficiente que les permitían sostener la actualización constante:
Como conclusión de opiniones recogidas, podría asentarse que se irá a una simplificación importante en la redacción de fichas, pues el trabajo que representa confeccionarlas en la forma que ahora se hace en las grandes bibliotecas americanas no está relacionada con la utilidad que proporciona a los estudiosos. Nos afirmamos de este modo en la decisión a que nos viéramos obligados cuando se planeara la organización de nuestro fondo bibliográfico. Resolvimos entonces, pesando posibilidades económicas y hasta humanas derivadas de la falta de personal competente, confeccionar las fichas con solo datos indispensables. Por eso hemos podido mantener actualizada la catalogación, sin ningún empleado dedicados exclusivamente a ello, cuando en las grandes bibliotecas, esa tarea se realiza por personal especializado, con un costo del que da idea la redacción de no más de seis tarjetas principales por hora como rendimiento, recibidas las obras ya clasificadas y dejando la tarea de las copias a cargo de otros empleados.[40]
La experiencia montevideana reafirmaba la mirada que el escritor y bibliotecario cordobés Carlos Mastrángelo emitiera unos años antes respecto de la Rivadavia. Desde su perspectiva, y entendiendo que una biblioteca era “algo más que un simple local con pocos o muchos libros enfilados militarmente en los anaqueles”,[41] la ABR se encontraba “a la vanguardia” de las bibliotecas populares argentinas en virtud, precisamente, de su estructura técnica, su aplicación de herramientas y criterios bibliotecológicos modernos y la fluidez de los procedimientos de consulta:
Todos o la mayoría de los instrumentos bibliotécnicos indispensables en una biblioteca moderna, han sido puestos aquí al servicio de los lectores. No solamente cuenta con el libro inventario perfectamente llevado, con los catálogos impresos y con los de hojas móviles, sino también con ficheros por autores y por materias y, lo que no es frecuente ni en las bibliotecas mejor organizadas, con un catálogo topográfico, irremplazable cuando se trata de averiguar rápidamente en un momento determinado, cuáles son las obras que faltan o corresponden a espacios vacíos de los anaqueles.[42]
En la práctica, estas miradas sobre el desempeño de la Rivadavia y su papel en el escenario bibliotecario argentino se ratificaban por la misma acción de otros centros de lectura. Si ya desde inicios del siglo la ABR era consultada por sus pares de la costa sur bonaerense (Agesta, 2024), hacia los años cuarenta su influencia se extendió por un radio más amplio dibujando una cartografía que reforzaba su relevancia. Así, bibliotecas populares de la región –como las de Coronel Suárez, Coronel Dorrego, Tornquist, Saavedra o Punta Alta– no solo referían a ella solicitando modelos de reglamentos, oradores para sus conferencias o material duplicado con el que engrosar sus propias colecciones tal como hacían en décadas previas, sino que, cada vez con mayor frecuencia, requerían asesoramiento técnico y administrativo, así como ejemplos del formulario de las fichas bibliográficas y, luego de la publicación en 1932, su catálogo impreso. En este sentido, las actas de la Asociación demuestran que las decisiones tomadas en materia organizativa desde la década de 1930 contribuyeron a la conformación de un conjunto de reglas operativas básicas que se difundió en otros territorios, como el conurbano bonaerense, Córdoba, Santa Fe y los Territorios Nacionales patagónicos.[43] Asimismo, la edición sistemática de sus memorias y balances –hasta entonces, muy irregular– y del Boletín Informativo no se debía únicamente a la necesidad de cumplimentar los requisitos estipulados por la normativa para la conservación de su personería jurídica, sino que también funcionaba como instrumento para testimoniar y dar publicidad y prestigio a su trabajo y su crecimiento. Esas cuartillas eran, de hecho, enviadas a entidades nacionales como el Instituto Bibliotecológico de la Universidad de Buenos Aires, la Biblioteca Nacional y la biblioteca de la Universidad Nacional de Cuyo, y otras extranjeras entre las que se encontraban la Biblioteca Río-Grandense y la Municipal de San Pablo de Brasil, las nacionales de El Salvador y Uruguay, la Biblioteca del Ministerio del Interior de Montevideo, la de las universidades de Columbia y California, el Hispanic American Institute, la Biblioteca Pública de Nueva York y la Biblioteca de la Escuela Real Superior de Agricultura de Suecia.
La centralidad adquirida por la ABR en el contexto regional dialogó, también, con la complejización del sistema educativo que, articulado a las propuestas políticas del mercantismo, tuvo a Bahía Blanca como uno de los nodos geográficos de la expansión en la formación de profesionales. En efecto, el proceso de creación de las primeras entidades de educación superior que se desarrolló en Bahía Blanca desde mediados de la década de 1940 –entre las que se encontraron el Instituto Tecnológico del Sur, la Universidad Obrera, el Instituto Superior de Pedagogía, la Escuela Formativa de Profesores para Jardín de Infantes y la Escuela Industrial de la Nación (López Pascual, 2021b)– dialogó estrechamente con el devenir de la misma Asociación en un doble sentido. Por un lado, en coherencia con la lógica de complementariedad entre las bibliotecas populares y las instituciones educativas, el acervo y la solidez administrativa de la biblioteca funcionaron como argumentos positivos para el emplazamiento del Instituto Tecnológico del Sur en 1948[44] en tanto se entendió que el reservorio bibliográfico permitiría a los alumnos la consecución de sus estudios profesionales. La magnitud de su colección, la fluidez de su trabajo con ella y su organización interna la convirtieron en uno de los ejes fundamentales sobre los cuales era posible construir una oferta educativa especializada que pudiera sostenerse en el tiempo. Por otro lado, ese vínculo, inicialmente argumental, introdujo problemáticas específicas en tanto se convirtió, en pocos años, en una realidad cotidiana. La buena acogida brindada por la ciudadanía local y de la región aledaña a los nuevos organismos educativos se tradujo en un creciente número de inscriptos que, al recurrir a la biblioteca local como fuente de consultas y préstamo de libros, presionó cualitativa y cuantitativamente sobre el modelo de estructuración que la sustentaba, obligándola a adquirir material especializado que, tal lo manifestaron, supuso también desafíos en lo relativo a los procesos técnicos y a la gestión del espacio físico:
La Biblioteca Rivadavia sirvió integralmente hasta la fecha, las necesidades del estudiantado bahiense proporcionándole los libros de textos y de consulta en varios ejemplares, de manera tal, que algunos de esos estuvieran en circulación y los demás para responder al pedido de los asistentes a sus aulas. Este servicio no alcanzó tal extensión en ninguna otra parte del país. [..]
