Dossier Arte y política en el siglo XX latinoamericano. Prácticas, representaciones, contextos
Del nacionalismo al tercermundismo. El itinerario mexicano de Miguel Littín
From nationalism to third-worldism. The mexican itinerary of Miguel Littín
Estudios del ISHIR
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
ISSN-e: 2250-4397
Periodicidad: Cuatrimestral
vol. 10, núm. 28, 2020
Recepción: 04 Mayo 2020
Aprobación: 20 Octubre 2020
Publicación: 31 Diciembre 2020
Resumen: El siguiente artículo propone que, siguiendo el itinerario mexicano del cineasta Miguel Littín, es posible observar la forma en la que distintos intereses confluyeron para posicionar a este autor y a la industria fílmica mexicana en un lugar protagónico dentro de los principales foros cinematográficos de los años setenta. Tejiendo información proveniente de varias geografías, el texto muestra cómo fue que, por un lado, el Estado mexicano apoyó a este cineasta como parte de una amplia estrategia internacional y, por el otro, cómo esta circunstancia fue aprovechada por el creador para continuar una carrera en constante ascenso. En el camino, la obra de Littín, antes vinculada directamente con el proyecto chileno dentro de una retórica nacionalista, se transformó y se adaptó a las circunstancias del exilio y al discurso tercermundista del Estado mexicano.
Palabras clave: Cine mexicano, Tercermundismo, Miguel Littín, Exilio chileno, Actas de Marusia.
Abstract: This article proposes that, following the Mexican itinerary of the filmmaker Miguel Littín, it is possible to see the way in which different interests converged to position this author and Mexican cinematography in a leading place within the main film forums of the 1970s. Connecting information from different geographies, the text shows how, on the one hand, the Mexican State supported this filmmaker as part of a broad international strategy and, on the other, how this creator took advantage of this circumstance to continue a career in constant ascent. Along the way, Littín's films, previously linked directly to the Chilean project within a nationalist rhetoric, was transformed and adapted to the circumstances of exile and the third-worldism of the Mexican State.
Keywords: Mexican cinema, Third-worldism, Miguel Littín, Chilean exile, Actas de Marusia.
Introducción
Cuando Miguel Littín obtuvo la autorización de asilo del gobierno mexicano no imaginaba que dicho asilo transformaría su vida de manera radical.1 En aquel exilio, el joven cineasta surgido de las filas de la Unidad Popular comenzaría un meteórico ascenso que lo llevaría, en tan solo dos años, de la clandestinidad a las marquesinas de Hollywood. En ese camino, con habilidad política —y por supuesto cinematográfica— el cineasta chileno se insertó en un espacio que la industria fílmica y la diplomacia mexicana parecían tenerle reservado.
El siguiente texto plantea que, mediante el seguimiento del itinerario mexicano de este cineasta, es posible ver la forma en la que distintos intereses se pusieron en juego para posicionarlo a él y a la cinematografía mexicana en un lugar protagónico en los principales foros internacionales. Tejiendo información proveniente de varias geografías, se muestra cómo fue que, por un lado, el Estado mexicano llevó adelante una amplia estrategia de apoyo al cineasta como parte de su posicionamiento internacional y, por el otro, cómo esta circunstancia fue aprovechada por el creador para continuar una carrera en constante ascenso. En el camino, su obra, antes fuertemente comprometida con el proyecto chileno dentro de una retórica nacionalista, hubo de transformarse y adaptarse a las circunstancias del exilio y al discurso tercermundista del Estado mexicano.
Littín y el exilio cinematográfico chileno
El 7 de diciembre de 1970 Miguel Littín escribió un texto que marcaría el resto de su carrera. Aunque se publicó con una firma colectiva, todo mundo sabía que él era el autor del Manifiesto Político de los Cineastas Chilenos (Barría Troncoso, 2011: 49). El documento, que a grandes rasgos planteaba la necesidad de crear en Chile un cine que acompañara al proyecto socialista de Allende, contenía las siguientes declaraciones:
Reafirmemos que Recabarren es nuestro y del pueblo. Que Carrera, O’Higgins, Manuel Rodríguez y Bilbao (…) son los cimientos fundamentales de donde emergemos. Que la bandera chilena es bandera de lucha y de liberación (…). Contra una cultura anémica y neocolonizada levantaremos nuestra voluntad de construir, junto e inmerso en el pueblo, una cultura auténticamente nacional y, por consiguiente, revolucionaria” (Barría Troncoso, 2011: 47).2
Éste era el discurso, en 1970, de uno de los principales representantes del Nuevo Cine Latinoamericano.
