Artículos Libres

Un ejército de costureras: uniformes, empresarios y trabajo femenino. Buenos Aires, 1848-1870

An army of seamstresses: uniforms, businessmen and female labor. Buenos Aires, 1848-1870

Gabriela Mitidieri
Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras /Instituto de Investigaciones de Estudios de Género, Argentina

Estudios del ISHIR

Universidad Nacional de Rosario, Argentina

ISSN-e: 2250-4397

Periodicidad: Cuatrimestral

vol. 12, núm. 34, 2022

revistaestudios@ishir-conicet.gov.ar

Recepción: 27 Agosto 2021

Aprobación: 27 Enero 2022

Publicación: 30 Diciembre 2022



DOI: https://doi.org/10.35305/eishir.v12i34.1715

Resumen: En el presente artículo abordo experiencias de trabajo femenino de costura involucradas en la confección de uniformes militares en Buenos Aires entre fines del período rosista y la Guerra del Paraguay. Busco reconstruir los diferentes espacios en los que se realizó dicha actividad, analizar los arreglos laborales -no siempre libres ni remunerados- y subrayar las mutaciones en las formas de abastecimiento para el ejército ligadas a los cambios de gobierno. Me interrogo también por las trayectorias de empresarios que acumularon ganancias a través de la importación de textiles y por medio de la explotación del trabajo femenino en la costura de vestuario militar. Al tratarse de comerciantes que luego diversificarían sus negocios en la actividad ganadera en la campaña bonaerense, intento mostrar sus conexiones previas con la contratación en gran escala de costureras que trabajaron a destajo, cosiendo por pieza desde sus sitios de morada.

Palabras clave: costureras, uniformes militares, trabajo libre y no libre, ciudad de Buenos Aires, siglo XIX.

Abstract: In this article I address some experiences around female sewing work involved in the making of military uniforms in Buenos Aires between the end of the Rosas government and the Paraguayan War. I seek, on the one hand, to reconstruct the different spaces in which this activity was carried out. On the second hand, we try to analyze the work arrangements, not always free or remunerated. On the third hand, we aim to highlight the changes in the ways of supplying the army linked to changes in government. I also wonder about the trajectories of businessmen who accumulated profits through the importation of textiles and through the exploitation of female labor in the sewing of military clothing. As these being merchants who would later diversify their businesses in livestock activity in the Buenos Aires rural area, it is required to show their previous connections with the large-scale hiring of seamstresses who worked sewing by piece from their homes.

Keywords: seamstresses, military uniforms, free and forced labor, city ​​of Buenos Aires, 19th century.

El 29 de octubre de 1861, a poco más de un mes del enfrentamiento militar entre el ejército de Buenos Aires y el de la Confederación Argentina en la batalla de Pavón, el diario porteño El Nacional publicaba una breve crónica sobre la tienda de don Ángel Martínez.

¡Qué tumulto! ¡Qué algazara! ¡Qué gritos! ¡Qué laberinto! ¡Qué babel es la tienda de Martínez y todo el barrio con las costuras para el ejército!.

De acuerdo con el periodista que describía la escena, desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche, en la puerta de la tienda, sobre la calle Defensa, se aglomeraban mujeres que se ganaban la vida cosiendo indumentaria militar por piezas.

“Viva la guerra”, gritaban algunas. “¡Guerra a todo el mundo para que a las pobres no nos falten costuras! Pero que sea siempre de Ángel Martínez, el contratista que paga bien las costuras y protege a las pobres.1

En mayo del año anterior, el gobierno del Estado de Buenos Aires confirmaba a Martínez como el empresario elegido para abastecer de 4400 gorras, 4400 corbatines, 2200 camisetas de paño, 2200 valijas de lona y 4400 chiripás de paño a la caballería; 3800 blusas de lienzo gris a todos los cuerpos del ejército, y 1600 pantalones de paño a la infantería y la artillería.2 Esa licitación, con la que el empresario había sido beneficiado, redundó en abundante trabajo de costura por piezas para mujeres de la ciudad.

Este escrito busca poner de relieve distintas experiencias de trabajo de mujeres que se ocuparon en la confección de uniformes militares en la ciudad de Buenos Aires entre fines de la década de 1840 y 1870. En sus propios lugares de morada; cosiendo por piezas al servicio de sastres y empresarios; en roperías de la ciudad, o en espacios de confinamiento, dedicadas a la costura como parte de una rutina de rehabilitación, el trabajo de estas mujeres hizo posible la vestimenta de decenas de miles de hombres enviados al frente de batalla. Sus manos hicieron uniformes para el ejército de la Confederación Argentina hasta 1852, los cuerpos armados de los sucesivos gobiernos del autonomizado Estado de Buenos Aires y, a partir de 1862, el Ejército Nacional. Argumento que fue la explotación de ese trabajo –por el que las mujeres recibían escasa o nula remuneración, que se caracterizaba por su inestabilidad y precariedad, y era considerado por contemporáneos como “no calificado”– la que a su vez permitió el enriquecimiento de diferentes comerciantes y empresarios bonaerenses.

Prestar atención a esta ocupación laboral implica hacer el ejercicio de descentrar la mirada frente a una historiografía que estudió la guerra, el ejército y los uniformes durante el siglo XIX sin preguntarse por las mujeres trabajadoras que se insertaron en esos mundos.3 Es un intento, también, de devolverles entidad a mujeres que no fueron contempladas por la historiografía económica. Busca a su vez complejizar la narrativa construida por la historia de los trabajadores y trabajadoras, que tuvo dificultades para dar cuenta de aquellas experiencias laborales no siempre libres, ni asalariadas, ni estables, ni entendidas como calificadas, en las cuales las mujeres tuvieron una importante presencia durante el siglo XIX.

No obstante, buscar sus huellas no es tarea sencilla. Los contratos en los que eran registradas las licitaciones entre funcionarios de gobierno y los empresarios elegidos para efectuar la provisión de uniformes no mencionaban a las costureras que los confeccionaban. Aunque una porción de los vestuarios había sido importada desde Francia e Inglaterra, a lo largo del período estudiado también existía vestuario confeccionado en la ciudad, aunque no se acostumbraba elaborar contratos de trabajo por escrito con las mujeres que cosían vestuario militar al servicio de estos empresarios. Una de las prácticas usuales consistía en la publicación de avisos clasificados, en los cuales se las convocaba a coser por piezas, y recibían una paga al momento de entregar la prenda confeccionada. Pero este no era el único tipo de arreglo laboral existente en la época que involucraba trabajo femenino en la costura de uniformes. En los últimos años del gobierno de Juan Manuel de Rosas, la Sastrería del Ejército, en Santos Lugares, y la Casa Cárcel Sastrería del Estado, creada en 1848, ocupaban en esta actividad a mujeres detenidas por delitos menores. A partir de su creación, en 1854, la Convalecencia u Hospital para Mujeres Dementes, administrada por las mujeres de la Sociedad de Beneficencia, hacía lo propio con las internas en el espacio laboral designado como costurero. Este artículo estudia estas diferentes trayectorias y las diversas aristas de sus experiencias sociales de trabajo.

Las fuentes analizadas en este artículo son principalmente expedientes de gobierno y registros policiales; avisos clasificados y crónicas de la prensa local, y censos de población y registros contables. Rastrear a las personas dedicadas a la costura en esas fuentes supone realizar una búsqueda a contrapelo: un entrecruzamiento de evidencias allí donde no contamos más que con pistas aisladas de, por ejemplo, las costureras que hacían fila en la tienda de Martínez para recibir piezas para coser.

Existen producciones historiográficas que han abordado la influencia que tuvo la formación de nuevos tipos de ejércitos nacionales modernos durante la segunda mitad del siglo XIX en el fomento de la actividad de confección de indumentaria. Para el caso francés, Judith Coffin señaló que, entre los experimentos con máquinas y producción fabril que fueron auspiciados por el gobierno, uno de ellos involucró la confección de uniformes militares en talleres del ejército. Así, una vez iniciada la Guerra de Crimea (1853-1856), el Ministerio de Guerra de Louis Napoleón promovió la confección de uniformes e instaló un taller en la calle Rochechouart en París. Fue uno de los primeros en ser equipados con máquinas de coser. En la década de 1860, sería la fábrica textil más grande del país, referenciada a menudo como un modelo de producción eficiente y a gran escala. A su vez, el gobierno francés introdujo máquinas de coser para el trabajo realizado en espacios de encierro y castigo femenino (Coffin, 1996: 56-57). En un sentido semejante, pero a través de la costura a mano de uniformes, habría sido pensada la Cárcel Sastrería del Estado hacia 1848 en Buenos Aires.

La historiadora Amy Breakwell abordó para el mismo período la utilización de máquinas de coser en la confección de uniformes militares por parte de los estados del norte durante la Guerra de Secesión estadounidense (Breakwell, 2010). Esta autora mostró cómo el conflicto bélico y la demanda masiva de uniformes que implicaba, promovieron la aceptación del uso de tecnología nueva en la organización del trabajo de producción de indumentaria militar. Las reticencias ligadas a la posible mala calidad de las costuras cedieron paso frente al abaratamiento de los costos de producción por la reducción del tiempo de trabajo necesario en la confección. En Buenos Aires, recién en la segunda mitad de la década de 1860 se observarían avisos clasificados demandando trabajadoras para operar máquinas en tiendas de ropa hecha implicadas, en ocasiones, en el abastecimiento de uniformes y también en sastrerías.

En nuestra región, los primeros conflictos bélicos a gran escala supusieron un impulso para la confección textil y para el surgimiento de nuevas formas de organizar el trabajo. En un artículo de 2006, el historiador brasileño Adler Fonseca de Castro analizó cómo la intervención en la Guerra del Paraguay durante la década de 1860 implicó para Brasil reorganizar su sistema de aprovisionamiento para el ejército, a fin de pertrechar a los más de 130.000 hombres movilizados a lo largo de los cinco años que duró el conflicto. Para tal fin, el arsenal de guerra tenía registradas a su cargo alrededor de 4440 costureras, las cuales confeccionaron casi exclusivamente a mano 96.274 piezas de ropa para el ejército. El historiador Fonseca de Castro afirmó que durante aquellos años el Estado era el mayor empleador de trabajo de costura existente en ese país (Fonseca de Castro, 2006: 11) En momentos en los que la demanda era superior a la posibilidad de producción, la importación de uniformes extranjeros resultaba también una opción recurrente. Como mostraré, desde Buenos Aires partieron confecciones textiles “hechas en el país” para abastecer al ejército brasilero.

Por su parte, una historiografía clásica sobre la conformación del mercado de trabajo de Buenos Aires iluminó diversas franjas ocupacionales con disímiles niveles de autonomía y libertad, en la segunda mitad del siglo XIX (Sabato y Romero, 1992). Reducir la escala de análisis y centrar la mirada en la costura de uniformes, hace posible indagar en la heterogeneidad de arreglos laborales abiertos a mujeres en una misma actividad: desde reclusas dedicadas a la costura con escasa o nula remuneración, hasta trabajadoras a destajo, confeccionando en talleres o en sus propios domicilios, pagadas por pieza hecha. Un enfoque de estas características se encuadra en una agenda reciente de exploraciones sobre trabajo desde la historia social en perspectiva de género. Heredera de una generación que buscó poner de relieve la presencia de mujeres en el mercado laboral, esta línea se interroga hoy acerca de los significados históricos del trabajo y cómo las jerarquías, remuneraciones, consideraciones sobre calificación y nociones de derechos dentro del mercado laboral estuvieron atravesadas por construcciones jerárquicas basadas en relaciones de género, edad y étnico-raciales. (Allemandi, 2017; Andújar et al, 2016; Schettini, 2016; Pérez, 2015; Aversa, 2016) Dentro de esta línea de indagación, también la historiadora Valeria Pita se interrogó por experiencias contemporáneas a las abordadas en este artículo, al concentrar su atención en las relaciones entre trabajadoras pobres y mujeres de la Sociedad de Beneficencia, y en la forma en la que tal vínculo legitimó la construcción de un brazo asistencial del estado al mando de dicha Sociedad (Pita, 2018 y 2020). El fomento de labores de costura llevado adelante por la Sociedad de Beneficencia dentro de sus instituciones, y su incidencia en la confección de uniformes, será explorado en este artículo.