El estudiante de estos establecimientos necesita un asesoramiento y colaboración de la biblioteca concordante con las investigaciones y estudios que realiza, para lo cual el material bibliográfico existente y el que se adquiera en el porvenir debe ser fichado analíticamente, operación permanente que requiere la creación de un departamento técnico dentro de la casa y del cual carecemos.[45]
La estructuración de la oferta de estudios de nivel superior y la formación de futuros profesionales operaba desplazamientos en el rol complementario que el modelo de biblioteca popular cumplía en el sistema educativo y, en ellos, un problema crucial lo constituía la gestión técnica de la información y de los materiales impresos y la reforma edilicia que profundizara su adaptación a las necesidades del alumnado universitario. Los servicios existentes, se afirmó, debían “ser atendidos con la amplitud que lo demanden las inquietudes del medio”[46] y ello comportaba transformaciones de tipo cualitativo que garantizaran una provisión acorde: la apertura de nuevas salas de consulta, la ampliación del horario de atención, la incorporación de personal especializado debidamente retribuido y la creación de secciones destinadas a colecciones en soportes específicos -como la hemeroteca o la discoteca-, entre otras. Aun con la percepción más o menos estable de subsidios de origen nacional, provincial y municipal (López Pascual, 2024a), este lazo tenso y complejo entre la Biblioteca y la educación superior generó a la Asociación, desde fines de la década, una oleada de crisis económica e institucional que motivaría el cuestionamiento mismo de su sistema basado en la masa societaria y su relación con el Estado derivando de esta forma en un conflicto en el que su mismo estatuto se pondría en tela de juicio en 1950.[47] Tal se ha visto, la complejización del sistema de educación superior que llevó a la aparición de la Universidad Nacional del Sur en 1956 profundizó esa situación delicada, a la vez que catalizó una nueva expansión de su acervo y sus prestaciones; el modelo popular y generalista, que se presentaba insuficiente para la atención de los requerimientos propios del estudiantado universitario, buscó adaptarse mediante la incorporación de material específico, servicios de referencistas y la apertura de nuevas salas que resultaran útiles para otro tipo de usuarios[48]. Para ese entonces, sin embargo, Germán García ya no se encontraba a cargo de la institución en tanto desde fines de 1955 se había incorporado como Director de Bibliotecas de la Provincia de Buenos Aires y como Presidente de la Comisión Asesora de la Dirección General de Cultura de la Nación para el estudio de los problemas de las bibliotecas argentina, entre otras funciones públicas (López Pascual, 2023b).
La articulación nacional: la era de los congresos
Las transformaciones experimentadas por la ABR en los años cuarenta se produjeron, como adelantamos, en un contexto político y disciplinar de franca expansión bibliotecológica. A la mencionada creación del trayecto de formación provincial, se sumaron, entonces, la reorganización de los cursos del Museo Social que culminó con su definitiva estructuración en una Escuela de Bibliotecología, la apertura del Instituto Bibliotecológico de la UBA y la actualización del programa de la carrera de bibliotecario de esa casa de altos estudios, la implementación de cursillos bibliotecológicos en la Universidad del Litoral y, en general, la divulgación de técnicas y sistemas de clasificación modernos.[49] En este contexto, la necesidad de cimentar los lazos corporativos y favorecer el intercambio de experiencias e información fue el acicate para llevar adelante los congresos mencionados más arriba, en cuya gestión y desarrollo se involucró Germán García animado por su espíritu inquieto y por los desafíos que le imponía su tarea cotidiana.
Sin duda, la obra del bahiense –que en por entonces comenzó a adquirir un carácter más orgánico– asumió una nueva dimensión a partir de su inserción en estos espacios de intercambio. Como veremos, sus intervenciones en los foros rioplatenses continuaron las líneas que había planteado su libro Actualidad de Sarmiento y otros ensayos publicado por la editorial bahiense Pampa-Mar,[50] además de sus artículos aparecidos en el Boletín (luego Revista) de la CPBP que lo contaba entre sus colaboradores asiduos. Este primer volumen de su autoría mostró, de hecho, el giro que estaba tomando su pensamiento al presentar un repertorio de los problemas que, según su interpretación, atravesaban la realidad de las bibliotecas argentinas: las tensiones entre autonomía y fomento estatal que afectaban su administración, la práctica de la lectura y su función social, y el ejercicio, la ética y la producción intelectual de los bibliotecarios. De esta manera, se conjugaban su inquietud por solucionar las dificultades de las bibliotecas populares garantizando su supervivencia y modernizando sus prácticas en un pensar situado que intentaba articular la tradición bibliotecaria argentina con los principios de racionalización y profesionalización promovidos desde los discursos hegemónicos.
En consonancia con estas apreciaciones, los fundamentos de su proyecto de ley provincial presentado en 1949, partían de la observación directa de las bibliotecas populares del interior y de la evaluación de sus virtudes y deficiencias, para constatar que la misión civilizadora de estas instituciones requería de recursos económicos y personal competente, del gobierno de los mismos usuarios y de una fiscalización estricta.[51] La participación popular propulsada por Sarmiento debía conciliarse, entonces, con un nuevo ordenamiento administrativo que asegurara el abastecimiento de fondos, proveyera y avalara los títulos profesionales y detentara la autoridad para regular, normalizar y sancionar. Estas preocupaciones constituyeron, de hecho, los ejes sobre los que se concentraron sus exposiciones públicas durante la década.
