Dossier
Cuerpos frágiles y violentados, desigualdades de género y sociales. Buenos Aires y la campaña de comienzos del siglo XIX
Fragile and violated bodies, gender and social inequalities. Buenos Aires and the countryside at the beginning 19th century
Estudios del ISHIR
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
ISSN-e: 2250-4397
Periodicidad: Cuatrimestral
vol. 11, núm. 30, 2021
Recepción: 05 Junio 2021
Aprobación: 10 Julio 2021
Publicación: 30 Julio 2021
Resumen: En el presente trabajo se analizan dos expedientes judiciales de los albores del XIX, correspondiente a los Archivos de la Real Audiencia -específicamente los de la Justicia del Crimen de la ciudad de Buenos Aires y su hinterland-, que estaban bajo la competencia directa de los Alcaldes de la Santa Hermandad. El objetivo que se persigue es el de analizar, desde la perspectiva de la historia social de la justicia y la interseccionalidad de género, edad y rango social –en el marco de una sociedad con fuertes lazos comunitarios y de un supuesto “patriarcado de baja intensidad”– los episodios de violencias y abusos ejercidos por los varones sobre el cuerpo de las niñas. La extrema vulnerabilidad de las niñas llevó a que, en los casos estudiados, sus progenitores, especialmente, sus madres, denunciaran y desplegaran una serie de estrategias y acciones ante los funcionarios judiciales, buscando la reparación moral ante el daño ocasionado. Un abanico de cuestiones, que muestran los pormenores de estas prácticas judiciales, las situaciones de conflicto, el registro de emociones de quienes quedan involucrados, pero también la clara impronta de las desigualdades sociales y de género, en un contexto de transición política y cultural –que lejos está de ser lineal y marcadamente disruptiva- donde comienzan a circular los discursos de la modernidad en torno a la representaciones de la niñez y la configuración de la idea de la maternidad. Entre la serie de interrogantes e indicios que estas fuentes generan, se plantean una grilla de cuestiones como, hasta qué punto se evidenció un tratamiento especial de la niñez (de modo particular de las niñas) y qué aconteció respecto al proceder y los vínculos de sus progenitores, madres y padres, en esa realidad social. Se trata, en definitiva, de dar cuenta –una vez más– de las formas persistentes y diversas de dominación sobre las mujeres en un tiempo y espacio concreto.
Palabras clave: Niñas violadas, Maternidad, Paternidad, Justicia, Interseccionalidad.
Abstract: This paper analyses two judicial files from the early 19th century, corresponding to the archives of the Real Audiencia -specifically those de la Justicia del Crimen de Buenos Aires and its hinterland-, which were under the direct jurisdiction of the Alcalde de la Santa Hermandad. The objective is to analyse, from the perspective of the social history of justice and the intersectionality of gender, age and social rank - in the context of a society with strong community ties and a supposedly "low-intensity patriarchy" - the episodes of violence and abuse exercised by males over girls' bodies. The extreme vulnerability of the girls led, in the cases studied, their parents, especially their mothers, to denounce and deploy a series of strategies and actions before judicial officials, seeking moral reparation for the harm caused. A range of issues, which show the details of these judicial practices, the situations of conflict, the register of emotions of those involved, but also the clear imprint of social and gender inequalities, in a context of political and cultural transition –which is far from being linear and markedly disruptive– where the discourses of modernity begin to circulate around the representations of childhood and the configuration of the idea of motherhood. Among the series of questions and indications that these sources generate, a series of questions are raised, such as to what extent was there evidence of special treatment of children (particularly girls) and what happened with regard to the behaviour and ties of their parents, mothers and fathers, in this social reality. In short, it is a question of accounting –once again– for the persistent and diverse forms of domination over women in a specific time and space.
Keywords: Raped girls, Maternity, Paternity, Justice, Intersectionality.
Mas allá de los cuestionamientos y desacuerdos que se han planteado a la obra de Philipe Ariès (1960),1 respecto al surgimiento de la construcción social de la idea de infancia, se puede acordar que efectivamente se la ha observado tradicionalmente a través de la mediación de los adultos y muy rara vez de forma directa. Incluso cuando alguien escribe sus recuerdos de la infancia, lo hace desde la mediación de su propia mirada adulta. Una limitante que se hace más marcada en la medida que se retrocede en el tiempo. En esos casos la historia de la infancia resulta ser, como sostiene Beatriz Alcubierre, en realidad,
(…) una observación de observaciones, o sea, el análisis de las formas en que los adultos han mirado a los niños a través de la historia. Entonces, de lo que se habla es de una historia de las representaciones en torno a los niños y no estrictamente de una historia sobre la propia niñez, que de hecho constituye un objeto de estudio francamente escurridizo. Se parte de la idea del niño, no como un ente concreto “de carne y hueso”, sino como una construcción histórica que constituye el reflejo de todo un sistema de significados y referencias inmersos en un contexto cultural, religioso, social y político determinado (Alcubierre, 2018: 17).
De tal modo que, se trata de historizar las distintas representaciones que la sociedad ha generado en torno al mismo. La única forma de hacerlo es a través de los discursos, de las imágenes y de las estrategias que los adultos han empleado para introducirla en su mundo y que anteceden a toda práctica social relacionada con la infancia, determinados en todo momento por el contexto social, material y cultural en que se formulan. Si el foco de análisis se coloca en una realidad distante a las estudiadas por esa historiografía europea, más allá de compartir el espacio temporal, se vuelve a plantear el desafío de si nos acercamos desde las representaciones o las “observaciones observadas” o es factible apelar a alguna estrategia metodológica y a un tipo específico de fuentes para recuperar la “voz” de esa niñez. Esa inquietud se traslada cuando se pretende estudiar la presencia de la niñez en la ciudad de Buenos Aires y su campaña a lo largo de los siglos XVIII y XIX, en el marco de una transición de la sociedad colonial a la construcción de una legitimidad política independentista y republicana. A la hora de dar cuenta de esa presencia, surge una serie de interrogantes que no siempre encuentran respuestas satisfactorias. Las preguntas llevan a plantear ¿hasta qué punto pueden detectarse formas de tratamientos y consideraciones especiales hacia los niños y niñas en esas comunidades y en ese contexto? ¿Es posible detectar lazos de afectividad hacia esa niñez por parte de adultos? ¿Cómo se vivió la experiencia de ser niño/a en esa realidad social? En busca de respuestas posibles se consultaron distintas fuentes educativas y, en estos últimos tiempos, fundamentalmente los archivos judiciales que muestran una presencia más frecuente de lo pensado. Una serie de episodios donde -de manera preponderante- se revelan diversas y variadas formas de castigo, abuso de menores, sobre todo de niñas, aunque también de niños y adolescentes de ambos sexos.2 La recurrencia de las violencias sobre las niñas, no hace más que dar cuenta, una vez más, de la dominación patriarcal de las que fueron objeto las mujeres de aquella sociedad.
En ese sentido, resulta estimulante la propuesta de Rita Segato, al relacionar de modo directo la cuestión de género con la colonialidad, retomando la obra de Aníbal Quijano. Al cruce entre colonialidad, género, raza, género y ley que propone el autor peruano (Quijano, 1998), la antropóloga pone en diálogo la colonialidad con la cuestión jurídica y el género. Recupera los debates de las teóricas feministas para adherir a aquellas estudiosas que reconocen la existencia de las sociedades patriarcales, no como un producto de la modernidad, sino como un constructo social de larga duración. La diferencia entre los géneros que habría existido, tanto en las sociedades modernas como en las no modernas. Lo que seguirá argumentando es que, en todo caso, lo que habrá que distinguir es la intensidad de esa dominación patriarcal. Según entiende, en la sociedades no modernas –de fuertes lazos aldeanos- existiría una relación de complementariedad entre los unos y las otras. Se trataría, entonces, de una forma de “patriarcado de baja intensidad”. Con el advenimiento de la modernidad y la consecuente
“(…) transformación del dualismo, como variante de lo múltiple, en el binarismo del Uno –universal, canónico, “neutral” –y su otro –resto, sobra, anomalía, margen– pasan a clausurarse los tránsitos, la disponibilidad para la circulación entre las posiciones, que pasan a ser todas colonizadas por la lógica binaria. El género se ensaya, a la manera occidental, en la matriz heterosexual, y pasan a ser necesarios los Derechos de protección contra la homofobia y las políticas de promoción de la igualdad y la libertad sexual, como el matrimonio entre hombres y/o entre mujeres” (Segato, 2015: 93).
Ciertamente, hace varios años que el trabajo de la historiadora Gerda Lerner dio cuenta de que el patriarcado, la institucionalización del dominio sobre las mujeres, no es un hecho “natural” o biológico, sino el producto de un proceso histórico que tardó más de dos mil quinientos años en completarse. En ese sentido, su aporte ha sido inspirador para este trabajo porque, precisamente se aleja de visiones simplistas que presentan a la mujer como víctima de la violencia del hombre, para reconstruir desde los mismos orígenes de la civilización –y como una dinámica relacional varones y mujeres- esa institucionalización del dominio masculino sobre el universo feminino. Ahora bien, como advierte la autora,
(…) una de las tareas que supone un mayor desafío en la Historia de las mujeres es rastrear con precisión las diferentes formas y los modo en que aparece históricamente el patriarcado, los giros y los cambios en su estructura y en sus funciones, y las adaptaciones que realiza ante las presiones y las demandas femeninas (Lerner, 1999: 341).
Se trata, entonces, de aproximarse a lo que oportunamente señalara Nicholson (1992), cuando planteó la necesidad de avanzar en la construcción de una teoría que explique la opresión de las mujeres en su infinita variedad y monótona similitud. Como un primer paso en esa dirección, el presente artículo tiene como propósito analizar la violencia sexual de la que fueron víctimas las niñas, a partir del estudio de dos expedientes judiciales de los Archivos de la Real Audiencia, específicamente de la Justicia del Crimen de la ciudad de Buenos Aires y su hinterland, que estaban bajo la competencia directa de los alcaldes de la santa hermandad y que atendían cuestiones eminentemente locales y que datan del siglo XVIII y principios del XIX.3 Como plantea Vigarello, para el caso de la Francia del Antiguo Régimen, el juicio por violación involucra el posible consentimiento de la víctima. Los jueces clásicos solo dan fe del testimonio de una víctima si todos los signos físicos, los objetos rotos, las heridas visibles, los testimonios concordantes, permiten confirmar sus declaraciones. La ausencia de consentimiento de la mujer, las formas manifiestas de su voluntad solo existe en sus huellas materiales y sus indicios corporales (Vigarello, 1999: 9). En los casos que se analizan aquí, a pesar de la corta edad de las niñas que fueron víctimas de estupro, las autoridades judiciales buscaron la prueba de esa defloración. La violación es ante todo una trasgresión plenamente moral y en el derecho clásico -como explica el citado autor- queda asociada a los delitos contra las buenas costumbres y no a los delitos de sangre. Pertenece al universo del deseo y se aleja así de la violencia. No contempla el miedo, el pánico o la amenaza, tal como se advierte también en los expedientes analizados.4
Como afirma Farge, escribir sobre las violencias contra los cuerpos femeninos exige de vista el lugar de encuentro de las personas en distintos espacios, tanto públicos como privados, y el clivaje etario de las sexualidades (Celis Valderrama, 2018a).5 El cuerpo de la mujer es el locus de poder; es el espacio en donde se manifiestan las relaciones de dominación, subordinación y jerarquización que se dan al interior de una sociedad. El cuerpo es el lugar –simbólico y fáctico– por excelencia en donde se manifiestan las concepciones sociales, las desigualdades sociales, los conflictos y los controles represivos (Mannarelli, 1999: 22).