El presente estudio se organiza en tres grandes apartados, en los que analizo las variaciones en los arreglos de trabajo que implicó la confección de vestuario militar, las trayectorias de empresarios involucrados en la actividad y los usos del uniforme entre 1848 y 1870. En el primer apartado, abordo el trabajo de costura que hizo posible el abastecimiento de uniformes sobre el final del gobierno rosista. A partir de evidencia fragmentaria reunida, intento reconstruir dos espacios pensados para la confección de uniformes en la época: la Sastrería del Ejército, en Santos Lugares, y la Casa Cárcel Sastrería del Estado. En el segundo apartado, el foco está puesto en el trabajo de costureras realizado en el marco de las licitaciones abiertas por el Estado de Buenos Aires y absorbidas por empresarios luego de la caída de Rosas. Se aborda en particular el aumento de la demanda entre las batallas de Cepeda y Pavón y los distintos arreglos laborales remunerados y no remunerados que tal demanda supuso. Se exploran, luego, las características de aprovisionamiento de uniformes durante la Guerra de la Triple Alianza y se analizan los cambios existentes sobre el final de la década de 1860. Por último, en las conclusiones se sintetizan los principales aportes del artículo.

Abastecimiento de uniformes a fines de la década de 1840

-La Sastrería del Ejército en los Santos Lugares de Rosas

Durante la década de 1840, alrededor de 10.500 hombres se encontraban al servicio de las armas en la ciudad de Buenos Aires y su campaña rural cada año. Es decir que uno de cada cuatro o cinco hombres adultos era soldado en actividad.4 Soldados enganchados y milicianos a sueldo conformaban las tropas. Los uniformes eran considerados por los soldados parte de su sueldo y demandaban a sus superiores una provisión regular de vestuario. A su vez, eran un elemento importante en el sistema de disciplina de la tropa que pretendía garantizarse. Ayudaban a distinguir a civiles de militares y, dentro de los cuerpos armados, servían como indicadores de jerarquía. A cada rango correspondía un tipo de uniforme y, por lo tanto, el vestuario hacía visibles marcas de autoridad y subalternidad (Salvatore, 2018: 186-187). Existía también un mercado clandestino de compraventa de uniformes usados que aseguraba a los hombres de la campaña rural bonaerense acceso a ropa barata. Los veteranos pobres conservaban sus uniformes como un bien valioso que podía convertirse en dinero en algún momento de necesidad (Salvatore, 2018: 190). Otros solían continuar usando sus ropas militares como insignia de honor transferida a su vida civil.

En este contexto, la provisión de uniformes para el ejército implicaba o bien la importación a través de intermediarios o la confección organizada en establecimientos bajo el patrocinio del gobierno.5 Existen pistas de dos iniciativas de establecimientos estatales de confección de uniformes que funcionaron, por lo menos, entre 1847 y 1849.

En 1907, José María Ramos Mejía, nacido en 1849, publicó la obra Rosas y su tiempo. A través de un análisis de fuentes documentales y de testimonios orales, el médico, político y escritor buscaba aportar una reconstrucción histórica “científica”, alejada de las viejas pasiones de unitarios y federales, a tono con el influjo positivista de la época. En su obra, en un apartado sobre las costumbres administrativas durante el gobierno rosista, aparecía una descripción del Cuartel de Santos Lugares, el terreno que funcionaba como guarnición militar y donde también Rosas mandó a construir una casa para su residencia. Lejos de referir a un paisaje poblado de soldados en pleno ejercicio, el autor centraba su mirada en el trabajo presente en los cuarteles y señalaba que:

(...) Santos Lugares parecía una pequeña ciudad industrial. Próximamente [sic], seis mil hombres había allí, a la par de soldados, obreros mecánicos y aprendices. Grupos numerosos de mujeres condenadas por delitos correccionales, las esposas y queridas de la tropa ocupábanse en trabajos de sastrería y costura bajo la grave dirección de un gallego Callejas, asmático y por ende renegón, que comparaba las mujeres con los ratones y las tenía en un puño (Ramos Mejía, 2001: 462-463).

Los cuarteles habían sido instalados en 1838, así que es posible que la descripción correspondiera a actividades desarrolladas a lo largo de la década de 1840. Una primera pista aparecía en el relato de Ramos Mejía: en el Cuartel de Santos Lugares había un espacio para el trabajo de sastrería y costura. Allí es posible que, además de la confección de uniformes, también se ocuparan de las tareas de compostura y remiendo del vestuario ya en uso por parte de los hombres de la tropa. Un inmigrante gallego habría estado a cargo de la coordinación del trabajo, y sus directivas aparecían como no exentas de violencia para con las mujeres dedicadas a la costura.6 Se trataba de confección en talles estandarizados7 y la organización del trabajo que la hacía posible implicaba una división engenerizada de las tareas: el sastre se habría ocupado de las tareas de corte de los paños, mientras que las mujeres trabajarían en la costura por piezas de los uniformes.

¿Y quiénes eran ellas? En el relato aparecían tres conjuntos de mujeres. En primer lugar, se encontraban bajo el mando de Callejas aquellas que habían sido recluidas por delitos correccionales. La costura se mostraba así como una tarea obligatoria, una actividad que se insertaría en la rutina prevista para el castigo y la rehabilitación de las mujeres. En segundo lugar, en el taller de costura estaban también las esposas de los hombres que componían la tropa. Mientras que es factible que las primeras tuvieran que residir de manera forzosa en el campamento militar, tal vez las segundas se trasladaran regularmente desde sus propios sitios de morada. O quizás el cuartel funcionara como un espacio en el cual era posible vivir cerca de sus parejas, a cambio de brindar una cierta cantidad de trabajo. En el grupo de las “queridas”, seguramente estuvieran incluidas aquellas mujeres amancebadas con soldados de Santos Lugares, pero también amantes y, tal vez, prostitutas que circularan por el sitio y residieran temporariamente allí. En un legajo policial que registró el arresto de la mujer parda Luna Freire, de 35 años, quedó asentado que, en 1840, cuando la mujer aún era esclava del “salvage unitario” Ireneo González, decidió fugarse de su casa y presentarse en el campamento general de Santos Lugares de Rosas, donde permaneció hasta 1844. Señaló que luego de su partida subsistió de lavar y planchar en la ciudad.8 La historia de Freire sugiere que existía otro tipo de experiencia laboral, que habría involucrado la posibilidad de liberarse de su antiguo amo y trabajar en Santos Lugares con el argumento de haber estado esclavizada en la casa de un opositor al gobierno.

El ritmo de trabajo en la Sastrería del Ejército debía ser intenso, a juzgar por los pedidos que recibía regularmente y la cantidad de materiales que solicitaba para abastecerlos. El 13 de noviembre de 1847, desde Santos Lugares, se elevaron demandas de insumos de confección que debía recibir el mayor edecán Antonino Reyes, comandante del campamento. Dentro del listado figuraban 375 docenas de botones patrios amarillos para 300 chaquetas, 125 docenas de botones patrios amarillos para 300 camisas, 40 docenas de carreteles de hilo blanco, 10 libras de hilo blanco de ovillo, 10 de hilo negro francés fino, 10 de hilo punzó francés fino, 600 varas de fleco para calzoncillos, 200 varas de lona para construcción de vestuarios,9 250 agujas del nº 3, 250 del nº 4, 500 del nº 5 y 250 del nº 6 (los distintos números harían referencia a tamaños), una docena de planchas de sastre y 4 docenas de dedales.10 ¿Cuántas personas trabajarían allí? Por la cantidad de agujas y dedales solicitados, es posible estimar que se trataría de más de treinta mujeres. La existencia de planchas le daría sentido al paso de una planchadora como Luna Freire por aquel lugar.

También el 13 de noviembre, fue elevado otro pedido, pero en este caso, al agente de comercio Pablo Santillán. Este figuraba en el Almanaque comercial de la ciudad de 1830 en un listado que incluía a otros quince agentes que, como él, se ocupaban del negocio de importación y venta de mercaderías extranjeras.11 Los almanaques eran publicaciones anuales que incluían un conjunto de información en la que se contaban efemérides locales, datos estadísticos, legislación de la época y un directorio comercial que listaba los principales negocios y tiendas de la ciudad.12 En esa oportunidad, el pedido de insumos elevado al agente de comercio Santillán hacía referencia a la cantidad de prendas que planeaban confeccionarse en la sastrería:

(…) remitirá con destino a la construcción de mil camisas, mil calzoncillos, mil gorretes, mil camisetas, mil chaquetas y mil ponchos en la Sastrería de dicho Ejército, los artículos siguientes, cuyo presupuesto queda aprovado con sujeción [sic] a los precios corrientes de plaza.

Allí se solicitaban en total más de 12.000 varas de diferentes telas para la confección de uniformes, entre lienzo, paño, bayeta y lona; 2400 carreteles de hilo; 60 libras de hilo en madeja; más de 4000 agujas, y alrededor de 1788 botones.13 Aún no habían sido introducidas las máquinas de coser en el país. La confección de una camisa a mano tomaba en la época alrededor de 14 horas (Breakwell, 2010: 107); 30 mujeres trabajando juntas tal vez lograrían tener listas 100 camisas en una semana. Puede que la fragmentación de tareas y la existencia de un sastre cortador que dividiera en piezas las costuras consiguieran que se duplicara ese número. Pero no eran tan solo 1000 camisas, sino que se esperaban, además, una cantidad equivalente de calzoncillos, gorretes, camisetas, chaquetas y ponchos. Se trataría entonces de un taller integrado por más de 30 personas ocupadas en la tarea, quizás incluso más de 50. Volver a la descripción de Ramos Mejía, de mujeres “tenidas en un puño” y tratadas “como ratones” por un violento maestro sastre, arroja luz sobre la intensidad de explotación del trabajo femenino que podría haber tenido lugar en aquellos talleres para que fuera posible confeccionar esos volúmenes de indumentaria en la menor cantidad de tiempo posible.

En 1849, en La Gaceta Mercantil fueron publicados los presupuestos de gastos de la Tesorería de la Nación. Bajo el rubro “diferentes piquetes y partidas sueltas pertenecientes al Ejército por sus haberes vencidos” se detallaba la suma de $3970 m/c, “reservados a los empleados de la Sastrería del Ejército, y consígnase la suma de $80 para los empleados mujeres en la Sastrería del Ejército”.14 Un análisis de esta breve mención sobre remuneraciones permite afirmar la existencia de trabajadores y de trabajadoras en el espacio de aquella sastrería. La disparidad entre los montos asignados para hombres y mujeres anuda nuevos interrogantes. Si efectivamente la organización del trabajo involucraba mayor trabajo femenino que masculino, como fue referido en la descripción de Ramos Mejía, es posible que los bajos sueldos de las empleadas mujeres se explicaran por el hecho de que se trataba de reclusas o de compañeras de soldados, que no percibían necesariamente una retribución en dinero por sus labores. A su vez, es factible que se asumiera que los hombres empleados –sastres, cortadores– tuvieran superiores calificaciones en el oficio, motivo que justificaría una remuneración más elevada. Una mirada a las retribuciones estipuladas contemporáneamente para las mujeres detenidas en la Cárcel Sastrería del Estado puede arrojar luz sobre los arreglos de trabajo forzoso y la remuneración de aquellos.

-La Cárcel Sastrería para mujeres

A comienzos de 1848 se encontraban en la cárcel del Cabildo un conjunto de mujeres que habían sido detenidas por delitos menores. El entonces encargado del Departamento de Policía Juan Moreno propuso que fueran trasladadas “al Cuartel General de Santos Lugares para ser destinadas a los trabajos de Sastrería del Ejército”.15 La propuesta evidenciaba que era una práctica común el traslado de mujeres presas a las tareas de confección en aquel cuartel. Sin embargo, el trabajo forzado de personas encarceladas no era castigo exclusivo de las mujeres. En la década de 1840, hombres detenidos eran ocupados en “trabajos públicos”, que a menudo consistían en tareas de construcción de infraestructura urbana.16

El pedido de Juan Moreno fue desestimado por el gobernador. En su lugar, el 12 de mayo de 1848, por medio de un decreto oficial, Juan Manuel de Rosas ordenó la creación de una cárcel sastrería en la ciudad, adonde serían destinadas mujeres convictas por delitos menores, para que cosieran piezas de ropa para el Ejército.17 ¿Se contemplaría una paga para esas mujeres detenidas y luego destinadas allí? ¿O sería considerado el trabajo de costura una labor rehabilitadora para las reclusas y, por ello, no remunerada? ¿Cómo sería el espacio previsto para esa cárcel? ¿Cómo estaría organizado el trabajo de costura allí? Ciertas pistas sobre estas preguntas se obtienen del detallado contenido del decreto oficial y del reglamento que lo acompañaba, analizado por la historiadora Carmen Rodríguez López (2005). Aunque no necesariamente el proyecto se hubiera concretado en su totalidad, esos documentos ofrecen un panorama de cómo fue planeado tal establecimiento. El reglamento constaba de 15 artículos. En el primero, estipulaba que el jefe interino de policía “buscará una casa aparente y segura con la comodidad y extensión necesarias en un punto saludable y con suficiente terreno aparente para huerta y jardín, que alquilará por cuenta del Estado”. El segundo artículo establecía: “En dicha casa serán colocadas las presas, y las que a esa prisión y servicio fueren destinadas”. Se señalaba también que “como su tarea (de las reclusas) consistirá en los trabajos de costura de las piezas de vestuario del Estado” (artículo 11) recibirían un jornal de $40 a $60 mensuales (art. 7), “siendo de su cuenta vestirse con decencia con lo que ganen” (art. 8). Así, formalmente, se disponía un sueldo en retribución por la labor de las detenidas. A su ingreso, aquellas “deberán estar aseadas en su vestido” y recibirían un vestuario nuevo ese día (art. 8). (Rodríguez López, 2005: 442-444). Se registraba también la existencia de “un sastre pagado por el gobierno” a cargo de cortar los géneros y examinar las prendas (art. 11). A partir de esto último, se observaría en la organización del trabajo un formato similar a aquel que tenía lugar en la Sastrería del Ejército: un artesano coordinaría la producción y se ocuparía a su vez de cortar las telas, distribuir las piezas y examinar el trabajo hecho una vez entregado por las reclusas. Toda la ropa confeccionada quedaría depositada en un almacén de la Casa Cárcel, “debiendo conservarse allí a disposición del gobierno” (art. 12) (Rodríguez López, 2005: 456).

