Sección Especial 1

Un acertijo, envuelto en un misterio, dentro en un enigma: la relación entre el Estado de Derecho y el Estado Social

A riddle, wrapped in a mystery, inside an enigma: the relationship between the Rule of Law and the Social State

Damián Jorge Rosanovich
Universidad Nacional de San Martín, Argentina

Un acertijo, envuelto en un misterio, dentro en un enigma: la relación entre el Estado de Derecho y el Estado Social

Prohistoria. Historia, políticas de la historia, núm. 40, 1-42, 2023

Prohistoria Ediciones

Recepción: 06 Septiembre 2023

Aprobación: 20 Octubre 2023

Publicación: 30 Diciembre 2023

Resumen: El presente artículo estudia la relación entre el Estado de Derecho y el Estado Social en los textos doctrinarios fundamentales que dieron origen a estos conceptos. Para ello, nos detenemos en las diferentes tradiciones del Estado de Derecho (alemanas, francesas e inglesas), a fin de esclarecer la especificidad de cada una de ellas y mostrar que la dimensión social del Estado no constituye una novedad histórica y lógicamente posterior a la configuración liberal del orden del Estado de Derecho, sino más bien una reformulación de la misma, que tiene antecedentes inequívocos en la Revolución Francesa y en la tradición británica del Rule of Law.

Palabras clave: Estado de Derecho, Estado Social, Individuo, Derecho.

Abstract: This paper focuses on the relationship between the Rule of Law and the Social State in its fundamental doctrinal sources. To do this, we study the different traditions of the Rule of Law (German, French and English) in order to clarify the particularity of each of them and to show that the social dimension of the State is not a historical and logical innovation subsequent to the liberal configuration of the Rule of Law order, but rather a reformulation of it, which has clear precedents in the French Revolution and in the British tradition of the Rule of Law.

Keywords: Rule of Law, Social State, Individual, Law.

I.



Es conveniente no fetichizar el derecho al observar su genealogía política

Fuente: Ernst-Wolfgang Böckenförde

A lo largo de las últimas décadas el respeto al Estado de Derecho se ha convertido en un lugar común para denotar el tipo de orden jurídico-político mínimo que no puede ser cuestionado, cuyo peligro debe ser enfáticamente denunciado. Como ha mostrado acertadamente Luc Heuschling (2002),[1] es difícil encontrar constituciones europeas o americanas donde la expresión esté ausente. La noción en cuestión es portadora de una carga positiva que prima facie no exhibe tergiversaciones valorativas.[2] Si por un momento comparamos esta noción con la de “República”, “Democracia” o de “Nación”, el Estado de Derecho, al menos en su formulación posterior a la Segunda Guerra Mundial, parecería ostentar una amplia apreciación positiva. Ahora bien, ¿se encuentra acompañada esta valoración de una unidad de sentido? ¿Qué vínculos hay entre las tradiciones alemanas, francesas y británicas del siglo XIX; y las prácticas y doctrinas de los siglos XX y XXI? ¿Qué particularidades ofrecen estas doctrinas al ingresar en el derecho italiano, español, en Europa del Este o en los Estados sudamericanos?

Quien se interese por este tema no podrá dejar de advertir con perplejidad la asimetría entre la circulación del término y la capacidad de los actores para poder dar cuenta con precisión del mismo. En efecto, una confusión profunda oscurece la referencia de un término que suele ser invocado para aclarar sus propias remisiones. Además, este vincula no solamente referencias irreductiblemente jurídicas, sino que constituye la conceptualización de fenómenos morales y políticos que no serían expresables de manera sencilla en su ausencia. Contemporáneamente con ello, el mismo es sometido a una tensión resultante de imposibilidad de articular un consenso que fije los significados sometidos a los mares procelosos del mundo iuspublicístico del siglo XXI.

Nuestra tesis es que, independientemente de las variables contingentes que determinan la conceptualización del Estado de Derecho, existe una tensión originaria en el concepto, producto de sus formulaciones en el siglo XIX, cuyas transformaciones la fueron intensificando con cada uno de sus cambios, introduciendo una lógica asincrónica en la propia operatividad del concepto. De aquí que, para poder comprender la yuxtaposición de luchas en torno a la fijación de significados sea necesario retrotraerse a la reconstrucción crítica de los estratos de sentido presupuestos en ella, inscriptos en las tradiciones teóricas que los forjaron en los últimos dos siglos.

II.

Existe un consenso en afirmar que el “Estado de Derecho” puede ser reconducido, fundamentalmente a tres tradiciones teóricas: una vertiente alemana, aparecida a finales del siglo XVIII, una francesa, heredera de la primera, que se desarrolla a partir del tercer tercio del siglo XIX, y una británica, articulada en torno al concepto de “Rule of Law”, de orígenes situables en el siglo XVII (e incluso anteriores), cuya equivalencia con su par germano, como veremos más adelante, es un objeto de reflexión.

La tradición alemana presenta dos hitos relevantes en las publicaciones de Johann W. Placidus (1798) y Robert von Mohl (1832-1833), primer texto en el cual el vocablo aparece en un título de un libro y en una articulación teórica. Históricamente, es necesario indicar que el desarrollo teórico del Estado de Derecho alemán se inscribe, con posterioridad al Congreso de Viena de 1815, en la tradición del liberalismo alemán. En efecto, son sus figuras más prominentes las que desarrollarán este concepto a lo largo de varias décadas, bajo la premisa de invocar un proceso de modernización de la sociedad civil y de la administración pública impulsado por el Estado, que debía evitar la revolución.[3] Como afirma Gall, el liberalismo alemán abandona la cifra prerrevolucionaria societas civile sive res publica sin adoptar la caracterización hegeliana de la Filosofía del Derecho, ni postular una idea de sociedad como un mero agregado de individuos (Gall, 1975: 327-328). Efectivamente, se trata de pensar una teoría política, uno de cuyos momentos ha de ser específicamente económico, mas no viceversa.[4] El Vormärz fue, ciertamente, bajo la monarquía constitucional, el espacio de experiencia de aparición de la cuestión social, asociada a su comprensión mediante el mundo del trabajo. Las experiencias de 1848 serán clave para la interpretación de los fenómenos sociales y políticos a la luz de la divisa tocquevilleana, según la cual “Querer detener la democracia parecerá entonces luchar contra Dios mismo” (Tocqueville, 2016: 34). A lo largo de las décadas, el concepto de “Estado de Derecho” iría ganando terreno en la ciencia jurídica y en las reflexiones intelectuales de figuras cercanas a la Constitución de la Confederación Alemana del Norte (1867) y del Imperio Alemán (1871).[5] En paralelo, prolifera en distintos autores una reflexión sobre la cuestión social articulada en torno a la noción de Estado Social y de derecho social, en especial en Lorenz von Stein. Como afirma Heuschling (2002: 79-81), la noción de Estado de Derecho perdería cierta gravitación en los debates filosóficos y políticos de finales del XIX, frente a la idea de “personalidad jurídica del Estado”, desarrollada por juristas como Carl Friedrich von Gerber y Paul Laband, pero retornaría con fuerza en la República de Weimar, en una versión en la cual aparecería en el tándem Estado liberal de Derecho versus Estado social de Derecho.

A diferencia de la democracia o del liberalismo, nociones que ostentarían una notable carga peyorativa al final del experimento socialdemócrata weimariano, la noción de Estado de Derecho intentaría ser apropiada y resignificada por el nacionalsocialismo, en particular, en debates de 1933 y 1934. Con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, el Estado de Derecho se reencontrará con la herencia democrática y liberal, encuadrándose en una perspectiva internacionalista. En Alemania, el concepto habría de ser una noción medular para la Grundgesetz de 1949, y como veremos, conquistará espacios significativos en los debates intelectuales y jurídicos de las décadas subsiguientes.

La tradición francesa, por su parte, presenta modulaciones dignas de atención. Por un lado, existe el interrogante, por así decir, acerca de expresiones equivalentes a la conceptualización alemana al oeste del Rin.[6] Allende esta cuestión, concretamente la recepción francesa de la conceptualización alemana se sitúa bien avanzado el siglo XIX.[7] En tradiciones jurídicas con diferencias no menores, será necesario esperar las obras de Maurice Hauriou, León Duguit y Raymond Carré de Malberg para reconocer la introducción en el debate francés del modo a través del cual la reflexión estatal alemana había configurado las coordenadas del derecho público.[8]

A comienzos de siglo XX el Estado de Derecho habría estado articulado con las doctrinas del solidarismo francés, en cuyo seno podemos situar la obra de León Duguit. Es necesario subrayar que el solidarismo tuvo una ascendencia relevante en el período de la belle époque, y fue una doctrina que se propuso sustituir la así llamada “decadencia” de la democracia liberal.[9] De la misma manera en que, luego de la Segunda Guerra Mundial, el Estado de Derecho se expresó en clave cosmopolita, e indisolublemente articulado con la democracia y el liberalismo, así cayeron en el ostracismo los enfoques solidaristas/antiindividualistas de juristas como Duguit.[10] En relación al Estado de Derecho, la experiencia francesa de posguerra se inscribiría en la misma que la alemana.

La tercera tradición mencionada, la británica, presenta una gramática cuyos rasgos distintivos la acercan y simultáneamente la alejan de la franco-alemana. Usualmente Rule of Law se traduce como Estado de Derecho o Rechtsstaat. Es probable que utilizar alternativas (v. g. imperio de la ley) oscureciera demasiado la comprensión de la expresión. A favor de su “equivalencia” podríamos decir que las tres experiencias exponen un modo de racionalizar el principio de legalidad al interior de un derecho que articule la relación entre individuos, comunidad y Estado. Ahora bien, no es posible estudiar el vínculo entre ambas tipificaciones sin subrayar que la tradición británica del Rule of Law se encuentra estrechamente articulada con el Common Law, fenómeno insular de formación considerablemente divergente a las tradiciones jurídicas francesas y alemanas. En efecto, como afirma Heuschling: “La teoría clásica del common law no concede sino un rol periférico a la legislación” (Heuschling, 2002: 204), fenómeno que, como veremos, opera de manera diferenciada en el 800’ francés y alemán.[11]

Por esta razón es posible recuperar la noción de Rule of Law por lo menos en el siglo XVII, con menciones en la Baja Edad Media, algo impensado para las citadas tradiciones, y para el Estado mismo, según las coordenadas de la modernidad europea. Como afirma Bingham: “Si debe de determinarse un momento para considerar que el estado de derecho entró en vigor, para mí lo es el momento en el que la Petición de Derechos fue aceptada [en 1628]” (Bingham, 2018: 55). Ahora bien, ¿es posible situar una equivalencia con las doctrinas y las prácticas sociales e institucionales de Francia y Alemania en el siglo XIX? ¿Existía el Estado de Derecho en tiempos de Carlos I?

En términos doctrinarios, es posible situar la jurisprudencia analítica de Jeremy Bentham y John Austin en torno a preocupaciones y problemas estrechamente afines a un tipo de Rule of Law que presuponga aquello que, dos siglos después de la Bill of Rights, podríamos llamar una estatalidad moderna. En efecto, allende la especificidad de la tradición del Common Law, la reflexión de ambos en torno al positivismo legal converge de manera significativa con los abordajes y alcances de planteamientos discutidos en el continente. Con todo, no será sino Albert V. Dicey quien llevará a cabo una sistematización de las reflexiones en torno al Rule of Law, en 1885, a la luz de una sociedad que se dirige hacia una democracia con sufragio universal. A diferencia de otros contemporáneos británicos, Dicey discute con las tradiciones francesas y alemanas, con particular atención en torno a la cuestión de la justicia constitucional y el carácter de co-legislador atribuido a los jueces en el sistema inglés. El sufragio universal y el consecuente ingreso de las masas en la vida política no serán un factor de cambio decisivo para los rasgos fundamentales del Rule of Law en Inglaterra. La tesis de Dicey se articula en torno a tres momentos:

1. “Que ningún hombre sea castigable ni tampoco pueda legalmente padecer menoscabo en su cuerpo o en sus bienes a excepción de que haya violado una ley, establecida previamente por los tribunales ordinarios del país, de la manera ordinariamente legal. En este sentido, el Estado de Derecho contrasta con todo sistema de gobierno basado en el ejercicio del poder por personas dotadas de una autoridad de poderes de restricción amplios, arbitrarios o discrecionales [in authority of wide, arbitrary or discretionary powers of constraint]” (Dicey, 1982: 110).

2. “Cuando hablamos de Estado de Derecho como una característica de nuestro país, no sólo nos referimos a que ningún hombre está por encima de la ley, sino que […] aquí, todo hombre, sin importar su rango o condición, se encuentra sujeto a la ley ordinaria del reino y a la jurisdicción de los tribunales ordinarios” (Dicey, 1982: 114).

