Dossier

Argentinos, ciudadanos, electores Legisladores y publicistas en la búsqueda de alternativas para la construcción y representación de una comunidad política. Una mirada exploratoria1

Argentines, citizens, voters. Legislators and journalists searching for alternatives in constructing and representing a political community. An exploratory look

Marta Bonaudo

Estudios del ISHIR

Universidad Nacional de Rosario, Argentina

ISSN-e: 2250-4397

Periodicidad: Cuatrimestral

vol. 11, núm. 29, 2021

revistaestudios@ishir-conicet.gov.ar

Recepción: 21 Enero 2021

Aprobación: 10 Febrero 2021



Resumen: El siguiente artículo se propone realizar un acercamiento al complejo proceso de construcción de las diferentes instancias de representación a partir del pacto constitutivo de 1853, en Argentina. Mirar los instrumentos creados para que el elector delegue su porción de soberanía, dirimir las calidades de electores y analizar las estrategias elaboradas por los diferentes actores sociales para integrarse a la comunidad política en conformación, son algunos de los planos de reflexión, con el objetivo de habilitar nuevos análisis comparativos con otras realidades latinoamericanas o europeas.

Palabras clave: historia política, soberanía, elecciones, Constitución 1853, ciudadanía.

Abstract: This paper analyses the complex process of construction of the mechanisms of political representation that functioned since the 1853 Constitution in Argentina. With this aim, it considers the instruments created in it for the voter to delegate his portion of sovereignty as well as those that established the qualifications required for voters. It also revises the strategies developed by different social actors to integrate into the political community. These reflections will also enable new comparative analysis with other Latin American and European realities.

Keywords: political community, representation, Argentina, 1853 Constitution.

El objetivo de este artículo es acercarnos al complejo proceso de construcción de las diferentes instancias de representación a partir del pacto constitutivo de 1853 en la realidad argentina. Mirar los instrumentos creados para que el elector delegue su porción de soberanía, dirimir las calidades de electores y analizar las estrategias elaboradas por los diferentes actores sociales para integrarse a la comunidad política en conformación son algunos de los planos de nuestra reflexión con miras a lograr ciertas comparaciones con otras realidades latinoamericanas o europeas.2

Un primer intento en esta dirección se centra en la observación de las herramientas institucionales a las que las elites rioplatenses apelaron para dar forma a esa primera comunidad política que debía configurarse luego del pacto constitutivo. No es casual que, ligadas a los debates sobre las leyes electorales que regirían la construcción de las nuevas representaciones para la conformación del Ejecutivo y Legislativo Confederal (luego Nacional), se discutieran y sancionaran leyes de ciudadanía. Antes de definir la condición ciudadana y, por ende, la de elector y elegible, el legislador se vio enfrentado a la necesidad de dirimir la calidad de “argentino” frente a la de “extranjero” a fin de resolver códigos de inclusión y exclusión en el interior de la comunidad política en construcción. Este es el punto de partida de un proceso cuyos lineamientos intentamos seguir y que –inscripto entre las décadas de 1850 y de 1880– parece cerrar un primer ciclo de debates electorales que se reabriría a la vuelta del siglo.

Argentinos simplemente…

Recorrer los debates parlamentarios de las décadas de la llamada “organización nacional” nos enfrenta, por un lado, a las urgencias de una construcción, a las dificultades de un poder constituyente y a las tensiones que imponía la preexistencia de Estados-Provincia y la pervivencia de los particularismos. Es indudable que, entre otros, plantearon verdaderas dificultades los problemas ligados con el ámbito espacial en el que se ejercería el poder y el de quiénes serían “sujetos de derecho” e integrarían la nueva comunidad política. Mientras se iba definiendo con diferentes estrategias y con mayor claridad y precisión la condición jurídica y jurisdiccional de aquellas áreas que, inicialmente bajo dominio indígena, y consideradas como extensión de los estados provinciales existentes, se incorporaban a la República a través de sucesivas campañas militares, intelectuales y políticos se abocaron arduamente a la segunda cuestión.

En un escenario signado por la caída de Rosas, la configuración del poder Confederal, la secesión del Estado de Buenos Aires y la nueva rearticulación política luego de Pavón, trataron de dirimir quiénes iban a ser considerados “habitantes” y quiénes “ciudadanos” a través de la sanción de tres leyes de ciudadanía (1857; 1863; 1869). Si bien era imprescindible y urgente establecer la diferencia entre quiénes pertenecerían al “pueblo soberano” y quiénes quedarían excluidos de la ciudadanía política (Botana, 1977: 57), tal debate se inscribía en otro mayor relacionado con el modo en que se imaginaba la soberanía del pueblo, las instancias de delegación del poder ciudadano, las calidades de esa ciudadanía en acción y las formas de representación a que iban a dar lugar. Apelando a préstamos intelectuales y a la experiencia vivida, confrontando modelos europeos con la tradición norteamericana y de algunos espacios latinoamericanos, políticos y publicistas fueron pergeñando diferentes miradas en torno a aquel actor portador de derechos civiles y políticos a partir del cual se deslindaban a su vez los dos campos, el del “pueblo político” y el del “pueblo civil” y se pautaban los criterios de la representación pasiva y activa: el ciudadano. El camino que se transitó partió de una concepción amplia de la “soberanía del pueblo” ya que siguiendo los criterios de universalidad del voto sólo apelaron a lógicas de exclusión etarias, de género y de nacionalidad. Tal amplitud hacía más imperativa la necesidad de delimitar la condición del argentino.

En junio de 1857, separada la Confederación del Estado de Buenos Aires, se discutió la primera ley de ciudadanía de la etapa constituyente.3 La norma establecía una clara distinción entre quienes eran “argentinos simplemente” y aquellos que iban a ser considerados “ciudadanos”, disquisición que llevaba implícita diferentes acepciones jurídicas. Como la universalidad de la condición ciudadana sólo requería para acceder a ella ser varón nativo o naturalizado mayor de veintiún años,4 una primera definición clave para establecer parámetros de inclusión/exclusión residía en la situación de “extranjeridad”. En el marco de una sociedad que había apostado fuertemente a la integración de inmigrantes, la cuestión no constituía un dato menor ya que se intentaba reglar nada más y nada menos que el ejercicio de los derechos políticos. En muchos de los diputados y senadores primaba el criterio de conservar la liberalidad constitucional equiparando al nativo con el extranjero que, tras dos años continuos de residencia, obtuviera su carta de naturalización. La mayor dificultad se encontraba, sin embargo, en los hijos. Un frente de conflicto podía presentarse en aquellos hijos de padres argentinos nacidos en el extranjero; otro, sin duda, ligado a los extranjeros nacidos en el país. En el primer caso, intentando mantener criterios de liberalidad, las argumentaciones se centraron inicialmente en torno a la sujeción a la contribución de sangre o bien a la vinculación con el territorio. Ello condujo a ciertos diputados a plantear la necesidad de hacer extensivo el derecho a la nacionalidad a los hijos de madres argentinas5 y a aceptar la posibilidad de la opción entre la nacionalidad argentina o la del país de nacimiento.6 Sin embargo, un buen número de legisladores pretendía no dejar lugar a la ambigüedad, determinando la obligación de solicitar una u otra nacionalidad.7

El segundo caso, el de los hijos de extranjeros, excedió indudablemente el ámbito parlamentario. No se trataba de un debate nuevo y había sido fruto de diversas reflexiones en el tiempo. En la coyuntura, sin embargo, adquirió alta significación y fue retomado provocando enfrentamientos e incluso tensiones en el ámbito institucional. Aquí nuevamente Alberdi y Sarmiento polemizaron frente a la cuestión del extranjero. Para el segundo, entrar en esta discusión era poner en juego todo el régimen político en construcción. Tal como lo había planteado en sus Comentarios8 en 1853 y como lo destacó Botana (1984: 341), Sarmiento intentó “(…) aplicar a la Argentina la filosofía pública de los Estados Unidos según las lecciones de Story y del juez Marshall”. Pretendió, en esta dirección, a través de un verdadero “trasplante institucional” –orientado no sólo a terminar con la herencia colonial sino a desestructurar la “monarquización alberdiana del mando ejecutivo” y reducir el poder de las oligarquías provinciales– potenciar las calidades ciudadanas al multiplicar las experiencias municipales dentro de las cuales el inmigrante naturalizado era esencial. Alberdi, en cambio, imbuido de una fuerte concepción centralista para la república, alimentada por el pensamiento doctrinario de Guizot y Pellegrino Rossi (Botana, 1984: 345), insistió en limitar el acceso y ampliación de la libertad política, abriendo al extranjero como al conjunto de habitantes el amplio campo de las libertades y garantías civiles. Consecuentemente, su propuesta reafirmaba el criterio de una nacionalidad opcional. Con argumentaciones como la siguiente: “Nuestra Constitución no impone la ciudadanía al extranjero que no la quiera (…) Nuestra Constitución quiere población. No le importa que ella sea de ciudadanos o extranjeros (…) Quitar al hijo del extranjero la nacionalidad de su padre, es echarle (…)”, firmó en abril de 1857 el tratado con España de reconocimiento de la independencia argentina. Este, al conservar la nacionalidad española a los hijos de aquéllos nacidos en el país, fue rechazado por el gobierno confederal.9

Pese a la decisión del Ejecutivo Confederal, varios de los diputados compartían el criterio alberdiano. Así, el diputado Lucero sostenía que en el artículo 2º de la ley se debía proponer:

Que el objeto de esta era hacer comprender al extranjero que viniese á establecerse en el territorio argentino, que sus hijos podían seguir la nacionalidad de sus padres sin que la Nación Argentina se opusiese al efecto. Que el propósito de este artículo era quitar toda traba á la inmigración y evitar también que se mantuviese la duda respecto de algunas personas que por ser hijos de extranjeros, se dudaba si eran argentinos; que á mas, esa disposición impelería á estos á fijar su condición.10