¿Quiénes eran las mujeres que trabajaban en la Cárcel Sastrería? Existe un expediente en el que constan los legajos de dieciocho de las mujeres destinadas a esa institución con pistas para reconstruir diferentes aspectos de sus vidas. De las dieciocho presas, catorce fueron anotadas como morenas, negras y pardas, y una de ellas, como trigueña. De todas se dejó registro de la vestimenta que portaban al ser detenidas. Las tres mujeres consignadas como “negras” en el legajo se encontraban descalzas al momento de su arresto.18 A su vez, una dimensión central por la cual eran interrogadas al encontrarse detenidas era su ocupación o medio de vida. Se trataba de mujeres trabajadoras pobres, arrestadas en su mayoría por hurtos menores o por algún tipo de comportamiento considerado “escandaloso” en la vía pública. En el caso de dos mujeres jóvenes pardas, haberse fugado de un arreglo laboral forzoso y ser imposible “sugetarlas a ninguna clase de trabajo” había sido motivo suficiente para que, a través de la intervención policial, se las remitiera, primero, a la Cárcel del Cabildo, y luego, a la Cárcel Sastrería.

Aunque todas fueron destinadas a coser uniformes en esa Cárcel Sastrería, solo algunas de ellas habían declarado ejercer el oficio de costureras o habían mencionado la costura como parte de su actividad cotidiana antes del arresto. En ese sentido, observar los trabajos que declararon brinda la oportunidad de explorar las formas de subsistencia abiertas a mujeres a fines de la década de 1840. Entre las trabajadoras había planchadoras, cocineras, lavanderas, una amasadora, una desmotadora de algodón, una pulpera y una prostituta.19 La costura fue declarada como ocupación ocasional o permanente por siete de las dieciocho mujeres. Era una habilidad que aparecía como parte de trabajos “en casas de familia para el servicio de adentro”,20 entre los cuales se contaban la cocina, el lavado, el planchado y la costura de la ropa de las personas que vivían allí. Este modo de ganarse la vida podía desarrollarse a través de diferentes arreglos laborales. Carmen Rodríguez, de 16 años de edad, registrada como parda, dijo que había estado colocada en varias casas para servir, “pero que le ha venido la desgracia de que en todas ellas se le ha dado un malísimo trato, por lo que no ha subsistido en ninguna”. Declaraba como oficio principal la costura y el planchado, pero estaba “impuesta en todos los quehaceres de las casas de familia”. El oficial de policía registraba que había sido remitida por el defensor de menores, “por no poder sujetarla en ninguna parte” y por haber robado prendas de ropa en la última casa en la que había estado colocada.21 En la época, el defensor de menores actuaba como un intermediario estatal en la colocación de jóvenes, niños y niñas pobres o huérfanos, o bien como aprendices de un oficio –en el caso de los niños– o para situar a las niñas como criadas o sirvientas en casas de familia. Así, trabajo doméstico, tutela y crianza se combinaban en la experiencia de la colocación. Las prácticas violentas de parte de los patrones no eran infrecuentes, como aquellas a las que Carmen Rodríguez aludía al mencionar el “malísimo trato” recibido en los distintos sitios en los que había estado colocada. Tampoco era infrecuente la huida como forma de negarse a tales condiciones de trabajo.

¿Cómo habrían aprendido estas mujeres la labor de costura? Podían adquirirse esas habilidades por medio de una colocación en calidad de aprendizas en alguna de las tiendas de modista o talleres de sastrería de la ciudad. También aquellas que fueron esclavas o libertas pudieron haber sido formadas en sus espacios de trabajo, con sus amos,22 o enviadas a escuelas para niñas en las que la costura se contaba dentro de la currícula. Así, por ejemplo, en un pleito ocurrido en marzo de 1824, Juan Vitón señalaba los gastos hechos para “pagarle la escuela pa’ que le enseñasen con perfección a leer y coser” a la liberta Juana, quien trabajaba y residía en su casa (Candioti, 2019: 14). Otras niñas habrían aprendido en sus hogares o en las escuelas públicas administradas por la Sociedad de Beneficencia. En 1823 se abrieron cinco escuelas para niñas en la ciudad, con un total de 190 alumnas.23 El ingreso de jovencitas “de las castas de color” a aquellas escuelas habría estado vedado, con el argumento de que debía dárseles “otra clase de educación”.24 En diciembre de 1833, luego de una demanda elevada por un grupo de soldados pardos, negros y morenos al gobierno, las mujeres de la Sociedad de Beneficencia dispusieron la creación de una escuela “para las libertas y libres de color”, en la que fueron anotadas 131 niñas. En ese establecimiento y en el Colegio de Huérfanas se habría dispuesto la introducción de un telar en el que las alumnas aprenderían a confeccionar ponchos (Barrachina, 2020: 264-269).

Por fuera de las prescripciones de su decreto de creación, hay escasos indicios que permitan reconstruir el funcionamiento de la Cárcel Sastrería. No se han encontrado partidas presupuestarias del gobierno rosista vinculadas explícitamente a dicha cárcel. No hay registro de salarios, como tampoco de insumos entregados para el trabajo de las presas, como sí aparecían, en cambio, para la Sastrería del Ejército de Santos Lugares. La existencia de recibos con menciones poco claras de su destino podría resultar una pista para no descartar de plano la concreción de ese proyecto; por ejemplo, recibos de alquileres de casas “que ocupa el Estado” (Rodríguez López, 2005: 442). No obstante, documentación revisada para la elaboración de la presente pesquisa confirmó que, además de las 18 mujeres destinadas, existieron al menos otras dos mujeres en situación similar: Felipa Morales y Cayetana Cisneros. La documentación referida señala que ambas se encontraban efectivamente en la Cárcel Sastrería al comenzar 1849. Así, un indicio fragmentario, pero indicio al fin, permite aseverar la existencia de esa cárcel.25

El trabajo de las presas invita a reflexionar sobre los cálculos de las remuneraciones estipuladas para artesanos de la confección de uniformes para el gobierno, previamente referidos. Trabajos no remunerados o mal pagos realizados por mujeres en condiciones precarias y violentas hicieron posible una proporción de los vestuarios utilizados por el ejército rosista. Aunque difíciles de cuantificar, se trató de experiencias que iluminan una forma coactiva de trabajo femenino de costura. A su vez, observarlas en contexto permite trazar conexiones con un circuito laboral en el que otros arreglos forzosos, coactivos, con fronteras porosas entre la sujeción y el trabajo formalmente libre, eran corrientes para niñas y jóvenes. Especialmente, para aquellas cuya edad y ascendencia africana eran subrayadas para reforzar posiciones de subalternidad en el mercado laboral.

-Simón Pereyra, proveedor del Estado

En 1843, José Rivera Indarte escribía desde su exilio montevideano el libro Rosas y sus opositores. En el apartado “Robos y dilapidaciones”, dejaba asentado que

el vestuario de la tropa ha sido una fuente pingüe de robos indebidos y provechos. (...) Antes se hacía esta provisión por remate público. Hoy se hace por monopolio de D. Simon Pereira, pariente de Rosas. Cuando entró al gobierno era aquel un pobre ropero, hoy es un millonario. Su prosperidad repentina, mágica inmensa, acusa al gobierno que le dá su monopolio.26

Más allá del tono crítico, propio de un opositor al rosismo desde el exilio forzoso, los escritos de Rivera Indarte constituyen una pista de la presencia de Pereyra como proveedor de textiles para el Estado. Hacia fines de la década de 1840, Pereyra continuaba obteniendo ganancias en ese rubro. En el Parque de Artillería existía un depósito en el que se almacenaban los vestuarios del Ejército. Desde allí, se remitían vestuarios y armamentos a los distintos puntos de la provincia cuyos cuerpos armados solicitaran aprovisionamiento militar. Incluso podían enviarse a las tropas al mando de caudillos aliados de otras provincias.27 El 1º de noviembre de 1847, el comandante del Parque de Artillería, José María Velázquez, remitía al gobernador Juan Manuel de Rosas una nota en la que detallaba un inventario de las existencias de artículos para el Ejército con los que contaba a la fecha el almacén de ese parque. Dejaba constancia de que el vestuario de oficial y de tropa disponible en depósito había sido entregado por don Simón Pereira en el pasado mes de septiembre.28 De acuerdo con el listado, se trataba de 350 vestuarios para la oficialidad y 3000 uniformes para la tropa.29

Simón Pereira o Pereyra –como aparece alternativamente en las fuentes– era un comerciante porteño que había comenzado su trayectoria como dependiente de la tienda de Manuel Arrotea y hacia 1830 contaba con un establecimiento propio.30 Es mencionado como ropero en algunas fuentes, es decir, como individuo que estaba al frente de una ropería o tienda de ropa hecha, y además habría sido primo hermano de Encarnación Ezcurra. También se le atribuía haberles dado empleo a la viuda y las hijas de Manuel Dorrego como costureras en su ropería en momentos de necesidad (Méndez, 2003: 37). No es posible precisar, sin embargo, si los vestuarios provistos al Ejército serían confeccionados en su establecimiento. En principio, este empresario habría estado involucrado en el comercio de textiles con Gran Bretaña que sirvió para abastecer parte de la demanda de uniformes del gobierno rosista:

Innovación extremadamente significativa, que tiene por consecuencia el ascenso de Simón Pereyra, comisionista del fisco para esas compras. (…) Sobre todo a través de Pereyra –pero en otros casos mediante transacciones directas– ese gran comercio predominantemente británico provee al Estado de artículos de vestuarios que en el cuadrienio 1841-1844, con un valor total equivalente a 318.098 libras esterlinas, corresponde al 9,23% del total de las exportaciones británicas al Plata (Halperin Donghi, 2005: 206-207).

El historiador Manuel Llorca-Jaña afirmó que desde la revolución de independencia hasta comienzos de la década de 1850 la exportación de textiles ingleses constituía entre el 76% y el 93% de las exportaciones totales de Gran Bretaña hacia el cono sur cada año (Llorca Jaña, 2011: 822). A nivel local, ese negocio se realizaba a través de la creación de casas consignatarias que se asentaron en Buenos Aires y ofertaban telas de origen inglés. Entre 1810 y 1860 existían en la ciudad 193 tiendas británicas que operaban en el rubro (Llorca Jaña, 2011: 853-860).

A través del análisis del padrón del impuesto denominado “contribución directa” para el año de 1839, se observa que Simón Pereyra figuraba dentro de la categoría más alta, rubro reservado para aquellos propietarios cuyo capital era superior a $319.999 (Gelman y Santilli, 2004: 21-23). Pereyra fue elegido diputado de la Junta de Representantes entre 1836 y 1846. Además de empresario textil, años más tarde aparecía como inversor en la compra de tierras en la campaña bonaerense junto con su cuñado José Gerónimo Iraola. Entre ambos compraron 70.000 hectáreas en el partido de Ayacucho (1846) y 21.600 hectáreas en Quilmes (1850). A la muerte de Pereyra, en 1852, las 17.852 hectáreas que correspondían a una de sus estancias, llamada Tandileofú, fueron heredadas por su hijo Leonardo, quien catorce años más tarde figuraría en el listado de fundadores de la Sociedad Rural Argentina (Reguera, 2001: 63-64). Una de las principales fortunas de fines del siglo XIX se había forjado inicialmente a través de la participación en el negocio de los textiles.