El de Littín no era un caso aislado. La mayor parte de los cineastas de la región, si bien intentaban participar programáticamente en la construcción de un movimiento subcontinental, planteaban sus discursos políticos siempre dentro de una retórica nacionalista. Aunque dicho posicionamiento aparecía claramente en un contexto en el que el gobierno de Allende intentaba revertir la campaña que identificaba a la Unidad Popular con los intereses soviéticos, en más de una ocasión el joven cineasta había manifestado su pretensión de hacer un cine que se apropiara de los mitos nacionales chilenos y los resignificara dentro de la lucha contemporánea de liberación. Junto con los otros dos destacados integrantes del Nuevo Cine Chileno, Helvio Soto -Caliche sangriento3 - y Aldo Francia -Valparaíso mi amor4 -, Miguel Littín intentaba repensar la forma en que se había fraguado la nación chilena, la pertenencia de los mitos nacionales y el lugar de este pasado en el convulso presente del Chile de los setenta.
Fue quizá por ese manifiesto, y por el revuelo que causó su primera cinta -El chacal de Nahueltoro5 -, que Allende decidió designar a Littín, a sus 28 años, como director de la principal institución cinematográfica del país. Muchos años después, Littín recordaba: “yo llegué a Chile Films para cumplir con eso, con el manifiesto” (Del Valle, 2014: 364). Sin embargo, las intenciones no fueron suficientes. A los pocos meses del ingreso de Littín a la dirección de la empresa comenzaron duros enfrentamientos entre la nueva administración y la estructura previa del organismo. Las pugnas eran tantas que el joven cineasta no duró ni un año en el cargo y decidió presentar su renuncia en noviembre de 1971 sin haber concretado ni un solo proyecto de largometraje de ficción. “Ni Chile Films, ni los centros de producción, ni los cineastas comprometidos con el ideario político de izquierdas, tuvieron tiempo para sentar las bases de una industria cinematográfica” (Del Valle, 2014: 375).
Sin embargo, durante la breve gestión de Littín varios jóvenes creadores comenzaron su vida profesional como guionistas, fotógrafos o sonidistas. Era una generación bien identificada, un grupo amplio que, oficial o extraoficialmente, eran partidarios de la Unidad Popular. Marginados de Chile Films y acusados de ultraizquierdistas, varios de ellos se embarcaron en la filmación de una importante revisión histórica llamada La tierra prometida6, un análisis de la primera república socialista chilena (1932) (Trabucco, 2014: 313). Repensar la historia y la patria seguía siendo su objetivo principal. En un ingenioso juego de palabras, el título de la cinta se refería tanto al camino errante de una pequeña comunidad de la región central chilena en busca de un poco de tierra como a la promesa de reforma agraria que había constituido una importante esperanza para los campesinos chilenos durante la primera república socialista.
La cinta transcurre en dos realidades yuxtapuestas. Por un lado, asistimos a la microhistoria de estos campesinos que, ignorantes y utópicos, intentan construir una comunidad igualitaria y pacífica a pesar del asecho constante de las ambiciones que los rodean. Por otra parte, la historia de la fatídica derrota del proyecto socialista de Marmaduke Grove aparece poco a poco como un escenario trágico que terminará por alcanzar a aquella comunidad. En el camino, los campesinos, en un inicio pacíficos y temerosos, se tornarán verdaderos militantes revolucionarios y patrióticos dispuestos a defender el proyecto político socialista frente al enemigo exterior.
En la cinta, sin embargo, los protagonistas no son los campesinos errantes, los socialistas utópicos o los ricos capitalistas. El protagonista es Chile, patria en disputa, tierra generosa y secuestrada, espacio de utopía y de derrota. Los verdaderos actores del drama nacional son Emilio Recabarren, padre del movimiento obrero, y los presidentes Grove y Alessandri, nunca a cuadro, pero omnipresentes en los diálogos y en los ideales del resto de los personajes. A la sombra de ellos es que los chilenos luchan por transformar su país y por escribir su propia versión de la historia patria.
La estética del filme abreva de la pintura naturalista y de la retórica del criollismo hispanoamericano que, desde fines del siglo XIX, en las obras de Benito Rebolledo, Pedro Lira y Alberto Best Gana, mezclaron las visiones idealizadas del campesinado con el fervor nacionalista que inundaba Latinoamérica. Replicando (quizá adoptando) aquel nacionalismo decimonónico, la cinta de Littín llena la pantalla con banderas chilenas mientras muestra el profundo “mundonovismo” de sus protagonistas, impetuosos campesinos luchando por volver productiva la tierra y por forjar una civilización en medio de los territorios salvajes. Como destacó en su momento Carlos Soto Cortés, la estética criollista del filme se muestra
desde la pintura insertada como primera imagen del film y que representa unas celebraciones rurales en las que se congregaron los primeros campesinos que comenzaron a errar juntos. Su naturalismo se ve beneficiado por la posibilidad, inusual para la época, de filmarse en color; la fidelidad cromática acentúa la presencia de un paisaje generosamente captado y explorado. Además, Littín se preocupa por una caracterización acuciosa de la forma de vida del campesinado de la zona central del país (en específico, el valle central en la Sexta Región de O´Higgins, cuna de la estética patriótica y criolla) y su cultura popular a través del trato realista del habla, la miseria material y las problemáticas de clase asociadas a ésta (Soto Cortés, 2019).