3. “Nos falta referirnos todavía a un tercer y diferente sentido a partir del cual el “Estado de Derecho” o la predominancia del espíritu legal puede ser descripto como una característica especial de las instituciones inglesas. Podemos decir que la constitución está impregnada del Estado de Derecho sobre la base de que los principios generales de la constitución (como por ejemplo, el derecho a la libertad personal, el derecho a reunirse públicamente) son aquí el resultado de decisiones judiciales que determinaron los derechos de personas privadas en casos particulares juzgados ante los tribunales. Por el contrario, bajo muchas constituciones extranjeras, las garantías (como tales) otorgadas a los derechos de los individuos derivan o aparentemente proceden de los principios generales de la constitución […] Nuestra constitución, dicho brevemente, es una constitución hecha por los jueces, y tiene en su superficie todas las características, buenas y malas, de una ley hecha por los jueces” (Dicey, 1982: 115-116).[12]

Si bien no podemos aquí establecer una comparación exhaustiva entre las distintas tradiciones, creemos que es posible afirmar algunas apreciaciones: existe evidentemente una práctica y una dogmática en torno al principio de legalidad que acerca los tres linajes del Estado de Derecho. Sin embargo, la estrecha dependencia del Rule of Law respecto del Common Law, y con ello la concepción de la relación entre el parlamento y los jueces, el status atribuido a la constitución y a los principios del derecho; y al papel de la jurisprudencia son fenómenos no menores que justifican interrogarse acerca de la mentada equivalencia entre los términos.[13]

Contemplando sucintamente estas tres tradiciones doctrinarias podemos pensar en diferentes periodizaciones. Creemos que a partir de este desarrollo es posible hablar (a) de una primera etapa del Estado de Derecho, que va desde la Revolución Francesa hasta las revoluciones de 1848. Aquí tienen lugar los debates alemanes sobre el Estado liberal de Derecho y, de manera concomitante, las reflexiones británicas en torno a la positividad del derecho. Naturalmente, la historia del Estado de Derecho no se cifra solamente en debates doctrinarios, sino que es posible reconocer un correlato social y jurídico de estas intervenciones. Por un lado, no es posible menospreciar el avance de la industrialización (con las condiciones de miseria para los trabajadores) y los conexos miedos a la revolución.[14] En este sentido, ya aparecen a finales de la década del treinta textos que advierten sobre la cuestión social, la necesidad de que el Estado ofrezca una gramática jurídica para poder encuadrar las causas de la posible revolución. La segunda etapa del Estado de Derecho (b) puede situarse del 48 al 48: en el largo siglo que se expande entre la primavera de los pueblos y la Declaración Universal de Derechos Humanos. Naturalmente, esta segunda etapa contiene elementos incompatibles entre sí, pero se halla marcada fuertemente por la centralidad del elemento social, es decir, por una consciencia patente de la importancia de que el Estado no se limite a custodiar al individuo y miente la sociedad como una suerte de espacio civil y político para el desarrollo de las fuerzas de los individuos, sino que, por el contrario, ésta aparezca inteligida y tipificada como una instancia dotada de una lógica no derivable de los individuos ni de los grupos que la componen. Esta segunda etapa será aquella en la cual los derechos sociales aparecerán teorizados, discutidos y legislados en diferentes Estados. Simultáneamente, esta segunda etapa hace ostensible el modo a través del cual en el liberalismo se discute la revolución y las vías reformistas a través de las cuales evitarla. Los totalitarismos de primera mitad del siglo XX serán una respuesta a la crisis de la equívoca articulación decimonónica entre democracia y liberalismo. La tercera etapa (c), pues, se caracteriza por ofrecer una comprensión del Estado de Derecho marcada de manera inequívoca por la democracia con sufragio universal, ya no amenazada por los actores que deberían defenderla,[15] sino defendida como cimiento cultural y civilizatorio sobre el cual edificar el mundo de la posguerra. ¿Ha sido la Conferencia de Potsdam para el siglo XX lo que fuera el Congreso de Viena para el XIX?[16]

Como ya lo señalara Reinhart Koselleck, es clave tener presente la celebérrima cifra de la contemporaneidad de lo no contemporáneo: “La historia conceptual da cuenta también de los múltiples estratos de sentido de un concepto, procedentes cronológicamente de diferentes tiempos. Esto conduce más allá de la estricta alternativa entre diacronía y sincronía, ella se refiere, más bien, a la contemporaneidad de lo no contemporáneo, que puede estar contenido en un concepto” (Koselleck, 1979: 125). En efecto, reconocer la presencia de un concepto en un plexo jurídico o en una red de debates teórico-jurídicos no implica suponer que éste se inscriba sistemática y coherentemente en dichas conexiones. Por el contrario, será posible advertir que la presencia y pregnancia de ciertas nociones no son incompatibles con la yuxtaposición de prácticas y de ideas cuya vigencia se adquiere o se pierde con velocidades disímiles. En definitiva, es necesario tener presente que la producción teórica del Estado de Derecho busca siempre reforzar la capacidad del Estado para neutralizar los conflictos políticos que se encuentran en su interior. Al mismo tiempo, como ha señalado Carl Schmitt, el largo siglo XIX que se extrema desde la Revolución Francesa hasta la Constitución de Weimar es el largo siglo en el cual se posterga la cuestión de la soberanía con un “compromiso formal dilatorio” (1996: § 3). Frente a la controversia de 1789 entre soberanía del monarca y soberanía del pueblo, aparece la fórmula de la soberanía del Estado, la cual sería la clave de bóveda de la monarquía constitucional, con posterioridad al Congreso de Viena; y de las diferentes formas de monarquía parlamentaria con sufragio censitario. Para el caso alemán, sólo con la Constitución de Weimar aparecerá con toda nitidez el principio de la soberanía del pueblo.[17] ¿Existen actualmente compromisos dilatorios, que obstaculicen la codificación de prácticas sociales existentes, en cuyo futuro podamos advertir la cifra orden jurídico-político que ofrezca una respuesta a las aporías de la estatalidad clásica en la era de las masas?

III.

Como ha señalado Manfred Riedel, ha sido Hegel quien primeramente ofreció una distinción acabada entre sociedad civil y Estado (Riedel, 1989: 214). La sociedad civil, articulada en torno a un mercado que no es comprendido en clave fisiocrática, sino a partir de la economía clásica, es uno de los objetos que Hegel teoriza. Ciertamente, para que pueda existir una sociedad civil diferenciada del Estado es necesario que ambas instancias no puedan ser confundidas. De aquí que a esta distinción esté asociado estrechamente un conjunto de representaciones lógicamente posteriores a la clausura de un orden estamental. Entre las principales podemos referirnos a la creación de un espacio social no inmediatamente político, donde individuos configuran espontáneamente mediaciones que buscan satisfacer sus necesidades; un mercado de trabajo que organice tal red, una tipificación y consideración del individuo como una entidad cuyo valor no puede ser enteramente derivado de un colectivo. De aquí procede la conocida cifra decimonónica de la carrera abierta al talento, donde igualdad y desigualdad pueden combinarse virtuosamente, articulando la herencia igualitaria de la filosofía moderna –y heredada en parte por el legado del derrotero de la Revolución Francesa (i. e. el Código Civil de 1804)– con una reformulación de la noción clásica de constitución (Verfassung) hacia un concepto moderno de constitución, propio de la idea del origen situado en la recta ratio y no en una racionalidad cifrada exclusivamente en la historia y las costumbres.[18]

Con todo, esta separación entre individuo, sociedad y Estado tiene como contraparte instituciones que establecen las condiciones de posibilidad y velan por la salud pública del cuerpo político. La custodia de este orden liberal implica que el Estado se encuentre en condiciones de neutralizar todo tipo de conflicto que se suscite al interior del mismo, conservando el equilibrio. Tanto los pensadores como los actores que codificacán el derecho en el siglo XIX son conscientes de que la construcción de este orden se produce sobre las cenizas de la guerra civil que ha dejado la Revolución Francesa, y –al menos en Francia y en Alemania– por tanto ya no será posible pensar en la noche de los tiempos en las cuales hundan sus raíces las tradiciones y las prácticas sociales de las comunidades políticas.

La ruptura con las mediaciones entre individuo y Estado puede ser reconocida en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789, cuyo artículo 16 será de capital relevancia para la historia del Estado de Derecho: “Toda sociedad en la cual la garantía de sus derechos no esté asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tendrá una constitución”.[19] Frente al absolutismo, la sociedad estamental y la yuxtaposición inorgánica de un derecho no articulado constitucionalmente, este artículo, junto a la igualdad frente a la ley y la consideración de la propiedad como un pilar sagrado de la sociedad civil serán las condiciones de posibilidad para el libre juego de un espacio societal donde el Estado neutralice los conflictos de naturaleza confesional, y que, en simultáneo, permita la promoción de la iniciativa privada, de asociación, sin las interrupciones que se hallaban en el plexo de los sistemas normativos del antiguo régimen.[20] La garantía de derechos habrá de constituir una salvaguarda del Estado para con el individuo y con las asociaciones autorizadas. Esta garantía no solamente ha de ser un freno frente a los posibles excesos del poder político, sino también frente a la colisión de intereses interindividuales, y a la custodia de los intereses del individuo frente al avance de las asociaciones. Asimismo, la división de poderes no opera solamente en clave “antiabsolutista”, contra la concentración del poder y contra los riesgos de que el titular del poder político devenga un tirano, sino también en la propia organización de una estatalidad que gana en complejidad y para ello precisa de una articulación orgánica y funcional, y también como línea de defensa frente a los intentos de los distintos poderes indirectos por hacerse del poder público con fines particularistas.

El Código Civil Napoleónico (1804) y el Acta de Viena (1820) operan como dos instancias que intentan articular el orden social y político resultante de la Revolución Francesa, tanto en Francia como en el resto de Europa. Frente a la revolución, aparece la reforma política cristalizada jurídicamente; frente a la dicotomía entre la soberanía del monarca y la soberanía del pueblo, aparecerá una forma que habrá de tener un rol capital en el liberalismo del siglo XIX: la soberanía del Estado. Esta forma mentis buscará articular de manera virtuosa una estatalidad cifrada en la monarquía constitucional: la vis del príncipe ya no estará atada a la conducción de un orden prerrevolucionario, sino que habrá de operar sobre una constitución, que será el nuevo conjunto de reglas que proporcione una gramática a la sociedad civil, y una asamblea bicameral, cuya composición representativa habrá de estar permanentemente en discusión, y que será el objeto de negociación política en el pasaje de la monarquía constitucional a la monarquía parlamentaria luego de los acontecimientos de 1848/49, las cuales revelarán las serias limitaciones de la monarquía constitucional por asimilar los cambios sociales, clausurar la vía revolucionaria, armonizar las oposiciones al interior de la sociedad civil, y fortalecer el nexo específicamente estatal entre protección y obediencia.

En este marco, en el Vormärz un nutrido conjunto de juristas, filósofos y políticos se ocuparán de pensar un Estado de Derecho liberal que clausure la revolución, pero que, contemporáneamente, permita la modernización de las instituciones públicas y de la sociedad civil, que verdaderamente consolide el pasaje de una sociedad tardoestamental a una sociedad de clases. Esto puede visualizarse en la articulación del principio monárquico, tal como aparece expuesto en el célebre artículo 57 del Acta Final de Viena de 1820, el cual establece que:

“Como la Confederación Germánica está formada, a excepción de las ciudades libres, por príncipes soberanos, en virtud de este concepto fundamental el poder total del Estado ha de permanecer unido [vereinigt] en el jefe del Estado. Los estamentos tendrán coparticipación [Mitwirkung] sólo en el ejercicio de determinados derechos y en razón de una constitución representativa estamental con carácter vinculante para el soberano” (Huber, 1992: 89). [21]

Hans Boldt (1975: 17) ha sostenido que aquí se expresa de manera medular el citado principio, que buscaba poner fin a las ambigüedades sobre la soberanía. Es el principio monárquico el que, ulteriormente, sería objeto de debate por las tensiones entre el príncipe y la asamblea. Es posible advertir que este artículo aspiraba a unificar los Estados alemanes mediante compromisos precisos de defensa común, a fin de evitar las pasadas experiencias como la Confederación del Rin, bajo el protectorado francés que tuvo lugar entre 1806 y 1813.

El concepto de monarquía constitucional ha sido conocido en los últimos años por la controversia entre Ernst Rudolf Huber (1981: 171-207) y Ernst Wolfgang Böckenförde (2006: 273-305). Por un lado, Huber afirma que la monarquía constitucional en Alemania habría sido una suerte de solución de compromiso a la confrontación sobre la pregunta por la soberanía. Esto se habría visto en la figura de la “constitución concedida [oktroyierte Verfassung]” de 1851 y en la clausura de este proceso en la “constitución acordada [verbundene Verfassung]” de 1871, con Bismarck. Por su parte, Böckenförde sostiene que la monarquía constitucional del siglo XIX alemán ofrece rasgos definidos como para considerarla una forma estatal distinta, reconocible en sí misma. Probablemente, este debate tenga su origen en la Teoría de la Constitución de Carl Schmitt, quien en 1928 se refería a la citada cifra de compromiso formal dilatorio, para referirse a las constituciones que postergaban la pregunta por el sujeto titular de la soberanía.[22] Por medio de distintas configuraciones, el pensamiento político del siglo XIX habría postergado la definición de la pregunta por el soberano a través de instancias sustitutivas, tales como la soberanía de la ley, del Estado o de la constitución. La respuesta liberal a la pregunta por el soberano habría sido la soberanía de la ley, fórmula sugerente pero insatisfactoria a los efectos de dar cuenta del momento genético-fundacional del orden político, que, por su parte, es puesto en discusión sistemáticamente por la crítica social que habrá de radicalizarse en términos revolucionarios hacia 1848. Contrariamente a la tesis de Schmitt, Boldt ha interpretado este proceso bajo la idea de que el principio monárquico del Vormärz define claramente una soberanía del monarca que se opone a la soberanía popular, determinación que, en términos constitucionales, aparecería con las vestimentas de la monarquía constitucional. Los ropajes constitucionales con los cuales habría sido ataviada la forma política premarcista no deberían quitar la atención del carácter inequívoco que la soberanía del monarca habría presentado en el período, como veremos, como un intento de detener las diferentes formas de soberanía popular.