Reaparecía una y otra vez el fantasma del futuro si la ley dejaba abierta la puerta para la opción al que naciera en estas tierras. Es por eso que en 1863, ya unificada la República, algunos legisladores −mirando ciertas experiencias europeas como la inglesa, las latinoamericanas o las del propio Estados Unidos− recuperaban la voz sarmientina en las páginas de El Redactor:

(…) sino se obligara á los individuos nacidos en el territorio de la República á aceptar forzosamente la ciudadanía argentina, vendría á tener en el curso de muy poco tiempo, que la República Arjentina sería compuesta de alemanes, de ingleses, de franceses, de extranjeros que levantarían su bandera pretendiendo que se les atendiese siempre con preferencia al ciudadano, de extranjeros que no tendrían verdaderamente patria, porque estando lejos de aquella cuya ciudadanía de orijen habían aceptado, solamente reconocerían su Gobierno para exijir en contra del Gobierno de su país nativo preferencias y prerrogativas del país de su nacimiento (…).11

“La nación sin nacionales” −a la cual Sarmiento todavía haría referencia en sus editoriales de 1883− reaparecía una y otra vez en el imaginario. Es por eso que, a diferencia de las ambigüedades del 1857, las leyes de ciudadanía de 1863 y 1869 ratificaron el criterio del ius solis ya que, como afirmara el diputado Mármol, “(…) el hombre es de la tierra en que nace (…) de la bandera bajo la cual nace (…)”.12 La decisión, por otra parte, no afectaba en demasía a los hijos de argentinos nacidos en el exterior, privando aquí, como se marcó en algunos debates, una cuestión de conveniencia ya que, numéricamente, el fiel de la balanza se inclinaba hacia la multitud de inmigrantes que anualmente llegaban y podían incluirse potencialmente. Paradójicamente ninguna de las dos normas hacía referencia alguna a aquel actor cuyos vínculos con la tierra precedían largamente al de las comunidades blancas: el indígena. Sin embargo, iba a ser el ius solis el que lo anclara en el interior de la nueva comunidad, con características particulares.13

La tradición norteamericana, una vez más, les serviría de base para establecer los medios e instituciones destinados a la obtención de la carta de ciudadanía14 y para poner coto a las presiones de algunos países europeos, como Francia y España, con miras a obtener tratos preferenciales para sus connacionales.

Cuando el debate parecía haber quedado atrás en el tiempo, la conformación de ese híbrido jurídico y jurisdiccional que comportaron los denominados Territorios Nacionales volvió a poner sobre el tapete la discusión entre “habitantes y ciudadanos”. Si el pacto constitutivo de 1853 colocó a esos espacios aún no controlados políticamente como prolongaciones de ciertos estados provinciales, la ley de 1884 les impuso la calidad de divisiones geográfico-administrativas dependientes directamente de la nación.15

La ley que reglamentaba la administración y gobierno de tales territorios, alimentada nuevamente por las experiencias de la expansión norteamericana hacia el oeste,16 generó −para quienes los habitaban precedentemente o pretendían hacerlo− una condición asimétrica con los habitantes de los estados provinciales. Esta situación fue arduamente defendida por ciertos diputados, entre ellos un salteño −afectado por la pérdida territorial de su provincia en el Chaco− que negaba al Congreso la autoridad para producir tal rearticulación en la República, remarcando el efecto que esas acciones tendrían sobre sus pobladores:

Pero (…) ¿cómo, en virtud de qué razón puede sostenerse que ellos, que tienen sus autoridades constituidas, que contribuyen con su voto a nombrar el gobierno de Salta, como contribuyen también á formar el de la Nación, eligiendo diputados al Congreso, que ellos, que gozan de todos esos derechos, han de pasar a ser habitantes sin derecho alguno, con garantías nulas, como son las que corresponden á los habitantes de los territorios federales?

Indudablemente, el diputado señalaba la paradoja de “ciudadanos” convertidos por el cambio jurisdiccional en meros “habitantes”. Se producía en este caso una pérdida de la calidad de ciudadano, no por cuestiones infamantes, sino por la modificación jurisdiccional del espacio. La idea resultaba compartida por voces que emergían de otras provincias afectadas y los argumentos potenciaban la pérdida real de derechos políticos y la conversión de esos hombres en parias en el interior de la comunidad.17 El parte aguas de la configuración de las nueve gobernaciones territoriales concluyó por dar forma definitiva en el siglo XIX a la trama de una comunidad política en lo que hacía al debate de “habitantes y ciudadanos”, con su fuerte carga de exclusión y la pérdida de la calidad ciudadana de un conjunto de actores.

El ciudadano que pergeñó el debate de la leyes precedentes quedaba, en consecuencia, configurado a través de una serie de rasgos distintivos: en primer lugar, por su pertenencia jurídica a la nación en construcción en aquellos espacios jurisdiccionales a los que se consideraba portadores de “atributos de poder” (los estados provinciales que precedieron al pacto); en segundo lugar, por su integración a una colectividad concreta pautada por la residencia y los servicios a la Patria en sentido amplio en el caso de los extranjeros naturalizados; y, en tercer lugar, por su autonomía, concepto que se ligó directamente con la capacidad civil del individuo como responsable de su persona y sus bienes y, por ende, se plasmó en la imposición etaria de haber alcanzado los veintiún años.18 Sobre estas condiciones iniciales se sobreimprimió el otro debate, aquel en torno a la soberanía, el derecho al voto y la propia estructura de representación, que colocó en el primer plano al universo de electores y elegidos.

La raíz del árbol”: el soberano

Definido el criterio de la nacionalidad que colocaba el concepto del pueblo soberano, esa abstracción, en el interior de una totalidad social identificada con la nación, resultaba imprescindible centrar la atención sobre el complejo universo ciudadano, dando respuesta a un conjunto de interrogantes que giraban en torno a la regulación del derecho de voto pues era a partir de ésta que se dirimirían las claves de la ciudadanía política.

Sin embargo, la agenda de problemas que se les abría a los “constructores” de la República les obligaba inicialmente a interrogarse sobre cómo entender la “soberanía del pueblo”, en qué atributos apoyarla, cómo asegurar la libertad sin afectar las condiciones de igualdad y el goce pleno de las libertades. Para avanzar en el debate y trazar las líneas directrices de las normas que regularían la vida de la comunidad, necesitaron respaldar sus reflexiones en distintas vertientes del pensamiento político, desde teorizadores de la Ilustración, pasando por los debates renovados que les ofrecían intelectuales, políticos y publicistas ingleses, franceses, norteamericanos, hasta llegar a las agudas observaciones que, sobre el funcionamiento concreto de sus emergentes instituciones aportaban ensayistas y viajeros. Varios de ellos recurrieron a la tradición hispánica precedente y la misma reapareció resignificada en sus propuestas. Sin embargo, en la mayoría de los casos, fue el ideario liberal doctrinario el que impregnó sus contribuciones y a partir del cual se trazaron las principales disidencias.

El debate parlamentario entre 1857 y 1877 se centró en las leyes electorales de la República. En su interior, se reformularon los presupuestos iniciales, particularmente aquellos ligados a la “generación del ’37”, y se desplegaron planteos y propuestas que habían alimentado los editoriales de los periódicos de época y su cultura libresca. No vamos a detenernos ahora en él, pero resulta importante, por lo menos, marcar algunos de los rasgos centrales de una discusión que condicionó la sanción de aquellas normas. Se podría pensar que el concepto de sufragio universal tendría su equivalente en el de democracia, sin embargo, estos eran dos términos de una ecuación que tanto el liberalismo decimonónico europeo como el latinoamericano dominantes solían poner en cuestión como etapa última de su desarrollo –más allá de ciertas posturas argumentativas que las articulaban– y que representaban para muchos la antítesis de la propia concepción liberal (Manin, 1998: 11-13). Ello explica, concomitantemente, por qué la configuración del régimen liberal que planteaba sobre nuevas bases la soberanía, aún en una vertiente de mayor progresismo, se hizo, sin embargo, bajo dos presupuestos que indudablemente eran compatibles con el clima de ideas que atravesaba los mundos europeos y anglo o latinoamericanos: el voto debía considerarse más un mecanismo de delegación que de participación y esa delegación tenía un receptor privilegiado, los miembros de las elites. Paradójico desenlace de una ideología política que, asentada en la igualdad y la libertad, no podía eludir en clave política la compleja trama de las jerarquías sociales. Por ello también los “progresistas”19 debieron apelar a verdaderas operaciones de ingeniería política a fin de llevar a la práctica sus propuestas.

Para los partidarios de la “soberanía del número” que equilibraba la relación entre libertad e igualdad como era el caso de Sarmiento, resultaba imprescindible que la misma se encarnara en el sistema de representación –alejándose de las representaciones estaduales de la Confederación rosista– convirtiéndose en un atributo directo de los mandantes. Imaginaba al pueblo compuesto de nativos e inmigrantes naturalizados que expresaban una nueva ciudadanía, alimentada por la práctica de los derechos, el reconocimiento de las obligaciones y estimulada por una educación cívica. Frente a ese ideal, aparecían otros diagnósticos que descreían de la primacía de la igualdad, como garante necesario en el camino hacia la democracia, recuperando las imágenes más fuertes de la etapa rosista.

