Dossier
Días de ira: la boda secreta de María. Género y emociones en la familia (Barcelona, siglo XVII)1
Anger days: the secret wedding of Mary. Gender and emotions in the family (Barcelona, XVIIc.)
Estudios del ISHIR
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
ISSN-e: 2250-4397
Periodicidad: Cuatrimestral
vol. 11, núm. 30, 2021
Recepción: 01 Junio 2021
Aprobación: 25 Junio 2021
Resumen: Análisis de caso realizado a partir de documentación procesal, en concreto pliegos de alegaciones jurídicas, en torno a un relato sobre una mujer que en la Barcelona del siglo XVII decide tomar las riendas de su vida de forma autónoma y se encuentra con la dura oposición de toda su familia. A partir de la narrativa de los hechos, que constituyeron todo un drama familiar y especialmente en las relaciones entre María, que era la protagonista y su hermano mayor, se estudian las representaciones de las emociones como constructoras de género, de jerarquía social, de subordinación.
Palabras clave: historia de la familia, conflicto, género, emociones, edad moderna.
Abstract: Case analysis based on judicial sources, specifically of legal allegations, around a story about a woman who in seventeenth-century Barcelona decides to give a change in her life and meets the hard opposition of all her family. From the narrative of the events, which constituted a whole family drama and especially in the relationships between María, who was the protagonist and her older brother, I study in this work the representations of emotions as constructors of gender, of social hierarchy, of subordination.
Keywords: history of the family, conflict, gender, emotions, early modern age.
Historia de la familia, género y emociones
La manera como se adjudican y enseñan estereotipos y reglas emocionales en el marco de la familia, dice mucho acerca de la configuración de ésta en un determinado tiempo histórico. El asunto de las emociones, dentro del recorrido de la historiografía española, está siendo intensamente abordado desde múltiples perspectivas, en los últimos años (Jara Fuente, 2020). Particularmente relevante ha sido el conjunto de trabajos de Mónica Bolufer (2018), de M. José de la Pascua (2015), así como la obra colectiva que ha impulsado María Luisa Candau (2016) centrada en las emociones en la vida, las experiencias y la cultura de las mujeres, donde la familia es inevitablemente omnipresente y marca ciclos vitales productores de aquellas. También Encarna Jarque ha coordinado recientemente una obra colectiva sobre historia de las emociones familiares (2020). Unas y otras iniciativas muestran dimensiones distintas de un siempre complejo concepto (Bolaños, 2016). La maraña de ideas, caminos, a que está conduciendo esta interseccionalidad/transversalidad historiográfica es enorme y se antoja difícil de unificar. Desde luego, aquí no es mi pretensión recogerlas, ni valorarlas, ni llevar a cabo una síntesis, pues afortunadamente disponemos ya de interesantes estados de la cuestión. Pero sí creo imprescindible anotar ciertos retazos de ideas que darán soporte a este trabajo, que se inscribe en la línea de una historia de la familia, no exclusivamente la historia del género y de las emociones, si es que es posible establecer fronteras entre las tres, que eso sería otra cuestión. Es la familia lo que quiero estudiar, su discurso, sus formas, sus anomalías y sus fisuras en comparación con sus modelos, sus imperceptibles pero certeros cambios. Y para ello utilizaré la lupa de las emociones, su conexión con el género y su impacto en las relaciones familiares. Admito que esta lupa es terreno pantanoso. Y ahí están los estudios que han entrado de lleno en ella. Javier Moscoso, por ejemplo, ha realizado un muy necesario análisis historiográfico a través del cual nos acercamos a esa complejidad (Moscoso, 2015). La discusión está muy abierta, incluso se llega a hablar de indefinición, cuyas interpretaciones navegan entre esencialistas, funcionalistas, contextualistas. Hoy está en marcha un “mapeo de debates”, en palabras de S. Hidalgo García de Orellán (2020), y se trazan líneas de continuidad entre Foucault, Bourdieu, Gertz, desde la perspectiva de los préstamos de otras ciencias sociales que de hecho abrieron las puertas al giro emocional. Por lo tanto, las emociones pasan por las prácticas, los cuerpos, el poder, los hábitos, los símbolos. Una historia de la familia desde las emociones es heredera de algunos de estos elementos.
