Dossier

La tuberculosis y las artes de curar en Buenos Aires (c. 1870-1900)

Tuberculosis and the healing arts in Buenos Aires (c. 1870-1900)

Mauro Vallejo
CONICET, Argentina

Estudios del ISHIR

Universidad Nacional de Rosario, Argentina

ISSN-e: 2250-4397

Periodicidad: Cuatrimestral

vol. 13, núm. 37, 2023

revistaestudios@ishir-conicet.gov.ar

Recepción: 26 Julio 2023

Aprobación: 12 Septiembre 2023

Publicación: 30 Diciembre 2023



DOI: https://doi.org/10.35305/eishir.v13i37.1836

Resumen: La tuberculosis se transformó a fines del siglo XIX en una patología extendida y con altos índices de mortalidad en Buenos Aires. Los médicos y las agencias estatales de sanidad se implicaron desde el inicio en las tareas relacionadas con su detección, prevención y tratamiento. El objetivo es analizar la diversidad de ofertas curativas disponibles durante las últimas tres décadas de esa centuria. En momentos en que la biomedicina se mostraba incapaz de remediar esa afección, los tuberculosos hicieron uso de otras alternativas, que iban desde la sanación no diplomada hasta la medicina casera.

Palabras clave: Tuberculosis, curanderismo, mercado, remedios, automedicación, Argentina.

Abstract: As in many cities around the world, tuberculosis became a widespread pathology with high mortality rates in Buenos Aires at the end of the 19th century. Physicians and state health agencies were involved from the beginning in the tasks related to its detection, prevention and treatment. The aim of this paper is to analyze the diversity of curative offers available during the last three decades of that century. At times when biomedicine proved incapable of remedying this condition, tuberculosis sufferers made use of other alternatives, ranging from non-medical healing to home medicine.

Keywords: Tuberculosis, quackery, market, remedies, self-medication, Argentina.

Palabras preliminares

En abril de 1890, un joven estudiante de medicina publicó un trabajo titulado “Profilaxia de la tuberculosis”. Esas páginas no hacían otra cosa que abultar una extensa literatura científica dedicada a una patología que, tanto en Buenos Aires como en todas las grandes ciudades del globo, presentaba tenebrosos índices de morbilidad y mortalidad. En ese texto, Enrique Tornú afirmaba lo siguiente:

La estadística de la mortalidad nos prueba con sus irrefutables argumentos, que la tuberculosis produce un número de víctimas que llega a veces a constituir la séptima parte del total de defunciones. Esta cifra es por demás elocuente y no necesita comentario para demostrar la necesidad de poner en práctica todos aquellos medios a nuestro alcance, que puedan atenuar la marcha siempre creciente de esta horrible enfermedad.

Los tratamientos terapéuticos conocidos hasta ahora son todos más o menos ineficaces.[1]

Conviene subrayar dos elementos de ese pasaje, que retrata de modo acertado el panorama sanitario de esos años. El primero de ellos tiene que ver con las cifras alarmantes de mortalidad debidas a la tuberculosis. Los registros estadísticos de aquel entonces confirman la triste letalidad de la afección. Es posible tomar, sólo a título ilustrativo, las cifras correspondientes a los años 1892 y 1893 de la ciudad de Buenos Aires.[2] Del total de aproximadamente 13 mil decesos producidos en la Capital durante cada uno de esos años, la tuberculosis pulmonar figuró como la causa de muerte más frecuente: 1170 muertos por tuberculosis en 1892, y 1193 para el año siguiente. Ninguna otra enfermedad alcanzaba cifras tan elevadas.

Si se consideran solamente las enfermedades infecto-contagiosas, se observa que desde 1869 hasta fines de siglo la tuberculosis fue la que tuvo mayor índice de mortalidad durante casi todos los años, salvo en aquellos períodos puntuales en los que algún brote epidémico inclinó la balanza en favor de otra patología. Durante un lapso de 27 años, la tuberculosis fue la más mortífera en 19 períodos. Fue superada de tanto en tanto por la viruela (1871, 1872, 1875, 1880, 1883, 1887 y 1890) o la difteria (1887 y 1888). A diferencia de las demás infecto-contagiosas, la tuberculosis mantuvo, tanto en términos absolutos como relativos, cifras de mortalidad constantes, que en la década de 1870 rondaba los 700 fallecimientos anuales, en la década siguiente trepó a los 1000, y en 1890 se colocó entre los 1100 y los 1200.[3] Según los registros consignados por Samuel Gache,[4] entre 1870 y 1897 el porcentaje de muertes por esa afección en la ciudad de Buenos Aires fue siempre superior a los 7 puntos; en el decenio 1875-1885, los decesos alcanzaron, en promedio, el 12% del total; durante el decenio posterior, esa cifra era del 8,5.[5]

El segundo elemento tiene que ver con esa especie de confesión de Tornú, según la cual los médicos estaban llamados a aplicar “todos aquellos medios a su alcance”; para decirlo con menos rodeos, dada la ausencia de una terapia biomédica eficaz, los diplomados echaban mano de un conjunto heterogéneo y algo caótico de artefactos y consejos, cuyo objetivo era, en términos generales, tonificar o fortalecer el organismo desgastado. Guiados por intuiciones, por experiencias clínicas particulares, por lecciones aprendidas en los libros europeos, y a veces por afanes comerciales, los médicos del último tercio del siglo XIX probaron y enaltecieron una descontrolada variedad de remedios contra esa enfermedad resistente.[6] Sin afanes de exhaustividad, podemos consignar algunas de las terapias utilizadas o defendidas por los galenos porteños durante esos decenios, que más abajo serán comentadas con más detalle: los baños de agua helada, la ingesta de aceite de bacalao, la gimnasia mecánica, la creosata, la quina, el arsénico o el ioduro de potasio.[7] Los resultados, en la mayoría de los casos, eran inciertos (o más bien desalentadores).

Existe, afortunadamente, una sólida literatura histórica a propósito de esta afección en la Argentina, especialmente en lo que respecta a su ciudad capital. Gracias a esas monografías se ha ganado un conocimiento bastante firme acerca de dos dimensiones delimitadas. Por un lado, en lo que respecta a la segunda mitad del siglo XIX, se ha puesto de relieve, desde la perspectiva de una historia social, en qué medida la tisis ganó una preocupante prevalencia en las clases trabajadoras de las grandes urbes; de modo paralelo, se ha documentado que la enfermedad se transformó en una presencia cotidiana para otros sectores sociales, en momentos en que las instituciones sanitarias de la ciudad, tanto por sus carencias estructurales como por la ineficacia de los remedios que allí se utilizaban, no estaban en condiciones de afrontar ese mal endémico (Blinn Reber, 2000; Recalde, 2000). Por otro lado, ulteriores trabajos, basados mayormente en documentación de las primeras décadas del siglo XX, se han encargado de examinar la puesta en marcha de una amplia variedad de medidas tendientes a controlar la propagación de la enfermedad, o para paliar sus efectos; bajo ese marco se ha atendido a las políticas sanitarias ligadas al urbanismo o la higiene pública, a las acciones de las ligas anti-tuberculosas, y en igual medida se remarcó que los enfermos, conocedores de las limitaciones de las terapéuticas de la biomedicina, recurrieron a un generoso abanico de ofertas curativas, que incluía herboristas, curanderos o tónicos de venta libre (Armus, 2007, 2016; Carbonetti, 1998).

Ahora bien, el cometido de este artículo es pesquisar un territorio limítrofe, que según nuestro entender aún no ha retenido la atención de los estudiosos. Sin poner en entredicho las conjeturas o las conclusiones de aquella última línea de investigación, se procede aquí bajo el entendido de que ya en las décadas finales del siglo XIX son perceptibles los signos de la construcción de un mercado heterogéneo de productos y servicios ligados a la tuberculosis. Dicho en otros términos, durante el último cuarto de esa centuria, cuando, de un lado, la prevalencia de la enfermedad alcanzaba cifras muy altas, y de otro, resultaba evidente la progresiva consolidación de procesos que una mirada habitual ha tendido a equiparar con el período del Centenario (1910) -nacimiento de una prensa comercial, instalación de un pujante comercio interno, gestación de una sociedad de consumo-, se comprueba una rápida metamorfosis de la trama de dispositivos curativos emparentados con la tuberculosis. El objetivo de estas páginas es ofrecer un mapa general de esa trama, mal conocida hasta ahora, con la certeza de que su iluminación podría abrir nuevos interrogantes en el área de la historia de la salud.

En aras de cumplimentar nuestra meta, se hará hincapié en dos aspectos interconectados. Primero que nada, se trazará un balance de los multiformes procedimientos curativos ensayados entre 1870 y 1900 por los diplomados en aras de presentar batalla contra una patología que tarde o temprano llegaba a sus consultorios o salas hospitalarias. Segundo, insinuaremos una ponderación más cuidadosa de la real participación de los médicos en los itinerarios sufrientes de los tísicos de la ciudad durante esas mismas décadas. La verificación de que los doctores ofrecieron muchas y variadas terapias contra la afección, no quiere decir que la consulta al facultativo haya sido el recurso más utilizado; por el contrario, una toma en consideración del florido mercado de productos y servicios disponibles, muestra sin ambages que las ofertas alternativas fueron muchísimas (y quizá tanto o más eficaces que las apoyadas por los diplomados). Con el objetivo de respaldar nuestras afirmaciones, se hará referencia de modo insistente a un variado conjunto de documentos impresos utilizados en esta investigación, donde se incluyen artículos y tesis producidos por los doctores locales, folletos comerciales de institutos médicos, publicidades gráficas de remedios específicos promocionados desde la prensa general, así como noticias y crónicas referidas a las labores de curanderos o sanadores no autorizados.