Aunque, como se examinó, su presencia documentada en las convenciones data de 1946, la inserción internacional de García se vio interrumpida por la imposibilidad de asistir –según sus declaraciones, por motivos políticos–[52] a la Asamblea de Bibliotecarios de la Américas de Washington donde había sido invitado junto a Augusto R. Cortazar, Carlos Víctor Penna y Ernesto Gietz, a la sazón, secretario del Comité Preparatorio. Más allá del inconveniente, su misma designación revelaba la ubicación destacada que ocupaba en el campo disciplinar del país, más allá de su (luego) autodeclarada oposición al gobierno justicialista. Esta relevancia fue confirmada en 1948 cuando la Federación de Bibliotecas de Córdoba lo convocó, junto a otros dos bonaerenses (Facundo N. Quiroga de la Agrupación de Bibliotecas de La Plata y José M. Pagés de la Biblioteca Juan N. Madero de San Fernando) para actuar como vocal de la Comisión Organizadora del congreso a realizarse en esa provincia, evento durante el cual se desempeñó como vicepresidente 1º. De las seis comisiones de trabajo propuestas en el temario, García intervino activamente en dos: la primera, dedicada a la dimensión técnico-profesional de la biblioteca y la tercera a la relación entre las bibliotecas populares y el Estado. Por otra parte, al finalizar ese encuentro se conformó la Federación Argentina de Bibliotecas Populares, entidad nacional con sede en la ciudad de Córdoba, que pretendía agrupar a los establecimientos de todo el país y trabajar en pos de “orientar, estimular y coordinar la labor bibliotecaria”.[53] Allí, en una organización que, a diferencia de la de 1908, ostentaba una composición francamente federal, el delegado bahiense fue electo para formar parte del cuerpo directivo en calidad de vocal suplente.
En el transcurso de esta etapa, fue, sin embargo, la provincia de Buenos Aires su ámbito de actuación privilegiada. 1949 fue un año clave en este sentido, dado que entonces se incorporó a la docencia como profesor invitado en el curso de idóneo bibliotecario que se había abierto en La Plata e integró, como adelantamos, las mesas del Primer Congreso Provincial de Bibliotecas Populares. Este evento, organizado en dos comisiones de apertura y cinco de estudio[54], ofreció a los delegados de las bibliotecas reconocidas por la Ley 4.688 la oportunidad de participar con voz y voto en las discusiones. Aquellos que lo desearan podían enviar con anticipación una o varias ponencias ajustadas al orden del día que serían presentadas ante sus pares y que deberían materializase en proyectos de legislación, resolución o declaración.[55] El éxito de la convocatoria quedó evidenciado en la amplia concurrencia que reunió durante cuatro jornadas a 77 representantes de bibliotecas reconocidas, 28 de bibliotecas especiales y 182 de bibliotecas adheridas. Las instituciones de toda la extensión bonaerense acudieron al llamado, auxiliadas por el tesoro provincial que cubrió los gastos de pasajes y estadía de los congresales radicados a más de 60 km de La Plata. En este contexto el papel de García fue notable, como correspondía a un diputado de una entidad que, según la legislación, correspondía a la Categoría A (más de 10.000 obras). Además de ser designado vicepresidente del encuentro, el bahiense expuso sus ideas en cinco intervenciones tituladas “La escuela primaria y la biblioteca”, “Método de difusión cultural. Fomento de la lectura” y “Relaciones de las bibliotecas entre sí, y con los demás centros de cultura y educación” (Tema III), “Construcción de edificios para bibliotecas públicas” (Tema IV) y “Legislación bibliotecaria “ (Tema VII), área, esta última, sobre la que tuvo una particular injerencia en su carácter de presidente de comisión.
Allende el contenido de cada texto discutido, es interesante subrayar algunos rasgos generales que emparentaron su obra escrita con sus disertaciones públicas. En primer lugar, es posible advertir que las intervenciones del bahiense nunca abordaron aspectos técnicos referidos a la clasificación o la catalogación de materiales, así como tampoco asuntos específicos de la Bibliografía en tanto disciplina. Podemos conjeturar que, dada su autodidaxia, García buscara en estos espacios adquirir los saberes procedimentales que transmitían especialistas como el capitán Pessacq para transponerlos a su ámbito de ejercicio. De hecho, las únicas dos veces que se expresó en este sentido fue en Córdoba para afirmar la necesidad de crear escuelas oficiales de bibliotecarios que expidieran títulos para toda la República y que validaran al personal en funciones y para proponer la formación de una comisión de técnicos integrada por representantes de los establecimientos profesionales y bibliotecarios con el fin de redactar normas comunes y fundamentales para la organización de los establecimientos. Por otra parte, tal como había demostrado en Actualidad de Sarmiento, la situación del sistema argentino imponía otras urgencias: para él, la reforma estructural debía preceder a la modernización procedimental y del conocimiento y, por ello, la cuestión legislativa absorbía gran parte de su atención.
Igualmente, los ensayos “Organización” y “Literatura bibliotecaria” incluidos en su libro avanzaban brevemente sobre estos problemas que atravesaban sus prácticas como director de la Biblioteca Rivadavia. El primero, ponía el énfasis en la importancia de uniformar las clasificaciones bibliográficas estableciendo reglas básicas elaboradas por un grupo de expertos que gozara del consenso general y a las cuales pudieran adaptarse las diversas composiciones catalográficas. La instalación de ficheros que emanciparan la búsqueda de la memoria del bibliotecario resultaba medular, al igual que la instauración de organismos de expertos que redactaran fichas generales y especiales, siguiendo el ejemplo de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. El último, por su parte, abordaba el estado incipiente de la producción bibliotecológica argentina, hecho que atribuía a la precariedad laboral y educativa de gran parte de los encargados que alejaba vocaciones y enfriaba entusiasmos “para escribir, para hablar y debatir los problemas caseros, las novedades del oficio, las mejoras de organización y hasta para comunicarse noticias sobre los pequeños detalles que tanto abundan en la vida de las bibliotecas”.[56] Se presentaba como una obligación social del bibliotecario competente e informado la de estudiar, difundir sus observaciones y asesorar a sus pares, contribuyendo, así, a crear la profesión y a orientar la acción de las bibliotecas hacia un mismo fin.