Abastecimiento de uniformes después de Caseros

El 24 de abril de 1857, el gobierno del Estado de Buenos Aires resolvió incendiar una partida de divisas federales encontradas en los antiguos almacenes del Parque de Artillería, en ese entonces devenido depósito de la Comisaría de Guerra y Marina, al mando del general Bartolomé Mitre. Con el título “Auto de Fé”, el diario El Nacional indicaba:

Las había de seda y lana, largas y cortas, con retrato y sin él: era una vasta colección de divisas federales, cada una de cuyas diversas clases representaba una época distinta de la administración de aquel déspota.31

La caída del gobierno rosista, el 3 de febrero de 1852, implicó un reordenamiento a nivel institucional, en el cual el aparato militar y su aprovisionamiento sufrirían modificaciones sustantivas. La historiadora Bárbara Caletti afirmó que fueron licenciados los cuerpos de milicias, se llevó adelante una profunda desmilitarización de la campaña rural y se procuró reducir el gasto existente hasta el momento destinado al Ejército, a la par que se creaba un nuevo cuerpo miliciano con el nombre de Guardia Nacional (Caletti, 2014: 63-67). A su vez, la voluntad del nuevo gobierno de distanciarse en términos simbólicos del período previo implicó, además de una buena dosis de iconoclastia como la de aquel “auto de fé”, nuevas elecciones de uniformes –alejados del color rojo punzó– y ciertos cambios en la forma de adquirirlos. Con el desmantelamiento de los Cuarteles de Santos Lugares también dejaría de funcionar la Sastrería del Ejército. Es posible que lo mismo ocurriera con la Cárcel Sastrería. La modalidad de adquisición de vestuario en esta etapa iba a privilegiar la licitación a empresarios, en actos públicos y abiertos difundidos en la prensa local, como forma tal vez de alejarse de la discrecionalidad que endilgaban al gobierno de Rosas. Los empresarios elegidos combinarían la importación de uniformes con la distribución de trabajos por pieza entre costureras de la ciudad, quienes coserían en sus domicilios. A su vez, en la misma línea que aquel proyecto de Cárcel Sastrería, las internas de la Convalecencia –el hospital para mujeres dementes creado en 1854 y administrado por la Sociedad de Beneficencia– iban a dedicarse diariamente al trabajo de costura. Parte de su producción consistiría en piezas de indumentaria militar para el Estado.

-Los usos del uniforme en la ciudad

El 20 de abril de 1857, El Nacional publicó una solicitada del 5º Batallón de Guardia Nacional en la que se amonestaba a aquellos ciudadanos que vestían su uniforme no estando en servicio, al usarlo “en trabajos ordinarios”.32 Al día siguiente, el jefe del batallón reforzaba la advertencia al señalar que quien fuera encontrado portando uniforme en tareas civiles sería castigado con quince días de arresto.33 Ese año, en la sección “Crónica local”, un periodista del mismo diario se quejaba de haber visto que dentro del uniforme entregado a algunos soldados se les proveía de un chiripá. A continuación, decía que “es preciso principiar por ponerle al recluta corbata, pantalón y reprenderlo fuertemente el día que salga a la calle con un botón desprendido”. En sus dichos se entreveían un desprecio por el chiripá, prenda típica de los hombres de campo, y, al mismo tiempo, una voluntad de distanciar al nuevo ejército de aquel que había sido vestido por Rosas algunos años antes.34 Un día antes de aquella publicación, el mismo cronista recomendaba los uniformes que podían adquirirse en la ropería de Cayetano Descalzo, directamente importados de París.35 Se evidenciaba así también un interés por auspiciar a aquellos comerciantes que publicitaban regularmente avisos de gran tamaño en el periódico.36 No obstante, a un mes de iniciado el conflicto armado con la Confederación Argentina, que desembocaría en la batalla de Cepeda, el mismo diario declaraba:

Sabemos que varios oficiales de los que marchan a campaña se han mandado a hacer uniformes más finos que los que da el estado. Esto nos parece que no debe ser permitido por los Gefes [sic] (…) Igualdad en todo lo que se pueda, que esto es de suma importancia para la disciplina y el buen orden de los batallones.37

La referencia a la disciplina tal vez fuera un indicador de que la costumbre de que la oficialidad se engalanara para la guerra habría generado rispideces en la tropa.

El 29 de mayo de 1861, el diario El Nacional publicaba en sus habituales columnas de crónicas locales un gesto de preocupación ante los hechos ocurridos el sábado previo. Un grupo de soldados de línea del regimiento Escolta de Gobierno se había visto involucrado en una pelea con el cuerpo de policía de Belgrano. Si bien la nota nada nos cuenta de los motivos, el desenlace implicó que

los soldados no contentos con esta victoria declararon botín de guerra la ropa de sus contrarios, y sin más ni más procedieron a desnudarlos llevándosela en seguida para venderla o empeñarla y consumir su producido en el juego o en la bebida (...).38

El uniforme brindado por el Estado era en este período también una vestimenta valorada por quienes la portaban, de un modo análogo a lo que ocurría al final del gobierno rosista. Por un lado, esto se debía al hecho de que les confería un grado de estatus u honor en el ámbito público frente a sus pares y a otros hombres de jerarquía superior. Por otro, el uniforme era una prenda de ropa de mediana calidad en un momento en el cual los trabajadores de la ciudad adquirían su ropa hecha en roperías, establecimientos que o bien vendían indumentaria importada de baja calidad o la confeccionaban con géneros baratos de consumo accesible. Sustraerle la ropa al bando enemigo, en esta pelea callejera, cumplía el doble propósito de despojar de una prenda de honor, que simbolizaba un estatus diferencial, y también se enlazaba con lo expuesto previamente: la ropa valía dinero, podía venderse o empeñarse en alguna de las casas de empeño o montepíos de la ciudad. El cronista de El Nacional asumía que ese botín podía destinarse a juego o a bebida. Se trataba probablemente de un prejuicio producto de las ansiedades que les generaría a hombres cercanos al gobierno, como aquellos que escribían en El Nacional, la presencia de hombres de menores recursos y de bajo rango militar que portaban uniforme en las calles y protagonizaban disturbios.

También los veteranos que habían combatido en las guerras de independencia podían hacer valer los servicios prestados a la patria y reclamar en momentos de pobreza que se les otorgase un uniforme para su vestido. Tal fue el caso de Juan Manuel Posadas, un anciano de casi 80 años que declaró haber servido bajo el mando de Manuel Belgrano en el Regimiento Nº 6 de Pardos y Morenos.39 En agosto de 1855, el entonces comisario de guerra y marina Bartolomé Mitre dispuso que “se entregue al soldado inválido Juan Manuel Posadas” una chaqueta de paño, un pantalón de bayetón, dos camisas, dos calzoncillos y un par de zapatos.40

-Licitaciones y empresarios de la ropa para el Estado de Buenos Aires

Tras la Batalla de Caseros, la distribución centralizada de uniformes de la que solía ocuparse el Parque de Artillería durante el rosismo dio paso a un funcionamiento en el que distintas instituciones de gobierno debían hacerse cargo de su propia provisión de vestuario. Esto se relacionaba con la creación de nuevas jurisdicciones y con las instituciones asociadas a ellas en este nuevo período. Así, el enfrentamiento entre el gobierno de Buenos Aires y el resto de las provincias que sobrevino una vez disuelta la alianza porteña con el general entrerriano Justo José de Urquiza, precipitó la constitución del Estado de Buenos Aires como territorio autónomo, separado de la Confederación Argentina. En 1853, por iniciativa de Valentín Alsina, presidente de la Cámara de Justicia y diputado provincial, se crearon los departamentos judiciales del Norte, del Sur y el de la Capital, que ya operaba, de los cuales dependerían las justicias de paz de la campaña bonaerense (Belzunces, 2019: 32). Por su parte, hacia 1854, se creaba la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. El historiador Diego Galeano señaló que también se emprendió una reestructuración de la policía de la ciudad y se realizó una ampliación del número de comisarías.41

La Comisaría de Guerra y Marina se encargaba de las licitaciones para abastecer a los distintos cuerpos armados del Ejército del Estado de Buenos Aires. Entre 1853 y 1862 era habitual la publicación en diarios locales tanto del llamado a licitación de uniformes como de la confirmación de los empresarios elegidos para el abastecimiento. En marzo de 1856, se anunciaba que se abría la recepción de propuestas en la oficina de la Comisaría General para la confección de 500 uniformes para el Ejército, compuestos de ponchos de paño, chiripás y mantas. Se esperaba que los interesados hicieran llegar muestras o ejemplos de cada una de las prendas confeccionadas “para la elección de la más ventajosa”.42

Entre los candidatos, algunos ofrecían más de una opción por prenda. Una de ellas resultaría más económica, de modo de tener más chances de ser elegidos. A su vez, señalaban la posibilidad de alterar tamaños, formas y costuras.43 El 30 de noviembre de 1855 se elevaba un pedido de uniformes a la Comisaría de Guerra y Marina “advirtiendo a V.S. que necesitan que los pantalones y zapatos sean de una medida grande teniendo ya en depósito muchos de ellos por ser de una medida chica”.44 Así, la estandarización de los talles, de todos modos, contemplaba al menos dos tamaños –grande y chico– para adecuarse a los cuerpos de los hombres de la tropa.

Uno de los proveedores elegidos ese año fue el empresario Patricio Peralta Ramos, dueño de una importante ropería de la ciudad, localizada en la calle San Martín nº 18, cerca de la Plaza y del Cabildo.45 Peralta Ramos suele ser mejor recordado por la historiografía en su faceta de estanciero, dueño de saladero durante la década de 1860 y fundador del pueblo de Mar del Plata en 1874. Menos se sabe de su pasado como comerciante textil y empleador de trabajadoras de costura, actividades que constituyeron una instancia previa de acumulación de capital de Peralta Ramos en la década de 1850.46

En relación con el abastecimiento de uniformes en la ciudad, hay pistas en la prensa que permitían imaginar otros arreglos para la provisión de vestuario. En agosto de 1857, en la sección Crónica Local, un periodista de El Nacional refería la noticia de que el gobierno se disponía a encargar, por medio de la casa consignataria Thompson & Compañía, la compra de telas para vestuario del Ejército, y señalaba: “Sabemos que las telas pedidas son en proporción al número de 1500 plazas”.47 Esto podía ser indicio de la pervivencia de trabajo de costura patrocinado directamente por el gobierno. Esa casa de consignación era una de las tiendas de venta de paños ingleses abiertas en la ciudad. Había comenzado a funcionar en la década de 1840 y continuaría su actividad a lo largo de la década de 1850 (Llorca-Jaña, 2011: 859). En los listados de despachos de aduana que aparecían diariamente en los periódicos locales se registraba que en agosto y septiembre de 1860 la casa seguía importando diversos géneros para confección de indumentaria.48

La provisión de vestuario del personal de los juzgados de paz de campaña49 dependía del Departamento General de Policía. A mediados de enero de 1858, la policía publicó en El Nacional un aviso en el que se anunciaba la licitación para la confección de 160 uniformes compuestos por ponchos, blusas, pantalones, calzoncillos, camisas, corbatines, zapatos y kepíes con destino a las prefecturas de campaña.50 Un aviso similar era publicado al mes siguiente, pero para abrir la licitación para la provisión de uniformes para los vigilantes de ese departamento.51

Por su parte, la municipalidad de la ciudad se encargaba de adquirir los vestuarios de los empleados de la comisaría de los corrales del sud y del norte,52 de los ordenanzas al servicio de los comisarios que vigilaban los mercados de abasto, de los peones enterradores del cementerio53 y del cuerpo de serenos.54 La confección del vestuario de un porcentaje significativo de trabajadores al servicio del Estado habría estado en manos de costureras a destajo de la ciudad.

-El trabajo de las costureras por pieza en la confección de uniformes

Hacia 1855, el censo de población de Buenos Aires registró más de 90.000 habitantes. De ese total, 5844 mujeres fueron registradas como costureras.55 Aunque es difícil precisar cuántas de ellas trabajarían cosiendo uniformes, el fragmento que da inicio a este artículo muestra que se trataría de una opción conocida por aquellas que se ganaban la vida a través de habilidades con la aguja y el hilo. La escena frente a la tienda del empresario Ángel Martínez, descripta en aquel fragmento, permite arrojar luz sobre la modalidad de trabajo en momentos de conflicto bélico. Desde muy temprano en la mañana hasta bien entrada la noche, mujeres de toda la ciudad acudían a buscar piezas de ropa que coser. Al igual que en la Sastrería del Ejército en Santos Lugares o la Cárcel Sastrería a fines de la década de 1840, la confección a gran escala de indumentaria no hecha a medida distribuía el proceso de realización de una prenda entre las tareas de corte de telas, a cargo de sastres o cortadores, y las de costura de piezas, tomada por mujeres que cosían en sus domicilios.

