Artículos libres
Diplomacia fronteriza y alianzas hispano-nativas en Antioquia y el Chocó. Nuevo Reino de Granada, 1628-1646
Border diplomacy and Spanish-native alliances in Antioquia and Chocó. New Kingdom of Granada, 1628-1646
Diplomacia fronteriza y alianzas hispano-nativas en Antioquia y el Chocó. Nuevo Reino de Granada, 1628-1646
Prohistoria. Historia, políticas de la historia, núm. 41, 1-29, 2024
Prohistoria Ediciones
Recepción: 04 Abril 2024
Aprobación: 30 Abril 2024
Resumen: El objetivo de este artículo es analizar la manera cómo los indios y los conquistadores ibéricos optaron por la diplomacia para así sustituir el ciclo de guerra a “fuego y a sangre” que había caracterizado la conquista en las fronteras de las provincias del Chocó y de Antioquia. Desde hace varias décadas, la historiografía americanista ha venido insistiendo en que las relaciones entre los españoles y los nativos no fueron todo el tiempo violentas, sino también pacíficas. Frente a la tradicional imagen de dos bandos radicalmente enfrentados, marcados por la guerra de conquista, se propone un escenario alternativo, que no pretende negar la conflictividad de ambas sociedades, pero en el que las relaciones diplomáticas fueron una alternativa viable que se combinó con pactos de paz, alianzas militares, intercambio de mercancías, fundación de pueblos y liberación de cautivos.
Palabras clave: Diplomacia, Guerra, Indios, Conquistadores.
Abstract: The objective of this article is to analyze the way in which the Indians and the Iberian conquerors opted for diplomacy in order to replace the cycle of war by "fire and blood" that had characterized the conquest in the frontiers of the provinces of Chocó and Antioquia. For several decades, Americanist historiography has been insisting that relations between the Spaniards and the natives were not always violent, but also peaceful. In contrast to the traditional image of two radically confronted sides, marked by the war of conquest, an alternative scenario is proposed, which does not deny the conflictive nature of both societies, but in which diplomatic relations were a viable alternative that was combined with peace pacts, military alliances, exchange of goods, founding of towns and liberation of captives.
Keywords: Diplomacy, War, Indians, Conquistadors.
Introducción
En Colombia, la idea de una perpetua guerra que se remonta al siglo XVI, ha sido aceptada por muchos historiadores, politólogos y periodistas. Sin embargo, cuando se analiza con detenimiento los diferentes periodos de la historia de este país, no es cierto que se haya vivido en un estado generalizado de confrontaciones bélicas. Si bien, durante el periodo monárquico los conquistadores ibéricos y sus descendientes se enfrentaron a los nativos en las diferentes regiones del Nuevo Reino de Granada, también es necesario recordar que, tanto españoles como indios, se relacionaron a través de intercambios de mercancías (principalmente hachas, cuchillos, machetes, anzuelos y vestidos), circulación de información sobre la presencia de otras naciones de extranjeros, alianzas militares para derrotar a enemigos pertenecientes a otras naciones indias o intercambio de cautivos.[1]
Por los menos, para los siglos XVI y XVII y, en lo que respecta al Nuevo Reino de Granada, las solicitudes de paz entre indios y españoles no solían registrarse por escrito. Así que, el hallazgo entre las fuentes primarias de este tipo de acciones, suele ser un grato descubrimiento para los historiadores. En ocasiones, las actas de cabildo, las cartas de los gobernadores, las visitas de la tierra o las relaciones de méritos informaban sobre el arribo de una embajada de indios a una ciudad que buscaban vender o comprar mercancías, intercambiar prisioneros o sellar un pacto de paz. Esa información, aunque escueta la mayoría de las veces, evidencia el entramado de intereses locales, regionales e imperiales, comprobando que en las fronteras de la Monarquía Hispánica no solo circulaba la información, sino también objetos e individuos.
El objetivo de este artículo es analizar los mecanismos utilizados por el gobernador de Antioquia don Antonio de Portocarrero y Monroy entre 1643 y 1646 para establecer un pacto de paz con los indios de las provincias del Chocó. Después de una centuria de enfrentamientos militares entre los vecinos de Santafé de Antioquia y los nativos, el gobernador entendió que la vía diplomática era la mejor solución al conflicto que enfrentó a españoles e indios por casi un siglo. Para ejecutar esta política “pacifista”, Portocarrero y Monroy selló con los citarabiraes (una parcialidad de los chocoes) un tratado de paz que incluía la liberación de varios caciques cautivos, la reducción de varias familias en el valle de Urrao, el intercambio de mercancías y una alianza hispano-nativa para derrotar a sus enemigos, los indios oromiras (cunas) y membocanas.
“Suele perder la guerra quien conserva la paz”: la ofensiva hispana en el Chocó, 1628-1642
Al iniciar el siglo XVII, pese a que la Monarquía Católica contaba en Europa con sus tercios, un ejército sólido y organizado, era incapaz de derrotar a sus enemigos. A esto se le sumaba la creciente falta de recursos y la incapacidad de proteger todas sus fronteras, razones de suficiente peso como para que los españoles decidieran firmar la paz con los franceses en 1598, con los ingleses en 1604 y con los holandeses en 1609. Sin embargo, la situación cambió en la década de 1620 cuando una nueva generación de oficiales reales suponía que la opción de las armas era la única solución a los problemas políticos, olvidando así que era mucho más fácil iniciar un conflicto que concluirlo.
Felipe IV (1621-1665) y su valido el conde-duque de Olivares consideraban que entre sus principales tareas estaba la recuperación del prestigio que se había perdido por la política diplomática que caracterizó al reinado anterior.[2] El soberano y su valido estuvieron dispuestos de ahora en adelante, a ejecutar operaciones militares “quirúrgicas”, que fueran rápidas y que aseguraran el triunfo en los diferentes territorios de la Monarquía (Ruiz Ibáñez y Vincent, 2007: 226-231).
Uno de esos espacios que integraba la Monarquía de los Habsburgos era el Nuevo Reino de Granada. Se trataba de una región ubicada entre el Caribe y los Andes, que contaba con extensas áreas dedicadas a la minería, la agricultura y la ganadería y algunas ciudades importantes como Cartagena de Indias, Santafé de Bogotá o Popayán. Si bien, se trataba de un reino menor, si se le comparaba con el Perú y la Nueva España, el Nuevo Reino se destacó no solo por su posición privilegiada, sino también por ser el mayor productor de oro en América durante los siglos XVI y XVII.
A pesar de esa riqueza, las elites españolas nunca pudieron acumular el suficiente capital como para generar una estabilidad económica parecida a la peruana o novohispana. Los ciclos cortos de producción aurífera provocaron el constante interés de las autoridades reales por ampliar la frontera minera. Esta política, ocasionó que el Nuevo Reino viviera de manera prolongada, un período de guerras contra los indios que habitaban las zonas no dominadas. Este fue el caso de las provincias del Chocó. Si bien este territorio fue el primero en ser explorado por los europeos tras la fundación de la ciudad de Santa María la Antigua del Darién (1510), ya para la segunda mitad del siglo XVI, el Chocó empezaba a definirse como una región periférica de la Monarquía Hispánica.