De esta manera, la dimensión técnica derivaba en una reflexión sobre el rol del bibliotecario en la conformación y disposición de la colección, además de en la atención y atracción de la concurrencia, sobre todo, infantil. Este aparecía en los debates de los congresos como una figura central de la “biblioteca-activa”, “órgano movilizador de cultura”, situado en tiempo y espacio, “que “sale” a buscar al hombre donde se halla para llamarlo a la luz del pensamiento libertador”.[57] Como agente inmediato y efectivo, su función adquiría una nueva dignidad que se proyectaba sobre la corporación y que también se traducía en demandas laborales y simbólicas como las que se habían planteado en Santiago del Estero.[58] En sus ponencias, García también insistía en la equiparación práctica, económica y burocrática entre bibliotecarios y docentes,[59] apoyándose, para ello, en el pensamiento sarmientino que unificaba los propósitos pedagógicos de ambas instituciones y resaltaba su complementariedad como instrumentos de cultura. La colaboración entre escuela pública y biblioteca popular debía ser, decía, estrecha, ya que
Dirigentes y bibliotecarios llevan idéntica mira que los educadores. Su meta es la perfección moral y el enriquecimiento intelectual del habitante de esta tierra y la unión de esfuerzos ha de incidir poderosamente para la unificación de los espíritus en lo que es esencial para la formación de una sociedad unida en afanes de superación cultural.[60]
Como demostraba su experiencia en la Rivadavia, este vínculo podía profundizarse mediante la preparación de distintas actividades –bibliotecas escolares ambulantes, festivales, funciones de cine educativo, conferencias, conciertos y teatro de títeres– y la promoción del uso escolar del acervo bibliográfico e informativo seleccionado cuidadosamente y con anticipación por el personal. La seducción de los potenciales lectores se asemejaba en muchos aspectos, según García, a la propaganda comercial planificada, en tanto el material bibliográfico podía ser entendido como una “mercancía” que debía considerar los deseos del público, el establecimiento debía ofrecer un espacio limpio y acogedor que eludiera la solemnidad y los empleados tenían que mostrarse afables y solícitos. Se trataba, ante todo, de crear sus “necesidades culturales”, contemplando los intereses y las preocupaciones de las distintas fracciones etarias y de género.[61] Era por ello que
El estudio de la bibliografía ha de estar en primer término en el plan de acción bibliotecaria, ya que de la formación de ese caudal de lectura dependerá la asistencia de lectores y la formación de núcleos amigos. El dinero disponible debe ser bien aprovechado, gastando inteligentemente. Una biblioteca pequeña, de pueblo o barrio, no ha de dejarse conquistar por los cantos de sirena de obras lujosas o colecciones que no sirven allí ni para exhibición. La biblioteca ha de ser activa, eficaz, dirigida hacia una propia finalidad.[62]
En suma, ni un erudito huraño y memorioso, ni un mero burócrata, el encargado de la biblioteca debía estar en condiciones de organizarla y de “hacerla vivir”, conociendo las herramientas metodológicas más modernas y las novedades bibliográficas, pero también orientando e involucrándose con los lectores y sus necesidades. El bibliotecario de hoy, había afirmado en su capítulo sobre “Ética bibliotecaria” incluido en Actualidad de Sarmiento, debía ser no solo “un hombre especializado en su trabajo, y hasta especialista en aspectos de la biblioteconomía”, sino también un “consultor y asesor del público” que guiara a los visitantes por los vericuetos del catálogo.[63]
Esta afirmación constituía aún una entelequia en Argentina donde gran parte de las instituciones contaban con personal no preparado que recibía remuneraciones mínimas. Eran las bases de la profesionalización las que estaba formulando García fundado en el código de ética profesional de la American Library Association y las que afirmaba junto a sus colegas en las convenciones. La creencia en la misión popular de la institución, el amor a los libros, la sensibilidad en la aplicación de las normas, el espíritu público y de servicio, la adaptación a las condiciones del ambiente, la tolerancia y la paciencia en el trato, la valoración de los usuarios y de los libros y la subordinación de lo teórico a lo práctico y de la cantidad a la calidad eran las líneas generales que debían guiar la labor del bibliotecario haciendo de él “un hombre consciente, responsable y dispuesto siempre a prodigarse en favor de sus semejantes”.[64]
Las contradicciones entre la visión romántica y la concepción profesional moderna atravesaban los discursos de la época y tensionaban la posición misma de los bibliotecarios al interior de las entidades cuya condición de precariedad solía imponerles funciones excesivas. Como esgrimía en el capítulo “El Bibliotecario”,[65] este debía ocuparse no solo de la organización, la catalogación, y la atención de los concurrentes, sino también de la cobranza, a cambio de un salario mísero y en medio de una “pobreza franciscana”. La carencia de preparación y de vocación de muchos de ellos “que no nacieron para el puesto”, se veía agravada, entonces, por la falta de estímulo económico y de recursos para actualizar, sistematizar y conservar el patrimonio libresco. Y era aquí donde se encontraba el meollo del problema. Hasta tanto no se garantizaran los fondos suficientes para dar continuidad a la actividad bibliotecaria en las condiciones adecuadas, todo otro esfuerzo sería en vano. Aun reivindicando el modelo instaurado por la Ley 419, García reconocía que era, en parte, en el modelo que residía el germen de su ruina:
Pretender que el pueblo aporte el dinero necesario para las bibliotecas, de modo que éstas tengan la holgura que demanda el cumplimiento de una labor eficiente, es una ilusión, como sería ilusión querer eso mismo para la escuela de primeras letras, con la cual tanta semejanza tienen estas entidades de cultura. Y si el pueblo no quiere hacerlo, o no lo hace porque no tiene conciencia de este deber social, porque no ha visto en las bibliotecas la eficiencia que pueda justificar el sacrificio suyo, o porque no siente la necesidad de sus servicios, el estado debe asumir esa función de sostenedor y arbitrarles los medios económicos necesarios para que dejen de vegetar y puedan vivir con más amplitud, contar con material de estudio eficiente, funcionar en locales que les permitan cumplir holgadamente sus tareas y ser atendidas por servidores que tengan capacidad y estén en condiciones de emplearse totalmente en esa labor.[66]
Desde la imposibilidad de adquirir nuevos libros que sujetaba a las bibliotecas a la arbitrariedad de las donaciones hasta la falta de locales propios que atender debidamente al público y conservar los patrimonios, pasando por la deficiente formación del personal, todo encontraba su origen en la inestabilidad y en la exigüidad presupuestaria. Los subsidios graciables, las ayudas benéficas o la buena voluntad de los vecinos que había incentivado en sus artículos de los años treinta no alcanzaban para mantener las instituciones en marcha.