La tierra prometida7 estaba terminada y lista para estrenarse en 1973. Sin embargo, el mismo 11 de septiembre en que La Moneda fue arrasada, Chile Films fue allanado, sus empleados encerrados en el edificio y buena parte del material fílmico fue incendiado. Littín narró que él mismo fue hecho prisionero en las instalaciones de la empresa, aunque pronto fue dejado en libertad (García Márquez, 1986). A inicios de los ochenta, el historiador boliviano Alfonso Gumucio resumía de este modo lo ocurrido:
lo que ha sucedido en Chile en relación con el cine puede resumirse en pocas palabras: la dictadura que se ha encaramado en el poder desde el 11 de septiembre de 1973 ha simple y llanamente asesinado al cine chileno, que en muy poco tiempo se había convertido en el más prometedor del continente (Gumucio Dagron, 1979: 91).
A Gumucio no le faltaba razón: a excepción del caso cubano, a principios de los setenta Chile era el único país latinoamericano que había emprendido una completa renovación de su cine, incorporando a una nueva generación, planteando un programa nacional y comenzando a filmar varios proyectos que, como vimos, quedaron interrumpidos por el golpe militar.
En ese contexto de represión generalizada, los cineastas no fueron una excepción. Junto con los miles de presos políticos de la primera etapa posterior al golpe de Estado, se encontraban varios trabajadores ligados a la actividad cinematográfica: directores, actores, guionistas, técnicos, etcétera (Gumucio Dagron, 1979: 96).
Entre las decenas de profesionales de cine que huyeron del país se encontraban prácticamente todos los colaboradores de Miguel Littín. Algunos otros, como Carmen Bueno (actriz de La tierra prometida) y Jorge Müller (prolífico camarógrafo), decidieron quedarse y pronto engrosaron las listas de desaparecidos políticos.
Tras el golpe de Estado toda una generación de creadores cinematográficos salió al exilio y viajó a una amplia gama de países. Para 1974 había cineastas chilenos en todos los continentes, desde Rusia hasta México, desde Finlandia hasta Canadá. De manera sorprendente, prácticamente todos los cineastas empujados al exilio continuaron su actividad cinematográfica en los países a los que llegaron, realizando abundantes cintas basadas, casi todas, en la lacerante situación chilena o en la realidad de los chilenos en el exilio. En 1974, Patricio Guzmán, el mítico realizador de La batalla de Chile,8 señalaba que, a pesar de todo, el saldo cinematográfico había sido favorable, y que la extraordinaria producción de cine chileno en el exilio “hoy día resulta extremadamente útil para la campaña internacional de solidaridad con el pueblo chileno y contra la junta fascista” (Guzmán 1988: 339).
Efectivamente, el saldo cinematográfico era favorable. Antes del exilio el cine chileno tenía pocas producciones. Muchos de los cineastas desterrados nunca habían filmado una película o la habían filmado a medias. Pero, tras una década de exilio estos mismos cineastas habían realizado ya 178 cintas.9 El llamado “cine chileno del exilio” se benefició casi de inmediato de la solidaridad de los países anfitriones y los cineastas pronto tuvieron la posibilidad y los recursos para desarrollar un verdadero movimiento mundial. Por otro lado, como veremos más adelante, el exilio y la internacionalización del cine chileno no sólo lo potenciaron políticamente, sino que lo configuraron como el portador de la visualidad chilena ante el mundo. Si tomamos en cuenta el desmantelamiento que sufrió el cine al interior de Chile, resulta claro que las obras del exilio representaron la producción más importante en la historia del cine chileno, aunque ésta se hiciera fuera de sus fronteras (Gumucio Dagron, 1979: 100).
De manera paradójica —incluso por el nombre—, La tierra prometida10 se convirtió en la primera cinta del exilio chileno. Editada finalmente en el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, la tercera obra de Littín sería el único largometraje de ficción realizado durante el gobierno de la Unidad Popular. Sin embargo, como veremos, la visión de la historia chilena y latinoamericana plasmada por Littín en esta cinta tomaría un camino nuevo al reelaborarse dentro del exilio chileno en México.