En cualquier caso, cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿las emociones en la familia, para qué? ¿para entender mejor el patriarcado, sus formas de control, también sus debilidades? La historia está comprometida en mostrar cambios. Así, son perseguibles desde el punto de vista de la investigación las supuestas evoluciones emocionales que puedan hallarse vinculadas a una determinada política de las emociones, entendiendo que esa política es también la familia en el antiguo régimen. A este respecto me parece muy útil la afirmación de Moscoso cuando escribe que “la historia de las emociones no sólo suma, sino que también cuestiona” (Moscoso, 2015: 10) y en este sentido tanto problemas como métodos de análisis se entrecruzan y a la vez chocan entre sí. Hoy podemos afirmar que la historia de las emociones ha eclosionado a expensas de la historia cultural y la historia en perspectiva de género (Zaragoza Bernal, 2013). El poder en suma es esencial, como ha subrayado W. Reddy, uno de los más destacados teóricos de la historia de las emociones: “existe una brecha entre la experiencia física de la emoción y la expresión de esa emoción en palabras (...) y que en el trabajo de salvar esa brecha se coloca el ejercicio del poder” (Díaz Freire, 2015). Ahí también aflora el problema de la diversidad emocional, que ha desarrollado desde el plano historiográfico y teórico R.M. Medina Domènech, reivindicando la disolución de subjetividades sólidas, coherentes, como método de estudio. Pero en el terreno que ahora ocupa estas líneas interesa el concepto de comunidades emocionales, de Bárbara Rosenwein (2006), que refiere de lejos a la aproximación antropológica de las emociones colectivas. En ese punto los sujetos dirimen, reglamentan las emociones y los conflictos emocionales. De su definición es imprescindible atender a la distinción entre la emoción en sí y el producto resultante, gestualizado, el discurso. E incluso es necesario aterrizar en el sub-concepto de emociones del parentesco (Medina, 2012). Creo que, como se verá a continuación, se pueden constatar huellas de este sub-concepto, que se encuentran y se desencuentran, que construyen y deconstruyen relaciones. Un permanente estado de cambio que sugiero subyace en las narrativas de la vida cotidiana de la familia y sobre todo de sus episodios-ciclos de conflicto, lo que permite pensar que nos encontramos ante un termómetro que mide la intensidad de cohesión de la familia. Pero tampoco hay que olvidar los usos estratégicos de las emociones, los regímenes emocionales que ritualizan a estas, un aspecto que se aleja de lo íntimo y se reencuentra con el poder, que habla de un concepto de la sociedad y de cómo esta se vive. Si para ello utilizamos fuentes judiciales y entendemos que en el antiguo régimen los pleitos constituyeron al mismo tiempo que un escaparate codificador de la cultura y el poder, un lugar para hablar y afrontar problemas que no era habitual hacerlo fuera, es indiscutible que pueden resultar muy útiles y pueden contribuir a eludir las limitaciones de la contención y las auto-coacciones que impuso el proceso civilizatorio, a decir de N. Elías (Barrera y Sierra, 2020). Sobre procesos judiciales, sus experiencias y las emociones, aunque existe un camino amplio por recorrer, contamos con referentes imprescindibles (Albornoz, 2016). En las líneas que siguen, desde la tipología documental indicada, pretendo mostrar una comunidad emocional desencontrada, donde se juntan reglas y rupturas que disuelven nociones preexistentes de género. Ese es mi planteamiento. Y el micro-relato de un conflicto, que apuesta para ganar en un pleito, facilita la superación de esa línea imaginaria que separa los hechos respecto del impacto emocional que estos tuvieron.
Entre el temor y el dolor, la decisión de María
Nos encontramos en la Barcelona de la segunda mitad del siglo XVII. Y en un día cualquiera, María decidía cambiar su vida. De repente; al menos a la vista de los demás. Una decisión al margen de muchas cosas y desde luego contra su familia, algo que podemos imaginar que acarreaba una dosis enorme de emociones encontradas. Una elección en la que pesaban también sus propias experiencias de género. Si María optaba por seguir el curso de su vida tal cual se le había ido presentando, y tal como dictaban las convenciones de su época, en algún momento dudaría si eran la costumbre, o el temor a la ruptura y a la murmuración, lo que le había llevado a ello. En caso contrario podría sospechar cuales iban a ser los problemas, las crisis que la aguardaban y cuanto dolor le causarían. Decidir por sí y para sí, para una mujer, no era fácil. Pero de ahí a que fuera imposible distaba mucho. Y en el caso de nuestra protagonista, una mujer perteneciente a los estamentos privilegiados, las opciones eran reales y desde luego vinculadas al control de la renta y de los patrimonios.
En este apartado propongo conocer, a partir de las alegaciones jurídicas presentadas por esta mujer en uno de los varios pleitos que tenía con su familia, el relato de los hechos que llevaron a los protagonistas a la máxima tensión en su relación y donde las emociones, tal como están construidas culturalmente, se conforman como un potente aliado para la batalla jurídica. A este respecto es oportuno recordar aquí unas palabras de Barriera y Dalla Corte:
(…) es innegable que el ámbito de lo jurídico, en toda su amplitud, suele ir cargado de "emoción", de una sensatez que casi hesita frente a los sentimientos, ya que los temas tratados están relacionados con las ideas acerca de lo justo y de lo injusto, de la equidad y la arbitrariedad, de la solidaridad y del egoísmo (Barriera y Dalla Corte, 2001).