Y, aunque, desde la década de 1570 hubo intentos serios por dominar el Chocó (se fundaron ciudades como Toro y Cáceres), su geografía accidentada y la resistencia decida de los indios que lo habitaban, hicieron que la mayoría de las campañas lanzadas por los españoles fracasaran. Sin embargo, el interés por conquistar a los nativos no desapareció, principalmente, porque habitaban una zona que albergaba ricos yacimientos auríferos. Por esta razón, en 1626 el obispo de Popayán fray Ambrosio de Vallejo escribió un contundente informe a Felipe IV en el que aseguraba que toda su diócesis se encontraba en “estado miserable” y que si no se abría un camino a las minas de Toro El viejo para que se “buelban a poblar y asegurar de la gente de guerra de aquellas montañas que la ay hasta la mar del Sur”, era muy probable que todo el sistema económico de esa región colapsara. Y sentenciaba el prelado que, “suele perder la guerra quien conserva la paz”, en una clara alusión a que debía emprenderse campañas militares hacia las zonas donde aún habitaban nativos que no habían sido dominados por los españoles.[3]
Y aunque parecía que la Monarquía Hispánica no tenía las fuerzas para ir más allá de lo ya ocupado, la misiva del obispo Vallejo demostraba el creciente interés por consolidar la capacidad expansiva de las armas españolas. Esta nueva política belicista fue también ejecutada en otras regiones del Nuevo Reino de Granada. Lo que no estaba claro era qué mecanismos debían utilizarse. Por ejemplo, en 1628, el gobernador de Antioquia Juan Clemente Chaves (1628-1630), convocó un cabildo abierto en Santafé de Antioquia, ordenándole a todos los vecinos y soldados experimentados que asistieran.[4] En su justificación, Chaves sostuvo que la ciudad era frontera con los indios chocoes, aunque “al presente salen algunos de paz, al fin son enemigos antiguos y comunes”. El gobernador recordó que los nativos podían “acometer alguna trayçion” en cualquier momento. En esa misma sesión, se discutió si se debía seguir una política de guerra frontal o tratar de sellar un tratado de paz con los indios. Todos los asistentes a la reunión estuvieron de acuerdo en no lanzar una ofensiva militar contra los chocoes, pero si debían estar prevenidos y alistados con armas y demás pertrechos.[5] Para diseñar una política defensiva, el gobernador nombró a Agustín Burgos de Antolínez como maese de campo.[6]
Entre 1628 y 1630, a diferencia de lo que ocurría en el norte de la gobernación de Popayán, donde el capitán Martín Bueno de Sancho intentaba derrotar militarmente a los chocoes, Burgos de Antolínez intentó a atraer a los indios entregándoles hachas, machetes y cuchillos. Pobló a varias familias en el valle de Urrao con el objetivo de que sirvieran de apoyo a los españoles que entrarían al Chocó. Gracias a su iniciativa, “continuas las tropas” de indios salían a Santafé de Antioquia. Este trato cotidiano permitió que mineros con pequeñas cuadrillas de esclavos africanos intentaran explotar los yacimientos auríferos de la región.[7]
Las relaciones amistosas entre los chocoes y los españoles se vieron interrumpidas con el cambio en la administración local. El nombramiento en 1630 de don Juan Vélez de Guevara y Salamanca como gobernador interino de Antioquia rompió el frágil equilibrio logrado por Burgos de Antolínez. El nuevo gobernador, estaba emparentado con el presidente de la Audiencia de Santafé don Sancho Girón, en cuyo séquito había arribado al Nuevo Reino de Granada. Esta conexión, sirvió para que Vélez de Guevara y Salamanca fuera nombrado gobernador en la región minera más importante del norte de Suramérica (Restrepo Sáenz, 1944: T. I, 73-74).
Como buen chapetón, Vélez de Guevara y Salamanca inició una política de guerra a “fuego y a sangre”. Entre sus primeros actos de gobierno, estuvo la firma en abril de 1630 de la capitulación con Burgos de Antolínez para conquistar a los indios del Chocó. Atrás quedaba la idea de mantener relaciones amistosas con los nativos. El mismo Burgos de Antolínez propuso someter las naciones de los chocoes, nitanas, guazuzes, urabaes, caribanas, pebres, oromiras, tunacunas, porumiaes, quenequenes, sorucos, oromiras, membocanas, catrues, tataquies y hallar el mítico santuario del Dabaybe, una versión del Dorado selvático.[8]
En marzo de 1631, la hueste de Burgos de Antolínez (cuarenta soldados más indios “amigos”) partió desde Santafé de Antioquia para adentrarse en la cuenca del río Atrato. Los resultados no fueron los esperados por los españoles. Sin embargo, Burgos de Antolínez logró reducir en el valle de Urrao a los caciques Masagre, Buji y Simón Alférez, quienes empezaron a cultivar maíz y a criar cerdos y gallinas para abastecer a los vecinos de la ciudad de Antioquia.[9] El propósito de este poblamiento era atraer a otros nativos, pues pretender conquistarlos con una hueste numerosa era “ynposible por estar poblados en dibersas partes en rrios donde tienen sus canoas y en sintiendo gente se enbarcan y avisan a todos”. En su lugar, con “industria y maña”, les entregó hachas y machetes y con ese “sebo” los redujo en Urrao.[10]
No obstante, es necesario recordar que las relaciones entre los chocoes y los españoles no eran simétricas. Es decir, la firma de tratado de paz no significaba el fin de la guerra en todas tierras del Pacífico. Un nación o parcialidad podían comerciar y atacar a la vez. En otras regiones, una arremetida violenta podía interrumpir la paz y hacer cesar el comercio y el tránsito de personas entre ambos mundos. En una perspectiva local, el intercambio de mercancías con los nativos significaba para los vecinos y los encomenderos de las ciudades, una forma de mantener relaciones amistosas con los indios, pero para la Corona y sus oficiales se trataba de una relación peligrosa que beneficiaba más a los nativos que a los ibéricos.