El tercermundismo echeverrista y el cine chileno en México
La historia del Tercer Mundo, como concepto, como región geográfica o como potencia política es, sin duda, una de las más fascinantes y complejas del siglo xx. Sin embargo, hasta el día de hoy las múltiples aristas que conforman su historia hacen imposible hablar de él sin caer en esencialismos, exclusiones o anacronismos. Para aquellos que exigen rigor en sus definiciones, la categoría de Tercer Mundo perdió su utilidad desde hace mucho tiempo. Calificada de esencialista, eurocéntrica o vaga (por no hablar de la carga peyorativa que el término adquirió hacia finales del siglo xx), poco a poco fue abandonada en prácticamente todas las áreas de las ciencias sociales. Sin embargo, como idea integradora, como potencia revolucionaria y como detonador de prácticas políticas nacionales, regionales y mundiales, el Tercer Mundo y, sobre todo, el tercermundismo que dominó los discursos políticos mundiales durante casi tres décadas se presenta cada vez más como un terreno fértil e inevitable en la historia política y cultural del siglo xx.11 Más allá de los inútiles intentos por englobar política, económica o socialmente países, regiones, comunidades o procesos dentro del escurridizo concepto del Tercer Mundo, resulta innegable que uno de los elementos clave para entender por qué y cómo entre los años cincuenta y ochenta éste se convirtió en uno de los principales sujetos de la política mundial se encuentra en el plano discursivo. La acuñación del concepto del Tercer Mundo, su éxito como etiqueta, su popularización global y su transformación y apropiación por los países periféricos o por las comunidades subalternas hacen evidente que la única historia verdaderamente común es la de una configuración conceptual que devino en prácticas políticas, diplomáticas, económicas y culturales en todo el mundo.12
Una de las caras más visibles del tercermundismo entre los años cincuenta y setenta fue la diplomática. Aquellas décadas vieron surgir y consolidarse un heterogéneo movimiento internacional en el que un amplio número de Estados acometieron una compleja batalla por reconfigurar el orden económico internacional con la esperanza de lograr una relación menos desigual entre las naciones más industrializadas y aquellas que se presentaban como “en vías de desarrollo”. La incursión, para muchos sorpresiva, de México en el tercermundismo de los años setenta se enmarca en esta coyuntura diplomática.
Hacia finales de los sesenta y principios de los setenta, varios gobiernos latinoamericanos, como respuesta al inminente fin de la relación especial con Estados Unidos, y ante la necesidad de legitimación de sus respectivos regímenes, decidieron embarcarse en una política exterior común que buscaba un acercamiento con el llamado Tercer Mundo para, así, intentar limitar el dominio de Washington sobre la región y ampliar sus relaciones comerciales con países y bloques que parecían vetados durante los años más rígidos de la Guerra Fría. Esta nueva política internacional fue compartida, en mayor o menor grado, por gobiernos provenientes de un amplio espectro ideológico. Participaron en él tanto las dictaduras militares de Onganía, en Argentina, o Velasco Alvarado, en Perú, como los gobiernos civiles de Carlos Andrés Pérez, en Venezuela, y Luis Echeverría, en México, además, obviamente, de los gobiernos socialistas de Fidel Castro y Salvador Allende.13
En este contexto, el régimen mexicano (como tantos otros en la región) lentamente dirigió su diplomacia hacia la corriente tercermundista.14 Si a inicios de la gestión de Luis Echeverría los intentos de la nueva diplomacia parecían tímidos, para septiembre de 1971, en su segundo informe de gobierno, el presidente mexicano declaraba ya abiertamente que México se agruparía “activamente con el Tercer Mundo y, en especial, (…) con los esfuerzos liberadores de América Latina. Su lucha es también la nuestra y debemos coordinar acciones para romper las relaciones de dependencia y acceder al pleno desarrollo” (Anguiano, 1977: 195). Como parte de esta nueva política, a partir de 1972 México multiplicó sus relaciones diplomáticas en Asia y África, comenzó un amplio programa de misiones comerciales y sustituyó a embajadores formados en la carrera diplomática o en la política local por jóvenes economistas que tenían la misión de establecer o ampliar los lazos comerciales del país. Además, entre ese año y noviembre de 1975, Echeverría realizó doce giras internacionales en un total de 37 países, “algunos de ellos tan lejanos a la realidad del viejo patrón de relaciones internacionales de México, como China, Arabia Saudita, Sri Lanka (Ceylán), el Vaticano y Tanzania” (Ojeda, 2001: 178-179). Como expresó en su momento Olga Pellicer (1975), aunque explicable, el nuevo rumbo de la diplomacia mexicana no dejó de ser novedoso. El decidido impulso de Echeverría para que México se sumara a importantes foros y proyectos del tercermundismo internacional significaron sin duda una etapa nueva en la imagen que el régimen del Partido Revolucionario Institucional intentaba mostrar en el escenario internacional.