Así pues, este texto va de emociones, de género, de conflictos. ¿Qué relación muestra esta tríada de nociones entre sí, para el caso de las alegaciones jurídicas? ¿Qué “cosa”, qué emoción, construye a qué tipo de familia, o de relación familiar?
El desarrollo de los acontecimientos, fueron como siguen. María era una joven de buena familia que se había casado con un militar, Alejandro Morera, caballero de la orden de Calatrava y teniente general de la caballería del real ejército “de nobilissima y muy esclarecida sangre y familia”. La boda había tenido lugar en Barcelona, la ciudad de la novia, el día 13 de julio de 1658. Toda la familia de ella, de ambas ramas, los Espuny y los Claramunt, se sentía muy satisfecha con este matrimonio, era aconsejable para su estatus social. La pareja vivió un breve tiempo en la ciudad, cerca de los suyos. Pero no tardaron en tener que abandonarla y alejarse, debido a las obligaciones militares de Alejandro, que le llevaron hasta el frente de Extremadura de la guerra de Portugal. Entretanto, la apacible relación con la familia de María se estaba deteriorando y no precisamente por la distancia. De la dote prometida en capítulos matrimoniales, iba pasando el tiempo, y no les llegaba casi nada. Así que en enero de 1660 el administrador de la dote, Alejandro, decidía -con el apoyo de su esposa- interponer una demanda contra Josep Espuny, el padre de ella. No sabemos cuántos créditos quedaban por satisfacer, pero aspiraban a obtener una dote “según la calidad suya y de su casa”. Estas guerras por las donaciones matrimoniales que recibían las novias eran frecuentes. Casi todas las familias de las élites de Barcelona se enfrentaron alguna vez por esta causa (Fargas, 1997). La competencia por el ascenso social entre burgueses y nobles llevaba a negociar unas dotes a menudo inviables. La inflación dotal fue un fenómeno común, hasta el punto de que la dote era más un ritual de apariencias, que no una entrega real (Fargas, 2019). Por este y otros motivos las relaciones familiares eran muy frágiles y supeditadas a la opción social y al interés de enriquecimiento o acumulación. Como frágil fue también la vida de este matrimonio. En efecto, el 1 de noviembre de 1664, él moría en el campo de batalla, dejándola sola, viuda con dos hijos menores, Josep y Beatriz. En esas circunstancias María no deseaba permanecer un día más tan lejos de los suyos, a pesar de dejar para siempre a las buenas amistades que había hecho durante ese tiempo. Así es que decidió regresar a Barcelona, vendió algunas pertenencias, despidió a los criados, liberó a una esclava y tomó rumbo a la casa de su padre. Allí mismo, le esperaban sus dos hermanos, el primogénito Raymundo y Francisco, que era fraile de la orden de San Juan de Jerusalén.
Pero María no regresaba de cualquier manera. Se presentaba impresionante, ataviada de oro, llamativos ropajes y muchas joyas. De nuevo el cuerpo y su performance a través de los adornos y la emoción o el sentimiento de seguridad que semejante materialidad confiere. Pronto sus hermanos dispusieron para ella una gran cámara ubicada en la parte superior de la residencia en la que se guardarían los muchos baúles que traía consigo, todo a la altura de su presencia, tan digna y respetable. Parecía reinar de nuevo la felicidad en aquel hogar, donde habitaba un pobre padre anciano y enfermo que requería de muchos cuidados, pues los dos niños pequeños alegraban la vida de todos. Sin embargo, poco a poco se iban descubriendo más cosas de María, que quizás no acababan de encajar bien en la mentalidad de sus hermanos, especialmente del mayor, Raymundo. Los herederos universales, que en Barcelona desde finales del siglo xvi se hacían con las tres cuartas partes del caudal hereditario, se obligaban a pagar dotes pendientes, a colocar o procurar estudios a los hermanos menores, a cuidar y alimentar a todos cuantos quedaban bajo su dependencia, constituyendo un modelo troncal de convivencia muy jerarquizado. Ellos se erigían en los nuevos jefes de la familia, como antaño habían sido los jefes del clan o los viejos pater familia. Y Raymundo, que se veía ya heredero y jefe de la casa ante la inminente muerte de su padre, no parecía desear otra cosa que poder actuar de este modo, tomando decisiones sobre unos y otros, recibiendo el acatamiento de sus hermanos y especialmente de su hermana, ahora que de nuevo estaba sola. Pero para sorpresa de todos, María, y no sus hijos, había heredado la fortuna de Alejandro. Y no parecía escasa. Esto pudo desbaratar las previsiones de Raymundo. Aunque no existía testamento, María presumía de que en la que fuera la última contienda bélica donde había participado su esposo y antes de exhalar su último suspiro, había manifestado ante algún testigo allí presente la voluntad de que aquella le heredase a título universal. Eso le daba mucha fuerza a ella, mucha autonomía, según se deduce de los pasos que iba a tomar a continuación. La viudedad era un tiempo de oportunidades para las mujeres que se habían casado con un hombre rico o con buena posición. Es cierto que muy a menudo se encontraban bajo la censuradora mirada de la familia de los esposos, que además de controlarla habiendo menores, ponían trabas en la devolución de las dotes. Pero esta situación quedaba neutralizada cuando eran nombradas por los esposos usufructuarias vitalicias, herederas, o bien recibían el derecho de tenuta mediante el que automáticamente se hacían con la posesión de los bienes del marido, mientras no se les devolviese la dote matrimonial.