I. Hospitales y empresas privadas

Durante la segunda mitad del siglo XIX los médicos porteños se movieron sin escapatoria en la tensión bosquejada por Tornú: al tiempo que constataban el poder destructivo e imparable de una enfermedad casi siempre mortal, no dejaban de ensayar contra ella los remedios más dispares. En su texto de 1854, José Piñeiro constataba que en sus pacientes porteños la afección tardaba apenas unos meses en producir el desenlace mortal. Durante ese lapso, había tiempo para probar de todo, mayormente sustancias medicamentosas (tónicos amargos y ferruginosos, yodo, hidroclorato de barita, de cal y de amoníaco, aceite de hígado de bacalao, azufre, etc.). Sea como fuere, el valor de esa tesis reside en los tres historiales clínicos que recupera, provenientes del Hospital General de Hombres. Ellos dan testimonio de una verdad que las fuentes ulteriores no se cansarán de repetir: los escasos y pobremente equipados nosocomios de Buenos Aires eran lugares más evitados que elegidos por los enfermos tuberculosos, quienes se dejaban llevar por la convicción de que esos sitios eran menos un lugar de sanación que la antesala del sepulcro. Terminaban allí quienes no tenían otra opción: los pobres, los desahuciados o los sujetos sin familia. Así, los tres enfermos de Piñeiro (dos changadores solteros, uno de ellos de raza negra, y un joven militar sin esposa) ingresaron al hospital en un pésimo estado de salud, y murieron allí apenas 2 meses más tarde.[8]

Para el tramo final del período aquí estudiado, algunos elementos de la infraestructura sanitaria habían sufrido algunas mejoras; ello no significó, empero, un beneficio ostensible para los tuberculosos locales. Podemos citar, a modo de ejemplo, algunas evidencias relativas al accionar del hospital más importante y moderno, el Hospital de Clínicas, que desde mediados de la década del 80 operaba bajo la órbita de la Facultad de Medicina. Según los registros correspondientes a la Sala de Clínica Médica, dirigida por Eufemio Uballes, apenas unos 25 enfermos de tisis habían sido tratados allí durante 1890. Nueve de ellos murieron sin consuelo; el resto, luego de recibir un tratamiento basado en “creosota, guayacol, revulsivos, inyecciones de creosota, fontículos, [y] tónicos”, no vio alterada su condición patológica.[9]

No ha de extrañar, por ende, que durante todo el siglo XIX los hospitales (tanto los públicos como los de las comunidades extranjeras) hayan sido emplazamientos más bien secundarios de la enfermedad que nos ocupa.[10] El tísico no podía esperar mucho de esas instituciones mal abastecidas, y terminaron sus días en esos enclaves sanitarios solamente aquellos individuos que no tuvieron otra alternativa. Conscientes de ese estado de cosas, los tísicos dejaban para último momento el ingreso a esos espacios de muerte; por ese motivo -y se trata de una situación que no se modificaría por décadas, tal y como ha sido documentado por Armus (2007: 331)-, los registros indicaban que una terrible proporción de los enfermos morían apenas uno o dos días después de su admisión al hospital.

Con el correr de los años, tanto en las salas hospitalarias como en los consultorios particulares, se habían ido apilando abordajes terapéuticos de improbable efectividad. Los medicamentos tonificantes, complementados por dietas nutritivas, fueron elegidos cada vez con mayor énfasis; por ejemplo, el aceite de hígado de bacalao se transformó no solamente en uno de los objetos más celebrados por los médicos,[11] sino también en una mercancía de amplia circulación en circuitos de autoconsumo, tal y como será desarrollado más abajo. Por otro lado, hacia la década de 1860 fueron cayendo en desuso procedimientos más invasivos como las sangrías, los cauterios o la aplicación de sanguijuelas, pues ya para ese entonces se reconoció el valor contraproducente de su acción debilitante.[12][13] También durante ese último tercio de siglo se fueron consolidando en el mundo local varios tratamientos novedosos, mayormente en emplazamientos privados que garantizaron una circulación extra-hospitalaria de la enfermedad. Algunos de ellos, como la recomendación de ejercicios gimnásticos o la estadía en determinadas zonas del país, formaron parte durante décadas del arsenal terapéutico de la disciplina médica. Otros, asociados muchas veces a esos implementos técnicos que progresivamente parasitaban el accionar galénico, tuvieron una sobrevida más humilde.

Ya en la década de 1850 se habían fundado en Alemania los primeros sanatorios para enfermedades pulmonares, bajo el entendido de que la combinación entre aire puro, altura y vida ordenada podía traer la curación o el mejoramiento de enfermedades como la tuberculosis (Gorsboth y Wagner, 1988). Ese modelo fue ganando adeptos, y para las décadas finales del siglo no solamente se había extendido hacia otros países europeos, sino que también habían tenido lugar iniciativas, a veces exitosas, de creación de centros accesibles para la clase trabajadora (Worboys, 1992; Condrau, 2000, 2010). La lenta consolidación de esos tratamientos de avanzada trajo consigo una alteración de la experiencia patológica; modificó el contrato implícito que comandaba la relación entre enfermos y sanadores, cambió las representaciones o idearios asociados al proceso patológico, e indujo finalmente un desplazamiento a propósito del lugar de acción de la medicina. La certeza de que la permanencia en ciertas provincias del interior (sobre todo Córdoba) podía tener una acción terapéutica sobre la enfermedad, inauguró de cierta forma algunas de esas mutaciones, que fueron reforzadas y maximizadas por la proliferación de los centros privados ligados a la gimnasia higiénica, la hidroterapia y más tarde la aeroterapia. A resultas de esos dispositivos terapéuticos, lo que la medicina ofrecía a los tuberculosos era mucho más que una renovada promesa de alivio; les auguraba la posibilidad de adquirir servicios que podían otorgar incluso un signo de distinción. Con ello se inauguraba no sólo el resquebrajamiento de la clásica dualidad del emplazamiento natural de la medicina - el hospital y la consulta privada (o su reverso, la visita a domicilio)-, sino también, y sobre todo, una visible estratificación del público sufriente. A ese respecto resulta elocuente la primera tesis que intentó sistematizar la acción curativa de las estadías en zonas de clima seco, presentada en 1878 por Fenelón Matorras[14]. Los tuberculosos que aparecen en ese trabajo académico son bien distintos a aquellos changadores que morían sin remedio en el Hospital público: por las páginas de Matorras (y por las sierras cordobesas) desfilan “la señora N. C. de N., nacida en esta ciudad y perteneciente a una de las principales familias”, “el caballero N. M. M., inglés de 41 años (…) comerciante en géneros por mayor” o “el caballero N. N. de 29 años de edad e hijo de una de las principales familias”.[15]

Ahora bien, es menester reconocer que a pesar de esos tempranos intentos por enaltecer las virtudes sanadoras de la “climatoterapia”, las estadías prolongadas en regiones del interior fueron un recurso absolutamente marginal en los años que nos ocupan aquí -contrariamente a lo que pudo ser sugerido en otras monografías (Blinn Reber, 2000). Recién en las primeras décadas del siglo XX se construyeron los primeros sanatorios especializados en el tratamiento de tísicos en ciertas zonas de Córdoba, y solo a partir de 1920 ese método comenzó a ser utilizado de manera sistemática en grandes grupos de pacientes (Carbonetti, 2008). En las décadas de 1880 o 1890, por el contrario, se trataba de viajes particulares a estancias, hoteles o zonas campestres, y muy pocos tísicos se dieron por ese entonces esos lujos terapéuticos. El propio Tornú, en un informe oficial redactado en 1899, subrayó las pocas certezas que existían acerca de esa alternativa curativa, y puso el énfasis en los malos resultados clínicos que podían resultar de viajes a lugares mal acondicionados, carentes de dirección médica y con infraestructura casi improvisada.[16]

Durante las últimas dos décadas del siglo, la ciudad de Buenos Aires se vio invadida por otro tipo de empresas médicas, destinadas a los sectores medios y altos, que sí tuvieron un peso significativo en los itinerarios vitales de los tísicos porteños. Ubicados en las calles céntricas de la ciudad, y provistos de todos los lujos que una clientela exigente pudiera necesitar (mucamos, pedicuros y confiterías), estos centros privados se distinguían por la provisión de servicios profesionales algo sofisticados: aparatos de electroterapia, hidroterapia, aeroterapia, atmiatría, entre otros (Vallejo, 2021a). Pues bien, desde bien temprano esas empresas intentaron seducir a los enfermos tuberculosos. No hubo casi ninguna terapéutica de avanzada que no fuera promocionada, tarde o temprano, como una solución pasajera o radical contra la tisis. Se trataba quizá del destino natural de todas las enfermedades crónicas para las cuales la biomedicina no tenía una curación positiva: en uno u otro momento cualquier remedio sería ensayado para hacerles frente. Por otro lado, hay que tener presente que durante todos esos años (incluso después del descubrimiento, por parte de Koch, del bacilo que lleva su nombre [1882]) la tuberculosis fue asimilada a un trastorno debilitante general, con singular compromiso de la sangre. Por consiguiente, cualquier manipulación o sustancia que obrara una vigorización del organismo (de su musculatura, pero también de sus energías generales) debía ser potencialmente benéfica para esos pacientes.[17]