De aquí que pueda pensarse este debate a partir del concepto de Estado. Esto no implica necesariamente que, como tal, históricamente la monarquía constitucional no haya sido más o menos satisfactoria para los actores que formaron parte de ella. Por el contrario, se trata de analizar filosóficamente su coherencia interna, la cual fue discutida por el liberalismo alemán durante cuatro décadas. Más concretamente, esta controversia pasaba por analizar si el dualismo en cuestión contribuía positivamente u obstaculizaba el reiterado problema de la unidad alemana, al mismo tiempo que determinaba o no al titular de la soberanía y exponía de manera satisfactoria una representación política para los actores en cuestión. Muchos de los textos publicados en vísperas de la Revolución de 1848 supondrán una combinación nefasta para muchos de los liberales alemanes: la falta de resolución del dilema constitucional –cifra que, recordemos, habría sido la encargada de superar el viejo dualismo entre atraso y revolución– habría activado nuevamente este dilema, poniendo en discusión otra vez la pertinencia y eventual necesidad de una revolución en Alemania para poder alcanzar los resultados no ofrecidos por la reforma. He aquí que, por ejemplo, Robert von Mohl escribe en el contexto revolucionario una serie de “cartas políticas”, aparecidas en 1852 (Mohl, 1860) destinadas a identificar la revolución con la guerra civil, y su consecuente destrucción de todo el orden político; y a impugnar el presunto éxito de los Estados Unidos basado en el origen revolucionario de su gobierno. De manera no menor, la revolución habrá de aparecer en estos autores como la antítesis de toda solución posible al problema de la unidad de los Estados alemanes, cuestión que se solapa con el tópico de la unidad nacional, motivo que será discutido particularmente a partir de 1871.[23]

Como ha sostenido Boldt (1975: 55-95), desde el punto de vista de su génesis, la constitución aparece como una concesión del monarca, como un gesto de autolimitación, el cual, sin embargo, no deja de tener injerencia en la vida política del Estado. Si en Francia Thiers supo sintetizar ese lugar con el sintagma “le roi règne mas il ne gouverne pas”, la fórmula alemana del período, como señala Boldt, ha de ser “nada contra él, nada sin él [nichts gegen, nichts ohne]”. Tanto desde el punto de vista histórico como teórico, el monarca tiene una actividad concreta que no se limita meramente a refrendar la acción ministerial. Esto es patente en uno de los temas que aparecen discutidos de manera recurrente por estos autores, a saber, la cuestión de la responsabilidad de los ministros, tópico que supo ser caracterizado como una de las maneras de compensar los desequilibrios del dualismo.[24]

En efecto, tanto von Mohl como Rotteck subrayan la necesidad de que los ministros sean responsables por sus acciones frente al pueblo, ya que el monarca carece de este tipo de responsabilidad. De esta manera, el monarca ejerce su poder de manera indirecta, puesto que, aún siendo la causa de las acciones de los ministros, él mismo no se expone frente a la asamblea y al conjunto del pueblo. Ahora bien, desde el punto de vista de la asamblea, habría que añadir que sus problemas están caracterizados por la búsqueda de una superación de los extremos: ¿tiene que estar representada la nación sin más, o la nación a través de sus esferas de derechos e intereses? ¿Cuáles deben ser los criterios para determinar qué individuos pueden sufragar y ser elegidos como representantes? ¿Cómo deben organizarse las diferentes fracciones que disputen la contienda electoral? ¿Qué hacer con los extremistas (“comunistas” y “ultramontanos”)? Estos interrogantes son los principales que se discuten en las reflexiones en torno a la asamblea. A estos habría que agregarles las cuestiones que giran alrededor de la relación entre el monarca y la asamblea misma. ¿El monarca debe apoyarse en los partidos? ¿Debe ser independiente de ellos? Sobre estas cuestiones no existe un consenso que permita unificar posiciones. El caso de Mohl es particular, porque, aun sin adoptar un abordaje sistemático, tiene intervenciones sobre cada uno de estos temas, defendiendo la responsabilidad de los ministros frente a la asamblea, las alianzas entre el príncipe y los partidos, argumentando a favor de la representación de los círculos sociales en el Estado y no meramente de los individuos en la abstracción de un concepto de nación carente de mediaciones. Estos conflictos conducen indudablemente a la necesidad de generar compensaciones que puedan equilibrar el dualismo, a fin de poder conservar la unidad del Estado, la cual, como hemos visto, adolece de una estabilidad institucional sobre la cual pueda descansar. Como han reconocido distintos autores como Schmitt (1996: § 24)[25] o von Beyme (1966: XXVIII-XXXIII), Mohl ha sido el único autor de relevancia en Alemania que ha propuesto enfáticamente una salida a este dualismo, tanto antes como después de marzo de 1848. La fórmula teórica parte de una reductio ad absurdum del citado dualismo: corrupción [Korruption] o parlamentarismo. Efectivamente, para Mohl el movimiento pendular del sistema de compensaciones para poder establecer o reestablecer los equilibrios de poder entre la monarquía y la asamblea no puede conducir sino a una completa desnaturalizacion de la unidad constitucional del Estado. El concepto de corrupción no se refiere aquí a una categoría ética, no se trata de dar cuenta de la honestidad de los agentes del Estado, sino más bien de la distorsión sistemática a la cual conduce este dualismo. En palabras de Boldt, la discusión no es entre monarquía constitucional y monarquía parlamentaria sino entre una concepción dualista y una noción monista del Estado. Para Mohl la posición dualista sólo puede conducir al camino de la corrupción porque tiende inevitablemente a que el príncipe, los ministros y la asamblea busquen establecer negociaciones para sus mutuos beneficios, desnaturalizando la distribución funcional de poder de cada instancia.[26]

IV.

Muy probablemente Robert von Mohl ignorara los alcances y el derrotero que tendría el concepto de Estado de Derecho cuando en 1833 lo tipificara como un tipo de estatalidad opuesta a la Teocracia, al Estado patrimonial o al Estado patriarcal (1866).[27] Como ha señalado Rudolf Vierhaus (1991),[28] el Estado de Derecho es pensado como una salida posible a las consecuencias políticas de la Revolución Francesa, como una respuesta alemana a la internacionalización de la Revolución.

Hacia 1835 comienzan a aparecer opúsculos acerca de la así llamada cuestión social. La Revolución de 1830 parecía proyectar sus sombras sobre los novísimos resultados del Congreso de Viena, y los alcances políticos y jurídicos de la monarquía constitucional aún no habían dado prueba de que se tratara de un sistema político que pudiera reestructurar las transformaciones políticas resultantes de los sucesos de 1789, naturalmente, dentro y fuera de Francia. La arquitectura jurídica recién estrenada habría de enfrentarse a un problema de origen social, frente al cual habría de hacer ostensible sus marcadas limitaciones. Particularmente en Inglaterra –pero también en Francia– las transformaciones de la revolución industrial comenzaban a mostrar que las modificaciones sustantivas del mundo del trabajo traían consigo alteraciones significativas en el mundo social, que no se veían reflejadas en el mundo estatal. La velocidad de las modificaciones de las relaciones de trabajo y las alteraciones demográficas ponían en evidencia que el Congreso de Viena lejos se encontraba de haber clausurado las alteraciones, que podían sintetizarse en (a) distorsiones resultantes de los procesos revolucionarios, (b) las transformaciones sociales in fieri, que podían reconocerse con claridad en Inglaterra, pero que comenzaban a advertirse en el continente, (c) el peso y alcance relativos de doctrinas de cuño igualitarista que impugnaban la reforma estatal y se inscribían en un linaje abiertamente revolucionario, que debía perfeccionar y acelerar el dispositivo perpetrado en 1789,[29] (d) la percepción acerca de la oquedad entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativas, interpretada ante todo en una clave filorevolucionaria.[30]

Es en este contexto en el cual, en Alemania, aparece una publicística jurídica en torno al Estado de Derecho, que tiene entre sus máximos exponentes a Robert von Mohl,[31] a Karl von Rotteck, a Karl von Welcker, Otto Bähr y Rudolf Gneist.[32] El Staatslexikon coordinado por Rotteck y Welcker, cuya primera edición es de 1836, sería un vehículo que articularía un conjunto significativo de reflexiones en torno a esta problemática. Con todo, la referida aceleración en torno a los acontecimientos de 1848 tendría como correlato el incremento de las publicaciones, los intercambios, así como de la producción legal y los cambios políticos. Como señala Stolleis: “Formalización y despolitización del Estado de Derecho determina desde 1850 el punto de partida general para el mejoramiento de la protección jurídica” (Stolleis, 1990: 71). Este Estado de Derecho prima maniera es comprendido como una organización ético-política cifrada en la capacidad de articular equilibrios internos entre estructuras y factores que, naturalmente, tienden al desequilibrio. De esta manera, supone relaciones de dominación entre actores sociales; una tensión con un orden absolutista y estamental cuyas huellas institucionales y prácticas sociales se mantienen aún bastante cerca; una tensión entre una idea de bien común (prerrevolucionaria) neutralizante de las diferencias entre los intereses corporativos; una idea anfibia de constitución, que busca participar de las reformas liberales resultantes de las constituciones norteamericanas y francesas, pero sin pasar por el infierno revolucionario;[33] una tensión entre las articulaciones estamentales y las diferenciaciones de clase producidas por los cambios sociales; y una conexa tensión entre “miembro” del estamento, que habrá de reproducir la realidad histórico-social que le precede y el “individuo”, cuyo linaje híbrido debe situarse en la filosofía política del siglo XVII, pero también en la Revolución Francesa, gracias a la cual habrá de desplazarse en la espacialidad de la sociedad, rompiendo con las estructuras premodernas del mundo estamental. Pero, sobre todas las cosas, retomando el comienzo de nuestro trabajo, el Estado de Derecho supone una diferenciación entre sociedad y Estado, gracias a la cual este último puede corregir los marcos jurídico-políticos de este nuevo ordenamiento social, que supone un perpetuum mobile que gravita en torno a un mundo laboral carente de toda armonía preestablecida. Merced a esta diferenciación, el Estado de Derecho debe ofrecer las reformas necesarias que se correspondan con los cambios sociales, a fin de articular las oposiciones al interior de la sociedad civil. Dada su singularidad y trascendencia, podemos apreciar estos momentos en los textos de Robert von Mohl y de Lorenz von Stein.

Como señala el jurista de Frankfurt, el Estado debe concentrarse en la seguridad jurídica y administración de justicia, y en la asistencia. El Estado de Derecho es:

“…el tipo de institución social [soziale Einrichtung] que responde hasta ahora a la concepción de todos los pueblos europeos […] La concepción de la vida, en la que se fundamenta el Estado de Derecho, puede resumirse en pocas palabras: la formación [Bildung] más armónica posible de todas las fuerzas humanas en cada uno de los individuos” (Mohl, 1841: 644).[34]

La tensión entre lo social, lo estamental y lo individual es perceptible: “Ningún derecho debe quedar sin protección porque sea demasiado insignificante para su fomento del Estado [Staatsfürsorge]” (Mohl, 1841: 645). Asimismo, “El todo sólo ha de estar protegido –y podrá considerarse como protegido– cuando cada individuo encuentre su auténtica protección” (Mohl, 1841: 645).[35] El tipo de protección que el Estado ha de prestar a los individuos, defendiendo sus derechos y libertades, ha de articularse en torno a los casos en los cuales éstos no puedan alcanzar “objetivos permitidos y útiles para todos”. Es necesario subrayar aquí que, en la configuración de una espacialidad societal en la cual han de colisionar los diferentes intereses de cada uno de ellos, cada uno de los cuales habrá de interpretar a los demás como un medio para la satisfacción de sus propios intereses, la tarea del Estado de Derecho no reside pura y exclusivamente en no violar la ley, sino más bien en el arbitrio de la colisión de lo que, años más tarde, Lorenz von Stein llamará el “movimiento social”.[36] En efecto, en una sociedad en la cual los diferentes miembros, articulados o no en corporaciones, pugnan por realizar sus deseos y maximizar sus intereses, hemos de esperar que la asimetría de condiciones iniciales y la propia configuración de la oposición redunde en circunstancias en las cuales unos individuos clausuren la posibilidad de que otros puedan autorrealizarse. Sin anular la dinámica propia sobre la cual se instituye el Estado de Derecho, allí debe tener la capacidad de poder articular política y jurídicamente decisiones que eviten que la parte sea tomada por el todo y viceversa. En este sentido, afirma: “Sólo en cuanto cada individuo alcance sus objetivos de igual modo, se cumplirá lo común; la vida en común sólo existe para el fomento de los fines de los individuos y no viceversa” (Mohl, 1841: 644). Esta comprensión, prima facie individualista, “egoísta y atomista”, es contrapesada por el elemento propiamente policíaco del Estado de Derecho, a través del cual el Estado asiste a los individuos en la persecución de sus fines, los cuales son ponderados por el Estado mismo. En este sentido, la asistencia no es el resultado de una “conquista” atribuible a los individuos o grupos en pugna, o a un “botín” a distribuir por parte de los diferentes actores sociales. Por el contrario, la idea de asistencia se encuentra enraizada en la misma lógica estructural de la estatalidad entendida como un espacio que configura la sociedad en la cual se mueven los individuos: se trata de particularismos que rompen con las tradiciones estamentales precedentes, que han de producir prácticas sociales irreductiblemente heteróclitas, que han de autodeterminarse en función de factores que no se reconduzcan al bien común de la koinonía del Antiguo Régimen, pero en simultáneo, se configurarán siempre en torno a un fin perseguido previamente considerado por el Estado, cuya asistencia posible se encuentra codificada desde la génesis conceptual e histórica de este orden. De este modo, no es casual que von Mohl retome este motivo cameralístico caracterizándolo como un “principio supremo de la actividad del Estado”. En efecto, el aparente atomismo desaparece en el momento mismo en el cual el criterio para decidir acerca de la asistencia sea la ponderación de la utilidad para el conjunto de la sociedad: el desafío aquí, como hemos señalado, se articula en torno a formular una determinación que no anule al individuo, pero que tampoco someta al Estado a una lógica predatoria.[37] Aquí von Mohl se ocupa de aclarar que el principio asistencial no ha de estar librado a una contienda social.[38] Como señala Heuschling “El mayor aporte teórico de von Mohl consiste en el hecho de haber desarmado el antagonismo entre Rechtstaat y Polizeistaat, entre Estado de Derecho y Estado Providencia” (Heuschling, 2002: 39). Volveremos sobre este punto al referirnos a von Stein.