En el periodo estudiado, el resguardo de la intimidad no era una preocupación,6 la vida en comunidad, la reciprocidad así como los conflictos vecinales, eran una moneda corriente. Varones y mujeres, adultos y niños/as interactuaron pero también confrontaron. Producto de ese contacto cara a cara, en un asimétrico intercambio de fuerzas y violencias corporales, las mujeres llevaron la peor parte. Sin embargo, las jóvenes o adultas, a diferencia de las niñas, podían desplegar sistemas de defensa eficaces, aunque no siempre fueran capaces de desprenderse de su inferioridad (Farge, 2008: 165). En esa sociedad propensa al desborde y la transgresión, quedó expuesta de modo palmario la fragilidad de las niñas, pero también, puede advertirse de qué modo, las propias madres -subalternas en el contexto de ese mundo colonial y patriarcal- apelaron a la justicia buscando reparación por el daño ocasionado a sus hijas.
Según sostiene Elizabeth Badinter (1981), a fines del siglo XVIII para el caso de Francia, la imagen, función e importancia de la madre sufre un cambio radical. El sistema sexogenérico encuentra un nuevo ropaje en los modernos discursos médicos, pedagógicos, jurídicos, entre otros, para afianzar el mandato del amor maternal.7 Al tiempo que se conformó como ideal de convivencia doméstica el modelo de familiar nuclear, se consagra el “reino del Niño-Rey” como el más preciado de los bienes”. En ese contexto, el rol de la mujer devino necesariamente en su condición de madre configurándose – tal como afirma la autora- por primera vez el mito del instinto maternal. En un contexto de modernización económica –donde era necesario garantizar la reproducción de la fuerza de trabajo- y de modernización política -en la que se pasó de la condición de súbditos a ciudadanos-, más que reforzar el lugar del varón dentro de ese espacio doméstico fue nodal consagrar a la mujer en su rol de esposa y madre de futuros ciudadanos.
¿Pero qué sucede en un espacio rural, donde perviven fuertes lazos comunitarios y las prácticas de convivencia doméstica hacen más difuso ese modelo de familia nuclear moderna al que se refiere la citada autora? Atendiendo estas escenas sociales, vale preguntarse, cuando son las madres las que acuden a las autoridades judiciales en defensa de sus hijas, ¿se evidencia una maternidad en los términos de esa representación moderna que señala Badinter? ¿Apelaron a su condición de madres para reclamar resarcimiento? ¿Esas madres acudían a la justicia cuando la figura del padre aparecía ausente o desdibujada? ¿Existió una suerte de sensibilidad especial por parte de las autoridades y la comunidad en general ante el reclamo de las madres? Si trabajamos desde una perspectiva de género -estrictamente relacional-, también habrá que indagar sobre la presencia de los varones como victimarios, pero también como padres que asumieron la defensa de sus hijos o reclamaron por salvaguardar el honor de sus hijas. A partir de lo que se evidencia, ¿es posible detectar en ese contexto un patriarcado de baja densidad? O, en su defecto, ¿puede ponerse en tensión en función de los sujetos que quedan involcurados? Si supuestamente se está perfilando un tipo de maternidad moderna, ¿es factible advertir también un modelo de paternidad? ¿Qué sucede con la masculinidad en esa realidad social? Y, finalmente, algo que importa nodalmente en nuestra investigación, ¿en qué medida se hace presente la niñez en esas comunidades a partir de las denuncias? Y, si fue así, ¿qué distancias existieron respecto a la moderna representación de la infancia? Algunos de los interrogantes que surgen y que -solo de modo parcial y preliminar- podrán responderse gracias a los indicios que brindan las fuentes, a partir de un acercamiento desde la historia social de la justicia y la interseccionalidad de género.8 Esto permite aproximarnos a ese conjunto interactivo de representaciones correlacionadas que dan cuenta de una cultura jurídica por parte de los vecinos de la comunidad al tiempo que, se puede reconocer las formas de acción y de reparación ensayadas por los funcionarios de esa instancia judicial como un modo de asegurar el equilibrio moral, social y económico de la comunidad dada. Por su parte,
(…) el campo de los estudios de género y de la sexualidad en las sociedades hispanoamericanas (…) permitió revelar cómo las prácticas y los discursos jurídicos, además de estar determinados por concepciones relativas al sentido de ‘lo justo’, así como al status y la calidad, también estuvieron guiados por emociones, ideas, percepciones, conceptos y prejuicios basados tanto en las desigualdades entre los géneros como en la defensa de la heteronormatividad. El honor, las prácticas sexuales, los conflictos inter e intrafamiliares, la intervención de sujetos subalternizados por la raza, la condición socioeconómica o el género en las instancias judiciales, constituyen algunos de los observatorios que han permitido visualizar el recurso a dichas conceptualizaciones. Por la misma senda investigativa, también comienzan a detectarse intersticios jurídicos jurisdiccionales, contradicciones y fisuras abiertas en la producción normativa y en el desarrollo de procesos judiciales, en los que asoman otros modos de sentir, actuar, pensar y gobernar el género (Fernández, Molina y Moriconi, 2018: 126).
Para avanzar en este propósito, se presenta -en un primer apartado- de modo general, las características de la cultura y las prácticas jurídicas y los rasgos del escenario de la cartografía social en la que se desarrollaron los sucesos tratados en los expedientes. Para avanzar, en un segundo y tercer apartado, al tratamiento específico de los casos registrados en los expedientes de la Justicia del Crimen. Un análisis en que se ponen en diálogo los valiosos aportes efectuados desde el campo de la historia social de la justicia en relación con la perspectiva de género y los sugerentes enfoques que abordan la experiencia judicial desde las coordenadas de las pasiones, emociones y sentimientos.
Las prácticas jurídicas y el mundo social analizado
Como oportunamente analizó Prodi (2008), en la historia de la civilización cristiana occidental, a la hora de analizar la génesis del Estado de derecho y de la doctrina liberal, se asiste a un proceso de distinción –no necesariamente lineal- entre la idea del pecado, como desobediencia a la ley moral y el concepto de delito, como desobediencia a la ley positiva. Precisamente al adentrarnos en la práctica jurídica del siglo XVIII y principios del siglo XIX, se advierte la pervivencia y la hibridación entre la idea del pecado y la ofensa a Dios por las acciones contra la moral.
Por otra parte, como afirma Darío Barriera, la historia de la justicia, como práctica historiográfica, no se constituyó directamente alrededor del objeto: fue el resultado de una deriva de quienes inicialmente estaban interesados sobre todo por encontrar voces diferentes a las de la documentación oficial, genéricamente, aquellas de individuos de los sectores subalternos (Barriera, 2010).
Tal como se muestra en los casos que se estudian en el presente artículo, más allá de que transcurren entre los años 1811 y 1815, perdura una administración de la justicia propia de la dinámica colonial, en la que no existía un grupo especial de funcionarios. Esa “justicia colonial”, tal como ha mostrado una vasta producción, se caracteriza por el modo en que el Rey, las instituciones que por su delegación podían administrar justicia (desde consejos hasta cabildos, pasando por Reales Audiencias y obispados) y las autoridades revestidas de esa capacidad (virreyes, obispos, gobernadores, intendentes, subdelegados, comandantes militares, corregidores, alcaldes y todos sus auxiliares y tenientes) debían ejercer su jurisdicción en diferentes territorios (la ciudad, sus campañas, un corregimiento, un pueblo de indios...), sobre diferentes aspectos de la vida (o en diferentes situaciones) o sobre una población previamente categorizada y clasificada (étnicamente o por “fueros”, esto es, de acuerdo a privilegios asignados en función de pertenencias). Otra gama de oficiales seculares (visitadores, jueces de comisión, jueces especiales como los azogueros, los de minas o los de aguas) militares (comandantes de armas) o eclesiásticos (obispos, visitadores, inquisidores, vicarios y comisarios eclesiásticos) completaban esa densa trama de agentes con capacidad judicial (Moriconi, 2013).
Como explica la misma autora,
La cultura jurisdiccional, expresiva de la imbricación de este territorio en el orden jurídico político católico patriarcal de la Monarquía Hispánica, también se caracterizó por una justicia de jueces, mayoritariamente legos, y por la asidua concurrencia de las y los subalternos a la justicia. En este territorio meridional, diversos jueces con competencias jurisdiccionales seculares o eclesiásticas, especiales u ordinaria, convergieron en la resolución casuística de conflictos en unas comunidades en las cuales no había madurado la categoría de individuo como sujeto de derecho. La condición colonial agravó la desigual antropología jurídica que ordenaba el conjunto de mujeres y varones súbditos y vasallos de la monarquía, nutriendo los grupos humanos no alcanzados por la condición jurídica de persona. Esta condición, que suponía la capacidad de titularidad y ejercicio de derechos, se adquiría conforme a la posición social que entonces refería al status y calidad clasificados por la teología y la jurisprudencia (Moriconi, 2018: 229-230).
El lenguaje predominante de la justicia y la política en la sociedad colonial era cristiano, organicista y consensualista.9 Como explica Candiotti, desde los primeros días de la revolución en el Río de la Plata este lenguaje sufrió fuertes impugnaciones. Mientras se han analizado y enfatizado las impugnaciones estrictamente políticas al viejo orden, en el caso de la justicia y el derecho, se los ha considerado como espacios escasamente transformados por la revolución.
Los rasgos del proceso judicial que permiten afirmar la vigencia de esa justicia de jueces (no de leyes) y del pluralismo legal son numerosos. La justicia en Buenos Aires, antes y después de la revolución, funcionó como un laberinto de múltiples entradas. Confuso, pero potencialmente muy accesible para los litigantes. La compleja y frágil distinción de competencias judiciales continuó sin ser conocida al detalle por los habitantes rioplatenses y a veces tampoco por los oficiales legos a su cargo. Esa relativa flexibilidad en la determinación de las jurisdicciones presentaba también sus peligros (Candiotti, 2017: 38-39).
Los expedientes que se analizan en este trabajo dan cuenta de esa continuidad. Intervineron los jueces capitulares que formaban parte del Cabildo, o bien recibían el nombramiento de ese cuerpo. Eran los Alcaldes ordinarios de primer y segundo voto, de la santa hermandad, de aguas, los jueces naturales, etc.10 No se exigía que fueran letrados, eran cargos electivos, duraban un año y no podían ser reelegidos salvo con un intervalo de dos. No percibían sueldo por parte de la Corona, las partes del litigio debían abonar sus honorarios. Ejercían sus funciones en el ámbito local, con lo cual estaban imbricados en las preocupaciones políticas, religiosas y sociales, propias de la vida comunitaria de los pobladores, condicionando su independencia e imparcialidad. Los alcaldes de santa hermandad entendían en los llamados delitos de hermandad que se cometían fuera de la ciudad, en lugares despoblados. Salteamientos de caminos, muertes y heridas, incendios de campos, violación de mujeres, robos y hurtos y otros tipos de delitos, considerados como tales por las leyes de la época.