Para citar un caso ilustrativo, el Instituto fundado hacia 1878 por Juan Lacroze contaba con más de un dispositivo curativo capaz de auxiliar a los tísicos de la ciudad. Según declaraba el director en su tesis médica, y tal y como de inmediato incluiría en las publicidades de su empresa, las sesiones de hidroterapia podían provocar mejorías casi milagrosas en esos pacientes con algo de dinero).[18][19] Ese centro médico estaba equipado además con otro artefacto, los baños de aire comprimido, que, según el testimonio de Facundo Larguía, también resultaba beneficioso en los casos de tuberculosis.[20] Por esas mismas fechas abrió sus puertas un centro especializado en el empleo de ese tipo de aparatos aplicables sobre las vías aéreas (pulverizadores, “cámaras pneumáticas”), el “Establecimiento Médico de Aeroterapia y Atmiatría”, ubicado en la calle Suipacha y dirigido por los doctores Cimone, Romano y Martín. Tanto en sus propagandas como en las páginas que se publicaron a propósito de los trabajos realizados en esa empresa, se indicó que aquellos implementos tecnológicos podían traer un marcado alivio en los casos de tisis.[21][22]

Un efecto igual de positivo podía acarrear otro artilugio utilizado en la calle Suipacha, que guardaba claras reminiscencias con la vetusta aplicación de sangrías. Nos referimos a los aparatos de hemospasia ideados por Junod, cuya acción fue definida del siguiente modo por uno de sus partidarios locales:

es un medio terapéutico que consiste en practicar el vacío sobre grandes superficies del cuerpo por medio de aparatos especiales, con el objeto de atraer en breves instantes una masa de sangre más o menos considerable sobre una parte sana y aliviar consiguientemente los órganos que son asiento de una congestión mórbida.[23]

Dado que se atribuía a la tuberculosis la producción de congestiones e inflamaciones, era natural que ella fuera atacada con los aparatos de Junod, tal y como evidentemente ocurrió en Buenos Aires. Entre los enfermos atendidos en la calle Suipacha, y recogidos en la tesis de Amenedo, figuran varios historiales con síntomas compatibles con esa afección. Por ejemplo, a un joven de 28 años aquejado de tos, disnea y hemoptisis “se le aplicaron los recipientes metálicos en los dos brazos y después de varias sesiones cortas (…) el enfermo respiraba con amplia libertad y se sentía bien”.[24] Algo similar sucede con el historial correspondiente a una preceptora de 23 años, que concurrió al centro fatigada y cianótica, con “fuerte opresión en el pecho, tos frecuente, una expectoración vizeosa [sic] y a veces estriada de sangre”.[25] Algunas aplicaciones hemospásicas le devolvieron la salud.

Otros tuberculosos porteños pudientes buscaron algún bálsamo para su mal en un centro médico equipado con otro tipo de aparatos. Se trata del “Instituto Terapéutico de Gimnasia Mecánica" fundado por el doctor Ernst Aberg en mayo de 1885, y que muy pronto adquirió cierta celebridad gracias a su clientela ilustre. Tempranamente, en un escrito publicado unos meses después de la apertura, el diplomado sueco mostraba cierto optimismo respecto de los beneficios que sus aparatos de poleas podían traer en los casos de tuberculosis, pues “los ejercicios calculados a desarrollar el tórax y estimular la actividad de los músculos respiratorios se han mostrado un adyuvante poderoso de otras prescripciones”.[26]


Imagen 1
Ilustración incluida en: Aberg, Ernst (1888). El método Zander de gimnasia mecánica. Descripción de todos sus aparatos, su uso y su acción terapéutica. Buenos Aires: Imprenta de Pablo Coni, p. 31.

Cuando 3 años más tarde Fortunato Solá preparó unos cuadros con la información del millar de enfermos que hasta ese entonces habían pasado por ese instituto, comprobó que los casos de tuberculosis habían ascendido a 18 (pero esa cifra se eleva significativamente si se agregan los 22 casos de “catarro pulmonar crónico”, los 8 de “escrofulosis” o algunos de los 134 incluidos en la algo confusa categoría de “debilidad general”).[27]

Las evidencias revisadas someramente hasta aquí dejan ver que en paralelo al empleo de los tratamientos medicamentosos más tradicionales (basados en el empleo de un arco muy variado de sustancias, muchas de ellas de virtudes tonificantes), los médicos no perdieron la oportunidad de ensayar procedimientos y abordajes de distinta naturaleza con sus pacientes tuberculosos de sectores medios o altos, sobre todo en sus consultorios privados. Al igual que aquella farmacopea habitual, muchos de estos tratamientos alternativos buscaban el fortalecimiento del organismo o la adquisición de una pasajera sensación de bienestar. Por otro lado, uno y otro abordaje invitaban al enfermo a asumir una identidad seductora: la del consumidor. Al retraducir la acción médica en una incitación al consumo de objetos o servicios entre inocuos y hasta placenteros -e incluso detentadores de cierta distinción, tal y como aparecía sugerido en las publicidades gráficas o en las ilustraciones que acompañaban los folletos referidos a esos centros-, los facultativos intentaban plegarse a una nueva forma de experimentar las patologías crónicas, que amplios sectores urbanos con acceso a circuitos de consumo comenzaban a llevar adelante.

II. A un costado de la medicina

La relativa imprecisión en el arsenal curativo no se vio alterada con la confirmación de la verdadera etiología y naturaleza de la enfermedad, lograda en marzo de 1882 gracias al descubrimiento, por parte de Koch, del bacilo responsable de la patología. En efecto, si bien esa innovación modificó sustancialmente el conocimiento de la afección y su contagiosidad, y por ende favoreció la implementación de medidas preventivas, en lo inmediato no trajo consigo una transformación de los artefactos terapéuticos (Worboys, 2000).

En lo que respecta al terreno local, no hay que olvidar el hecho de que algunos médicos, incluso algunos docentes de la universidad, eligieron o bien desconocer la verdad de las premisas bacteriológicas, o bien ridiculizar sus alcances. Ya en 1887 José María Ramos Mejía, refiriéndose irónicamente a algunos profesores, aludía a “muchas cabezas quitinosas [que] sonríen maliciosamente cuando se les habla de bacteriología”.[28] Posteriores recuentos autobiográficos o relatos históricos permiten incluso identificar los nombres de esos catedráticos que, a pesar de ocupar cargos salientes en la enseñanza superior, dieron la espalda a la microbiología hasta el cierre de la centuria.[29] Todavía a fines de 1891, en un escrito que no dejó de despertar polémica, Norberto Maglioni pudo decir: “La teoría microbiológica me produce el mismísimo efecto que la torre de Eiffel. Estupenda construcción delante de la cual se extasían millares de personas, pero cuyo destino práctico no se me diga que es alguno”.[30]

Creyeran o no en el dogma bacteriológico, lo cierto es que los médicos sabían mejor que nadie que la tuberculosis marcaba un límite muy visible a la utilidad de sus remedios. Esa enfermedad insidiosa estaba allí para recordar a cualquier porteño que los médicos modernos podían saber mucho y conocer términos muy sofisticados, pero que curar era una cosa bien distinta. Silverio Domínguez, quien dedicó largos años a analizar esputos de tuberculosos porteños, supo ironizar a propósito de ello en un volumen publicado en 1894, titulado La tuberculosis o confidencias microbianas.[31] Aquel facultativo español despliega en esas páginas una ficción en la cual un bacilo de Koch le dice todas sus verdades a un médico de laboratorio que no sale de su asombro (Nieva, 2020). A lo largo de los capítulos el microorganismo parlante y altanero se deleita señalándole a su interlocutor no solamente la estrechez del saber real de su ciencia, sino también, y sobre todo, la vanidad de su accionar sanador. Después de burlarse de la inocuidad de las drogas, aceites y jarabes que los doctores prescriben a sus pacientes tísicos, el ser microscópico provoca aún más a su compañero:

Están ustedes a oscuras por más que pretendan en su infatuación el saberlo todo, proseguía diciendo en la mayor frescura el bacilo tuberculoso con el deliberado propósito de confundirme: se irán convenciendo que no saben nada, y por eso somos los señores del mundo, los dueños de la creación aunque me esté mal el decirlo; sí señor, pasarán muchas generaciones sin que nadie ose destruir nuestros trabajos, se inventarán medios y más medios terapéuticos, se quemarán las cejas todos los sabios del mundo, y subsistiremos los bacilos tuberculosos pese a quien pese, y será el problema de nuestra destrucción más difícil de resolver que la cuadratura del círculo.[32]

Lo antedicho presta cierto auxilio para entender las aguas confusas en que la medicina se movía a la hora de vérselas con los tísicos de la ciudad, y explica en parte el motivo por el cual los representantes de esa ciencia supieron ser partidarios de rumbos terapéuticos asaz heterogéneos, con ninguno de los cuales lograban efectos convicentes.