La consideración no atomística del individuo de von Mohl se patentiza en su referencia ineludible a prácticas concretas situadas en sociedades específicas. En efecto: “…el Estado no radica sólo en la satisfacción de los deseos e intereses de los particulares, sino que está formado por la promoción de los fines de la vida resultantes de la cultura concreta de la totalidad de un pueblo, siempre y cuando ésta necesite de un apoyo por medio de un orden y de un poder unificado” (Mohl, 1859: 507).[39] La siempre problemática relación entre multiplicidad y unidad es pensada a la luz de los “círculos sociales”, en donde se encuentran expuestos derechos e intereses. El Estado de Derecho actúa sobre los individuos a través de estos círculos, los cuales, lejos de anular la singularidad y dignidad del individuo, lo inscriben en la lógica espacial a través de la cual el Estado configura la sociedad. Como afirma el jurista de Frankfurt:

“En los círculos sociales se reúnen aquéllos que no pueden alcanzar individualmente un interés común y por ello se reúnen en un vínculo voluntario […] el aislamiento constituye la regla, pero el círculo social es un complemento necesario. Y del mismo modo se relaciona en un nivel más alto con el Estado. Sólo la insuficiencia de los vínculos sociales y la necesidad de un orden y de la conservación del derecho bajo estos mismos conduce a un Estado global y homogéneo. El principio yace también en el hecho de que la autonomía del individuo y en segundo lugar la del círculo social, ambas se complementan y se ordenan por medio de una idea uniforme y el poder soberano del Estado” (Mohl, 1859: 324).[40]

Estos intereses, presentes en los círculos sociales, son los que se articularán políticamente en la Asamblea, cuya representación política, operante como principio de diferenciación, habrá de ser la condición de posibilidad para sostener la tensión y distancia entre sociedad civil y Estado, para producir un derecho objetivo que cumpla con el sentido y destino del Estado de Derecho. Es en la Asamblea en donde se ponderan los intereses representativamente a la luz de tales círculos y no conforme a el “mero número de cabezas [nach blosser Kopfzahl]”.[41]

La estatalidad pensada por von Mohl no es un tipo de estructura neutral ajena a los conflictos del mundo societal. Consciente de la migración de las tensiones y transformaciones de uno a otro mundo, Mohl escribe en 1846 un opúsculo sobre el funcionariado, donde subraya la necesidad de considerar las oposiciones que naturalmente se producen al interior del Estado, motivo por el cual es preciso ponderar la formación técnica y la calificación ética del trabajador del Estado, las cuales sistemáticamente se ven escamoteadas por la lógica desestabilizante de quienes quieren sostener o restaurar privilegios, los representantes de las iglesias y los hombres de Estado. Como afirma nuestro jurista:

“El funcionario habla en nombre del Estado, pero no le habla a esclavos, sino a ciudadanos libres, y cuando cada uno es igual –sin diferencias– ante la ley, así pues, sólo un hombre carente de idoneidad puede olvidar qué formas, consideraciones, miramientos y posición social puede reclamar para sí. Sólo la ordinariez de la convicción de las formas de vida puede creerse justificada por el poder otorgado por el Estado, la cual se permite lesionar según la propia conveniencia los sentimientos de los sectores subalternos” (Mohl, 1966: 294).

Para von Mohl el Estado de Derecho no puede tener lugar sin un auténtico funcionariado que sea consciente de su tarea y función, pero también de los factores endógenos y exógenos que tienden, por su propia lógica, hacia el desequilibrio y desnaturalización. En este sentido, el funcionariado debe ser controlado por el Estado mismo, por el pueblo y por la “ciencia”, puesto que aquí se encuentra la clave de bóveda del funcionamiento del Estado de Derecho. Un Estado de Derecho con un funcionariado articulado en torno a su propia subsistencia y reproducción, divorciado del sentido y fin de su propia naturaleza será, con certeza, el síntoma inequívoco de su autodisolución.[42] Es clave para el jurista de Frankfurt que el diseño institucional del Estado de Derecho no dependa de las contingencias de una forma de gobierno o de las virtudes de voluntades individuales. En uno de sus últimos textos escribe: “…el objetivo del Estado de Derecho no implica lógicamente una forma de gobierno, al contrario, es admisible todo desarrollo del poder público que permita garantizar el derecho y desarrollar todas las actividades humanas” (citado por Heuschling, 2002: 59).

El Estado de Derecho del Vormärz es frecuentemente tipificado como liberal (en ocasiones, frente a una versión superadora caracterizada como “social”), pero como hemos visto, esto puede conducir a una importante confusión. Así como a comienzos del XIX no es posible hablar de Estado Constitucional o de Estado de Derecho mucho más allá de esa propia experiencia, ocurre algo similar con el concepto moderno de sociedad y su respectivo apelativo de “social”.[43] En efecto, esta no es sino el resultado de un proceso revolucionario que rompe con la estructuración estamental del Antiguo Régimen. Es por esta razón que Wilhelm von Humboldt, en una reflexión ciertamente temprana estuviera particularmente preocupado por la configuración de un espacio societal que no resultara absorbido por las prácticas, tradiciones o instituciones del pasado (2009: 10-12).[44] Como hemos podido ver en los textos de von Mohl, no es posible pensar al Estado sin la sociedad civil, así como tampoco es posible mentar al individuo sin los círculos sociales en los cuales se inscribe. Esta idea debe tenerse presente de cara a un debate contemporáneo, según el cual, mientras que el Estado liberal de Derecho no intervendría en la distribución de la propiedad privada, consolidando las relaciones de dominación propias del statu quo, el Estado social de Derecho produciría una (re)distribución de la propiedad, a partir de poner en tensión o violar garantías propias de la herencia liberal.[45] Como hemos visto, este planteo es fuertemente discutible si se piensa que, por un lado, al interior del Estado de Derecho, individuo y sociedad son definidos de manera en mutua dependencia, y por otro, la decisión sobre la propiedad privada afecta tan solo un aspecto de los procesos de toma de decisiones colectivas signados por esta forma jurídico-política.[46] El proceso de formalización jurídica está asociado a una despolitización que, por un lado, consagra ciertas relaciones de dominación al interior de la sociedad civil, y permite el despliegue de un conjunto de libertades.[47] Dado que todo Estado de Derecho mienta un concepto de sociedad civil que sólo puede aparecer como una configuración jurídico-política que resulta de su creación, nuestra tesis es que es un error pensar que la oposición entre Estado liberal de Derecho y Estado Social (o Estado Social de Derecho) radica en la ausencia de una dimensión social en el primero, o en la carencia de una dimensión asociada a libertades individuales en la segunda. En efecto, ni en el Estado liberal existe una ausencia de dimensión social ni en el Estado social una ausencia de plano individual.[48] El problema es que, en cada una de estas configuraciones estatales la unidad y la multiplicidad son inteligidas a la luz de lógicas que ponderan formalizaciones diversas de lo político y la vida ética de una comunidad. Es por esta razón que el carácter oracular del adagio kelseniano según el cual todo Estado es un Estado de Derecho (Kelsen, 1965: 188) debe ser inteligido del siguiente modo: todo orden político organizado strictu sensu estatalmente tiende hacia la formalización jurídica y hacia su conexa despolitización. Con todo, la tautología kelseniana obtura la interpretación de la relación entre los principios de la estatalidad y las experiencias concretas de doctrina, dogmática y prácticas sociales en torno al mundo estatal. De aquí que, con frecuencia, se afirme que en las experiencias de totalitarismo o de “terrorismo de Estado” hay una falta de Estado de Derecho, y no, por el contrario, un Estado de Derecho totalitario o un Estado de Derecho terrorista.[49]

A partir de su teorización del Estado social, Lorenz von Stein habrá de aportar una idea medular, in nuce en las primeras reflexiones de sus predecesores. El mundo social resultante de la revolución industrial (y su conexa transformación del mundo del trabajo) y de las influencias de la Revolución Francesa ostenta como rasgo distintivo su inestabilidad: este desequilibrio se articula en torno a un “movimiento social”, que afecta la totalidad del mundo estatal, en virtud de que diferentes sectores sociales pugnan por alterar las relaciones de dominación existentes en la sociedad. La hipótesis de von Stein es que la dinámica propia de este movimiento social adolece de la capacidad de autorregulación. En virtud de ello, sólo el Estado puede neutralizar los efectos potencialmente nocivos para la endíadis Estado/sociedad civil. Si bien no es posible anularla, puesto que el movimiento es coesencial a la clausura del mundo estamental, el Estado debe conducirla a través de un derecho social. He aquí que el Estado presenta su carácter de Estado social. Esta ausencia de regulación se hace ostensible en las etapas a través de las cuales se presenta el movimiento de la sociedad, en donde la primera de ellas gravita en torno a la “propiedad privada”, ya que “Toda dependencia de una clase respecto de otra reside en la propiedad” (Stein, 2016a: 89). La propiedad opera aquí como variable independiente de un conflicto que aspira a ser resuelto a través de un derecho, que es el mismo que regula el mercado y el mundo del trabajo.

La segunda etapa en la cual se explicita el movimiento social gira en torno al intento de parte de una clase de disociar su relación con la propiedad respecto de las condiciones materiales, a través del “momento familiar del nacimiento” (Stein, 2016a: 91). He aquí cuando se produce un retorno del mundo social de las clases al mundo estamental prerrevolucionario, donde el nacimiento operaba como ancla que asignaba un lugar y función a los miembros de una comunidad. Afirma von Stein:

“Por medio de este reconocimiento del Estado la clase deviene estamento. El derecho del estamento, sin atender a otras condiciones sociales, meramente por el nacimiento, concede a la persona ciertos privilegios o desventajas, de las que cualquier otro, precisamente por su nacimiento, queda excluido” (Stein, 2016a: 91).

Este direccionamiento del movimiento social busca detener el desequilibrio y la inestabilidad, articulándola en torno a un “orden social rígido”, que escape a la contingencia de la puesta en cuestión de las relaciones de dominación.[50]

El tercer momento sociológico de este movimiento presenta, para von Stein, rasgos definitivamente premodernos. Se trata del intento de la clase devenida estamento, por clausurar toda alteración a la rigidez alcanzada en el mundo social a través de una apelación ya no al nacimiento sino a la trascendencia. He aquí el momento en el cual el estamento busca deducir su derecho de un “derecho divino”, y fundamentar la dominación en él. De esta manera, “…todo intento individual de romper las diferencias sociales ha de ser un crimen contra la divinidad” (Stein, 2016a: 92). Aquí se sitúa el último momento del movimiento social, que logra detenerse, aniquilando la sociedad y el Estado mismos:

“Aquí cesa el concepto de estamento basado en el derecho. Las diferencias sociales, establecidas en nombre de la divinidad y de su derecho, se sacralizan, y estas clases sacralizadas son las castas. Las castas y la casta en general, marcan, pues, la victoria final y absoluta de la sociedad sobre el Estado. El Estado de las castas [Kastenstaat] no es ya sólo la identificación del poder político y del derecho político, sino la idea misma de Estado con las diferencias sociales. Ya a esta condición es a lo que llamamos sociedad absoluta” (Stein, 2016a: 92).

La necesidad de que el Estado proporcione un derecho social y conduzca este proceso es clave, puesto que, frente a ello, sólo existen dos alternativas: a) la descripta “ley del movimiento de la sociedad en el Estado”[51] o b) la revolución. Si el Estado no interviene y conduce el movimiento, este culmina en su propia autodestrucción. Es importante señalar que, para von Stein, la dinámica del movimiento social es independiente de los actores que participan de ella. En efecto, en la sociedad, considerados de manera aislada, puede haber individuos y grupos éticamente virtuosos, pero la dinámica del movimiento social imprime una lógica que desplaza estos particularismos y los hace participar de un proceso que, sin la debida conducción del Estado, termina con su propia existencia. Para von Stein la revolución social no puede ser una alternativa, ya que las relaciones de dominación no pueden ser corregidas por una mera alteración de sus factores, sino que, para que sean exitosas necesitan aniquilar “los fundamentos sociales” que las hicieron posibles. De aquí que, tenga lugar: “…una lucha que llamamos terrorismo, imperio del terror: una lucha sangrienta que por naturaleza es infinita” (Stein, 2016a: 140).[52] Si la revolución no sólo debe desplazar la dominación y distribuir los medios de producción, sino que debe eliminar de raíz los fundamentos sociales que hicieron posible el orden precedente, es imposible que se clausure este proceso:

“La victoria de dicha clase [la vencedora en la revolución] es una victoria totalmente inevitable, necesaria: pero como ocurre también por la violencia, tras dicha victoria seguirá dominando la violencia, también por algún tiempo, hasta que se organice y adopte su posición autónoma sobre las dos clases sociales. Esta posición autónoma, en la que la fuerza domina como fuerza y no ya en nombre de una idea social, es la dictadura. La revolución social verdaderamente lograda conduce, pues, siempre, a la dictadura. Y esta dictadura, por encontrarse sobre la sociedad, adquiere en seguida el carácter de aquel poder que, por naturaleza, se halla elevado sobre la sociedad. Se declara poder del Estado autónomo y se inviste del derecho, la misión y la santidad del mismo” (Stein, 2016a: 140).

Partiendo de la ya citada premisa según la cual el rasgo distintivo del mundo social es su inestabilidad, su carácter de movimiento, y su tendencia hacia los desplazamientos, entiende von Stein que una revolución sólo puede ser exitosa mediante una dictadura que aniquile de raíz las condiciones de posibilidad que configuraron dicho orden social. Estudioso de la Revolución Francesa, von Stein sostiene que esa dictadura sólo puede tener lugar mediante el terror y un grado ilimitado de violencia cuya resultante no es menos distinta del movimiento social que presentamos: el fin de la sociedad y del Estado. Así como el movimiento social carece de la capacidad de autorregulación, y consecuentemente, de detenerse frente a los excesos que atentarían contra el bien público y el conjunto de la sociedad, de igual modo la revolución social no posee en su propia dinámica un principio autorregulativo que pueda detenerla luego de haber alcanzado sus fines. Como escribía Jorge Dotti: “El verdadero problema de la revolución no es hacerla, sino cerrarla” (2022: 421).

En este marco, escribe von Stein que la vía regia para domeñar y conducir el movimiento social es a través de la reforma estatal, y consecuentemente, por medio del derecho social, el cual proporciona una gramática que constantemente ha de enlazar el mundo estatal con el mundo social, frente a los derroteros resultantes de las transformaciones de la cuestión social: “cómo el trabajo productivo desprovisto de capital pueda llegar a la autonomía económica mediante la adquisición de capital es la cuestión social” (Stein, 2016b: 614).[53] En efecto, sólo la reforma social puede dar una respuesta acabada y certera a la cuestión social, factor de desequilibrio permanente del Estado de Derecho.