El gobierno de Vélez de Guevara y Salamanca fue corto. A finales de ese mismo año se trasladó a Santafé de Bogotá, donde contrajo nupcias con doña Catalina de Caicedo, una criolla perteneciente a una de las familias más influyentes del Nuevo Reino de Granada. Después de su enlace, Vélez de Guevara y Salamanca viajó a España para tramitar ante el Consejo de Indias su nombramiento como gobernador en propiedad de Antioquia. En 1634, no solo fue elegido en ese oficio, sino que también se le entregó el título de adelantado del Chocó, esto último con el objetivo de completar la conquista de esa región.[11]
Dos años después, el flamante adelantado del Chocó regresó a Antioquia para iniciar la conquista de las tierras del Pacífico. Sin embargo, como lo demostraban los acontecimientos pasados, la dominación de los indios chocoes no era una empresa fácil. Aunque era la segunda vez que Vélez de Guevara y Salamanca oficiaba como gobernador de Antioquia, seguía siendo un chapetón, al parecer poco apto para la milicia. Delegó la conducción de tropas al Chocó en Martín Bueno de Sancho. Este sí era un curtido capitán, con una larga experiencia en la guerra contra indios los pijaos.[12]
Cuando en 1638 el gobernador Vélez de Guevara y Salamanca designó a Bueno de Sancho como superintendente de la guerra en el Chocó, las esperanzas de los vecinos de las provincias de Antioquia y Popayán estaban puestas en esta nueva empresa. Para estos españoles, la crisis minera había afectado toda la organización económica del Nuevo Reino de Granada. Era urgente, encontrar nuevos yacimientos auríferos, consolidar el poblamiento de ciudades y villas, evangelizar a los indios neófitos, incentivar el comercio, abrir caminos y establecer puertos.
A pesar de esto, los planes de Vélez de Guevara y Salamanca no arrojaron buenos resultados. Primero, tuvo que enfrentarse al obispo de Popayán, don Diego de Montoya y Mendoza, quien en compañía de un hermano y un primo suyo (don Francisco y don Ventura de Montoya), habían fundado una ciudad en la cuenca del río San Juan: La Sed de Cristo.[13] Segundo, en enero de 1639 Bueno de Sancho y medio centenar de soldados fueron asesinados por los citarabiraes en una playa del río Atrato. Su reemplazo, el capitán Mateo de Cifuentes, también fue liquidado por los mismos indios y sus aliados los tatamaes.[14]
Ambos descalabros militares, preocuparon a las autoridades de las Audiencias de Santafé y Quito. El gobernador Vélez de Guevara y Salamanca, disminuido en su capacidad logística, se refugió en Antioquia. Allí, reunió en julio de 1639 una “junta” de guerra para definir la manera como se ejecutaría el “castigo” a los culpables de los asesinatos de los españoles. La asamblea, era una mezcla de milicianos, encomenderos y mineros que tenían un claro interés por abrir una nueva frontera extractiva en el Chocó. Para estos españoles, la guerra era una actividad lucrativa que generaba beneficios a través del botín, la captura de esclavos y el robo.
Burgos de Antolínez -quien ocho años antes había conducido una hueste al Chocó-, recordó que los chocoes habían despoblado las ciudades de Antioquia La vieja (1575) y Caramanta (1598), asesinando a más de tres mil indios encomendados. Propuso abiertamente que se entrara a “fuego y a sangre” y que se esclavizaran a los chocoes.[15] Don Pedro Vélez de Villarroel, vecino de Cartago, recordó que los citarabiraes habían asesinado a españoles, indios y africanos en la ciudad de la Sed de Cristo. Su opinión, un poco más moderada que la anterior, se inclinaba por la esclavitud por diez años de los nativos.[16]
También el capitán Fernando de Toro Zapata –un experimentado minero que había descubierto yacimientos auríferos en los valles de Los Osos y de Guarne–, sostuvo que contra los chocoes debía seguirse una política ofensiva, pues no solo estaba en riesgo el despoblamiento de los núcleos urbanos, sino también la economía de la región. Para Toro Zapata, las minas de las gobernaciones de Antioquia y Popayán “an venido en tan gran disminuçion que, si no se descubre tierra nueba”, el soberano perdería el quinto real y sus súbditos quedarían “destruydos por hallarse con negros y sin ministerio de minas en que ocuparlos”. Y que sería una lástima que se destruyera la base económica de Antioquia, pues tenían al Chocó y al Darién muy cerca, donde se sabía que estaban las más ricas minas y estaban “labradas las esperanzas de la rrestauraçion” de las dos gobernaciones.[17]
Por orden del gobernador Vélez de Guevara y Salamanca, el sargento mayor Fernando de Ocio y Salazar marchó al Chocó en agosto de 1639. La hueste, encontró que en el valle de río Atrato los citarabiraes habían huido de sus asentamientos y los caciques lideraron una férrea defensa. Aunque, gracias a las declaraciones de los indios capturados, se supo que el despoblamiento de la zona se debía a la violencia que ejerció la hueste del capitán Juan de Caicedo y Salazar en 1623. Ochenta indios fueron degollados y cinco caciques capturados y procesados por Ocio y Salazar. Al ser inquirido por su decidida resistencia, Tetube, uno de los indios apresados, afirmó que los conquistadores eran “bellacos y madavan mucho”. Los jefes nativos fueron sentenciados a ser empalados vivos “para que sirva de escarmiento”.[18]
Sin embargo, el mayor inconveniente que enfrentó Ocio y Salazar fue un motín liderado por varios mestizos y mulatos antioqueños, quienes abandonaron a su jefe para refugiarse en Santafé de Antioquia. Este problema ya había sido previsto por el capitán Fernando de Toro Zapata, para quien la guerra contra los chocoes no obtendría buenos resultados, pues los soldados que la hacían eran “criollos lo más y cassados y emparentados en esta ciudad [de Antioquia] y no quieren hazer pie ni parar en la tierra”. Para Toro Zapata la única manera de hacer la conquista de los chocoes era que desde Panamá entraran cien hombres y el mismo número desde Cartagena –vía el río Atrato– y desde la gobernación de Popayán. Eso sí, aclaraba que los soldados no podían ser chapetones, sino criollos, quienes si sabían “sustentarse con raizes” y eran “grandes nadadores y buenos peones”.[19]
Al parecer, la opinión de Toro Zapata fue tenida en cuenta. En 1640 el gobernador Vélez de Guevara y Salamanca encargó al criollo Gregorio de Guzmán y Céspedes para que “castigara” a los indios culpables de los asesinatos de las huestes de Bueno de Sancho y de Cifuentes.[20] No obstante, el resultado de la expedición no fue la mejor. Aunque los sesenta soldados de la hueste lograron recorrer las cuencas de los ríos Atrato, Sucio y León, la campaña se convirtió en una frenética jornada de caza de esclavos citarabiraes. La política de “fuego y sangre” ordenada por el gobernador, se plasmó en la destrucción de las aldeas indias, el desplazamiento forzado de sus habitantes y el cautiverio de treinta nativos. Decepcionado, concluyó Guzmán y Céspedes que intentar conquistar las diferentes naciones de indios que habitaban en el Chocó “con solo la jente que ay en la ciudad de Antiochia, es como echar todo el agua del mar en un charco”.[21] Al regresar a Santafé de Antioquia, Guzmán y Céspedes reafirmó lo que se sabía hacía más de un siglo: el Chocó era una región fértil y rica en minerales de oro. Aconsejó que, para poder conquistar a sus indios, se debería fundar una ciudad en la provincia de Tayta –a medio camino entre el valle de Urrao y el río Atrato– y enviar tropas desde Anserma y Cartagena para poder atacarlos desde el sur y desde el norte.[22]
En junio de 1640, el gobernador Vélez de Guevara y Salamanca, convocó un nuevo cabildo abierto en Santafé de Antioquia. Propuso él mismo conducir una tropa de soldados hasta el Chocó, pero el alcalde ordinario de la ciudad, el capitán Francisco de Guzmán y Miranda –padre de Gregorio de Guzmán y Céspedes–, le recordó que él ya había gastado mucho dinero organizando las expediciones, que todos los intentos para conquistar a lo chocoes habían sido en vano, pues solo habían provocado muertes de españoles, esclavos africanos e indios encomendados y que en “ningún tiempo se a podido aser castigo”.[23]