¿Cómo conjugar, entonces, la tradición sarmientina con los cambios que el tiempo y la experiencia reclamaban? Este parece ser el interrogante que, de manera más o menos implícita, atribuló a nuestro bibliotecario. La reivindicación del sanjuanino –tan presente en las jornadas cordobesas– y de su concepción bibliotecaria había ocupado varias páginas de Actualidad de Sarmiento. De él se recuperaba la asociación entre lectura y republicanismo y la convicción de que era preciso crear bibliotecas abiertas, modernas y accesibles que mantuvieran una relación directa con las comunidades regionales y el valor de la cultura letrada para el crecimiento personal y para el perfeccionamiento de las capacidades productivas del pueblo. También de su obra se rescataba el imperativo de la liberalidad de los préstamos, la pluralidad del contenido de los acervos y la centralidad que debía otorgarse a la formación del lector entre los objetivos de las bibliotecas populares, así como la imprescindible autonomía que debían guardar las instituciones respecto de los poderes públicos. Es aquí, sin embargo, donde los senderos se bifurcaban. La autonomía es una noción polisémica y una distancia considerable separaba a la que había imaginado el educador decimonónico de la que entendía el bibliotecario de mediados del siglo XX.
Vistas las estrecheces que suponía para las beneficiarias, García restringía la categoría a la libertad intelectual –en la línea de la tradición liberal (Fiorucci, 2009)– y a la administración bibliotecaria. La confusión entre Estado y gobierno alimentaba la creencia de que el traspaso a la órbita oficial supondría una pérdida de la imparcialidad que, de acuerdo con el paradigma vigente, se hallaba más segura en manos de la sociedad civil. Por ello, y basándose en el ejemplo de la política norteamericana de las tax-paid libraries y en sus reformulaciones latinoamericanas, García aseveraba que el presupuesto estatal debería sostener económicamente las bibliotecas, pero reservando su dirección a la comunidad que era quien mejor conocía sus necesidades y tenía el “mayor interés en sacar el mejor provecho de los recursos disponibles”.[67] De ese modo, no solo se garantizaría la supervivencia y la actualización de las instituciones, sino que se podría brindar servicios gratuitos, llegando a todos los vecinos. También habilitaría la puesta en marcha de programas como los de las “Bibliotecas viajeras” para “llevar los libros al campo” e igualar, así, las oportunidades al interior de vasto territorio argentino mediante un plan metódico y orgánico, tal como el implementado en Estados Unidos o en el México post-revolucionario de Vasconcelos.[68] El autor evaluaba en tono crítico algunas opiniones de la época según las cuales la penuria endémica de las bibliotecas populares habría podido suprimirse definitivamente mediante su oficialización, equiparándolas a los establecimientos escolares. Pero esta opción, aunque seductora, entrañaba una serie de dificultades que, para él, la volvían impracticable. En primer lugar, las bibliotecas, a diferencia de las escuelas, debían contar con el “aliento del pueblo”, ya que, por no ser de asistencia obligatoria, tenían que proporcionar un ambiente agradable y atractivo para su público potencial a cargo de un bibliotecario entusiasta y, a la vez, discreto que funcionara como consejero de grandes y chicos. Asimismo, la dependencia gubernamental atentaría contra su estabilidad y contra la pretendida objetividad de su selección bibliográfica, abierta por igual a la pluralidad del conocimiento universal: “Pendiente del gobierno, una biblioteca ha de ser, en nuestro país especialmente, una entidad de carácter político, que sufrirá las fluctuaciones constantes de las elecciones y los cambios de mandatarios”.[69]
Estos argumentos, producto de la meditación de varios años, fueron los que sustentaron sus intervenciones sobre políticas estatales bibliotecarias en 1948 y 1949. Así como desde 1942 se había enunciado la necesidad de sostener el principio de autonomía “para el buen gobierno y la autodeterminación de las bibliotecas populares”,[70][71] también desde entonces se había manifestado la perentoriedad de ampliar y actualizar la ley de 1870 de acuerdo con las exigencias de los tiempos.[72] En el ámbito provincial este mismo debate se dio a poco de la puesta en vigencia de la ley redactada en 1938: la comisión séptima del congreso reunido en La Plata se propuso la elaboración de un nuevo anteproyecto que, con el concurso de los especialistas, reformara la versión original. De las veinte ponencias expuestas en esa mesa conducida por Germán García, cinco fueron proyectos de ley o de modificación de la norma provincial; una de ellas, del presidente de la sesión. El texto confeccionado por García no solo era el más extenso y fundamentado, sino que también era el que mayores atribuciones asignaba a la novel Dirección General de Bibliotecas. Esta debería ocuparse, entre otras cosas, de fundar y proteger las bibliotecas populares de su jurisdicción, de proveerlas de mobiliario y de aparatos para cumplir todas sus funciones, de controlar su marcha, de organizar el canje bibliográfico entre ellas y de formar el cuerpo de bibliotecarios. En adición, sería de su incumbencia fomentar la cultura y la producción bibliográfica nacional, crear una biblioteca pública modelo, instituir bibliotecas rurales, escolares, viajeras, etc., conformar un fichero del caudal de todas las entidades y equipos básicos de bibliografía argentina y universal, promover el intercambio internacional y editar publicaciones sobre temas de bibliotecología. Como vemos, se trataba de un sistema centralizado que dejaba en poder del Estado la fiscalización, el asesoramiento, la difusión y la educación técnica, la mediación interbibliotecaria, la representación del sector ante el Poder Ejecutivo y el suministro de fondos. Este último aspecto era clave y se canalizaba a través de múltiples vías: la DGE se comprometía a cubrir el 50% del precios de sus adquisiciones bibliográficas, a entregar subsidios ajustables y proporcionales al tamaño de los acervos, a costear los gastos de los delegados locales en los congresos bianuales y a facilitar a las protegidas el acceso a una sede propia libre de gravámenes.[73] En contrapartida, las bibliotecas estaban obligadas a tramitar la personería jurídica, a rendir cuenta periódica de sus inversiones y estadísticas, de garantizar el servicio de préstamos a domicilio y el ingreso irrestricto y gratuito, a aceptar el contralor oficial, a llevar debidamente los libros societarios y a realizar “de forma conveniente” la organización técnica de sus servicios. Era potestad de las asociaciones la designación de la comisión directiva y del bibliotecario, así como la selección del material de lectura sobre el cual el gobierno no podía ejercer ninguna censura.