A ciencia cierta, no es posible determinar con exactitud cuáles fueron los factores que gravitaron con mayor peso en la génesis de la legislación social alemana de 1880[54] (¿la Comuna de París de 1871? ¿El pánico de 1873? ¿Los atentados contra el Kaiser Wilhelm en 1878? ¿La presión social de las protestas de 1879?), pero sin lugar a dudas no es exagerado afirmar que tanto las configuraciones del Estado liberal de Derecho como las del Estado social habrían de adquirir una notoriedad sustantiva a partir del régimen de Bismark, y en particular, a lo largo de la década de 1880. Como ha señalado Michael Stolleis, la legislación social alemana fue pionera en el mundo y se articuló como una respuesta en múltiples direcciones frente a un conjunto diversificado de demandas.[55]

La legislación alemana finisecular se hizo eco de estas teorías a través de instrumentos concretos de intervención, siempre a partir de la idea un Estado promotor: seguro de enfermedad, por accidente, por invalidez, protección de los derechos laborales, entre otros. Estas medidas de administración social se complejizarían a lo largo de las siguientes décadas. Es importante subrayar aquí que siempre la idea de un Estado de Derecho, durante este período, estuvo signada por dos elementos fundamentales que habrán de cambiar sustancialmente luego de la segunda guerra mundial: a) la ausencia del sufragio universal y b) la idea de un Estado encargado de organizar y dar sentido a la vida social.

V.

En términos koselleckianos, es posible afirmar que el actual Estado de Derecho tiene un vínculo de estratos de sentido con aquel estudiado del siglo XIX. Con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial ya no podrá pensarse este orden sin asociarse a la democracia y al liberalismo.[56] De igual manera, el progreso y el progresismo reocuparán, poco a poco, un lugar clave en esta composición, aunque no sin fricciones. La Segunda Guerra Mundial dejaría una huella indeleble en el intento por limitar y conducir (operativa o programáticamente) la producción legislativa doméstica a partir de los compromisos que, en materia de derecho humanos, mediante diferentes instrumentos, asumiría el Estado de Derecho. En el lapso que nos separa de Potsdam esta forma ha adquirido un tipo de aspiración universalista, que se expresa de manera doméstica, regional y en los intentos de producir una configuración jurídico-política mundial. Su celebración ha estado no menos acompañada por voces autorizadas que, en reiteradas ocasiones, han señalado los riesgos de idealizar, fetichizar o abusar de una forma jurídica, en la cual gran parte de las sociedades en el presente siglo depositan una expectativa superlativa en todo lo relacionado con la capacidad de articular y armonizar las tensiones fundamentales ético-políticas de nuestras comunidades. En palabras de Prodi:

“La ilusión de los iluministas y de los teóricos del Estado de derecho fue creer que habían resuelto las tensiones y las imperfecciones de los siglos anteriores, características de la etapa de gestación del mundo moderno, en un sistema de garantías estables y en cierto modo definitivas según las cuales derecho y ética coinciden, y la modelización del hombre moderno, con sus derechos subjetivos, es el fruto maduro de un nuevo Edén” (Prodi, 2008: 14).[57]

Hoy en día, el Estado de Derecho se encuentra fuertemente signado por convicciones y representaciones que, definitivamente, atentan contra su propia naturaleza, eficiencia, eficacia y vitalidad. Aquel Estado de Derecho que, luego de la Segunda Guerra Mundial, se inscribía en un orden democrático y liberal, integrando instituciones y funciones sociales destinadas a la cuestión social, ha ido progresivamente comprometiéndose a producir una legislación y a conducirse políticamente en una dirección que tiene como objeto actores y circunstancias cada vez más atomizadas y fragmentadas. Asimismo, este Estado de Derecho, que incorporó un plexo normativo “programático/desiderativo”, exhibe un rostro bifronte: por un lado, se espera que, merced a su carácter soberano, sea un poder eficiente que cumpla con los compromisos asumidos, los cuales prima facie crecen y se transforman a medida que la razón y el progreso (y sus conexos desafíos sociales y políticos) así lo determinan. Por otro, en virtud de los acontecimientos del pasado, su soberanía es “limitada”, a efectos de garantizar por abajo y por arriba el cumplimiento de tales responsabilidades.[58] Así, nuevamente, se establecen compromisos internacionales para garantizar el cumplimiento de los domésticos.

Ahora bien, la constatación de que el Estado de Derecho no puede satisfacer un importante conjunto de estándares, ni tampoco actuar soberanamente por fuera de los compromisos asumidos sin violarlos conduce a una situación en la cual la estatalidad cambia de manera significativa su configuración, uno de cuyos rasgos distintivos ha de ser la hibridez. ¿Qué tipo de fenómenos han de esperarse de Estados que incumplan de manera simultánea compromisos asumidos, tanto en el plano internacional como doméstico? ¿Son acaso los fenómenos de inflación normativa y sobrecompromiso jurídico estrategias políticas de defensa para neutralizar los intentos de limitar la soberanía? [59]

La atomización de tópicos y compromisos jurídicos a través de los cuales se busca limitar y obligar al Estado a dirigir su política y producción jurídica en una dirección es un fenómeno característico del siglo XXI, donde, como ha señalado Andreas Reckwitz, la sociedad se fragmenta en múltiples demandas que cada vez con mayor dificultad pueden ser articuladas bajo un paradigma igualitarista.[60] En ocasión de ello, en las últimas décadas ha florecido un ideario identitario que mienta en el igualitarismo un ius autoritario, violatorio de los particularismos que exigen vivir en comunidad (¿el derecho a la diferencia?), mas sin que las decisiones ético-políticas que afectan al cuerpo social obliteren la autodeterminación de sus singularidades.[61] Si el rasgo distintivo de la producción jurídica ha de ser la diferencia y no lo igual, no es sorprendente que las demandas de distintos actores societales adopten la morfología del derecho privado, ya que ésta se presta mucho más idónea que la gramática del derecho público. La multiplicidad de actores potencia ex hypothesi al infinito las demandas, cada una de las cuales debe pugnar por aparecer como prioritaria frente al conjunto de la sociedad, y por ejercer influencias indirectas en los procesos de toma de decisiones, a los efectos de encontrar satisfecha su realización. Así como la morfología del derecho privado facilita la verbalización de demandas otrora formuladas con un paradigma igualitarista, el carácter programático de las limitaciones a la soberanía constituye el correlato de frontera permeable, que busca neutralizar las expectativas desmesuradas depositadas por parte de la sociedad en el derecho.[62]

El Estado de Derecho se encuentra hoy bajo la presión de dos vías que, o bien son incompatibles con él, o bien lo tensionan hasta su propia neutralización. La primera de ellas busca hacer un uso discrecional del Derecho: debo obedecer al Derecho en aquellas situaciones en las cuales éste constituye un vehículo idóneo para la realización de mis convicciones morales y políticas. Cuando de esta situación se trata, es necesario que la observancia al principio de legalidad y a los rasgos fundamentales del orden jurídico positivo sea estrictamente sagrado. Por el contrario, en aquellas circunstancias en las cuales el Derecho (el Estado de Derecho) no aparezca como la via regia para la realización de talas convicciones, entonces será necesario apelar a otras fuentes que legitimen el curso de acción a seguir (i. e. la historia, una manifestación popular, un liderazgo carismático).[63] Dado que, a menos que se trate de una revolución, no se suele hacer ostensible la desobediencia al derecho; en nombre de una forma vernácula, del imperio de las circunstancias, del pragmatismo subsidiario de la Realpolitik, de las buenas intenciones o de las representaciones acerca de cómo debería ser el mundo, lo que ha de tener lugar es un acto simulatorio bajo el cual se finja una observancia que combine un respeto de las formas y una desnaturalización sistemática de su contenido.

En segundo lugar, el sobrecompromiso jurídico del Estado de Derecho es otra de las vías a través de las cuales se neutraliza la soberanía del Estado. Un Estado con múltiples obligaciones constitucionales, domésticas e internacionales incumplidas es un Estado en el cual el derecho se revela como una instancia carente de normatividad, con una baja capacidad de regular conductas.[64] De esta manera, se produce una cesura entre el mundo social extraestatal y el mundo propiamente estatal, cada uno de los cuales exhibe gramáticas diversas. He aquí el escenario idóneo para una revolución legal,[65] cadalso inmejorable para ejecutar el orden ético-político en virtud del desconcierto resultante de dos instancias: por un lado, la incapacidad del Estado de Derecho de poder satisfacer el múltiple conjunto de estándares y demandas a la cuales es sometido; por otro, la convicción de que –al menos hasta nuevo aviso– carecemos de una forma jurídico política superadora, capaz de neutralizar el bellum omnium contra omnes. La sacralización de la política implica realizar el camino inverso al ya descripto por Stolleis: si la formalización implica despolitización, la politización implica desformalización. Con ello entra en crisis la normatividad del Derecho e ipso facto la idea misma de orden jurídico. Así, se trata de utilizar el instrumento contra el instrumento mismo, neutralizando de este modo la especificidad del Estado: ser la única instancia público-representativa capaz de permitir la vida pacífica al interior de la sociedad, regulando sus conflictos internos a través de un proceso de indiferenciación que le permita promover el derecho codificado en su carta constitucional en detrimento de los particularismos que buscan poner a la totalidad del mundo jurídico-político al servicio de sus intereses corporativos. Como ha escrito Paolo Prodi:

“Sería muy simple si pudiéramos concebir el Estado de Derecho como una conquista definitiva que defender sólo contra ataques externos, como pudieron parecer en nuestro siglo –en una historiografía impostada– los regímenes totalitarios. En realidad, el mal siempre está dentro de nosotros, y aun en los regímenes democráticos la amenaza proviene en cierto modo desde el interior, de la tendencia a sacralizar la política; simultáneamente, se pierde de vista aquel dualismo entre esfera del poder y esfera de lo sagrado […] que constituyen la base de nuestra vida colectiva”. (Prodi, 2009: 12-13)

¿Qué vigencia pueden tener hoy el Estado de Derecho y el Estado Social? Es evidente que su naturaleza, alcance y significados no pueden depender de prácticas sociales y de doctrinas jurídico-políticas en gran medida determinadas por condiciones epocales anteriores a la democracia de masas. Con todo, las reflexiones de las fuentes aquí expuestas no carecen de actualidad, en la medida en que ocupan un destacado lugar no solamente en textos jurídicos o doctrinarios, sino que aparecen cristalizados en la esfera pública, en discursos y prácticas sociales reivindicatorias de ideas de igualdad, libertad y justicia. A pesar del paso del tiempo y de la fragmentación social operada al interior del mundo contemporáneo, el Estado de Derecho (liberal, social, o liberal-social) goza de un prestigio inusual que debería hacernos reflexionar acerca del alcance que pueden tener los cambios sociales mentados por diferentes actores. Los treinta años transcurridos entre las dos Guerras, donde los rasgos fundamentales del Estado de Derecho fueron urbi et orbi impugnados (cuando no abiertamente contradichos) determinaron en gran medida la configuración del orden jurídico político del Estado de Derecho contemporáneo. Los infortunios experimentados en las décadas subsiguientes fueron caracterizados como una falta de Estado de Derecho, síntoma inequívoco de su valoración positiva. Sin embargo, es necesario no olvidar que esta forma jurídico-política es una contingencia histórica y sólo puede existir como una inestable estabilidad que exige ser protegida por los actores que formen parte de la comunidad política en que ella inhiera.

Agradecimientos

Agradezco las sugerencias recibidas por parte de los evaluadores anónimos de Prohistoria.

Referencias bibliográficas

Abellán, J. (comp.) (1987). Rotteck-Welcker-Pfizer-Mohl. Liberalismo alemán en el siglo XIX (1815-1848), tr. J. Abellán y G. Ossenbach, CEC.

Abendroth, W. (1968). “Zum Begriff des demokratischen und sozialen Rechtsstaats im GG der BRD“. En E. Forsthoff, (ed.), Rechtsstaatlichkeit und Sozialstaatlichkeit (pp. 114-143). Wissenschaftliche Buchgesellschaft.

Bähr, O. (1864). Der Rechtsstaat. Eine publizistische Skizze, s/d.

Benn Michaels, W. (2015). The Trouble with Diversity: How We Learned to Love Identity and Ignore Inequality, Macmillan.

Beyme, K. von (1966). “Einleitung“ a Robert von Mohl, Politische Schriften (pp. VII-XLIII), Westdeutscher Verlag.

Bin, R. (2017). Lo Stato di diritto. Come imporre regole al potere, Il Mulino.

Bingham, T. (2018). El Estado de Derecho, tr. E. Medina Mora, Tirant lo Blanch.

Bobbio, N. (1991). El tiempo de los derechos, tr. R. de Asís Roig, Sistema.

Böckenförde, E.-W. (2006). “Der deutsche Typ der konstitutionellen Monarchie im 19. Jahrhundert“. En Recht, Staat, Freiheit (pp. 273-305). Suhrkamp.

Böckenförde, E.-W. (2000). “Origen y cambio del concepto de Estado de Derecho”, tr. cast. En Estudios sobre Estado de Derecho y Democracia (pp. 17-42), Trotta.

Böckenförde, E.-W. (1971) “Rechtsstaat“. En J. Ritter y K. Gründer (eds.) Historisches Wörterbuch der Philosophie (pp. 332-342). Schwabe Verlag, tomo VIII.

Boldt, H. (1975). Deutsche Staatslehre im Vormärz, Droste Verlag.

Canale, D. (2000). La costituzione delle differenze. Giusnaturalismo e codificazione del diritto civile nella Prussia del ‘700, Giapichelli.

Carré de Malberg, R. (1931). La loi, expression de la volonté générale, Paris, Sirey.

Casagrande, A. (2018). “The Concept of Estado de Derechoin the History of Argentinian Constitutionalism (1860-2015)”. En Quaderni fiorentini, No. 47, pp. 169-206.

Chateaubriand, F. (1831). De la Restauration et de la monarchie élective ou réponse à l'interpellation de quelques journaux sur mon refus de servir le nouveau gouvernement, Le Normant Fils.