La nueva política exterior impulsada por el régimen, casi sobra decirlo, tenía su espejo y proyección en el discurso de conciliación y apertura proyectado dentro del país. En México, al igual que en otros países, el tercermundismo funcionó como base para impulsar de nuevo el discurso nacionalista, para intentar aglutinar bajo un nuevo proyecto común a intelectuales, artistas y estudiantes alejados del régimen tras la crisis política de 1968, y para enmarcar la actualización de la Revolución Mexicana dentro de un proyecto internacional que buscaba acercarse a los planteamientos políticos de la nueva izquierda latinoamericana.15
Como ha sido ya estudiado, en este contexto internacional el acercamiento entre Allende y Echeverría se daba en un momento y bajo unas circunstancias favorables a ambos regímenes. Las visitas recíprocas, la exaltada amistad entre los mandatarios y las múltiples notas sobre la cercanía entre estos dos “líderes del Tercer Mundo” iba mucho más allá de la retórica y se tradujo, por poner sólo un ejemplo, en importantes préstamos o envíos de petróleo desde México hacia su aliado del sur (Shapira, 1978: 72). Al llegar el golpe de Estado que segó la vida de Allende, la posición del régimen mexicano se mantuvo al lado del gobierno socialista con el que había estrechado lazos durante los dos últimos años y gracias al cual había logrado ya incursionar dentro del Movimiento de Países No Alineados. En los discursos presidenciales y en la prensa nacional mexicana la condena al golpe fue inmediata y las alegorías históricas no se hicieron esperar. No sólo se comparaba a Luis Echeverría con el expresidente Lázaro Cárdenas, que había recibido en tierra mexicana a los españoles exiliados tras la derrota de la segunda república. También se multiplicaron las alegorías que relacionaban a Salvador Allende con el prócer mexicano de la democracia Francisco I. Madero, asesinado en 1913 por el militar Victoriano Huerta a quien, obviamente, se le comparaba con Augusto Pinochet.16
Amnistía Internacional estimó que, para junio de 1974, alrededor de 15 mil chilenos habían salido de su país por razones políticas (Rojas Mira, 2016: 124). Sin embargo, según los datos de la Secretaría de Relaciones Exteriores mexicana, aunque al finalizar la dictadura de Pinochet México había autorizado la entrada de casi tres mil chilenos, durante el primer año de la dictadura el número de solicitudes aceptadas no llegaba a mil (Díaz Prieto, 1998: 66-67). Como había ocurrido en otros casos, aunque el exilio chileno ocupó un lugar importante en la prensa y en la historia de las relaciones bilaterales, y aunque la generosidad mexicana fue ampliamente publicitada por el régimen dentro y, sobre todo, fuera de sus fronteras, la política de refugio del gobierno mexicano fue más bien selectiva. La mayor parte de quienes obtuvieron autorización para refugiarse en México tuvieron que pasar por una serie de exámenes para determinar su filiación política, su cercanía con el gobierno de Allende, su preparación profesional, etcétera. El exdiputado Luis Maira recordaba que “el chileno fue un exilio fuertemente militante; el gobierno mexicano puso como condición para dar el asilo diplomático, demostrar la activa participación política de quienes lo solicitaron en el gobierno de Allende” (Maira, 1998: 129).
En el campo del cine el fenómeno no fue distinto. A pesar del exaltado apoyo diplomático ofrecido por el gobierno mexicano, de los cineastas que se exiliaron tras el golpe de Estado pocos se quedaron en México. La mayoría de los integrantes del llamado cine chileno del exilio residieron y produjeron sus obras en países como Cuba, Alemania, Suecia o la Unión Soviética. Aunque comúnmente se decía que quienes llegaban a México tenían amplias posibilidades de trabajo, esto no ocurría con quienes no deseaban hacerlo dentro de los proyectos del Estado mexicano. Algunos, como el director Orlando Lübbert o el camarógrafo Hernán Morris, tras algunos meses de difícil situación laboral, decidieron emigrar respectivamente a Alemania y Canadá. En entrevista, el primero de éstos recuerda cómo “a Littín el presidente Echeverría lo instaló cerca de [los estudios] Churubusco y le arreglaron la existencia. Para mí era comenzar de cero porque nunca me arrimé al poder. En realidad, la visa mexicana que me dieron era muy precaria y sólo tenía vigencia por tres meses. Para muchos fue así la situación”.17
El caso de Miguel Littín al que se refiere Lübbert fue totalmente distinto. Cuando el joven creador llegó a refugiarse en la embajada mexicana tenía una corta pero sólida reputación como cineasta y como colaborador del presidente Allende. Además, como ha estudiado Mariano Mestman (2002, 2014 y 2016), tras el golpe de Estado de 1973, el papel que cineastas chilenos en el exilio como Patricio Guzmán y el propio Miguel Littín tenían en los encuentros internacionales que intentaban consolidar el ambicioso proyecto del Comité de Cineastas del Tercer Mundo, colocó a estos creadores como piezas clave en el movimiento cinematográfico latinoamericano. Por todo ello, la solicitud de visa para refugiarse en México tuvo pocos inconvenientes. La periodista chilena Faride Zerán Chelec anota que: “sin duda, detrás [de su aceptación] había un grupo de amigos que lo ayudaba. Ellos habían efectuado los contactos previos con funcionarios de la representación Azteca para que Miguel Littín y su hermano Hernán pudieran ingresar sin problemas”.18
