Dossier
“Las reglas de una república arreglada”. Aspiraciones de una comunidad política en la frontera (Carmen de Patagones, 1781-1799)
“The rules of a settled republic”. The aspirations of a political community in the borderline (Carmen de Patagones, 1781-1799).
Estudios del ISHIR
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
ISSN-e: 2250-4397
Periodicidad: Cuatrimestral
vol. 12, núm. 33, 2022
Recepción: 01 Abril 2022
Aprobación: 15 Junio 2022
Publicación: 30 Agosto 2022
Resumen: La población de Carmen de Patagones se originó en torno de la plaza militar creada en 1779 y convertida en sede de comandancia militar y política en 1785. Dada la singularidad de su origen y a diferencia de otros espacios fronterizos similares, la población se desarrolló por fuera del modelo institucional castellano de comunidades territoriales dotadas de ayuntamiento. Empero, lo que trasuntan las fuentes es que, en el marco de condiciones locales particulares, existieron instancias de participación política de los pobladores en defensa de intereses de grupo por vía de peticiones ante las autoridades reales. A través de la documentación disponible del Archivo General de la Nación, se analizan dichas instancias como un modo en que la población se expresó en términos de una “república”, examinando algunos aspectos que dan cuenta de la misma.
Palabras clave: Carmen de Patagones, república, peticiones, frontera, Río de la Plata.
Abstract: The origins of the population of Carmen de Patagones go back to 1779, when the military plaza was created, and then transformed into the military and political command’s headquarters in 1785. Due to the singularity of its origin and unlike other similar frontier areas, the population was organized outside the castilian institutional model of territorial communities endowed with town halls or “ayuntamientos”. However, what sources reveal is that, within the framework of particular local conditions, there were instances of political participation of the settlers that took place in defense of group interests, through petitions to the authorities of the Bourbon monarchy. Through the available documentation held at the National General Archive of Argentina, these instances are analyzed as a way for the population to express themselves in terms of a republic, examining, at the same time, some aspects that account for it.
Keywords: Carmen de Patagones, republic, petitions, frontier, Río de la Plata.
Introducción
En los últimos años, la historiografía rioplatense ha planteado la necesidad de abordar la dimensión política no solo de aquellas comunidades territoriales de la campaña bonaerense que han sido sujetas a jurisdicción monárquica bajo el estatuto de “ciudades, villas y pueblos de indios”, sino también de otras comunidades políticas que se configuraron por fuera de dichos estatutos durante el siglo XVIII y principios del siglo XIX (Canedo, 2016a). Y con ello, centrar el interés sobre el conjunto de los pueblos de la campaña bonaerense que, en general, han sido desestimados por la historia política, atendiendo no solo a su conformación y estructuración, sino también al modo de ejercer el gobierno local (Fradkin, 2014). Según se afirma, dicho abordaje ha sido posibilitado, en gran parte, por el desplazamiento del paradigma estatalista y absolutista que permitió analizar las relaciones entre poderes locales y monarquías en diferentes sociedades (Canedo, 2016a) y la revalorización de los espacios locales en la periferia de la monarquía hispana (Agüero y Tau Anzoátegui, 2013), todo lo cual habilitó poner en consideración a otros actores en el proceso de conformación de los pueblos como así también estrategias, negociaciones, consensos y conflictos propios de la cultura jurisdiccional (Barriera, 2014). En este marco, se inscriben recientes estudios que atañen a la constitución de los pueblos en la jurisdicción de Buenos Aires y al gobierno entre la segunda mitad del siglo XVIII y principios del siglo XIX, a las autoridades y prácticas políticas ejercidas en los partidos, distritos, parroquias, comandancias y villas, resaltando el proceso de configuración de los pueblos rurales, como sedes de estructuras y redes institucionales de poder –militar-miliciana, eclesiástica y judicial-policial- que dieron lugar al proceso formativo del estado provincial (Barral y Fradkin, 2005; Barriera y Fradkin, 2014; Canedo, 2006, 2016a, 2016b; De Paula, 1995; Fradkin, 2010, 2014 y 2015; Fradkin y Ratto, 2010; Galarza, 2012; Galimberti, 2018; Garavaglia, 2012; Sanjurjo de Driollet, 2015). Resultado de estos avances historiográficos, se mostró la importancia de abordar la dimensión política no solo de aquellas comunidades territoriales de la campaña bonaerense que estaban sujetas a jurisdicción monárquica bajo el estatuto de “pueblos de indios, villas o ciudades”, sino también de otras comunidades políticas, diferentes a las repúblicas urbanas, que se configuraron por fuera de dichos estatutos durante el siglo XVIII y el temprano siglo XIX (Canedo, 2013; 2014; 2015a; 2015b; 2016a). De este modo, distintos espacios, como la Villa de San Antonio del Camino, San Pedro, Santiago del Baradero y San Fernando de la Bella Vista comenzaron a ser analizados en tanto cuerpos políticos de la monarquía hispánica desde los propios procesos de su configuración (Canedo, 2016a: 7). En consecuencia, se hicieron visibles estrategias y acciones por parte de diferentes actores políticos –pobladores, propietarios, autoridades locales tales como alcaldes de indios, obispos, comandantes y el cabildo de Buenos Aires- que articularon su accionar mediante peticiones dirigidas a las autoridades centrales hacia la conformación de los pueblos. Nos preguntamos, en este caso, por el espacio de Carmen de Patagones.
El desarrollo del fuerte y población de Carmen de Patagones durante la etapa tardocolonial y a lo largo del temprano siglo XIX ha sido especialmente abordado por la historiografía tradicional con un enfoque local y regional, estudiando sobre todo, problemas de naturaleza económica y en torno a su situación de frontera con los indígenas (Alioto, 2011; Biedma, 1905; Bustos, 1993; Casanueva, 2013; Casanueva y Murgo, 2009; De Cristóforis, 2006; Lenoble, 2017; Entraigas, 1960; Gorla, 1984; Iribarren, 2007; Luiz, 2005; Nacuzzi, 2014; Orfali Fabre y Vecchi, 2002; Villar, 1998; Zusman, 1999). A ello se agregan algunos estudios sobre su estructuración institucional y su integración al virreinato (Gorla,1984), a su proceso de municipalización (Gorla, 2003) y a conflictos políticos en la transición de la época colonial a la etapa independiente. Estos últimos si bien avanzan en identificar conflictos al interior de la comunidad local, señalan que poco se ha indagado más allá de la historia institucional y acontecimental de perspectiva local para abordar problemas en clave política (Barba, 1996; Entraigas, 1949; Nozzi, 1964, 1967; Scenna, 1964). No obstante, recientemente se han realizado estudios que aportan al conocimiento del proceso de territorialización y equipamiento de dicho espacio en términos políticos y al desenvolvimiento de sus agentes a fines del siglo XVIII (Gonzalez Fasani, 2021a, 2021b), así como a la profundización sobre algunas coyunturas conflictivas, relativas a las conspiraciones y sublevaciones realistas que acontecieron en el temprano siglo XIX (Fradkin, 2020 y 2021; Tejerina y Buono Pazos, 2021).
En este contexto, nos interesa ahondar en las estrategias y formas de acción política de sus pobladores, los instrumentos políticos que se pusieron en juego y la cultura política que les dio sustento. Es por ello que analizamos las instancias de participación política de los pobladores de la plaza militar y comandancia de Carmen de Patagones, bajo el régimen de intendencias, por vía de los reclamos y las peticiones ante las autoridades reales, en defensa de intereses colectivos y frente a problemas que emergieron en un espacio fronterizo de reciente colonización.