Chevallier, J. (2017). L’État de droit, LGDJ.

Chignola, S. (2004). Fragilo cristallo. Per la storia del concetto di società, Editoriale Scientifica.

Costa, P. y Zolo, D. (comps.). (2002). Lo Stato di Diritto. Storia, teoria, critica, Feltrinelli.

Croce, B. (1973). Etica e politica, Laterza.

Dicey, A. V. (1982). Introduction to the Study of the Law of the Constitution, Liberty Fund.

Dotti, J. (2022). “Incursus teológico-político”, en: Lo cóncavo y lo convexo. Escritos filosófico-políticos (pp. 421-439). Guillermo Escolar.

Duguit, L. (1911). Traité de Droit Constitutionnel, Fontemoing.

Fioravanti, M. (1979). Giuristie constituzione politica nell`ottocento tedesco, Giuffrè.

Forsthoff, E. (2014). El Estado de Derecho en mutación: tratados constitucionales. 1954-1973, tr. P. Montero-Martín, Tecnos.

Fraenkel, E. (2022), El Estado dual. Contribución a la teoría de la dictadura, tr. J. Muñiz, Trotta.

Gall, L. (1975). “Liberalismus und “bürgerliche Gesellschaft”. Zu Charakter und Entwicklung der liberalen Bewegung in Deutschland“. En Historische Zeitschrift, t. 220, pp. 324-356.

Gneist, R. (1879). Der Rechtsstaat, Julius Springer.

Haac, O. (ed.) (1995). The Correspondence of John Stuart Mill and Auguste Comte, Transaction Publishers.

Hecker, M. (2005). Napoleonischer Konstitutionalismus in Deutschland, Duncker & Humblot.

Hegel, G. W. F. (1952). Briefe von und an Hegel, Felix Meiner.

Hegel, G. W. F. (1966). “Über die englische Reformbill”, en: Politische Schriften (pp. 277-321). Suhrkamp.

Heller, H. (1985). “¿Estado de Derecho o dictadura?”. En Escritos políticos (pp. 283-301), tr. cast., Alianza.

Heuschling, L. (2002), État de droit, Rechtsstaat, Rule of Law, Dalloz.

Hobbes, T. (2010). Del Ciudadano, tr. A. Rosler, Hydra.

Hobbes, T. (2002), Diálogo entre filósofo y jurista, tr. M. Rodilla, Tecnos.

Hobbes, T. (2019), Leviatán, tr. Carlos Balzi, Colihue, 2019.

Huber, E.-R. (1981). “Das Bismarcksche Reichsverfassung im Zusammenhang der deutschen Verfassungsgeschichte“. En Ernst W. Böckenförde, y Reiner Wahl (comps.), Moderne deutsche Verfassungsgeschichte (pp. 171-207). Anton Hain.

Huber, E.-R. (comp.) (1992). Dokumente zur deutschen Verfassungsgeschichte, Kohlhammer.

Humboldt, W. (2009), Los límites de la acción del Estado, tr. J. Abellán, Tecnos.

Humboldt, W. (1983), “Sobre la organización interna y externa de los establecimientos científicos superiores en Berlín” (pp. 165-175). En Escritos políticos, tr. W. Roces, Fondo de Cultura Económica.

Ibarguren, C. (1969). La historia que he vivido, Eudeba, 1969.

Jellinek, G. (2000). La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, tr. A. Posada, Universidad Nacional Autónoma de México.

Kägi, W. (1953). “Rechtsstaat und Demokratie (Antinomie und Synthese)”. En Demokratie und Rechtsstaat. Festgabe zum 60. Geburtstag von Zaccaria Giacometti (pp. 107-142), Polygraphischer Verlag.

Kelsen, H. (1965). Teoría pura del Derecho, tr. M. Nilve, Eudeba.

Kocka, J. (2016). “Bismarck und die Entstehung des deutschen Sozialstaats“. En Francia. Forschungen zur westeuropäischen Geschichte, No. 43, 2016, pp. 397-408.

Kondylis, P. (1993). “Der deutsche “Sonderweg” und die deutschen Perspektiven”. En R. Zitelmann (comp.), Westbildung: Chancen und Risiken für Deutschland (pp. 21-37), Propyläen.

Koselleck, R. (2012). Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social, tr. cast., Trotta.

Koselleck, R. (1979). Vergangene Zukunft, Suhrkamp.

Mayer, A. (2014). Las Furias. Violencia y terror en las revoluciones francesa y rusa, tr. V. Lucea Ayala, Prensas de la Universidad de Zaragoza.

Mecke, C.-E. (2019). “The ‚Rule of Law‘ and the ‚Rechtsstaat‘: a Historical and Theoretical Approach from a German Perspective”. En Studia Iuridica, No. LXXIX, pp. 29-48.

Meierhenrich, J. (2021). “Rechtsstaat versus the Rule of Law”. En J. Meierhenrich y M. Loughlin, The Cambridge Companion to the Rule of Law (pp. 39-67), Cambridge University Press.

Merker, N. (2011). Marx. Vita e opere, Bari, Laterza.

Mirkin-Guetzévich, B. (1928). Aperçues des principes fondamentaux de l’État soviétique, Paris, Librairie Générale.

Mohnhaupt, H. (1993). “L’État de droit en Allemagne”. En M. Troper (comp.), [L’État de droit] Cahiers de Philosophie politique et juridique, No. 24, pp. 71-91.

Mohl, R. von (1869). “Die Arbeiterfrage. Bezeichnung und Begränzung des Gegenstandes”. En Staatsrecht, Völkerrecht, Politik, Verlag der Lauppschen Buchhandlung, tomo III.

Mohl, R. von (2018). “El concepto de representación en relación con la totalidad del mundo estatal”, tr. D. Rosanovich, en: Deus Mortalis. Cuaderno de Filosofía Política, 2018, No. 12, pp. 397-426.

Mohl, R. von (1859). Enzyklopädie der Staatswissenschaften, Verlag der Lauppschen Buchhandlung.

Mohl, R. von (1871). “Die geschichtliche Phasen des Repräsentativsystems in Deutschland”, en: Zeitschrift für die gesamte Staatswissenschaft, No. 27, pp. 1-69.

Mohl, R. von (1866). Die Polizei-Wissenschaft nach den Grundsätzen des Rechtstaates, Verlag der Lauppschen Buchhandlung.

Mohl, R. von (1860). “Das Repräsentativsystem, seine Mängel und die Heilmittel“. En Staatsrecht, Völkerrecht und Politik, Verlag der Lauppschen Buchhandlung, tomo I.

Mohl, R. von (1837). “Die Verantwortlichkeit der Minister in Einherrschaften mit Volksvertretung“, Verlag der Lauppschen Buchhandlung.

Mohl, R. von (1835). “Über die Nachteile, welche sowohl dem Arbeiter selbst, als dem Wohlstande…”. En Archiv der politischen Ökonomie und Polizeiwissenschaft, tomo II, pp. 141-203.

Mohl, R. von (1841). “Polizei“. En: Staats-lexikon oder Encyklopädie der sämmtlichen Staatswissenchaften, editado por Karl von Rotteck y Karl Welcker, Johann Friedrich Hammerich, t. XII, pp. 642-684.

Mohl, R. von (1966). “Über Büreaukratie“. En: K. von Beyme (ed.), Robert von Mohl. Politische Schriften, Westdeutscher Verlag, pp. 276-310.

Neumann, F. (2014). Behemoth. Pensamiento y acción en el nacional-socialismo, 1933-1944, tr. D. Barreto, Anthropos.

Placidus, J. (1798), Literatur der Staatslehre. Ein Versuch, s/d.

Prodi, P. (2008). Una historia de la justicia. De la pluralidad de fueros al dualismo moderno entre conciencia y derecho, tr. L. Padilla López, Katz.

Reckwitz, A. (2017). Die Gesellschaft der Singularitäten. Zum Struckturwandel der Moderne, Suhrkamp.

Riedel, M. (1989). “El concepto de la «sociedad civil» en Hegel y el problema de su origen histórico”, tr. cast., en Amengual Coll, G. (comp.), Estudios sobre la “Filosofía del Derecho” de Hegel, Centro de Estudios Constitucionales, pp. 195-221.

Rosler, A. (2023). Estado o revolución. Carl Schmitt y el concepto de lo político, Katz.

Rosler, A. (2022). Si usted quiere una garantía compre una tostadora. Ensayos sobre punitivismo y Estado de Derecho, Editores del Sur.

Rotteck, K. von (1836). “Constitution; Constitutionen; constitutionelles Princip und System; constitutionell, anticonstitutionell”. En: Staats-lexikon oder Encyklopädie der sämmtlichen Staatswissenchaften, editado por Karl von Rotteck y Karl Welcker, Johann Friedrich Hammerich, t. III, pp. 761-797.

Roudinesco, E. (2023). El yo soberano. Ensayo sobre las derivas identitarias, tr. J. Vivanco Gefaell, Debate.

Sampay, A. E. (1942). La crisis del Estado de Derecho liberal-burgués, Losada.

Schelsky, H. (1963). Einsamkeit und Freiheit. Idee und Gestalt der deutschen Universität und ihrer Reformen, Rohwolt.

Schielsky, U. y Schlürmann, J. (2015). Lorenz von Stein. Leben und Werk zwischen Borby und Wien, Wachholtz Verlag.

Schmitt, C. (1996). Teoría de la Constitución, tr. F. Ayala, Alianza.

Schmitt, C. (2015). La revolución legal mundial, tr. S. Abad, Hydra.

Stein, L. von (2016a). Geschichte der sozialen Bewegung in Frankreich von 1789 bis auf unsere Tage, Xenomoi, tomo I.

Stein, L. von (2016b). Tratado de teoría de la administración y derecho administrativo, tr. J. Ancona Quiroz, Fondo de Cultura Económica.

Stendhal (2015). Rojo y Negro, tr. A. Vilanova, Penguin.

Stern, K. (1984). Das Staatsrecht der Bundesrepublik Deutschland, Beck.

Stolleis, M. (1992). Geschichte des öffentlichen Rechts in Deutschland, Beck, tomo II.

Stolleis, M. (2003). Geschichte des Sozialrechts in Deutschland, Lucius & Lucius.

Stolleis, M. (2017). Introducción al Derecho público alemán, tr. F. Fernández-Crehuet, Marcial Pons.

Stolleis, M. (1990). “Rechtsstaat“. En A. Erler (ed.), Handwörterbuch zur deutschen Rechtsgeschichte (pp. 367-375), Erich Schmidt Verlag, tomo IV.

Strenger, C. (2015). Zivilisierte Verachtung. Eine Anleitung zur Verteidigung unserer Freiheit, Suhrkamp,

Tamanaha, B. (2004). On the Rule of Law: History, Politics, Theory, Cambridge University Press.

Tocqueville, A. (1982). El antiguo régimen y la revolución, tr. D. Sánchez de Aleu, Alianza.

Tocqueville, A. (2016). La democracia en América, tr. L. Cuéllar, Fondo de Cultura Económica.

Troper, M., (comp.) (1993). “L’État de droit“, No. 24 del Cahiers de philosophie politique et juridique.

Troper, M. (1994). “Y a-t-il un État nazi?”, en : Pour une théorie juridique de l’État (pp. 177-182). Vrin.

Vierhaus, R., (1991). “Revolution und Gegenrevolution 1789-1830. Zur geistigen Auseinandersetzung in Frankreich und Deutschland“. En R. Dufraisse, Revolution und Gegenrevolution 1789-1830 (pp. 251-266). Oldenbourg.

Welcker, K. (1813). Die letzten Gründe von Recht, Staat und Strafe, s/d.

Winkler, H. (1979). Liberalismus und Antiliberalismus. Studien zur politischen Sozialgeschichte des 19. und 20. Jahrhunderts, Vandenhoeck & Ruprecht.

Zweig, S. (2020). El mundo de ayer. Recuerdos de un europeo, tr. M. G. Burello, Libros del Zorzal.