Así pues, en la casa paterna sólo estuvo hasta el día 13 de noviembre de 1667. Jamás había dicho nada a nadie, ni alardeado de nada, pero en aquellos años desde que regresó a Barcelona había retomado algunas viejas amistades de su niñez, algunas de las cuales le habían ido aconsejando posibles pretendientes para encauzar de nuevo su vida. Aquella misma tarde salió a hacer algún recado, como en tantas otras ocasiones, pero esta vez ya no regresaría más, al menos no de la misma manera. Abandonaba la casa disimuladamente para casarse en secreto con Francisco de Ribera, oidor de la real audiencia de Barcelona, que era “de conocido solar y limpia sangre”. Ya conocemos que no era algo inhabitual, el matrimonio secreto fue usado como estrategia social muchas veces en aquella época (Latasa, 2019; Candau, 2006). El trato acerca de este enlace lo había negociado ella misma con una pareja de conocidos suyos y nada ni nadie lo habían desvelado. Hay que imaginar las emociones que se vinculan a la fidelidad, a la lealtad, al compartir secretos con la confianza de ser guardados, al transmitir anhelos. Seguramente estaríamos hablando de emociones con una carga de género muy relevante, puesto que por las mismas situaciones no pasaban quienes se sentían cómodos o identificados con lo que se esperaba de ellos. Quienes no se encontraban ante la disyuntiva de tomar decisiones a escondidas de la familia, de buscar y contar con personas ajenas a aquella al menos en lo concerniente al matrimonio, no sabrían lo que aquello representaba. Esa emoción que confiere el hallazgo, al fin, de un recoveco de invulnerabilidad, está relacionada con quienes tuvieron que deshacerse de alguna condición o huir de ciertas reglas. Esa emoción también, que asume la carga de la decepción del saber que es fuera y no dentro de la familia donde María pudo hallar su acomodo o comprensión.
A pesar de todo el sigilo y la prevención, su hermano Raymundo algo debía sospechar. En algún momento se habría percatado de que a su hermana le agradaba salir de la casa más allá de lo estrictamente necesario, lo que para muchos como él no era nada encomiable, pues la mujer debía ser casera y no andariega. No tardó en reaccionar con toda violencia:
(…) a las primeras noticias le quitó quanto tenía, y avia trahido de joyas, oro, plata, vestidos y demás quando volvió de Estremadura y entró en dicha casa, y aunque lo tenía cerrado en sus arcas, fue en vano esta deligencia pues a falta de las llaves rompió cerrajas y retiró quanto tenia quedando doña María con solo el vestido y manto permetidos y decentes al estado vidual.2
Ella sabía a lo que se enfrentaba. Lo sabían todas las mujeres. Y eligió el dolor, el de perder a sus hijos, antes que permanecer quieta por el temor que pudieran suscitarle unos hermanos deseosos de gobernarla a ella y a toda la familia. Cuando María respondió a aquel ataque contra lo que era suyo, un ataque lleno de simbolismo por cuanto las cajas de novia de las mujeres contenían recuerdos y secretos muy personales y era una muy antigua costumbre pasárselas de abuelas a madres e hijas, entonces no dudaron en afearle hasta el lenguaje empleado, como algo impropio de la dama que era y de la familia a la que pertenecía, entre ellas
(…) lo peor de todo es acriminar el modo de hablar doña María en los artículos sobre los quales recayeron las respuestas personales usando del término robo y urto (…) las obligaciones de hija y hermana no dan lugar para usar de tales términos a una acción hecha por las personas que eran.
