Sección Especial
El gobierno de la Compañía de Jesús y el confesionario de Felipe V. Relatos de poder e influencia (1714-1720)
The Government of the Society of Jesus and the confessional of Philip V. Narratives of power and influence (1714-1720)
El gobierno de la Compañía de Jesús y el confesionario de Felipe V. Relatos de poder e influencia (1714-1720)
Prohistoria. Historia, políticas de la historia, núm. 41, 1-24, 2024
Prohistoria Ediciones
Recepción: 10 Septiembre 2023
Aprobación: 26 Febrero 2024
Resumen: El presente trabajo se centra en el análisis de las peticiones en favor de los intereses de particulares enviadas por Michelangelo Tamburini, general de la Compañía de Jesús, al padre Guillaume Daubenton durante su segunda etapa como confesor de Felipe V de España. Solicitudes que implicaban una construcción interesada de la memoria que trataba de poner en valor, tanto la fidelidad de los peticionarios al monarca, como su amor a los jesuitas. Se abordará el estudio de la forma en la que el general justificaba los méritos de quien consideraba acreedor de la recompensa y protección del rey y el de las dinámicas de colaboración y resistencia establecidas entre Tamburini y Daubenton. La pretensión última es contribuir a conocer mejor las relaciones de la Compañía de Jesús con el poder político hispánico de las dos primeras décadas del siglo XVIII.
Palabras clave: Compañía de Jesús, Michelangelo Tamburini, Guillaume Daubenton, Felipe V, Confesores Reales.
Abstract: This paper focuses on the analysis of the requests in favour of the interests of individuals sent by Michelangelo Tamburini, General of the Society of Jesus, to Father Guillaume Daubenton during his second stage as confessor of Philip V of Spain. These requests involved a self-interested construction of memory that sought to highlight both the petitioners’ loyalty to the monarch and their love for the jesuits. The study of the way in which the general justified the merits of those he considered worthy of the king’s reward and protection will be addressed, as well as the dynamics of collaboration and resistance established between Tamburini and Daubenton. The ultimate aim to contribute to a better understanding of the relations of the Society of Jesus with Spanish political power in the first two decades of the 18th century.
Keywords: Society of Jesus, Michelangelo Tamburini, Guillaume Daubenton, Felipe V, Royal Confessors.
El gobierno de la Compañía de Jesús y el confesionario de Felipe V. Relatos de poder e influencia (1714-1720)[1]
En la Europa católica del Antiguo Régimen, la capacidad de influencia de los confesores reales sobre sus regios dirigidos está fuera de discusión. Con sus matices y coyunturas particulares, por descontando. En este sentido, es mucho lo que se ha escrito sobre el protagonismo cortesano que podía alcanzar un director espiritual regio cuando se trataba de un miembro de la Compañía de Jesús. En el caso hispánico, durante el siglo XVII la influencia de la Compañía sobre los diferentes soberanos de la Casa de Austria fue normalmente indirecta, teniendo en cuenta que ninguno de ellos puso oficialmente su conciencia bajo el cuidado de un jesuita. Dejando al margen, claro está, a Mariana de Austria, confesada por Nithard durante parte de su regencia (Lozano Navarro, 2023). Pese a lo dicho, el influjo de la Compañía de Jesús en la corte de la Monarquía Católica fue permanente a lo largo del Seiscientos, sustentándose sobre los confesores de reinas consortes, de personajes de la primera nobleza o de miembros de la alta administración; y aprovechando la actividad de los predicadores reales jesuitas, capaces de influir sobre las opiniones del monarca y su entorno a través de sus sermones (García Pérez, 2019).
Una de las consecuencias del cambio dinástico acaecido en España a principios del siglo XVIII fue la llegada de la Compañía de Jesús al confesionario de los primeros Borbones. Abriendo la posibilidad de que, a partir de ese momento, el confesor jesuita del rey ejerciera una influencia directa sobre cuestiones de toda índole en el ámbito cortesano. En este sentido, se ha escrito mucho sobre los directores espirituales de Felipe V;[2] o acerca del padre Rávago ya en la época de Fernando VI (Alcaraz Gómez, 1995). Sin embargo, la figura del confesor real jesuita normalmente se ha analizado en relación con el rey y con otros actores del gobierno; o, en todo caso, con las directrices político-religiosas del Papado en cada período concreto. Dejando al margen, al menos en mi opinión, una cuestión que considero de primer orden: el papel activo desempeñado por el prepósito general de la Compañía de Jesús. Porque nunca puede olvidarse que el general era la cabeza de un sistema de gobierno configurado, en sí mismo, al estilo de una monarquía absoluta; y que cada jesuita –incluso si era un confesor real– estaba obligado a obedecer a quien gobernaba la Orden, siguiendo las disposiciones ignacianas, a la manera de un cuerpo muerto carente de voluntad (Mostaccio, 2010: 44-73).
En las páginas que siguen podrá verse cómo el modenés Michelangelo Tamburini –al frente de la Compañía de Jesús entre 1706 y 1730– tuvo la oportunidad perfecta de hacer oír su voz en Madrid a través del confesionario de Felipe V. En consecuencia, me centraré, especialmente, en el análisis de las peticiones en favor de los intereses de particulares –eclesiásticos y laicos– enviadas por Tamburini al confesor real Daubenton durante su segunda etapa como confesor de Felipe V. Solicitudes que, como adelanto, implicaban una construcción interesada de la memoria que trataba de poner en valor, tanto la fidelidad de los peticionarios al monarca, como el amor que hubieran demostrado a los jesuitas. Intentaré atisbar, en consecuencia, cómo se justificaban los méritos de quien el general de la Compañía consideraba acreedor de la recompensa y protección del rey Católico, así como las dinámicas de colaboración y resistencia que se establecieron entre el general Tamburini y el confesor real Daubenton. Todo ello, en mi opinión, contribuirá a conocer mejor un relato aún incompleto: el de las relaciones de la Compañía de Jesús con el poder político hispánico de las dos primeras décadas del siglo XVIII. Proporcionando, al mismo tiempo, la oportunidad de reconstruir parte de una narrativa en la que la defensa de las conveniencias particulares de quienes acudían a la mediación del general de los jesuitas se transformaba en una suerte de inversión de futuro para la propia Compañía de Jesús.