¿Cómo serían los intercambios entre costureras que cosían uniformes por pieza y los empresarios o sastres que las contrataban? En agosto de 1861 el diario El Nacional publicaba un diálogo entre un maestro sastre gallego y diversas trabajadoras de la aguja que acudían a última hora del día a entregar la costura realizada y a recibir la paga correspondiente. El diálogo adoptaba la forma de una breve pieza teatral:

Costurera: —¿Cuándo mando á mi hijo por la costura?

Maestro: —Puede venir su higo [sic] mañana, que ya tendrá arrejlada la costura.

Varias costureras: —¡Maestro!... maestro… despáchenos (…) Páguenos esta noche, que mañana no podemos venir.

Maestro: —Demonio de mugueres [sic], ¡siempre están con el paja [sic] en la boca! Esta noche no se puede pajar más, que es tarde.

Una costurera: —Maestro, aunque no sea más que á mí, págueme esta noche, que vivo muy lejos.

Maestro: —Si vive legos [sic], viva más cerca. ¡Ea! Afuera, esta noche no se pueden hacer más. Duminjo [sic] apaja el jas, que es muy tarde.56

En el diálogo, aparecen diferentes elementos: en primer lugar, cierto matiz cómico en la referencia a la pronunciación de ges y jotas por parte del inmigrante español, un ejemplo de los artesanos europeos que en este período habían abierto sus tiendas en Buenos Aires. Además, el sastre era nombrado “maestro” por las mujeres, lo que revelaba la jerarquía y el respeto que implicaba el escalafón dentro del oficio. También se hacía alusión a lámparas de gas para iluminar el local. En lo referente a contratación y remuneración, se observan distintas mujeres, algunas de las cuales eran además madres y contaban con la ayuda de sus hijos para la búsqueda del trabajo por pieza a desarrollar en sus casas. El hecho de que una de ellas hubiera comentado la gran distancia que la separaba de la sastrería invita a reflexionar sobre la extensión de la ciudad y las conexiones entre estas tiendas del centro y el lugar de residencia de aquellas trabajadoras que acudían por costuras. La cotidianidad laboral de estas mujeres implicaría desplazamientos entre la tienda y sus casas, y nuevamente hacia las tiendas para entregar las piezas terminadas y poder cobrar por ellas.

Durante el bienio 1859-1861, el aumento de la demanda de uniformes militares en la ciudad de Buenos Aires estuvo ligado a dos momentos de conflicto bélico entre el Estado de Buenos Aires y la Confederación Argentina. En el primero de ellos, la Batalla de Cepeda, del 23 de octubre de 1859, el ejército de la Confederación contaba con alrededor de 14.000 hombres, mientras que el de Buenos Aires reunía aproximadamente 9000. La victoria relativa de la Confederación en esta contienda y las tensiones que conllevó motivaron que dos años después tuviera lugar una nueva confrontación, conocida como la Batalla de Pavón, que acaeció el 17 de septiembre de 1861. En ella, el ejército confederal estaba formado por cerca de 17.000 hombres, de los cuales 8000 habían sido aportados por las provincias del centro, y 9000, por Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe. El ejército porteño, al mando del general Bartolomé Mitre, resultó victorioso en esta contienda. Estaba compuesto por más de 20.000 hombres, y contaba además con una importante superioridad de armamento y de adiestramiento en infantería y artillería.57

Un mes antes de que se iniciara la Batalla de Pavón, el diario volvía a introducir un diálogo, esta vez ficcional, entre el patrón don Ángel, su dependiente el señor Vázquez y una multitud de costureras. El Ángel del relato haría referencia al empresario ropero mencionado al comienzo del escrito, don Ángel Martínez.

“Recíbame Ud. la costura que tengo prisa”, decía una. “A mí, Sr. Vázquez, que tengo seis chicos abandonados desde esta mañana. Diga Ud. al Sr. tenedor que me pague para llevar pan a mis chicos”, gritaba otra. Una tercera costurera pedía que le dieran unos ponchitos “que hasta ahora no me han tocado más que blusas”. Parecía que o bien existía una paga diferencial por prenda o bien resultaba más provechosa la costura sencilla de ponchos que la compleja y de varias piezas que suponía la confección de una blusa.

Ante la intervención de una muchacha que pedía que la despachara pronto con el argumento de que era recomendada, las otras respondían:

¡Afuera la recomendada! Aquí no hay privilegios. Miren la señorita de gorra, que cose por capricho para comprarse algún dije, no está contenta con que nos quita el trabajo a las pobres y quiere ser preferida, afuera la de la gorra…. ¡Afuera la de la gorra! ¡Afuera paquetas!.

Finalmente, hacía su entrada el señor Ángel, que ante la escena de alboroto intentaba calmar los ánimos, e indicaba que aunque no hubiera más costuras por ese día para repartir, podía recomendarlas con Lozano o Peralta, otros empresarios que, como él, proveían de uniformes al gobierno.58 La escena, aunque producto de la imaginación del cronista, estaría de seguro inspirada en algún intercambio del que este hubiera sido testigo. Si bien también era un elemento más dentro de la ficción elaborada por el periodista, aparecía en la descripción la conciencia de una identidad común entre aquellas que cosían para vivir, que debían llevarles el pan a sus hijos, y aquella otra que lo hacía tan solo para ganar algún dinero adicional. El mote de “paqueta” y la alusión que se hacía al uso de gorra, un accesorio entendido como propio de una mujer adinerada, remarcaban la distancia social que las separaba, y que se hacía visible incluso en las ropas vestidas por ellas. En un sentido semejante, el diálogo referido al comienzo del artículo mostraba una identificación común de las mujeres frente a la tienda de Martínez como “pobres” que necesitaban del trabajo de costura provisto por el empresario.

Algunos meses antes de la publicación del diálogo, El Nacional confirmaba a Ángel Martínez y a Sebastián Capdevila como los candidatos elegidos para proveer de vestuario a la Comisaría General de Guerra y Marina. En relación con el primero, el cronista comentaba además sobre su tienda: “Hallarán costuras las personas que ejercen este ramo de industria. Lo avisamos pues a las Sras. Costureras”.59

El aprendizaje de habilidades de costura por parte de estas mujeres sería semejante al referido en un período previo: en sus casas, con sus madres; en escuelas para niñas o colocadas en alguna tienda en calidad de aprendizas.60

Efectivamente, Peralta Ramos y José Lozano, con seguridad los empresarios mencionados en el diálogo ficcionado, continuaban trabajando como proveedores del gobierno y demandando costureras. En marzo de 1862, el jefe de policía consideraba “más ventajosas” las propuestas presentadas por estos dos empresarios para la confección de 200 uniformes para los vigilantes de aquel departamento. Por tal provisión ambos recibirían un total de $68.400 moneda corriente en los siguientes 4 meses a partir de entregadas las prendas.61 Así como Martínez encontraba auspicio en El Nacional para la distribución de costuras para el Ejército entre trabajadoras de la ciudad, también Peralta Ramos publicitaba en esas páginas. Algunos años antes, en un aviso de su tienda en la calle San Martín nº 18, anunciaba que se buscaba costurera “para ropa del Estado”.62 Avisos similares se sucedieron a lo largo del período también en sastrerías y roperías de la ciudad.63 Esto resultaría evidencia de la extensión del trabajo femenino de costura a destajo en los distintos establecimientos de la ciudad dedicados a la confección de indumentaria masculina.

¿Qué proporción de ese monto pagado por el gobierno a los empresarios correspondería a sueldos de las costureras por pieza que trabajaban para ellos? Es difícil precisarlo. Se sabe por el listado de jornales de trabajadores aparecido en El Nacional en 1855 que una costurera recibía por día de labor entre 15 y 24 pesos.64 Pero la remuneración por jornal abarcaba tan solo a aquellas que desempeñaban su tarea por jornadas enteras, al interior de un taller de ropería, de sastrería o de modista. Por otro lado, en 1863, un aviso de una sastrería y ropería prometía remunerar “hasta $30 por pieza” a las costureras de chaleco que se presentaran.65 Se hacía referencia aquí a mujeres que confeccionaban a destajo en sus lugares de morada, a las cuales se remuneraba una vez finalizada la prenda, sin importar el tiempo que esto les hubiera tomado. Resultaría, entonces, menos oneroso para los sastres y empresarios contratar este tipo de trabajo que abonar el costo de un jornal.

Si tomamos como referencia los valores que esperaba recibir Peralta Ramos en las licitaciones de 1855, cuando ofrecía camisetas de paño a $50 cada una, pantalones de paño a $45 y dos opciones de pantalones de brin de Rusia, uno a $20 y otro a $17, puede estimarse que por cada pieza cosida las costureras debían recibir menos de $30, aunque tal vez esto dependiera del volumen que el empresario se comprometiera a entregar.66 Suponiendo que cada costurera recibiera entre $10 y $20 por pieza entregada, veamos qué podía costear para su subsistencia cotidiana y la de su familia, en caso de tenerla. Tomo como referencia un listado de precios corrientes para las familias de 1856 de algunos de los productos que se adquirían en el recientemente creado Mercado del Plata: una gallina de campo costaba $8; $6, la docena de huevos de campo; $1, la libra de maíz pisado; 2 reales valían 3 atados de zanahoria. La libra de papa costaba 6 reales, y por $1 podían comprarse 3 chorizos.67

Además de permitirles a los empresarios el ahorro de jornales, los arreglos de trabajo de estas características les quitaban la responsabilidad y el costo de mantener un taller de trabajo fijo. Por su parte, para estas mujeres, la baja remuneración podía ser compensada con el hecho de combinar aquellos trabajos con otras actividades: el cuidado de niños, la cocina, el lavado de ropa o tal vez arreglos ocasionales de conchabo en alguna casa de familia.

-Trabajo de la aguja para el Ejército de las “pobres locas de la Convalecencia”

El Hospital de Mujeres Dementes abrió sus puertas en marzo de 1854.68 Se encontraba en unos terrenos localizados en el sur de la ciudad. La historiadora Valeria Pita afirmó que esta iniciativa, llevada adelante por las mujeres de la Sociedad de Beneficencia, buscaba dar asilo a enfermas mentales para su tratamiento y recuperación. En el año de su apertura, fueron recibidas 64 mujeres, y sumaban 90 en 1857. Su estado de demencia, el cual no siempre estaba definido con claridad, se identificaba con delirios, pérdida de la razón y conductas violentas o escandalosas. Antes de su admisión en el hospicio, era común que estas mujeres hubieran sido alojadas en la cárcel pública y el hospital para mujeres, o que simplemente deambularan por la ciudad hasta que algún miembro del cuerpo de policía las trasladara a aquellas instituciones. La Convalecencia para mujeres dementes funcionaba, así, como una institución destinada a recluir a un segmento de la población compuesto por trabajadoras pobres e indigentes. Alrededor de la mitad de las internas eran nativas de Buenos Aires (Pita, 2012: 94).

El proceso de rehabilitación previsto por la Sociedad de Beneficencia y los médicos que se desempeñaban allí preveía una rutina de trabajos varios, entre los que la costura ocupaba un lugar central. Las internas se levantaban al alba, cumplían con el aseo del establecimiento y luego del desayuno se dirigían a sus diferentes faenas: algunas, al cultivo de hortalizas o la lavandería, pero en su mayoría, al taller de costura o costurero, donde se dedicaban hasta las 11 de la mañana a la confección de camisas y calzoncillos. Después de la pausa del almuerzo, retomaban sus trabajos hasta las 17, momento de la cena y el rezo antes de dormir (Pita, 2012: 94). Para las administradoras, la costura era una actividad virtuosa y una vía para la recuperación de la razón, que producía, además, “una utilidad al establecimiento”.69 La “utilidad” podía ser dinero recibido al rifarse algunas de las labores realizadas, como ocurría con la producción de obras textiles realizadas por las niñas del asilo de huérfanas o de las escuelas públicas bajo administración de la Sociedad. En agosto de 1856, entre las labores de la rifa auspiciada por la Sociedad había también “dos docenas de camisas sencillas hechas por las pobres locas de la Convalecencia”.70 La confección de dos docenas de camisas suponía un trabajo en serie de indumentaria estandarizada. En septiembre de 1857, se publicaba en el diario la siguiente noticia:

Construcción de ropa por las dementes – Sabemos q’ las infelices dementes alojadas en la Convalecencia han construido novecientas doce piezas de ropa para el ejército, y que el Gobierno ha ordenado se entreguen a la Sociedad de Beneficencia 6840 pesos importe de la construcción. Se ve pues que las infelices locas se ocupan con utilidad en aquel asilo de la desgracia.71

Por aquel trabajo había sido abonado un valor muy inferior al que contemporáneamente presupuestaban empresarios que licitaban esa confección y subcontrataban costureras a destajo para tal fin. Ese dinero no remuneraba a las internas, quienes, cuando la tarea encomendada prosperaba, recibían recompensas “en especie”, como cigarros, raciones extras de yerba, un mejor vestido o un paseo al aire libre (Pita, 2012: 96). Para las administradoras del hospicio, se trataba de un promedio de $7 recibidos por cada pieza de ropa entregada. Se trataría de menos de un tercio de la remuneración mínima que solía pagarse a una trabajadora de la aguja por jornal y alrededor de la mitad o menos de lo pagado a costureras por pieza.