Con diferentes matices, los proyectos discutidos y los agregados puntuales[74] se dirigían en un mismo sentido que se vio confirmado por el anteproyecto final elaborado por la mesa de trabajo. La coyuntura política y la ampliación del aparato burocrático provincial ofrecían las condiciones para una modificación profunda del sistema que se impulsaba desde el sector bibliotecario en consolidación. La expertise avalada por las primeras titulaciones específicas, la experiencia recogida en setenta años de existencia de las bibliotecas populares y la profesionalización impulsada desde los circuitos internacionales instalaba a los bibliotecarios como una voz autorizada, interesada e imprescindible en los debates. Como en los textos de García, el consenso en torno al modelo decimonónico no se rompió en ningún momento, ya que en él residía la originalidad y la identidad del sistema. Pero si la paternidad de Sarmiento nunca fue cuestionada, el creciente protagonismo que se asignó a las estructuras estatales en el sostenimiento de las instituciones bibliotecarias de la provincia suponía, de hecho, una alteración profunda del espíritu de la Ley 419. La necesidad de coordinación, unificación y centralización técnica y administrativa se conjugaba con la perentoriedad de sortear las dificultades económicas que aquejaban a las entidades desde sus inicios, que ponían en riesgo su supervivencia e impedían su modernización de acuerdo con los cánones globales. Una nueva era se estaba inaugurando donde, aun bajo su calificativo original, las bibliotecas populares se iban aproximando, cada vez más, a la idea de la biblioteca pública que se estaba convirtiendo en una lengua franca.
Conclusiones
Si 1949 fue un año determinante para el ámbito bibliotecario bonaerense y para el itinerario de Germán García, no lo fue menos para el escenario bibliotecológico global que en ese mismo momento fue conmovido por la aparición del Manifiesto de la UNESCO sobre la biblioteca pública.[75] Ese documento sentaba las bases teóricas sobre las que se reformularían la retórica y el paradigma bibliotecario durante las próximas décadas al plantear a esta última institución como el instrumento fundamental para el fortalecimiento de las democracias liberales de la posguerra y de la interacción pacífica entre las naciones. El liderazgo anglosajón se impondría, así, sobre la disciplina e implicaría un reordenamiento de las posiciones y los discursos en el que el bibliotecario bahiense sabría insertarse con éxito. Para ello, sin embargo, había debido recorrer un largo sendero que, como hemos examinado hasta ahora, lo había ubicado en un lugar destacado entre sus pares de la nación y la provincia. Experiencia y autodidaxia se habían conjugado para convertirlo en un referente de la región y en un estudioso del sistema bibliotecario argentino organizado en torno a la tradición sarmientina de la biblioteca popular.
García declaró hacia el final de sus días que la Biblioteca Rivadavia había constituido “el pivote de su existencia” (Allica, 1987), la plataforma a partir de la cual se definió como sujeto, como intelectual y como gestor. Más allá del lirismo, esta breve expresión condensó el conjunto de sentidos que esta investigación ha buscado reponer: el diálogo intrínseco entre el crecimiento individual y el desarrollo institucional como elemento constructor de una trayectoria profesional y de la práctica analítica que lo acompaña. Ocupar el cargo de principal bibliotecario en una de las bibliotecas populares más exitosas de la época habilitó sus posibilidades de adquisición de una expertise que, en simultáneo, permitió su inserción progresiva en un campo disciplinar marcado por una especificidad epistemológica cada vez más acuciada. Ser el bibliotecario de la ABR, en definitiva, le abrió las puertas a devenir un bibliotecario –incluso, en la carencia de las certificaciones propias del rubro– y colaboró, asimismo, a la profundización de la singularidad de esta tarea.
La reconstrucción de este derrotero personal en sus distintos escenarios de acción conduce, necesariamente, a su observación y análisis en diversas escalas y geografías. Así, los documentos nos llevan, fragmentariamente, por los caminos físicos e intelectuales seguidos por García y nos permiten verificar sus desplazamientos conceptuales, sus diálogos intelectuales y su articulación a una densa red institucional que, en su expansión y transformación, complejizaba las incumbencias y destinos de las bibliotecas populares y sus gestores. En este sentido, el binomio Germán García-Biblioteca Rivadavia resultó constituido y atravesado por la creciente estructura del conocimiento bibliotecológico que, en parte, contribuyó a edificar. La interacción entre escalas y dimensiones conformó el armazón sobre el que se asentó, en efecto, tanto la práctica bibliotecológica como la elaboración teórica que dio inteligibilidad a esa empiria. Si la ABR constituyó el laboratorio en el que aprender y experimentar el oficio a partir de las peripecias cotidianas que le imponían un acervo cada vez más nutrido y heterogéneo, los espacios de discusión progresivamente más especializados –entre los que ocuparían un rol no menor las entidades de formación y gestión bibliotecológica que se desprendían del organigrama estatal– ofrecieron la arena en la que la praxis se volvería reflexión teórica, convirtiéndose en un insumo para la proyección política y pública de las bibliotecas populares.
Ciertamente, fue el contacto prolongado con la realidad bibliotecaria de una ciudad del interior bonaerense el que orientó sus reflexiones y lo impulsó a buscar soluciones a los inconvenientes endémicos del sistema en las nuevas herramientas técnicas y conceptuales que proporcionaba tanto el circuito especializado como el contexto institucional oficial. A partir del intercambio continuado con sus pares, supo formular, así, un diagnóstico de situación y varios proyectos de superación. Sin abandonar el modelo de la biblioteca popular y su principio fundamental, la autonomía, procuró arbitrar los medios para garantizar la supervivencia y la modernización de las entidades existentes. En un plan no exento de tensiones afirmó la necesidad de que el Estado asumiera un rol más activo en el financiamiento, fiscalización y promoción del sector que, no obstante, respetara el derecho de autogobierno y autodeterminación de las bibliotecas. Este camino lo alejaría paulatinamente de la tradición local, pero allanaría su inserción en los debates internacionales y favorecería su incorporación a la burocracia estatal, a la vez que le permitiría ir delineando los contornos de su propia producción intelectual. De lo estructural a lo simbólico, de lo específico a lo general y de lo material a lo especulativo, el análisis sociocultural restituye la complejidad a la figura de Germán García y a su actuación en la configuración del campo bibliotecológico argentino, situándola en el contexto de un proceso de circulación transnacional de saberes y, a la vez, de construcción de un cuerpo de conceptos, instituciones y prácticas situados que tenían al Estado –nacional y provincial– como uno de sus principales interlocutores.