Notas

1 Junto con el voluminoso escrito de Heuschling (2002), basamos nuestra exposición en los siguientes trabajos: Stolleis (2003) y (2017), Bin (2017), Chevallier (2017), Tamanaha (2004), Forsthoff (2014), Böckenförde (1971) y (2000), Sobota (1997) y las compilaciones de Troper (1994) y Costa y Zolo (2002). A menos que se aclare lo contrario, todas las traducciones son nuestras.
2 En el siglo XIX el Estado de Derecho podía oponerse al Estado despótico, pero no se hablaba entonces de un “Estado despótico de Derecho”. De igual modo, a comienzos del XX se opone a la fórmula del Machtstaat o Estado totalitario. Sobre el debate en torno al Estado de Derecho en el nacionalsocialismo véase el trabajo de Andrés Rosler incluido en la presente sección especial.
3 Aquí tiene lugar la célebre discusión en torno al “Sonderweg” alemán, que Kondylis ha oportunamente denunciado como una “arma política” de naturaleza teleológica, utilizada con valencias elogiosas o peyorativas según la finalidad de la argumentación: v. g. de la nación adelantada, que con Lutero habría configurado una eticidad inmanente, a la nación atrasada, a la cual no habrían llegado las luces de 1789 (Kondylis, 1993: 21-23).
4 Conviene aquí tener presente la clásica distinción de Croce entre “liberismo” y “liberalismo”, es decir, entre una afirmación economicista de la libertad frente a una afirmación política de la misma. En sus palabras: “…cuando al liberismo económico le fue conferido el valor de una ley social […] de legítimo principio económico se convirtió entonces en una teoría ética ilegítima, en una moral hedonística y utilitaria para la cual el bien consiste en la máxima satisfacción de los deseos en cuanto tales, y necesariamente, bajo esa expresión de apariencia cuantitativa, la satisfacción del capricho individual o de la sociedad, entendida como conjunto y término medio de individuos” (Croce: 1973, 263).
5 De manera modélica, Stern (1984) y Sobota (1997) han intentado sistematizar el concepto en torno a “principios”. Mientras que el recientemente fallecido ex rector de la Universidad de Köln articula la noción en torno a siete principios, la jurista de Düsseldorf ofrece una sistematización donde eleva su número a diecisiete.
6 Los debates en torno a la noción de “República” reflejan, en cierto modo, esta cuestión. Sobre este tema véase el trabajo de Pablo Escalante en la presente sección especial.
7 Según Heuschling, esto se habría debido a una percepción del Estado de Derecho muy asociada al control de legalidad por parte del poder judicial. En una tradición francesa fuertemente marcada por la dogmática y la publicística revolucionaria, las ideas de “justicia constitucional” habrían sido percibidas como una suerte de elemento restaurador/reaccionario, en virtud de querer limitar la soberanía del poder legislativo. Con otras palabras, el Estado de Derecho habría sido interpretado como una forma aristocratizante de limitar los posibles extravíos de las mayorías. Sobre este punto véase (Bähr, 1864, 13-14) y (Heuschling, 2002: 81-95).
8 En su comentario a las Leyes Constitucionales de 1875, Carré de Malberg se ocupará de subrayar que estas determinan un Estado de Derecho, en la medida en que se trata de un Estado que aplica un derecho a los ciudadanos que no se funda en medidas antojadizas, sino en prescripciones prefijadas, comunes a la totalidad de la nación, las cuales ofrecen garantías de “imparcialidad”, “seguridad” y “legalidad” (Carré de Malberg, 1931: 5).
9 En circunstancias en las cuales se discutía lo que sería la futura ley de sufragio universal, secreto y obligatorio, Duguit es invitado a ofrecer conferencias en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, en 1911. Dichas intervenciones son traducidas y publicadas de inmediato. En los albores de la Gran Guerra y de la Revolución Rusa, Duguit disertaba desde una perspectiva antiindividualista sobre la función social de la propiedad privada.
10 A comienzos del siglo XX, Duguit discutirá fuertemente con el voluntarismo individualista que busca cifrar el origen del derecho en un acto de soberanía de un poder constituyente. En la medida en que el Derecho no es sino un producto espontáneo de los hechos sociales, clausura todo tipo de clave de lectura que busque hacer ostensible las relaciones de dominación inscriptas en él y los vínculos de mando y obediencia. Frente a un derecho subjetivo, cifrado en la soberanía del pueblo (de linaje contractualista) opone un objetivo de los servicios públicos. De aquí que su solidarismo sitúe como una herramienta clave la función de los sindicatos, por constituir un engranaje clave del vínculo entre el mundo social y los procesos de toma de decisiones en el plano jurídico-político. Luego de oponer la libertad individualista y la libertad solidarista afirma: “…el fundamento del derecho es la solidaridad o interdependencia social, que todos los miembros de la sociedad están obligados por regla del derecho a no hacer nada que sea contrario a la solidaridad social y que hacer todo aquello que esté en su poder para asegurar su realización” (Duguit, 1911: 595).
11 En su Diálogo entre un filósofo y un jurista, Thomas Hobbes exponía un aspecto significativo de esta diferenciación. Afirma el jurista: “Es verdad [que la ley es recta ratio], si lo que queréis decir es recta ratio; pero la recta ratio que admito que es ley, es, como sir Edward Coke dice […] una perfección articial de la razón, adquirida mediante largo estudio, meditación, observación y experiencia, y no la razón natural de cualquier hombre, pues nemo nascitur artifex. Esta razón jurídica es summa ratio; y por consiguiente, aunque toda la razón que se encuentra dispersa en tantas cabezas diferentes se reuniera en una sola, no podría ella, sin embargo, hacer un Derecho como el inglés, porque éste, a través de múltiples sucesiones de edades, ha sido afinado y refinado por un número infinito de hombres graves y doctos. Y a esto es a lo que él denomina Derecho común” (Hobbes, 2002: 14).
12 Las bastardillas son nuestras.
13 Para Heuschling las diferencias clave giran en torno a tres elementos: (a) la ausencia de una referencia directa al Estado, (b) un interrogante acerca del término law (¿Statute Law o Rule of Law?), y (c) ¿quién gobierna en nombre de la Law? ¿quién es su último protector? ¿el Parlamento o los jueces? (Heuschling, 2002: 165-167). Meierhenrich, por su parte, afirma: “Mientras que en la tradición del Rule of Law el individuo configura el Estado, en el Rechtsstaat el Estado configura al individuo. Esto explica por qué la mayoría de los teóricos y prácticos del Rechtsstaat, hasta mediados del siglo XX, prestaron más atención a la legalidad que a su moralidad (2021:61). Sobre la posible equivalencia entre las tres tradiciones, véase Heuschling (2002), Mecke (2019) y Meierhenrich (2021).
14 De manera clarividente, en su último texto publicado (1831), Hegel ya advertía con énfasis que las transformaciones del mundo social no podrían culminar sino en una revolución que clausurara la posibilidad de toda reforma: “Si, no obstante, el proyecto debiera, más aún por su principio que por sus disposiciones, abrir a los principios enfrentados al sistema hasta ahora vigente el camino al Parlamento, y con ello al centro del poder gubernativo, de modo que, con más significado del que pudieron recabar los reformadores radicales habidos hasta la fecha, pudieran allí mismo entrar en escena, la lucha amenazaría con hacerse tanto más peligrosa por cuanto entre los intereses de los privilegios positivos y las exigencias de la libertad más real no habría ningún poder superior mediador para contenerlos y confrontarlos, a causa de que aquí el elemento monárquico carece del poder por el que otros Estados pudieron agradecerle el tránsito de la legislación anterior fundada sólo en derechos positivos a una basada en los principios de la libertad real; tránsito, por cierto, mantenido libre de conmoción, violencia y robo. El otro poder sería el pueblo; y una oposición construida sobre un fundamento ajeno hasta ahora a la composición del Parlamento, que no se sintiera en el Parlamento a la altura del partido enfrentado, podría ser seducida a buscar en el pueblo sus fuerzas y, entonces, a suscitar, en vez de una reforma, una revolución” (Hegel, 1966: 129). Por entonces, Hegel no podía viajar a Inglaterra, pero era un profuso lector de periódicos ingleses. Pocos años más tarde, una conversación sobre la situación social y política de Inglaterra (como sinécdoque de una lógica social), clave para la historia del pensamiento político, tendría lugar en París, en agosto de 1844, en el segundo encuentro entre Marx y Engels, luego de que este último hubiera estado trabajando dos años en una fábrica textil en Manchester (Merker, 2011: 52). Lorenz von Stein, por su parte, viajaría en 1841 a París para estudiar la situación social y política, y trabajaría como corresponsal de la Deutsche Allgemeine Zeitung: “Su tarea a realizar era gigantesca y abarcaba, ante todo, aprender el idioma francés, luego estudiar el derecho francés y por último ocuparse de la “cuestión social” en relación con las ideas de los socialistas y comunistas franceses y alemanes” (Schliesky/Schlürmann, 2015: 35). Estos desplazamientos permiten apreciar el modo a través del cual es comprendida la realidad social y política de la época no en clave “nacional” sino desde la contemporaneidad de lo no contemporáneo.
15 Como señala Stolleis, mientras que en la República de Weimar la experiencia democrática y del Estado Social contenía juristas, profesores y actores sociales relevantes que ostentaban no pocas reservas sobre ella, este fenómeno no estará presente en la década de 1960 (Stolleis, 2017: 155-160).
16 De igual modo, podemos preguntarnos: ¿es correcto situar el final del siglo XX en la caída del bloque socialista, o nos situamos todavía sobre un horizonte epocal híbrido, parcialmente configurado en 1945, por la construcción jurídico-política de posguerra, y en 1990, por la búsqueda de un proyecto que sustituya al fracaso del socialismo real?
17 Schmitt destaca las expresiones performativas de la Constitución de Weimar como “el pueblo alemán se ha dado esta Constitución”, destacando que este tipo de aseveraciones son más que leyes y normaciones: “…son las decisiones políticas concretas que denuncian la forma política de ser del pueblo alemán y forman el supuesto básico para todas las ulteriores normaciones […] El hecho de que la Constitución de Weimar sea una Constitución y no una suma inconexa de prescripciones particulares reformables […] consiste sólo en esta decisión existencial totalizante del pueblo alemán” (Schmitt, 1996: 48). Traducción ligeramente modificada.
18 Como ha señalado Martin Hecker, los actores responsables del desplazamiento semántico se encontrarán en la publicística revolucionaria y el constitucionalismo napoleónico. En sus palabras: “No antes de las revoluciones del siglo XVIII que termina se consuma el tránsito de una comprensión conceptual ontológica a una normativa. Constitución [Verfassung] significará ahora la reglamentación general uniforme y formal de las relaciones entre sociedad y Estado, las cuales, partiendo de la función política de la seguridad de las libertades individuales, y bajo la recepción de la representación del pouvoir constituant del pueblo, ante todo, constituyen, legitiman y limitan la autoridad del Estado con su división de poderes, bajo la determinación de las modalidades de su desarrollo” (Hecker, 2005: 39). Esta deriva habrá de ser una alternativa en el sudoeste alemán frente al dilema entre el atraso y la revolución, en cierto modo apoyada, entre otros, por Hegel, quien en una carta del 11 de febrero de 1808, afirmaba: “Hace medio año bromeaba con el Sr. von Welden, quien más que nada como propietario, teme la introducción del Código Napoleónico. Le decía que a los príncipes alemanes les sería imposible no poder tener la amabilidad de hacerle el cumplido al emperador francés de adoptar y aceptar la obra en la cual él mismo había trabajado y que consideraba como su obra personal […] No obstante, los alemanes siguen todavía ciegos [blind] como hace veinte años […] Pero la importancia del Código no puede ser comparada a la importancia de la esperanza de que, junto con él, se introduzcan en Alemania otras partes de la constitución [Konstitution] francesa o westfaliana” (Hegel, 1952: 217-219).
19 Jellinek rastrea el origen de este artículo en el artículo 3 de la Bill of Rights de New-Hampshire (1784) y en el artículo 30 de la Declaración de Massachusetts (1780) (Jellinek, 2000: 104).
20 La tensión entre un orden estamental sin individuos y una sociedad “vacía” sin orden es tempranamente percibida. ¿Quiénes son los miembros de esta sociedad? ¿Cuál es el alcance de las promesas del liberalismo? ¿Es legítima toda ambición? ¿Cómo ingresan las masas al igualitarismo burgués? ¿Cómo ejercer el control social sin un sistema estamental? ¿Cómo disciplinar a las masas? Los bordes del liberalismo del Vormärz aparecen con claridad en el Rojo y Negro stendhaliano, publicado en 1830. Ante el ofrecimiento del señor Valenod de que Julien Sorel permaneciera en Vierrières, la señora de Rênal, esperando que Julien depusiera sus aspiraciones “desmedidas”, afirma: “Lejos de mí, Julien volverá a caer en sus proyectos ambiciosos, tan naturales en el que nada tiene. ¡Y yo, Dios mío! ¡Soy tan rica, y de nada me sirve para ser feliz!” (Stendhal, 2015: 260-261). La apertura social de la carrera abierta al talento estará signada por los cambios técnicos y tecnológicos, y la convicción metafísica de que el destino del ser humano, cifrado en ellos, no podrá sino estar conducido por las luces de la razón ilustrada y la locomotora del progreso. Este maridaje habrá de portar a la humanidad a una fase jamás alcanzada en la historia. Para ello será necesario sustituir los pesados lastres de la religiosidad cristiana por el catecismo secular de la religión positivista del progreso. El 8 de noviembre de 1841, elogiando las teorías positivistas de August Comte, John Stuart Mill le escribía: “Usted sabe, estimado señor, que la religión tiene raíces mucho más profundas en nuestro país que en el resto de Europa, aunque haya perdido, aquí como en otras partes, su valor cultural tradicional, y considero lamentable que la filosofía revolucionaria, que hace una docena de unos años todavía estaba en pleno desarrollo, hoy haya caído en el olvido antes de cumplir su cometido. Es tanto más urgente que la sustituyamos por el camino de la filosofía positiva…” (Haac, 1995: 36).
21 Jurídicamente, este proceso tenía un momento clave en la producción jurídica revolucionaria del período 1789-1795, pero sin dudas hallaba un momento clave en el Código Civil de 1804. Con el Acta de Viena, de 1820, no habría quedado saldada la cuestión, puesto que aún la “cuestión estamental” era un objeto de discusión. Esto aparece patente en la controversia acerca de la interpretación del célebre artículo 57, que buscaba elevar el principio monárquico a principio constitucional, y de esta manera, establecer un contrapeso frente a la promoción de ideas de libertad e igualdad asociadas al fenómeno francés. Es de destacar que, como ha señalado Damiano Canale, un documento jurídico de relevancia en Alemania era, en este contexto, el Código Civil Prusiano de 1794, cuyas ideas no se articulaban en torno a la autonomía e igualdad, sino que gravitaban en torno a las nociones de “diferencia e integración” (Canale, 2000: 13).
22 Sobre esta cuestión, al final del proceso, en plena era de las masas, es esclarecedora la confrontación entre Sorel y Schmitt. Acerca de esta discusión véase el trabajo de Jonás Chaia de Bellis incluido en este número.