Una publicación del año siguiente dejaba constancia de la regularidad con la que estas prácticas se habían instalado como complemento de las licitaciones a empresarios:

Trabajos de las pobres locas de la Convalecencia - Han entrado en los almacenes del Estado las siguientes piezas de vestuario hechas por las infelices reclusas en la Convalecencia, 500 camisas de lienzo, 670 calzoncillos. Esos labores representan una suma inmensa de paciencia, de caridad y de cuidados prodigados a la desgracia bajo los auspicios maternales de la Sociedad de Beneficencia.72

El tono general del escrito desplazaba el eje de la idea de trabajo como actividad remunerable, como empleo dentro del mundo laboral de la ciudad, hacia una serie de consideraciones que ponderaban lo realizado por las internas ya no por el valor de lo producido, sino por la tarea paciente que se daban las señoras de la Sociedad de Beneficencia al propiciar estas labores útiles de las “pobres locas”.

Costureras de “ropa de tropa” en la segunda mitad de la década de 1860

El 1º de mayo de 1865 se firmaba el Tratado de la Triple Alianza, que implicaba el acuerdo de Brasil, Uruguay y la Argentina –constituida como nación desde 1862- para atacar militarmente al Paraguay. Bartolomé Mitre fue designado entonces general en jefe del ejército aliado. Cuatro días más tarde, El Nacional publicaba un aviso: en la calle Florida 234 se solicitaban costureras para la confección de “ropa de tropa”.73 Se trataba de una tienda que previamente había demandado costureras para máquina e hilvanadoras.74 Un mes después, una ropería vecina demandaba 20 mujeres a quienes se les enseñaría gratis la costura en máquina y se les garantizaba trabajo después de terminado el entrenamiento.75 Este conjunto de evidencias permite afirmar que en la segunda mitad de la década de 1860 no era raro encontrar tecnología novedosa para la confección de uniformes, así como nuevas habilidades requeridas, algunas de las cuales podían ser enseñadas en la propia tienda que contrataba trabajadoras. Además, sería un indicio de una aparente centralización del trabajo en el espacio del taller.

La guerra habría resultado un fomento para el trabajo de la aguja no sólo para la confección de piezas de indumentaria, o para el abastecimiento del propio ejército. En enero de 1866, El Nacional señalaba que se habían embarcado con dirección a Corrientes 4000 carpas con sus correspondientes palos y útiles para 8000 soldados del ejército brasileño, “construidas en el país”.76

A fines del año de 1860, un periodista de El Nacional comentaba: “Ayer se vistieron en la Comisaría General 50 hombres del 1º de línea y Artillería, con el uniforme de cuartel traído de París por D. Eduardo Madero”.77 ¿Continuaría Madero, futuro diputado e ideólogo del proyecto de Puerto homónimo, proveyendo vestuarios para el gobierno durante la Guerra del Paraguay? En noviembre de 1865, el mismo empresario publicaba un aviso desde su tienda de la calle Venezuela 96: “¡Ponchos! ¡Ponchos! Se necesitan costureras para una cantidad de ponchos que hay que hacer a toda prisa”.78 En junio del año siguiente, anunciaba el traslado de su tienda hacia la calle Florida nº 327 y señalaba que en su casa las costureras podrían encontrar “gran cantidad de costuras y se pagan a precios muy buenos”.79 En efecto, el volumen de trabajo de su tienda de ropa hecha parecía haber aumentado a lo largo del conflicto. Esto permitía pensar que no sería solo ropa importada lo que ofertaba, sino que podría haber habido allí confección local realizada por costureras de la ciudad.

El historiador Juan Bautista Leoni afirmó que, tras la Guerra del Paraguay, y como parte del proceso de consolidación del ejército nacional, se intentó estandarizar definitivamente el uso y el aspecto de los uniformes, y a tal fin, en 1871, una comisión de oficiales redactó el primer reglamento sobre la materia. En ese momento, los uniformes y el calzado eran tanto producidos localmente como importados de Francia e Inglaterra (Leoni, 2008: 170-171). Leoni realizó un análisis arqueológico de los artefactos militares encontrados en el emplazamiento del Fuerte General Paz (Carlos Casares), comandancia de la frontera oeste de Buenos Aires, en funcionamiento entre 1869 y 1877. Algunos de sus hallazgos permiten constatar la existencia de insumos importados para la confección de uniformes. Por ejemplo, algunos de los botones encontrados en el fuerte presentan inscripciones en el reverso que indicaban el nombre y el lugar de origen del fabricante; se trataba mayormente de compañías inglesas y, en menor medida, francesas.80 Pero las fibras textiles no sobrevivieron al paso del tiempo en el sitio arqueológico. ¿Serían solo los botones los productos importados o tal vez fueran parte de uniformes enteramente confeccionados en el exterior? El historiador nos revela que ciertos otros botones de metal descubiertos eran de diseño estandarizado, con el escudo nacional impreso en el anverso. Eran conocidos genéricamente en la época como “botones de la patria”. Tal vez esto constituya una pista de que tales botones harían parte de indumentaria confeccionada localmente. Recordemos que, en 1847, en el listado de insumos demandados para abastecer a la Sastrería del Ejército de los Santos Lugares de Rosas, también había “botones patrios” que habían sido cosidos a las chaquetas y camisas que allí confeccionaban manualmente sastres y costureras.

No obstante, existe evidencia adicional para afirmar la continuidad de la importación de vestuario. Progresivamente, el gobierno parecía haberse inclinado por esta opción por su menor precio. En 1869, de un total de 177.787 habitantes en la ciudad, de los cuales 79.693 eran mujeres, 7097 habían declarado el oficio de costureras.81 En el prólogo a la edición de los resultados de aquel Primer Censo Nacional de 1869, Diego de la Fuente, superintendente del censo, se ocupaba de señalar que, frente a la alta proporción de mujeres en necesidad de buscar trabajo para su sostén, resultaba un despropósito contratar provisión de vestuarios militares en el extranjero. Consideraba que el ahorro económico era aparente, ya que no solo se perjudicaba a las propias industrias, sino también “a esa clase trabajadora femenil que no tiene voto ni eco para hacer sentir sus necesidades y sus dolores”.82

Conclusiones

A lo largo de estas páginas, busqué subrayar que el uniforme fue mucho más que la ropa vestida en el campo de batalla. Era una insignia de honor que acompañaba durante la vida civil, la posibilidad de un vestuario y una reserva de valor que podía venderse o empeñarse. Para los hombres y, sobre todo, para las mujeres encargadas de su confección, eran piezas a unir, la obtención de un dinero para arañar la subsistencia o la tarea cotidiana forzosa a realizar en una situación de confinamiento.

Vestir al ejército y a la policía fue una tarea llevada adelante por los distintos gobiernos en ejercicio durante el período, con sus respectivos proyectos políticos y alcances territoriales: la provincia de Buenos Aires inserta en la Confederación Argentina durante la gobernación de Juan Manuel de Rosas, los gobiernos liberales luego de Caseros desde el Estado de Buenos Aires y un flamante Estado-Nación con sede porteña luego de 1862. A lo largo de este artículo, me propuse centrar la mirada en los distintos arreglos de trabajo que generó la demanda de esos vestuarios y, especialmente, prestar atención a las experiencias de aquellas mujeres que se ganaban la vida a través de esas labores. Adentrarse en el abastecimiento de indumentaria militar hizo posible además observar desde un ángulo novedoso las trayectorias de miembros de la élite económica bonaerense, quienes participaban de licitaciones para la provisión de uniformes antes de consagrarse a la actividad ganadera o a la actividad política. Este estudio espera haber podido demostrar el lugar que ocuparon las mujeres dedicadas al trabajo de costura tanto en la confección de esos uniformes como en la acumulación de capital de empresarios de la talla de Simón Pereyra, Patricio Peralta Ramos y Eduardo Madero, entre otros.

Indagar en la provisión de uniformes también supuso poner bajo la lupa las formas del trabajo de la aguja con un componente forzoso o coactivo, implicadas en la confección local de vestuario militar. Al hacerlo, busqué arrojar luz sobre espacios escasamente analizados por la historiografía como sitios de trabajo: la Cárcel Sastrería del Estado, la Sastrería del Ejército y el Costurero de la Convalecencia. En esa exploración, me interrogué acerca de su funcionamiento, reduje la escala de análisis e intenté reunir pistas que ayudaran a volver visibles a las mujeres ocupadas allí. Me propuse reconstruir, donde fue posible, las trayectorias laborales de costureras pardas, negras, morenas, cuyas experiencias permiten indagar sobre los circuitos de trabajo existentes en el largo proceso hacia la abolición de la esclavitud. Al explorar el espacio de labores existente en el Hospital de Mujeres Dementes, me pregunté además por las consideraciones habidas acerca del trabajo de la aguja como actividad industriosa que podía rehabilitar a ciertas mujeres. Estas nociones eran promovidas por las mujeres de la Sociedad de Beneficencia como brazo asistencial del gobierno de Buenos Aires luego de Caseros en la administración de diversas instituciones de asilo y tutela de niñas y mujeres trabajadoras pobres.

Después de la Batalla de Caseros, indagué en la postulación a licitaciones en las que los empresarios elegidos se dedicaban a la importación de textiles, pero también a la subcontratación de trabajo de la aguja realizado en los propios lugares de morada de las costureras. Este aumento de la demanda de uniformes militares consolidó la estandarización de los talles y la reorganización del proceso de trabajo de confección, lo que implicó la fragmentación del proceso de elaboración de la prenda en dos momentos diferenciados: aquel del corte de géneros, realizado por sastres cortadores, y aquel de la costura de piezas, a cargo de costureras a destajo. Esta forma de organización del trabajo tenía el doble efecto de desagregar las competencias esperables en los artesanos de la costura formados en el oficio de sastres y de ampliar las posibilidades de ocupación para mujeres, no solo en la confección de vestuario para el Ejército, sino también en la costura de ropa hecha para las roperías y sastrerías de la ciudad. En el análisis de ciertas menciones aparecidas en la prensa sobre estas costureras, quise remarcar que se habría tratado de una ocupación muy demandada por trabajadoras pobres de la ciudad, muchas de las cuales lograban combinar la labor de la aguja con otras tareas domésticas en sus propios sitios de morada. Sobre el final del período analizado, la incorporación de tecnología habría acelerado los tiempos de producción, aunque la máquina de coser no sería un bien accesible hasta finales de aquel siglo.

En suma, intenté mostrar que, al poner de relieve el trabajo femenino detrás de los uniformes, es posible distinguir una variedad de arreglos laborales, con desiguales remuneraciones y diferentes márgenes de autonomía y estabilidad. Esta diversidad de arreglos aparecía como un rasgo constitutivo del mercado de trabajo urbano de Buenos Aires, en el cual relaciones de género, raza y edad incidieron en las consideraciones diferenciales en torno a jerarquías, calificación y salarios.

Anexo imágenes

Soldado
de infantería, batalla de Catamarca, 1841.
Figura 1
Soldado de infantería, batalla de Catamarca, 1841.

Gorro de manga, levita de bayeta colorada con cuello volcado, pantalón blanco de brin y zapato negro. Mochila de cuero de vaca con manta enrollada y plato, bandoleras blancas para la bayoneta y la cartuchera.

Fuente: Udaondo, Enrique (1922). Uniformes militares usados en la Argentina desde el siglo XVI hasta nuestros días. Buenos Aires: Est. Gráfico Pegoraro, pp. 183, 189-190, 198-199 y 203.

Soldado
de caballería, 1842. Regimiento 1º, acción de Arroyo Grande.
Figura 2
Soldado de caballería, 1842. Regimiento 1º, acción de Arroyo Grande.

Gorro de manga, chaqueta corta de bayeta colorada, divisa, pantalón de brin blanco y zapato negro con espuelas. Carabina a la espalda, sable y lanza de tacuara con banderola roja.