Referencias bibliográficas:
Aelo, Oscar (2012). El peronismo en la provincia de Buenos Aires: 1946-1955. Caseros: Eduntref.
Agesta, María de las Nieves y López Pascual, Juliana. (Eds.) (2019). Estado del Arte. Cultura, Sociedad y Política en Bahía Blanca. Bahía Blanca: Ediuns. [Recuperado 15/03/2024: https://ediuns.com.ar/producto/estado-del-arte-cultura-sociedad-y-politica-en-bahia-blanca/]
Agesta, María de las Nieves (2019). “Ni contigo ni sin tí. Bibliotecas populares, asociacionismo cultural y acción estatal en el sudoeste bonaerense (1880-1930)”. Revista de Historia Social y de las Mentalidades, 23(2), pp. 169-198. [Recuperado 15/03/2024: https://doi.org/10.35588/rhsm.v23i2.4065].
Agesta, María de las Nieves (2020a). “Bibliotecas populares a debate: Estado y bibliotecas en la provincia de Buenos Aires (1874-1880)”. Polhis. Revista bibliográfica del Programa Interuniversitario de Historia Política, (26), pp. 24-59. [Recuperado 15/03/2024: https://polhis.com.ar/index.php/polhis/article/view/10/419].
Agesta, María de las Nieves (2020b). “Minerva en la Pampa, Sarmiento en el templo. Bibliotecas populares e historicismo arquitectónico en el sudoeste bonaerense a principios del siglo XX”. On the w@terfront, 62(2), pp. 3-47. [Recuperado 15/03/2024: https://doi.org/10.1344/waterfront2020.62.6.2].
Agesta, María de las Nieves (2022). “La tela de Penélope: Estado bonaerense y bibliotecas populares a fines del siglo XIX”. Anuario Sobre Bibliotecas, Archivos Y Museos Escolares, (2), pp. 141-154. [Recuperado 15/03/2024: https://cendie.abc.gob.ar/revistas/index.php/abame/article/view/1433].
Agesta, María de las Nieves (2023a). “Delegados del Saber: La Asociación Nacional de Bibliotecas y las políticas bibliotecarias en Argentina (1908-1913)”. Historia Crítica, (87), pp. 129-154. [Recuperado 01/03/2024: https://doi.org/10.7440/histcrit87.2023.06].
Agesta, María de las Nieves (2023b). “Un faro en la nueva Alejandría: El Boletín de la Biblioteca Pública de la Provincia de Buenos Aires y el proyecto de organización del sistema bibliotecario bonaerense (1899-1905)”. Coordenadas. Revista de Historia Local y Regional, 11(2), pp. 161-178. [Recuperado 15/03/2024: http://www2.hum.unrc.edu.ar/ojs/index.php/erasmus/article/view/1799].
Agesta, María de las Nieves (2024). “Libros en orden para un mundo en crisis. Apropiaciones y mediaciones de la organización bibliotecaria en el interior bonaerense (Bahía Blanca, 1915-1916)”. 7ma Jornadas de intercambio y reflexión en Bibliotecología.
Agesta, María de las Nieves (2024). Predicar la palabra. Bibliotecas populares de la costa sur bonaerense en el entresiglos. Villa María: Eduvim. [en prensa].
Agüero, Ana Clarisa, y García, Diego (Eds.) (2010). Culturas interiores. Córdoba en la geografía nacional e internacional de la cultura. La Plata: Ediciones Al Margen.
Allica, Maximiliano (1987). “Germán García, testigo de los tiempos”. La Nueva Provincia.
Black, Alistair (1998). Information and Modernity: The History of Information and the Eclipse of Library History. Library History, 14(1), pp. 39-45.
Burke, Peter (2017). ¿Qué es la historia del conocimiento? Cómo la información dispersa se ha convertido en saber consolidado a lo largo de la historia. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.
Caubet, María Noelia (2021). La institucionalización de la música en el proceso de modernización cultural de Bahía Blanca (1928-1959). Tesis de Doctorado. Universidad Nacional del Sur, Departamento de Humanidades. [Recuperado 15/03/2024: https://repositoriodigital.uns.edu.ar/handle/123456789/6169]
Chartier, Roger (2005). El mundo como representación. Estudios sobre historia cultural. Barcelona: Gedisa.
Coria, Marcela (2014). “La Escuela de Bibliotecología de la Provincia de Buenos Aires y la profesionalización del bibliotecario (1948-1950)”. Palabra Clave, 4(1), pp. 48-60. [Recuperado 15/03/2024: https://www.palabraclave.fahce.unlp.edu.ar/article/view/PCv4n1a04].
Coria, Marcela (2017). Libros, cultura y peronismo: La Dirección General de Bibliotecas de Buenos Aires (1946-1955). La Plata: Ministerio de Gestión Cultural de la Provincia de Buenos Aires, Dirección Provincial de Museos y Preservación Patrimonial, Archivo Histórico «Dr. Ricardo Levene».
Coria, Marcela (2023). Las políticas bibliotecarias de lectura de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares (1933-1949). Tesis de Doctorado. Universidad Nacional de La Plata. [Recuperado 15/03/2024: https://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/tesis/te.2638/te.2638.pdf]
Da Silva, Paulo Renato (2010). “Peronismo e cultura: O Primeiro Congresso de Bibliotecas Populares da Província de Buenos Aires (1949)”. Topoi (Rio de Janeiro), 11(21), pp. 222-234. [Recuperado 15/03/2024: https://doi.org/10.1590/2237-101X011021012].
Dorta, Ayelén (2022). “«Primer tratado de Biblionomía escrito originariamente en nuestro idioma»: Espacios de lectura, lectores, bibliotecarios/as y prácticas bibliotecarias en la obra de Luis Ricardo Fors”. XVIII Jornadas Interescuelas-Departamentos de Historia, Santiago del Estero. [Recuperado 15/03/2024: https://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/trab_eventos/ev.15615/ev.15615.pdf]
Elena, Eduardo (2011). Dignifying Argentina: Peronism, Citizenship, and Mass Consumption. University of Pittsburgh Press. [Recuperado 15/03/2024: https://doi.org/10.2307/j.ctt5hjp79].
Fiorucci, Flavia (2009). “La cultura, el libro y la lectura bajo el peronismo: El caso de la Comisión de Bibliotecas Populares”. Desarrollo Económico, 48(192), pp. 543-556.