Trataban de desacreditar a María diciendo que no se comportaba como debía. Ni lo había hecho como madre, ni como hermana, ni como hija. Sus emociones en esos tres estadios, todo cuanto en ella debiera ser “natural”, habían quedado postergadas por dejarse llevar por su propia voluntad, por su egoísmo. Y eso merecía un reproche. De alguna manera la reacción de Raymundo era consecuencia de un sentido de familia con capacidad para ejecutar ese reproche, para ejercer una pequeña justicia doméstica que él representaba como cabeza de la familia, por hallarse ya muy viejo su progenitor e imposibilitado de ejercer tal función (Fargas, 2018). Sus emociones son producto de su cultura, y ante la mirada de la sociedad en que se insertaba él pensaba que debía actuar así. Desde muy jovencitos, esos hombres predestinados a gobernar una casa grande, compuesta por su propio núcleo si se casaban y por quienes permaneciesen célibes y por lo tanto subordinados a aquél, se habían educado en la convicción que confiere el poder a todos sus actos. En este sentido, incluso si se cree en lo espontáneo de tales reacciones, más allá de códigos y constructos culturales, hay que señalar que -a diferencia de las mujeres- a ellos se les había enseñado una cierta mayor libertad en la relación cotidiana con los suyos, una manera de no poner coto a su temperamento. Un asunto sobre el que sí se había empezado a hacer pedagogía cuando se trataba de la esfera de lo público, al menos desde la época del renacimiento. Esa libertad de actuación con los suyos, dentro de la casa, implicaba a la vez un sentido de lo privado que se iba fortaleciendo, ese espacio donde uno es más su propio yo, a diferencia de lo que es puertas afuera. Pero estos cambios pudieron tardar más en sellarse cuando correspondía a las mujeres. En este sentido, en María se encuentran, por comparación, unas pautas de conducta y unas emociones corregidas. ¿Qué sentido daba a la familia esta diferencia de trato emocional? Simplemente la jerarquizaba. Mientras unos se auto-coaccionaban fuera y se liberaban dentro, otras lo harían en ambos lugares, dentro y fuera, con la sola opción de forjar espacios invisibles de libertad. En este espacio es donde María buscó sus amistades, sus sororidades.
La ira de Raymundo, entre el poder y la moral
Aquí fue el romper Raymundo los límites a la razón y encendido en cólera dio tan extremadas muestras de sentimientos con palabras y echos que llevó la admiración de todo el lugar siendo la noticia y demostración de este sentimiento tan notoria y publica como común, siendo a personas de lustre y también a las que no lo eran objeto de conversaciones.
Así exclamaba María en sus alegaciones la desazón sentida al comprobar tanto desprecio en su hermano mayor. Naturalmente esta situación tenía que destapar tensiones y emociones reprimidas durante mucho tiempo, no habían surgido en el último instante. Raymundo jamás había asimilado la herencia de su hermana, que la suponía fraudulenta, y ahora, arrebatada la tutoría de sus sobrinos, estaba decidido a tenerla en sus manos y administrarla sin trabas. Así, el 9 de diciembre del mismo año de 1667 puso pleito contra aquella pidiendo que fuese condenada a restituirle los bienes que fueron de Alejandro Morera. Motivos para dudar de la autenticidad de la herencia tenía, no obstante. Fallecido intestado, al decir de María, Alejandro había expresado su última voluntad ante un testigo, de quien no se conocía el nombre y que nunca compareció en el proceso. Su defensa siempre se había basado en los sentimientos que afirmaba le había tenido su marido y que él mismo había confesado a otras personas: “sentía no tener muchos más bienes para dejarle, por lo mucho que la amaba, todo lo cual le oyó decir y repetir en varias ocasiones".3 Es más, entre sus argumentos reproducía la intención de Alejandro de heredarlapara que “llevase todos sus bienes y fuesse señora dellos sin dependencia de nadie (…) y que todos fuesen suyos sin que ninguna persona le pudiese pedir jamás cuenta alguna”.4Tras estas palabras, declaradas por otros testigos, se intuye la frustración de María por el engaño de su dote. Y, en consecuencia, su deseo de independencia, de construcción de su propia vida, son notas que van caracterizando cada uno de los pasos que iba dando. Significativa es también la alegación que en este punto opuso Raymundo y que muestra cuan incomprendida era esa actitud en una mujer. En efecto, para Raymundo sólo existía en esos casos una opción para una mujer, madre, y es que actuase exclusivamente por sus hijos. Y nada mejor para ello que afirmar que “el amor paterno no admite semejante determinación”.5 Para él era imposible que Alejandro desheredase a sus hijos, unos inocentes niños pequeños, de igual manera como era inadmisible que la madre de estos, por su amor maternal, fuese cómplice de tal extremo. Para Raymundo, que era soltero y no se le conocían hijos, los padres sólo debían o podían actuar en beneficio de sus hijos. Y el amor a los hijos lo concebía en términos de compensación, como lo era la discutida herencia.