Por consiguiente, es muy comprensible que los pacientes buscaran en otros lugares una respuesta a su sufrimiento. En efecto, aunque no contamos con rastros certeros que nos permitan trazar cifras o estadísticas aproximadas, es seguro que la gran mayoría de los tísicos rioplatenses decidió transitar su enfermedad por caminos que no tenían mucho que ver con la cosmovisión o las instituciones de los médicos.[33] Pudieron hacer de cuenta, mientras ello les fue posible, que esa afección no existía, o se habituaron a convivir con una patología que tendía a la cronicidad. Intentaron seguir adelante con sus vidas, recurriendo para ello a productos de consumo que les reportaran de tanto en tanto algún alivio sintomático. Fueron capaces también de combinar, al mismo tiempo o de manera sucesiva, artefactos o productos ofertados por actores sociales bien distintos.

Se trata de un fenómeno bien estudiado por la historia de la medicina, sobre todo a partir de la década de 1980. Los trabajos señeros y más elocuentes estuvieron referidos al siglo XVIII y primera mitad del XIX; mostraron que el cuidado de la salud fue en muchos contextos un problema de mercado, y no tanto de titulaciones. Múltiples actores (vendedores de remedios, sangradores, charlatanes, médicos universitarios, etcétera) se disputaban el favor de los enfermos, quienes ante la necesidad de aliviar tal o cual malestar podían optar entre esas varias ofertas, dejándose guiar más por sus expectativas o conocimientos que por las credenciales que ostentara tal o cual agente.[34] El largo siglo XIX no puso fin a esa dinámica. La regularización del arte de curar -la delimitación de un único agente capaz de llevar a cabo prácticas sanatorias, el médico titulado, sumada a la lenta disolución de competidores (sangradores, oficiales de sanidad, cirujanos), así como al reforzamiento de agencias estatales encargadas de vigilar el arte médico y de asegurar la traducción del saber galénico en políticas públicas- no significó necesariamente la desaparición de esa convivencia algo caótica de expendedores de remedios. Pudo reconfigurarla y limitarla un poco, pero no mucho más. La ineficacia de la represión de los no-diplomados -explicable no solamente por la destreza de esos actores a la hora de imaginar estrategias de promoción y defensa, sino también por cierto desinterés de las agencias estatales- puede seguramente hacerse extensiva a los débiles intentos de control de otras prácticas, como por ejemplo el expendio de sustancias.[35]

El tísico porteño podía direccionar su reclamo, en primer lugar, hacia el “curandero”, esa figura de rostro mudable. Merced a ese epíteto versátil y despectivo los galenos nominaban una indefinible variedad de actores que prometían algún alivio para muchas condiciones mórbidas; podían figurar allí la sanadora casi iletrada, experta en hierbas y brebajes, pero también el magnetizador viajero, el espiritista de biblioteca imponente, alguna adivina con inclinación filantrópica, y un largo etcétera. Describiendo el Buenos Aires del cambio de siglo, un cronista lamentó que cada barrio “tenía su adivina y su curandera”, pues “cualquier calle a trasmano servía para instalar el ‘consultorio’” (González Arrili, 1952: 349-350). En efecto, si hemos de creer en la queja reiterada que los médicos de la ciudad emitieron desde fines de la década de 1860, esos sanadores no autorizados, hacendosos y populares, proliferaban en el espacio urbano (González Leandri, 1999). Su presencia pudo adquirir mayor visibilidad de manera esporádica, por ejemplo cuando algún brote epidémico volvía a poner en la palestra pública el interrogante sobre la eficacia de los remedios que circulaban en la ciudad (Guiastrennec, 2020). Pero más allá de la atención espasmódica que la prensa o las agencias sanitarias supieron prestarles a lo largo de esas décadas, lo cierto es que esos competidores de los médicos estaban todo el tiempo allí, respondiendo a una demanda siempre renovada.

Todo indica que los tuberculosos fueron bien recibidos en los consultorios de los sanadores populares por esas décadas. Citemos dos ejemplos ocurridos en 1891. El primero de ellos tuvo como protagonista a Mariano Perdriel, el célebre “Manosanta” que desde hacía unos años atendía en la calle Catamarca, y cuyas acciones fueron objeto de una vistosa polémica en los periódicos de octubre de ese año, máxime cuando circularon rumores de que el Consejo de Higiene lo trataba con excesiva benevolencia. A los fines de conocer su modo de acción, un repórter de El Diario simuló tener la afección que nos ocupa, y sedujo a Perdriel con palabras infalibles: “Padezco de tuberculosis y me han desahuciado todos los médicos a quienes he visto. Hasta había pensado hacerme inocular la linfa de Koch, pero como no tengo medios(…)”.[36] Su interlocutor creyó en la veracidad de esas confidencias, y prometió sanarlo con el auxilio de su singular método de aplicar la mano sobre la zona afectada.

El segundo ejemplo, acaecido unos meses antes, tiene que ver con una de las últimas curaciones de Pancho Sierra, consignada en una nota de El Diario de marzo de 1891. Según esa crónica, un jockey del Hipódromo Argentino había sufrido un colapso a metros de ganar la carrera. Fue bajado del caballo en estado de inconsciencia, y llevado de inmediato ante dos médicos, quienes declararon que “su cura era imposible, pues Juárez [el jockey] tenía el pulmón derecho completamente deshecho y el izquierdo estaba lleno de cavernas”. El padre del enfermo, incrédulo, consultó con el célebre curandero, quien le indicó el tratamiento a observar: primero arroparlo, luego, a las tres de la mañana, colocarlo en una tina de agua helada, y darle de beber 3 vasos de ese mismo líquido; al día siguiente, según la previsión matemática de Sierra, el paciente se quejaría de una puntada a un costado, y había que colocar dos parches de sebo en ambos laterales, aplicando asimismo fricciones de aguardiente. Todo el proceso discurrió tal y como el sanador lo predijo, y a los 4 días Juárez se hallaba en perfecto estado (“Todo esto pueden afirmarlo como testigos los señores Rivas, el padre del niño, los cuidadores y peonada del stud y varias otras personas”, se lee en la crónica periodística).[37]

Esas dos breves viñetas son quizá poco elocuentes. Pero alcanzan para recordar que la visita a los sanadores no diplomados formó parte con total seguridad de los derroteros vitales de muchos tísicos porteños. Un recurso igual de utilizado estuvo conformado por la medicina casera, esto es, el empleo de sustancias y regímenes que eran respaldados por la tradición, y que generalmente implicaban el consumo de objetos de uso cotidiano. En el seno mismo del hogar, con artefactos al alcance de la mano y sin la necesidad de visitar a ningún experto (diplomado o no diplomado) era posible resolver un conjunto generoso de patologías. Los preceptos de esta medicina casera podían pasar de boca en boca, pero dieron forma también a una amplia literatura divulgativa, que circuló bajo la forma de columnas de periódicos, y que fue recogida y sistematizada asimismo en populares volúmenes, firmados por médicos de cierta celebridad, e incluso por filántropos o publicistas.[38]

Los Diccionarios de medicina, Manuales de medicina doméstica y Libros de la salud constituyeron un auxilio frecuente y extendido para los sufrientes de la ciudad de Buenos Aires, y en esas páginas es posible hallar varias recomendaciones a propósito de la patología tuberculosa (Di Liscia, 2005). En una temprana edición porteña del célebre sistema de François-Vincent Raspail, el tratamiento indicado contra la tisis constaba de la aplicación de compresas de alcohol alcanforado en el pecho, fricciones, infusiones de lúpulo y paseos al sol.[39] Otro texto de origen francés que también tuvo lectores en la capital, recomendaba las purgaciones metódicas, el aceite de hígado de bacalao e infusiones de plantas aromáticas.[40] Un abordaje mucho más detallado de la terapéutica puede ser hallado en el muy difundido Diccionario de medicina popular de Pedro Luis Napoleón Chernoviz (el médico de origen polaco, que entre 1840 y 1855 se radicó en Brasil), cuya primera edición se remonta a 1851 (Cotrim Guimaraes, 2016). Ese libro -al igual que su predecesor, el Formulario o guía médica [1841]- conoció repetidas ediciones en español, y entre fines del siglo XIX y comienzos del XX fue sin lugar a dudas la obra de divulgación médica más exitosa en la región. Según la quinta edición castellana de 1879, era necesario distinguir la terapia de la tisis en función de los momentos de su desarrollo. A los fines de prevenir la patología en los sujetos predispuestos, se recomendaban varias medidas: navegación, paseos al sol, evitación de pasiones tristes y fricciones de tocino sobre el pecho, entre otras. Una vez confirmada la enfermedad, se debía apelar a ciertos alimentos (como los sesos de carnero o las huevas de pescado) y a remedios como el aceite de hígado de bacalao, el carragahen o el jarabe de trementina, pero sobre todo era menester atender a las condiciones habitacionales y a la dieta nutritiva.[41]