Al deshilvanar el complejo entramado de esos expedientes judiciales, en una primera lectura, se genera una suerte de conmoción, extrañeza y un interés por tratar de comprender las reglas de juego de una realidad ajena al orden social y moral de nuestro tiempo. Un encuentro con una extrañeza que, sin embargo, resulta atrapante y un desafío en tanto invita a develar y, de hecho, puede mostrar la cotidianeidad de la trama social y cultural de ese otro mundo desconocido. Se trata de episodios y situaciones que nos conducen a una otredad -como dirá Lorandi (2008)- a la que hay que comprender. El tipo de expedientes que aquí se analizan muestran a esos actores al ras del suelo, con conflictos de rango menor, donde pasiones y miserias privadas son expuestas llana y crudamente, dando cuenta de las asimetrías sociales de aquella sociedad. Como lo han indicado magistralmente Carlo Ginzburg (1981) y Natalie Zemon Davis (2013), la interpretación histórica basada en fuentes judiciales supone sortear las limitaciones que imponen estos documentos. En particular, sus investigaciones repararon en las disonancias entre lo oral y lo escrito interpuestas en la trascripción de las declaraciones formuladas en los estrados judiciales, la desigualdad simbólica que pautaba el encuentro entre quienes declaraban y quienes tomaban nota de sus dichos, tanto como en las lagunas documentales que dejaron los registros de los procesos judiciales y la posterior conformación de los archivos. Sus apuestas consistieron en formular preguntas adecuadas, priorizar la lectura exhaustiva de acotados documentos en lugar de acopiar gran cantidad de datos repetitivos, llevar a la superficie las acciones dichas en un segundo plano, apelar a las analogías y al uso del condicional cuando los datos disponibles no eran suficientes y procurar en otras fuentes las evidencias que en éstas no encontraban.
Ahora bien, cuáles eran los rasgos generales de la cartografía social en la que transcurren los episodios narrados en los expedientes seleccionados. En principio, desde el punto de vista demográfico, si bien no se cuenta con información precisa sobre la evolución de la población de la ciudad de Buenos Aires y su hinterland, para 1815 se contabilizó la presencia de unas 43.000 personas. A partir de la década del veinte, la población de la campaña superaba a la de la ciudad de Buenos Aires que le dio origen, alcanzando unas 57.000 personas y aglutinando aproximadamente al 7,8% del total de la población del territorio argentino. Superada las primeras décadas del siglo XIX, donde se observa una disminución en el ritmo de crecimiento demográfico, producto de las guerras de independencia y los enfrentamientos internos, se puede reconocer que su dinamismo fue producto del paulatino establecimiento de la población en una superficie territorial en continua expansión. La evolución de la población acompañó el avance de la frontera y el incremento extensivo del uso del espacio por la incorporación de tierras a la producción agropecuaria.
Los componentes del crecimiento demográfico, natalidad, mortalidad y migraciones determinan que, durante el siglo XVIII, ese incremento se debió al fuerte predominio de la inmigración –interna y externa- más que al crecimiento vegetativo. En las primeras décadas del siglo XIX, ambos componentes vegetativo y migratorio tuvieron una contribución similar (Massé, 2012: 143-172).
Por aquellos tiempos, los poblados de la campaña bonaerense no superaban la treintena. Eran pequeñas comunidades, que en los albores del siglo XIX, contaban entre entre 500 y 3000 habitantes. Con los rasgos propios de una demografía de antiguo régimen, se registraban altas tasas de mortandad infantil lo cual lleva a estimar –porque no se cuentan con datos fidedignos- que, en un pueblo de 1000 habitantes, apenas unos 100 estarían entre los 6 y los 12 años. En aquella cartografía social, fueron recurrentes las migraciones de hombres adultos de la región interior del país, qie se despalzaban por la geografía territorial atraídos por la demanda estacional de mano de obra que se producía con la cosecha estival. Cuando se deplazaban con todos los integrantes de la familia se transformaron en pobladores permanentes.
En una gran mayoría las familias de la ciudad de Buenos Aires y la campaña eran de tipo nucleares, compuestas por los padres y los hijos, y se sumaban los llamados “entenados”, o sea, los hijos de alguna pareja anterior de uno de los progenitores. Se incluía, en algunos casos, un “agregado” o huérfano que tenían una relación lejana con la familia. Como explica Garavaglia, el tipo de viviendas eran diferentes, según las posiciones socioeconómicas que ocupaban sus habitantes. Las casas de los chacareros y labradores, eran bastantes simples, hechas de adobe y paja. Estaban conformadas por la cocina, la sala-comedor, una o dos piezas adyacentes y la “ramada”.11 Los hacendados, por su parte, tenían casas más confortables. Grandes cocinas donde convivían peones y esclavos; techos de teja y paredes de ladrillos cocidos o de adobe; alguna reja de madera –excepcionalmente de hierro– adornaba dos o tres ventanas sin vidrios (Garavaglia, 1999b: 104-124).
Aquella fue una sociedad que se regió por la costumbre sustentada en normas implícitas, consensuadas entre las diferentes partes. Tal como se ha demostrado, en ese pasaje del mundo colonial al orden independentista -para el caso de la campaña bonaerense- se asistió a una constante tensión entre la ley y las prácticas sociales que regían.12
Ciertamente, el tránsito por las fojas de los expedientes judiciales que se analizan ponen a la luz estos rasgos de esta cartografía social y las prácticas y la cultura jurídica de quienes quedaron involucrados e involucradas en cada uno de los hechos relatados. Las voces dan cuenta de esa forma de vivir, de habitar el espacio y del conocimiento que tenían de las tramas de la justicia local.
“Una pobre infeliz (…) para defender el honor de mi hija”
El imaginario social de la época, las prácticas y la cultura jurídica y una variedad de experiencias sensibles de quienes intervienen -víctimas, victimarios, testigos y autoridades judiciales- se revela toda vez que se va reconstruyendo la trama de los sucesos denunciados. Los dichos y procedimientos revelan una fuerte carga emotiva, se busca justicia, se reclama justicia, se relata con crudeza y sin tapujos, no se escatiman adjetivos para denostar o para presentar lo sucedido. Esa fuerte carga emocional de los relatos, lleva a que no se utilice un aparato conceptual uniforme, no se toma partido por la definición de emoción, sentimiento o pasión, más bien se apela como estrategia metodológica a recuperar las propias expresiones de los sujetos sociales. Como supo explicar Antonio Hespanha (1997) “en el origen de cualquier acción se halla un sentimiento”. Existe un traspaso de experiencias, percepciones y sensaciones individuales (alegría, dolor, ansiedad, miedo, temor, fragilidad, vulnerabilidad, ira, impotencia, odio, desilusión, rabia, enojo ante la injuria, etc.), por un lado, y un discurso jurídico (mandar, otorgar, declarar, etc.) y, justicia, por el otro.13 Al decir de Sara Ahmed (2014), se trata de rescatar la importancia de una “zona de contacto” entre el sujeto y otros individuos. Zona entendida como esas diversas emociones, de modo que lo que circula entre los individuos es el objeto de la emoción más que la emoción misma.
Sin lugar a dudas, el encuentro con un expediente donde quienes son víctimas de abusos, mal trato o castigo, son niñas es una experiencia sensible, permeada seguramente, por la afectividad que contemporáneamente volcamos sobre la idea de la infancia. El recorte temático devela una postura y una emotividad de quien escribe, pero la conmoción debe ser morigerada ante las particularidades del universo donde se recorta el análisis y los indicios que las propias fuentes demuestran. El otro desafío es el de mostrar hasta qué punto, los hechos de violencia y abusos sobre las más vulnerables, impactaron a quienes se involucraron, a la comunidad y a las autoridades judiciales de aquel entonces. Cuando fueron denunciados, seguramente en menor medida de lo que acontecía, se buscaron medios de reparación para quienes acudieron a denuciar. Una clara expresión de esa “justicia negociada” con la que se pretendía recuperar cierta armonía en la comunidad.
Distintos ingredientes se ponen a la luz cuando se reconstruyen los procedimientos de la administración de justicia, hasta los conflictos entre las autoridades intervinientes, tal como se muestra en el caso donde se denuncia el estupro sexual14 que sufrió una niña atravesada por una doble condición de subalternidad: su edad y su pobreza. El expediente es confuso, denso en información, abigarrado, con idas y vueltas entre las distintas autoridades intervinientes que ejercen la función de justicia. Una confusa superposición de registro de testimonios que confunden a la hora de hilar el entramado y la secuencia de lo acontecido.
Todo comenzó, cuando el 11 de diciembre de 1811, Gerónima Reynoso denunció, ante la inmediata autoridad competente, el comandante Francisco Gutiérrez del fortín de San Claudio de Areco, lo acaecido a su pequeña hija de ocho años. Según declaró, María Severina Gómez había ido a juntar unas leñitas cuando en las inmediaciones de aquella guardia, Juan Antonio Coll acompañado por Dionisio Ardiles, la interceptó y tras darle varios golpes, abrió sus piernas pronunciando palabras insolentes y dejándola inconsciente por la contundencia de los golpes que le propinó. Como continuó exponiendo, tras la llegada de tres jinetes, la dejaron seriamente lastimada y violada.15
El vecino Antonio Gómez, padre de la niña, en un primer testimonio, declaró que la pequeña se había resistido una y otra vez y que, el tal Ardiles, no había intervenido. En su testimonio, Dionisio Ardiles, de quien calculaban tenía entre nueve y diez años de edad, contó que llegaron donde estaban María Severina, acompañada por una tal Valentina, y vio como la
ofendida y como el tal Coll se bajó del caballo que la tendió en el suelo y que le abrió las piernas”, que la muchacha se defendia y el “hombre” la retenia a golpes y a patadas. Que al venir tres jinetes huyeron y la dejaron y adujo no haber visto nada más, firmando uno de los testigos por él puesto que no sabía firmar.16
Por su parte, la pequeña Valentina Reynoso relató que estaban recogiendo bosta, como a unas ocho cuadras de su casa, cuando vio como Coll le levantó las polleras. Desgarradoramente María, según su compañera, pedia por Dios y la Virgen que la dejase y que, el tal Coll, le decía
abri las piernas gran puta pegándole barios golpes y bregando con ella asta acer su echo y alber benir tres ginetes anci ellos estaban dispararon y se fueron de gando a la muchacha casi ynmobil como seberifico a su llegada.17
En su segunda declaración, Antonio Gómez, reitera el relato, agregando más detalles del ataque que sufrió María Severina, quien habría recibido fuertes golpes y que Coll le decía “abri las piernas gran puta que te quiero coger y viendo se resistia le dio tantos los golpes que la dejó sin sentido y que la niña ya no se acuerda de mas”.18
El expediente continúa, a partir de la inciativa del comandante de tomar testimonio a las “peritas” Doña Flora Galanza y Doña Juana Cordoba, que por orden de aquel, examinaron el cuerpo de la ofendida “para que juren y de claren del reconocimiento que ubiesen echo ala dicha Seberina Gomez”. Flora Galaza declara que la niña “estaba violada y que se alla sin subirginidad”, para continuar diciendo que, “al primer registro que le yco que le allo en el labio de la vagina estava echando saliendo sangre y que sus partes de adentro estava toda morietada y machucada y que toda estava toda lena de cardenales”. Cuando se le pregunta la edad dice que tiene cinquenta años y que es cristiana. Por su parte, Juana Cordoba “dice que estababiolada yadentro de sus partes como que esta lastimada que toda se allava llena de cardenales toda moretoneada y que se infiere quera de los golpes”.19 Dijo tener 40 y “tantos años que es cristiana”. Por aquellos tiempos, no se acudia a un médico para examinar el tipo de lesiones que presentaba la “ofendida” niña, no solo porque su presencia sería más que excepcional en la campaña sino también, porque eran precisamente las mujeres –y mayores- las depositarias de un saber que, la profesionalización de la medicina a lo largo del siglo XIX, les arrebatará.20
Lo reconstruido hasta aquí del expediente se vuelve revelador porque, en cierto modo, nos acerca a las formas de vivir la niñez en el contexto de la campaña bonaerense de aquellos tiempos. En principio, quienes quedaron involucrados son menores,21 más allá de que se hable de muchachos, muchachas y hasta que, en un pasaje, se refieran a Coll como el “hombre”. La violencia de los hechos que se relatan, si bien claramente llevan a la denuncia, tampoco parecen ser tan extraños en un medio donde la interacción entre los sujetos sociales está mediada por circunstancias de roce y contacto físico, donde la fuerza parece tener un componente singular. A su vez, otra circunstancia que se revela es el grado de circulación espacial que esos niños y niñas tenían dentro de su pueblo, deambulan por las calles, participaban de riñas y estaban integrados a las actividades laborales y, salvo Coll -como surge del expediente-, ninguno está alfabetizado. La escolarización no era una realidad presente por aquellos tiempos. Por el modo en que se comportan, se mueven, actúan y el tipo de lenguaje que se transcribe en el expediente, más que niños y niñas, se asemejan a la condición de adultos/as pequeños/as, al decir de Philipe Ariès. Su edad y rango social signan la experiencia de vida de estos menores y, de modo muy singular, la de la pequeña María Severina. Esa doble subalternidad puede ser pensada desde la interseccionalidad sexogenérica, etaria y social.