Fuente: Udaondo, Enrique (1922). Uniformes militares usados en la Argentina desde el siglo XVI hasta nuestros días. Buenos Aires: Est. Gráfico Pegoraro, pp. 183, 189-190, 198-199 y 203.

Carabineros
(Fuerte Federación), 1835-1839.
Figura 3
Carabineros (Fuerte Federación), 1835-1839.

Gorreta de paño grana, chaqueta azul, chiripá de paño grana con vivos blancos, bota de potro, espuelas de hierro, carabina, sable y boleadoras.

Fuente: Udaondo, Enrique (1922). Uniformes militares usados en la Argentina desde el siglo XVI hasta nuestros días. Buenos Aires: Est. Gráfico Pegoraro, pp. 183, 189-190, 198-199 y 203.

Soldado
del Regimiento de coraceros Nº6 de caballería de línea, servicio en la frontera
sur de Buenos Aires.
Figura 4
Soldado del Regimiento de coraceros Nº6 de caballería de línea, servicio en la frontera sur de Buenos Aires.
Fuente: Udaondo, Enrique (1922). Uniformes militares usados en la Argentina desde el siglo XVI hasta nuestros días. Buenos Aires: Est. Gráfico Pegoraro, pp. 183, 189-190, 198-199 y 203.

Soldado
de infantería del ejército denominado "Guardia Argentina".
Figura 5
Soldado de infantería del ejército denominado "Guardia Argentina".

Viste morrión de cuero con adornos metálicos, franja y pompón rojo, corbatín de cuero negro, casaca corta de paño grana con cuello y botamangas negras y pantalón blanco, capote de paño azul, bandoleras blancas, cartuchera, armado de fusil de chispa y bayoneta.

Fuente: Udaondo, Enrique (1922). Uniformes militares usados en la Argentina desde el siglo XVI hasta nuestros días. Buenos Aires: Est. Gráfico Pegoraro, pp. 183, 189-190, 198-199 y 203.

Soldado
de caballería de Santos Lugares, circa 1852.
Figura 6
Soldado de caballería de Santos Lugares, circa 1852.

Viste gorro de paño, blusa y chiripá rojo, calzoncillo blanco, bota de potro abierta en la punta, espuela de hierro, sable y lanza enastada en tacuara con borla roja en la parte superior, en la cintura lleva boleadoras.

Fuente: Udaondo, Enrique (1922). Uniformes militares usados en la Argentina desde el siglo XVI hasta nuestros días. Buenos Aires: Est. Gráfico Pegoraro, pp. 183, 189-190, 198-199 y 203.

Cuerpos
de infantería de línea, luego de 1852.
Figura 7
Cuerpos de infantería de línea, luego de 1852.

Luego de Caseros se crearon tres cuerpos de infantería de línea, denominándolos primero, segundo y tercero, con el número de 623 plazas de tropa cada uno. El uniforme del batallón se componía de una casaca azul de cuartel y otra de parada, las dos con cuello, botas y vueltas punzóes, dos pantalones, uno blanco y el otro azul, quepís azul.

Fuente: Udaondo, Enrique (1922). Uniformes militares usados en la Argentina desde el siglo XVI hasta nuestros días. Buenos Aires: Est. Gráfico Pegoraro, pp. 209-212 y 231-235.


Figura 8

Izquierda: Soldado de infantería, 1856. Derecha: Por un decreto del gobernador Alsina, del año 1852, se creó un regimiento de artillería ligera. Disponía que el uniforme constara de casaca verde con vueltas rojas, pantalón azul con franja roja, quepís verde con guarniciones rojas. Este cuerpo contaba de 413 plazas distribuidas en dos escuadrones, las cuales servían un tren de 24 piezas de artillería. Los soldados en ese tiempo se reclutaban enganchándolos por el término de tres años, abonándoles $500 y también con los infractores a la ley de enrolamiento.

Fuente: Udaondo, Enrique (1922). Uniformes militares usados en la Argentina desde el siglo XVI hasta nuestros días. Buenos Aires: Est. Gráfico Pegoraro, pp. 209-212 y 231-235.

Guardia
Nacional de infantería de Buenos Aires, en la época de la Batalla de Pavón
(1861).
Figura 9
Guardia Nacional de infantería de Buenos Aires, en la época de la Batalla de Pavón (1861).

El traje que viste es sencillo: quepís de brin con vivo verde, corbata azul, blusa y pantalón de brin color cáñamo, mochila, cinturón, fusil de chispa y bayoneta. Los uniformes que llevaba la guardia nacional fueron hechos en el país y en Francia, no tenían ningún adorno.

Fuente: Udaondo, Enrique (1922). Uniformes militares usados en la Argentina desde el siglo XVI hasta nuestros días. Buenos Aires: Est. Gráfico Pegoraro, pp. 209-212 y 231-235.

Regimiento
1º de infantería de línea durante la campaña del Paraguay.
Figura 10
Regimiento 1º de infantería de línea durante la campaña del Paraguay.

Quepí colorado con vivos verdes, chaquetilla azul con vueltas coloradas, charreteras de lanilla verdes, bombacha de paño colorada, pantorrilleras de cuero amarillo, polainas blancas y zapato negro.

Fuente: Udaondo, Enrique (1922). Uniformes militares usados en la Argentina desde el siglo XVI hasta nuestros días. Buenos Aires: Est. Gráfico Pegoraro, pp. 209-212 y 231-235.

Soldado
del 3º regimiento de caballería de línea - Guerra del Paraguay (reconstrucción
a partir de referencias verbales de actores en esa campaña, descripción de los
cuadros de Cándido López y documentos del Archivo General de la Nación).
Figura 11
Soldado del 3º regimiento de caballería de línea - Guerra del Paraguay (reconstrucción a partir de referencias verbales de actores en esa campaña, descripción de los cuadros de Cándido López y documentos del Archivo General de la Nación).

Morrión de cuero negro con pompón blanco, chaquetilla azul con peto y vueltas amarillas, poncho de paño, pantalón azul con franja amarilla, bota granadera con espuelas, correaje negro.

Fuente: Udaondo, Enrique (1922). Uniformes militares usados en la Argentina desde el siglo XVI hasta nuestros días. Buenos Aires: Est. Gráfico Pegoraro, pp. 209-212 y 231-235.

Soldado
del regimiento 1º de artillería ligera - Campaña del Paraguay.
Figura 12
Soldado del regimiento 1º de artillería ligera - Campaña del Paraguay.

Quepí y chaquetilla azul oscuro con vivos colorados, cinturón de cuero negro, pantalón a la francesa azul con franja ancha colorada y botón negro.

Fuente: Udaondo, Enrique (1922). Uniformes militares usados en la Argentina desde el siglo XVI hasta nuestros días. Buenos Aires: Est. Gráfico Pegoraro, pp. 209-212 y 231-235.

Soldado
de la Guardia Nacional de caballería de la provincia de Buenos Aires -
Campamento del Paraguay.
Figura 13
Soldado de la Guardia Nacional de caballería de la provincia de Buenos Aires - Campamento del Paraguay.

Gorra azul con franja colorada y borla blanca, blusa azul oscura de paño con vueltas coloradas, chiripá azul y calzoncillo blanco.

Fuente: Udaondo, Enrique (1922). Uniformes militares usados en la Argentina desde el siglo XVI hasta nuestros días. Buenos Aires: Est. Gráfico Pegoraro, pp. 209-212 y 231-235.

Soldado
de guardia nacional de infantería durante la campaña de 1865-1870.
Figura 14
Soldado de guardia nacional de infantería durante la campaña de 1865-1870.

Quepí azul con vivo colorado, chaqueta corta de paño azul con vueltas verdes y hombrera colorada, pantalón azul.

Fuente: Udaondo, Enrique (1922). Uniformes militares usados en la Argentina desde el siglo XVI hasta nuestros días. Buenos Aires: Est. Gráfico Pegoraro, pp. 209-212 y 231-235.

Soldado
de tropa de infantería.
Figura 15
Soldado de tropa de infantería.

Quepí de paño, chaquetilla de paño azul con vueltas verdes, bombacha de brin blanco, zapatos negros.

Fuente: Udaondo, Enrique (1922). Uniformes militares usados en la Argentina desde el siglo XVI hasta nuestros días. Buenos Aires: Est. Gráfico Pegoraro, pp. 209-212 y 231-235.

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Archivos consultados:

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AHCBA Archivo Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina.