Los vecinos de Santafé de Antioquia se encontraban divididos. Mientras que era claro que existía un bando guerrerista integrado por los sargentos Gregorio de Guzmán y Céspedes, Fernando de Ocio y Salazar, el alférez Pedro de la Serna Palacio y los capitanes don Diego Beltrán del Castillo, Fernando de Toro Zapata y Mateo de Castrillón, para quienes la solución era combatir a “fuego y a sangre” a los indios y luego esclavizarlos; otras voces minoritarias defendían la utilización de estrategias diplomáticas con los indios, pues era comúnmente conocido que éstos también salían hasta Antioquia con el objetivo de abastecerse de machetes, cuchillos y hachas e intercambiar trementina y anime, (utilizadas para la fabricación de medicamentos y perfumes, respectivamente); a cambio de cuchillos, chaquiras y otras herramientas.[24]
En ocasiones es difícil percatarse de la magnitud de las relaciones de intercambio comercial entre indios y españoles, pues estos últimos eran conscientes de que era mejor y más estratégico redactar informes al rey o a sus ministros y oficiales retratando a los nativos como una amenaza, haciendo hincapié en su “barbarie”, que como sociedades pacíficas. Es muy probable que, los memoriales redactados por gobernadores, cabildantes o viejos capitanes exageraran a menudo el peligro. Aumentar la amenaza era una estrategia que permitía conseguir mercedes o privilegios, obteniendo casi siempre rebajas en los quintos de oro o esclavos fiados (Córdoba Ochoa, 2019: 46-50).
Influenciados por estas fuentes, varios historiadores consideraron que, durante los tres siglos de dominación hispánica, los chocoes habían resistido a los ataques de los conquistadores. No obstante, un estudio más detenido de las fuentes permite observar que desde mediados del siglo XVII las relaciones ente los indios y los españoles entraron en fases en las que, en ocasiones, se privilegiaban las relaciones amistosas, expresadas casi siempre en intercambios comerciales, embajadas diplomáticas o intercambio de cautivos. Aunque es cierto que las relaciones fueron tensas, la circulación de objetos (oro y resinas, así como cuchillos, hachas y machetes) y de individuos (cautivos o indios auxiliares) y el alto costo de la guerra crearon las condiciones para la paz.
“La paz en nombre de Su Majestad”: conflicto y negociación en la frontera Antioquia-Chocó, 1643
Los métodos utilizados en las provincias del Chocó durante setenta años (1573-1643) habían concluido en un fracaso rotundo. Los indios habían expulsado de sus tierras a los conquistadores ibéricos, pero el precio pagado fue catastrófico para los naturales, sobre todo, por sus efectos indirectos como, por ejemplo, la agudización del descenso demográfico, la transformación de los patrones de poblamiento y la alteración de su cultura material.
Ante el fracaso de la política belicista, el gobernador Vélez de Guevara y Salamanca fue reemplazado por don Antonio de Portocarrero y Monroy (1642-1646), un limeño que había servido al rey en diferentes regiones de la Monarquía Hispánica.[25] Don Antonio estaba ligado a la familia de los condes de Medellín y Deleytosa y de los señores de Belvís.[26] Su hermana, doña Constanza de Mendoza, casó con don Diego Romano Altamirano; mientras que sus hermanos, sirvieron al rey en diferentes lugares de la Monarquía: don Alonso y don Francisco estuvieron destacados en Milán; mientras que don Pedro, fue caballero del hábito de Santiago (Lohmann Villena, 1947: T. I, 389).[27] Debe recordarse que, una característica de los linajes que tenían presencia en diferentes territorios de la Monarquía Hispánica, era su versatilidad para alcanzar la promoción social tan anhelada. Para lograr su objetivo, estas familias ejercían una política de conveniencia y de captaciones de recursos, oficios o privilegios (Yun Casalilla, 2019: 233).
Don Antonio, quien era el menor de los hermanos Portocarrero, inició su servicio al rey en la carrera de las Indias y posteriormente pasó a la Florida y a los llanos de San Juan de Ulúa, donde fue capitán de caballos.[28] Viajó a Europa participando activamente en la guerra de Flandes, especialmente en 1625 cuando Ambrosio Spínola sitió Breda (inmortalizada por Diego de Velásquez en su famoso óleo de las lanzas), en la defensa del dique de Calais, cuando el “enemigo intento romperle”, y en la fortificación de la villa de S. Flit.[29] También intervino en la guerra de Cataluña, como capitán de caballos el sitio de Salses (1639); y en la “entrada que hicieron de armas” en Vellgon.[30] En 1633 fue nombrado caballero de la orden de Calatrava.[31] Casó con doña Juana de O`Driscol y Carti, de cuyo enlace nacieron varios hijos.[32]
Felipe IV y sus ministros deseaban mantener la reputación de España, conservando sus posesiones. Los oficiales del rey más progresistas anhelaban llevar la paz a las fronteras más conflictivas de la Monarquía Hispánica, reemplazando la guerra por el comercio, el poblamiento y la diplomacia. Representantes del rey como el gobernador Portocarrero y Monroy, consideraban que sujetar a los indios por medios pacíficos, era menos costoso que el enfrentamiento bélico y que, a largo plazo, sería mucho más eficaz.[33]
Sin embargo, no existía un consenso general en la provincia de Antioquia. Entre algunos vecinos que representaban una línea belicista, el discurso de la guerra a “fuego y a sangre” seguía siendo válido; mientras que una política “suave”, en la que primara la diplomacia, no terminaba de convencer a los viejos españoles habituados a los enfrentamientos contra los indios. Por lo tanto, aunque algunos vecinos se inclinaron por la vía pacifista, otros actuaron de forma enérgica para responder la violencia con más violencia.[34]
Quizá, este cambio se debía a la creciente criollización del cabildo de la población. Varios de sus miembros eran naturales de esta región o si eran españoles peninsulares, estaban emparentados con las familias que llevaban varias décadas asentadas allí. Por ejemplo, el ayuntamiento de 1643 estaba compuesto por seis españoles peninsulares y tres criollos.[35] Se trataba del teniente general de la ciudad, el capitán Pedro Martín Mora, el alférez Juan García de Ordás y Figueroa, el alcalde de la Santa Hermandad don Diego Beltrán del Castillo (quienes conformaban el grupo de principales mineros de la ciudad y estaban emparentados con los capitanes Fernando de Toro Zapata, Esteban de Rivera, Agustín Burgos de Antolínez y Fernando de Ocio y Salazar).[36] Seguidamente, se encontraba el alguacil mayor Pedro Fernández Ortiz, un extremeño reciente emigrado a la provincia de Antioquia y los regidores Martín Delgado Jurado, Luis Martín de Olarte,[37] Juan Jaramillo de Andrade y Gregorio de Guzmán y Céspedes (estos dos últimos pertenecientes a las familias más encumbradas de la región y con una larga presencia en los intentos de conquista de los indios del Chocó) (Jaramillo Mejía, 1996: T. II, 459-539).[38]
Quien presidía el cabildo antioqueño, era el mismo gobernador Portocarrero y Monroy. Como se ha indicado anteriormente, era un limeño con una larga trayectoria en las guerras de Flandes y Cataluña. Primero, es probable que el hecho de haber nacido en América lo hiciera ser poseedor de una sensibilidad hacia las sociedades nativas, entendiendo mejor sus complejas estructuras políticas y religiosas.[39] Segundo, su participación en los diferentes conflictos bélicos que se libraran en las fronteras de la Monarquía Católica en Europa, le sirviera para entrar en contacto con nuevas ideas sobre la paz y la diplomacia en un mundo que se había visto envuelto en guerras interminables.