El final de la Guerra de Sucesión y el confesionario regio desde la perspectiva de la Compañía de Jesús. La caída de Robinet y el regreso de Daubenton
Como es bien sabido, tras las paces de Utrecht y Rastatt quedaba aún pendiente un asunto de enorme trascendencia: la reconciliación entre Felipe V y Clemente XI Albani. O, lo que es lo mismo, la resolución de la ruptura de relaciones entre ambos motivada por el reconocimiento papal del archiduque Carlos como rey de España en 1709 (Martín Marcos, 2011:148). Un rompimiento en el que el entonces confesor del rey, el jesuita francés Pierre Robinet, había jugado un papel de primera magnitud.[3] Para una parte importante del clero español, de hecho, el conflicto entre la Monarquía y el Papado fue percibido como fruto directo de la intransigencia regalista del confesor real; y, por extensión, de las maniobras de la Compañía de Jesús (Martínez Peñas, 2010: 216).
Robinet, de quien se percibía un extraordinario desapego hacia los intereses políticos de su Orden (Martínez Peñas, 2010: 215), había sido elegido por Luis XIV como confesor de su nieto (Dubet, 2014: 246). Según Braudillart, el jesuita era un buen religioso “…que rara vez se ocupaba de asuntos ajenos a su función, pero cuando lo hacía era siempre escuchado…” (reproducida en: Orella Unzúe, 2016: 138). Entre 1712 y 1714 el confesor del rey conformó, junto con la princesa de los Ursinos, Macanaz y Orry, un grupo que gozó de plenos poderes a la hora de acometer potentes reformas en la Monarquía de Felipe V (Glesener, 2017: 115). Sin embargo, tras la muerte de la primera esposa del rey y la llegada de la nueva consorte, Isabel de Farnesio, se alteraron los equilibrios políticos en Madrid. Por lo pronto, el partido francés dejó de ser el predominante en la corte, cayendo de modo fulminante Orry y Ursinos (Martín Marcos, 2011: 216-217).
La situación del padre Robinet fue empeorando también a ojos vista. Responsabilizado por Roma de obstaculizar su entendimiento con Madrid, los agentes pontificios percibían al jesuita como alguien que se mantenía al margen de los intereses de la Santa Sede, imagen que circuló por toda Europa (Luzzi, 2019: 47). No obstante, el confesor real mantuvo algo más tiempo el apoyo de Felipe V, que trató de eximirle de cualquier responsabilidad en las controversias con Roma. Así se lo hacía saber al general Tamburini don Manuel de Valdillo y Velasco, secretario del Despacho Universal, pidiéndole que hiciera conocer al pontífice que Robinet no habría “…intervenido ni contribuido directa ni indirectamente a impedir o atrasar esta negociación como siniestramente se le supone al padre confesor…”.[4] En sentido contrario, el cardenal Belluga escribía poco después a Luis XIV de Francia afirmando que el confesor real tenía a todos amedrentados, “…y hasta de los mismos jesuitas está reputado y tenido por dar unos dictámenes poco píos” (reproducida en: Martín Gaite, 1999: 266).
En mi opinión, no le faltaba razón al cardenal en lo que respecta a la percepción del confesor real por la Compañía de Jesús. Porque el general Tamburini mostraba cada vez más su descontento hacia Robinet. En primer lugar, escribía al padre Le Tellier, el omnipresente confesor jesuita del rey Sol en sus últimos días (Minois, 1988: 483). Le relataba cómo, desde España, no dejaban de llegarle acusaciones contra el confesor real, temiendo que el odio a Robinet se extendiera a toda la Compañía de Jesús; y que, incluso, afectara a la figura del mismo rey, atribuyendo a milagro “…che non sia fin hora seguita qualche rivolutione…”. Según el general, había pedido muchas veces a Robinet que cambiara su modo de proceder; pero, ante la falta de enmienda por su parte, recurría a la intercesión del anciano Luis XIV por medio de su director espiritual.[5]
En segundo lugar, Tamburini escribió el 16 de octubre de 1714 a cinco respetados jesuitas españoles para averiguar qué había de verdad en las habladurías que llegaban a Roma sobre el director de la conciencia del rey. Los padres consultados respondieron que desconocían si el padre Robinet estaba promoviendo la política anti romana de Felipe V. Pero sí coincidían en señalar que el confesor real era aborrecido por los españoles y en reprocharle su modo de vida suntuoso y poco religioso. Nada nuevo, por lo demás. Y es que Tamburini conocía de sobra la forma de comportarse de Robinet y le había reconvenido, ya en septiembre de 1710, usando como medio una durísima carta dirigida al padre Baltasar Rubio. Nada menos que el confesor de la reina y antiguo secretario del difunto general Tirso González. En su misiva, Tamburini representaba al padre Rubio su repugnancia acerca de lo que se comentaba de Robinet. ¿De qué se le acusaba entonces? De no comunicarse con los demás jesuitas, de utilizar demasiado la espléndida finca de recreo del Noviciado y de invitar a su mesa a seculares a todas horas, “… anche di bassa conditione, mentre intanto si sa quanti ancor Nobili stentano a vivere per la penuria universale in questi tempi tanto calamitosi…”. Tamburini decía desear que esas informaciones fueran falsas; pero, de ser ciertas, las consideraba inaceptables para la Compañía, de mal ejemplo para los novicios y de muy malas consecuencias cuando se conocieran en Roma. Recordaba una cuestión clave: que el hecho de que los jesuitas hubieran llegado al confesionario del rey de España, “…molti non lo possono digerire…”; y recomendaba encarecidamente que se evitaran más murmuraciones.[6] Al contestar Rubio que las cosas no eran como se contaban, el general Tamburini pareció quedar satisfecho, limitándose entonces a recomendar a los confesores reales reflexión, cuidado y buena armonía entre ambos.[7] Pero no estaría tan convencido cuando recabó minuciosos informes sobre el padre Robinet en 1714.