El expediente fue remitido por el comandante Fransisco Gutiérrez, al comandante de la frontera de Luján Don Manuel Martínez para que arrestara a los acusados. Sin embargo, a pesar de las pruebas y testimonios que se recogieron, decidió poner en libertad a Coll y Ardiles. Aquella decisión generó la reacción de Jerónima que apela, en nombre de la justicia y el honor de su hija, ante el alcalde de la santa hermandad de la ciudad de Buenos Aires.22 Los argumentos de la madre son contundentes. Se refiere a su condición de inferioridad por ser una “pobre infeliz”, y que buscaba “defender el honor de su hija” que fue “vituperada” ante la indiferencia del comandante Martínez. Es factible que, la condición de pobreza a la que se alega, más que ser claramente una indicación de la situación socio-económica de la familia, fuera parte del recurso utilizado en el marco del litigio a los efectos de obtener una compensación económica. De todos modos, el propio alcalde de segundo voto dispuso que la madre fuera asesorada de oficio un abogado de pobres. El reclamo de la subalterna quedó registrado en el sumario en marzo de 1812:
(…) una pobre infeliz y que tal vez creería no habia de seguir la instancia para defender el honor de mi hija”. Que después de dejar en libertad a los reos, no quiso admitir que su hija estaba enferma. Qué despues de “vituperarla, de responderme, y echarme para no querer acudir aloque el havia dispuesto, poner en libertad a los reos. Qu ante tan grande injusticia se vio en la obligación de abandonar mi rancho y toda mi pobreza. Que está en esta capítal con su marido y sus hijos desde hace dos meses sujeta aloque la caridad de otros tan pobres como yo. Que solicita V.E saber sillebada de la pasión no conozco es yn justa mi solicitud, y si fuere justa, suplique a V.E se digne la integridad y esta justificación de V.E mandar (si asi para allarse por conveniente) se prendan a los referidos reos por el mismo comandante Don Manuel Martinez que los puso en libertad y sean remitidos aesta capital con la correspondiente sumaria, y esta, echa con la formalidades que corresponden para que de modo pueda V.E ensuvista probeer lo que fuese justicia, como igulmente seme preguntados los daños y perjuicios quesemehan originado, y seme pueden originar, que asi lo espero de la conocida piedad de V.E aquien Dios Nuestro Señor guarde subida muchos años.23
Una voz, la de la madre, seguramente mediada por el asesoramiento y cierto conocimiento de la cultura jurídica, busca una reparación por los “daños y perjuicios” que se le habían originado a su pequeña y a toda su familia. Da cuenta de un repertorio de acciones y de emociones. Habla de la reparación del honor de su hija y de la injusticia de la que ha sido víctima, que la llevó a abandonar su lugar para apelar a la instancia judicial que la conduce a la competencia del alcalde de la santa hermandad de la ciudad de Buenos Aires. Fue una madre, Jerónima, la que buscó preservar la reputación sexual de su hija y cuidar el honor de su familia. Aquella mujer, que alegó su condición de pobre madre, apeló a la herramienta discursiva del honor para reclamar justicia.
Tal como se ha analizado, el honor dictó un código de conducta particular para la época que se reflejó en la sexualidad. Como sostiene Valdivia del Río,
En el caso de los hombres, éste se manifestaba en el valor moral del individuo y en la reputación, elemento que otorgaba significado a su masculinidad. Debían velar por la ‘pureza sexual’ de las mujeres, que consistía en la castidad de las mujeres solteras hasta el matrimonio, y la exclusividad sexual de las mujeres casadas. En el caso de las mujeres, el honor se basaba en su conducta y honor sexual. La dimensión pública del honor se manifestó aproximadamente en el siglo XVIII, donde el honor era sinónimo de status y prestigio social. Este cambio complejizó las relaciones sociales y acentuó las diferencias sociales al cruzarlo con elementos como clase, etnicidad y género. La protección de la reputación social estuvo ligada entonces a la reputación sexual femenina, reputación que cuidaba el honor de una familia e, incluso, el de una sociedad. Las desigualdades sociales se acentuaron cuando las élites utilizaron el honor (en tanto virtud) como un concepto de diferenciación social, aunque los grupos subalternos subvirtieron el sistema colonial utilizando dicho elemento (Valdivia del Río, 2008: 258).
Espacio privilegiado del honor, pero también del deshonor, en el caso de la sexualidad femenina, estaba públicamente regida por códigos de carácter privado. 24 “La normatividad sexual era regulada por el pater familias (autoridad sobre las mujeres de la familia y que cuidaba el código de honor) y por los amos (por el derecho de propiedad sobre las mujeres esclavas)” (Valdivia del Río, 2008: 259). Como argumenta Chambers, ese código de honor otorgaba un lugar (ciertamente desigual) a un gran segmento de la población y, al mismo tiempo, los lineamientos para una coexistencia relativamente pacífica.25
Pero, más allá de esos códigos de honor, de las normas implícitas y explícitas para regular las relaciones humanas, en el espacio que se estudia, el comportamiento sexual en muchos casos distó de la norma y se presentó en toda la amplitud de sus posibilidades. Amplitud de posibilidades que permitió, incluso, que Jerónima asumiera –más allá de que hay un padre que da testimonio de la ofensa sobre el cuerpo de su hija- esa autoridad para defender el honor de su familia.
Siguiendo con el caso que nos ocupa, el expediente continúa con la notificación a Manuel Martínez para que proceda a poner en prisión a los acusados y para que remita el sumario a la Capital. Los testimonios que registra el comandante de Areco, llevan al comienzo del expediente que envía al alcalde el Teniente General Manuel Martínez Benítez de la frontera de Luján. En su defensa, Martínez alude un supuesto “mal formado del sumario” del Sargento Comandante del fortin de Areco Francisco Guitérrez, en el que manifestaba taxativamente que, Juan Antonio Coll, habia violado a una hija de Antonio Gómez, pero sin fundamento. Seguía aduciendo que en el expediente que recibió no se especificaba la edad de los involucrados, por lo cual “no ha querido declarar la maleza y que nombró como escribano para que actue en dicha diligencia al Sargento Retirado Ignacio Quintana”.26 Hizo comparecer a un tal Guillermo López que acompañaba a Coll y a Ardiles el día de los hechos a quien se le preguntó:
(…) que edad tenia si se encontraba o conocía lo que guardaba el alma el pecado de jurar en falso dijo: que tenia quinze años y quese confesaba que reflexionaba que el juramento espara no decir mentira. Declara que conoce a Juan Antonio Coll y que sabía estaba preso por golpear a Seberina Gómez. Que estaba en la inmediaciones y vio lo que sucedió con la niña, que la tiró y le pegaba de moquetes, levantándole las polleras y le pegaba unas palmadas en las nalgas, y queriéndose volver a levantar la amenazaba que no avisto otro movimiento pues el se mantuvo alto hasta que la dejo queno sabe que palabras tubieron pues como yatienedicho se hallaba separado deellos. Dijo: queno ha visto mas demostración desonestas que esa de levantarle las polleras y pegando a palmadas enlas nalgas y habrirle las piernas y pegarle a patadas diciéndoles vengan a coger deesta mierda. Preguntado que como ahora dice que Coll no haefectuado con severina quando ensuprimera declaración dize que estuvo bregando con ella hasta hacerse su echo dijo: quesi hay ensu declaración algunas palabra que diga de que coll havia violado a severina dice que n.o es dicho por el y que jamas a pronunciado semejante especie (…).27
Más adelante, en un tramo muy confuso por el estado del expediente y la dificultad para su lectura, se asienta lo declarado por la víctima María Severina, quien entre otras cuestiones habría relatado:
Que Coll se había dicho a Dionisio que las atrajera y agarrara las riendas interin el se apeaba lo ejecuto asi, y bajándose Coll de su caballo fue la tomo dela cintura y la bajo y echándola en el suelo se empezó a pegarpor la cabeza y por todas las partes diciéndole grandísima puta y havriendole las piernas les decía a los otros vengan a coger esta puta y como le pego tanto que no supo mas nada a lo que podía haver pasado. Preguntado si vido que Juan Antonio Coll se echase sobre ella y huviese alguna demostración de sonesta como para ejecutar dijo: que ella no sentió quese echase sobre ella y que no se acordava de nada, lo que si sabe es que como tenia el cuero lleno de bosta no le dejo mas que un poquito. Preguntado quantas quadras del pueblito le sucedió lo que cuenta y como bolbio asu casa dijo: que estaba muy cerca del pueblito pues no se veian todas las casas bien y que ella se volvió asu casa montada a caballo con la otra muchachilla que venia con ella. Preguntada si le salía sangre delas narices o alguna otra parte dijo: que le salía sangre de las narizes, y lo que tosio también le salía dela boca pero que de ninguna otra parte tubo novedad. Preguntada si algunas mugeres u hombres le han aconsejado que diga que Juan Antonio Coll le había quitado su honra dijo: que no se le aconsajado cosa alguna.Preguntada si alguna muger le havia reconocido las partes impuras y que operaciones hicieron en ella dijo: que una tal Doña Flora y Juana Cordova la reconocieron laspartes impuras y que estas dijeron que estaba lastimada adentro pero que ella no havia hechado sangre y para que conste por diligencia lo firmo dicho señor que yo el Referido escribano doy fee.28
El menor Dionisio Ardiles, acompañante de Coll, en un nuevo testimonio expuso que, los motivos por los cuales éste se habría “incomodado”, fue debido a que Severina
los empezó aputear coneste motibo le dijo Coll al declarante la atase y le agarrase delas riendas, y hasiendolo asi verificando se aproximo Coll, y bajándola del caballo la tiró entierra y le empezó a dar de patadas levantándole las polleras y havriendole las piernas le pegaba en el culo acuyo tiempo venían tres (…) monto Coll en su caballo conel declarante y tiraron para el pueblito.