Nombre | Patria | Oficio | Postura política | Vínculo con otros cabildantes | Otros vínculos |
Pedro Martín Mora | España | Teniente de gobernador. | Opositor | Concuñado del alférez Juan García de Ordás y Figueroa | Casado con una hija de Agustín Burgos de Antolínez |
Juan García de Ordás y Figueroa | Santafé de Antioquia | Alférez | Defensor | Concuñado del teniente Pedro Martín Mora y cuñado del alcalde de la Santa Hermandad don Diego Beltrán del Castillo. | Casado con una hija de Agustín Burgos de Antolínez. Cuñado de los capitanes Fernando de Toro Zapata y Pedro Martín Mora |
Don Diego Beltrán del Castillo | Villalba de Rioja (Castilla) | Alcalde de la Santa Hermandad | Defensor | Cuñado del alférez Juan García de Ordás | Primo de los capitanes Juan de Caicedo y Salazar y Fernando de Ocio y Salazar |
Pedro Fernández Ortiz | Almendralejo (Extremadura) | Alguacil Mayor | Opositor | Su suegro Domingo Gómez de Ureña había sido alguacil mayor entre 1608 y 1624 | Concuñado del capitán Antonio de Montoya |
Juan Jaramillo de Andrade | Montejícar (Granada) | Regidor | Defensor | Su yerno, el capitán Fernando de Zafra Centeno, había sido teniente de gobernador entre 1562 y 1571 | Suegro del capitán Rodrigo Jaramillo de Sepúlveda, cuñado de Pedro de Silva y concuñado de varios de los principales vecinos de la ciudad. |
Martín Delgado Jurado | Cumbres de San Bartolomé (Huelva) | Regidor | Opositor | Su suegro Juan Bautista Laínez Lobato había sido alcalde ordinario en 1605, 1615 y 1629 | Yerno de Juan Bautista Laínez Lobato |
Luis Martín de Olarte | Vélez (Nuevo Reino de Granada) | Regidor | Opositor | Su suegro el capitán Cristóbal Ruiz de Aldana había sido alcalde ordinario en 1617, 1619, 1623, 1632, 1634 y 1636 | Yerno del capitán Cristóbal Ruiz de Aldana |
Gregorio de Guzmán y Céspedes | Santafé de Antioquia | Regidor | Defensor | Su padre Francisco de Guzmán y Miranda fue depositario general entre 1607 y 1631 | Perteneciente al clan más influyente de Santafé de Antioquia. Estaba emparentado con muchas de las familias principales. |
Desde finales del siglo XVI, en la corte de Felipe II y de su sucesor, Felipe III, el redescubrimiento de la obra de Tácito había llevado pensar que era necesario explorar otra vía “suave” y pacifica que pusiera fin a los diferentes conflictos entre las monarquías europeas. Fieles representantes de esta corriente fueron el secretario real Juan de Idiáquez, el marqués de Velada y el duque de Gandía. Tácito, fue leído a través de la obra del humanista flamenco Justo Lipsio, para quien era necesario desarrollar una “razón de Estado”, interpretado esto como la utilización de la prudencia política en momentos de crisis o, dicho de otro modo, “saber esperar para obtener el mejor resultado” (Rivero Rodríguez, 2017: 188).
Producto de estas ideas, España firmó las paces con Enrique IV de Francia (1598), con Jacobo I de Inglaterra (1604) y la tregua con los holandeses (1609). Sin que hubiese una política deliberada por parte de Felipe III y sus ministros se consolidó la idea de que una Pax Hispanica era necesaria, sin renunciar al proyecto católico hegemónico. Se hacía necesario seguir conservando del patrimonio y manteniendo la reputación de la Monarquía, pero sin pretender conquistar Inglaterra o anexionar Francia, sino buscando que esos gobiernos fueran favorables a los intereses de la Monarquía Católica. Así, las armas se enmudecieron y la diplomacia primó durante dos décadas (Ruiz Ibáñez, 2018: 271).
En este contexto se formó don Antonio Portocarrero y Monroy. Este gobernador sabía que desde el siglo XVI naciones enteras de indios habían sucumbido a las epidemias y a las armas de los españoles y sus aliados nativos, lo que algunos interpretaron como un claro indicio de la eficacia de los conquistadores. Sin embargo, Portocarrero y Monroy también era consciente que otros grupos nativos tenían suficiente poder como para poder defenderse de las campañas militares, y hasta contraatacar los enclaves de los ibéricos. Claro ejemplo de ello, eran los chichimecas en el norte de la Nueva España (donde había combatido su padre), los araucanos en el sur de Chile o los pijaos en el Nuevo Reino de Granada.