Notas

1 El Nacional. 29 de octubre de 1861, p. 2.
2 El Nacional. 19 de mayo de 1860, p. 3.
3 Una excepción a esto puede encontrarse en los trabajos de la historiadora Marisa Davio sobre la participación femenina en las guerras de independencia en Tucumán. Ver: Davio (2014).
4 Sobre la composición de los cuerpos militares en la década de 1840, ver: Garavaglia (2007: 250-252).
5 A partir del análisis de las partidas de gastos de gobierno, Tulio Halperín Donghi afirmó que en el período 1848-1850, el 11% del gasto total se destinó a la adquisición de uniformes y entre un 0,2 y un 1,3% para compra de paños (Halperín Donghi, 2005: 235-238 y 240-243).
6 En su libro, luego de describir brevemente la sastrería de Santos Lugares, Ramos Mejía refería también a un taller de carpintería y a uno de herrería (Ramos Mejía, 2001: 463). No era Santos Lugares el único espacio de trabajo artesanal vinculado a las actividades bélicas del gobierno de Rosas. En la ciudad, el Parque de Artillería –en la actual Plaza de Tribunales– contaba con un taller de artesanos carpinteros, una armería y una herrería, que cuando no se dedicaba a la fabricación de insumos para la guerra, era ocupada en labores tales como la construcción de los ornamentos de paseos y plazas públicas como el Paseo de La Alameda. Ver: AGN, Sala X, 1847, Secretaría de Rosas-Guerra 43-03-02, 1 de agosto de 1847.
7 La estandarización de los talles no era nueva: la difusión de tratados de geometría en Europa hacia el siglo XVII, permitió la realización de patrones para representar en dos dimensiones la tridimensionalidad del cuerpo. Fue puesta al servicio de la necesidad de confeccionar prendas similares en gran escala: indumentaria militar, hábitos para el clero y uniformes para niños y niñas internados en colegios (López Barahona y Nieto, 2011).
8 AGN, 1849, Policía Asuntos Varios - X 33-5-10, f. 87.
9 En la época, una vara equivalía a 0,8666 metros.
10 AGN, Sala X, 1847 Secretaría de Rosas-Guerra 43-03-02. 13/11/1847, f. 279.
11 Blondel, J. M (1830). Almanaque de comercio para la ciudad de BA. Buenos Aires: Imprenta Argentina, p. 116.
12 Sobre la difusión de este tipo de publicaciones, ver: Cuellar Willis (2020).
13 AGN, Sala X, 1847, Secretaría de Rosas-Guerra 43-03-02. 13 de noviembre de 1847, f. 144.
14 La Gaceta Mercantil. 18 de enero de 1849. Buenos Aires, nº 7547. Citado en Rodríguez López (2005: 460-461).
15 Registro Oficial de la Provincia de Buenos Aires, año 1848, núm. 5, lib. 27, pp. 63-66. Citado en Rodríguez López (2005: 436).
16 Ver por ejemplo misiva al departamento de policía enviada por el alcalde Gerónimo Ortega: “Quedan recibidos por el alcalde q’ firma los siete presos destinados a los trabajos públicos”. AGN, X, 33-5-9, 1848, f. 7.
17 Registro Oficial de la Provincia de Buenos Aires, año 1848, nº 5, lib. 27, pp. 63-66.
18 AGN, X 33-5-9, 1848, Policía. Órdenes superiores, pp.59-61. Ver expedientes de Margarita López, Anastacia Rodríguez y Bibiana Gómez.
19 AGN, X 33-5-9, 1848, Policía. Órdenes superiores, pp.59-61. En este expediente figuran las siguientes mujeres detenidas: Carmen Rodríguez, 16 años, parda, “su ejercicio, coser, cocinar y planchar”; Mercedes Carabajal, 32 años, blanca, costurera; Bibiana Gómez, 18 años, negra, costurera; Expectación Daplés, 30 años, parda, ocupada en lavar, coser y planchar; Eufemia Otero, 25 años, morena, costurera; Catalina Candiote, 46 años, parda, costurera y desmotadora de lana; Dolores Díaz, 55 años, blanca, señalada por la policía como prostituta, declaró ocuparse en coser y planchar ropa; Margarita López, 20 años, negra, sirvienta; Carolina Narbona, 20 años, parda, “su ejercicio, la plancha”; Encarnación Calvo, 10 años, parda, cocinera; Anastacia Rodríguez, 18 años, negra, lavandera; María de la Cruz Quiroga, 46 años, trigueña, cocinera; María Martines, 25 años, blanca, “su ejercicio lavar y planchar”; Jacinta Navarro, 25 años, parda, “lavar y planchar”; Telésfora Galloso, 28 años, parda, cocinera; Expectación Daplés, 30 años, parda, cocinera; Clemensia Gallardo, 24 años, blanca, “su ejercicio amasar”; Isabel Veles, 25 años, morena, lavandera; Josefa Sánchez, 24 años, blanca, cocinera.
20 Testimonio de Carmen Rodríguez, AGN, X 33-5-9, 1848, Policía. Órdenes superiores, p. 59.
21 AGN, X, 33-5-9, 1848, Policía. Órdenes superiores, p. 59.
22 La viajera alsaciana Lina Beck Bernard comentaba en su visita al país a mediados del siglo XIX haber tomado noticia de niñas esclavas y libertas que en un pasado reciente habían aprendido a coser y a bordar con sus amas. Ver: Beck Bernard (2001: 146).
23 Ver: AGN-Sociedad de Beneficencia, Legajo 482, Libro Sociedad de Beneficencia de la Capital. Reseña sobre su organización y su obra, 1823-1942, Escuelas de niñas fundadas por la Sociedad de Beneficencia de la Capital desde 1823 a 1836, p. 23.
24 AGN, Sala X, 16-2-5, citado en Barrachina (2020: 265).
25 AGN, Sala X, 33-5-10, Policía, 1849. Índice y compendio o extracto de las superiores resoluciones que encierra el legajo correspondiente a los doce meses del mencionado año. “8 de enero S. E. ordena se le remita al espediente de clasificación de Felipa Morales detenida en la carcel sastrería del Estado”, f. 4, 8/1/1849. Ver también f. 5, 9/1/1849, se le otorga la libertad a Cayetana Cisneros.
26 Rivera Indarte, José (1843). Rosas y sus opositores. Montevideo: Imprenta del Nacional, p. 301. [Recuperado 10/09/2022: https://play.google.com/books/reader?id=OJ1cAAAAcAAJ&pg=GBS.PP8&hl=es].
27 “(…) deviendo el anunciado capitan del puerto remitir los referidos artículos al E Ríos al exmo sr gob Urquiza, gral en gefe del ejército de operaciones contra los salvages unitarios”, AGN, 1847, Secretaría de Rosas-Guerra 43-03-02, 17/4/1847.
28 AGN, Sala X, 1847, Secretaría de Rosas, Guerra. 43-03-02, Parque de Artillería. Existencia de varios artículos en el espresado, hoy 1 del mes de noviembre, 1847.
29 Los uniformes para la oficialidad se componían de camisas de hilo, calzoncillos de hilo, pantalones paño azul franja encarnada, chaquetas paño grana vivos blancos, gorretes paño grana con galón de oro, ponchos paño azul forro de bayeta colorada, cuello y vivos encarnados, pañuelos de seda colorados, pañuelos de algodón y divisas cinta con leyendas federales. El vestuario para la tropa se componía de camisas de liencillo, calzoncillos liencillo, chaquetas paño grana estrella con vivos blancos, ponchos paño azul estrella con forro de bayeta colorada, cuello y vivos encarnados, pañuelos de algodón y divisas cinta con leyendas federales.
30 Blondel, J. M (1830). Almanaque de comercio para la ciudad de BA. Buenos Aires: Imprenta Argentina, p. 94.
31 El Nacional. 25 de abril de 1857, p. 2.
32 El Nacional. 20 de abril de 1857, p. 2.
33 El Nacional. 21 de abril de 1857, p. 2.
34 El Nacional. 14 de agosto de 1857, p. 2.
35 El Nacional. 13 de agosto de 1857, p. 2.
36 Ver avisos de Descalzo en: El Nacional. 5 de diciembre de 1855, p. 3; 20 de marzo de 1857, p. 3; 7 de abril de 1859, p. 3; 13 de julio de 1859, p. 3; 27 de julio de 1859, p. 3; 6 de octubre de 1859, p. 3; 10 de abril de 1860, p. 3; 14 de septiembre de 1860, p. 3.
37 El Nacional. 16 de junio de 1859, p. 3.
38 El Nacional. 29 de mayo de 1861, p. 3.
39 AGN, DE, BN, 342-F8, Apuntes del movimiento del Asilo de Mendigos de Buenos Aires, por Antonio Pillado, Nº 142, Juan Manuel Posadas.
40 Sala III, 9-1-4, Comisaría de Guerra y Marina. Rendiciones de cuentas. 1854-1855. 10/8/1855. Sobre Juan Manuel Posadas y sus últimos días en el Asilo de Mendigos, ver: Mitidieri y Pita (2019: 6-9).
41 Luego de la caída de Rosas, la nueva jefatura exoneró a los comisarios y llevó el número de seccionales de cuatro a nueve. Estas pasaron a ser trece en 1855, catorce en 1859 y veinte en 1868. Ver: Galeano (2017: 17).
42 El Nacional. 14 de marzo de 1856, p. 3.
43 El Nacional. 26 de febrero de 1855, p. 2. Ver entre los candidatos al ropero José Lozano y al empresario Patricio Peralta Ramos.
44 AGN, Sala III, 9-1-4, Comisaría de Guerra y Marina. Rendiciones de cuentas. 1854-1855, 30/11/1855.
45 Censo de Población de Buenos Aires, 1855. Parroquia de Catedral al Norte, cuartel 3º, cédula 39. [Recuperado 10/09/2022: https://www.familysearch.org/ark:/61903/3:1:S3HT-6SF3-R23?i=38&personaUrl=%2Fark%3A%2F61903%2F1%3A1%3AMWQ9-P71]. Peralta Ramos figuraba con su tienda y ropería en el Anuario General del Comercio, de la Industria, de la Magistratura y de la Administración de Buenos Aires, 1854-1855. Bernheim, Alejandro (1854). Anuario General del Comercio, de la Industria, de la Magistratura y de la Administración de Buenos Aires, 1854-1855. Buenos Aires: Imprenta del British Packet, p. 76.
46 La investigadora Ana Núñez afirma que Peralta Ramos habría comenzado su trayectoria como comerciante proveedor de textiles en la década de 1840, al servicio del gobierno de Rosas (Núñez, 2008: 2). Entre los registros analizados para la elaboración de la presente pesquisa, Peralta Ramos figuraba como empresario en la nómina de pago de impuestos urbanos de 1851, pero su nombre no apareció en la documentación de licitaciones de uniformes explorada. Ver: AGN, X, 27-2-2, Padrón de los Establecimientos de las diversas casas de comercio, industria y profesión que pagan Patente en la Ciudad en el año de 1851.
47 El Nacional. 28 de agosto de 1857, p. 3.
48 El Nacional. 10 de agosto de 1860, p. 3: “Tompson: 4 fardos de lienzo ordinario, 1 caj. gergon mescla para alfombra, 1 id. Paño de ropa de colores”; El Nacional. 27 de septiembre de 1860, p. 3: “Tompson: 1 fardo encerados, 1 bulto lona blanca angosta, 1 idem brin para pantalones, 1 idem lustrina negra, 4 cajones zarazas de vestido, 2 idem muselina pintada, 11 fardos bramante, 1 idem tela de poncho de vicuña”.
49 Ver pedidos de uniformes desde partidos de la campaña bonaerense en este período en: AGN, Archivo Intermedio, Fondo: Ministerio de Seguridad. Centro de Estudios Históricos de la Policía Federal, Caja 5 - MS_CEHP 028. Pedidos de vestuario del Juzgado de Paz de Ranchos, f. 37; de Junín, f. 38; de San Andrés de Giles, f. 39; de Arrecifes, f. 43; de Zárate, f. 51; de Exaltación de la Cruz, f. 58; de Flores, f. 99; de Carmen de Areco, Bragado y Matanzas, f. 115; de Barracas al Sud, f. 146; de San Fernando, f. 148; de Rojas y de San Isidro, f. 149; de Pilar, f. 153; de Dolores, f. 154; de San Andrés de Giles, f. 173; de Patagones, f. 210.
50 El Nacional. 16 de enero de 1857. “Aviso de la Policía”, p. 3.
51 El Nacional. 20 de febrero de 1858. “Aviso de Policía”, p. 3.
52 AHCBA, 3-1857, Economía, 4/6/1857 y 9/6/1857.
53 AHCBA, 3-1858, Economía, 23/7/1858 y 6/8/1858.
54 AHCBA, 5-1861, Gobierno “Presupuesto de gastos para 1861”.
55 Elaboración sobre la base de Massé (1996: 96).
56 El Nacional. 31 de agosto de 1861, p. 2.
57 Archivo del General Mitre. Tomo XVI. Campaña de Cepeda: años 1858-59, y Campaña de Pavón. Ed. La Nación, 1912.
58 El Nacional. 27 de agosto de 1861, p. 2.
59 El Nacional. 4 de junio de 1861, p. 3.
60 En septiembre de 1855, en una sastrería de la calle San Martín 162, se pedía “una joven de 13 a 14 años para coser pantalones o enseñarle si no sabe”. El Nacional. 22 de septiembre de 1855, p. 3. Ese mismo año, 1239 niñas asistían a las catorce escuelas públicas administradas en la ciudad por la Sociedad de Beneficencia (AA.VV. (1855) Registro Estadístico de la Provincia de Buenos Aires, p. 98. [Recuperado 10/09/2022: https://books.google.com.ar/books/about/Registro_estadistico_de_la_Provincia_de.html?id=rU4zAQAAMAAJ&redir_esc=y].
61 AGN, SALA X, 29-07-06, Gobierno 1862. Expediente de antecedentes de Sebastián Capdevila. 15/11/1862.
62 El Nacional. 29 de septiembre de 1857, p. 3.
63 Por ejemplo: El Nacional. 29 de diciembre de 1856 “calle 25 de Mayo 79: costurera para ropa militar”; 14 de noviembre de 1859 “sastrería española. Florida 62 (antes Perú) oficial sastre para militar y para particular y costureras de pantalones”; 11 de junio de 1861 “sastrería española oficial sastre que sepa trabajar militar”; 18 de julio de 1861 “tienda de Cayetano Descalzo: 20 oficiales para obra grande y 30 costureras para pantalones militar.”; 1 de mayo de 1862 costureras para ropa de paño militar, pantalones, ponchos, camisetas, blusas bien pagas, ocurran a la calle San Martín 199.
64 El Nacional. 1 de agosto de 1855, p. 2.
65 El Nacional. 27 de enero de 1863, p. 3.
66 El Nacional. 26 de febrero de 1855, p. 2.
67 El Nacional. 6 de diciembre de 1856, p. 2.
68 Una versión acotada de este apartado fue trabajada en mi libro: Mitidieri (2021: 118-126).
69 AGN, Fondo Sociedad de Beneficencia, Memoria Anual Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires, 31/12/1856; Memorias, Estadísticas y Exposiciones, 1824-1903, Legajo 3, Tomo I, F. 28.
70 El Nacional. 29 de agosto de 1856, p. 2.
71 El Nacional. 3 de septiembre de 1857, p. 2.
72 El Nacional. 14 de octubre de 1858, p. 3.
73 El Nacional. 5 de mayo de 1865, p. 3.
74 El Nacional. 17 de junio de 1864, p. 3.
75 El Nacional. 1 de junio de 1865, p. 3.
76 El Nacional. 11 de enero de 1866, p. 2.
77 El Nacional. 26 de diciembre de 1860, p. 3.
78 El Nacional. 10 de noviembre de 1865, p. 3.
79 El Nacional. 9 de junio de 1866, p. 3.
80 Los fabricantes identificados son SW Silver & Co/London/Clothiers, Smith & Wright Birmingham, SW Superior, Superieur France. La adquisición de los botones parece haberse realizado por intermedio de comerciantes locales. En los registros de la Comisaría General de Guerra aparecen identificados algunos como Khaynach, Lubones y Barragoo, Roselin, Oleas, Zuchaunig y Olazabal (Leoni, 2008: 172-173).
81 Argentina (1872). Primer Censo de la República Argentina, verificado en los días 15, 16 y 17 de septiembre de 1869. Con la dirección de Diego G. de la Fuente. Superintendente del Censo. Buenos Aires: Imprenta del Porvenir, pp. 66.
82 Argentina (1872). Primer Censo de la República Argentina, verificado en los días 15, 16 y 17 de septiembre de 1869. Con la dirección de Diego G. de la Fuente. Superintendente del Censo. Buenos Aires: Imprenta del Porvenir, pp. XLV-XLVII.
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