La representación como recurso jurídico-político configuró un ejercicio del derecho de petición, es decir, un derecho reconocido a los súbditos, que desde la década 1770 se utilizó persistentemente y cobró notoria fuerza a mediados de 1790 como “(…) ejercicio de derecho de petición efectuado a las autoridades superiores y que, asimismo, invocaba la voluntad del pueblo” (Fradkin, 2015: 37-38). Su uso resulta relevante por cuanto se ejerció, cotidianamente, siguiendo los procedimientos propios de la tradición política y cultural de la época colonial: la “(…) petición de derecho(s)” constituía un modo de ejercicio cotidiano de autogobierno corporativo frente a la Corona (Garriga: 2009, 25-26). La representación tradicional, en los términos en que lo aborda Lempérière (2000) fue un recurso de tipo jurisdiccional usado por los vasallos americanos que, por estar asociado con la justicia entendida en términos de buen gobierno, permitía, por un lado, hacer valer derechos, y por el otro, expresar y/o resolver conflictos entre vasallos, comunidades o entre éstos y el rey. En su forma originaria –que perduró hasta mucho más allá del siglo XVIII-, se ejerció como derecho de petición mediante la redacción de escritos llamados “(…) súplicas, quejas, representaciones, peticiones” que se dirigían a las autoridades superiores como un derecho ejercido por vecinos de una ciudad, barrio o república, por corporaciones civiles o religiosas, y por corporaciones políticas que constituían el gobierno de los cuerpos territoriales como lo fueron los ayuntamientos. Este derecho, sostiene la autora, se relacionaba con asuntos vinculados a la promoción o defensa de derechos, privilegios o libertades (de vasallos particulares y de corporaciones), y con el bien común y la policía (Lempérière, 2000: 58-59). Como tal, y en atención a los orígenes del derecho de petición como institución política en tanto un canal de comunicación entre gobernantes y gobernados, la posibilidad de que los súbditos pudieran apelar a la autoridad monárquica fue resultado de la confluencia de dos fundamentos inexorables. El primero de ellos, radicaba en la instancia judicial y suprema que representaba la figura del rey, y el segundo, correspondía al deber moral y religioso del monarca de tratar con piedad y condescendencia a sus súbditos (García Cuadrado, 1991: 124). Es por ello, que las representaciones como formas de apelación deben ser entendidas en el marco de un sistema de relaciones que eran concebidas en términos de reciprocidad y en “(…) un flujo permanente –ascendente y descendente- de apelaciones de justicia regia” (Guerra, 1998: 256). Las apelaciones, por tanto, eran canalizadas de manera formal a través de tribunales y de representaciones, y se diferenciaban de otros modos de peticionar como lo fueron los tumultos, motines y revueltas que constituían una manera informal y extrema de representar, no ya por medio de un escrito sino por medio de la acción (Guerra, 1998: 253). Detenernos en las peticiones colectivas y las estrategias adoptadas nos acerca al conocimiento de las acciones colectivas por ellos desarrolladas, entendiendo a la “acción colectiva” como “(…) aquella acción situada que supone una movilización de recursos organizativos, materiales y simbólicos, que se despliega a partir de las relaciones entabladas con dispositivos de poder y dentro de oportunidades políticas, también tiene atributos, historias y marcos coyunturales específicos” (Fradkin, 2010: 3). Consideramos que este concepto resulta útil para entender las instancias de participación política de los pobladores en asuntos relativos al gobierno local y en la búsqueda de la mediación de apoderados frente a necesidades de la vida cotidiana que requerían pronta resolución.
En el caso de Carmen de Patagones, las peticiones en defensa de intereses de la comunidad y la relevancia que asumieron las representaciones como vías recursivas y en la búsqueda de resolución de conflictos, constituyen un importante instrumento de análisis por cuanto se desplegaron en un espacio político que se configuró de manera singular. Dicha singularidad fue dada por una interrelación de factores: su ubicación en un espacio de frontera, su lejanía y dificultades de comunicación respecto de los centros de decisión política, por establecerse allí un presidio, y, sobre todo, por ser una plaza militar (1779) que fue convertida en sede de comandancia militar y política (1785) en el marco de un proceso de integración al espacio de frontera rioplatense.
Por entender que dichas instancias de participación política dan cuenta de un modo de manifestar pautas de constitución de esta particular comunidad política, a lo largo del trabajo y de manera exploratoria, se abordarán dos cuestiones. En un primer momento, el modo en que Carmen de Patagones fue integrada al espacio de frontera rioplatense bajo el régimen de intendencias como plaza militar y comandancia. En un segundo momento, se analizarán, a partir de la documentación édita e inédita consultada en el Archivo General de la Nación2, las instancias de participación de los pobladores en asuntos relativos al gobierno local, a través del recurso de las representaciones colectivas que, en conjunto, inferimos dan cuenta de modos en que la población se expresó en términos de una “república. Es así que el foco de interés estará orientado al conocimiento del rol de los pobladores y a las acciones colectivas por ellos desarrolladas en un establecimiento que, si bien carecía de ayuntamiento, albergó reclamos por parte de aquellos que aspiraban a constituirse en una “república” local, en el sentido antiguo del término referido al “(…) conjunto de valores relativos a la vida en comunidad” (Agüero, 2021: 2). En este sentido, la representación ejercida como un derecho de petición podría pensarse como el sustrato sobre el cual los pobladores construían y formaban parte de una república al tomar decisiones en conjunto sobre los asuntos comunes.
Carmen de Patagones: plaza militar y comandancia. Su integración al espacio de frontera
La plaza militar de Carmen de Patagones integró la vasta red de plazas fuertes y fortines que se distribuyeron en los espacios de frontera de la jurisdicción rioplatense formando parte del nuevo sistema defensivo de los dominios territoriales que redefinió el concepto mismo de defensa en tanto que trascendió el plano de lo militar al considerarse en términos de una “adecuada colonización” (Garriga, 2009: 60). La relevancia de la colonización inaugurada con los Borbones radicaba en que la misma incluía, no solo la existencia de fortificaciones y guarniciones militares –en términos materiales- y la permanencia estable de guarniciones regulares y/o milicianas, sino también la presencia de los habitantes de las plazas. Estos debían participar en la defensa de los dominios americanos, ante peligros exteriores e interiores: “(…) ya sea con las armas como milicianos o en su trabajo personal, como paisanos deben defender a su rey, haciendas, casas y familia” (Garriga, 2009: 51).
En el marco de esta nueva concepción de defensa imperial, la existencia misma de las plazas militares se justificaba por su fin último, esto es, la conservación de esos dominios por parte de la monarquía en provecho o utilidad colonial para la metrópoli. Ello pone de manifiesto, a su vez, el papel relevante asignado a la dimensión militar en la reorganización borbónica como a la militarización de la vida política bajo el régimen de Intendencia de Buenos Aires (Fradkin, 2009: 4). En consecuencia, dicha configuración se sustentó mediante la organización de establecimientos o enclaves poblacionales permanentes, en zonas marginales o de frontera, con el propósito de hacer efectivo el dominio sobre los territorios que, a criterio de la corona, eran considerados estratégicos (Tejerina, 2012: 21).Los pobladores que hicieron efectiva la colonización fueron los habitantes peninsulares a fin de que dicho espacio se vinculara por vía marítima al poder central de Buenos Aires,3 por entonces capital del recién creado Virreinato del Río de la Plata en los años 1776-1777. De este modo, la política de fronteras tuvo como rasgo distintivo la formación de guarniciones fronterizas en torno a los cuales se conformaron poblaciones, adquiriendo forma definitiva hacia la década de 1770 (Fradkin y Ratto, 2010: 2).
En cuanto a los modelos de guarniciones militares que se erigieron en espacios fronterizos, es preciso especificar que durante el siglo XVIII los fuertes, los fortines y las guardias de soldados comprendieron, en términos generales, lo que la historiografía conoce como pequeñas fortificaciones, sitios fortificados o fortalezas, entendiendo a las mismas como a “(…) qualquier lugar bien flanqueado y defendido”.4 En tanto fortificaciones algunas eran provisorias y otras permanentes diferenciándose según el propósito y la duración de su permanencia (Néspolo, 2006: 4). De modo que, según los objetivos de la corona y la singularidad de los espacios de frontera, las estructuras militares, entendidas como espacios de interacción, se adaptaban a distintas estrategias militares y geopolíticas de invasión, ocupación, defensa y control de los espacios y, en función de ello, variaban sus características constructivas (Aguirre e Iraola, 2022: 180-185).5 Las “plazas fuertes” se diferenciaban de las guardias fronterizas, puestos de avanzada y fortines erigidos en plena campaña, en que las últimas no contaban con una población permanente que pudiera constituirse en milicia y en sostén de los mismos. Es así que, en la primera mitad del siglo XVIII, encontramos que el Diccionario de Autoridades definía a la guardia como “(…) El cuerpo de soldados o gente armada, que assegura o defiende alguna persona o puesto”,6 y al “fortín” como:
Aquella obra que se levanta para defender el exército en campaña, que viene a ser una fortaleza, que aunque más débil que la Plaza (…) es suficente y de mucha utilidad para el fin a que se dirige. Llámase tambien Fuerte de campaña (…) Se llamaba tambien una pequeña fortaleza, en sítio que no está poblado.7
Según explica Canedo (2006), los espacios de la frontera sur del virreinato rioplatense se extendían desde Buenos Aires hasta Mendoza, pasando por el sur de Santa Fe, Córdoba, San Luis y Mendoza, bajo la protección de los llamados “fuertes de frontera”8 y “colonias militares”9 -expresiones utilizadas por las propias autoridades virreinales. Nacerán, entonces, pequeñas comunidades o nacientes poblados: pueblos en la frontera conformados como parte de un proyecto que tenía por objetivo, por un lado, el control de los pobladores rurales dispersos en la campaña bonaerense, y por el otro, la contención de los avances e incursiones de las sociedades indígenas que no se encontraban sometidos a la monarquía (Canedo, 2006: 12 y 15). Recordemos, en relación a ello, que la segunda mitad de la década de 1770 en la frontera bonaerense, se caracterizó por ser una etapa de agudos conflictos que enfrentaban a las sociedades nativas pampeanas, y sus grupos aliados, con el gobierno colonial de Buenos Aires que ambicionaba controlar los territorios por vía militar (Alioto, 2014: 62).