Robinet finalmente cayó en marzo de 1715. Todavía en 1717 era comúnmente aborrecido en Roma, donde se le pintaba con colori si horridi.[8] Le sustituyó en el confesionario regio Guillaume Daubenton, antiguo confesor de Felipe V. Un hombre más vinculado a los intereses de su Orden y de la Santa Sede y firme partidario de alcanzar cuanto antes un entendimiento con el papa Clemente (Orella Unzúe, 2016: 221-274). Con Daubenton en la corte, de hecho, el general de la Compañía se prometía que los problemas existentes entre España y Roma no tardarían en solucionarse, confiando en la ayuda de Dios y en “…che o per questo o per altro mezzo si esca una volta da questo grande imbarazzo…”.[9]
No era la única razón por la que la vuelta de Daubenton a Madrid era una excelente noticia para Tamburini. Poco después de haber sido elegido general de la Compañía, le había nombrado asistente de Francia, lo que supuso su traslado a Roma. Comenzó, de este modo, una colaboración y una relación de confianza cotidiana entre el general y el asistente que se prolongó durante años; y cuyos frutos serán evidentes, como veremos, desde el retorno del jesuita francés al confesionario de Felipe V. De momento Tamburini escribía al rey con ocasión del nombramiento de su nuevo confesor, aprovechando para poner a los jesuitas a los pies del monarca, “…pues la largueza de su beneficencia excede con la Compañía a lo que lisonjeandose pudiera la fantasia fingir…”; y, halagador, deseaba al soberano toda suerte de felicidades que, “…correspondientes a un tan grande Monarcha como V. Mag. estan tan enlazadas con los intereses de el nombre Catolico en dos mundos…”.[10]
Saint-Simon describía al padre Daubenton como un hombre astuto y dispuesto a sacar provecho de todo bajo una apariencia de sencillez e incluso de ignorancia, “…con una gran sutileza y un espíritu de intriga de los más peligrosos; con una falsedad innata y una desmesurada ambición de intervenir y gobernarlo todo…” (reproducida en: Orella Unzúe, 2016: 66). Por el contrario, el padre Francisco Granado –rector del Noviciado de la Compañía en Madrid– destacaba de Daubenton su “…estraño desinteres, su apacibilidad en el trato, su expediente en los negocios de su cargo, su justificacion en las Consultas, el oir a todos, el desazonar a nadie…”.[11] En la corte, el retornado confesor real pronto colaborará con otros jesuitas franceses, como el hermano Fineur y los padres Laubrussel, Le Compasseur y Nyel (Désos, 2006: 10). En opinión de Catherine Désos, Daubenton –como los demás confesores jesuitas de Felipe V– llegará a transformar su ministerio espiritual en político. Un ministerio sin el título, pero que emprendió importantes reformas en el seno de la Iglesia española (Désos, 2016). No es de extrañar que así fuera para Juan Luis Castellano, el carácter de Felipe V estaba moldeado para permitir que quien le confesaba adquiriera un poder enorme (Castellano, 2006: 80); porque, siguiendo a Braudillart, el monarca reducía toda la política a un caso de conciencia, pidiendo la opinión de su confesor para todas las materias importantes y delicadas de gobierno. Hasta el punto de que, torturado por los escrúpulos, enviaba secretamente a buscar al padre Daubenton en cualquier momento del día o de la noche.[12]
Pero volvamos a los inicios de la segunda etapa de Daubenton en el confesionario regio. El 27 de abril de 1715 –mientras el padre Guillermo aún se encontraba de camino a España– Tamburini le envió una carta con instrucciones importantes que debía tener en cuenta en su puesto junto al rey. Algunas de ellas eran las esperables. En primer lugar, pedía la potenciación de las misiones de la Compañía en Indias, al estar Tamburini preocupado porque muchos jesuitas españoles no mostraban la deseable cooperación, “…ma in molte ocassioni mostrano gran ripugnanzaba all’introduzione di nuove missioni, anzi ancora nel mantenere le antiche…”; sugería, en este sentido, enviar a América superiores de otras zonas de Europa, especialmente italianos, “…che non fossero in sospetto di esser adetti o a spagnoli o agli indiani, ma si teme che questo disegno sia trastornato dai nostri di quelle Provincie come contrario al loro credito…”. Algo que Daubenton cumplirá más adelante, destacando por favorecer el envío de jesuitas no españoles a Indias (Désos, 2009:159).[13]
En segundo, le pedía atención para los colegios de la Compañía de Jesús, especialmente para los de ingleses, escoceses e irlandeses de las provincias de Castilla y Andalucía. Muy pronto, el general pudo congratularse de una disposición real que devolvía a los colegios jesuitas españoles algunas de las rentas de las que se habían visto privados durante la guerra. Llegando a afirmar de Felipe V, exultante, “…che al di di hoggi, la Compagnia non ha prottetore eguale in tutto il mondo…”.[14]
En tercero, Tamburini encomendaba a Daubenton que solucionara las malas prácticas de algunos jesuitas madrileños. Porque continuamente se invitaba a comer a los seculares en el Noviciado y se disfrutaba con demasiada frecuencia de una villa dotada de amenidades “…impropie dello stato religioso…”. Mientras, en el Colegio Imperial, muchos jesuitas daban espléndidas cenas a laicos en sus propias estancias, acostumbrando a pasear en carroza con externos por las zonas más frecuentadas de la capital. Todos estos desmanes, según el general, suponían un grave perjuicio para el prestigio de la Compañía, “… particularmente in faccia a una si gran Corte e in luogo ove risiede il Nuntio Apostolico…”.[15]
Tamburini, Daubenton y las redes de la Compañía de Jesús
Pero había otros asuntos muy importantes para la Compañía que involucraban al confesor real. En octubre de 1715, apenas instalado en Madrid, el padre Daubenton recibió una carta de Tamburini que, en mi opinión, es tremendamente significativa. Para empezar, el general le concedía permiso para utilizar siempre que lo considerara oportuno la magnífica villa de recreo del Noviciado, la Quinta. Algo que, no olvidemos, le había resultado tan escandaloso en otros casos. Y, tras esta muestra de la gracia generalicia, Tamburini le hacía saber con complicidad que, a partir de ese momento, serían muchas las ocasiones en que se solicitaría su influencia junto al rey. No lo podía dejar más claro, de hecho: “…Pur troppo sarò ostretto ben spesso a molestarla con lettere per i molti che ricorrono a noi e non si puo dire di no a tutti, com’ella sa…”.[16]
Sobra decir que, durante el Antiguo Régimen, la obtención de cargos y prebendas no discurría a través de cauces públicos y abiertos, sino de redes privilegiadas de parentesco, de amistad y de patronazgo (Imízcoz Beunza, 2007: 21-29). Esta dinámica, firmemente asentada, daba lugar a la formación de clientelas muy diversas, que unían a los individuos y a sus familias con otras estirpes y con instituciones de poder sociopolítico y económico (Felani Pintos, 2019: 61-63). Se configuraba, de este modo, un complejo organigrama de relaciones informales en el que se acomodaban cuestiones como la fidelidad, la lealtad, la liberalidad y la magnanimidad (Carrasco Martínez, 2016: 76-80). Como es natural, en la corte española del Seiscientos habían convergido algunas de las redes más destacadas de Europa. No en vano, allí es donde tenía su sede el rey Católico, que aparecía como una fuente inagotable de gracia debido a sus gigantescos dominios. En consecuencia, las élites de diferentes territorios –pertenecientes o no a la Monarquía– concurrían a la gracia regia buscando para ello apoyos e influencias que les permitieran alcanzar sus pretensiones. En este contexto, tener acceso al soberano era, claramente, una necesidad vital; pero podía obligar a viajar a la corte o, en su defecto, a contratar agentes y poner en marcha conductos particulares basados en lazos entre personas (Dedieu, 2016: 47-48).