En las regiones donde los indios no dominados consideraron que era mejor pactar con los conquistadores españoles y donde estos últimos también pensaron que mantener una relación pacifica podría traer mejores beneficios y, ser en general, más valiosa que la guerra, la diplomacia prevaleció por encima del conflicto. Ganarse la lealtad de los caciques y capitanes indios no era fácil. Décadas de guerra habían fracturado la confianza entre ambos bandos y sobre todo el gobierno de don Juan Vélez de Guevara y Salamanca (1636-1642) destruyó la relación entre indios y españoles. El mismo gobernador Portocarrero y Monroy informó al rey que los vecinos de Santafé de Antioquia se encontraban muy “molestados y medrosos” debido a los ataques de los chocoes. Según el gobernador, el origen de la situación radicaba en las campañas militares que en “años passados hizieron por las armas algunos capitanes” y a que “gente prinçipal y hombres patriçios” de la ciudad de Antioquia habían roto algunas relaciones económicas que mantenían los vecinos con los chocoes. Producto de esta política a “fuego y a sangre” habían sido derrotadas varias huestes españolas y los “bárbaros” se encontraban “más irritados por la muerte y prisión de algunos suyos”.[40]
“Asentar la paz y guardarla”: el tratado de paz entre antioqueños y citarabiraes, 1643-1646
Para discutir que política aplicar con respecto a los citarabiraes, el cabildo de Santafé de Antioquia sesionó el 23 de diciembre de 1643. Sus miembros aceptaron la novedosa propuesta de Portocarrero y Monroy: liberar a dos caciques chocoes que se encontraban presos en la cárcel de la ciudad desde hacía tres años. Los expresidiarios (Guapama y Çiratoma) fueron bautizados con los nombres de Joseph y Antonio, respectivamente. Se les entregaron por parte del gobernador “matalotajes y herramientas” y partieron el 30 de enero del año siguiente con rumbo al Chocó.[41] Es necesario recordar la expansión hispánica no obedecía a un único modelo previo. En realidad, la integración de nuevos territorios y de las sociedades humanas que los habitaban, se hacía adaptándose a las particularidades de cada región y construyendo un discurso de superioridad muy potente, capaz de “generar adhesiones entre los vencidos” (Ruiz Ibáñez y Sabatini, 2010: 19).
El 12 de abril de 1644 regresó Guapama a Santafé de Antioquia en compañía del cacique Gaspar de Luna, uno de los caciques “más principales, corsario y de muy gran fama de valiente y a quien toda la tierra respeta”, y quien había tomado su nombre “por aver muerto a un vezino de esta ciudad llamado Gaspar de Luna, soldado viejo y valiente”.[42] Luna, era un indio de nación citarabirá. Su verdadero nombre era Misiribire.[43] Al lado de Guapama y Luna, también marcharon el capitán Torra y otros seis naturales.
El gobernador Portocarrero y Monroy recibió a la embajada con “afabilidad” en su propia vivienda, donde les regaló chaquiras, granates y cuchillos. Por medio de un intérprete, Andrés Zorrito, un indio ladino criado en la ciudad de Antioquia y que había participado en varias expediciones militares al Chocó en compañía de los españoles, el gobernador ofreció un parlamento.[44] Le explicó a los chocoes, que él había sido enviado por el “capitán grande de España que es el rey don Felipe [IV]” para “asentar la paz y guardarla” evitando siempre que se rompiera.[45] De lo contrario, el gobernador informaría al rey para que desde Cartagena de Indias enviara navíos que remontaran el río Atrato y desde las ciudades de Toro, Anserma y Antioquia organizara tropas que entrarían al Chocó. Portocarrero y Monroy concluyó su discurso sosteniendo que si los indios sellaban un tratado de paz con él, entonces los españoles no solo los tratarían bien, sino que también se activaría el intercambio comercial entre los cristianos y los citarabiraes. A continuación, los nativos respondieron que aceptaban la paz que les ofrecía el “capitán grande de España” y procedieron a abrazar al gobernador.
Las negociaciones y alianzas entre indios y españoles habían sido comunes desde el siglos XVI, a tal punto que, un experimentado capitán en las guerras contra los indios carares y pijaos como don Bernardo de Vargas Machuca, publicó en Madrid en 1599 su Milicia indiana y descripción de las Indias, un manual que explicaba por qué era importante “asentar las paces con el indio es el principal intento del príncipe”.[46] Para Vargas Machuca (imbuido en la cultura política de la Temprana Edad Moderna), un soberano podía expresar su potencia de dos diferentes maneras: la diplomacia y la capacidad de hacer la guerra a sus enemigos o sus súbditos rebeldes. La diplomacia era considerada como un instrumento que permitía reunir apoyos en caso de conflicto, ayudar a conseguir la neutralidad o, en su defecto, la contención de los futuros enemigos (Ruiz Ibáñez y Vincent, 2007: 30).
Según Vargas Machuca, para que los pactos de paz con los indios fueran duraderos, era necesario tres cosas. Primero, debilitar sus fuerzas, impidiendo que se aliaran con otros grupos y, en su lugar, apoyarlos si era necesario para combatir a otras naciones. También, era forzoso destruir los fuertes y todas las defensas a los indios, haciéndoles entender que, de ahora en adelante, serían los españoles los encargados de su seguridad. Segundo, se les debía impedir a los naturales que fabricaran armas ofensivas (flechas, arcos, lanzas y rodelas) y que comerciaran con los venenos que utilizaban para sus puntas de proyectil. Además, el uso de las armas debería quedar restringido solo para los nativos que defendían las fronteras de la Monarquía Hispánica. Por último y, no menos importante, se debía evitar que las diferentes naciones indias se confederaran para atacar a los españoles.[47]
Recomendaba también Vargas Machuca, que lo mejor para conservar la paz con los naturales, era disipar a los caciques o capitanes viejos que “anduvieran encendiendo fuego”. También el caudillo de la hueste debía considerar si los indios con los que se llegaba a un acuerdo de paz, era la primera vez que lo hacían o si, por el contrario, se trataba de unos “quebrantadores”, que despoblaban ciudades y villas, y asesinaban a sus vecinos. Correspondía, entonces, al caudillo determinar si los indios estaban buscando una paz verdadera, o si solo esperaban una oportunidad para volverse a rebelar.[48]
No olvidaba Vargas Machuca recomendar que el tratado de paz debía redactarse por un escribano y quedar refrendado por testigos. Y luego, por intermedio de un intérprete, el caudillo de la hueste debía ofrecer un parlamento. En éste, indicaría que la paz que se estaba negociando era entre los indios pertenecientes a una nación o parcialidad y el rey. Por lo tanto, debían “guardar por todas las vías”, nunca rebelándose ni ausentándose de sus aldeas. Les quedaba también prohibido volver a asaltar los caminos, destruir o robar las posesiones de los españoles o de sus indios aliados. Si no se respetaban estas condiciones, los conquistadores podrían ajusticiar a los dirigentes de las rebeliones, así como despojar a los caciques de sus señoríos.[49]
Por último, el caudillo debería prometerles a los indios que los defendería en caso algún ataque. Después del parlamento, el caudillo abrazaría a los caciques, comería con ellos y les regalaría presentes (usualmente, hachas, machetes, cuchillos o anzuelos). Posteriormente, debía solicitarles a los caciques que entregaran a algunos de sus hijos como rehenes de los españoles, así aprenderían la lengua castellana y las costumbres de los cristianos. Como curtido miliciano, Vargas Machuca recomendaba que no se confiara en los indios después de firmar el tratado de paz, pues era necesario esperar a que ellos se redujesen a pueblos y empezaran a entregar a los conquistadores alimentos. Mientras tanto, estos últimos deberían estar prestos con sus armas “porque es muy flaca la paz desarmada”.[50]
No se sabe si el gobernador Portocarrero y Monroy leyó la Milicia de Vargas Machuca, pero sin duda, siguió al pie de la letra sus recomendaciones. Fue tan exitosa la gestión realizada en Antioquia, que otro grupo de chocoes liderados por el cacique Masagra, decidió salir a entrevistarse con el gobernador. El cacique informó que él pertenecía a la parcialidad de los citarabiraes (habitantes de la suela plana del valle del río Atrato) y que no eran los culpables de los ataques que causaron las muertes de los capitanes Martín Bueno de Sancho, Mateo de Cifuentes y Juan Francisco Pereira y Farías. Según Masagra, los responsables de estos asesinatos eran los tatamaes (otra parcialidad ubicada en la cordillera Occidental).[51] Portocarrero y Monroy prometió a los indios que guardaría la “paz” y que los poblaría en el valle de Urrao, donde tendrían un doctrinero y podrían criar cerdos y cultivar maíz.[52] Sin duda alguna, se trataba de ejercer una dominación pactada, ya probada en diferentes regiones de América. Es decir, aceptar la vecindad de los indios era un “mal menor”, si se consideraba la guerra frontal que se venía desarrollando desde el siglo XVI en las fronteras entre Antioquia y Chocó (Ruiz Guadalajara, 2013: 265).