María se sintió provocada con este pleito. Ella, que al fallecer Alejandro había suspendido la demanda por una dote jamás recibida, volvió a instarla y citó nuevamente tanto a su padre como a su hermano. Discurría el 12 de diciembre de 1667. Las relaciones estaban completamente rotas y además ya no tenía a sus hijos, todo había sucedido a un ritmo vertiginoso. Y quien tanto había hablado del amor paterno y materno, era ahora el mismo que impedía con rotundidad, con la connivencia de su hermano fraile, toda posible relación de aquellos niños con su madre. Ese era Raymundo. Y así, no la dejaban verlos y tampoco les dejaban a aquellos niños que vieran o visitasen a su madre, ni tan sólo que coincidiesen en medio de la calle. Constaba así por parte de varios testigos para quienes era evidente esa prohibición. Criadas o amigas que los sacaban a pasear recibían avisos, una y otra vez, en este sentido. Magdalena Magarola, amiga de la familia, recogió en varias ocasiones a la pequeña Beatriz para pasearla en su carruaje y llegada allí recibía idénticas instrucciones.
En menos de dos años el empeoramiento de la salud de su padre le dejó postrado. A la altura del 20 de agosto de 1669 María deseaba ir a verlo, despedirse: “impelida por la aflicción y por el amor filial resolvió ir a ver a su padre Josep Espuny”.6 Pero sintió temor, seguramente el mismo temor que conocía ya cuando tomó la decisión de casarse en secreto. Por algo la había tomado. Temor también a ser agredida, verbal, físicamente. Por ello no tuvo fuerza para ir por sí misma, necesitó sentirse apoyada y hubo de reunir “un consejo de personas allegadas y se lo aconsejaron”. Los conflictos tenían vida más allá de los tribunales y sus asuntos se trataban, se pensaban o se llegaba a mediar, en privado. Parece que las mujeres tuvieron cierta presencia en los consejos de familia, una institución caída en desuso desde los tiempos finales de la edad media pero resucitada levemente en coyunturas de conflictos donde se encontraban mujeres solas, viudas, aunque no pobres, y por ello amparadas en una red de amigos, deudos, parientes. Y así, se preparó para la visita. Y aconteció lo que tanto la inquietaba:
(…) llegó a la casa de su padre y en aquella sucedió la demostración que hizo Raymundo y su hermano, que fue sacarla de casa a empellones, atropellando entre ambos (…) fue amenaçada que si no se iba la echarían por la ventana, maltratándola con palabras tan injuriosas e indecentes.
No la dejaron ver a su padre. Falleció este sin que ambos pudiesen intercambiar media palabra. En tan penosas circunstancias, negándose sus hermanos al más mínimo entendimiento, diálogo o conversación, María optó por no poner límites a su defensa. Así, como su padre no había hecho testamento, pensó que le pertenecían la mitad de los bienes de su abuelo paterno por un viejo vínculo puesto por este. Pero había que determinar cuáles eran estos bienes, de modo que consiguió el 4 de septiembre del mismo año una real provisión mediante la que se dio un breve plazo para que una comisión de expertos encabezada por un notario acudiese a la casa a fin de hacer inventario, y así se hizo
(…) lo que avivó el sentimiento dicho Raymundo, que gritando a voces a su hermano fray Francisco, desplegó de aquella boca contra hermano y cuñado palabras tan ajenas de hombre de juicio, que para no ofender lo sagrado de un ministro y la virtud de doña María no se atrevieron (…).
Todo ello llevó a Raymundo a dictar testamento en unos días. Creía estar tomando la decisión de su vida. En él se desahogaba y desheredaba a María y a toda la prole que descendiese de ella y de su segundo marido, Francisco de Ribera, testamento que María a su vez impugnó para conseguir la nulidad. Esta pieza se encuentra intensamente impregnada de emociones encontradas. Eran la ira y el odio, hacia ella y hacia Francisco, lo que María alegaba en contra de tal acto. Unos sentimientos que eran también de desprecio: “al nombrar Raymundo a Don Alexandro le llama con todas aquellas partes de Nobleza, Habito, puesto y al llegar a nombrar al Noble Don Francisco de Ribera (..) le regateó el nombrarle con dichas cualidades”. María soportaba aún peor la exclusión de sus otros hijos, alegando
(…) no pudo concurrir causa justa para excluir a los hijos de Don Francisco de Ribera porque entonces solo se hallaba recién nacido Don José Antonio (…) era pues necesario proviniese dicha privación otro impulso, esto es, el odio al padre y el poco amor a la madre.