Un manual similar se ganó por esos años el aprecio de los lectores porteños. Se trató de un grueso volumen de casi 1500 páginas titulado El médico práctico doméstico. Redactado por diversos facultativos, sobre todo de México y Estados Unidos, ofrecía un compendio ordenado de consejos terapéuticos, más una descripción extensa y minuciosa de las principales enfermedades).[42] Según se advertía en su portada, “el estilo de la obra es tan claro, que se encuentra al alcance de todas las inteligencias”. El motivo por el cual ese libro gozó de la simpatía del público de Buenos Aires debe ser hallado en la participación, en calidad de autor de algunas páginas (por ejemplo, las referidas al cólera), de Silverio Domínguez. En el apartado a propósito de la tisis -escrito sin lugar a dudas por un doctor estadounidense-, todas las consideraciones, tanto las que comprendían la etiología como las que apuntaban al posible tratamiento, evitaban cualquier afán de innovación. Al momento de desplegar los preceptos terapéuticos, la obra apelaba a las recomendaciones habituales: evitar el desarrollo del mal a través de una vida ordenada (con buena nutrición, ejercicio al aire libre, sumado al cuidado de no mojarse los pies), y luego, si la patología hacía acto de presencia, recurrir a los viajes, el cambio de clima, la ingesta de whisky y de aceite de hígado de bacalao, y sumar a todo ello la aplicación de esponjas remojadas en alcohol en todo el cuerpo antes de acostarse.[43]

En Buenos Aires no solamente se reimprimieron o comercializaron manuales y diccionarios de origen extranjero. Existieron unos pocos de factura local. Uno de los más tempranos fue el volumen Medicina doméstica, firmado por un tal Pérez, doctor en medicina, publicado originalmente hacia 1855, y luego reimpreso en varias oportunidades.[44] En el artículo dedicado a la tisis, se recomendaba la aplicación de un vomitivo al comienzo de los episodios, y se prescribían los viajes y los cambios de clima; una vez establecidos los esputos, el tratamiento debía limitarse a píldoras de opio y a “entretener sus fuerzas e ilusiones, a consolarle en sus momentos de desesperación y de tristeza”.[45]

En esa literatura eran comunes los préstamos o directamente los plagios de las obras anteriores. Algo de ello se percibe en otro manual de ese género producido en la ciudad. Se trata de Medicina casera e higiene privada (el subtítulo reza El médico de sí mismo sin necesidad de botica), redactado por Juan Igón, uno de los dueños de la tradicional “Librería del Colegio”, y propietario de una casa editora que estuvo detrás de la aparición de algunas obras científicas en el terreno local. En ese libro -impreso originalmente en 1892, y luego reeditado varias veces a comienzos del siglo pasado- se constatan, por ejemplo, recomendaciones sospechosamente similares a las de Chernoviz. Así, en la entrada referida a la curación de la tisis pulmonar, se repiten muchos de los consejos de aquel diplomado polaco, a los cuales se añade el elogio del consumo de la carne cruda o ajo, así como la defensa de artefactos de cuño local, como la “infusión hecha con cominitos del campo” o cocimiento de la raíz de chirivía.[46]

En las bibliotecas personales de muchos tísicos de Buenos Aires figuraron asimismo ejemplares de un particular sub-género de esa literatura médica y doméstica. Nos referimos a los manuales de hidropatía, es decir, el empleo del agua en la sanación de las enfermedades. Antes de que los médicos locales abrieran sus centros de hidroterapia, y en simultáneo a la circulación de curanderos especializados en la utilización del agua fría (cuyo máximo exponente fue Pancho Sierra), se comercializaron en la ciudad varios volúmenes repletos de indicaciones sobre esa terapéutica casera, que no requería de aparatos de ningún tipo. Un poco de agua, algunas sábanas, toallas y tinajas alcanzaban para hacer de cada hogar un recinto de sanación. Uno de los autores pioneros y más populares fue el catalán Pedro Mombrú, radicado en el Río de la Plata desde mediados de siglo. En 1863 dio a la imprenta, en Montevideo, su Práctica elemental de hidro-sudo-terapia,[47] un largo tratado que, amén de dirigir una crítica furibunda a la medicina académica, ilustraba los tratamientos aplicados en distintas enfermedades, incluida la tisis, siempre en base a fricciones, duchas, esponjas y vasos de agua.[48][49] Diez años más tarde, otro volumen, quizá más prolijo y más conciliador para con la práctica diplomada, repetía consejos similares. Se trataba de El guía hidrópata, de López Otero.[50] Tanto o mayor difusión tendría en las décadas posteriores la traducción al español de la obra clásica de Sebastian Kneipp (Mi cura de agua), que reservaba largas páginas al abordaje de la patología pulmonar.[51]

Una toma en consideración de estos elementos debe bastar para advertir hasta qué punto el universo del cuidado de la salud reclamaba la participación de actores y objetos muy variados, con divergentes expectativas y capacidades de acción. Tratándose de las tareas de sanación, las identidades no eran siempre muy certeras, y no era raro que prevalecieran rostros confusos o perfiles híbridos. Había, por supuesto, curanderos que adoptaban remedios, ademanes y tecnicismos de la medicina; a la inversa, había supuestos médicos que quizá no eran otra cosa que sanadores con deseos de promoción social. Uno de los exponentes de esas identidades híbridas fue quizá un presunto médico extranjero (nunca autorizado para ejercer en el país), que en junio de 1889 hizo imprimir en el diario más leído de la ciudad los avisos de su consultorio, en los cuales prometía la cura definitiva de la tuberculosis.[52]

Hay que contar asimismo con los propios enfermos que, auxiliados por mediaciones de distinto calibre (publicidades, obras de divulgación o recomendaciones de pasillo), se procuraban por sí mismos los objetos o servicios que podían aliviar su tuberculosis. A tal respecto, podemos sumar la circulación de otro tipo de artefacto curativo. Nos referimos a dispositivos o aparatos que, al igual que los remedios que habremos de revisar en unos instantes, eran lanzados al circuito del autoconsumo, sin por ello dejar de reaprovechar el respaldo de médicos o academias que supuestamente garantizaban su eficacia o cientificidad.

No es posible establecer con exactitud qué difusión real tuvieron esos implementos, que muchas veces tenían que ver con el empleo de la electricidad o los imanes (fajas, cinturones, plantillas, medallones), y que iban mayormente recomendados para enfermedades nerviosas o para estados debilitantes. Los conocemos exclusivamente por sus publicidades, que no fueron escasas en las décadas finales del siglo. Ahora bien, tenemos noticia de al menos un implemento ligado a la tuberculosis. Existe una noticia algo indirecta de él; nos interesa recuperarla, de todas formas, no solamente para mostrar un aspecto muy poco explorado del mercado sanitario de esos años, sino también para volver a enfatizar el extremo dinamismo y complejidad de esa trama. A comienzos de 1891, tomó estado público una resolución de la Oficina de patentes de invención, dependiente del ministerio de Obras Públicas, concediendo una patente por 10 años a un “aparato para la curación de la tisis por medio de inhalaciones de aire caliente”.[53] De esa forma se respondía favorablemente a la presentación realizada por C. B. Hudtwalcker, que oficiaba de representante del verdadero ideador del producto, el Dr. Luis Weigert. Con ello se abría la puerta al desembarco en la ciudad de un dispositivo curativo que muy probablemente fue ensayado por más de un tuberculoso de la ciudad.[54]

III. Farmacia y autoconsumo

Resta hablar de la que tal vez haya sido la solución más empleada por los enfermos, sobre todo a partir del último cuarto de siglo. Nos referimos al (auto)consumo de remedios “específicos”, preparados medicinales de venta libre, que en muchos casos provenían del extranjero y cuyas publicidades llenaban las páginas de avisos de todos los diarios y revistas de la ciudad (incluidas las de medicina a partir de 1894, con el inicio de La Semana Médica). Estos productos eran expendidos no solamente en farmacias o boticas, sino también en puntos de venta ambulantes, consultorios, oficinas de adivinas y almacenes. Si bien esas mercancías, herederas de los “remedios secretos” de antaño, tenían una larga historia por detrás, su comercialización conoció un vigoroso impulso durante la segunda mitad del siglo XIX, por la convergencia de al menos dos factores (Ramsey, 1994; Chauveau, 2005). Por un lado, la expansión y consolidación de la publicidad gráfica, directamente relacionada con el afianzamiento de la prensa periódica en las urbes modernas. Por otro, el fortalecimiento de la industria. En efecto, esos agentes terapéuticos fueron elaborados en pequeñas o medianas plantas industriales, que llegaron a emplear varios cientos de trabajadores, y en las cuales imperaba una estricta división de tareas (elaboración de la sustancia misma, embotellamiento, etiquetamiento, etc.) (Ernst, 1975). Junto a esa producción a gran escala, existió otro circuito más modesto; muchas farmacias pequeñas, tanto en Francia como en Alemania, se atrevieron a crear y promocionar sus propios específicos (Faure, 2005). Si bien se trata de un territorio menos explorado, es posible afirmar que lo mismo sucedió en Buenos Aires, donde las casas farmacéuticas, sobre todo las más importantes, lanzaron al mercado de manera temprana ciertos productos que llevaban su nombre.


Imagen 2
Sud-América. 8 de julio de 1886.