De este modo, hacia 1779 y 1781, quedó formado el cordón defensivo integrado por pueblos cercanos y comunicados entre sí, como sedes de estructuras de poder militares o milicianas a cargo de los comandantes de la frontera -bajo jurisdicción de los intendentes gobernadores-, que en su mayoría no alcanzaron estatuto jurídico de villas (Barral y Fradkin, 2005: 28-33), puesto que quedaron supeditados a la jurisdicción del cabildo de Buenos Aires. La excepción sería la población de Luján a la que se le otorgó categoría de villa en el año 1755 (Néspolo, 2021: 69).
La línea defensiva estuvo conformada por Pergamino, Ensenada, Luján –convertida en sede de Comandancia de Frontera en 1780 (Néspolo, 2003)-, la frontera sur de la gobernación intendencia de Santa Fe con Mercedes y Melincué (reconstrucción de India Muerta), San Carlos de Areco, Rojas, Salto, Navarro, Lobos, Monte, Ranchos, Chascomús.10En conjunto, permitió la expansión de la frontera en torno a la capital del virreinato. Es menester aclarar que la intendencia de Buenos Aires incluyó a las antiguas jurisdicciones de los cabildos de Buenos Aires, Luján (con pueblos dependientes y fuertes conflictos jurisdiccionales con el ayuntamiento porteño desde sus inicios), Santa Fe y Corrientes como también el territorio que se transformará más adelante en la provincia de Entre Ríos, como parte de la Banda Oriental y de las Misiones (Garavaglia, 2012: 25-26).
Quedaba así establecida una línea de continuidad fronteriza entre las dos gobernaciones de intendencias, Buenos Aires y Córdoba del Tucumán a través de puntos neurálgicos de conexión. Nos referimos a la frontera sur santafecino y la frontera norte bonaerense en articulación con la frontera sur de Córdoba al prolongarse más allá de la Guardia de La Esquina. Los fuertes principales fueron defendidos por compañías de blandengues a sueldo, mientras que los secundarios estuvieron guarnecidos por milicias de la campaña, sin sueldo y a ración, a cuyo cargo se encontraba el comandante de la frontera subinspector de las milicias de campo (Battcock, 2009: 110 y 116). Los comandantes de la frontera eran jefes de un cuerpo veterano y de las guardias y fortines y, a la vez, sargentos mayores, de modo que comandaba todas las milicias de la campaña (Fradkin, 2012: 256). Es interesante, por último, destacar que algunos de estos fuertes, obtuvieron también su lugar como sedes de estructuras eclesiásticas, antes y después de convertirse en cabeceras de partido, según los casos, tal como ha sido investigado por Barral y Fradkin (2005).
En el examen del proceso de construcción de las estructuras de poder institucional de la campaña bonaerense los mismos autores dividieron la misma en cinco zonas considerando a cada uno de los pueblos. La “campaña norte” quedaba conformada por San Nicolás de los Arroyos, Arrecifes, Baradero, Pergamino, Rojas, Salto, San Pedro y Mercedes –Colón–. La “campaña oeste” por San Antonio de Areco, Fortín de Areco, San Andrés de Giles, Exaltación de la Cruz, Luján, Pilar, Guardia de Luján, Navarro y Lobos. La “cercana” por Morón, Quilmes, Flores, Las Conchas, San Fernando, San Isidro y Santos Lugares. La “campaña sur” por Cañuelas, San Vicente, Ensenada, Magdalena, Chascomús, Ranchos, Monte. Y finalmente, la “nueva frontera” por Dolores, Azul, Tapalqué, Tandil, Bahía Blanca, Carmen de Patagones, 25 de mayo, Guardia Constitución, Las Saladas, Las Mulitas, Martín García, Junín, Fortín Colorado, Laguna Blanca, Kaquelhuincul (Barral y Fradkin, 2005: 14).
En articulación con la línea de frontera de la campaña bonaerense12, debemos poner de relieve también el proceso de militarización de la frontera sur de la gobernación intendencia de Córdoba del Tucumán en el último cuarto del siglo XVIII. El mismo estaba destinado a fortalecer la seguridad de las comunicaciones y el tránsito de personas y bienes al Alto Perú y los territorios de Chile, en la que los fuertes y fortines se encontraban emplazados y combinados entre sí respondiendo a una doble estrategia ofensiva-defensiva frente a las sociedades indígenas. Se conformaba por el fuerte Santa Catalina, Asunción de las Tunas, fuerte del Saladillo, Sauce, Fortín de San Bernardo, Fuerte de Concepción de Río Cuarto, San Carlos, Loreto, Zapallar, Santa Catalina, Jagüeles, San Fernando, San Bernardo, Reducción, San Carlos, Pilar, Punta del Sauce (La Carlota) y, próximo al Saladillo, San Rafael (Vitulo) (Olmedo y Tamagnini, 2019: 44-47). Por último, también debemos mencionar que en San Luis adquirieron relevancia las fortificaciones del Morro, Las Pulgas, San José del Bebedero, San Lorenzo del Chañar y San Carlos situado en el valle de Uco (Pérez Zabala y Tamagnini, 2010: 24).
Nos interesa destacar aquí que la nueva planificación de defensa puso en evidencia una forma de entender el espacio americano que, distinta a la que imperó durante el gobierno de los Habsburgo, consideraba la creación de establecimientos como sedes de “plazas militares o plazas fuertes” que se podían “(…) tratar, reordenar, alterar a voluntad de la Corte para servir al supremo fin de la conservación” (Garriga, 2009: 57). Ello en el marco de un plan “defensa total” de los territorios y las poblaciones (Fradkin, 2009: 6). Dichos espacios entendidos en términos de colonias se sustentaban en un modelo de dominio basado en la patrimonialización territorial y que operó como excepción al tradicional modelo judicial precedente, basado en una concepción y organización del espacio en términos jurisdiccionales (Garriga, 2009: 47). Es así que, en el marco del reordenamiento y reestructuración territorial borbónico, se puso en marcha un proceso de conversión de los territorios con el propósito de que fueran más controlables a través de la implantación de una estructura burocrática y de los agentes administrativos de la corona, sus funcionarios y magistrados. La territorialización de dichos espacios, es decir, su división política y administrativa, no se realizó bajo pautas tradicionales y criterios basados en la indisponibilidad, rigidez y miniaturización del espacio, sustentados en la idea según la cual el territorio y la jurisdicción se encontraban inexorablemente unidos. Por el contrario, dicho proceso se llevó adelante bajo una idea de disponibilidad del espacio en términos de racionalidad y arbitrariedad, en otras palabras, bajo una estrategia centralizadora del poder (Hespanha, 1993: 98-119). En términos de disponibilidad se trataría de convertir los vastos territorios indisponibles e inaccesibles, propios del tradicional modelo de los Habsburgo, en disponibles, accesibles, controlables y mejor organizados.
Precisamente, bajo la lógica del modelo de colonización borbónico, con clara impronta militar, deben ser entendidas las nuevas decisiones implementadas para el reordenamiento territorial en las regiones fronterizas. Entre ellas, interesa destacar, en primer lugar, la creación del virreinato rioplatense en 1776 como nuevo centro político y administrativo; en segundo lugar, la creación de las provincias por disposición de la “Real Ordenanza para el establecimiento e instrucción de Intendentes de Ejército y Provincia en el Virreinato de Buenos Aires” de 1782; y, en tercer lugar, la instalación de las plazas militares y comandancias. En conjunto estas disposiciones formaron parte de la estrategia borbónica que pretendió disponer y controlar más efectivamente sus dominios. En lo que respecta a la jurisdicción bonaerense, con el régimen de intendencias, cabe considerar tres decisiones que fueron particularmente significativas. La primera correspondió a la organización de la Comandancia de Fronteras con sede en la Guardia de Luján en 1780 que tenía a su cargo los seis fuertes guarnecidos con Blandengues (Chascomús, Monte, Luján, Salto, Rojas y Melincué) y los cuatro fortines donde debían prestar servicio los milicianos (Ranchos, Lobos, Navarro y Areco). Por otro lado, la creación de la Comandancia General de Entre Ríos en 1782. Y, por último, la disposición que tenía por objeto transformar a los Blandengues de la Frontera en un cuerpo veterano de caballería, en 1784, decisión que también abarcó a la compañía de Blandengues de Santa Fe (Fradkin, 2012: 256-257).