Después de permanecer unos días en la cancillería, hacía principios de octubre Miguel Littín pudo abandonar la embajada y volar hacia México.19 Apenas unos días después de su llegada, el joven cineasta fue incorporado por Manuel González Casanova como parte del cuerpo docente del Centro Universitario de Estudios Cinematográfico (cuec) de la Universidad Nacional y comenzó a trabajar en su primer proyecto fílmico dentro del país.20 Como recordaba Luis Maira, Littín perteneció a un grupo de exiliados “que fueron invitados u obtuvieron la visa por conductos especiales, habitualmente por razones de alta excelencia profesional o académica, luego de solicitudes de universidades u otras instituciones mexicanas de educación superior” (Maira, 1998: 129). Además, como ha estudiado recientemente Alexsandro de Souza, el cineasta chileno tuvo de inmediato una posición estable y un círculo social en el que figuraban los principales representantes del cine mexicano tanto de la generación echeverrista (Felipe Cazals o Sergio Olhovich) como de personajes emblemáticos de la época de oro como Emilio El indio Fernández o Luis Buñuel (Souza, 2015: 51). En esas favorables circunstancias, el cineasta chileno comenzó pronto a trabajar en un proyecto que resultaría determinante tanto en su carrera como en la historia del cine mexicano: Actas de Marusia.21
Littín había llegado México con un proyecto concreto: la filmación de un texto inédito de Patricio Manns que el director había leído en La Habana. Publicada dos décadas más tarde, la novela Actas de Marusia combinaba dos hechos históricos ocurridos en el norte de Chile: por un lado, la matanza de trabajadores salitreros cometida por el ejército chileno el 21 de diciembre de 1907 en la escuela del pequeño pueblo de Santa María de Iquique; por el otro, la llamada masacre de Marusia, ocurrida en ese pueblo en marzo de 1925 como respuesta del gobierno de Alessandri a una huelga de los trabajadores de una mina de salitre. En la narración, el asesinato inicial de un ingeniero de minas estadounidense desata una serie de venganzas mortales entre trabajadores y representantes de la empresa. El Estado chileno, por medio del ejército, interviene en favor de los capitalistas extranjeros para tratar de dar por terminado el conflicto. Sin embargo, esto sólo incrementa la furia de unos trabajadores cada vez más politizados. La historia terminará trágicamente con el asesinato de todos los pobladores perpetrado por el Estado chileno al servicio de los intereses de las empresas extranjeras.
Obviamente la obra le resultó enormemente atractiva al cineasta chileno, pues mediante la resignificación de este hecho histórico podía denunciar al golpe militar que lo había expulsado de su país. “Pensaba que una película sobre el golpe militar —exponía Littín— podría caer fácilmente en lo anecdótico. En cambio, tomando este episodio de la lucha de clases de Chile y del continente, me era posible llegar más a lo conceptual”.22
El proyecto de Littín fue arropado por una productora recientemente creada, Directores Asociados S. A. (Dasa Films), conformada por un grupo de creadores hoy recordados como los principales beneficiados de la intervención estatal en la industria cinematográfica durante el sexenio de Luis Echeverría. El guion era sumamente ambicioso y el presupuesto era bastante alto, pues implicaba desplazamientos costosos y la utilización de un gran número de actores y de efectos especiales. Sin embargo, tras unos días de revisión, el Banco Nacional Cinematográfico, órgano que articulaba a todas las empresas y oficinas con las cuales el Estado mexicano controlaba la producción fílmica, decidió aceptarlo sin poner limitaciones.23 Durante el proceso de producción no se escatimó en gastos. A solicitud del director se trajo al reconocido actor italiano Gian Maria Volonte para el papel principal y se pidió que el famoso sonidista Mikis Theodorakis musicalizara la cinta. El Banco Nacional Cinematográfico registró en su último informe que el filme había costado más de 17 millones de pesos de aquella época, lo que convertía a la cinta de Littín en la película más cara en la historia del cine mexicano. Para poner en contexto dicha cifra baste decir que el monto promedio para financiar una película era de entre 900 mil y un millón de pesos, y que una cinta de parecidas características y de gran éxito internacional –Canoa24 -, había costado ese mismo año poco más de 5 millones.25 Además, este financiamiento resultaba claramente desproporcionado si se tomaba en cuenta no sólo la corta trayectoria de Littín, sino el carácter poco comercial de sus cintas anteriores que, aunque famosas en los círculos intelectuales, no habían sido éxitos en taquilla. El mismo cineasta reconocía que nunca había dirigido con esa cantidad de recursos, los cuales estaban muy lejos de lo que había visto durante su gestión en Chile Films.26 Además, el apoyo del Estado para la realización de la cinta no se limitó al terreno económico. Como lo indicaban los propios boletines de prensa emitidos por la productora oficial Conacine, para la filmación en el estado de Chihuahua, la producción contó con amplio apoyo del gobernador del Estado y con la participación como extras de los soldados de la quinta zona militar del país.27
Aunque tuvo todo este apoyo, el reto del director no era menor y, por ello, la nada sencilla tarea de filmar a Chile en México fue sin duda el principal mérito de Littín. Sin embargo, de esta condición se desprende uno de los elementos más visibles de la cinta: la marcada intención de convertir el levantamiento de los obreros salitreros del norte de Chile en una metáfora de la lucha tercermundista y, sobre todo, latinoamericana, contra la explotación colonialista, aspecto que resulta aún más claro si se le analiza a la luz de La tierra prometida, cinta en la que, como vimos, se ponía el acento en el carácter y la mitología del pueblo chileno.