En esta dirección, hombres como Alberdi concebían a las mayorías como estigmatizadas por una anomalía esencial: ellas eran soberanas pero incapaces de entender y manejar su soberanía. Considerando que el sistema electoral, llave del gobierno representativo, implicaba discernir y deliberar y que “la ignorancia no discierne ni la miseria delibera”, proponía que “(…) la soberanía popular, sólo debe probar su existencia por una delegación franca y extensa en gobiernos que lo hagan todo para el pueblo, poco con el pueblo” (Terán, 1988: 198-201). El planteo parecía distanciarse de aquel que en sus Bases fundaba la legitimidad política en el sufragio universal pero resultaba altamente coherente con su recurrente intento de proponer –con miras a consolidar la gobernabilidad– un usufructo desigual de las condiciones de libertad, ofreciendo el goce amplio y sin retaceos de las libertades civiles frente al estrecho círculo de los “portadores de razón” y, a su vez, monopolizadores de la libertades políticas. Urgido por prioridades como las de afirmar el orden y afianzar la autoridad, trazó con rasgos firmes el perfil de una forma de gobierno que giraba en torno a un Ejecutivo fuerte, que renovaba sus vínculos con las oligarquías provinciales a las que al mismo tiempo pretendía subordinar. Tanto su visión de las formas de gobierno como de la soberanía popular fueron resistidas no sólo por quienes planteaban perspectivas liberales democráticas sino también por algunos que convalidaban miradas liberales conservadoras. Este fue el caso, entre otros, de Vicente Fidel López quien no sólo marcó su oposición tanto a los gobiernos personales como a los oligárquicos –con el argumento de que ambos conducían a lo que él denominaba “gobierno de lo ajeno”– sino que también disintió en el consenso alimentado por la soberanía del número o de la razón.

Considerando que los gobernados no constituían una masa amorfa e indiferenciada, dado que se hallaban inmersos en una sociedad de clases, sugirió la necesidad, en un “gobierno de lo propio”, de poner en práctica una “soberanía de los intereses”, redefiniendo en el interior del cuerpo político las condiciones de representación. En un intento extremo de conciliar perspectivas, propuso estructurar una representación bicameral para la legislatura bonaerense en la que operaran dos tipos de legitimidades. En tanto los diputados serían la expresión genuina de un sufragio universal, los senadores operarían como los fieles representantes de las clases propietarias (Lettieri, 1995: 34). Reivindicando a su vez la necesidad de recuperar el espacio municipal dentro del nuevo régimen –como un lugar de expresión de las demandas individuales y de aprendizaje cívico– proyectó también hacia él su concepción de la “soberanía de los intereses”, colocando a la cabeza de aquel a los padres de familia y reintroduciendo un cierto espíritu de cuerpo estamental. Apelando a ese cúmulo de reflexiones que los obligaba a pensar al soberano, las formas de gobierno y la representación, las elites elaboraron su legislación e impulsadas por sus urgencias avanzaron en la construcción del régimen político, dirimiendo las claves centrales del nuevo orden.

Encubriendo al ciudadano con el velo del misterio…

A lo largo de veinte años, cinco leyes (1857; 1859; 1863; 1873; 1877) pautaron la configuración de un concepto de representación asentado sobre cuatro claves: el referente individual de la representación, la unidad territorial del distrito (provincia) en el interior de un sistema plurinominal y el criterio de la pluralidad de sufragios. Bajo la cobertura de un sufragio universal, masculino y adulto, el modo de elección de los gobernantes fue consolidando –más allá de los debates y de las prácticas– formas de representación que combinaban una legitimidad emergente directamente de la voz del pueblo, sobre la base de la cuantía de población en el caso de los diputados, con otra indirecta, derivada del accionar de las legislaturas provinciales o de los colegios electorales para el caso de presidentes, senadores, gobernadores. Se mediatizaban así los modos de elección de estos últimos, tal como Alberdi lo preconizaba y había defendido arduamente en las páginas de El Federalista en el interior de la experiencia norteamericana. Sin embargo, más allá de la prescriptiva que iba a ordenar la dinámica electoral, resulta interesante analizar –a partir de las sesiones parlamentarias de ambas cámaras– el devenir de ciertos debates que los representantes consideraron esenciales a la hora de plasmar las normas y que daban cuenta de la existencia de tradiciones políticas en pugna que confrontaban sus perspectivas y posibilidades con miras a responder a los crecientes requerimientos de la construcción de la Nación. Entre ellos, tres fueron los nudos de mayor confrontación, incidiendo sobre otros cuyas referencias aparecían colateralmente en el escenario parlamentario: el voto como instancia clave en la construcción de las nuevas legitimidades y legalidades, la definición de los espacios electorales y las garantías para que la “verdad” del sufragio se plasmara. En esta oportunidad haremos sólo una aproximación a los dos primeros, ya que de ellos es altamente tributario el tercero.

“¿Qué será lo que los votantes podrán ocultar (…)?”. La pregunta planteada por el diputado Dardo Rocha en 1873 encerraba, en principio, uno de los desafíos centrales que giraba alrededor del voto, el de la modalidad en que sería expresado. Ya la discusión abierta en 1857, en el Senado Nacional, daba cuenta del disenso existente en el cuerpo en torno a aquel pilar fundamental del sistema electoral establecido por la Constitución: el sufragio universal. Aunque, de hecho, todo el procedimiento de emisión del mismo se ponía en juego.

En esa época, el senador Zavalía argumentaba:

El voto universal entre nosotros es un anacronismo, es una violación de las leyes de la naturaleza. Nosotros, pueblo en la infancia, ¿aspiramos á un grado de libertad que no han alcanzado las naciones más cultas y más libres de la tierra? Los Estados Unidos, la Bélgica, la Gran Bretaña, la Suiza, la España, han restringido el uso del sufragio con condiciones de propiedad ó inteligencia: ¿y nosotros no habremos de ponerle á lo menos esos límites? (…) Es seguramente, por espíritu democrático que se quiere comprender entre los electores aun á los individuos que ganen la vida al servicio de otros empleados en los trabajos más rudos y materiales (…) Pero ese es un mal modo de servir á los intereses de la democracia (…) Esa gente infeliz no tiene la capacidad suficiente para discernir los árduos negocios del Gobierno, ni comparar los sistemas, ni distingue las opiniones de los candidatos entre los que tiene que escoger; y lo que todavía es peor, es un instrumento dócil á la voluntad del patrón, que en los comicios electorales se multiplica en razón del número de sus sirvientes (…) y el resultado de una tal elección, no es por cierto, la representación del pueblo sinó la representación de la propiedad concentrada en unas pocas manos (…) En países como el nuestro, donde la educación está reducida á una porción impalpable de la sociedad es menester restringir el sufragio para que el sensato y deliberado de esa clase diminuta é inteligente no sea sofocado por el voto ciego de una muchedumbre autómata (…) Lo que no es producto de la razón y de la libre voluntad, no es acto deliberado, no es un acto humano (…).20

Indudablemente, imbuidos de la concepción alberdiana, posiblemente asiduos lectores –como aquel– de Guizot y de los debates parlamentarios de los años II y III, senadores como Zavalía recuperaban de algún modo sus voces: “La idea pues, de toda soberanía ilimitada, es impía, insolente, infernal (…)” (Botana, 1984: 356). Ellos explicitaban claramente una concepción del voto como función social y, por ende, como un derecho que no podía ser validado como “invariable y absoluto”, situación que abría la opción de la capacidad como criterio de inclusión. Ahora bien, si para algunos esta capacidad podía estar fundada en el criterio de la propiedad, de la afirmación de la riqueza como condición de excelencia social, para otros como Zavalía que, sin duda, partían de la necesidad de discriminar políticamente a los ciudadanos diferentes, resultó operativo apelar al reconocimiento de la “inteligencia” como valor complementario de utilidad pública, procurando abrir por esta vía las puertas de la comunidad política a quienes, sin la solvencia material que afianzaba la independencia de algunos, podían dar muestra de condiciones similares a partir de su capacidad cultural.

Les resultaba difícil asimilar el desafío que les proponía la política moderna. En lugar de considerar arcaicas las formas precedentes del lazo social, tildaban de anacrónico aquel que, derivado del contrato voluntario, colocaba como imperativos los requisitos de igualdad, de libertad y autonomía para instituir esa nueva relación, núcleo central de la comunidad política moderna. Indudablemente no podían hacer abstracción de la clave social que diferenciaba, jerarquizaba y excluía. El argumento del discernimiento y la autonomía, desvinculado de los nuevos requisitos, reafirmaba la idea de un criterio de integración asentado en las diferencias.21 Ellos debieron experimentar, como lo señala Rosanvallon para el caso francés, que la nueva lógica política del número, constructora de individualidades puramente equivalentes bajo el reino de la ley, constituía una fuerte amenaza a las bases más profundas de las identidades precedentes (Rosanvallon, 1998: 15).

Tales temores y presupuestos fueron confrontados por quienes continuaban reivindicando los criterios de la igualdad civil y política. El senador Paz, uno de los redactores del proyecto electoral de 1857, volvía a centrar el eje en esos valores constitucionales:

(…) del tenor expreso de la Constitución se deducía el sufragio universal: pues al hablar de las prerrogativas del ciudadano en uno de sus artículos, usaba de las palabras siguientes: todos son iguales ante la ley. Que en este caso la palabra ley era genérica y que por consiguiente abrazaba la ley civil y la política: resultando así la concesión de los derechos civiles y políticos á todos los ciudadanos por igual (…) no podría mirarse, sin escándalo en una democracia, el despojo de los derechos políticos que quería hacerse á una gran parte de nuestra sociedad. Que esto importaría un desheredamiento de los derechos que conquistaron esos mismos jornaleros en los combates de la independencia (…).22

Sus argumentaciones complejizaban las razones que validaban la norma constitucional, negándose sistemáticamente a disociar los derechos civiles de los políticos en el goce ciudadano, marcando las incongruencias que implicaría quitar el voto activo a quienes podían tener el pasivo ya que, por ejemplo, para ser diputado no se exigía otra condición que tener veinticinco años y cuatro de ciudadanía. Paralelamente convertía al propio sufragio en una coraza protectora de aquellos gobiernos que configuraban, a través de él, consensos y legitimidades:

Que si se quisiese limitar el sufragio a la inteligencia cultivada, sería preciso también una regla general que se estendiese á todas las clases, porque en todas ellas existía una gradación infinita que separa el genio del idiota, el sabio del ignorante (…) Que los gobiernos nacidos del sufragio de todos los ciudadanos eran más fuertes, no sólo para sofocar las conmociones interiores, sino para defenderse del enemigo externo, porque contaba con la opinión de todos (…) Que por el contrario, concediendo á todos el voto en los comicios públicos se les quitaba hasta el pretesto para la revolución. Que una vez establecida la libertad y el órden en las elecciones, se habría quebrado para siempre el fatal, pero legítimo derecho, que tienen los pueblos para pedir justicia y libertad hasta con las armas (…).23

Tales planteos también fueron confrontados fuertemente por otras voces, dentro de las cuales volvía a destacarse la de Zavalía, quien mostraba una actitud abierta y amplia hacia la concesión de los primeros pero no de los segundos:

Los derechos que conciernen y se limiten al individuo, como la propiedad, la seguridad y demás, se denominan civiles, le pertenecen esencialmente y en su cumplimiento debe atenderse, ante todo á su libre voluntad.