De este modo, la nueva concepción sobre el ordenamiento territorial dio fundamento al origen de la plaza militar de Carmen de Patagones en 1779, en el marco de un proyecto de colonización más amplio conocido como “el Plan Patagónico de 1778”, a cuyo abrigo se formó la naciente población ubicada en la “Nueva frontera de la campaña bonaerense” (Fradkin y Barral, 2005:14). El pueblo de Carmen de Patagones como sede de estructura de poder militar, contó con la autoridad de un comandante militar a quien respondían las tropas milicianas a partir de la disposición de la Real Orden de 1783. Esta medida acentuó el carácter militar del gobierno del establecimiento. Seguidamente, fue convertido en sede de comandancia política y militar en el año 1785, cuando las funciones de gobierno del comisario superintendente que le eran propias fueron asumidas completamente por el comandante, que tendrá jurisdicción en lo militar y en lo político (Gorla, 1984: 40-45, 121).Como todos los espacios que se encontraban bajo jurisdicción de una comandancia militar, el establecimiento quedará supeditado a la autoridad directa del virrey (Fradkin, 2009: 5; San Camañez, 2014: 200).
Asimismo, integrada a la red de presidios en los espacios de frontera, Carmen de Patagones se instituyó como un espacio de destierro y confinamiento de prisioneros (Tejerina y González Fasani, 2018), formándose allí un presidio dependiente del fuerte por la disposición de virrey de 1778 (González Fasani, 2021a).
Carmen de Patagones tras su creación: la designación de los alcaldes de pago
Entre los años 1779 y 1783, arribaron a Carmen de Patagones 42 familias y algunos solteros convirtiéndose así en los primeros pobladores: las 42 familias estaban constituidas por 149 personas, que sumadas a los 31 solteros, completaron un total de 180 (Biedma, 1905: 92-95, 471). Para el año 1788, según el “Padrón de los vecinos y habitantes que existen en este establecimiento, con expresión de su Nación, edad, estado, oficio y familias que tienen”13, el establecimiento contaba con un total de 203 habitantes (Lenoble, 2017: 84).
En el marco de la creación del establecimiento militar, la comunidad inicial quedó conformada por colonos inmigrantes -la mayoría labradores y artesanos procedentes de las Castillas, Asturia, Galicia- (Entraigas, 1960: 79-86), presidiarios, tropas regulares y milicianas, algunos esclavos africanos e indios adquiridos por rescate (Fradkin, 2010: 4). Dichos colonos vivieron sus primeros veinte años en el marco de circunstancias particulares del espacio local en el que la comunidad debió desarrollarse. Entre ellas destacaba, por un lado, la situación de pobreza, escasez y penuria de las primeras familias que habitaban en ranchos provisionales y en cuevas. Por el otro, su aislamiento en una región costera dada la distancia y dificultades de comunicación respecto de los centros de decisión política. También resulta importante tener en cuenta su ubicación en los márgenes más alejados de la frontera con las sociedades nativas no sometidas a la monarquía. En relación a ello, durante la etapa analizada, uno de los problemas que acució tanto a las autoridades locales como a la población fue la cuestión de la defensa contra posibles ataques de los indígenas, sobre todo en los terrenos dedicados a la siembra y cría de ganado (Alioto, 2011: 86). Debido a que eran recursos necesarios para la supervivencia del pueblo, el resguardo de los mismos fue una preocupación constante desde el momento de la creación del fuerte y la instalación de los primeros colonos. Los propios pobladores daban cuenta de ello en sus testimonios, al expresar que en ocasiones aquellos se dedicaban al “(…) robo y la rapiña”,14 lo que agravaba la situación de desprotección del poblado que, según entendían, era producto del incumplimiento de las concesiones reales prometidas. Por último, muchas de las dificultades que pusieron en juego la subsistencia de la comunidad, se debieron a medidas adoptadas por las autoridades reales, tanto en el ámbito local como en los centros de decisión política.
Las motivaciones que impulsaron al Comisario Superintendente a elevar informes al virrey ponen de manifiesto que los primeros años de vida del fuerte y población se caracterizaron por ser una etapa de dificultades y conflictos suscitados al interior de la comunidad local. Por un lado, destacaron las crecientes tensiones del Comisario Superintendente con los pobladores, quienes no recibían respuestas satisfactorias a sus demandas colectivas en torno a la percepción de pagos reales y problemas habitacionales. Por el otro, ocurrieron conflictos jurisdiccionales entre las autoridades designadas desde los centros de decisión política, como los protagonizados entre el Comisario superintendente y el Comandante de la tropa. También, fueron asiduos los requerimientos para disponer de recursos materiales que eran necesarios para que el fuerte terminara de construirse, y para el abastecimiento de sus habitantes. En conjunto, expresaba las especiales circunstancias del lugar, las necesidades locales, como así también las valoraciones relacionadas con el gobierno de la comunidad local.
En relación a esto último, las solicitudes de la autoridad local, expresadas a través de recurrentes oficios, se refirieron principalmente a la necesidad de establecer el buen gobierno en el establecimiento y en función de ello propuso una serie de medidas que consideró relevantes. De este modo, el Comisario superintendente, quien por entonces tenía jurisdicción como gobernador de armas, le era privativo en materia de gobierno la defensa de la población, el destino de partidas, el ordenamiento de salidas, el establecimiento de destacamentos, la distribución del santo y el orden (Gorla, 1984: 67), elevó un oficio al virrey el 2 de octubre de 1781, en el que expresó que:
(…) el actual estado de aquel Establecimiento exige las reglas de una República arreglada y en consecuencia solicita arancel de Derechos Parroquiales, formalidad de un Padrón de familias pobladoras archivado para noticia en sus inmunidades, elección de Alcaldes y demás Instrucciones de buen Gobierno (…).15
La exigencia de la autoridad local de reglar la comunidad, a partir de la cual pretendió configurar y organizar el territorio recientemente colonizado en términos políticos, puede ser estimada a la luz del aporte que realiza Agüero (2021), en su análisis sobre la polisemia del término república, al reflexionar en torno a la dimensión axiológica de las comunidades políticas como un sentido que es propio de la tradición cultural. Tomando en consideración dicho abordaje es que cobra relevancia el término de “república” en tanto que dicha noción se vincula al conjunto de valores relativos a la vida de los hombres en comunidad y a las virtudes del buen ciudadano (Agüero, 2021: 2). Será el mismo autor quien recupere el antiguo concepto de república ligado, no a una noción urbana de ciudad, sino en específico a una concepción orgánica y familiar del gobierno local. La asociación de república con el justo gobierno doméstico en cabeza de muchas familias da cuenta que dicho significado, en la tradición jurídica de antiguo régimen hispano, no se encontraba “(…) acotado al mundo urbano, sino que hacía referencia, más bien, al tipo de dominio que se establecía sobre un territorio, con independencia de su extensión” (2012: 47). En este sentido, sostiene el autor, el dominio sobre el territorio local, establecido en cabeza de las muchas familias, era lo que conformaba la “república”, dicho de otro modo, el gobierno doméstico, en espacios jurisdiccionales que no eran estrictamente urbanos. Este marco interpretativo nos permite conocer cómo la naciente población de Carmen de Patagones, al abrigo de la plaza militar, comenzaba a pensarse y a organizarse en términos de república. Inferimos que, tanto las decisiones tomadas por la autoridad local sobre los asuntos de la población, que se orientaron hacia el establecimiento de un “bien común”, así como los valores colectivos que dieron sustrato a las mismas, formaban parte de una aspiración compartida por el conjunto de la población que fueron acordes con el sentir común, su imaginario y costumbres. De modo que, en el contexto de una comunidad política en construcción, tanto las autoridades como los pobladores comenzaron a pensar su espacio local en términos de república y sus acciones dieron cuenta de ello. La configuración de un espacio en términos de república, conforme se estipulaba en el imaginario tradicional de las autoridades y los colonos, quedó expresada en el requerimiento de instituir las reglas y ordenamiento necesarias que permitieran la configuración política y jurídica del territorio local, lo que, a su vez otorgaría el reconocimiento de “inmunidades”, entendidas como privilegios o calidades específicos, a quienes integrarían el padrón como miembros de la comunidad.