Fiorucci, Flavia (2018). “Las bibliotecas durante el peronismo, 1946-1955”. En: Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore (Eds.). Bibliotecas y cultura letrada en América Latina: Siglos XIX y XX. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, pp. 281-306.
Jackson, William V. (1963). “Latin America”. Library Trends. Education for Librarianship Abroad in Selected Countries, 12(29), pp. 322-355.
Laguarda, Paula y Fiorucci, Flavia (Eds.) (2012). Intelectuales, cultura y política en espacios regionales de la Argentina. Rosario: Prohistoria-EdUNLPam.
Laugesen, Amanda (2019). Globalizing the Library: Librarians and Development Work, 1945–1970. Londres: Routledge.
López Pascual, Juliana (2016). Arte y trabajo: Imaginarios regionales, transformaciones sociales y políticas públicas en la institucionalización de la cultura en Bahía Blanca (1940-1969). Rosario: Prohistoria Ediciones.
López Pascual, Juliana (2021a). “Hacer la Patagonia visible. Producción y circulación de las figuras de paisajes en la configuración de un proyecto de hegemonía regional (Bahía Blanca,1940-1970)”. Cuadernos de Historia del Arte, (37), pp. 27-87. [Recuperado 15/03/2024: https://revistas.uncu.edu.ar/ojs3/index.php/cuadernoshistoarte/article/view/5133].
López Pascual, Juliana (2021b). “La producción de conocimientos como territorio de debate regional: Bahía Blanca frente a la creación de la Universidad Nacional de La Pampa (1958)”. En Federico Martocci y María de los Ángeles Lanzillotta (ed.). Universidades en clave regional. Estudios de caso y escalas de análisis en la Argentina (segunda mitad del siglo XX). Rosario: Prohistoria; Santa Rosa: EdUNLPam, pp.71-104.
López Pascual, Juliana (2022). “El bibliotecario en la mansión del espíritu: Germán García y la Biblioteca Popular Bernardino Rivadavia en el mundo cultural del sudoeste bonaerense (1932-1954)”. Anuario Sobre Bibliotecas, Archivos y Museos Escolares, (2), pp. 182-195. [Recuperado 15/03/2024: https://cendie.abc.gob.ar/revistas/index.php/abame/article/view/1436].
López Pascual, Juliana (2023a). “El viajar es un placer. Sociabilidad cultural, turismo y visualidad en la relación de Bahía Blanca con la norpatagonia (1938-1943)”. Coordenadas. Revista de Historia Local y Regional, 10(2). [Recuperado 15/03/2024: http://www2.hum.unrc.edu.ar/ojs/index.php/erasmus/article/view/1550/1950].
López Pascual, Juliana (2023b). “Espacios del conocimiento. La trayectoria de Germán García en el contexto de profesionalización de la bibliotecología argentina (1927-1970)”. Anuario IEHS, 38(1), pp. 51-73. [Recuperado 15/03/2024: https://doi.org/10.37894/ai.v38i1.1684].
López Pascual, Juliana (2024a). “Enamorados del pensamiento. Asociacionismo y gestión bibliotecaria entre el Estado y la proyección regional (Bahía Blanca, 1940-1970)” Cuadernos de Historia. Serie economía y sociedad, (33), pp. 49-78. [Recuperado 18/06/2024: https://doi.org/10.53872/2422.7544.n33.45263].
López Pascual, Juliana (2024b). ”Cultura científica, producción de conocimiento e intereses regionales: la gestión de la información en el contexto de las políticas desarrollistas (Bahía Blanca, 1962-1976)”. Palabra Clave, 13(2). [Recuperado 18/06/2024: https://doi.org/10.24215/18539912e215].
Losada, Leandro (2007). “La alta sociedad y la política en la Buenos Aires del novecientos: la sociabilidad distinguida durante el orden conservador (1880-1916)”. Entrepasados, XVI (31), pp. 81-96.
Marcilese, José (2006). “Los antecedentes de la Universidad Nacional del Sur”. En: Mabel Cernadas de Bulnes (dir.). Universidad Nacional del Sur 1956 – 2006. Bahía Blanca: Universidad Nacional del Sur.
Martínez, Ana Teresa (2013). “Intelectuales de provincia: entre lo local y lo periférico”. Prismas: Revista De Historia Intelectual, 17(2), pp. 169–180 [Recuperado 24/06/2024: https://prismas.unq.edu.ar/OJS/index.php/Prismas/article/view/Mart%C3%ADnez_prismas17].
Martocci, Federico y Lanzillotta, María de los Ángeles (Eds.) (2021). Universidades en clave regional. Estudios de caso y escalas de análisis en la Argentina (segunda mitad del siglo XX). Rosario: Prohistoria-EdUNLPam.
Parada, Alejandro (2013). “Historia de las bibliotecas en la Argentina. Una perspectiva desde la bibliotecología”. Fuentes, Revista de la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional, 7(29), pp. 6-23. [Recuperado 15/03/2024: http://www.revistasbolivianas.ciencia.bo/scielo.php?script=sci_abstract&pid=S1997-44852013000600003&lng=es&nrm=iso].
Planas, Javier (2017). Libros, lectores y sociabilidades de lectura: Una historia de los orígenes de las bibliotecas populares en la Argentina. Buenos Aires: Ampersand.
Planas, Javier (2019). “Producción y circulación del saber en la historia del campo bibliotecario argentino”. Información, cultura y sociedad, (40), pp. 53-68. [Recuperado 15/03/2024: https://doi.org/10.34096/ics.i40.5474].
Planas, Javier (2024). “¿Qué cosas hay que saber de las bibliotecas? Las ideas de Manuel Selva sobre la formación de los y las bibliotecarias en la Argentina (1937-1944)”. Palabra Clave. [en prensa]
Salvatore, Ricardo D. (Ed.) (2007). Los lugares del saber: Contextos locales y redes transnacionales en la formación del conocimiento moderno. Rosario: Beatriz Viterbo.
Suasnábar, Guadalupe. (2019). De salones e instituciones en el espacio bonaerense: Prácticas artísticas entre La Plata, Mar del Plata y Tandil, 1920-1955.Tesis de Doctorado. Universidad Nacional de San Martín, Instituto de Altos Estudios Sociales.
Notas