No es así respecto de los otros que se refieren á objetos de interés común, como la confección del gobierno por medio del voto electoral; y se llaman derechos políticos: en su ejercicio debe procurarse el bien general con preferencia á los caprichos del individuo. De aquí nace la justicia de reglamentar la práctica de estos derechos conforme á las exigencias de la cosa pública (…).24

Detrás de estas afirmaciones campeaba nuevamente el interrogante en relación con las implicancias del voto, ¿era un derecho, un deber o una función? El tema no fue central entre los defensores de la universalidad en 1857 pero se estableció ya entonces una lógica relacional entre derecho y deber. Si cierta publicística vinculó directamente ambos términos y discutió en torno a la necesidad de convertir al acto de sufragar en un deber, en las sesiones parlamentarios de 1863 la relación derecho-deber operó sobre otras coordenadas. Fue la primera legislación que impuso como condición para ser considerado votante hábil –además de las pautas expresas de la ley de ciudadanía vigente– la de estar enrolado en la Guardia Nacional, formación que apelaba aún a esos “ciudadanos territoriales” que eran “los vecinos”. La paradoja implícita en el artículo propuesto era que el deber de defensa que la tradición vinculaba con el antiguo vecino se convertía en requisito insoslayable para que el nuevo “ciudadano político” ejerciera su derecho al voto.25 El planteo traía ecos de la Asamblea Nacional francesa en cuyo interior, especialmente entre 1790-91, aparecieron el derecho al voto y el deber de defensa como dos dimensiones del compromiso social ciudadano, como un todo indisociable. Sólo quedaban fuera de esta caracterización de la “ciudadanía activa” los que integraban el espacio tutelado de los dependientes y los que operaban en los márgenes de la relación social (Rosanvallon, 1998: 100).

El debate se profundizó en 1873, cuando un sector importante de los grupos liberales “progresistas” –detrás de la figura presidencial de Sarmiento o del vicepresidente Alsina– reintrodujo, en la Cámara de Diputados de la Nación, antiguos planteos desplegados en la Legislatura del Estado de Buenos Aires o en la Confederal durante las décadas de 1850-1860. Estos actores, deseosos de liberar al sufragio universal de todo condicionamiento, pugnaron por suprimir dicha cláusula26 frente a diputados como del Valle que afirmaban:

El título de ciudadano, no es meramente un título honorífico: la ciudadanía impone cargas, deberes y derechos, cargas y deberes que son correlativos de aquellos derechos. Los derechos políticos que la Constitución acuerda á los ciudadanos, los acuerda á condición de que esos ciudadanos han de cumplir también ciertos deberes políticos que como tales tienen.

El primero y el principal de los derechos políticos de un hombre libre, es el derecho de sufragio; el primero y el principal deber de un hombre libre, es el enrolamiento en la Guardia Nacional, porque á ella le está confiada la misión de defender la patria y las instituciones, cuando el momento llegue: el que no cumple con el deber de enrolarse no tiene derecho de sufragar en los comicios, porque elegir en los comicios, es gobernar en los pueblos republicanos y libres. ¿Dónde iríamos á parar con esta doctrina de que tienen derecho de gobernar aquellos que no aceptan las cargas de la ciudadanía?27

Este recuperaba una de las claves constitutivas del nuevo orden liberal: la de un ciudadano soberano, responsable de sostener al Estado con su contribución y de defender a la patria en peligro. Tales criterios se vieron reafirmados cuando, en su intervención, el diputado Gallo introdujo la cuestión del sufragio obligatorio:

(…) desde que la ley de elecciones que tenemos, así como la que nos propone la Comisión, no establece que el voto sea obligatorio, que sea un deber, y al mismo tiempo no consigna una sanción penal para el caso que el ciudadano no cumpla con ese deber, es menester decir que, ante los ojos de la ley, no existe semejante deber. Y si el voto no es un deber, si es simplemente un derecho, yo pregunto (…) ¿es justo que entreguemos este derecho en manos de un ciudadano que no está enrolado en la Guardia Nacional?28

El legislador sumaba un desafío no previsto en el pacto constitutivo ya que frente al sufragio universal “voluntario”, apelaba a la posibilidad de la obligatoriedad, pero el argumento no fue retomado. Los liberales “progresistas”, vinculados entre otros con el Partido Republicano, lograron sostener la diferenciación de planos en que esta acción ciudadana se realizaba. Mientras desarticulaban el lazo que unía el ejercicio ciudadano del voto con el rol de defensor de la patria, ratificaban el criterio de la inhibición en la instancia electoral a soldados, cabos y sargentos del ejército de línea. Si bien esto apuntaba fundamentalmente a consolidar las garantías del sufragio, no dejaba de incidir en el planteo general.29

La defensa más contundente del sufragio como un “derecho y un deber”, se planteó cuando luego de revalidar su universalidad y su independencia de cualquier otra obligación, esa dirigencia avanzó en el reclamo del voto secreto. El diputado Elizalde, como informante de la Comisión, argumentaba:

(…) el voto en la forma en que se ha recibido hasta hoy, ha dado legalidad y órden en las elecciones (…) La Comisión (…) cree llegada la oportunidad de que busquemos en el voto secreto las garantías y la verdad del sufragio (…) el voto secreto es lo que verdaderamente representa la mayoría del sufragio, es decir, la verdad del sistema democrático.

Un ciudadano que ejerce el derecho de votar cumple un deber y un derecho correlativo, de que no tiene que dar cuenta á nadie de cómo lo cumpla. Todo ciudadano que vá á depositar su voto en la urna, solo á Dios dá cuenta de ese acto que ejerce, y no hay necesidad ninguna de que ese acto sea público y que sea juzgado por los demás.30

Para argumentar, los diputados apelaron a la defensa que los escritores norteamericanos hicieron de tal práctica, integrándola en una gran parte de los Estados de la Unión (contemporáneamente también en Inglaterra) y a antecedentes propios, como el de aquellos proyectos que en el Senado de la provincia de Buenos Aires –en los años 1860– introdujeron y defendieron senadores como Valentín Alsina y Dalmacio Vélez Sarsfield.31 Incluso recurrieron al propio Stuart Mills, un tenaz opositor a tal experiencia que, sin embargo, en pos de evitar la violencia en la vida política inglesa, les proporcionó herramientas teóricas para defender su utilización aunque en casos excepcionales.32 Los defensores del voto secreto no sólo consideraron que éste otorgaba independencia y autonomía al elector –uno de los atributos que junto con la capacidad utilizaban los propios conservadores para estigmatizar a una gran parte del electorado– sino que impactaba favorablemente en el elegido. Defendiendo este planteo afirmaba el diputado Igarzábal:

(…) el voto secreto tiene la ventaja de no hacer depender al elegido, del partido que lo elija, porque es indudable que el representante que no lleva nombre propio, no queda jamás á la merced de ese partido, y entonces puede dedicarse con todas sus fuerzas y con la suficiente independencia, á llenar los deberes de representante del pueblo (…) tiene también la ventaja de no producir en cada una de las Provincias esas divisiones profundas que quedan siempre después de una elección hecha (…).33

Igarzábal, alejándose aquí del mandato imperativo, devolvía una imagen del representante totalmente desvinculado de condicionamientos ideológicos, de grupos o de intereses. Paralelamente, lo inscribía en una representación que derivaba directamente del pueblo (Rosanvallon, 1998: 43-44).

Paradigmáticamente, el argumento en defensa de la no publicidad del voto –perspectiva duramente cuestionada en el seno del liberalismo decimonónico– propuso reiterar una relación entre elector y representante que se colocara por sobre los intereses de las partes y de la experiencia de un partido/parte. Esa experiencia tan temida, especialmente por la “generación del ’37” en su exilio, debía ser sustituida por el interés general encarnado en la figura del pueblo. Se recuperaba de este modo el criterio de la representación como unidad.

La reacción de los sectores conservadores no se hizo esperar y sus voces se encarnaron, entre otras, en las figuras de los diputados Vega, Rocha, Zavalía y del Valle. Vega recuperó el vínculo del sufragio –derecho/deber– con el interés general, como lo había hecho Zavalía, considerando que la opinión pública ejercía su control sobre él, opinión a cuyo juicio escapaba quien emitía su sufragio secretamente:

El voto es un derecho del ciudadano; pero ese derecho envuelve á la vez el deber de ejercerlo en armonía con los intereses generales del país (…) He dicho que el voto no es un derecho absoluto del ciudadano; si así fuera todo ciudadano podría hacer lo que se le antojara de él, podría venderlo, podría regalarlo, y este no es un acto que pueda reputarse lejítimo porque si pudiera reputarse lejitimo, no puede reputarse moral. Entonces es un deber ejercitar ese acto en armonía con los intereses generales del país, y debe tener, por lo menos, la sanción de la opinión (…).34

El voto secreto tiene sérios inconvenientes, porque elude toda acción; elude la acción de la ley, elude también la acción de la opinión; porque, encubriendo al ciudadano con el velo del misterio, hace que pueda librarse en el ejercicio de ese derecho tan sagrado, hasta del empuje de las pasiones mas desordenadas, mas desencadenadas (…).35

Los planteos se presentaban respaldados por criterios de autoridad (Seaman, Guizot, Duverger, Stuart Mills) y algunos representantes como Leguizamón reforzaron la importancia de la publicidad del acto:

El sufragio interesa de una manera directa á la sociedad política.