Muchas de esas sustancias eran ofertadas para el alivio de varias enfermedades al mismo tiempo, o directamente prometían el mejoramiento o el fortalecimiento del organismo tout court, sin aludir a ninguna afección en concreto. A los fines de seducir a los potenciales consumidores, las propagandas (elaboradas también en el extranjero) apelaban a artilugios variados, y ya desde 1880 podían presentar, en términos de su calidad gráfica, una sofisticación muy superior a lo que se ha creído (Armus, 2016); podían ostentar recomendaciones de ignotos sabios del exterior, o advertir que contaban con un (improbable) respaldo de academias científicas de tal o cual país. A veces la recomendación del profesional era cierta, e iba acompañada por alguna leyenda de aprobación firmada por un médico reputado de la ciudad -incluso el muy comedido Ignacio Pirovano se prestó a esos negociados-.[55]

Podían asimismo advertir que gran cantidad de enfermos ya se habían beneficiado con el producto, y de igual forma las publicidades hacían saber los (difícilmente rastreables) premios y diplomas que la sustancia había obtenido en alguna feria o exposición. En lo que concierne a la relación que estos productos construían con el saber y el prestigio médico, cabe hablar de un juego paradójico. De hecho, al mismo tiempo que parecían reconocer la autoridad de esa disciplina (recuperando sus términos técnicos, y ante todo apoyándose en sus pergaminos con fines publicitarios), lo que hacían en verdad era alentar abiertamente el autoconsumo (Correa, 2018). Estos productos, en otros términos, tenían todas las de ganar: asequibles por su bajo costo y su franca accesibilidad (garantizada por una aceitada maquinaria de distribuidores, representantes de firmas comerciales y avisos publicitarios), se amoldaban a la perfección al hábito del autoconsumo, entendido como la práctica merced a la cual los habitantes de Buenos Aires se habían acostumbrado desde siempre a tramitar sus experiencias patológicas, incluida la tisis.

No viene a cuento hacer un listado exhaustivo de los específicos promocionados como remedios contra la tuberculosis. El listado sería demasiado extenso, y su transcripción pecaría de redundancia. Podemos contentarnos con mencionar solo algunas de las publicidades que figuraron durante largos años en los diarios más leídos de la ciudad: El Emplasto de Tapsia Le Perdriel-Reboulleau (“Único admitido en los hospitales de Francia”) curaba los constipados, la tisis, los dolores reumáticos, y varias condiciones más;[56] “Millares de médicos de todas las partes del globo” habían confirmado que la tisis y “enfermedades análogas” podían ser sanadas mediante la Emulsión de Scott (de aceite de hígado de bacalao con hipofosfitos), advertía un aviso que se reiteró en los diarios por esos años;[57] “No más enfermos del pecho”, prometía un gran recuadro que celebraba las virtudes de la Eucaliptina Le Brun, flamante remedio para la tisis, las bronquitis y los catarros pulmonares, comercializado en Buenos Aires por las farmacias de Demarchi y Parodi.[58]

La comercialización de estos remedios suscitaba inquietudes en muchos partícipes de la trama sanitaria. De todas maneras, su circulación era tan masiva, y suponía asimismo tantos réditos para todos los involucrados, que jamás se puso en acción un control demasiado estricto. Para empezar, esos objetos estaban en el límite de la ilegalidad, pues en muchos casos no se diferenciaban con claridad de los remedios “secretos” repudiados por la ley de ejercicio de la medicina (sancionada en 1877): una droga secreta era, según el artículo 28, “toda preparación que se aplique exterior o interiormente en forma de medicamento y cuyo nombre no esprese claramente su naturaleza y composición, ó cuya fórmula no exista en la farmacopea ó no haya sido publicada por el Consejo”.[59] Si bien algunas farmacias y droguerías de la ciudad a veces tramitaban la autorización del Departamento Nacional de Higiene para los específicos que deseaban expender, no se trataba de un fenómeno universal, y tampoco estaba sometido a controles periódicos o estrictos.[60]

Las autoridades sanitarias se limitaban de tanto en tanto a vigilar que esas sustancias no representaran un peligro para la población, y procedían a analizar su composición o sus efectos.[61] Los resultados solían ser desalentadores, pues hacían presumir que dentro de esos frascos o paquetes había cosas muy distintas a las prometidas en etiquetas y propagandas.[62]

Esas mismas publicidades estaban reñidas, por otro lado, con una vieja ordenanza, dictada por el Departamento de Higiene en abril de 1882, a la que nunca se prestó mucha atención. Esa norma prohibía la impresión de avisos de “específicos con designación de las enfermedades en que han de emplearse y del modo como han de usarse”, pues se consideraba que aquello conformaba “otra de las formas del curanderismo”.[63]

No existen registros que permitan establecer, ni siquiera de modo tentativo, cuán amplia fue la comercialización de esas mercaderías. La persistencia en el tiempo de esas publicidades podría ser tomada como un indicio posible del carácter endémico y obstinado del consumo de tales específicos. Ahora bien, una fuente alternativa confirma, quizá de modo indudable, la efectiva extensión y masividad de esa práctica del autocuidado. Nos referimos al reiterado lamento lanzado por farmacéuticos y médicos contra ese hábito consumidor. Los primeros utilizaron las páginas de la revista de su gremio para denunciar el hecho de que, merced a sus prescripciones y sus pedidos, doctores y pacientes obligaban a las farmacias a transformarse en meros puntos de venta de esos productos de composición dudosa (“para mayor irrisión está obligado el farmacéutico a ser su agente y aún a exhibirlas, para que no le pongan en entredicho los médicos y el público, que se han empeñado en convertir las boticas en un bazar de fruslerías”).[64] Por su parte, los galenos adquirieron tempranamente conciencia de la proliferación local de esos objetos, y de su aceptación por parte de los enfermos. A comienzos de la década de 1880, Miguel Puiggari ironizaba: “¿Qué más pueden desear hoy los pacientes estando en sus manos esas medicinas y tanta panacea como se registra en la cuarta página de los periódicos? No, parece sinó que hoy el que se muere es porque quiere”.[65] Al mismo tiempo, no dejaron de reconocer que ellos mismos alentaban ese hábito, en respuesta a las demandas de sus pacientes: “el enfermo quiere ser tratado de su mal, y para esto quiere remedios, es pues esencial prescribirle aun cuando no fuese más que para satisfacer su imaginación”.[66]

IV. A modo de cierre

En las conclusiones de la más completa monografía acerca de la tuberculosis en Buenos Aires durante el siglo XIX, quedan asentadas dos afirmaciones certeras: por un lado, que pocos enfermos de tisis eligieron los hospitales como lugar en que transitar (trágicamente) su patología; y por otro lado, que “los pobres podían visitar algunos de los médicos que atendían gratuitamente en sus consultorios, o buscar un curandero, mientras que los ricos recibían la visita domiciliaria de los facultativos” (Blinn Reber, 2000: 526). Esta última aseveración, válida como diagnóstico liminar, deja en verdad en un cono de sombras todo un abanico de prácticas y objetos que tuvieron un protagonismo tanto o más destacado en los hábitos cotidianos de los sujetos aquejados por la enfermedad.

Tanto los tísicos pobres como los pertenecientes a estratos más beneficiados tuvieron a su alcance un conjunto mucho más amplio de ofertas curativas. Más aún, aquella aseveración -que en verdad es ilustrativa de una extendida concepción acerca del modo en que los porteños del siglo XIX habrían tramitados sus patologías orgánicas- es doblemente objetable: no solamente por desconocer el creciente dinamismo de un mercado de alternativas curativas, sino también por cargar todas las tintas en lo que hacía o dejaba de hacer la medicina. El presente artículo ha pretendido sumar argumentos y evidencias tendientes a trazar un retrato más fiel y más complejo de la historia de la enfermedad tuberculosa en la ciudad de Buenos Aires a fines del siglo XIX. Para ello se ha enfatizado a un mismo tiempo la multiplicidad de servicios y artefactos ofertados para la sanación de esa patología, y las múltiples agencias que merecen ser reconocidas en esos eventos. Alrededor de la enfermedad mostraron capacidad de acción no solamente médicos y curanderos, sino también, y en primera línea, los propios enfermos. La carencia de una terapéutica eficaz, y la consiguiente proliferación de remedios posibles, los colocó en posición de tramitar por sí mismos las estrategias atinentes al cuidado de su salud. En términos de las acciones que de manera cotidiana se efectuaban para tratar los síntomas de la afección, fueron esos enfermos los reales partícipes a la hora de elegir el abordaje oportuno, de adquirir los objetos en cuestión y muchas veces de aplicarlos en sus cuerpos.

Más aún, las fuentes examinadas muestran que es menester reconocer la participación de otras zonas de agencia, acerca de las cuales se sabe bastante poco. ¿Cuándo será posible reconstruir con más precisión la identidad y las labores de los actores sociales (farmacéuticos, importadores, publicistas) que hicieron posible que los tísicos porteños pudieran acceder a los remedios específicos de venta masiva? ¿Quiénes fueron los editores, autores y comerciantes que estuvieron detrás de la impresión y difusión de los manuales de medicina doméstica que tanta significación tuvieron en el cuidado regular del cuerpo por esas décadas? ¿Qué archivos y documentos prestarán su debido auxilio para la tarea, cada vez más apremiante, de conocer de modo cabal el accionar no solamente de los sanadores no diplomados que por esos años ofrecieron sus servicios a los porteños, sino también de los muchos médicos extranjeros que ejercieron de espaldas a la ley, o incluso de los médicos más anónimos, que no actuaron en el marco de los nosocomios u hospitales? La mera posibilidad de enunciar esos interrogantes -que apuntan a estratos y procesos que las fuentes disponibles exhiben de modo abierto, pero con poca locuacidad- es un modo tangencial de recalcar la necesidad de reintroducir en la discusión sobre la salud de la segunda mitad del siglo XIX, tópicos que han quedado reservados exclusivamente para las miradas que se detienen en los hechos de las primeras décadas de la centuria posterior. La mixtura entre, de un lado, las artes de curar, y por otro, la trama urbana, la prensa comercial y los circuitos de consumo, merece ser repensada como un proceso que hunde sus raíces, es cierto que de manera incipiente, en el período que ha sido tematizado en este artículo.