El gobernador no desaprovechó la oportunidad para interrogar a Masagra sobre la presencia de ingleses y holandeses en la provincia de Oromira (ubicada entre el curso bajo del río Atrato y el golfo de Urabá). El indio respondió que en esa región vivían extranjeros “muy blancos y cabello colorado por ser rrubio, tienen perros muy grandes y ganado vacuno y de serda y mulas y cavallos y que vienen juntos con los yndios a haçer guerra a los yndios de la provinçia del Chocó y los llevan cautivos a sus tierras”.[53] La noticia despertó la alarma del gobernador y de los cabildantes. Acordaron informar al Consejo de Indias, al tribunal de Audiencia de Santafé y al gobernador de Cartagena sobre la presencia de extranjeros en el Darién y el Chocó.
La información que reveló Masagra fue confirmada por Agustín Burgos de Antolínez. Éste recordó que cuando en 1631 condujo una expedición militar al Chocó, el soldado napolitano Marcos Pasaro le advirtió sobre la presencia de extranjeros en la provincia Poromea (también denominada Oromira). Pasaro, en compañía de una tropa de chocoes navegó el río Atrato, capturando una india de nación poromea, quien declaró que cada seis lunas una “casa grande” remontaba el río Atrato (entiéndase navío), y que estaba tripulada por hombres blancos que rescataban con los nativos chaquiras, hachas y ropa a cambio de oro.[54] A pesar de la riqueza aurífera de las tierras del Pacífico y lo delicado que podía ser una alianza entre los indios y los holandeses o ingleses, Burgos de Antolínez era consciente de lo difícil que era completar una conquista militar de los indios que habitaban esa región.
La noche del 18 de mayo de 1644, una nueva embajada de indios arribó a Santafé de Antioquia. Los caciques Candea, Cabesadas y Baguri en compañía de diecisiete naturales más salieron a sellar otro tratado de paz con el gobernador Portocarrero y Monroy. Seguidamente, arribaron otros jefes nativos. Se trataba de los capitanes Paindrama, Sueynda acompañados de veinticinco indios. El 8 de junio, llegó a Antioquia el cacique Barata junto a dieciséis naturales más. Según Barata “supo en su tierra como el cacique grande de Castilla avia embiado otro capitán a esta çiudad que era muy bueno y tenía buena condiçion y regalaba mucho a los chocoes sus compañeros que avian salido de paz y que por eso havia venido a asentar a paz”.[55]
El gobernador Portocarrero y Monroy exhortó a los indios a establecer la “pas buena sin traiçion, pero que si ay traiçion entrará con muchos soldados a castigarlos y que los defenderá de sus enemigos y asen pas buena y si alguno hiçiese mal, avise y venga a hablar con el señor gobernador que lo aorcara”.[56] El parlamento del gobernador contiene dos aspectos relevantes. Primero, mantener la paz era un asunto fundamental para los españoles. Quizá, estos últimos no entendían que, en muchas ocasiones, los acuerdos diplomáticos firmados entre ellos y los indios no sellaban un único pacto, sino que era necesario firmarlos con las diferentes parcialidades que habitaban en la región. Esto permite comprender por qué los ibéricos se quejaban de la ruptura de los tratados de paz y la poca constancia de los nativos (Clastres, 2004: 58).
El segundo aspecto que hizo hincapié el gobernador en su parlamento era el ofrecimiento de posibles alianzas para combatir a los enemigos de los chocoes. El acceso a los objetos europeos fortaleció la capacidad de los nativos para mantener su independencia de las autoridades ibéricas, pero también podía aumentar las guerras interétnicas. Las alianzas entre los poromeas y los holandeses o ingleses inquietaban a las autoridades de Antioquia. Por tal motivo, en febrero de 1645, el gobernador realizó una “junta de guerra” en el valle de Aburrá. A esta reunión, asistieron los cabildantes de Santafé de Antioquia y los principales vecinos de la ciudad. Todos estos individuos tenían algo en común: eran mineros deseosos de abrir una nueva frontera de explotación aurífera, pues los yacimientos antioqueños en Cáceres, Zaragoza, Guamocó y Santafé de Antioquia habían disminuido drásticamente su producción de oro desde principios del siglo XVII (Colmenares, 1997: 353-359).
Portocarrero y Monroy sostuvo que, cuando en 1643 se posesionó en su oficio, había encontrado a los chocoes “levantados” debido a las constantes incursiones militares que habían emprendido sus antecesores. La guerra frontal solo había traído efectos negativos: contracción de la frontera minera, descenso de la población nativa, abandono de ciudades, guerras interétnicas y alianzas entre los indios y los extranjeros. La “junta” acordó que se enviaría al sargento Pedro Santiago Garcés para que con seis españoles y cuarenta citarabiraes combatieran a los membocanas y oromiras, quienes estaban asentados en el valle del río Atrato y, presumiblemente, tenían alianzas con los holandeses o los ingleses.[57]
Se trataba de un claro ejemplo de hispanofilia, la política desarrollada por el soberano Habsburgo para favorecer a sus aliados. En ocasiones, se trataba de apoyar a rebeldes irlandeses, a samuráis católicos, a conversos musulmanes o a indios que se aliaban con los españoles para enfrentar a sus enemigos (Ruiz Ibáñez, 2022: T. I, 312). Garcés fue nombrado cabo para que condujera a los españoles y al cacique Gaspar de Luna se le entregó el título de capitán de los citarabiraes. Las directrices entregadas a Garcés evidencian la preocupación del gobernador Portocarrero y Monroy de mantener relaciones amistosas con sus nuevos aliados.[58] Por ejemplo, se le indicó que debía llevar mercancías para intercambiar con los indios y, sobre todo, evitar asesinarlos, solo sería legítimo capturarlos para obtener información sobre la presencia de extranjeros en el Chocó y el Darién. Garcés debía “husar de medios suaves, pues la esperiençia a mostrado quan daño los ansido los biolentos”; y el cacique Guapama debía ir recorrer los asentamientos de los citarabiraes ofreciendo la “paz en nombre de Su Magestad”.[59]
La expedición militar se inició en marzo. Garcés en compañía de los caciques Candia, Bugama y Luna recorrieron el valle de Urrao hasta arribar al río Atrato, donde los indios de la parcialidad guaracú recibieron a la variopinta hueste con plátanos, harina de maíz, chontaduros y pescado. Ochenta guaracues preguntaron por la ubicación del “sarra” (que traducía en lengua embera “capitán grande”), la respuesta de Garcés fue que Portocarrero y Monroy estaba en Santafé de Antioquia, pero que los había enviado para defenderlos de sus enemigos.[60] En el río Tutunendo (un afluente del Atrato) los caciques Bocare e Ychima informaron a Garcés que los cunas de la provincia de Oromira y los extranjeros que vivían entre ellos, habían incendiado sus viviendas, esclavizando a mujeres y niños.