Un voto hace un diputado, un voto hace un elector, un elector hace un Presidente ó un vicepresidente de la República El sufragio no es indiferente tampoco al orden, ni á la moral pública. Una boleta anónima puede contener una delación, una calumnia, una infamia, una obscenidad (…) Una boleta anónima perjudica también á tercero, porque un voto anónimo puede defraudar la confianza de un distrito, la confianza de un ciudadano (…).36

Los argumentos de orden, moral pública y defraudación de la confianza, ¿encubrían el temor a la pérdida de control de las denominadas “influencias legítimas” sobre el votante? Para algunos representantes esta podía ser la respuesta a tanta resistencia. Por ello diputados como Montes de Oca o Igarzábal, defensores del principio, buscaron nuevas referencias para sus planteos. El primero, pese a destacar los vínculos de Seaman con el mundo esclavista norteamericano, rescató de este autor ciertas afirmaciones:

(…) para librarnos del fraude, para asegurar la libertad del sufragio, para hacer una verdad la independencia del votante, para que la voluntad de la mayoría sea consultada, para que las minorías turbulentas y poderosas no puedan imponerle su voluntad, es indispensable que exista el voto secreto.37

Concomitantemente, el segundo intentó refutar el argumento de la ruptura del vínculo entre sufragio secreto e interés general y ofreció una mirada ampliada e inclusiva de las voces –particularmente de aquellas colocadas en una situación de minoridad y tutelaje– que expresándolo, se colaban en el acto mismo en que el elector sufragaba:

(…) ¿qué es el interés de la sociedad, sino el interés del conjunto de los individuos (…) cuando muchos electores han llegado a ponerse de acuerdo en las urnas electorales á favor de una idea cualquiera, esa idea favorecida por una mayoría electoral, es la que conviene al interés de la sociedad; esa también es la voluntad de la mayoría del pueblo, porque si se me arguyera que no son las mayorías electorales las que representan el interés de la sociedad por que el resto de esta que no elije también tiene su interés, yo diría que, cuando cada elector define sus ideas y su voto en tal ó cual sentido, consultando sus propias conveniencias, tiene en cuenta también, las conveniencias de los amigos, de los deudos, cuya reunión de conveniencias forma la conveniencia del elector y de los negocios. En todas estas cuentas entra la muger, el estrangero, el niño, en una palabra, todos los individuos que forman la sociedad (…) cuando un elector va a emitir su voto, lleva el propósito de consultar la conveniencia de todo lo que le afecta (…).38

El debate confrontaba maneras diferentes de ver el problema en el interior del liberalismo. Para los defensores del sufragio secreto su concreción permitiría alcanzar la verdad del sufragio. Pensaban en la posibilidad de lograr una independencia y una autonomía para el ciudadano de la que carecía. Su mirada estaba aparentemente centrada en la necesidad de depurar de corrupción y fraude el accionar del elector. ¿Quiénes aparecían como corruptores o distorsionadores de esa verdad? Los argumentos hacían referencia, a veces, a dinámicas sociales altamente asimétricas a través de las cuales unos actores podían ejercer sobre otros su capacidad de presión y coacción en el plano político. Pero, en otras oportunidades, se planteaban, se denunciaban las injerencias recurrentes, las amenazas o coacciones ejercidas por el propio poder político.

¿Qué sucedía con los detractores? ¿Estaban convencidos realmente de que sustraer el voto a la publicidad permitiría al elector priorizar sus intereses particulares sobre los comunes o colectivos? ¿Resultaba impensable para ellos, como lo sugería Palti (2007: 9), un sufragio no público ya que partían del criterio de la opinión pública como fundamenta último del sistema institucional? ¿Temían, como lo hemos sugerido precedentemente, la pérdida de la gestión de sus clientelas? Aun cuando es difícil dar respuesta a tales interrogaciones, lo que sí aparece como muy evidente es la dificultad de compatibilizar a ese individuo que prefiguraba idealmente la norma con la imagen del elector cotidiano, tanto en lo referente a su autonomía como a su funcionamiento individual. Del mismo modo que resultaba complejo deslindar al individuo del grupo, dirimiendo sus “conveniencias de elector”, lo era abstraerlo de las prácticas societales del momento.

Pese a la prolongada confrontación y la potencialidad de los argumentos más fuertemente democráticos, si bien se logró sostener normativamente el sufragio universal no se consolidó el voto secreto entonces ni en 1877. En ese último año, sí se retomó el debate sobre el sufragio universal y algunos de los representantes del año 1873, ahora convertidos en senadores (Igarzábal), reiteraron sus posturas de defensa.

Los sectores conservadores, particularmente a través de voces como las del cordobés Luis Vélez volvieron a demandar con fuerza su derogación. Sus considerandos no sólo retornaban a cuestionar los criterios de igualdad: “(…) socialmente no es verdad, y cada uno sabe perfectamente el puesto que le corresponde en la sociedad y estas distinciones nadie las puede condenar, porque existen de hecho (…) es completamente falso que exista la igualdad política ni la igualdad social (…)”39 sino que apuntaban a retrotraer el criterio de la “soberanía del número”, sustituyéndolo por la de los intereses. Vélez, al cuestionar el concepto político de pueblo y su capacidad soberana, volviendo a considerarlo en clave sociológica como “irradiación o agrupamiento de las familias”, reasignó el sufragio a los contribuyentes, a los soldados que derramaron su sangre por la patria, a los que sabían leer y escribir y a los padres de familia “(…) porque, de lo contrario, entrará á votar todo el mundo, hasta los niños y mujeres (…)”.40 Asumiendo que estas restricciones no eran políticas sino naturales, negaba a su vez el criterio del voto como derecho natural y le asignaba el papel de una función que se debía conceder restrictivamente.

(…) el voto (…) no es un derecho político (…) El acto de votar es una función política, que se puede acordar ó no a tales ó cuales ciudadanos. Así lo entienden todos los publicistas que he citado, y lo entiende asimismo Ahrens, tratadista de derecho natural, uno de los más adelantados y sumamente liberal, y el que demuestra de una manera incontestable, que el voto electoral es un función política y no un derecho natural. Siendo así, esta función puede concederse con más o menos restricciones, según se crea que es más conveniente para el orden y la libertad del país (…).41

Corroborando el planteo de Luis Vélez, otro senador cordobés, Gerónimo Cortés, reafirmaba la ecuación del sufragio como función42 y a partir de estas argumentaciones reintroducía la imagen de un pueblo tutelado al que no se le reconocía capacidad civil y, por ende, política.43

El criterio de función, ya sea política o social, reiteraba la invocación a un universo de desiguales y colocaba el debate en la tensión entre la diversidad y complejidad del cuerpo social y la unidad política que el proceso de interacción entre electores y elegidos debía producir en el marco de la representación, tensión sin solución que, no obstante, permitió la vigencia normativa del principio del sufragio universal.

“Localizar” el voto… El escenario electoral como problema

Cuando intentamos abordar para esta segunda mitad del siglo el escenario electoral en el interior de una sociedad que se pretendía de dimensiones nacionales y se fundamentaba en el principio de la soberanía territorial del Estado, debemos enfrentarnos a la creación, pero también a la pervivencia, de un conjunto de circunscripciones en las esferas administrativas, jurídicas, militares, policiales y eclesiásticas que operaba como articulador de tres dimensiones jurisdiccionales: la de la Nación, la de los Estados Provinciales y la de los Municipios. La pervivencia más notoria era la de la parroquia que, ligada en lo político a la antigua tradición gaditana, conjugaba en su interior la jurisdicción eclesiástica con la distrital de la justicia de paz, al tiempo que funcionaba como un espacio relevante de la vida social tanto en la ciudad como en la campaña.

Ella constituyó un núcleo clave del complejo proceso de organización del nuevo escenario electoral por cuanto tanto la ley de 1857 como la de 1863 apelaron a su vigencia para determinar las secciones electorales44. Por otra parte, como lo remarcaba el senador Saravia en 1857, la eclesiástica era la única división común a todo ese espacio.45

¿Qué se ponía en juego cuando se discutía sobre el escenario electoral? En la medida en que dicho escenario era el punto inicial del proceso de delegación soberana y de la configuración de las estructuras de representación, operaban sobre él valoraciones que referían a la capacidad de reducir o ampliar las instancias de representación popular así como algunas otras orientadas a definir el perfil de los representantes. Por ende, el debate alrededor de los distritos electorales aparecía en el Parlamento fuertemente vinculado con el relativo a los sistemas plurinominales o uninominales de sufragio e incidía, de manera directa o indirecta, sobre la relación mayorías-minorías. Del mismo modo, afectaba sobre aquel centrado en el sentido de la representación que expresaban senadores y diputados.

Comencemos por este último nivel. Pensar el lugar era también pensar en el representante que se iba a elegir. Como bien lo destacaba el diputado Leguizamón en la sesiones parlamentarias de 1873, en las diferentes normativas hasta ese momento46 había triunfado el principio de la representación basada en la población, de acuerdo a la teoría de Grimke.47 Por eso cuestionaba el criterio de designar, en el plano nacional, a los diputados por el Estado de origen:

Es una inteligencia viciosa la que se atribuye a la Representación Nacional, cuando se dice: Diputado por Buenos Aires, Diputado por Entre Ríos (…) Es un error entender que esos Diputados son mensajeros, embajadores, encargados de negocios de las diferentes

Provincias en el seno del Congreso.48

Leguizamón –desarticulando cualquier vínculo con el mandato imperativo– reiteraba en sus posturas aquella concepción liberal decimonónica de que la representación implicaba un proceso de construcción a través del cual las voluntades particulares –provenientes de una dimensión provincial o estadual– iban a reducirse a la unidad, configurando la “voluntad general de la Nación”.