Por último, la historia de los implementos y sustancias disponibles para hacer frente a una enfermedad como la tuberculosis, se muestra muy rápidamente como una historia tramada de trayectorias y desplazamientos variados. Artefactos médicos, ideas etiológicas, manuales de medicina casera y remedios de venta libre son algunos de los objetos que estuvieron al alcance de los porteños gracias a la existencia de redes de circulación dependientes de mediaciones heterogéneas. He allí, en conclusión, otros de los desafíos de una historia de la salud que, sin renunciar a ampliar nuestros conocimientos sobre el escenario local, construya las herramientas capaces de resituar las experiencias sufrientes en un mundo que se asomaba a una pujante globalización.

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Notas

1- Tornú, Enrique (1890). “Profilaxia de la tuberculosis”. Anales del Círculo Médico Argentino, 13(4), pp. 106-107.
2- Anónimo (1895). “Demografía. Movimiento de la población de la Capital Federal”. Anales del Departamento Nacional de Higiene, 5(3), pp. 45-50.
3- Anónimo (1895). “Mortalidad por enfermedades infecciosas”. Anales del Departamento Nacional de Higiene, 5(40), pp. 745-749.
4- Gache, Samuel (1898). “La tuberculosis en la República Argentina”. Primera Reunión del Congreso Científico Latino Americano. Tomo IV: Trabajos de la tercera sección: ciencias médicas. Buenos Aires: Compañía Sud-americana de billetes de banco.
5- Para una visión más amplia a propósito de la mortalidad por tuberculosis en la ciudad durante todo el siglo XIX, véase Blinn Reber (2000). Acerca de los índices de mortalidad por tuberculosis entre 1878 y 1950, véase (Armus, 2007: 24).
6- Existen excelentes monografías acerca de las terapias implementadas contra la tuberculosis en otros contextos geográficos durante esas décadas (Redeker, 1990; Worboys, 2000; Condrau, 2000). Para una visión general, ver (Coury, 1972: 119-161).
7- Aberg, Ernst (1885). Resultados del tratamiento obtenidos en el Instituto Terapéutico de Gimnasia Mecánica en los cuatro primeros meses (mayo-septiembre). Buenos Aires: Imprenta de Pablo E. Coni; Aberg, Ernst (1890). De la curabilité de la phtisie pulmonaire et de quelques autres maladies chroniques de la poitrine par l’eau d’une basse température. Buenos Aires: Libraire française de Joseph Escary; Wilde, José (1858). Importancia del aceite de hígado de bacalao, especialmente en la tisis pulmonar. Buenos Aires: Imprenta de Mayo; Salvarezza, Domingo (1866). Tisis pulmonar. Buenos Aires: Imprenta de Buenos Aires; Albarracín, Alejandro. (1875). Consideraciones sobre la tisis pulmonar. Buenos Aires: Imprenta de Luis L. Pintos; Gandolfo, Antonio (1882). Consideraciones sobre la tuberculosis y su tratamiento. Buenos Aires: Imprenta de M. Biedma.
8- Piñeiro, José (1854). Tisis tuberculosa. Buenos Aires: Imprenta Republicana; Coni, Emilio (1918). Memorias de un medico higienista. Contribución a la historia de la hygiene pública y social argentina (1867-1917). Buenos Aires: Talleres gráficos A. Flaiban
9- González del Solar, Melitón (1891). “Memoria del Hospital de Clínicas”. Anales de la Universidad de Buenos Aires, VI, p. 127.
10- En el arco temporal analizado en este artículo existió una única excepción en esa actitud recelosa de los pacientes hacia los hospitales. En una sola oportunidad los tísicos porteños se movilizaron en aras de ser incluidos en un tratamiento expendido en los nosocomios: ello sucedió a comienzos de 1891, cuando la tuberculina o “linfa de Koch” fue ensayada en el Hospital de Clínicas y el Hospital Alemán. Ver en: Vallejo, 2021b; Decoud, Diógenes (1891). El método de Koch en las tuberculosis locales. Tesis para optar al grado de doctor en medicina y cirugía. Buenos Aires: Jacobo Peuser.
11- Wilde, José (1858). Importancia del aceite de hígado de bacalao, especialmente en la tisis pulmonar. Buenos Aires: Imprenta de Mayo.
12- Salvarezza, Domingo (1866). Tisis pulmonar. Buenos Aires: Imprenta de Buenos Aires.
13- El ferviente empleo de remedios tonificantes no modificó demasiado el poder curativo de la medicina; en su tesis de 1875, Albarracín recoge dos historiales clínicos que, en su fatídica y rápida evolución, se parecen demasiado a los consignados por Piñeiro dos décadas atrás. Ver: Albarracín, Alejandro (1875). Consideraciones sobre la tisis pulmonar. Buenos Aires: Imprenta de Luis L. Pintos, pp. 85-90. En esa misma tesis quedaba consignado que “la duración media de la tuberculosis es de 2 años”, p. 51.
14- Para otras publicaciones referidas a ese método terapéutico, véase: Carrillo, Ismael (1877). “La tisis y el clima de nuestras provincias”. Revista Médico-Quirúrgica, XIV(13-14), pp. 314-318; Galíndez, Carlos (1882). Tratamiento higiénico de la tuberculosis. Buenos Aires: Imprenta de S. Ostwald; Lemos, Abraham (1886). “Curación de la tisis por el clima de Mendoza”. Revista Médico-Quirúrgica, 22(11), pp. 163-164; Domínguez, Abel (1895). Tratamiento climatérico de la tuberculosis pulmonar en la República Argentina. Buenos Aires: Imprenta de Martín Biedma; Santas, Manuel (1898). Tratamiento racional de la tuberculosis en la República Argentina. Buenos Aires: Imprenta Mariano Moreno, pp. 16.17.
15- Matorras, Fenelón (1878). Tisis tuberculosa y neumónica. Buenos Aires: Imprenta a vapor de La Nación, pp. 87-91.
16- Tornú, Enrique (1899). “Climatología. Estudio médico de las Sierras de Córdoba”. La Semana Médica, 4(19 22), pp. 161-165, 191-195; Santas, Manuel (1898). Tratamiento racional de la tuberculosis en la República Argentina. Buenos Aires: Imprenta Mariano Moreno, pp. 16.17.
17- Esa fue seguramente el razonamiento que en 1893 condujo a Diógenes Decoud a ensayar en algunos enfermos tuberculosos de cierta gravedad del Hospital Militar los efectos terapéuticos de las célebres aunque conflictivas inyecciones del sistema Brown-Séquard (consistentes en un líquido obtenido de la trituración de testículos de mamíferos). Decoud, Diógenes (1893). “Las inyecciones de extracto testicular. Revista general y resumen de las experiencias practicadas en el Hospital Militar de Buenos Aires”. Anales del Círculo Médico Argentino, 16(3), pp. 73-91.
18- Una temprana propaganda de esa empresa señalaba que las sesiones de hidroterapia estaba especialmente indicadas para el tratamiento de la tisis; Anales del Círculo Médico Argentino. (5). 1 de junio de 1880, s.p.
19- Lacroze, Juan (1877). De la hidroterapia. Buenos Aires: Imprenta del Pueblo, p. 31; Anónimo (1879). “Hidroterapia”. Revista Médico-Quirúrgica, 15(22), pp. 477-478.
20- Larguía, Facundo (1879). Efectos fisiológicos del baño de aire comprimido entre una y dos atmósferas. Buenos Aires: Imprenta de M. Biedma, p. 50.
21- Una de las primeras propagadas fue incluida en Revista Argentina de Ciencias Médicas. 1884. (2), p. 39.
22- Anónimo (1882). Establecimiento médico de Aeroterapia y Atmiatría. Calle Suipacha 148. Dirección Doctores Juan Cimone, Juan Luis Martin y Félix Romano. Buenos Aires: s/d; Musante, Nicolás (1882). Pulverizaciones. Buenos Aires: Imprenta y fundición de tipos La República
23- Amenedo, Cesáreo (1881). La Hemospasia. Buenos Aires: Imprenta del Porvenir, p. 17.
24- Amenedo, Cesáreo (1881). La Hemospasia. Buenos Aires: Imprenta del Porvenir, p. 73.
25- Amenedo, Cesáreo (1881). La Hemospasia. Buenos Aires: Imprenta del Porvenir, p. 73.
26- Aberg, Ernst (1885). Resultados del tratamiento obtenidos en el Instituto Terapéutico de Gimnasia Mecánica en los cuatro primeros meses (mayo-septiembre). Buenos Aires: Imprenta de Pablo E. Coni, p. 13.
27- Solá, Fortunato (1888). Kinesitherapia. Buenos Aires: Imprenta de Mackern y McLean, pp. 40-42.
28- Ramos Mejía, José María (1887). “Discurso inaugural pronunciado en la Facultad de Medicina al abrir por primera vez la clase de enfermedades nerviosas”. En: José María Ramos Mejía. Estudios clínicos sobre las enfermedades nerviosas y mentales. Buenos Aires: Félix Lajouane, pp. 6-7.
29- Las memorias de Repetto y de Marcelino Herrera Vegas dejan en claro que José Baca, titular de “Patología General” a fines de los ’80, era un obstinado enemigo de la bacteriología (Repetto, 1955: 17-18; Uriburu, 2002: 162). La muy oficial historia de Eliseo Cantón indica que otro tanto sucedía nada menos que con Manuel Poncel de Peralta, durante muchos años profesor de “Clínica Médica” (Cantón, 1928: 194-195).