Cuando se le preguntó si se habría hecho sobre la niña atacada “otra demostración desonesta enaquel tiempo que estuvo con el y la estaba castigando” dijo: “queno avisto nada” y que no estaba muy “estropeada”, porque se retiro hasta su casa caminando y que luego la vió que que iba a caballo con la otra muchacha para el pueblito. Se le preguntó la distancia que tenía para llegar a su casa la niña, y dijo siete u ocho cuadras. Y, finalmente, cuando se le interroga si sabe que el padre de Coll ha castigado a su hijo por este atentado dijo que “no ha tenido conocimiento ninguno”.29
En las fojas siguientes encontramos el testimonio del acusado por primera vez. Juan Antonio declaró que tenía trece para catorce años, que nació en San Antonio de Areco, que era católico Apostólico Romano y que, “su exercicio es de estar empleado a prender a leer y a rezar la doctrina que es lo único en que su padre lo exercita”. Cuando se le pregunta por qué causa lo trajeron preso desde la frontera dijo: “que havia sabido que por haver pegado unos golpes a María Severina Gomez debido a que:
hallándose el que declara con Dionisio Ardiles, su hermano Lorenzo, con Guillermo Lopez y su hermano Manuel Beloguein le dijo Dionisio alque declara allaba anquelals muchachas voy atajarlas y a lugar() con este movimiento ensu caballo y lo siguieron; quando llego el declarante adonde estaban Dionisio conlas muchachas vido que el tal Dionisio las havia volcado el cuero de la bosta que llevaba t diciendo el declarante a Severina Gomez quese apease a juntar su bosta le dijo que no quería que sela juntase ella acuya respuesta lereplico Severina Gomez conla expresión de que le recogieran que era un hijo deuna gran puta, se apeo de su caballo y se arrimo a ella y bajando la tiró en el suelo y le abrió las piernas diciéndoles a los demás compañeros la cojan, y como quisiese levantase le pego una patada, una palmadas oncomodado por la exprese le havia dicho, y luego las dejó, porque vio venir tres jientes.
(…) que es verdad que le levanto las polleras pero que fue para vengarse dela palabra ofensiva que le havia dicho que el jamas pensó en ofenderla ni menos lo ejecutó como lo direan los demás compañeros pues sila muchacha no lo huviese agraviado el no se huviese metido con ella, que no tiene mas que añadri y que lo dicho es la verdad a cargo del juramento que tiene hecho aunque se afirmo y ratifico co- leído que le fue esta su declaración y dijo ser dela edad que arribase expresa, y por no saber escribir hizo una señal de cruz y el presente escribano.30
Se le volvió también a tomar declaración a Velentina Reynoso, acompañante de María Severina, quien no sabía que edad tenía. Preguntada su madre, dijo que tendría de seis a siete años. Como no tenía suficentes conocimiento de la religión, se le pregunto sin tomarle juramento en su nombre. La niñita volvió a relatar los hechos y al preguntarle si hubo alguna demostración deshonesta en el Coll o si reparó que la víctima “echase sangre por las narizes, o por otra parte” dijo:
que lo vido echar pero no le a hecho cosa ninguna quesi vio que le salio unpoco de sangre delas narizes ydela boca pero que de ninguna otra parte vido le saliese. Preguntado que como dice que Coll no á ejecutado conseverina quanso la declaración queda ante el comandante del fortin de Areco, dize que bregó Coll con Severina hasta logró suintento dijo: que ella no a dicho semejante cosa pues sta cuenta que nole hizo nada pues nunca sedespego desulado por que la otra sela pedia.31
Difícilmente se puede pensar que una niña pequeña comprendiera hasta qué punto se concretó o no la violación de María Severina. Como se ha dicho, estas “voces” llegan mediadas por quienes toman la declaración –una práctica en la que estos legos no necesariamente tenían una experiencia previa, más allá de sus conocimientos sobre algunos componentes de la cultura jurídica- por lo cual no podemos saber si la situación de asimetría y de temor a la que fue expuesta la niñita no influyó a modificar su testimonio. Y, aún más, hasta qué punto se desdice de lo que anteriormente declaró. Como sea, la crudeza del relato y de lo preguntado a los y las menores involucradas, denotan una suerte de ausencia de afectividad o empatía con la condición etaria de las involucradas por parte del comandante Martínez. No parece ser lo mismo a la hora de buscar un atenuante para el “niño” que agredió. A partir de allí, su excusa y justificación por la cual dejó libre a los acusados se refiere nuevamente al estado del expediente remitido por Gutiérrrez, como un “desconcertado sumario”. A partir de todos esos testimonios concluyó que no había existido
tal estrupo y solo una travesura que suele suceder entre una relación de niños por lo qual y por contemplar que la información remitida por el Sargento Francisco Guitierrez Comandante del Fortin de Areco es apuesta lamayor parte della sobre el principal delito dela violencia dispuso dicho Señor sele entregase a su padre a Juan Antonio Coll para que este lo reprehendase, y lo castigase por el atrevimiento agolpear a otros niños a pesar de que si lo verifico fue el haverle parecido mal quedan advertido al mismo tiempo el referido padre que Juan Antonio Coll, que supuesto el derramen de sangre que tubo de narizes y pecho pudiese estar lastimada era de cuidado que el pagar su curación, y el de corregir al niño, de cuia providencia mando el expresado Señor Comandante sele pasase al Sargento Francisco Gutierrez eloficio que á continuación se inserta.32
No solo ampara su decisión en el sumario que recibió, donde argumenta que se advierte sobre la falsedad de la acusación, sino que justifica la supuesta agresión de golpes de Coll, debido a las palabras ofensivas que le propinó la niña. Del incidente, Martínez da credibilidad al testimonio del menor -educado en la religión- e hijo de un vecino reconocido del pueblo. Los aditamentos de la pertenencia social, la supuesta educación relgiosa, y la preeminencia de su padre en el pueblo inclinan su toma de decisión. Incluso advierte severamente al remitir el sumario:
(…) esas falsas Mugeres nombradas parteras que si sucediese otra ocasión el que seles encontrase en un juramento falso como este serán castigadas con la pena dela Ley, y lo mismo, le provengo a V.M por poner en el sumario especies que no declaran los declarantes como sucede en el presente caso; teniendo entendido que pronto pondré remedio a sus excesos. Tambien advierto a V.M que tengo entregado al padre de Juan Antonio Coll, a su hijo y a Dionisio Ardiles para que como padres castigasen las travesuras de sus hijos quedando advertido el dicho Padre a Juan Antonio Coll que debe ser a su cuidado el reparo de la salud de la niña de los golpes recibidos que es el delito comprobado quedando en mi por dar ambas informaciones para los fines que resulten.33
El comandante del Fortín de Luján -en su enconada defensa de su actuación- informa que, en su desempeño al mando de la frontera, aspiró a que se castiguen los delitos justificados, celando sobre sus subalternos que, en materia de justicia, “se opere sin pasión”. Una conducta que, según aduce, nunca pudo conseguir del comandante del fortín de Areco, por lo cual continuamente lo reprendió por los excesos que cometia en el pueblo. Eso lo llevó a presentar a sus superiores la necesidad de separarlo de su cargo, que así se lo ordenaron. Una supuesta impronta conspirativa le hizo suponer que, esas situaciones, llevaron a revivir la causa de Juan Antonio Coll y Dionisio Ardiles”. Una causa en la que, los acusados eran “unos chiquillos no capazes de semejante hecho”. Habría sido por esos procederes que hizo declarar nuevamente a todos los que Gutiérrez había informado en su sumario, develando que “no a existido semejante estupro”. Finalmente, sus dichos fueron en contra de Gerónima Reynoso, señalando que, “no es a la mejor conducta pues yalos é desterrado por su mal proceder y esta aconsejado a levatado esta injusta calumnia”. No obstante, manifestó que, si hubiera existido
dolosidad alguna no fuese suficiente para satisfacer al juzgado de V.S con su segundo acoso dispondré la aprensión de los muchachos y remitirlos a su disposición pues bien claro se be por mi información no haver habido semejante estupro y silo si travesuras de muchachos que no merezen mas castigo que sus Padres los castiguen como lo mandé con lo que satisfago al oficio de V.s en fecha del corriente que recibió ayer.34
El descargo de Martínez es revelador. Exhibe sin moderaciones el conficto que mantenía con el comandante de Areco, algo seguramente usual en esa superposición de funciones en la administración de justicia. Es posible que, de no haber mediado esta situación, el expediente y el reclamo de Gerónima no hubiera llegado al alcalde de la santa hermandad de la Capital. Muestra también la disparidad de criterios a la hora de dictaminar de ambos funcionarios y, ciertamente, cómo la influencia del padre del acusado pesó en la liberación de su hijo en el caso de Martínez. No es extraño que, según expuso, finalmente la que promoviera la injusta calumnia era la propia Gerónima de mala conducta, lo cual, por otra parte, explicaría el mal proceder de la niña que provocó con su ofensivo insulto la reacción de Coll.
Pero también, sus argumentos comunican una suerte de hibridación a la hora de presentar y de tratar a los menores. Se refiere, con la intención de menguar lo acontecido, como “travesuras de muchachos”, que eran “unos chiquillos” para acometer semejante hecho. Sin embargo, las niñas -a pesar de su corta edad y del amedrantamiento al que fueron expuestas a lo largo del proceso- podían fabular o llegar a confundir con su relato lo que habría acaecido. Hasta las parteras fueron intimidadas por supuestamente declarar una violación que nunca habría sucedido. Todos habían falseado sus testimonios cometiendo un acto pecaminoso. La única veracidad estaba en las palabras del menor Coll y en la respetabilidad de la autoridad de su padre como el indicado para rectificar la conducta de su hijo.
Tan pensados fueron los argumentos que esgrime Martínez en defensa de su actuación que, deja el lugar para que se pueda rectificar lo que dictaminó, en caso de que se mostrara evidencia alguna del estupro. Un mal expediente, una suerte de conspiración de un subalterno, en todo caso, explicarían su error.
Como sea, el expediente llegó finalmente al Alcalde de Segundo Voto en Buenos Aires el 28 de febrero de 1812, pues el fortín de San Claudio de Areco estaba bajo su competencia jurisdiccional. Allí se presenta la apelación de Geronima Reynoso, ante lo cual ordena que se lleve al acusado Coll hacia la ciudad y que su padre, Don Juan Antonio Coll, se apersonara junto a su hijo. A partir de allí, comienza el descargo del progenitor. En su declaración el vecino del Fortin de Areco sostiene que ya está bastante purgado el delito cometido contra la muchacha. A la prisión que sufrió su hijo tanto en el Fortín de Areco, como en la guardia de Luján, se le sumaba el severo castigo que le propinó dándole azotes, “como hijo menor existente bajo mi patria potestad”35 por lo cual estimaba había que
declararle absuelto de toda responsabilidad, y que puede regresarme con el libremente, ami vencindario: pues todo es de hacer justicia. No tiene lugar el crimen atribuido ami hijo en rrason de estupro, y muchno menos si se considera involuntaria por la fuerte rresistencia que hacia la pasienta. Solo demanda tal prosedimiento una espesie de fealdad moral contra mi hijo, por haverle levantado la pollera, y dándole de palmadas en las nalgas profiriendo las palabras obsenas de puta, y embiando al Dionicio para que cooperara con ella, pero este ciertamente esta bastante castigado (…) pues protesto con verdad que a pesar de veer lo acaesido, estoy sorprehendido de su execusion, por que todo aquel vecindario me hara justicia diciendo agritos, y que uno aseguro lo contrario del a buena crianza, y cristiana educasion que doy a mi familia no siendo suave, ni indulgente en castigar infinitamente menores exesos quie en ella advierta y si por mi desgrasia este hijo ha cometido el excesos que decantan los autos, y produsido con obsenidad, puede el juzgado estar persuadido que siempre he estado muy distante del menor disimulo, y que no es por falta de buena educasion y corresion (…). Protestando con verdad que en la presente se la he dado atado de las manos en cantidad de cerca de sinquenta azotes, que no los lleva tan crueles un homisida condenado a esta pena extraordinaria en cuya virtud.36
Al comienzo de este escrito, se hizo referencia al presupuesto de Rita Segato cuando entiende que, en torno a esas sociedades no modernas, donde prima una forma de convivencia aldeana -en el caso que trabajamos aquí claramente priman esas relaciones comunitarias- existiría una suerte de complementariedad entre los géneros y un “patriarcado de baja densidad”. Lo que ese expdiente devela es que, la figura de Don Juan Antonio Coll, no parece tener esa condición por lo menos en “su” lugar. Su impronta en el pueblo, sus dichos, lo muestran como una figura que hace demostración de su fortaleza, no solo por su presencia en el “vecindario” lo cual mostraría la “buena crianza y cristiana educación” que daba a su hijo, por la autoridad que le confiere Martínez para propinarle un castigo ejemplar con el que pudiera rectificar el comportamiento de su hijo sino también, por el tono en el que se refiere al accionar del comandante Gutiérrez, al señalar el “desmedido empeño” de su actuación:
acriminando el procedimiento de mi hijo en un modo, que ni los deponentes contestaron en el acto de las declaraciones; ni era presumible que por las sincuinstancias particulares que huvieron en aquel acto huviese podido efectuase la violación, o estupro que tanto ha decatando el Comandante Guitierrez, ni tampoco condecía su verificativo con las edad de el autor, ni menos de la pasiente.37
La figura de la dominación patriarcal, en sus diversas intensidades, habrá que remitirla y ponerla en tensión con contextos concretos, en un recorte micro de la realidad social que nos acerque a la interacción cara a cara. Con esos rostros más inmediato y cotidianos de dominación y de poder del patriarcado del que fueron víctimas las mujeres. Para Gerónima y su hija, la referencia concreta de la dominación social que ejercieron los varones pasaba por sus referencias próximas. En este caso, Coll, seguramente fue percibido como un exponente de una dominación que las convirtió en víctimas.