Su planteo estaba en consonancia con aquellos otros que, explicitados por algunos de los diputados progresistas, vinculaban espacios y representación. Representantes como Igarzábal o Montes de Oca recuperaron argumentaciones ancladas en las experiencias estadounidenses –particularmente de los federalistas– y francesas. El primero reiteró la necesidad de consolidar la imagen de la Nación como un todo dentro del cual operaba una estructura de gobierno mixto “dividido en General y particular, emanado de la misma fuente”.49 Por eso destacaba que:

(…) la formación de la Cámara de Diputados es el único vínculo que queda de esta dispersa democracia (…) no rompamos (…) este único vínculo nacional, haciendo efectiva la representación, como si se tratase de estados confederados, (…) hagamos (…) Por medio de la división de la República en secciones electorales, consultando así obtener una verdadera representación nacional, conforme á nuestras tradiciones, á nuestra índole, al espíritu de nuestra Constitución y á las actuales necesidades y futuras conveniencias del país. Yo creo sin vacilar (…) que la frase de la Constitución que hace de la nación un solo estado, para la elección de sus diputados; los términos de la misma carta que establecen que en esta Cámara de Diputados debe estar representado el pueblo de la nación, prescindiendo completamente de la soberanía de las Provincias, y las otras frases que establecen además, que la elección debe ser directa forman un conjunto (…).50

Paralelamente, pensando en el Senado, rechazaba las argumentaciones que lo anclaban en el territorio e insistía en la similitud de origen de sus representantes con el de los diputados:

El señor Diputado dijo también, que los senadores son representantes de la soberanía Provincial. Yo sostengo (…) que los senadores son representantes del pueblo y tanto no representan las Provincias, puramente en su capacidad política ó en su soberanía, que en el Senado no hay votación por provincia, sino por cabeza (…)

(…) por otra parte, los Senadores no son elegidos por medio de una ley, ni son nombrados por el Ejecutivo de la Provincia, que en todas partes es el que habla en nombre de la soberanía, sino que son elegidos por una Asamblea de electores ó de delegados del pueblo para este caso.

En Curtis, pájina 37, (...) hablando de las instituciones norteamericanas, este autor dice que el pueblo está representado en dos ramas, una elegida directamente y otra indirectamente (…) en la página 87, habla extensamente de que las dos Cámaras representan al pueblo (…) que entre ellas no hay más diferencia, sino que una representa al pueblo de la Nación y otra al pueblo de las Provincias (…).51

Montes de Oca, si bien disentía con Igarzábal respecto a la representación de los senadores a la que le otorgaba un carácter eminentemente territorial, compartía su mirada en torno a los diputados. Por eso se centró en el análisis de los criterios que los constituyentes de 1853 utilizaron para definir el concepto de “distrito”, a fin de dividir a la República electoralmente, reforzando la idea de una soberanía que emergía del número cuando de diputados se hablaba:

(…) las provincias deben ser consideradas como distritos de un solo Estado, es decir, como una división geográfica, como circunscripción electoral, en las cuales debe hacerse la elección del número de Diputados que corresponde á la población (…).52

Las reflexiones de los legisladores de 1873 no hacían otra cosa que reafirmar los criterios adoptados por las leyes electorales que los precedían y la que iba a sucederlos: la Nación, con miras a las elecciones de diputados y electores, se convertía en un solo Estado dentro del cual, como lo estatuía la ley electoral de 187753 –siguiendo los criterios pautados en 1863– se determinaban secciones que girarían en torno a la parroquia, el juzgado de paz o el departamento. Los senadores, en cambio, emergerían del voto de los electores en el interior de las Legislaturas provinciales o los Colegios Electorales reunidos en cada capital de provincia. Este era el mismo lugar en donde los electores de cada Estado definirían su voto para las presidenciales, convergiendo luego todos para dirimir sus propuestas en la capital de la República.

El debate, más allá de sus fundamentos teóricos, no bloqueó totalmente la mirada del legislador quien, al analizar la realidad social para la cual legislaba, debió enfrentar no pocos problemas. Las divergentes tramas jurisdiccionales existentes en los distintos estados provinciales constituyeron uno de los mayores desafíos. Las discusiones pusieron en evidencia que no todos los estados habían llevado a cabo, en esas primeras décadas, la prescriptiva constitucional orientada a crear el poder municipal, motivo por el cual si en algunos ámbitos podían apelar a él, en otros esto resultaba imposible. La cuestión se agudizaba con los asimétricos niveles de urbanización y las grandes distancias que separaban a las poblaciones de campaña de los centros poblados, situación que los condujo a recuperar en primera instancia el lugar de las parroquias en la estructuración seccional. La precariedad, especialmente en las dos primeras décadas, del desarrollo institucional de los poderes judiciales nacional y provinciales, sumaba un nuevo ingrediente tanto para la conformación de las Juntas Calificadoras encargadas de proporcionar la tan discutida boleta de calificación electoral, el documento de identificación del elector, como los Registros Cívicos.

¿Cómo o por qué relacionaban diputados y senadores estos dos instrumentos electorales, boletas y registro cívico, con el espacio electoral? Se estuviera o no de acuerdo con las boletas, al imponer como norma –tal como lo hacía la ley electoral de 1857–54 que las asambleas electorales funcionarían en el atrio de la iglesia parroquial o en los portales de las casas consistoriales –cuando las hubiera– lugares a los que acudirían los ciudadanos inscriptos voluntariamente en el registro cívico, se operaba con el criterio de localización del sufragio. Como lo afirmaba el senador Paz en 1857, esto garantizaba “(…) que ninguno pudiese votar sino en su distrito ó parroquia, lo que estaba muy de acuerdo con la opinión de un publicista que sostenía que el derecho de votar nace en el vecindario (…)”.55

Sin embargo, la opinión de Paz relativa a la localización provocó la discusión y a veces el rechazo de alguno de sus pares, como fue el caso de los senadores Saravia y Díaz Vélez. Ambos se mostraban preocupados por el hecho de que en esa sociedad existía una cantidad considerable de población altamente móvil. Díaz Vélez marcaba la presencia de un conjunto de trabajadores que, como los peones de arrias de mulas, de tropas de carretas o jornaleros conchabados temporariamente –cuyo número estimaba en alrededor de seis mil individuos– eran ciudadanos sin domicilio a quienes la localización del sufragio los afectaba notoriamente.56 Saravia, pensando que el derecho ciudadano de votar no debía verse trabado por los límites jurisdiccionales, insistía en la necesidad de permitir ejercerlo en cualquier distrito.57

Confrontando con lo anterior, los debates de diputados de 1873 no sólo avanzaron en la necesidad de la localización del sufragio para neutralizar los fraudes centrados en la sustitución de electores, sino que introdujeron el planteo de transformar los registros en obligatorios, demandando la confección de los denominados “registros a domicilio”.

El diputado Luis Sáenz Peña afirmaba:

Esta ley (…) deja subsistente el registro espontáneo, el registro voluntario, y yo creo que si queremos poner todas nuestra fuerzas á hacer imposibles los fraudes en el sistema electoral, debemos aceptar el mecanismo del registro á domicilio por las autoridades propias de cada localidad, con todas las garantías que pueden dar con una ley bien meditada (…) el registro espontáneo significa la dificultad de fiscalizar el lejítimo derecho que tengan los electores para hacerse inscribir: (…) y esto muestra también la necesidad de poder levantar el registro á domicilio, porque entonces, la fiscalización de las autoridades de barrio que conocen á todos los habitantes de la localidad, hará imposible que puedan inscribirse lo que no estén domiciliados en el barrio ó localidad en que se hace la inscripción (…).58

La proposición de Sáenz Peña, además de querer neutralizar los abusos de las sustituciones, se orientaba a descentralizar cada distrito, limitando a su vez la injerencia de los diferentes poderes sobre la formación de las mesas calificadoras, sugiriendo que para su integración se apelara a empadronadores sacados a la suerte.

Tales argumentaciones obligaron a la comisión, a través del diputado Elizalde, a explicar su oposición:

[la Comisión] Cree que ese Registro, puede tener una aplicación satisfactoria en las ciudades ó en los centros de población; pero que en las poblaciones de campaña es enteramente impracticable de todo punto. [Los mayores inconvenientes (…)] que los empadronados ó los encargados de firmarlo sean parciales, y que si los ciudadanos no tenían el deber de concurrir á su parroquia, para inscribirse, era posible que la Junta encargada del empadronamiento, no lo hiciera con la precisión y con la escrupulosidad debida, ó que solamente inscribieran á sus parciales, sobre todo en la campaña (…) ¿Cómo cree [el diputado] que en los partidos de campaña que tienen una gran extensión, la Comisión de inscripción vaya á todos los establecimientos de campo á averiguar el personal que cada establecimiento tiene? ¿Cómo cree (…) que habían de encontrarse personas que asumieran esta responsabilidad ó que quisieran cumplir este encargo que le diera el Poder Ejecutivo ó la ley?.59

Ante tales planteos y la tibia promesa de volver a tratar la cuestión en las sesiones de 1875, Sáenz Peña retiró su proyecto pero con él cayó también la propuesta orientada a alcanzar una mayor división de las secciones electorales y producir, desde su mirada, una verdadera representación de las minorías.