Como indiqué al principio de este trabajo, durante el siglo XVII distintos generales de la Compañía de Jesús se involucraron directamente en una verdadera persecución de influencias en la corte española. Porque, al tratarse de un personaje eclesiástico de primerísimo nivel, resulta obvio que el general de los jesuitas gozaba de un enorme capital relacional en el mundo católico. Algo que le permitía, llegado el caso, jugar el papel de un intermediario de excepción que, poniendo en contacto con la corte hispana a quienes querían algo de ella, se situaba en un lugar más que destacado dentro de las relaciones internacionales de patronazgo (Felani Pintos, 2019: 66). Durante la primera mitad de la centuria el general Mucio Vitelleschi configuró una destacada red clientelar con la corte madrileña en su centro. Aprovechando la amistad del conde-duque de Olivares y disponiendo de la valiosa ayuda de operarios bien situados, la Compañía de Jesús se lanzó a una audaz persecución de influencias destinadas a favorecer a particulares, tanto eclesiásticos como laicos. Personajes englobables en redes de poder cosmopolitas que compartían una característica fundamental: ser protectores, benefactores y favorecedores de la Compañía de Jesús (Lozano Navarro, 2005). Se estableció, de este modo, una suerte de tráfico de influencias en el que encontraban acomodo las estrategias de ascenso social, político y económico de diferentes élites italianas y españolas. Para la Compañía de Jesús, las ventajas eran obvias: impulsando las aspiraciones en la corte española de quienes la protegían, se auguraba ulteriores favores de parte de sus agradecidos bienhechores. Incrementando, de paso, el enorme predicamento social del prepósito general de la Compañía. Y el de la Orden en su conjunto, como puede imaginarse.
Durante la regencia de Mariana de Austria, el general Juan Pablo Oliva se sirvió en idéntico sentido del confesor de la soberana, Juan Everardo Nithard. Alguien a quien pedir, y con más ahínco que nunca, nuevas mercedes, más cargos y honores. Y eran tantas las solicitudes del general que, en octubre de 1668, Oliva se disculpaba por cansar al confesor real “…con tantas cartas e intercesiones. Trabajo es para entrambos, pero no lo puedo excusar…”; y recordaba al padre Everardo una indicación secreta convenida previamente entre ambos: “…que quando no ponga la señal que le avise, ques una cruz, la pretension o negocio sobre el qual escrivo no es cosa de empeño, y el escribir viene a ser querer satisfacer de algun modo a los que me lo han pedido…”.[17] Poco más se puede decir. Sólo en los casos escogidos el general contaba con que Nithard actuaría “…con la fineza que suele…”.[18]
Tras la caída de Nithard la casa generalicia de Roma no había podido recuperar sus canales privilegiados con el gobierno hispano, debiendo ejercer su influencia de forma más modesta. Con la llegada al trono de Felipe V, sin embargo, se abrían de par en par las posibilidades de influir directamente en el rey a través de su confesor. Un agente sin parangón ya que, tras la reina, era quien tenía el trato más íntimo con el monarca. Por ello es comprensible que, entre 1700 y 1755, con los jesuitas en el confesionario regio, todos cortejaran a la Compañía, que reforzaba de este modo uno de los pilares de su influencia social (Dedieu, 2016: 47-48).
Sin embargo, este papel de intermediación del general de la Compañía no resulta evidente durante la etapa del padre Robinet. Bien pudiera ser que, debido al contexto bélico, al carácter del jesuita o a sus relaciones con el general. Con la vuelta de Daubenton, sin embargo, todo cambió. Hombre de confianza de Tamburini, el general no dudará en pedirle cosas a la manera en que sus antecesores en el generalato habían hecho durante el siglo anterior. A continuación, nos detendremos en la naturaleza de algunas de estas peticiones en favor de particulares. Que, como ya adelanto, en muchas ocasiones no tenían un matiz estrictamente religioso. Y en otras ninguno, por decirlo de algún modo.
Los eclesiásticos recomendados por el general Tamburini
Durante el reinado del primer Borbón, la mecánica de las provisiones episcopales no cambió en lo sustancial respecto a la época inmediatamente anterior. Cuando se producía la vacante de una sede, la Cámara de Castilla proponía al monarca, vía consulta, los candidatos que consideraba más adecuados. Remitía la consulta al secretario de Gracia y Justicia y éste la enviaba al confesor del monarca para que emitiera su dictamen. El confesor, por lo general, se mostraba de acuerdo en que el rey designase al propuesto en primer lugar por la Cámara, aunque podía cambiar el orden de preferencia o proponer un nuevo candidato al monarca (Barrio Gozalo, 2011: 225).