Claro está que fue diferente si vemos la desdibujada figura del padre de la víctima, Antonio Gómez. Fue Gerónima Reynoso que declaró ante el alcalde que hacía cinco meses residía en la capital, la que reclamó que Don Juan Coll que
mehade satisfacer (como tengo pedido) todos los gastos y perjuicios que seme han originado desde la primitiba de mi traslasion aesta ciudad con mi marido y tres hijos ochenta pesos por los del abogado según la tazacion, porlo que pudiera haber adquirido con mi trabajo, cincuenta pero por el de mi marido quarenta pesos, y por lo que respecta el estupro que mi hija resibio por Juan Antonio Coll quela atribuio de V.S con concepto asus facultades, y a (…) a lo que las leyes previenen, que no separandonse deste punto desde luego me conformo (…).38
Tal vez porque también fuera poco “honroso” para un desacreditado varón, como era la situación de Antonio, exponerse a una negociación donde se resarciera económicamente a su familia.39 Exponer la pobreza que sufrían era también exponer la debilidad de su masculinidad para hacerse cargo de la manutención de su mujer y su prole. No podía exponerse a lo que tuvo que soportar Gerónima cuando Don Juan Coll, sostuvo que,
(…) esta mujer ciertamente se ha figurado haser negosio conmigo (…) Sin que yo tenga nada que abonar a la Reynoso, pues solo puediera pedir los gastos de medico y demás de la enfermedad, que huviese padesido de resultar del procedimiento: pero como no estuvo enferma ni siquera un minuto por que de hantes resulta que la sangre que se le vio era de las narises, que en jóvenes es frecuente aun sin necesidad de golpes; y que lo que hizo el Juan Antonio fue darle unas palmadas en las nalgas, le bantandole las polleras; es de asi, que no tiene antesedente alguno legitimo para pedirme cantidad alguna. Si el estupro Huviese sido efecitvo siertamente hiciera exigirla pero como todo esto ha sido figurado, no le rresulta el menor derecho.
El haver tenido ella con su marido a esta ciudad ha sido con concepto a la expuesta una deliberasion de pura voluntariedad suya; y si algunos gastos han tenido, debe darlos por bien empleados, puesto que han sido demandados del gusto que tuvieron en venir a la Capital, como lo han conseguido: si bien que vivo persuadido, que lexos de perder han ganado mucho en tal venida.
Si V.S conociera el modo de vivir de esta familia, no podría menos que reir a carcajadas las propuestas de perjuicios que reclama; y mucho mas con concepto a lo que lla y su marido pudieran haver ganado según expresa. En aquel lugar su habitación no es mas que debajo de un cuero sin dedicarse a ninguna cosa ni el marido, ni la mujer: pues la vida de aquel no es mas que andar embriagándose de combidado de pulpería en pulpería y buscando camorra, por cuyo motivo se puede con verdad desir que quando no esta preso lo andan buscando. Ella con mayor razón se dexa estar mano sobre mano, sin dedicarse aun a hilar, por cuyo motivo anda contoda su familia mas desnuda que vestida; si bien que aquí los beo mas remediados son saber de donde salgan estas mudas: sea de ello lo que fuese, yo rrepresento a V.S lo ha propuesto hacer negosio por tal casualidad; y que son figurados lo perjuicios y ganancias que rrepresenta y que no hay derecho para exigírmelos. En cuya virtud A.V.S pido y suplico que haviendo por contestado el traslado se sirva depreciar semejante solicitud y de terminar. 40
Gerónima no se desanimó y siguió solicitando se le “satisfaciese la cantidad de 20 P $ por la violencia que su hijo Juan Antonio hizo a mi hija Severina […] por ser asi justicia”. Solicitud que, finalmente consiguió cuando el alcalde de la santa hermandad dejó constancia que, “el catorce de dicho mes y año, Don Juan Antonio Coll entrego por mi mano á Geronima Reynoso los veinte pesos por los que se le asignaron por via de recompensazion”.41
Por su parte, los acusados Dionisio Ardiles y Juan Antonio Coll quedaron en libertad. El padre de Coll debió pagar “las costas procesales con una pequeña suma”. El escribano corroboró la liquidación de ellas; “y satisfecha la mitad por esta parte” se remitió el expediente, con fecha de 17 de agosto de 1812 al comandante militar de la Frontera dándole parte de lo ocurrido, “para que se eviten duda entre ambos interesados”.42 Evidentemente, el alcalde de la santa hermandad, desde su lugar, buscó restablecer ese delicado equilibrio social puesto en jaque con el conflicto entre las partes que litigaron, entre las propias autoridades intervinientes de los fortines de Areco y de Luján. Ejerció esa justicia distributiva y conmutativa que la expectativa de aquella comunidad, la propia cultura jurídica y los involucrados buscaban.
La causa contra quien perpetró “la rotura del himen de la tierna niña”
Otra violación de una niña ocurrida en noviembre de 1815. Otro escenario y situación donde ya no intervienen menores, sino que es un adulto, de supuesta respetabilidad por su condición de preceptor, que acomete el desfloramiento de la pequeña Franca Badía de cuatro años. El expediente es mucho más corto, igualmente muy confuso, pero donde la figura de la madre aparece acompañada por su marido, más allá de que fue la testigo clave para que se inciara la querella. Intervino el alcalde de primer voto de la ciudad de Buenos Aires, formulando una breve presentación del hecho donde se expone que una niña fue lastimada por un hombre inglés, Juan Antonio Longos que fue detenido.43 El expediente presenta una extraña secuencia de procedimientos. No aparecen en sus primeros folios los testimonios de quienes acusan y del acusado, sino que se hace referencia al embargo de los bienes del acusado.44 Todo hace suponer que se llegaría a una negociación y también a un resarcimiento económico. Así se registra que, como el “reo” no tenía quien lo representara, el alcalde de la santa hermandad, recomienda que lo represente el “Señor Defensor de pobre el nombramiento de Padrino”.
Un detalle sugerente que aparece más adelante es que quien reclama ante el alcalde es la propia mujer del acusado Antonio Longos, Doña Josefa Soria. Josefa compareció ante la autoridad judicial para reclamar por embargo que hicieron en su domicilio puesto que, entre ellos, estaba
(…) una negra esclava propia mia y de mi particular pertenencia pues fue comprada condición que yo tenia depositado en la escribanía (…) Procedente de una casita que erede de mis padres, y pido que se me entregase (…) Por tanto A VS suplico se sirba mandar separar delos bienes embargados la dicha Negra por servir de justicia.45
No es la primera vez que se advierte de qué modo una mujer peticiona por lo que entiende es su propiedad, devolver lo que le pertenecía era un acto de justicia, tal como declaró. Era su herencia, su bien y no podían quitársela por el delito de su marido. No se aclara en el expediente si efectivamente fue reintegrada a su propiedad la negra esclava que habría comprado, es muy factible que sí, porque la mujer no vuelve a ser citada a declarar a lo largo del expediente.
Pasadas diez fojas del expediente es posible conocer un poco más de la situación que llevó a que fuera encarcelado Juan Antonio Longos quien declaró que era
natural de Yrlanda: que en su tierra su oficio fue el de tejedor de lienzos y en esta ciudad su ocupación asido y es el de Maestro de lenguas de la Nacion Ynglesa: que es de edad de treinta y ocho años y estado casado en esta con Josefa Soria y que esta preso por atribuírsele haber lastimado a una niña lo que es falso o al menos no se acuerda haber hecho semejante cosa y lo que tiene precedente es que ara cosa de un mes que caminando por la residencia lo llamó una muger, se arrimó a ella y esta lo convido diciéndole si quería tomar asiento con ella, entro se sento en una silla y una niñita se le arrimo al confesante la sento en un muslo y sin haberle hecho mal alguno la madre empeso a dar voces sin saber el que confiesa porque los dava y a esto se salio de allí y se fue caminando despacio y como a distancia de media quadra lo alcanzo un hombre que lo llamo y se dice ser marido de la tal muger y empezó a decirle cosa alguna empezó a darle palos y la muger tambien de forma que habiéndose entrado en un quarto de una pulpería a descansar algun tanto llegó allí la guardia y lo llevaron preso al cuerpo de guardia y estando allí llego el marido y la muger diciendo que el confesante era quien había lastimado a una hija de ellos y como era falso loque decían lo negó de cuyas resultados lo pasaron al fuerte de san martin ese mismo dia a la noche y de allí lo pasaron a la cárcel donde se mantiene. Siendo este el motibo que ha dado merito para su prisión.46
Se le informó que en el sumario constaba todo lo contrario a lo que había declarado, que fue él quien entró a la casa de la mujer quien se econtraba planchando la ropa de su familia y que,
sin haverlo conocido ni de vista se sento encima de un baúl preguntadole si su marido era piloto Y si estaba abordo y le contesto que no, que era un pobre artesano y que estaba en tierra y como sobre el mismo baúl estaba la niña parada y media recostada en la Mesa (…) que improvisamente lastimo a la niña a la que se le vio que echava sangre de las partes de forma que como daba la Madre con el confesante lo preprendio y el que confiese sin embargo reconocer su delito le dio un bofetón a la madre y dando voces la madre que llamaba a su Marido que estaba en frente, ante que este llegase el confesante echo a correr caye abajo, el marido de la muger lo siguió y o tras gentes hasta que lo prendieron de que resulta ser falso quanto de principio de serian a dicho pues de haberlo llamado como dice la muger, el confesante entro con el animo resuelto de cometer esta maldad de que serefiere tener habituación de este clase de delito; como ser falso que salio de la casa caminando despacio pues tan corriendo salio que en la misma forma el padre de la niña y otros que con el iban salieron tras el corriéndolo hasta que lo alentraron, le dieron a palos y lo prendieron.47
El acusado respondió “que es falso el cargo precedente y que lo que en el particular ha abido es lo que deja confesado al principio”.