Lo que trasuntan las fuentes analizadas es que el Comisario superintendente, a través de sus oficios, solicitó medidas de necesidad y conveniencia, que, a su criterio, garantizarían el buen gobierno de un espacio recientemente colonizado. El espacio político entendido como una extensión territorial organizada (Hespanha, 1993) requería del afianzamiento de la población en el territorio de modo que se garantizara la estabilidad permanente del establecimiento, y ello exigía que la comunidad se organizara en términos políticos. La visión del Comisario era clara: al amparo de la plaza militar, la población colonizadora debía configurarse y desarrollarse en términos de una república, y con ello, según lo entendía Viedma, Carmen de Patagones rebasaría su función originaria de estructura militar.
Claros ejemplos que constatan la intención de organizar políticamente el espacio local se registran en los oficios del Comisario superintendente dirigidos al virrey. Por un lado, alegaba que era necesario para la colectividad política el nombramiento de autoridades jurisdiccionales, quienes desempeñarían el ejercicio de la administración de justicia. En el marco de la cultura jurisdiccional, la acción de impartir justicia era inescindible al ejercicio de gobierno: en otras palabras, y en los términos que propone Barriera (2010) “(…) la administración de la justicia era la tarea medular del buen gobierno (…) gobernar era sobre todo administrar justicia bien, recta, fiel y cristianamente” (Barriera, 2010: 36).El gobierno y organización del territorio recientemente ocupado debía ser administrado en términos de justicia por los alcaldes, cuya jurisdicción, veremos, se extendió sobre los pagos del norte y del sur. Por otro lado, la confección de un padrón de pobladores, que finalmente se concretó en el año 178416 a solicitud de Juan de la Piedra, y en 1788 con expresión de su nación, edad, estado, oficio y familia que tienen.17 Por último, el arancel de derechos parroquiales, y el reconocimiento de inmunidades a los pobladores, en conjunto, garantizarían el ejercicio de un “buen gobierno” de la república local.
A ello debemos sumar que, el Comisario superintendente, en ejercicio de sus funciones de policía, procuró el mantenimiento de las buenas costumbres y buen comportamiento de la población, el “bien común”, actuando de acuerdo al derecho, una aspiración que urgía concretar por cuanto el establecimiento era “(…) una corrupción de costumbres, y plantel de vicios que población de católicos”, preocupación que fue expresada en comunicación con el virrey (Gorla: 1984: 93). Los argumentos esgrimidos por la autoridad local derivaban, plenamente, de consideraciones relativas al modo en que la comunidad debía comportarse en términos de república. De este modo, se ponía de relieve la importancia de la función tutelar del poder de policía a través de la cual se garantizaría la convivencia y el orden, en el sentido propuesto por Zamora (2010), al asociarse este con el poder doméstico que se extiende a los espacios de sociabilidad externos para el mantenimiento del “buen orden” de las comunidades (2010: 8).El buen orden de la comunidad local, como pretensión manifiesta del comisario superintendente, sería basamento del buen gobierno y administración de justicia.
En efecto, los oficios del Comisario superintendente dirigidos a la autoridad virreinal, centrados en el “arreglo” de la comunidad local en términos políticos, ponen de manifiesto el propósito de disponer, ordenar y regular el territorio recientemente colonizado. Ello, inferimos, da cuenta de la pretensión de la autoridad local de establecer un buen gobierno y el bien común, en términos de una “república” católica integrada a la monarquía hispánica, lo cual era compartido por las familias pobladoras.
Así es que el 15 de marzo de 1782 un conjunto de pobladores decidieron mediante una representación a los pares que debían asumir los cargos de justicia18, quienes fueron designados y confirmados por Comisario superintendente para desempeñarse como “alcaldes de pago” (Gorla, 1984: 108-115). El acto de elegir, creemos, constituyó una de las medidas adoptadas por los pobladores para dar curso resolutivo frente a las necesidades y reclamos que estaban asociados a la vida en comunidad. El mecanismo utilizado para la elección fue el recurso de la representación colectiva. A través de ella, entre los años 1782 y 1783, los pobladores y los alcaldes, en representación de las demandas colectivas, instaron ante las autoridades reales demandas que refirieron, sobre todo, al problema de las raciones diarias. Las mismas habían sido quitadas por disposición de instancias superiores, lo que constituía un problema vital para el mantenimiento y subsistencia de la población. La elección de los alcaldes contó con la anuencia y la confirmación del Comisario superintendente, quien, en uso de sus facultades, designó a los mismos (Gorla, 1984: 109).
Los dos alcaldes de pago elegidos fueron los pobladores Juan de Ureña y Antonio Miguel. Juan de Ureña era viudo, tenía dos hijos de corta edad.19 Antonio Miguel era casado y tenía cinco hijos.20 Ambos habían arribado a la plaza militar entre los años 1780 y 1781 respectivamente (Biedma, 1905: 93-94).
Respecto a la jurisdicción de los cargos y a la importancia del río Negro en el espacio local, los pagos eran los distritos que correspondían a las dos bandas y que adquirieron significación jurídica con los alcaldes. Se trataba de tierras que, sin límites precisos, se hallaban pobladas a ambos márgenes del río: el puerto era el punto de encuentro de ambas, la aguada el centro en torno al cual se formaron las primeras chacras y estancias de cuyos recursos dependía la población, y el fuerte era el centro del valle (Gorla, 1984: 109-114).
Los alcaldes de pago se diferenciaban, en sus prerrogativas, de los alcaldes de jurisdicción ordinaria debido a que estos últimos,21 a diferencia de los primeros, eran designados en forma directa por los cabildantes de las repúblicas urbanas. Se diferenciaban, asimismo, de los alcaldes de la Hermandad, que nombrados dos en dos en cada ciudad o villa tenían jurisdicción en los distritos rurales circunvecinos22, resolvían in situ (en lugares donde no llegaba la justicia urbana) conflictos, como máxima autoridad de justicia, gobierno y policía delegada (Barriera, 2014: 129). Por último, se distinguían de los alcaldes pedáneos23 y de los jueces comisionados24, por ser designados, estos últimos, para asistir a los alcaldes de la Hermandad25. Respecto al cargo de comisionados, en el caso de Carmen de Patagones, cabe añadir que, el Comisario Superintendente, en función de las atribuciones que detentaba en materia judicial, también designó, en algunas instancias, a jueces comisionados para asuntos específicos: quienes detentaron el cargo pertenecían al cuerpo de capitanes,26 como lo afirma Gorla (1984). Para el mismo autor, tanto el cargo como las prerrogativas de los alcaldes de pago no se correspondían con los de los siete comisionados nombrados por el ayuntamiento de Buenos Aires en 1717, dado que fueron designados para otros pagos y distritos rurales para intervenir en causas particulares por delegación jurisdiccional expresa (1984: 106-107, 111). No obstante, sí considera que las funciones de los alcaldes de pago se asemejarían a las funciones del alcalde que fue designado por el comisario superintendente de San Julián en 1781 (1984: 115). Es el caso del “alcalde de pobladores” Santiago Morán,27 quien tras su designación, elevó una representación dirigida al virrey en nombre de los demás de su clase: el grupo conformaba un total de 34 personas28. Santiago Morán, quien por entonces tenía menos de 40 años, mujer y un hijo de 14 años, a través del recurso de representación apeló al virrey Juan Joseph de Vértiz, enumerando una serie de problemas que afectaban gravemente la subsistencia del grupo de pobladores de ese destino. Su testimonio giró en torno a asuntos de enfermedad, disponibilidad de recursos materiales, raciones de comida, condiciones físicas y materiales del lugar, resultados de las actividades de siembra y cosecha, conflictos suscitados con el gobernador, entre otros (Apolant, 1999: 124-126).
La designación de los alcaldes de pago, tanto para la autoridad como para los pobladores, se consideraba vital para el gobierno local y la resolución de problemas específicos. Como es ya sabido, las autoridades judiciales ordinarias, en tanto administradores de la justicia y de gobierno, esto es, con “potestad de decir derecho”, debían cuidar de dar “el derecho a las partes” como así también “dar a cada quien lo que le correspondía” según su estatus, posición o derecho (Barriera, 2010: 28). Podemos asumir que, también los alcaldes de pago del espacio de Carmen de Patagones pretendieron ejercer jurisdicción territorial ante problemas que suscitaron su intervención en nombre de los pobladores peticionantes. Los mismos refirieron a cuestiones asociadas a la supervivencia de las familias pobladoras en un contexto de pobreza y carencia. En este marco, la práctica de peticionar, a través de representaciones colectivas, se convirtió en un recurso de uso recurrente dirigido a instancias superiores que tenía por objeto reclamar sobre lo que consideraban tener un derecho. De este modo, se elevaron peticiones escritas solicitando las raciones de tierra que a muchos se les habían suprimido, con el propósito de obtener una prórroga: las efectuaron por intermediación de los alcaldes de pago. En suma, los mismos elevaron reclamos en nombre de los integrantes de las dos bandas, encabezaron con sus nombres los escritos, y firmaron las representaciones actuando como intermediarios de los pobladores. Ello nos permite presumir que, tanto los pobladores como los alcaldes designados por ellos, supieron aprovecharse de un recurso y de unas prácticas basadas en peticiones en las que se alegaba o suponían derechos, muy comunes en la época, y que fueron utilizadas recurrentemente en otros espacios que se encontraban bajo jurisdicción de un ayuntamiento,29 a diferencia de Carmen de Patagones que se hallaba supeditado a una comandancia.