Como confesor real, por tanto, Daubenton podía intervenir directamente en el nombramiento de diferentes obispos (Alcaraz Gómez, J. F., 1996) y dignidades catedralicias (Gaite Pastor, 2005: 157). Una posición privilegiada que Tamburini no podía dejar de aprovechar. En consecuencia, entre 1715 y 1720 el general jesuita escribirá regularmente a Madrid para solicitar la intercesión del confesor del rey en favor de las pretensiones de un importante número de religiosos. En el presente estudio únicamente se traerán a colación algunos de los casos que considero más significativos. No se trata aquí de demostrar el ulterior éxito o fracaso de los interesados, sino de atisbar la creación de relatos de méritos que, en opinión del general de la Compañía, justificarían sus aspiraciones. Pese a lo dicho, no me cabe duda de que la actuación de Daubenton fue clave a la hora de que prosperaran muchas de las peticiones que su general le hacía llegar. Lo demostraría, por sí solo, el que las solicitudes fueran continuas. Están también, por descontado, los frecuentes agradecimientos de Tamburini a Daubenton por lo que miraba por el bien de la Compañía y “…tanto s’interessa per quelli ch’io le raccomando…”. El general, por si fuera poco, a menudo resaltaba la eficacia con que el confesor del rey sabía “…promover mi recomendación…”,[19] no pudiendo él corresponder sino “…con sempre moltiplicare gli incomodi…”.[20]
Entre estas peticiones que llegaban desde Roma las había directamente motivadas por un interés personal del general de la Compañía cuyas motivaciones concretas, por desgracia, no es sencillo reconstruir. Es el caso de Antonio de las Paredes, electo dos veces obispo en Indias –aunque no aceptó por miedo a los peligros del viaje–, canónigo en Burgos e inquisidor en Sevilla. El general pedía la ayuda de Daubenton “…para que el interesado y yo logremos el premio de sus meritos y yo el empeño de v. r…”.[21] Poco después, el nombre de Paredes fue barajado en una lista de cinco candidatos para la presidencia del tribunal inquisitorial de Barcelona, aunque quedó descartado por falto de salud (Gutiérrez Nuñez, 2014: 196-197). Tamburini pedía también que Daubenton ejerciera su influencia en apoyo de don Carlos de Ribera, canónigo lectoral en la catedral de Badajoz. Según el general, don Carlos era “… dignissimo de qualquier honor y dignidad eclesiastica que acreditaran sus virtudes no menos que sus nobles acciones…”; y, por ello, requería de Daubenton “…que le tenga presente muy en primer lugar en las ocasiones que se ofrecieren de interponer su grande autoridad para con el rey catholico…”.[22] Así las cosas, en 1723 Ribera será promovido a una importante dignidad: la canonjía penitenciaria de Toledo (López López y Pérez Martín, 2022: 134).
En otras ocasiones lo que movía a Tamburini a buscar la mediación del confesor real era, claramente, la protección que el peticionario o su linaje habían dispensado previamente a la Compañía de Jesús. Algo que más adelante veremos, aún con mayor frecuencia, en el caso de peticiones procedentes de seglares. Como muestra, en 1718 el general recomendaba a Daubenton que empleara toda su autoridad en favor del granadino Tomás José Ruiz de Montes, arzobispo de Seleucia in partibus.[23] Tamburini decía conocer que ya lo recomendaban importantes personajes en la corte; pero que él no quería faltar debido al amor y favor que el prelado había mostrado siempre a la Compañía. Especialmente, en la provincia de Andalucía, donde “…tutti di sua casa si sono ogni hora segnalati con un constante affetto e benemerenza verso il nostro ordine…”.[24] El 30 de mayo siguiente Daubenton se comprometía a apoyar a Montes, agradeciéndole el general los beneficios que podía esperar el sujeto en tiempo oportuno gracias a su patrocinio.[25] Como su nombramiento para la mitra de Oviedo en 1723, sin ir más lejos.[26]
Terminada la Guerra de Sucesión, los candidatos a cualquier dignidad eclesiástica debían acreditar, además de los consabidos requisitos de prosapia, piedad, virtud y letras (Candau Chacón, 1993: 210-347), otro indispensable: su fidelidad constatada a la causa borbónica. El general Tamburini, en consecuencia, no se olvidaba de remarcar esta lealtad más que oportunamente. Así lo hizo al pedir que Daubenton intentara conseguirle rentas eclesiásticas al sacerdote irlandés Demetrio O’Daly, que había perdido ciertas pensiones que tenía en Francia.[27] Aparte de otros méritos, el principal del interesado era ser sobrino del difunto Daniel Mahony Moriarthy, coronel de un regimiento de dragones irlandeses, a quien Felipe V había concedido el título de conde de Mahony tras su papel en el sitio y conquista de Cartagena en 1706 (Fernández de Bethencourt, 1904, V: 503). El general también traía a colación la fidelidad al monarca en el caso del fraile mínimo mallorquín Miguel Estela Pons, confinado en un convento durante la guerra por mostrarse partidario de Felipe V, pidiendo a Daubenton que lo tuviera en mente para proponerlo al rey cuando vacase algún obispado.[28] Como el de Jaca, del que Estela Pons será nombrado obispo el 12 de octubre 1721.[29] Ese mismo año será el turno de otro mallorquín, don Joan Palou, a quien el general había conocido en Roma tras haber abandonado su isla natal durante la guerra “…desterrandose de su casa y de su Patria voluntariamente por no faltar a la ley de buen vasallo…”. Una vez más, Daubenton habría de tenerle en cuenta “…quando se ofrezca en la Camara alguna provision de dignidad en Mallorca su Patria…” o en otros lugares de España.[30]
En ocasiones en el peticionario concurrían, tanto su amor hacia la Compañía de Jesús, como su fidelidad al rey. Era el caso de Raimundo Marcial de Cuguera, de quien Tamburini destacaba su “…particular afecto a nuestra Compañía, que podra manifestar tanto mejor quantas mas ocasión le dieren los empleos a que su Mag. Catholica se dignare promoverle…”.[31] Además don Raimundo, rector del Colegio de Bolonia entre 1708 y 1713, había probado su fidelidad a Felipe V negándose a prestar obediencia al Archiduque y llegando a quitar las armas del rey de España de la entrada del Colegio, que ordenó cerrar. En mayo de 1716 se le otorgó licencia para ir a Roma y parece ser que regresó por poco tiempo a Bolonia. No se sabe mucho más del personaje, salvo que a su regreso a España se incorporó a una canonjía en Huesca (Peláez y Sánchez-Bayón, 2012: t. 1, 112). Canonjía que, a falta de ulterior constatación, bien pudiera habérsele concedido gracias al buen hacer del padre Daubenton.