Por su parte, los padres presentaron testigos que avalaban su denuncia, entre ellos, a Pedro Chaparro, quien dijo vivir junto a la casa de los padres de la niña lastimada y que vió, alrededor de las doce del día, cómo la madre salió a pedir la ayuda en la calle de su marido, quien se encontraba enfrente trabajando. La mujer gritaba que
aquel hombre Yngles se le había entrado en su casa y le había lastimado a la niña y a estas espreciones el padre deella se agarró a palos con el Yngles, quien queriéndose refugiar en casa del exponente, le dio un rempujon y lo echo fuera y enseguida echando a correr calle abajo el tal hombre Yngles, el padre de la niña fue tras el siguiéndolo: siendo esto quanto en el particular puede declarar.48
También declara como testigo de los padres, el vecino José María López, de veinticinco años que ratificó los dichos del anterior testimonio.
Más adelante, en el sumario, se da cuenta que, Don Juan Badia, residente en el vecindario donde se ofició la causa criminal, había iniciado una querella contra el inglés Don Juan Antonio Longos por “la perpetración de rotura del himen de una hija mia joven de 4 años de edad, que aquel le ejecutó” y
que en las sircunstancias de esta realizando la formal querella contra el expresado Longos seme ha hecho por parte de este la suplica, de que me satisfará por perjuicios, y al contado la suma de 100 pesos que el M° modo todas las cosas procedentes inclusive las de medico que asisitio a la joven ofendida siempre que en el actual estado que tiene la causa se sobresea en ella, y que de consiguiente interponiendo la autoridad judicial del juzgado se provea de soltar y natural libertad. Desde luego he venido en admitir lo que se me ha propuesto por el expresado Longos por conciliar por este modo medio lo menos sensible de la pena digna su crimen y vajo la calidad de quedar a percivido seriamente como es de justicia (…) suplicándonos a VS tenga abien al admitir esta transacion (…) interponiedo su autoridad judicial proveer y mandar el que previa la satisfacion integal de la estipulada por ante el actuario, se le ponga en libertad a Lengos haciéndole saber la final resolución con que sele descarcela.49
El sumario prosigue aclarando que:
la violación o el estupro hecho a la niña Franca Badia (…) es muy grande por lo cual se debería castigar con distintas rigurosas penas según la condición del delincuente: pero en el dia no están en uso los castigos que ellas imponen y la practica frequente que se ofreda en los tribunales, en que adoptando lo dispuesto para dicho canomico se condena al estuprador, a que se case con la estrupada, siquiere ó á que la dote según sus circunstancias, y las facultades de que se reconosca la prole: aunque en el caso de dotarla esta también recibido en practica el imponerle la pena de destierro o presidio en otras, conforme la calidad de las personas por aun semejantes respecto a que el estupro que aparece del suamrio es de una especie distinta, y tan extraña, que no pueda prevenir la ley, al mismo tiempo que mas enorme por el modo quanto que escandaliza; sin embargo en la parte que es conciliable dicho castigo con la naturaleza de este crimen, atentas las circunstancias de la ofendida, y delicuente, pide acusándolo en forma, en satisfacción de la vindicta publica que no obstante la transacción hecha entre el padre de la niña y el estuprador, medienta lo que se obliga este a entregar aquel cien pesos en compensación del daño conferido a su hija cuia cantidad puede considerarse en clase de dote. Sea condenado por dos año de destierro, auna delas fronteras de esta ciudad, con costas (…).50
El alcalde de primer voto ordenó que se pusiera en libertad al inglés Juan Antonio Longos, en diciembre de 1816. Por su parte, el asesor del juzgado deja constancia en el sumario en enero de 1816 que,
el sobresimiento ordenado ha sido sobre un exceso escandaloso y que la vindicta publica tiene un interés principal, no debe ni puede llevarse a efecto, sin que también el publico ofendido quede en algun modo satisfecho estimando por pena la carcelaria que sufre y ha sufrido Longos, e imponiéndosele una multa de doce pesos por gastos de justicia a mas del pago a contar en que debe ser condenado y del serio apercebimiento con que corresponde sea contenida una conducta perjudicial y ofensiva a la sociedad. De este modo recibe la vindica publica alguna satisfacción.51
El sumario es breve, el delito y el conflicto entre las partes se resuelve de modo más inmediato, sin desaveniencias entre las autoridades. El tenor de las palabras registradas por parte del alcalde de la santa hermandad, muestra la gravedad con la que se estimó lo acontecido. Era un “exceso escandaloso” por la “naturaleza del crimen”. Tal como en el propio expediente se advierte, ante un delito de esta naturaleza, se podía condenar a quien lo cometió a que se case con la ofendida o que pague una dote. Lo que resultó extraño del caso fue que la víctima era una pequeña de cuatro años. De algún modo, el resarcimiento económico fungía como dote.
Tal como en el anterior caso estudiado, la pérdida de la virginidad de la hija suponía un deterioro del prestigio familiar y comunal, una desvalorización social para la familia misma. La integridad familiar era preservada mediante la protección de la integridad moral de sus mujeres en virtud de que, a través de ellas, se transmitían de generación en generación los atributos familiares (Martínez-Alier, 1974: 118). Cualquier duda acerca de la integridad sexual de una mujer disminuía su valor en el mercado matrimonial.
Varias cuestiones marcan aspectos sugerentes a tener en cuenta. Primero, quien comete un delito es un varon mayor de edad, de origen extranjero y que ejerce funciones como preceptor en escuela inglesa. Alguien con escasa formación, vale recordar que dijo ser artesano, pero que tenia conocimiento del idioma inglés por ser irlandés quedaba habilitado a poder ejercer funciones como preceptor, posiblemente, de alguna escuela o familia residente de origen inglés, eso no se aclara.52 Aquello era relativamente más corriente de lo pensado y, solía suceder que, por la falta de formación, quedaran involcurados en situaciones confusas no acordes con la moral que, se suponía, debía tener para la función, tal como se exigía en la escasa normativa existente.53
Por otra parte, la figura del padre en este caso está más presente. Es el quien lleva adelante, mediante el asesoramiento del abogado de pobres, el pedido de resarcimiento económico. Es también él quien, junto a su mujer y los vecinos, aprenden a Logos y le dan un duro castigo físico. Un padre ofendido que reclama porque a su pequeña hija se le provocó la rotura del himen, con lo que ello conlleva en aquella sociedad para el futuro de la niña y el honor de su familia. Asimismo, quien constata en este caso el estupro cometido, según se desprende de lo registrado, es el médico. Y, finalmente, la madre está presente como denunciante, como testigo presencial y acusadora de quien dañó a su hija. La reacción de los padres y los testigos de la vecindad, muestran la ira que el hecho causó y la búsqueda inmediata de justicia por lo ocurrido. En casos como este no era necesario poner énfasis en las huellas que quedaran del daño ocasionado, a los efectos de determinar la inocencia de la víctima y la culpabilidad del agresor. La edad de la víctima, daba cuenta fehaciente de su doncellez. El hecho escandaliza, irrita, ofende a la sociedad porque es una conducta perjudicial y pecaminosa pero, sin embargo, nada se dice del estado de la pequeña. Si sintió miedo, si advirtió que fue lastimada. No implica decir que no hubiera afectividad por parte de los progenitores y de los vecinos y las autoridades. Pero, es una afectividad de tono diferente al que circulaba en algunos discursos que anunciaban el camino a configurar esa moderna representación social en torno a la infancia. Se habla de la niña ofendida, de su tierna edad, pero la ofensa era pública. El daño cometido por el violador era una conducta perjudicial para la comunidad. Quien resulta ofendida más que la persona de Franca, en su condición de vulnerabilidad y fragilidad, resulta ser el colectivo social. Los padres, o por lo menos el padre, son compensados con el resarcimiento económico. Eso era la prueba fehaciente ante la comunidad de que su inocente hija había sido desflorada y una salida económica, seguramente beneficiosa para la economía de la familia.54
Franca, a su temprana edad, pasó por la experiencia de ser vícitma de una violación perpetrada por un varón que contaba con cierta respetabilidad social y económica. Aquella tragedia que convertía a los cuerpos de mujeres y niñas en corporalidades mancilladas por las apetencias sexuales de un varón, no eran sucesos espórádicos. Su recurrencia habla de esa estructura de dominación patriarcal a través del tiempo pero, esa interacción social entre quienes la ejercieron y quienes fueron subalternas, debe ponerse en diálogo con las circunstancias que vivieron hombres y mujeres para comprender su grado de intensidad y el modo en que fue percibida, vivenciada en su registro cotidiano, en ese encuentro cotidiano, cara a cara, a ras del suelo.
A modo de reflexión y balance provisorio
A partir del acercamiento a los archivos judiciales es posible reconstruir un recorte puntual, fugaz y circunstancial de la vida de los sujetos sociales que quedaron involucrados, en los casos analizados dos pequeñas niñas. Si bien queda claro que el relato no puede evadirse de su evidente condición de víctimas, también se trata de dar cuenta de capacidad de agencia de las subalternidades y de reflexionar acerca del universo de valores y el sentido de orden en el que se sustentaba esa realidad social que se estudia. Este tipo de fuentes son ricas y complejas, tal como supieron expresarlo los pioneros trabajos de Mayo, Barreneche y Mallo (1989). Evocan los conflictos, las rupturas y el mundo de valores que sustentan la trama social. Al ventilar sus discrepancias ante esa instancia de la justicia colonial, los y las litigantes y los letrados, desnudaron de manera indirecta el orden anhelado, las pautas de equilibrio y el consenso deseado dentro de la vida de la comunidad. Así, revelan en las mediaciones de las palabras de quienes denuncian, los denunciados, los testigos y las propias autoridades judiciales un registro de las pasiones, el quiebre de expectativas y conflictos que se ventilaron en ese acto público.
Un acercamiento -desde una perspectiva micro- a las situaciones extremas y dolorosas, del contacto interpersonal entre las unas y los otros y que expresaban la cara más cotidiana de esa dominación patriarcal, al tiempo que, se puede comprender -en una segunda lectura- cómo aquella cultura jurídica buscó poner límites a esos excesos, marcando los umbrales de tolerancia de esa dominación. Se trata de matizar las consabidas desigualdades sociales, étnicas y de género de aquel mundo social, para pensarlo como un entramado más complejo donde las comunidades y sus referentes de autoridad judicial, pudieron apropiarse, reproducir y garantizar ese pacto de convivencia que fue quebrado. Una justicia que buscaba reparar desajustes, conflictos y situaciones de tensión, para establecer lo que debía ser, pero también lo que no debía ser.55 En esas búsquedas de reparación y de negociación, en el marco de las relaciones de vecindad, emerge la figura del alcalde de segundo voto buscando una salida del conflicto entre las partes que permitiera restaurar la convivencia, restablecer el equilibrio y poner ese límite entre lo permitido y lo considerado no procedente.
Desde los primeros tramos de este escrito, se ha reconocido que, casos como el que aquí se ha tratado, seguramente se resolvían en otras instancias de las que no se cuentan con registros. Podría especularse que, muchos de esos delitos contra la moral pública, no llegaban al ámbito judicial porque no estaban dadas las condiciones para iniciar, sostener y concluir el proceso. En otros casos, porque no llegaban a tomar un estado “público” frente a los vecinos dado que los malos tratos, estupros, castigos desmedidos hacia niños y niñas, frecuentemente se producían dentro del propio entorno parental y el círculo cercano de amistades. Incluso, puede considerarse que, sin la intervención de la justicia, se llegaba a una suerte de mediación y arreglo conveniente. Por lo tanto, las conclusiones arribadas con estos registros documentales son evidentemente parciales o preliminares, hasta tanto se pongan en diálogo con otro tipo de documentos.