En Actas de Marusia28 la intención no sólo es distinta, sino completamente opuesta. Chile parece desdibujarse intencionalmente en la cinta para dar lugar a una lucha mundial, casi esquemática, entre explotados y explotadores, entre colonizadores y colonizados.29 Las condiciones indudablemente abonan en este sentido: la necesidad de filmar la lucha del salitre chileno en una mina de Chihuahua o de sustituir a los trabajadores andinos por mexicanos obligaba a no acentuar una situación nacional que no podía ilustrarse. Sin embargo, resulta sorprendente cómo en la cinta el discurso nacionalista ha desaparecido casi por completo para dar lugar a la emancipación de todos los trabajadores. En la película poco importaba que los obreros de principios de siglo reprodujeran la retórica tercermundista de los años setenta: más que buscar la fidelidad histórica, Littín pretendía ahora la alegoría internacionalista. Por ello, las referencias visuales ya no serán las de la lucha por la patria chilena. En lugar de éstas, el director optó por reproducir la estética del internacionalismo obrero, europeo y latinoamericano. Las referencias visuales a la famosa obra El cuarto Estado (1901), de Giuseppe Pellizza da Volpedo (que ese mismo año fue utilizada por Bernardo Bertolucci como el famoso comienzo de su Novecento y que dos décadas después sería la portada de la novela de Patricio Manns) o la conmovedora pintura Sin pan y sin trabajo (1894) del argentino Ernesto de la Cárcova no dejan lugar a dudas. Quizá por ello la historiadora chilena Jacqueline Mouesca anotó que con esta cinta Littín “intentó franquear la barrera y pasar a otra etapa: la del cineasta latinoamericano que aspira a atrapar en sus películas una realidad más vasta que la de un solo país” (Mouesca, 1988: 99). Lo que no anota Mouesca es que esta abrupta transformación del cineasta chileno se enmarcaba también en un contexto en el que el régimen que patrocinaba la cinta intentaba impulsar este discurso anticolonialista para posicionarse en el centro del tercermundismo internacional.
Es importante destacar que la recepción y la crítica de Actas de Marusia30 fue, sin duda, una de las más polémicas en la historia del cine mexicano. Tras el estreno de la cinta, críticos consolidados, intelectuales y público general engrosaron las secciones de opinión para valorar, alabar o denostar la cinta. Las opiniones sobre la película no parecían admitir medias tintas ni interesarse sólo por los aspectos cinematográficos. El acalorado debate se mantuvo siempre en el terreno de las opiniones políticas que exaltaban o denunciaban el fervor latinoamericanista del director. Como resultado de esto, colocado en el centro de la polémica por su vinculación con el oficialismo mexicano, el director chileno tuvo que elaborar una compleja retórica para evadir la crítica interna que lo tachaba, desde la derecha, de tercermundista aprovechado y, desde la izquierda, de justificador del régimen. No sólo eso, desde esa fecha Littín tuvo que navegar dificultosamente en los diferentes foros internacionales (como los festivales del Nuevo Cine Latinoamericano o el Encuentro del Comité de Cine del Tercer Mundo) para sostener que seguía haciendo un cine antiimperialista y revolucionario, aunque lo realizara dentro de una estructura de producción burguesa y cobijado por los presupuestos millonarios de un Estado autoritario (Souza, 2015: 77).
Cuando, tras un intenso programa de promoción oficial, Actas de Marusia fue nominada al Oscar y llevada al corazón del espectáculo estadounidense,31 Littín tuvo que hacer malabares retóricos para justificar esta poco ortodoxa posición política, una ambigüedad cotidiana para la camaleónica diplomacia mexicana, pero no para una de las voces principales del movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano.