Tras la Guerra de la Cuádruple Alianza, el general Tamburini recomendará igualmente, para cualquier provisión eclesiástica que se presentase, al siciliano don Francisco Javier Scarani. Quien había sido, “…tan constante vasalllo de su Mag. que por no faltar a su amor, se ha faltado (para decirlo asi) aun a si mismo, pues ha abandonado un canonicato de San Nicolas en Bari…”. Lo habría hecho, nada menos que “…por seguir las vanderas del Rey, acompañado siempre en Sicilia sus Reales tropas con tal teson, que aun ahora se ha resuelto de retirarse a España con ellas…”.[32] Daubenton consultará a Felipe V este caso entre el de otros sicilianos, representando el miserable estado en que se hallaban. El confesor, de acuerdo con ayudarles antes de que tuvieran que mendigar, propuso una ayuda de 5 reales de vellón diarios para Scarani, a lo que el rey respondió positivamente: “Como os parece y así lo he mandado”.[33]
En 1720, Tamburini también había escrito a Daubenton que, a la hora de buscar a sujetos convenientes para proveer dignidades y beneficios eclesiásticos, tuviera presente a don Roque Gómez de Terán, dos veces rector del Colegio de San Clemente de Bolonia y protegido del cardenal Giacomo Boncompagni. Prueba del interés del general es que reiterará su petición algo más adelante. Pero entrará en un terreno mucho más delicado. Porque no se trataba únicamente de buscar alguna provisión eclesiástica para don Roque, sino incluso un cargo secular. Algo que obligaría al confesor real Daubenton a inmiscuirse en negocios seriamente vedados para todo jesuita. El general era perfectamente consciente de ello. De hecho, en el margen de la primera de sus cartas al respecto añadía: “Y aunque me consta de la violencia con que v. r. se introduce a solicitar los cargos propios de seculares, con todo eso estiendo la misma insinuacion del empeño de v. r. para esta especie de honores…” en beneficio de un personaje al que daba el título de Ayjado.[34] En su segunda misiva, Tamburini reconocía de nuevo saber que “…no quiere v. r. introducirse a procurar semejantes empleos…”. Pero se justificaba con habilidad argumentando que, “…ni un exemplar haze regla, ni a v. r. le puede faltar modo de valerse de personas del manejo con quienes facilmente consiga lo que yo con todas veras deseo…”. Que no era otra cosa que complacer al cardenal Boncompagni, “…quien se ha dignado de tomar en un todo debajo de su proteccion al que yo presento a v. r. como ayjado…”.[35]
Volveremos más adelante sobre la cuestión de los negocios seculares. Pero, de momento y dejando al margen la recomendación cardenalicia, ya muy potente de por sí, ¿qué hacía tan especial a don Roque? Había sido educado por los jesuitas junto con sus dos hermanos: don Juan Gómez Terán –que será creado I marqués de Portago en 1751– y don Juan Elías, capellán de honor, predicador de la Capilla Real y obispo de Orihuela en 1738.[36] Por el momento desconozco hasta donde llegó la implicación de Daubenton en un asunto sobre el que sentía escrúpulos. Pero lo cierto es que don Roque llegará a ser arcediano de Montenegro y canónigo de la catedral de Mondoñedo. En 1732 le encontramos como procurador general de la Junta de Impresión de Libros Sagrados (Mayoralgo y Lodo de, 2013: 470) y en 1738 como procurador general “de las Santas Iglesias Metropolitanas y Cathedrales y de todo el Estado Eclesiastico de los Reynos de Castilla y Leon”.[37]
Las recomendaciones de Tamburini a personajes seglares
Como se ha visto, el confesor real Daubenton se resistía a usar su ascendiente sobre el rey cuando implicaba inmiscuirse en asuntos seglares. Qué, como ya apunté, estaban vedados a todo jesuita desde el mismo momento de la creación de la Orden. San Ignacio no pudo dejarlo más claro cuando lo estableció en las Constituciones. Señalando, por si fuera poco, que “…más que a ninguno conviene al general no se ocupar en los tales, ni en otras cosas, aunque pías, no pertinentes a la Compañía, de manera que le falte tiempo y fuerzas para lo que toca a su oficio, que pide más que todo el hombre”.[38]
Es evidente que el general Tamburini –como tantos de sus antecesores, por lo demás– no se mostraba demasiado concernido por esta disposición ignaciana. Y que Daubenton, al margen de sus reservas, debía sujeción absoluta a su general. De hecho, su hagiógrafo, el padre Granado, recalcaba que, en la obediencia, “…que es el carácter, y la divisa de los que militan en las vanderas de esta Sagrada Compañía, puede contarse el P. Daubenton, mas bien que en el vulgo de los soldados rasos, en la clase de los mejores Cabos de esta Milicia…”.[39] Entre la espada y la pared, el confesor del rey Católico se veía forzado a practicar un difícil equilibrio que le permitiera, tanto mantener su observancia religiosa, como complacer a su general. No es posible reproducir aquí el tono de sus protestas, ya que las misivas de Daubenton no solían conservarse en el archivo romano de la Compañía. Pero allí sí que se guardaba escrupulosamente copia de lo que escribía Tamburini a Madrid, lo que permite reconstruir la preocupación de Daubenton. Es cierto que, conciliador, el confesor del rey aseguraba a su general que intentaría respaldar a aquellos cuyos intereses le encomendaba desde Roma; pero una y otra vez le recordaba, tajante, su firme propósito de no intervenir en cuestiones seculares tal como disponía el instituto ignaciano. ¿Cuál solía ser la respuesta del general, el primero que no debía inmiscuir a ningún jesuita en asuntos tales? Insistir en sus disculpas y manifestarle que “…Me provoca gran rubor importunarle tan de seguido con estas benditas recomendaciones, pero v. r. conoce este país, por lo que espero que me compadecerá…”.[40] Afirmaba, igualmente, que no podía sustraerse de las peticiones que le hacían continuamente, intentando él pedir solo lo que se podía y sin pretender nunca que Daubenton hiciera lo que no estaba dispuesto a hacer.[41] Finalmente, y tras el tira y afloja de rigor, Daubenton se ocupaba de algunas de las cosas que se le habían solicitado, agradeciendo el general que se dispusiera a favorecer a sus recomendados[42] e insistiendo en la bondad con que el confesor del rey recibía sus peticiones “…benche siano così frequenti ch’io me ne vergogno…”.[43]