En “representación” de derechos colectivos
Será a partir de la elección y nombramiento de los alcaldes de pago por parte de un conjunto de pobladores, durante el año 1783, que dichas autoridades comenzaron a efectuar solicitudes en nombre y representación de los pobladores y moradores convocados. Es así que el 16 de noviembre de 1783, los alcaldes encabezaron una petición como autoridades del colectivo identificándose como “(…) Don Antonio Miguel alcalde de la banda del norte y Don Juan Ureña alcalde de la banda del sur”,30 seguida de las firmas del grupo de pobladores. El 16 de marzo de 1783, Juan de Ureña, se titulaba “(…) alcalde ordinario de lo que corresponde a la banda del sur y en nombre de todos los habitantes de dicha banda”,31 quien meses antes, había encabezado otra representación como “(…) poblador y alcalde de la parte del sur, En su nombre, y de los demás solteros que allí existen (…)”,32 solicitando al virrey autorización para el traslado a otra localidad para elegir moza con quien tomar estado. Sabido es que, por lo anterior expuesto, la denominación “alcalde” no correspondía a la jurisdicción y facultades de los alcaldes ordinarios propios del modelo institucional castellano. Pese a ello, interesa destacar que la singularidad y relevancia de las acciones de los pobladores radica en que a través de ellas se manifiesta que sí se pensaban y expresaban como tales. Compartían el propósito común, en el sentido específico, de desarrollar un ejercicio jurisdiccional localizado como un cargo propio de república (Agüero, 2013: 116), aunque, como se ha dicho, Carmen de Patagones carecía de estatuto municipal.
A las representaciones encabezadas por los alcaldes de pago, debemos sumar también representaciones individuales de pobladores que se realizaron durante el año 1783 dirigidas al comandante.33 En ellas los peticionantes expresan la necesidad de abastecimiento de elementos vitales para la subsistencia, siendo éste un tema central de sus reclamos: se trataba en conjunto de solicitudes de reconsideración de la orden de suspensión de la ración bajo la argumentación compartida de “(…) manutención de la casa, y dilatada familia (…)”34 y que, por ello, obtuvieron respuesta favorable.
En las representaciones, los peticionantes se presentaban ante las autoridades reales principalmente en calidad de “pobladores”, siendo escasas las instancias en que lo hicieron en términos de “vecinos”. Sin embargo, vemos que, en la práctica, referían a prerrogativas propias de la vecindad en términos culturales y políticos. La acción de peticionar y reclamar ante las instancias de la monarquía, lo que consideraban eran sus derechos (por causa de los servicios prestados a la monarquía), como así también los modos de representación asumidas, dan cuenta de sus identificaciones bajo dicho estatuto. En tanto que dichas prácticas constituían elementos referenciales propios de la cultura jurisdiccionales que los pobladores supieron reafirmar su vecindad en términos de vinculación e integridad como miembros de su comunidad local y de lealtad hacia la corona (Herzog, 2000; 2010).
La acción política de estos pobladores fue de carácter esencialmente colectiva ya que lo hicieron en nombre de un grupo, en el caso particular, la familia a la que debían garantizar manutención. En las peticiones aflora la convicción de los solicitantes de que los derechos cobraban sentido en relación recíproca con el cuerpo al que pertenecían. De modo que, tomando en consideración los aportes de Zamora (2017), quien analiza un espacio local distinto pero asimilable al nuestro, los peticionantes maragatos, como integrantes de una cultura jurisdiccional, no reclamaban derechos en términos de individualidad, sino en la medida en que participaban de un estatus entendido en términos de pertenencia a un colectivo (2017: 120). De este modo, los argumentos utilizados por los peticionantes se acompañaban de expresiones que valorizaban criterios y convicciones colectivas.
En lo concerniente al modo en que se percibían, observamos que los peticionantes en conjunto, a través de una representación, se autorreferenciaron, explícitamente, en términos de un “cuerpo”. Es así que, en la representación con fecha del 02 de enero de 1797, un grupo de 36 pobladores (de un total de 203 según el padrón de 1788) reclamaron ante el comandante político y militar ante un problema común: pretendían ser eximidos del pago del Diezmo. La representación fue encabezada en los siguientes términos:
Los pobladores que abajo firman reunidos en un cuerpo se hallan precisados a hacer ante la notoria justificación de V.M. el más reverente reclamo para que hecho cargo de esta representación se sirva auxiliarla y darle curso dirigiéndola a la superioridad o tribunal competente de cuya integridad empezamos la conmiseración y justicia a que nos hayamos acreedores (…).35
Nos interesa resaltar aquí, la utilización expresa de su unión en términos de un “cuerpo” por cuanto nos acerca al imaginario desde el cual los pobladores se pensaron a sí mismos como una comunidad política. En relación a ello, los términos de “conmiseración y justicia” inferimos referían a una justicia conmutativa en términos de lealtades mutuas entre los vasallos y el rey, razón por la cual los primeros pobladores de Carmen de Patagones prestaron un servicio a la corona con la empresa de colonización. Es posible sugerir que los indicios de vida política en términos de “república” pueden evidenciarse por la forma en que los pobladores de la comunidad local se pensaron y nombraron como un colectivo. Podría decirse, por tanto, que utilizaron un lenguaje político que formaba parte, no del imaginario contemporáneo borbónico, sino del sustentado en la tradición de los Austrias, y que permite avizorar una forma particular de entender el poder, en términos de una relación vasallática y sustentada en lazos de reciprocidad. En este sentido, las peticiones expresadas en términos de un cuerpo político, representaban en conjunto una forma particular de peticionar de los súbditos a la monarquía. En relación a ello, en el marco de la cultura jurisdiccional, el carácter político del derecho de petición, y en los términos en que lo entiende García Cuadrado (1991), estaba sustentado en el hecho de que en los escritos se pedía a nombre y en favor de un interés general (1991: 146). Así, los pobladores se presentaron ante la autoridad, reconociendo entre ellos un vínculo que los unía a causa de la pertenencia a una misma comunidad. Este ejemplo quizás nos esté indicando que los peticionantes hicieron uso de un argumento que era propio de un orden jurisdiccional que se entendía en términos de un universo corporativo (Guerra, 1998: 248).
Con fecha del 15 de enero de 1797, destaca otra representación colectiva en la que se unieron 32 pobladores, entre los que se encontraban Juan de Ureña y Antonio Miguel. Lo distintivo de la misma radica en que a través de ella se solicitaba un permiso para elegir a uno de los pobladores peticionantes como representante de “todos”. El designado tendría la comisión de llevar adelante el reclamo de los derechos colectivos:
Nosotros recurrimos de nuevo suplicando a vm. se sirva, como nuestro Jefe natural y único amparo en este destino, impedir que se lleve a efecto la cobranza de Diezmos hasta que la Superioridad decida, a la que sin embargo de que por el conducto de vm. se dirijan nuestras representaciones nos conviene vaya uno de nosotros a hacer presente en nombre de todos, el derecho que creemos nos asiste dándonos vm. su permiso y protestando siempre estar resignada nuestra obediencia a cuanto se nos mande por nuestros Jefes y que solo ocurrimos movidos de la mayor indigencia en que nos constituye el Establecimiento de este nuevo ramo (…).36
Obtenido el permiso, el 18 de abril de 1799, un grupo de 42 pobladores por medio de otra representación otorgó un “poder especial” a un poblador de la comunidad en procura de garantizar intereses comunes, expresando:
Nosotros los Pobladores de este Establecimiento abajo firmados otorgamos nuestro poder especial (…) a Francisco Asegurado, residente en este Establecimiento, para que ocurra a los aforos y demás circunstancias necesarias (…) para todo lo cual le dimos dicho poder con General Administración y facultad de enjuiciar y substituir (…).37
El poblador elegido era Francisco Asegurado. Había arribado a Carmen de Patagones el 05 de enero de 1782 (Biedma, 1905): era de origen castellano, casado, tenía tres hijos, de oficio labrador, y para entonces, tendría unos 54 años de edad.38 Con dicha representación, los pobladores actuando como un cuerpo en términos de comunidad política, llevaron adelante la elección de un representante, designando a un miembro que consideraban principal o más digno para las demandas del caso. Cabe hacer mención, que Asegurado, con anterioridad, había sido designado por diez pobladores para redactar una representación con fecha del 07 de marzo de 1780, por ser “(…) el más leído de todos” (Entraigas, 1960: 96). El criterio de selección que utilizaron los pobladores debe ser entendido como parte de los valores de la cultura jurisdiccional, en la que el mundo se pensaba y legitimaba en términos de desigualdad (Barriera, 2010: 23). Dominar la habilidad de comunicación no solo lo distinguía del conjunto, sino que le otorgaba dignidad: saber escribir, en aquella época, se asociaba al dominio de una tecnología que era indisponible para una enorme mayoría (Barriera, 2019: 690). De modo que, por su preeminencia y dignidad, era el más preparado y distinguido, según sus pares, para dirigir los reclamos colectivos por su intermedio o representación en calidad de apoderado.