Un odio tal que se extendía “pasando a castigar inocentes”, como recogen sus alegaciones. Ello ponía en evidencia que María jamás había interpretado como una exclusión de los pequeños Josep y Beatriz el hecho que Alejandro Morera la heredase a ella. Se trataba tan sólo de un orden, de un tiempo que cabía esperar, respetar y enseñar a las nuevas generaciones, por eso recordaba algunas palabras de su primer esposo: “si sus hijos querían bienes, que se los procurasen ganar como él había hecho”.7 A María le dolía que ni siquiera Raymundo conocía a sus otros hijos, ni los quería conocer, ni tampoco se sosegaba por saberlos tan pequeños:
(…) si el amor del padre es amar a los hijos más que assi mismo siendo el amor de la madre más excelente que no el del padre (…) qué será el amor de la madre? (…) y si esto es verdad como es infalible, quien dudará quan violento es en la madre reprimir este ardor (…) y si a los ojos del mundo en el sobrino por el amor al tío hace punto el empeño, qué sea con la madre (…) siendo más en ella reprimir los efectos del amor.
Y hablaba de emociones negativas y desmedidas que habían nublado la razón de su hermano, como el odio, la ira. Sin embargo Raymundo y sus testigos supieron bien decirle al juez que se trataba de un hombre modélico, de quien no cabía sino esperar un comportamiento en el mismo sentido:
(…) mientras vivió fue naturaleza residiendo en el mansedumbre (…) cavallero pacifico, quieto y de entrañas tan pías y christianas (…) que vivió siempre muy ajustado a su conciencia con singular temor de Dios frequentando muy a menudo los Sacramentos, teniendo particular devoción de oír misa todos los días con otras virtudes, que no era hombre vengativo, iracundo, ni mal sufrido, ni amigo de odios y rancores.
Para él las emociones se sujetaban a la moral. Si era buen cristiano y practicaba como tal, de su conducta nada malo podía desprenderse. Y además
(…) al tiempo inmediato a la fecha del testamento, fueron singulares las diligencias christianas con que se previno Raymundo para hazerle y, después de consultados los abogados, acudió a Dios con muchas oraciones, confesando y comulgando el día mesmo y después de tenerlo concluido manifestó con mucha alegría, desahogándose con Juan Baptista Soler mayordomo de su casa de toda su confiança.
Así pues, el testamento se había decidido bajo inmejorables condiciones. Palabras que acusaban y desdeñaban a la parte contraria, pues según aquel su hermana no podía presumir de lo mismo, capaz de abandonar a sus hijos y elegir casarse en vez de permanecer junto a ellos como una buena viuda y una buena madre. En ese caso sí que la hubieran respetado, como ya se había demostrado por “el amor y buena voluntad que Raymundo y Joseph de Espuny tenían a doña María mientras estuvo viuda”. Cuando estas afirmaciones llegaban a oídos de María, esta no dudaba en señalar que “este amor, las señales del qual se pretende probar quedaría en términos de sólo intelectual; porque los echos y realidad prueban aborrecimiento”. Para ella no era la moral, las formalidades, los pensamientos, sino las realidades y los hechos testimonio de los sentimientos. Una mujer con una cierta experiencia estaba acostumbrada a diferenciarlos. Ya en su primera boda había podido constatar la distancia que existía entre las alegrías de la familia y su temprana indiferencia al cesar presto el pago de la dote prometida. Raymundo, por el contrario, no tenía apenas otra experiencia que la vida junto a sus padres y el irrefrenable deseo de gobernar a la familia.
El 6 de abril de 1672 y el 15 de septiembre del mismo año María obtenía sentencia favorable sobre la restitución de la dote y de los bienes de su primer marido. El 14 de diciembre de 1675 también le era favorable la resolución al pleito que había puesto sobre la nulidad del testamento de su hermano. Quedó probado que este lo había hecho “inconsulto calore iracundiae et in odium”. Para entonces, él ya había desaparecido, como también su hermano Joseph que continuó el pleito tras aquél. Los fundamentos que apoyaban la sentencia desarrollaban, en base a numerosos autores y doctrina, las nociones de ira y odio como impedimento de validez:
(…) de dichas tres especies de ira, la primera es la momentánea, de la qual no se trata, la segunda y tercera son la permanente, que tarde pasa, teniendo continuado fomento en la causa, que con cabida en el sujeto humano causa aquel apetito de vengança (…) esta es la que tratamos y la que en la real Sentencia se motiva, el inconsulto calor de iracundia (…) el hombre posseydo de ira es semejante al furioso y el iracundo no se juzga estar en sí como dice Terencio (…) ni puede decirse el hombre iracundo estar en plenitud de juicio (...) impide la ira el entendimiento y el animo (…) no son una misma cosa la ira y el odio, y es de mayor eficacia la ira que el odio teniendo entre sí mucha diversidad, aunque se diga que la ira se juzga por porción de odio, dizelo agudissimamente Aristóteles (…) se sigue que el odio y la ira no corren parejas y que no pueden aplicarse a la ira los movimientos que produce el odio, ni al odio los efectos de la ira (…) y aunque se ha intentado aplicar algún cuidado y revolver diferentes libros, no se ha podido dar alcance a doctor alguno theólogo, moral, jurisperito ni histórico, que haga ni constituya en la ira y por grados de aquella la concitación, aversión, antipatía o indignación (…) puede caber muy bien que un hombre en todas materias tenga el discurso libre y quieto el ánimo y que en una sola esté turbado y privado de la razón.