El último plano de la discusión sobre el espacio, en 1873, se desarrolló en torno al sistema de lista única.60 No es casual que ella se desarrollara en la coyuntura presidencial sarmientina. Tal como lo señala Botana, éste fue un defensor recurrente del sistema uninominal –opuesto al de lista única– por cuanto consideraba que ésta era la única manera de convertir a las legislaturas en verdaderas representantes del pueblo. En su interior, mayorías y minorías, cuyas voces se verían multiplicadas al aumentar el número de representantes a través del nuevo sistema, podrían expresarse plenamente (Botana, 1984: 343-409). En concordancia con esta perspectiva, la propuesta de Luis Sáenz Peña fue la que, al tiempo que enfatizaba la necesidad de sustituir el registro espontáneo, proporcionó sólidos argumentos en defensa del sistema uninominal:

(…) el sistema de lista única (que propone la Comisión), como base para formar la representación del Congreso, no puede aceptarse en el terreno de los principios y de la razón. El sistema de lista única, está condenado por todos los publicistas modernos; y yo participo con entusiasmo de la idea iniciada por el señor Diputado Igarzábal de dividir toda la República en secciones electorales, de modo que cada sección levante un solo ciudadano, porque es el único medio de hacer una verdad de la representación política (…) porque es el modo de hacer posible prácticamente la representación de la minoría en el gobierno representativo (…).61

Ante la mayoría de la Comisión que ratificaba el sistema de lista única, vale decir plurinominal, Luis Sáenz Peña e Igarzábal, entre otros, propusieron dividir en 86 secciones electorales los 14 distritos (provincias), teniendo en cuenta los datos proporcionados por el censo nacional de 1869. Para sostener sus argumentaciones, los partidarios del sistema uninominal apelaron a experiencias concretas como la de Inglaterra en los tiempos de Pitts, Canning y Burke; la francesa de la Primera y Segunda República; a la italiana de los colegios electorales; a la de Dinamarca y sus distritos; a la del Reino de Baviera y sus circunscripciones; a las de ciertos espacios latinoamericanos (Bolivia, Chile) y, básicamente a la de algunos estados norteamericanos a partir de la ley de 1842.62 Pero también multiplicaron las referencias a tratadistas y publicistas de la época (Seaman, Prevost Paradol, de Barante, Brownson, etc.). Ante cuestionamientos como los del diputado Figueroa que volvía a traer como justificación, para rechazarlo, la pervivencia de un pueblo inculto o los del diputado Leguizamón, que auguraban la presencia en la Cámara de un conjunto de “caudillejos barriales”, Igarzábal intentaba mostrar las bondades del mismo y responder a sus objetores. Consideraba que la división en secciones haría difícil ejercer coacciones,63 permitiría establecer una interacción más directa entre elector y elegido a fin de que este último conociera mejor los intereses que debía representar y daría a los pueblos de campaña libertad para elegir frente a las alternativas forzosas anteriores de aceptar una de las listas enviadas por las ciudades.64 Incluso, otorgaba a la norma y su implementación la capacidad de operar como un verdadero instrumento de “pedagogía cívica”, pensado a la manera sarmientina:

Cada sección será un teatro de aprendizaje en donde el ciudadano, sirviendo en los empleos municipales, y en todo lo que hace al gobierno y bienestar de la localidad, se ilustrará sin sacrificio alguno y se empeñará en prestar servicios importantes que pueda hacer merecer más tarde el cargo de Diputado (…).65

Por otra parte, los mismos presupuestos le permitían rechazar afirmaciones como las de Elizalde, quien en lugar de pensar que mediante este sistema se reclutarían los Sheridan, Broughan, Favre de la realidad argentina, aparecerían los caudillos:

(…) ¿ á qué llama caudillejos, por ejemplo, tratándose de una Provincia como Buenos Aires, de un pueblo culto, de un pueblo ilustrado, de un pueblo libre, ¿caudillejo será el ciudadano que ejerza alguna influencia? (…) si hay personas que tienen influencia en él, son personas que tienen influencias legítimas, son personas que la gozan, porque han hecho sacrificios en epidemias, y en algún otro servicio público, ó han derramado su sangre en defensa de las instituciones, son personas, (…) que de algún modo han servido a los intereses de la localidad (…) podrán representar tal vez con más patriotismo y desinterés que nadie, a la sección que los enviase (…).66

No obstante la fuerte defensa, apelando incluso a la validez de las “influencias legítimas” de ciertos portadores de capital social, los detractores del sistema uninominal lograron imponer sus criterios, manteniendo las listas únicas, con la tibia promesa de retomar el debate luego de las elecciones presidenciales de 1874. Sin embargo, habría que esperar a la vuelta de siglo para que el mismo volviera a resonar en el recinto del Parlamento.

A modo de conclusión

Al final de los debates de esos veinte años, realizados entre las urgencias y las resistencias de un conjunto de actores, algunos de los cuales no dejaron de apelar una y otra vez a salidas violentas, la República había definido institucionalmente las herramientas básicas de su sistema electoral. Sus legisladores, inmersos en un clima de ideas que se encarnó en un corpus de lecturas comunes –las cuales operaron como criterio de autoridad– expresaron sus argumentaciones, sus consensos y disensos en el interior de una matriz liberal que, como en otros espacios, mostraba su capacidad de multiplicar alternativas y dificultaba todo intento de reducirla a una única concepción modélica (Sierra, 2009: 139-167). De esa trama, de ese universo de ideas y conceptos, de esos espejos en los que se miraron, fueron extrayendo sugerencias, reflexiones, pautas que intentaron traducir institucional y normativamente a la hora de imaginar la construcción de su propia comunidad política.

Era evidente que ellos partían del presupuesto de que el sistema electoral condicionaba y podía determinar el sistema político, pero comprendieron, a costa de frustraciones, bloqueos y enfrentamientos, que cada sistema político debía además hacer frente a los desafíos que sus propias sociedades les imponían.

A partir de tales debates y reflexiones se configuró un sistema representativo, asentado, en primer lugar, en una idea moderna de la ciudadanía política derivada de la concepción de un hombre, un voto. Paralelamente debe destacarse que, si bien el referente fue el individuo, no desaparecieron ni del imaginario social ni de las prácticas las tramas grupales en las que éste se integraba. Por otra parte, resultó evidente que –más allá de la sanción constitucional del voto universal– existió una notoria resistencia a su implementación y no pocos actores estuvieron dispuestos a reafirmar, ya en la teoría, ya en la práctica, criterios de distinción, de capacidad que desequilibraban la ecuación libertad-igualdad. Recurrentemente, estas voces impugnaron la idea del voto como derecho natural y si bien no lograron revocar la norma a lo largo de los años recuperaron, una y otra vez, la perspectiva del voto en tanto función que podía otorgarse o derogarse, con miras a ser ejercida políticamente en virtud de los imperativos de un supuesto interés general.

En segundo lugar, tampoco hubo total consenso en una representación asentada en la unidad territorial del distrito provincia. Por empezar no fue tarea fácil dirimir tal unidad en una coyuntura en que ni el Estado Central ni los Estados Provinciales habían garantizado aun el control jurisdiccional de sus respectivos territorios. Por ende, si no se podía apelar a las instituciones estaduales en las tramas de los territorios nacionales tampoco se lograba, en muchos estados provinciales, recurrir a las administraciones locales. La reducida implantación de las estructuras municipales obligó a diseñar el mapa electoral de las secciones apelando o bien las jurisdicciones eclesiásticas pervivientes (las parroquias) o bien a las militares (los cuarteles), a fin de desarrollar el acto eleccionario. Más allá de tales dificultades, la cuestión central que incidiría notoriamente en la concepción y las formas que adoptaría la representación, residió en el dilema de adoptar o un sistema plurinominal, con el distrito provincia como base, o una alternativa uninominal, que incrementara las circunscripciones electorales y que consolidara –desde la mirada de algunos legisladores– la cercanía entre elector y representante, multiplicando las voces representativas en el Parlamento. Si bien esta última iniciativa no prosperaría en la coyuntura 1857-1877, dejó la puerta abierta a nuevas lecturas.

En tercer lugar, cabe señalar que sobre la representación primó el criterio de la pluralidad de sufragios. Por ende, aunque ciertos parlamentarios apelaran al pluralismo y a la tolerancia del disenso, esa sociedad decimonónica no estaba en condiciones de aceptar, frente a las mayorías, la representación de las minorías. Temerosos de las rupturas y divisiones del pasado, bajo el paraguas de la soberanía del pueblo, un importante núcleo de legisladores pretendía alcanzar una verdadera agregación de individuos-ciudadanos en el interior de la nueva comunidad política. Por ese motivo no sólo rechazaban la posibilidad de listas incompletas sino también la idea de un “mandato imperativo” que vinculara al representante con el territorio o con el partido. Ante el fantasma de las fracturas, de los quiebres, de las rupturas de la unidad del pueblo si bien apelaron a localizar al elector y al elegido en el interior de las configuraciones seccionales, el objetivo final fue “desterritorializarlos” y convertirlos a todos y cada uno en miembros iguales y libres de una única comunidad política.

Mientras algunas voces acentuaban desde distintos planos los vínculos entre sufragio y democracia, entre representación y participación, importantes actores individuales y colectivos continuaban profundizando en sus discursos y en sus prácticas las visiones tutelares, recuperando frente al individuo a la nación, el pueblo, la unidad política; ante los criterios de igualdad diferentes formas de capacidad; ante la tolerancia y el pluralismo los códigos de la “unanimidad” y la configuración de “minorías excluyentes”.

Referencias

Botana, Natalio (1977). El Orden Conservador. Buenos Aires: Hyspamérica.

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Manin, Bernard (1998). Los principios del gobierno representativo. Madrid: Alianza.

Palti, Elías (2007). “¿De la República posible a la República verdadera? Oscuridad y transparencia de los modelos políticos”. Programa Buenos Aires de Historia Política del siglo XX [Recuperado 13/02/2021: www.historiapolitica.com/datos/biblioteca/palti.pdf]

Quijada, Mónica (2000). “Indígenas: Violencia, Tierras y Ciudadanía”. En: Mónica Quijada, Carmen Bernand y Arnd Schneider (Comp.). Homogeneidad y Nación. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

Rosanvallon, Pierre (1994). La rivoluzione dell’ Uguaglianza. Milan: Anabasi.