Más allá de estos atenuantes, puede reconocerse que esas prácticas fueron el emergente de una configuración social donde, la pregnancia política, religiosa, étnica y heteropatriarcal, condenaba toda desviación de las normas de comportamiento como una conducta ofensiva y pecaminosa. Esas normas y expectativas de comportamiento respondían al imaginario social de la época al que se puede reconocer como un sistema coherente, dinámico, de representación del mundo social; una suerte de repertorio de figuras y de identidades colectivas que se dota cada sociedad en momentos de su historia (Baczko, 1984). De hecho, esos imaginarios revelan la manera en que las sociedades percibían sus componentes -grupos, clases, categorías-jerarquizan sus divisiones, elaboran su devenir (Kalifa, 2018). Como explica este autor, citando a Castoriadis (1975), más que reflejarlo, producen e institucionalizan lo social. Ahora bien, las preguntas formuladas al comienzo de este escrito respecto a la presencia y la condición de ser niño/a en ese contexto, los vínculos con sus progenitores, la moderna configuración de la maternidad y, en su defecto, de la paternidad, encuentran respuestas aproximativas y, por supuesto nunca definitivamente cerradas. Son casos acaecidos en familias cuya convivencia doméstica es de tipo nuclear, las madres y los padres buscan defender y reparar los daños que sufren sus hijas/os pero las formas de proceder, las estrategias y acciones que ponen en juego depende de sus realidades concretas. Gerónima no apeló a un moderno discurso de su condición de madre, sino al recurso al que se apelaba en su realidad más inmediata. Dentro del repertorio de acciones y estrategias posibles, se valió de una estrategia discursiva viable como fue la de exponer su situación de “pobre infeliz” que ha sufrido un daño moral y material por la agresión que padeció su hija María Severina. No sabemos hasta qué punto aquella situación era la realidad efectiva de esa familia o si sus dichos forman parte de ese repertorio jurídico al que podía apelarse para conseguir el consabido resarcimiento económico.56 Lo que quedó registrado es que el litigio continuó porque fue ella, desde su subalternidad y con el margen de agencia que aquel contexto le permitió, la que buscó la reparación de un honor perdido. Apeló a las autoridades jurisdiccionales competentes, a la más próxima del cuartel hasta el alcalde de la santa hermandad de Buenos Aires. Gerónima actuó, reclamó pero también se expuso a ser cuestionada en su reclamo y en su conducta. Fue acusada por parte del padre de la víctima de querer hacer negocios con lo acaecido. Para no olvidar tampoco que, en el recorrido del expediente y las distintas instancias de búsqueda de pruebas fehacientes de la violación, también las “peritas” fueron cuestionadas en su saber y hasta amenazadas por supuesto falseamiento de testimonio con la pena de la ley por parte del comandante del Fortín de Luján. A lo largo del expediente puede denotarse el margen de agencia de estas mujeres, pero también quedaron expuestas a una re-subalternización cuando pusieron en duda sus acciones, sus palabras, intenciones y propósitos.
Pero si este expediente, deja a la luz la presencia de estas subalternas, también revela notoriamente las ausencias. Por ejemplo, la “voz” de la madre del menor que agrede no aparece, es el padre quien asume la defensa de su honor y el de su familia. En efecto, Juan Antonio Coll, apeló a su preeminencia económica, social, moral y sus seguros vínculos con el comandante Martínez. Se asumió como un padre responsable que sometió a un duro castigo físico a su hijo por la falta cometida. No se privó de acusar a la madre de la agredida de querer hacer negocio y de señalar el dudoso comportamiento de ambos progenitores. Una figura que demostró la intensidad de su dominación social cada vez que declaró ante la autoridad judicial y, particularmente, ante quien le demandaba una reparación: a la mujer, a la madre, a Gerónima. No fue así el caso del padre de la víctima, Antonio Gómez. Solo se registran dos testimonios de su parte a lo largo del extenso expediente. Tal vez, sus antecedentes, ante los vecinos y la autoridad del comandante del Fortín de San Caludio, no daban mayor credibilidad y gravedad a sus dichos. De hecho, su conducta fue puesta en tela de juicio por parte de Coll, quien lo acusa por andar siempre ebrio y estar muchas veces detenido –o se lo anda buscando- por generar disturbios. Pero, más allá de su comportamiento que poco tenía que ver con lo sucedido a su hija, lo que denotan esas palabras es otra asimetría -de las tantas de aquella sociedad y que se muestran claramente a lo largo del expediente- como es la desigualdad de rango y preeminencia social.
En el caso del segundo expediente, ambos padres están presentes. La madre busca ayuda, pide auxilio a su esposo y vecinos. Declara, es la testigo principal que identifica al agresor. Pero, sin embargo, el peso de la figura del padre es mayor. Don Juan Badia lleva adelante la querella a los efectos de buscar, no solo la sanción del sindicado como culpable, sino de reparar el daño sufrido por la familia frente a sus vecinos. La violación de su pequeña hija era un límite claro de lo que se podía tolerar, así lo comprendió la autoridad competente que buscó restablecer ese orden moral quebrantado. Aquel acto era un pecado, una ofensa a Dios y al conjunto de la comunidad.
Ahora bien, qué sucede con esa niñez involucrada. Las niñas quedaron expuesta en su máxima vulnerabilidad corporal, de género y etaria. Sus pequeños cuerpos fueron objeto de deseo, tal vez, su castidad las expuso aún más al apetito sexual de sus agresores. Nunca sabremos si, por su corta edad, alcanzaron a comprender la magnitud de lo que habían sufrido. Víctimas de estupro, sus cuerpos fueran nuevamente violentados al examinarlos para que “hablaran” y dieran prueba fehaciente de la violación. El profuso sangrado, las huellas de los golpes y de una castidad perdida, tenían que ser escrutadas para dar prueba de la veracidad de la acusación. Si, más allá de contar con solo ocho años de edad, pudo dudarse la naturaleza del daño que sufrió María Severina, en el caso de Franca no quedó lugar a dudas del atroz pecado cometido. Como sea, hablaron por ellas, reclamaron por el “tesoro” de su virginidad perdida porque aquello ofendía, más que por la violencia que se había ejercido sobre sus cuerpos, a la honorabilidad de la familia, quebraba un orden moral y mostraba el límite del maltrato que podía recibir la corporalidad de esas pequeñas. Nunca se hizo referencia al sufrimiento, al dolor, a los miedos que aquella situación traumática les hizo padecer. En aquel registro jurídico, esas emociones no estaban en la consideración. Pero, por la naturaleza de los dichos respecto a la violencia de la que fueron víctimas y por cómo los testimonios podían cambiar, atenuar, las declaraciones de otras instancias de interrogación, permiten visualizar esas sensaciones y las evidentes presiones que sufrieron, víctimas y testigos, a lo largo del litigio.
Frente a esas niñas, involuntariamente protagonistas, en el primer caso, aparecen los niños varones. Los menores, según el término de la época, con otras edades y otros recursos para declarar, argumentar y defenderse. El desborde y la trasgresión de las conductas de Coll y sus amigos, tal vez fue más recurrente de lo que efectivamente quedó registrado. Aquella era una sociedad donde las demostraciones de fuerza y agresividad eran habituales y en la que los secretos y la intimidad no eran usuales. Vale preguntarse hasta qué punto, la agresión sexual del menor y las groseras expresiones que pronunciaron no formaban parte de una vivencia cotidiana. Fueron presentados como muchachos, menores, como el “hombre”, pero también se adujo que, la “fealdad moral” que acometieron, eran “travesuras de chiquillos”.
Lo que revelan estos documentos es que, las experiencias de vivir la niñez en estas comunidades, poco se aproximaban a esa configuración del modelo de infancia que había comenzado a circular en los discursos de la época. Si bien en el recorte temporal y espacial de este estudio se mantiene el orden jurídico colonial -y más allá prácticas culturales y sociales que perduran a lo largo del siglo XIX-, a su vez, la construcción de la legitimidad republicana tempranamente habló de la “instrucción a los niños de la patria” de resguardar sus cuerpos, en tanto futuros ciudadanos. Esos “ciudadanos imaginarios” debían ser valorados, cuidados y educados para construir ese nuevo orden político. El cruce entre distintos tipos de fuentes documentales puede iluminar sobre esa convivencia, las tensiones y desplazamientos entre prácticas y discursos en un proceso nunca lineal, con avances y retrocesos, que lleva a una consideración especial respecto al tratamiento que debía recibir la niñez.
Finalmente, como una última reflexión se puede reconocer que, el registro narrativo de estos expedientes, atravesados por las emotividades de quienes denuncian y son denunciados, de los testigos y de las propias autoridades judiciales, recuperan “retazos”, recortes circunstanciales de un trayecto de vida que, en este caso, dan cuenta de la historicidad de esas formas de violencia de la dominación patriarcal. Una dominación que no solo debe ser explicada en el modo y las diversas formas en que se materializó, sino que deber recuperar la centralidad de las víctimas, desde “su” lugar. A propósito, en uno de sus últimos libros Yablonka reconstruyó el doloroso caso del homicidio de Laëtitia Perrais acaecido en Francia el 18 de enero de 2011. Allí se peguntó ¿qué se sabe de Laëtitia, aparte de que fue víctima de un suceso destacado? Como reflexiona, su vida fue eclipsada por la fama que le brindó a su pesar al hombre que la mató, la joven se convirtió en la culminación de una trayectoria criminal, un hito en el orden del mal. La muerte traza su vida. Como argumenta sugerentemente habrá que
(…) liberar a las mujeres y a los hombres de su muerte, arrancarlos del crimen que les hace perder la vida, y hasta la humanidad. No honrarlos en cuanto “víctimas”, ya que eso también implica remitirlos a su fin; simplemente rehabilitarlos en su existencia, dar testimonio por ellos. [Tal como sentencia] Mi libro solo tendrá una heroína: Laëtitia (Jablonka, 2017: 6).
El tipo de expedientes que se trabajan aquí no dan lugar a realizar esa reconstrucción de un trayecto de vida que permita rehabilitarlas de su existencia. No se pretende ese objetivo porque se está muy lejos de poder concretarlo, pero los casos de María Severina y Franca, de alguno modo, permiten develar otras facetas de la sociedad de su tiempo. Fueron víctimas de estupro, fueron violadas y eso es un hecho social que debe ser interpretado, analizado en contexto para poder comprender cómo y de qué manera las relaciones sociales de género conformaban relaciones primarias, cotidianas y cercanas de poder. La tarea es la de dar cuenta de esas formas de violencias que sufrieron las mujeres, en nuestro caso de modo particular las niñas, con sus huellas emocionales y corporales en una infinita diversidad y recurrente similitud en distintas escalas temporales y espaciales.
Archivos consultados:
AHPBA.ARAyCA Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires. Archivo de la Real Audiencia y Cámara de Apelaciones de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina.
Agradecimientos
Agradezco la invitación de Miriam Moriconi para participar en el presente dossier, así como su cálido acompañamiento, invalorables y generosos aportes. Mi reconocimiento a la atenta, sugerente y comprometida lectura de quienes evaluaron. Cada uno de los aportes han hecho posible mejorar este escrito al tiempo que, me permiten revisar y reflexionar sobre los derroteros de esta investigación.
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Notas
Por su parte Sales Gelabert, nos dice que: “[…] El gran reto del discurso interseccional es activarse políticamente, concibiendo formas de articulación política de la diversidad. Es necesario el paso de una teoría social del poder a una teoría política del poder, capaz de vislumbrar las diferentes formas de articular políticamente las diferentes relaciones de poder que descubre el discurso interseccional” (Sales Gelabert, 2017: 256). Otro aporte que ha analizado estos debates es el de Vivero Vigoya (2016: 1-17). Un trabajo sugerente que retoma esta clave analítica es el de Platero (2013).