Además, se subrayaba el hecho:
Raymundo era hombre benigno, quieto, apacible, de buen trato, que sus partes eran amables, que antes de morir de la enfermedad confessó y comulgó, porque todo esto no hace argumento ni quita que en el acto del testamento no estuviera enagenado de sí por la iracundia que causó en su corazón el ánimo de vengarse.
Raymundo había admitido que le disgustó enormemente la boda de María. Pero no por su marido. La posición de este era dignísima y además en Cataluña no cuajó, como si sucedió en otros territorios de la monarquía, prohibición alguna sobre las alianzas matrimoniales de la magistratura de las audiencias con su entorno social. A la luz de la documentación procesal aquí utilizada y de sus extensos argumentos, lo que él detestaba era la decisión de su hermana, que juzgaba una huida del deber, del honor. Tampoco era soportable para él, asumir que, en su familia, de buena fama, sucediese lo que estaba tan lejos de sus ideales, las segundas nupcias de una hermana que era madre y sin solicitar permiso. Eran demasiados sentimientos de reprobación y de rabia que tenía que desarrollar de algún modo y ese modo era la venganza.8
Micro-relatos de familia y algunas conclusiones
¿Acaso desconocía María como era su hermano, o hasta donde era capaz de llegar ante las adversidades, ante la oposición contra su voluntad? ¿pudo sorprenderse realmente, ella que se mostraba tan atenta a los hechos? Apostó al máximo asumiendo todo el riesgo. En ningún momento aparece nada en las alegaciones que haga pensar en su deseo de volver atrás. María sabía lo que quería, perseguía liberarse de su familia, buscando mayor autonomía, regirse si no por sí misma en tanto que se volvía a casar, sí desde un espacio nuevo que ella y sólo ella había decidido que fuese ese. Le asfixiaba sentirse tutelada por sus hermanos, no así por un marido. Una mujer de su posición se hallaba en condiciones de aprovechar las opciones que la vida le presentaba. Al quedar viuda con dos niños, qué mejor que elegir regresar a su casa donde aquellos se podrían criar con la compañía de dos tíos solteros que tanto lo estaban deseando. Probablemente luego cambió de opinión, o no. Y siguió luchando en y por su vida.
Penetrar históricamente en las pequeñas experiencias que nos ofrecen la documentación procesal y las alegaciones jurídicas, constituye un apasionante viaje hacia un lugar de confusas fronteras que nos hace bascular entre la fuerza del contexto, el impacto de su tiempo y la literatura de vida. Esta última nos lleva a comprender maneras de hacer, acordes y desacordes, respecto a su espacio, a su lugar. E incluso cada una de ellas es como un puzzle, se desgrana en varias más. El peso de las emociones en este punto es crucial. Las emociones tienen su género, evidentemente, pero también lo buscan. En este relato un hombre, Raymundo, siente o muestra emociones como se espera que haga, y una mujer, María, muestra emociones como no se espera que lo haga. Pienso que María actúa en función de unas emociones cuya identidad está construyendo permanentemente. Ella defiende el amor de su primer marido hacia ella como algo que está por encima de sus hijos. El relato nos plantea constantemente los encuentros y los desencuentros mutuos entre el amor y el odio, los elementos opuestos y a la vez coordinados que van tejiendo sinuosamente entre sí las pequeñas y grandes historias. ¿Pero, acaso se siente más esposa, que madre? Lo que sí está claro es no afectarle el modelo que se espera de ella. Y cuando deja a sus primeros hijos, cuando admite su preterición en el testamento paterno y, en cambio, cuando lucha por incorporar a sus segundos hijos frente a la excluyente decisión de Raymundo, parece guiarse por emociones contradictorias. Sin embargo, la posición de su vida es diferente, su lógica es distinta, ya no es una madre sola sino una madre fuerte. Y a todo esto, al igual que las emociones, la familia si bien aparentemente está resquebrajada, en realidad lo que está es en movimiento, en una tensión muy potente entre la hegemonía y la insubordinación. Y fue la no aceptación del cambio lo que finalmente destruyó la relación. Un cambio de roles, de identidades, evidenciado por medio de las emociones.
Archivos consultados
BICAB Biblioteca del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona, Barcelona, España.
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Notas