Veamos a continuación el tono de alguna de estas recomendaciones de seglares encargadas por el general. Entre ellas destacan, en primer lugar, las que pretendían favorecer a personajes italianos. Fundamentadas también, cómo no, tanto en el servicio de los interesados al rey de España, como en su contrastado amor hacia la Compañía de Jesús. En 1717, Tamburini solicitaba la intercesión del confesor real para tratar de conseguir una Grandeza de España para Guido III Vaini, desde 1697 príncipe de Cantalupo, duque de Selci y señor de Cavignano. Un hombre perteneciente a la orden del Santo Espíritu (García Sánchez, 2014: 673) y estrechamente ligado a la corte de Francia (Berti, 2012: 268). Según Tamburini, el rey conocía sobradamente al príncipe, debiendo unirse el confesor a las instancias en el mismo sentido provenientes de Alberoni y el nuncio en España, “…onde spero che v. r. troverà nella Maestà sua un’ottima disposizione a favorirlo…”.[44] Otro recomendado de Tamburini fue el conde Giuliani, a quien el propio Daubenton conocía personalmente. Según el general, aunque sabía que en sus pretensiones le estaban apoyando ya “…Personaggi di alta sfera…” consideraba que también él y Daubenton debían cooperar por las bondades que, del conde, “…da gran tempo ho sperimentato in lui verso di me, e di tutta la Compagnia…”.[45] Pese a todo, el general no esperaba que el negocio saliera a gusto del aristócrata; pero consideraba que, siendo una persona razonable, de todas formas restaría “…obligato della buona intentione havuta a suo favore…” por parte de los jesuitas.[46]
Tamburini intercedía también por Giuseppe Caravita, que había servido a Felipe V como capitán de caballería durante 13 años y que deseaba que el rey le promoviera “…a qualche maggiore impiego…”. Sus méritos eran muchos: tener un hermano jesuita, el padre Vincenzo Caravita; otro hermano que murió sirviendo al rey; la fidelidad de su padre, que perdió una toga de consejero que había ostentado durante 20 años por tener a sus hijos sirviendo al rey Felipe; y, por descontado, algo fundamental: tanto él como sus antepasados siempre protegieron a la Compañía, ayudando a los colegios napolitanos y siendo reconocidos como benefactores insignes y distinguidos del Colegio de Malta.[47]
Durante la guerra de la Cuádruple Alianza, el general llegará al extremo de pedir a Daubenton que intentara conseguir el levantamiento del secuestro de los bienes de la Casa Rezzonico de Venecia en Cartagena de Indias, logrando que el rey “…ordene a los señores Oydores que sobresean de el sobredicho sequestro de bienes en que estos cavalleros venecianos son grandemente interesados…”. El general daba las gracias de antemano al confesor real por su empeño, aseverándole taxativo “…que asi como me consta ser poderoso, aun espero sea eficaz…”.[48] El interés de Tamburini en esta casa comercial se hace evidente por su formidable riqueza y sus fuertes conexiones con Roma. En 1683, el papa Inocencio XI se había servido de los Rezzonico para conseguir capitales destinados a que Juan Sobieski de Polonia pudiera sufragar la guerra contra los turcos. Uno de los hermanos Rezzonico fue empleado por el entonces nepote, el cardenal Livio Odescalchi, como gobernador de algunas ciudades de los Estados Pontificios. Incluida en el patriciado veneciano desde 1687, la familia continuará su fulgurante ascenso, logrando que uno de sus miembros, Carlo –educado por los jesuitas en Bolonia– fuera creado cardenal en 1737. Elegido papa en 1758 con el nombre de Clemente XIII, se mostrará durante su pontificado como un gran defensor de la Compañía en sus cartas, bulas y breves (Soria, 1996: 124).
En julio de 1720 Tamburini encomendará a Daubenton a Francesco Maria Balbi, nuevo embajador de Génova en Madrid. Y es que, siendo el caballero fundador de la iglesia del colegio de la Compañía en la capital ligur, “…como tal debe ser correspondido de todos los Jesuitas con el obsequio que ofreciere la oportunidad…”; pero, en el caso concreto del confesor del rey, “…como tan amante del honor de la Compañía y que naturalmente hablando tendra mas ocasiones de mostrar esta justa correspondencia, se distinga en servir a este cavallero …”.[49] El problema es que, favoreciendo al embajador Balbi, Daubenton tendrá que moverse en un terreno peligroso. Porque la hospitalidad genovesa a Alberoni, tras su caída, provocó el enrarecimiento de las relaciones entre Madrid y Génova, vetando Felipe V la entrada del enviado genovés en sus estados. El rey lo recibirá en Madrid en 1722, aunque pronto se volverá a disponer su expulsión.[50]
Entre las peticiones de Tamburini estaban también las destinadas al beneficio de personajes españoles pertenecientes a diferentes oligarquías locales. Así, Tamburini recomendaba a Daubenton “…favorecer las justas demandas y pretensiones en esa Corte…” de don José Tomás Montijo, regidor de Lorca y, más adelante, teniente de corregidor en la localidad;[51] un personaje controvertido en su actuación; pero que, a lo largo del conflicto sucesorio, había “…seguido siempre con teson constante y con inflexible fidelidad, nacida de su generoso pecho y nobleza de animo la parcialidad del Rey Felipe Quinto…”.[52] Tampoco podían faltar, por descontado, las recomendaciones de servicio a miembros de la más alta nobleza. Es el caso de don Gabriel Ponce de León y Lencastre Manrique de Lara, duque de Baños e hijo del VI duque de Arcos, que pedía “…de S. Mag. que se digne de mandar se paguen al señor Duque ciertas rentas de situados sin cuia paga no puede mantenerse en Portugal, donde al presente se halla defendiendo su derecho al Ducado de Aveyro…”. En palabras del general, del duque era notorio el “…afecto que profesa a la Compañía […] Ruego pues a v. r. interponga con el Rey haziendo los buenos oficios que pide la ley de la gratitud a los muchos beneficios que debe la Compañía a la Excma. Casa de estos señores…”. Tamburini, desde luego, no podía olvidarse de los Ponce de León, fundadores y patronos del Colegio de la Compañía en Marchena (Lozano Navarro, 2002); y tenía bien presente, muy especialmente, a “…la sra. Duquesa de Aveyro difunta, madre del señor Duque, de cuia persona esperamos efectos de no inferior beneficencia…”.[53] Efectivamente, la duquesa doña Guadalupe de Lencastre, empeñada durante toda su vida en extender el Evangelio hasta tierras remotas, patrocinó la labor de los misioneros jesuitas en China y Japón; en su testamento, manifestó su particular devoción hacia los mártires del Japón, a los que encomendó su alma; y había sido aconsejada en 1678, en sus problemas maritales, por el padre Tirso González, posteriormente general de la Compañía de Jesús (Cerro Bohorquez del, 2021: 39-49).