30- Maglioni, Norberto (1891). “Sin título”. Anales del Círculo Médico Argentino, 14(11), pp. 661-662.
31- Domínguez, Silverio (1894). Tuberculosis, o confidencias microbianas. Buenos Aires: Imprenta Roma.
32- Domínguez, Silverio (1894). Tuberculosis, o confidencias microbianas. Buenos Aires: Imprenta Roma, pp. 71-72.
33- Acerca de este asunto, y con un análisis que se extiende hasta mediados del siglo XX, véase (Armus, 2007, 2016). Aunque no sirve para responder todos los interrogantes, los registros sobre la proporción de personas que fallecían en sus casas y no en los nosocomios, nos ayudan a tener una idea tentativa de la difusión del autoconsumo de ofertas terapéuticas -y refuerzan la convicción de que el hogar, y no el consultorio u hospital, era el lugar en que la experiencia patológica discurría, a veces de manera poco feliz-. Por ejemplo, según José Penna, del total de fallecidos por enfermedades infecto-contagiosas durante 1891 (2290), un 60 por ciento murió en su domicilio (1129 en “casas de familia” y 257 en “conventillos”), mientras que sólo el 30 por ciento lo hizo en “establecimientos públicos” (698). Ver: Penna, José (1892). “Consideraciones sobre la morbilidad y la mortalidad en Buenos Aires”. Anales de la Asistencia Pública, 2(7), p. 438. Para el caso puntual de la tisis, los datos recogidos por Blinn Reber apuntan en la misma dirección: hacia 1895, del total de fallecidos en la ciudad por tuberculosis, un 53 por ciento había terminado sus días en su casa particular (Blinn Reber, 2000: 512; véase Armus, 2007: 301).
34- Entre las monografías más provechosas, podemos mencionar Porter, 1985, 1989; Stolberg, 1986; Ramsey, 1988, 1994. Para un balance muy informado acerca de la temática, véase Jenner y Wallis, 2007.
35- Existe una amplia variedad de monografías locales a propósito de ese punto, referidas a distintas regiones del país (Di Liscia, 2003; Armus, 2016; Allevi, Carbonetti y Sedrán, 2018; Dahhur, 2020a, 2020b). Un volumen reciente, dirigido por Diego Armus, ofrece un rico panorama de esa línea de indagación histórica (Armus, 2022).
36- El Diario. 4 de octubre de 1891, “Mano santa. En curandero Mariano Perdriel”.
37- El Diario. 6 de marzo de 1891, “Pancho Sierra”.
38- El volumen compilado por Roy Porter sigue siendo una valiosa introducción a ese terreno histórico (Porter, 1992).
39- Raspail, François-Vincent (1847). Manual de la salud, o medicina y farmacia domésticas. Buenos Aires: Librería y litiografía argentina de G. Ibarra, p. 174.
40- Dehaut, Félix (1880). Manual de medicina, de higiene, de cirugía y de farmacia doméstica. París: s.d, p. 212.
41- Chernoviz, Pedro (1879). Diccionario de medicina popular y ciencias accesorias. París: A. Roger y Federico Chernoviz, pp. 770-777. La edición de 1879 es la más antigua de las conservadas en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.
42- Lyon, James (ed.) (1889). El médico práctico doméstico y Enciclopedia de medicina. Nueva York: World Publishing Co.
43- Lyon, James (ed.) (1889). El médico práctico doméstico y Enciclopedia de medicina. Nueva York: World Publishing Co, pp. 273-281.
44- No resulta sencillo establecer la identidad del autor. Antes de 1855 dos médicos de apellido Pérez obtuvieron su título en Buenos Aires, pero ninguno de esos nombres (Sebastián y Eugenio) coincide con las iniciales que aparecen en la portada del volumen en cuestión (Palomo, 2022). No es posible poner en duda el origen local del texto, pues a lo largo de los capítulos abundan las referencias a hábitos u objetos vernáculos (como el mate).
45- Pérez (1855). Medicina doméstica o arte de conocer las enfermedades, y curarlas con remedios sencillos, al alcance de todas las personas. Buenos Aires: Imprenta de la “Revista”, p. 50.
46- Igón, Juan Bautista (1892). Medicina casera e higiene privada, o sea el médico de sí mismo sin necesidad de botica. Buenos Aires: Cabaut y Cía, p. 183.
47- Mombrú, Pedro (1863). Práctica elemental de hidro-sudo-terapia o modo de curar las enfermedades por medio del agua fría, sudor, ejercicio y réjimen. Montevideo: Imprenta de La República.
48- Mombrú, Pedro (1863). Práctica elemental de hidro-sudo-terapia o modo de curar las enfermedades por medio del agua fría, sudor, ejercicio y réjimen. Montevideo: Imprenta de La República, p. 136.
49- Antes de la edición de ese volumen, ya se había impreso en Buenos Aires una traducción del muy divulgado manual de Claridge, el principal introductor de la hidroterapia en Inglaterra (Claridge, Richard (1861). Hidropathia o cura por medio del agua fría según la práctica de Vicente Priessnitz. Buenos Aires: Imprenta del Comercio del Plata). Ese mismo año, y del otro lado del Río de la Plata, se imprimió asimismo una versión local de otro tratado divulgativo proveniente de Londres, que prestaba especial atención al tratamiento de la tisis: Díaz-Peña, Adolfo (ed.) (1861). Manual de hidropatía doméstica. Montevideo: Imprenta de Dermidio de María y Hermano.
50- López Otero, Vicente (1873). El guía hidrópata. Manual casero, o sea el modo de precaver y curar las enfermedades con solo agua fría. Buenos Aires: Establecimiento tipográfico de El Correo Español, pp. 116-117.
51- Kneipp, Sebastian (1893) [1886]. Mi cura de agua. Madrid: López y Compañía, pp. 242-250.
52- El texto de esa propaganda rezaba: “Doctor A. Lara, ex-jefe de la clínica oftalmológica de Wecker, en París, y de varios hospitales en Río de Janeiro - Cura de la tuberculosis y consunción o tisis pulmonar -Consultorio: Cuyo 1144, de 1 a 3”; La Prensa. 20 de junio de 1889.
53- La Prensa. 17 de febrero de 1891, “Aparato para la curación de la tisis”. Se trataba en verdad de una revalidación por 10 años de una patente ya existente (rubricada en España). La resolución fue emitida el 12 de abril de 1891 (ver: Patentes de invención. Nómina de las patentes concedidas, clasificación de su archivo, etc. Años 1866 a 1900. Publicación oficial de la División de patentes y marcas. Buenos Aires: Talleres de publicaciones de la Oficina Metereológica Argentina, 1910, p. 177).
54- Se trata de un dispositivo que conoció sus días de gloria por esos años en varios países de Occidente, ideado por el alemán Louis Weigert hacia 1889. Weigert, Louis (1889a). Die Heissluft-Behandlung der Lungentuberkulose: bakteriologische und klinische Beobachtungen. Berlin: Fischers medicinische Buchhandlung; Weigert, Louis (1889b). Tisis y su curación. Destrucción del tubérculo bacilar (tisis) del pulmón por medio del aire supercalentado por D. Luis Weigert de Berlin. Barcelona: Imprenta de Federico Sánchez.
55- Véase la publicidad en la que Pirovano recomendaba la Emulsión Scott para el tratamiento de niños escrofulosos: Roma. 14 de enero de 1891.
56- El Diario. 3 de enero de 1891.
57- Sud-América. 29 de junio de 1891.
58- El Diario. 5 de enero de 1891.
59- Coni, Emilio (1879). Código Médico Argentino. Recopilación y resumen de la legislación y jurisprudencia sobre la profesión; deberes y derechos de los médicos, farmacéuticos y parteras. Buenos Aires: Imprenta de Pablo Coni, p. 116.
60- Entendemos que aún no se ha escrito una historia exhaustiva referida a la regulación de la producción y comercialización de medicamentos a nivel local. Algunos elementos útiles pueden ser hallados en Campins y Pfeiffer (2011) y Otero Gónzález (2013). Una documentada introducción a esa discusión puede ser hallada en Gaudillière y Hess (2013).
61- Sud-América. 2 de diciembre de 1890, “La venta de específicos”.
62- Sud-América. 14 de abril de 1891, “Departamento Nacional de Higiene”. Para todo este asunto, ver Vallejo, 2021a.
63- “Ordenanza prohibiendo la publicación de avisos ofreciendo servicios médicos por parte de personas que no lo son”, en Guía Médica Argentina, 1899, pp. 16-17.
64- “La farmacia, los médicos y las especialidades”, Revista Farmacéutica, 1 de agosto de 1889, 8, Tomo XXVIII, p. 270. Esa queja se repite de manera corriente en la revista por esos años.
65- Puiggari, Miguel (1883). Dosaje de las quinas y de sus preparaciones farmacéuticas. Buenos Aires: Imprenta de Pablo Coni, pp. 5-6.
66- Mendioros, Francisco (1880). Ensayo sobre la hipocondría. Buenos Aires: Imprenta de M. Biedma, pp. 52-53.
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