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Sierra, María (2009). “El espejo inglés de la modernidad española: el modelo electoral británico y su influencia en el concepto de representación liberal”. Historia y Política, (21).

Terán, Oscar (1988). Alberdi póstumo. Buenos Aires: PuntoSur.

Notas

1 Artículo original publicado en: Bonaudo, Marta (Dir.). (2010). Imaginarios y prácticas de un orden burgués. Rosario 1850-1930, Instituciones, conflictos e identidades. De lo “nacional” a lo local. T. II. Rosario: Prohistoria Ediciones.
2 La propuesta forma parte de un proyecto mayor titulado “La idea de la representación política en España y Latinoamérica: modelos e intercambios (1840-1880)” del Ministerio de Educación y Ciencia (HUM2006- 00819) del que formo parte junto con María Sierra, María Antonia Peña y Rafael Zurita Aldeguer.
3 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, T. I, 1 de julio de 1857, p. 95.
4 En algún momento se introdujeron algunos intercambios de opiniones en relación con la capacidad de jóvenes de veintiún años para reivindicar tal opción privando el argumento de que en caso contrario, si “(…) se restringía á estos el derecho de disponer de su condición en una edad en que podrían hacer uso racional de sus derechos [se estaba generando] una especie de despotismo de parte de los padres, pues que podrían imponerles á sus hijos la nacionalidad que quisiesen (…)”. Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, T. I, 1 de julio de 1857, p. 100.
5 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, T. I, 1 de julio de 1857, p. 99.
6 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, T. I, 1 de julio de 1857, p. 99.
7 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, T. I, 1 de julio de 1857, p. 100.
8 Sarmiento, Domingo F. (1853). Comentarios de la constitución de la Confederación Argentina, Buenos Aires, Obras Completas, T. VIII. Citado por Botana (1984: 409).
9 Alberdi, Juan Bautista. Escritos póstumos, Impr. Europea, Impr. A. Monkes e Impr. J.B. Alberdi, Buenos Aires, 1895-1901, T. XVI, pp. 550-55, citado en Terán (1988: 277). En esta dirección Botana señala en La tradición republicana que no había lugar en el imaginario de Alberdi para legislaciones consideradas feudales como el código de las Siete Partidas que hacía coincidir la ciudadanía con el nacimiento y el arraigo a la tierra. (Botana, 1984: 361).
10 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, T. I, 1 de julio de 1857, p. 101.
11 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1863, p. 3. En todas las citas textuales se respeta la ortografía original.
12 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1863, p. 13. Ver también: Argentina 1868-1874, (1912).Colección completa de Leyes Nacionales, Tomo III. Buenos Aires: Librería La Facultad. pp. 96 y ss.
13 Ver Quijada (2000: 70). La inclusión implicaba “(…) anular la organización tribal de los aborígenes, borrar sus costumbres e incluso sus lenguas, escolarizar a sus hijos y convertirles, en general en ‘trabajadores productivos’, como precio ineludible para concederles derechos de ciudadanía (…)”.
14 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1863, p. 4. Para su obtención jugarían a favor reconocimientos precedentes ya que existe una pretensión de mantener una continuidad jurídica desde la Revolución de 1810 y a partir de las acciones de los Estados Provincia así como los diferentes servicios prestados antes de la etapa republicana y después.
15 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1884, T. I, pp.1063 y ss.
16 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1884, T. I, p. 1068. Fue el diputado Cárcano el que planteó con mayor claridad los argumentos de la transferencia “(…) dictar la ley (…) que consagre los mismos derechos y garantías de que gozan los habitantes de las provincias de la República, que, como la ordenanza norte-americana de 1787, sea la incubadora de nuevos estados, que más tarde han de incorporarse á la Unión argentina, para seguir las manifestaciones de su engrandecimiento (…) Ninguno de ellos, dice Story, tiene título alguno para reclamar un gobierno individual, y no deben tampoco estar dependientes de la jurisdicción particular de un estado; deben colocarse bajo la autoridad y jurisdicción de la Unión, porque de otra manera no estarían sometidos á ningún gobierno, y la administración de ellos, está librada, enteramente, a la voluntad del Congreso(…)”. Ver también las argumentaciones del diputado Calvo, Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1884, T. I, p. 1133.
17 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1884, T. I, p. 1125.
18 Es evidente que en estos debates aparecen una y otra vez reflexiones vinculadas con la tradición francesa además de la norteamericana. Ver Rosanvallon (1994: 77; 111-121).
19 Utilizamos esta acepción en relación con aquellos representantes, publicistas o intelectuales que defendían la relación equilibrada entre libertad e igualdad, intentando ampliar los niveles de participación y vinculando discursivamente al liberalismo con la democracia.
20 Congreso Nacional, Cámara de Senadores, Actas de las Sesiones del Paraná, 1857, pp. 60-61.
21 Es altamente pertinente adentrarse en esta instancia en el debate que nos propone Rosanvallon (1998: 9-63).
22 Congreso Nacional, Cámara de Senadores, Actas de las Sesiones del Paraná, 1857. p.70.
23 Congreso Nacional, Cámara de Senadores, Actas de las Sesiones del Paraná, 1857. p.71.
24 Congreso Nacional, Cámara de Senadores, Actas de las Sesiones del Paraná, 1857. p.73.
25 Argentina 1862-1867, (1918). Colección completa de Leyes Nacionales, Tomo II. Buenos Aires: Librería La Facultad. p. 159.
26 El representante por la mayoría de la Comisión, Elizalde, señalaba: “(…) el sufragio no es un derecho solamente, sino que es un deber del ciudadano (…)”. Este afirmaba que no se debía vincular el ejercicio de ese deber con la circunstancia de estar enrolado en la Guardia Nacional para lo cual toma como criterio de autoridad lo que se fijaba en la Constitución de Buenos Aires: “Un ciudadano argentino tiene el derecho de votar y mientras no pierda esta calidad el ciudadano, ese derecho lo mantiene (…)”. Destacaba además que vincularlo con la Guardia era “(…) un arma que se pone en manos de los poderes oficiales para coartar ó restringir la libertad del ciudadano (…) los comandantes militares dán papeletas á las personas que son adictas á sus ideas políticas y restringe ó no la dán a los ciudadanos que no simpatizan con sus ideas (…)”.
27 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 576.
28 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 571.
29 Argentina 1868-1874, (1918). Colección completa de Leyes Nacionales, Tomo III. Buenos Aires: Librería La Facultad, p. 393.
30 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 610.
31 El diputado Igarzábal lee en la sesión páginas de dos números de la Revista del Sábado inglesa a través de los cuales se analizan los resultados que el voto secreto en las leyes adoptadas por el Parlamento inglés durante la administración de Gladstone tuvo en los distritos de Balh y Glowcester. Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 669.
32 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, pp. 609-610.
33 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 617.
34 Elías Palti (2007: 8-9) hablando de las concepciones del siglo XIX nos dirá: “Al igual que los partidos, el sufragio secreto generó entonces profundas reservas, puesto que se lo consideraba extraño al concepto republicano. Y esto nos devuelve a la idea de opinión pública como fundamento último del sistema institucional. Para los pensadores del período, la política republicana moderna no incluía necesariamente como un componente suyo la competencia, pero sí suponía la publicidad de las acciones.”
35 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, pp. 612-613.
36 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, pp. 664-665.
37 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 641.
38 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 618.
39 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1877, p. 757.
40 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1877, p. 758.
41 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1877, pp. 758-759.
42 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1877, p. 759.
43 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1877, pp. 759-760. Ahrens opina en este mismo sentido; y sostiene que las clases ilustradas deben ejercer necesariamente una tutela sobre los ignorantes y que esa tutela es legítima, porque es indispensable (…).
44 “Ley electoral 140-1857”, en Colección completa de Leyes [1852-1861] (…), Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 187, p. 284: “1º Cada ciudad, y en la campaña cada parroquia, formará una sección electoral.” El artículo 1º de la reforma de 1863 agrega: “En las ciudades, cada parroquia y en la campaña, cada parroquia, juzgado de paz o departamento, formarán una sección electoral”. Colección completa (…), Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1877, p. 798. Esta última modificación se revalidó en las dos restantes, 1873 y 1877.
45 Congreso Nacional, Cámara de Senadores, Actas de las Sesiones del Paraná, 1857, p. 52.
46 Situación que también se mantuvo en la ley electoral de 1877.
47 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 462.
48 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 465.
49 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 414.
50 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 414. Destacado en el original.
51 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 415.
52 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 438.
53 Argentina 1875- 1880, (1918).Colección completa de Leyes Nacionales, Tomo IV. Buenos Aires: Librería La Facultad, p. 361.
54 A partir de la sanción de esta primera ley todas las siguientes se discutieron tomando esta matriz inicial, introduciéndose diferentes cambios a los que hemos hecho referencia. Sin embargo, el criterio de la unidad territorial de representación y del espacio de las asambleas electorales no sufrió modificaciones profundas.
55 Congreso Nacional, Cámara de Senadores, Actas de las Sesiones del Paraná, 1857, p. 46.
56 Congreso Nacional, Cámara de Senadores, Actas de las Sesiones del Paraná, 1857, p. 88.
57 Congreso Nacional, Cámara de Senadores, Actas de las Sesiones del Paraná, 1857, p. 47.
58 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, pp. 402 y 469.
59 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, p. 472.
60 Este no aparece o lo hace muy en sordina tanto en esa coyuntura dentro de la otra Cámara como en los debates de las otras leyes electorales.
61 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 402.
62 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, pp. 417 y ss.
63 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 443.
64 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 454.
65 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 459.
66 Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 1873, p. 430.
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