La apelación de un apoderado letrado
En el marco de una comunidad que asiduamente elevaba peticiones colectivas ante instancias superiores para resolver sus problemas se llegó a una instancia en que los pobladores decidieron actuar más allá de la intervención de los agentes locales. De modo que, primero, se optó por pobladores en representación, y seguidamente, se recurrió a la intermediación de un agente letrado para actuar en calidad de apoderado.
Con relación a ello, es menester mencionar cuál fue el origen del problema que motivó los memoriales de pobladores en representación y a la convocatoria del agente letrado. La instalación de los colonos se efectivizó mediante un “sistema de contratas de familia”: por medio de dicho instrumento jurídico, se establecía que las familias, en calidad de “pobladoras”, debían recibir un salario a cuenta de la Real Hacienda, y otras garantías como “casa en que vivir, con todos los auxilios y pertrechos pertenecientes a la agricultura”.39 Sin embargo, no se especificaron detalles sobre la entrega de las tierras en carácter de propiedad ni sus plazos (Casanueva, 2013: 118), no se cumplieron en tiempo y forma las demás garantías de las contratas, y avanzado los años, se sumaron otras demandas a raíz del incumplimiento. En consecuencia, frente a tales circunstancias los pobladores en tanto vasallos y por los servicios prestados a la corona, reclamaron ante instancias superiores las concesiones prometidas.
El 09 de julio de 1796, dos pobladores en representación del grupo se dirigieron al virrey en los siguientes términos: “(…) Francisco Asegurado y Nicolás Fraile,40 en nombre de todos los firmados en este (…) que se digne mandar se nos edifiquen casas para vivir (…)”, conforme se estipuló para todo aquel poblador que voluntariamente viniese a poblar estos territorios.41 En los mismos términos, días antes, elevaron un memorial al Gobernador, para que la Real Hacienda respondiera ante ello alegando que habían sido contratados en calidad de “pobladores”.42 Seguidamente, el 23 de julio del mismo año, 38 pobladores peticionaron, mediante una relación, la nómina de los acreedores a la “propiedad de tierras y casas”, en virtud de las referidas contratas, entre los que se encontraban Nicolás Fraile, Antonio Miguel, Francisco Asegurado y Juan de Ureña.43 Dicha petición contó con el apoyo del comandante Joaquín Maestre. En respuesta, los Ministros Generales de la Real Hacienda expresaron que “(…) se encontraba justificada, el derecho de aquellas familias (…)”,44 y por ello, se encomendó al ingeniero Josef Pérez Brito en 1781, la realización del cálculo de todo lo necesario para poner en obra la construcción de las viviendas: si bien concretó el presupuesto45 y la confección de un plano, la obra de las 38 casas se aplazó, y en ese contexto, se sumaron otras demandas además de la referida.
Inferimos que, la dilatada resolución al problema impulsó a los pobladores a recurrir a un agente externo a la comunidad para que, en virtud de su profesión, actuara como representante. Es así como el 18 de noviembre de 1799, un total de 44 pobladores cabezas de familia46 se convocaron a firmar una representación en la que, por medio del otorgamiento de un poder, demandaron sobre lo que consideraban tener derecho. En la misma suscribieron otorgar su “poder especial”:
(…) al Doctor Don José Vicente Carrancio residente en la ciudad de Buenos Aires para que en nuestro nombre cobre de la Real Hacienda los cuatro pesos mensuales que nos corresponden de casa a cada familia, y dos al viudo según y conforme lo han percibido y perciben los que actualmente se hallan en Montevideo hasta que nos cumpla la contrata con que venimos a poblar; y destinamos y nombramos a Don Francisco Asegurado, residente de este establecimiento con quien ha de seguir su correspondencia. Y para ello ocurra ante los superiores que con derecho pueda y deba, presente escritos, escrituras, testigos y probanzas, haga requerimientos, protestaciones, juramentos, ejecuciones, recusaciones y conclusiones, oiga autos, sentencias, interponga, y apelaciones y suplicaciones, y haga todo cuanto nosotros los otorgantes haríamos y hacer pudiéramos siendo presentes que para todo, y lo incidente le damos poder con general administración y facultad de enjuiciar y substituir (…).47
El agente letrado elegido como “apoderado” era Vicente Carrancio: nacido hacia 1740 (Cutolo, 1971: 139), natural de un pueblo de León y criado en Palencia (Pillado, 1910: 223). Entre sus títulos y cargos encontramos que fue Abogado de los Reales Consejos y de la Audiencia de Charcas (título que fue expedido por el Consejo de Castilla en 1763), Promotor Fiscal y Defensor de la Real Hacienda de Buenos Aires el 17 de agosto de 1770, Asesor de las Rentas Reales de Tabaco y Naypes de la ciudad de Buenos Aires el 27 de agosto de 1779, y finalmente, en el año 1784 se le asignó el cargo de Asesor letrado del cabildo de Buenos Aires:48
A consecuencia de la orden que el Intendente de dicha ciudad de Buenos Aires comunicó a aquel Ayuntamiento para que se procediese anualmente a la elección de un Asesor que lo fuese del mismo cabildo, y Jueces Ordinarios, fue electo el expresado D. Joseph Vicente Carrancio por tal Asesor, en primero de enero de 1784, y confirmada la elección por el Intendente, después de haberla consultado con el Virrey (…).49
Hacia fines del siglo XVIII, en el virreinato rioplatense, los abogados eran requeridos para intervenir en causas que presentaban cierta dificultad. A partir de la Real Ordenanza de Intendentes de 1782, se oficializó la práctica de consultas a asesores legales. En materia de fuero ordinario, los intendentes carecían de jurisdicción en materia judicial, pues como sostiene Zorraquín Becú (1981), solo podían ejercer este poder por intermedio de los tenientes letrados de la superintendencia: como asesor ordinario del intendente entendía en los juicios civiles de primera instancia, y en todos los negocios de la intendencia, supliendo al intendente en su ausencia. Progresivamente, fueron adquiriendo predominio en la resolución de conflictos, y, en consecuencia, aumentaron las consultas a estos, sobre todo en asuntos que presentaban cierta dificultad (Zorraquín Becú, 1981: 57-91). En ocasiones, los propios jueces legos recurrían a ellos, quienes recibían honorarios por cuenta de las partes intervinientes (Zorraquín Becú, 1996: 149). Pero no solamente, quienes detentaban cargos de gobierno y administración recurrían a ellos. El oficio de abogado se consideraba útil a las repúblicas, por cuanto estos intervenían en el “pedido o defensa de justicia” para el buen gobierno y su administración (Levene, 1946: 914). Por “abogar” se entendía a la acción de “(…) defender los Abogados en juicio las causas y pleitos, y alegar de la justicia, u otro derecho de las partes, que se valen de ellos para este fin (…)”.50 De modo que, por ser una práctica asociada a la justicia, su intervención podía ser considerada conveniente en casos de compleja o dilatada resolución como ocurrió en Carmen de Patagones.