En la confluencia de los ríos Atrato y Quito, la tropa hispano-citarabirá arribó a las casas de los caciques Buchua, Bogama y Bauri, la parte principal de esa nación. Remontando el último torrente, pasaron al río Baudó, donde reunieron trescientos ochenta indios para combatir a los membocanas.[61] La batalla se libró en una aldea de estos últimos. Algunas viviendas fueron quemadas, varios indios fueron asesinados y otros esclavizados. Algunos de los capturados declararon que entre los oromiras (cunas) estaban poblados hombres y mujeres de “cabellos rrubios con bonetes colorados y sombreros blancos”. Tenían, además, perros lanudos, grandes y negros que vendían en el Darién. Por el río Atrato, surcaban navíos de los extranjeros que estaban armados con “pungatas” (entiéndase cañones de artillería).[62]
Garcés y el resto de la tropa regresaron victoriosos a Santafé de Antioquia. Los españoles informaron algunas verdades ya conocidas: que el valle del Atrato era rico en minas de oro, que el océano Pacífico se encontraba más cerca de la provincia de Antioquia de lo que se pensaba, que los cunas estaban aliados con extranjeros y que los citarabiraes mantenían cautivas algunas mujeres africanas desde la derrota de la hueste de Bueno de Sancho en 1639.[63] La información se remitió al Consejo de Indias y a la Audiencia de Santafé. El presidente de este último tribunal, don Martín de Saavedra y Guzmán, recomendó en marzo de 1645 al gobernador Portocarrero y Monroy que continuara con “sagacidad y agasajo” poblando a los citarabiraes en el valle de Urrao. Sin embargo, alertó al gobernador de que estos indios “nunca an guardado palabra y que assi no se a de fiar de ellos en cossa de ymportançia ni tampoco mostrarles desconfiança”.[64]
Al parecer, la recomendación del presidente Saavedra y Guzmán (que rememoraba lo escrito por Vargas Machuca en su Milicia indiana a finales del siglo XVI), fue aceptada. En junio de 1645, el cabildo de Santafé de Antioquia ordenó a todos los encomenderos de su jurisdicción que alistaran sus armas y caballos, pues se encontraban en “frontera de enemigos”, so pena de una multa de veinte pesos de oro. En enero del año siguiente, el gobernador Portocarrero y Monroy recordó a todos los cabildantes que él había sido nombrado para mantener la “conservaçion desta República”, aunque sabía que tenía un estrecho margen de maniobra, pues contaba con pocos recursos económicos como para adelantar más proyectos de pacificación.[65] La defensa y la seguridad de la Monarquía Hispánica dependía del sostenimiento del prestigio militar y la reputación de la Corona. Y sentenciaba el gobernador que gracias a su política de diplomacia “quedó asentada la pas con mucho más fervor que antes estaba de parte de los dichos yndios”.[66]
Portocarrero y Monroy murió a principios de 1646. Dos años después, el gobernador entrante, don Pedro Zapata, le tomó juicio de residencia. Paradójicamente, se le acusó a Portocarrero y Monroy de no convocar reuniones para discutir los asuntos de interés público. Sin embargo, Zapata también reconoció que el difunto gobernador impulsó la apertura de la frontera minera en el valle de Los Osos y, además, inició una política de paz con los citarabiraes, pues estaban “alterados y retirados” debido a los asesinatos de los capitanes Bueno de Sancho, Cifuentes y Pereira y Farías.[67]
Conclusiones
Después de analizar las políticas de paz ejecutadas por el gobernador Portocarrero y Monroy entre 1643 y 1646, es evidente que la diplomacia fue una respuesta a la incapacidad de las armas españolas para incorporar nuevos grupos nativos a la Monarquía, a la necesidad de descubrir nuevos yacimientos auríferos debido a la crisis minera que afectaba a toda la jurisdicción del Nuevo Reino de Granada desde la década de 1620 y al creciente interés por expulsar a las naciones de extranjeros que empezaban a asentarse en las fronteras del Nuevo Mundo.
La diplomacia fronteriza de Portocarrero y Monroy revela que entre los indios y los españoles se formaron espacios de comunicación y de acuerdo, pero también de negociación y de disputa. Este giro en la política fronteriza se manifestó también a través de la entrega de bienes materiales como hachas, cuchillos, anzuelos, ropas y animales (cerdos y gallinas); en la imposición de títulos militares por parte de los ibéricos a los caciques; en la imposición del sacramento del bautismo para los principales jefes nativos; en el recibimiento de los hijos de estos últimos para ser educados en la ciudad de Santafé de Antioquia; en la fundación de pueblos, en donde los nativos podrían ser cristianizados, alejándose así de la poligamia, las borracheras, la belicosidad y la ociosidad.
La política de paz impulsada por Portocarrero y Monroy allanó el camino para que, desde mediados del siglo XVII, ingresaran a las provincias del Chocó religiosos franciscanos, seguidos por jesuitas que buscaban consolidar un proyecto evangelizador. El arribo de misioneros permitió la reducción de los naturales en pueblos, el pago de tributos y el ingreso paulatino de mineros y sus cuadrillas de esclavos africanos que iniciaron el proceso de explotación de los yacimientos auríferos. Sin embargo, el aparente éxito de esta política no debe confundirse con una relación de subordinación por parte de los indios a la Monarquía Hispánica y tampoco como la consolidación de alianzas estables y duraderas, pues en el último cuarto del siglo XVII los naturales del Chocó fueron sometidos a un nuevo ciclo de guerra con un costo alto tanto para los nativos como para españoles y sus esclavos negros.
Agradecimientos
Agradezco las sugerencias realizadas por los evaluadores de la revista
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Notas