Pero si había españoles que gozaban del especial interés del general Tamburini eran todos aquellos implicados en la alta administración indiana. No podía ser de otro modo, evidentemente, dada la labor misionera de los jesuitas en ultramar. Un ejemplo es el de don Gonzalo Remírez de Baquedano, oidor de la Audiencia de Lima y desde 1712 juez privativo para la medida, venta y composición de tierras.[54] Tamburini dio licencia a don Gonzalo para que fuera admitido en la Compañía de Jesús, en el momento de su muerte, en cualquier provincia de su elección y para que pudiera enterrarse en una iglesia jesuita.[55] Algo que el general, naturalmente, comunicó a Daubenton. Así las cosas, el 8 de febrero de 1719 el rey ratificó su nombramiento como consejero de Indias –que Remírez de Baquedano había declinado en 1711–, puesto que ocupó hasta su fallecimiento el 29 de diciembre de 1730 (Jiménez Jiménez, 2015: 290-291).
Poco antes, el general había pedido la intervención del confesor real en favor de don José Agustín de los Ríos y Berris, fiscal del Consejo de Indias hasta la aplicación de los Decretos de Nueva Planta.[56] Tamburini solicitaba nada menos que su restablecimiento u “…otro qualquier honor correpondiente a sus meritos y persona, lo que no dudo lograra si tiene a v. r. por mediador y protector…”. ¿Cuáles eran los méritos del peticionario para Tamburini? Que siempre había estimado a los jesuitas y que en “…todas las ocasiones de favorecernos se ha mostrado Agente más que Fiscal de nuestras dependencias, promoviendolas a Nuestro favor con el mismo o mayor teson que pudiera un procurador de la misma Compañía…”. Ante tamaño historial, el general daba por seguro que el confesor del rey “…no se negara a causa tan piadosa y en que interesa no poco la Compañía…”.[57] No puede extrañar, en consecuencia, que el 10 de agosto de 1720 se despachara a don José Agustín el título de ministro togado del Consejo de Hacienda, que ostentó hasta su muerte (Francisco Olmos de, 1997: 378).
A modo de conclusión
Saint-Simon llegó a afirmar que, tras la caída del cardenal Alberoni en 1720, Daubenton tomó las riendas del gobierno junto a Grimaldo, apareciendo para muchos como una suerte de primer ministro (Martínez Peñas, 2007: 549). Para el padre Astrain –siempre poco dispuesto a reconocer la intervención de los jesuitas en el mundo de la política–, la desaparición de Alberoni provocó el aumento del peso específico de Daubenton en la corte, donde era consultado en negocios políticos al acentuarse el carácter enfermizo y melancólico del rey, que no tenía a su lado ningún personaje insigne que guiase la política española (Astrain, 1925, VII: 156-157). Lo cierto es que, aparte de actuar como verdadero embajador de Francia en Madrid (Désos, 2019: 391-447), el confesor real reforzó su presencia en el gobierno, consultándole el marqués de Grimaldo los asuntos eclesiásticos de forma institucionalizada, ya que era difícil que el rey aprobara lo que su director espiritual condenaba (Castro de, 2004: 319). Por entonces, el rey veía a Daubenton a diario, llegando el confesor real a resolver asuntos personalmente sin consultar con el monarca si pensaba que no debía ser informado (Martínez Peñas, 2007: 550). Según el marqués de San Felipe, durante este período se percibía en España que los jesuitas controlaban buena parte del gobierno (Désos, 2005: 144). Una etapa sin duda interesantísima en lo que respecta a las relaciones entre el confesor real y el general de la Compañía de Jesús. Pero para la que, por desgracia, no se conserva tanta correspondencia entre ambos.
Habiendo enfermado mientras se encontraba asistiendo al rey en Valsaín, el confesor real Daubenton murió en el Noviciado madrileño el 7 de agosto de 1723. De muerte natural y edificante, para algunos. Para otros, a consecuencia del disgusto que recibió por una reprimenda real. Motivada, supuestamente, por haber violado el secreto de confesión revelando al regente de Francia los planes de abdicación del Animoso (Luzzi, 2017: 144). Sea como fuere, a su entierro asistieron el cardenal Belluga, el arzobispo de Toledo, el nuncio, obispos y superiores de otras órdenes, los Grandes y los ministros de los Consejos y tribunales con sede en Madrid. Honrando todos ellos a un jesuita que, en palabras del padre Granado, podía “…ser modelo de honores; y para decirlo de una vez, molde de vaciar Heroes…”[58] (Granado, 1723: 262).
Como ha podido verse a lo largo de estas páginas, la influencia del general Tamburini en Madrid fue continua entre 1715 y 1720, usando como medio privilegiado al confesor real Daubenton. Obispados y dignidades eclesiásticas, pensiones y peticiones de signo económico, cargos en el Consejo de Indias, grandezas de España, ayuda en pleitos… Todo ello se inscribió en un trasiego cotidiano de solicitudes que partían del general de la Compañía para beneficiar a quienes, a su vez, podían exhibir un historial de amor y apoyo a los jesuitas. Se gestaba, de esta forma, una memoria en la que, los beneficios otorgados a los hijos de San Ignacio debían encontrar su recompensa por parte del poder político. Tal memoria se complementaba, como no podía ser de otro modo, con relatos interesados de servicio y fidelidad a la causa de Felipe V.
Ha quedado claro, al menos en mi opinión, que el padre Daubenton no se encontraba cómodo formando parte de ese tráfico de influencias, especialmente cuando afectaba a cuestiones seglares. Pero también ha resultado evidente que, para Tamburini, no se trataba sino de gajes del oficio; de cuestiones poco apropiadas, tal vez, pero seguramente imprescindibles. Lo cierto, es que, para quien gobernaba la Compañía debía ser difícil, si no imposible, renunciar a aprovechar un influjo en el que había mucho en juego. Por supuesto, el apoyo directo de la Corona a los colegios y a las misiones y ministerios espirituales de los jesuitas a lo largo y ancho de sus dominios. Pero había más cosas en el tablero, como ya sabemos. Porque, en mi opinión, el apoyo del general de la Compañía y el confesor del rey a las pretensiones de particulares redundaba indirectamente en muchas cosas. En el aumento del prestigio social de la Compañía. En la percepción del general de la Orden como un poder en sí mismo. En las posibilidades de los jesuitas de alcanzar ulteriores beneficios materiales e inmateriales. Continuaba, de este modo, una dinámica firmemente asentada durante el Seiscientos; y que, visto lo visto, seguía configurándose como una pieza clave en las esperanzas de conservación y aumento de la Compañía de Jesús a principios del siglo XVIII.
Agradecimientos
Agradezco los comentarios de los evaluadores anónimos de revista Prohistoria
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Notas