Así es que el abogado Carrancio como “apoderado” en representación de los pobladores se dirigió ante el virrey y contra la real Hacienda, exigiendo la completud de las contratas, alegando que:
(…) no se les había abonado el real diario a que tenían derecho, ni entregado los utensilios para sus labores, ni dado casa en que habitar (...) Que dejando de lado la deuda del real (...) se contraía a la compensación por alquiler de casa a razón de 4 pesos mensuales por cabeza de familia, fuera casado o viudo, y pedía (...) ese abono a los pobladores desde su arribo (...) hasta que se les entregara casa por cuenta del rey, para ellos y para los que se habían acrecentado; reservando justificar después cuántas eran las cabezas de familia acreedoras a este percibo (…).51
El virrey solicitó informaciones a los ministros generales de Hacienda y al Tribunal de Cuentas, presentando este último un informe en el que se expresó:
Por parte de la real Hacienda se ha mantenido a los pobladores a ración diaria hasta mediados y fines de 1783; se les ha suministrado útiles, semillas, aperos de labor y una yunta de bueyes; se les hizo y dieron habitaciones propias (...) y se les dejó libertad sin límites para beneficiar las tierras que quisiese: de modo (...) que los pobladores exigen una cosa injusta (...) no debe hacerse lugar al señalamiento de 4 pesos mensuales por familia que por alquiler de casa demandan los pobladores y mandar que se les de la propiedad de terrenos que les pertenece, celándose por parte del comandante y ministro de Hacienda de Patagones si los pobladores cumplen o han cumplido también las obligaciones de trabajar que de la contrata se desprendía (…).52
De las fuentes trasunta que los reclamos y las respuestas giraron en torno a la disponibilidad de recursos de labranza; al cobro del real diario; a un sueldo en compensación; a la entrega de casas de material durable, esto es, de ladrillo y teja, y en posesión de las familias pobladoras; y a títulos en propiedad de las tierras para las actividades de labranza. Si bien las casas que estipulaban las contratas recién se entregaron entre 1801 y 1803, en total 38 (Gorla, 2003: 35), y pese a lo dispuesto por una real orden de Carlos IV, el 10 diciembre de 1805, para que se despachen los títulos de propiedad de los terrenos, esto no se cumplió. Los pobladores no fueron acreditados en la propiedad de sus terrenos (Biedma, 1905: 125).
Por último, como también indican los documentos, los poderes especiales fueron otorgados a aquellos que debían representar la voz de los peticionantes, y ello parece indicar que al hacerlo supieron crear instancias de participación política en defensa de derechos comunes. Reconocieron en ellos cotas de autoridad y de dignidad suficientes para que actuaran en representación. En el caso de Carrancio, una de las razones por las que se lo eligió como apoderado radicaba en su título, puesto que para la época era una costumbre de las repúblicas recurrir a leyes mediante abogados y apoderados letrados en instancias de representación de demandas y protección de derechos (Guerra y Lempérière, 1998: 13). Más aún, debió ser determinante en la elección, la experiencia que había adquirido como asesor letrado del cabildo de Buenos Aires. A ello podemos agregar que la construcción y entramado de redes sociales que pudo entablar con vecinos de la ciudad de Buenos Aires pudo también influir: sabemos que Carrancio estableció relaciones de amistad muy próximas con un grupo de comerciantes, ricos y consolidados de la capital virreinal, que se reunían asiduamente en la casa de los hermanos de la familia Escalada.53
A modo de conclusión
A lo largo del trabajo ofrecimos un análisis que permitió apreciar las estrategias y formas de acción política de los pobladores de Carmen de Patagones en las últimas dos décadas del siglo XVIII, los instrumentos políticos puestos en juego y la cultura política del orden castellano que les dio sustento. En función de ello, hemos presentado algunas de las instancias de participación política de los pobladores de la plaza militar y comandancia de Carmen de Patagones, bajo el régimen de intendencias, a través de los reclamos y las peticiones. Las mismas fueron dirigidas a instancias superiores ante problemas comunes que emergieron en un espacio local fronterizo de reciente colonización.
Atendiendo a la singularidad del espacio local, como a las peculiares condiciones y circunstancias del lugar, hemos puesto de relieve que la plaza militar y población de Carmen de Patagones no fue una excepción sino una más en la vasta trama de plazas y poblados de disímiles magnitudes, trayectorias y estatutos, en el proceso de integración a un sistema defensivo y fronterizo más amplio que se forjó bajo la jurisdicción virreinal rioplatense durante el siglo XVIII.
La historiografía tradicional concerniente a Carmen de Patagones en su etapa tardo colonial ilumina en torno a la existencia de un establecimiento que, instituido en términos jurídicos e institucionales como comandancia política y militar a partir el año 1785, estuvo conformado por una población inicial que por largos años debió sobrellevar dificultades y carencias que pusieron en peligro su permanencia y subsistencia. En este escenario local, signado por necesidades particulares del lugar en que la comunidad debió desarrollarse, hemos tenido la oportunidad de comprobar quelas representaciones colectivas asumieron un rol muy importante en tanto recursos que permitieron a los pobladores peticionar. En términos generales, las representaciones cobraron relevancia al poner de manifiesto los reclamos que refirieron a temas comunes: a los derechos de posesión a la tierra y casa, a la disponibilidad de recursos para el cultivo y labranza, al pago de real por gratificación de los servicios prestados a la corona, al otorgamiento de raciones diarias, a la eximición del pago de diezmos, entre otros asuntos de similar naturaleza, todo lo cual pone de manifiesto las condiciones de pobreza, precariedad económica y aislamiento en la que se encontraban subsumidos los primeros colonos.
Asimismo, de los documentos analizados, surge la imagen complementaria de una población que, a instancias de una Superintendencia, comenzó a articular su accionar de manera conjunta y a perfilarse como una “república arreglada”. Los pobladores, en el marco de un espacio originado como plaza militar, recurrieron de manera asidua a la representación colectiva y al ejercicio del derecho de petición puesto que fue una de las estrategias que tuvieron a disposición en su relación con la autoridad en los centros de decisión política. En efecto, al abrigo de la plaza militar y por fuera de los estatutos tradicionales de las repúblicas urbanas, se fue configurando una comunidad política en estrecha vinculación con la antigua noción de “república” como resultado de una aspiración compartida por los pobladores, que se encontraba sustentada en una matriz cultural en la que tanto el imaginario como las prácticas políticas eran las propias de la tradición jurisdiccional.
La documentación consultada, correspondiente al periodo 1781-1799, nos permitió comprobar que existieron instancias específicas a lo largo de las cuales la población local mostró una activa participación política. Los ejemplos analizados nos permiten indicar que, por vía de las representaciones colectivas, los miembros de la comunidad participaron en el gobierno de la justicia en pos de desplegar un ejercicio jurisdiccional localizado. Ello da cuenta del modo en que los pobladores en el contexto de carencia material rápidamente buscaron constituirse en una comunidad en términos políticos incorporando elementos con los que se identificaban, sobre todo, con el gobierno de justicia. Por otro lado, buscaron la mediación de apoderados que reunieron atributos y condiciones de representación –respondiendo a criterios y expectativas propias- para que intervinieran en nombre y en defensa de los intereses comunes de una comunidad, que se invocaba en términos de un cuerpo político.
De este modo, se ha podido advertir cómo dicha población supo desplegar instrumentos y estrategias como vías de acceso al poder o a la autoridad, en representación de beneficios mutuos de una comunidad integrante de la monarquía hispánica. Con relación a ello, interesa destacar que, la disposición a expresar sus reclamos ante instancias superiores con el propósito de hacer valer los derechos colectivos en términos de una república, se sustentó en una relación de los colonos con las autoridades basado en el pacto vasallático y en la justicia como buen gobierno.
Atendiendo al particular origen de Carmen de Patagones, en tanto se estructuró como “plaza militar” (1779) y como sede de “comandancia política militar” (1785), cobra relevancia su población, por cuanto ésta nació al abrigo de aquella, configurándose por fuera del espacio político propio del antiguo régimen, esto es, del estatuto jurídico de villas y ciudades dotadas de ayuntamiento.
Con el modelo de colonización de los borbones se desplegó una política de reformas políticas, administrativas y territoriales, y de renovada militarización que otorgaba prioridad a la creación de establecimientos y plazas militares. Bajo dicha lógica de gobierno, empero, las poblaciones nacidas de aquella prontamente se desenvolvieron como comunidades políticas asumiendo aspectos tradicionales de la cultura jurisdiccional. Tal como pudo observarse en el caso analizado, fue por vía de las peticiones, el acceso a la justicia a través de la representación de los alcaldes de pago, y por mediación de apoderados (a través de pobladores connotados y un agente letrado). Así es que, en el marco del pacto vasallático, y en conformidad a los derechos derivadas de él, los pobladores se reconocían a sí mismos como vecinos. Reafirmaron su vecindad en función de los modos en que se comportaron ante problemas considerados del común, asentados en el sustrato jurisdiccional tradicional y en los marcos de referencia que le eran propios.
A la luz de los avances historiográficos que revalorizan los espacios, poderes y actores locales, consideramos, sin lugar a duda, que las indagaciones y análisis que contemplan la configuración política de cuerpos territoriales más allá de las repúblicas municipales iluminan en torno a una comprensión más certera sobre la complejidad del orden de la monarquía hispana en los dominios americanos. Del mismo modo, nos permiten acercar al conocimiento de su integración en los procesos generales de alcance imperial, como así también, al modo en que dichos espacios y actores se insertan en el horizonte de transición hacia las transformaciones que se abren en la década revolucionaria.
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Notas
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