Yo en ese momento pensé —recuerda en entrevista— que era bueno para la película y muy bueno para la resistencia chilena. La película era como poner la bandera chilena en Hollywood. En Estados Unidos sabían quién era yo, por eso originalmente me habían negado la visa para ir a Hollywood, y tuvo que intervenir directamente el presidente Echeverría para que me dejaran entrar.32
En el ámbito mexicano ocurría lo mismo. Desde su llegada al país, pero sobre todo desde que Actas de Marusia33 compitió como mejor película extranjera en los premios Oscar y por la Palma de Oro en el Festival de Cannes, Littín navegó hábilmente entre su militancia y su estrecho acercamiento con el gobierno mexicano. En los principales foros internacionales habitualmente repetía que la cinta era parte de la nueva etapa universal del cine chileno y que las nominaciones eran una victoria de la resistencia en el exilio.34 Por otro parte, en sus entrevistas en México se esforzaba por recalcar que era un logro del nuevo cine mexicano y que, a pesar de la trascendencia de aquellos premios, para él era mucho más importante ganar un Ariel (premio anual otorgado por la Academia Mexicana de Cine) y ser reconocido por el público mexicano.35
Lo cierto es que el éxito de esta cinta fue, sin duda, un triunfo para todo mundo. Por un lado, Littín había obtenido del Estado mexicano un apoyo económico, logístico y propagandístico para realizar su película y así (gracias también a su innegable calidad artística) posicionarse en los principales espacios del cine mundial. Por otro lado, con su decidido apoyo a Littín, el Estado daba una muestra internacional de su posición ideológica al patrocinar a este cineasta exiliado y para que realizara la primera megaproducción tercermundista en suelo mexicano que, además, se convertía rápidamente en una cinta aclamada por la crítica y en una obra protagónica en los principales foros del cine tercermundista, como el Festival de Pésaro, que inauguró su edición de 1976 con la exhibición de la cinta mexicana.
A modo de conclusión. El cineasta en el exilio
Desde el éxito de Actas de Marusia,36 y ante la ambigua nacionalidad de la cinta, Littín enfatizó en cada uno de los foros en los que participó que la misión de los cineastas chilenos en el exilio era volverse latinoamericanos y universales. Durante su participación en el Festival de Cine de Moscú en 1979, por ejemplo, aseguraba que “el cine chileno se vigoriza en la medida que se haga universal y se haga válido también para otros pueblos” (Mouesca, 1988: 147). Esto, decía, lo había conseguido él con la experiencia mexicana:
(…) nosotros hemos participado activamente en el desarrollo del nuevo cine mexicano, no perdiendo nuestra identidad, sino que, con nuestra identidad, nos incorporamos al cine mexicano y al cine latinoamericano. Este cine que estamos haciendo ahora, este cine chileno, es profundamente latinoamericano y profundamente universal.37
El cineasta chileno Orlando Lübbert describía su exilio como un privilegio trágico. Se refería con esta expresión a la oportunidad que tuvo, gracias a la distancia y los medios necesarios, de repensar su nación. Pero no fue el único. De las 178 cintas realizadas por el exilio chileno, la inmensa mayoría intentaron hacer lo mismo. Casi todos formaban parte de una generación que creía firmemente en la construcción de una nueva nación, casi todos salieron con menos de treinta años y sin haber filmado una película, casi todos tuvieron la oportunidad de producir esas cintas lejos de su país y casi todos lo hicieron. El fenómeno histórico conocido como el “cine chileno en el exilio”, por su desplazamiento geográfico y por la heterogeneidad cultural de las sociedades en las que se insertó, detonó y enriqueció sin duda los debates sobre la identidad y la nacionalidad chilena.
En este sentido el caso de Miguel Littín es emblemático, por su cercanía con el presidente Allende, por su inserción en el ambiente político y cultural mexicano y por su éxito como representante internacional del cine chileno y del Nuevo Cine Latinoamericano. Pero no sólo por eso: es emblemático también porque el mismo Littín, moviéndose entre discursos encontrados, llevó adelante un verdadero programa por redefinir y universalizar a Chile en el exilio. Si bien su estrategia política fue criticada por alinearse con un régimen que al interior de sus fronteras mantenía una feroz represión contra sus opositores, su proyecto cinematográfico resultó en un rotundo éxito no sólo porque consiguió colocar el problema chileno en los más altos escenarios del cine mundial, sino también porque con sus obras logró redefinir la nación y la historia nacionalista chilena al reescribirlos como prácticas colonialistas e imperialistas. Con sus películas (sobre todo con Actas de Marusia), Littín trató de desmontar la idea de Chile como una historia de vencedores. Como alguna vez escribió el historiador chileno Carlos Ossa (2013) refiriéndose a esta etapa del cine latinoamericano, el cine de Littín decidió atravesar la idea de la nación con imágenes que interrumpieran la certeza de los vencedores y desordenaran las iconografías del poder. Valiéndose de todos los medios a su alcance y en un medio de un complejo escenario político internacional, Littín pretendió subvertir el relato nacional y hacer emerger de ella a la comunidad de los vencidos, a ese Chile que ya no sólo existía en el extremo sur, sino que estaba en todos lados, que se había vuelto universal.
Archivos consultados
AEM Acervo Embajada de México
CC Cinemateca de Chile, Chile
CDCC, Centro de Documentación, Cinemateca de Cuba, La Habana.
CDCN Centro de Documentación de la Cineteca Nacional, México
CDFUNAM Centro de Documentación de la Filmoteca de la UNAM
HN Hemeroteca Nacional, México.
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Notas