23 Sobre la derrota del liberalismo frente al nacionalismo de Bismarck, véase Winkler (1979: 36-51)
24 Mohl (1837) dedica un libro exclusivamente a tematizar la cuestión, que tenía como antecedente un opúsculo semejante de Benjamin Constant, aparecido luego de la promulgación de la Carta de 1814.
25 La lectura de Schmitt es acertada, si se tiene en cuenta, por ejemplo, la muy escasa presencia de un debate sobre la soberanía. Sin embargo, si se suscribe la idea de que lo que se trata de evitar es la revolución (para Mohl, consecuentemente, la guerra civil), no sería ciertamente una fórmula satisfactoria la de la soberanía de la ley. En este sentido, al menos en los textos dedicados a la cuestión de la representación, Mohl no utiliza ni sugiere esa cifra para referirse al orden jurídico político teorizado.
26 Señala Mohl: “...esta corrupción no contiene, de ninguna manera, intenciones necesariamente inmorales o perjudiciales para el Estado, ni implica medios de aplicación viles” (Mohl, 1860: 395). En el sistema de corrupción se compra la unidad de los poderes estatales al precio de la aversión y la insatisfacción de la mayoría del pueblo.
27 No deja de ocasionar una cierta perplejidad que la mayoría de los textos de quien acuñó el concepto de Estado de Derecho aún carezcan de una edición alemana moderna, y que a pesar de que esta noción haya trascendido casi todas las fronteras, existan muy escasas traducciones de su vasta obra. En lengua castellana disponemos de la selección realizada en 1987 por Joaquín Abellán; y más recientemente, de nuestra traducción del opúsculo “El concepto de representación en la totalidad del mundo estatal” (2018: 397-426). En una carta de Bismarck a Gossler, fechada el 25.11.1883, afirmaba el Canciller: “El término Estado de Derecho es una expresión artificial inventada por von Mohl, de la cual nadie ha encontrado todavía una definición satisfactoria para su sentido político, para la cual tampoco existe traducción extranjera”, citado por (Heuschling, 2002: 6).
28 El mismo Tocqueville remitía al carácter religioso (antes que político) de la Revolución Francesa: “El carácter habitual de las religiones consiste en considerar al hombre en sí mismo, sin detenerse en lo que las leyes, las costumbres y las tradiciones de un país hayan podido añadir de particular a ese fondo común […] La revolución francesa procedió, en relación a este mundo, precisamente de la misma manera que las revoluciones religiosas proceden con respecto al otro […] ella misma se convirtió en una especie de religión nueva, religión imperfecta, ciertamente, sin Dios, sin culto ni vida eterna, pero que, no obstante, inundó toda la tierra con sus soldados, sus apóstoles y sus mártires” (Tocqueville, 1982: 60-62).
29 Como afirma Koselleck, sólo a partir de 1789 el concepto de revolución integra aspectos dispersos en las representaciones asociadas al término: “…disturbios violentos de una sublevación que puede convertirse en una guerra civil, sublevación que en cualquier caso provoca un cambio de constitución” (Koselleck, 2012: 162).
30 Aquí es posible situar los citados juicios de Tocqueville y de Chateaubriand, quien, con suspicacia, desliza interrogantes acerca de los derroteros del proceso posterior a la Revolución de Julio: “Hay dos tipos de revolucionarios; unos desean la revolución por la libertad, estos son pocos en número; los otros quieren la revolución por el poder y forman la inmensa mayoría. Nos ilusionamos: de buena fe creemos que la libertad es nuestro ídolo, pero es un error. La igualdad y la gloria son las dos pasiones vitales de la patria. Nuestro genio es el genio militar. Francia es un soldado” (Chateaubriand, 1831: 9-10).
31 Además de haber publicado el primer tratado dedicado al concepto, en 1832, publicará en 1835 un artículo sobre la citada cuestión social, cuyas tesis recuperará en el conocido texto dedicado a la cuestión laboral, en 1869.
32 Es preciso aclarar que no todos ellos se dedicaron a teorizar centralmente el Estado de Derecho, pero sí participaron de una reflexión colectiva –desde el liberalismo reformista no revolucionario– acerca de los cuatro tópicos citados en el párrafo precedente.
33 En clave Biedermaier, escribe Michael Stolleis: “Las constituciones eran temidas por los representantes del Antiguo Régimen, puesto que eran productos de la revolución. De manera irrecuperable, éstas habían configurado en actos públicos el desmontaje de los privilegios, e incluso habían obligado a los monarcas a refrendar tales actos. Por último, de manera acertada, los conservadores supieron ver que el movimiento constitucional iría de mal en peor, en un plano inclinado, hasta la supresión completa de la monarquía” (Stolleis, 1992: 100-101).
34 Esta idea se encuentra vinculada con las reflexiones que sugiriera ya Karl Theodor Welcker tres décadas antes (1813: 13-26). En palabras de Roberto De Bin, el problema del Estado de Derecho aparece como “...construir un mecanismo de representación que no devenga el canal de la subversión social y como garantizar que la parte que conquiste la mayoría, en nombre del pueblo soberano, no se apodere de la soberanía y se imponga nuevamente como un poder absoluto, aplastando a las minorías y violando la libertad” (De Bin, 2017: 27).
35 Años más tarde afirmará Otto Bähr: “[por Estado de Derecho] queremos decir que el Estado hace del derecho la condición básica de su existencia, que en él se activa su vida, la individual, así como la de la totalidad en relación con sus miembros, sin que esto perjudique su necesaria libertad, moviéndose a pesar de todo dentro de los goznes fundamentales del derecho” (Bähr, 1864: 2).
36 Según Otto Bähr, esta realización se plenifica a través de la tarea del juez: “El derecho y la ley sólo pueden adquirir su auténtico significado y fuerza en el instante en el cual ante ellas se encuentra a disposición un juez que las realice. En su ausencia ellas no serán sino letra muerta. Entre ellas y la vida es necesario un puente que las vincule” (Bähr, 1864: 12). Con todo, para el jurista de Fulda “La última garantía del derecho no puede ser sino la moral” (Bähr, 1864: 110).
37 ¿No opera este problema hoy como el reiterado problema de la inflación normativa? Podría uno preguntarse si este no sería, inevitablemente, el destino del Estado de Derecho no democrático en el siglo XIX, al encontrarse con la sociedad de masas y el sufragio universal, a comienzos del XX. En sus últimos textos von Mohl subrayaría la clave “democrático-progresista” a la cual debería adaptarse el Estado de Derecho (Mohl, 1871: 1-69).
38 Por esta razón, von Mohl profiere invectivas explícitas contra el nacionalismo, puesto que esta idea pone al individuo como un medio para la realización de la nación en lugar de ponderarlo como un fin en sí mismo, obstaculizando su libertad y desarrollo espiritual: “Todos aquellos planes de la así llamada educación nacional, con los que se oprime la autodeterminación espiritual y la actividad libre de los ciudadanos, y con los que todo se forma según un único plan, no son compatibles con las ideas básicas del Estado de Derecho” (Mohl, 1841: 662).
39 Como señala Heinz Mohnhaupt, mientras que el Estado de Derecho de von Mohl abarca aspectos formales y materiales, la tipificación de Friedrich Julius Stahl (en 1837) sólo se cifra en la noción formal (“El Estado debe ser un Estado de Derecho”). Como escribe el jurista alemán: “En la discusión en torno al liberalismo político entre 1815 y 1848, contra la forma convencional de Estado absolutista y para la participación política en el Estado Constitucional, esta definición tomaba un aspecto de compromiso” (Mohnhaupt, 1993: 80). Sobre la teoría de Stahl del Estado de Derecho y la crítica de Carl Schmitt, véase el trabajo de Andrés Jiménez Colodrero en el presente número.
40 Escribe Sandro Chignola, «[estos círculos] denotan para von Mohl la existencia de dinámicas de socialización aestatales –por no decir explícitamente extra-estatales– de los sujetos, destinadas a agregar y a diferenciar entre los grupos de individuos sobre la base de la materialidad y la diversificación concreta de intereses», (Chignola, 2004: 301). En su Lexikon Karl von Rotteck tematizaría también el Estado de Derecho en torno al problema de la representación: “La representación de la totalidad del pueblo por medio de elecciones libres, de una asamblea procedente de elecciones libres […] es un descubrimiento de los tiempos más recientes. Pero sólo ella es la adecuada para realizar la idea de la verdadera voluntad general y convertir un Estado basado en el poder [Gewaltsstaat] en un Estado de derecho” (Rotteck, 1836: 773).
41 Si bien es cierto que, como señala P. Wende, por momentos la exposición de los círculos sociales evoca las mediaciones hegelianas estamentales entre individuo y sociedad, hay una diferencia importante que subrayar. Como para Lorenz von Stein, para Mohl la sociedad exhibe una autonomía respecto del Estado que exige una perspectiva de análisis desde un punto de vista social. Como escribe Maurizio Fioravanti: “[para Mohl] La realidad social no es una creación de la voluntad de los individuos o del Estado, sino que posee una autonomía y una objetividad de la cual es necesario tomar las expresiones para una correcta consideración científica. Precisamente, la doctrina de la sociedad tiene la tarea de investigar las leyes que preceden a la formación de esta realidad social, que no pueden considerarse como idénticas con aquéllas de la voluntad individual o estatal” (Fioravanti, 1979: 170).
42 Bajo premisas filohegelianas, Rudolf Gneist tematiza este punto advirtiendo sobre los riesgos de la disociación entre el interés público que debe perseguir el funcionariado y la constitución de un interés específico en la administración pública, disociado de la naturaleza y función de este momento del Estado. En una cita célebre afirma: “El Estado de Derecho no es el Estado de los juristas, que, por una división del trabajo, podría confiar su derecho a una única corporación profesional; mientras que el resto de la sociedad, para perseguir su búsqueda de lucro y de placer organizaría la defensa de sus intereses a través del derecho de asociación y por medio de la prensa” (Gneist, 1879: 330).
43 En efecto, como señala Chignola: “’Sociedad’ es el nombre que es asignado al sistema de relaciones que el derecho y las tecnologías de gobierno (por ejemplo, el derecho administrativo, los institutos de asistencia y de intervención social, la pedagogía) construyen como lugar de composición de los arbitrios como espacio de dinámicas del cambio que son asumidas como “autónomas”, pero también evidentemente provistas de una “ortopedia” cifrada en próstesis normativas e institucionales que le permitan a los individuos poder sostenerla” (Chignola, 2004: 15).
44 Mientras que en el opúsculo de 1792 la educación aparece disociada del Estado, en las célebres conferencias de 1810 consagrará la máxima autoridad a la tarea científica por parte del Estado, configurando a partir de su labor un tipo de actividad universitaria que se convertirá en una referencia mundial, frente al modelo napoleónico, destinado ante todo a la producción de profesionales y técnicos para la modernización del Estado y para la creación del mercado. En sus palabras: “El Estado no debe considerar a sus universidades ni como centros de segunda enseñanza ni como escuelas especiales, ni servirse de sus academias como diputaciones técnicas o científicas […] no debe exigirles nada que se refiera indirectamente a él, sino abrigar el íntimo convencimiento de que en la medida en que cumplan con el fin último que a ellas corresponde cumplen también con los fines propios de él” (1983: 169). Como ha señalado Helmut Schelsky, Humboldt desarrolla el ideal social y moral de universidad (institución que tendrá una función rectora en el amplio espacio societal) cifrado en la fórmula de “soledad y libertad”, como precondiciones para el desarrollo de la ciencia, y se opone a la idea utilitarista de universidad: “…la universidad como lugar de formación profesional y de educación por medio de la ciencia para la utilidad práctica inmediata en la sociedad civil y política” (Schelsky, 1963: 68).
45 Como señala Böckenförde: “La socialización de los medios de producción no es concebible como principio constitucional sin que se vean afectadas de modo esencial la libertad civil de adquirir bienes y la garantía de la propiedad […] y sin que los correspondientes procesos de trabajo y de decisión sean organizados y dirigidos directamente por el Estado o en forma de colectivismo social” (Böckenförde, 2000: 37). En medio de la Segunda Guerra Mundial, Arturo E. Sampay publicaba su tesis doctoral, en la cual, precisamente, indagaba acerca de la crisis del Estado liberal de Derecho. Allí subrayaba la forma de dominación presupuesta en este tipo de organización: “La despolitización del Estado, para convertirlo en un ordenamiento jurídico –Hans Kelsen lo refracta en la teoría– está entre el cortejo de retenes que la burguesía formula para preservar la seguridad. Ella sabe o presiente los riesgos que acarrea la empresa moderna que desembraga la Política de la Ética, y como consecuencia, teme que las nudas decisiones políticas estraguen la seguridad formal del derecho, con la condigna calculabilidad económica, que tras de aquella se parapeta. Por eso, aunque dueña del poder estatal que lo detenta con indecisión, se precave de ellas ensayando emparedar con normas jurídicas el perpetuum mobile de la Política” (Sampay, 1942: 81). Sobre el derrotero de esta cifra de análisis en el Río de la Plata no puede dejar de consultarse el trabajo de Agustín Casagrande (2018) y su artículo contenido en la presente sección especial.
46 Esta confrontación tendrá particular importancia durante los primeros años del régimen nacionalsocialista, que impugnará el individualismo y la democracia liberal, pero no inmediatamente el “Estado de Derecho”, buscándolo conservar en sus filas. Sin lugar a dudas, el legalismo del Estado liberal de Derecho era algo que poca simpatía podía causar a los juristas nazis, puesto que, entre otras cosas, clausura las relaciones de dominación precedentes, y obstaculiza o detiene la “revolución legal”. Pocos años antes, ante el avance patente del NSDAP, en 1929 Hermann Heller publicaba un célebre artículo, destinado a persuadir a las elites y a los trabajadores de quitar el apoyo a la revolución en ciernes del nazismo. Bajo la cerrada dicotomía de “Estado de Derecho o Dictadura”, impugnaba la idea de que pudieran realizarse los objetivos de un Estado Social en ausencia del principio de legalidad, de la protección de las garantías individuales y de un marco democrático. ¿Es posible alcanzar los fines sociales de un Estado violando el principio de legalidad? En efecto, como afirmaba Heller: “La reivindicación por el proletariado de una democracia social no significa otra cosa que la extensión al orden del trabajo y de las mercancías de la idea del Estado material de Derecho. Dentro de la burguesía se ha perdido el nervio para dar nuevo cumplimiento a su mandato histórico. La burguesía reniega de su propia esencia espiritual y se entrega en brazos de un nuevo feudalismo irracionalista” (Heller, 1985: 290).
47 A la luz de la descripción que Stefan Zweig hace del “mundo de la seguridad”, cifrado en el progreso de la ciencia y de la técnica, en el cual había crecido, en la Viena de finales del siglo XIX, se hace inteligible el fenómeno de la despolitización: “…esta fe en el “progreso” ininterrumpido e imparable tenía para esa época la fuerza de una religión; se creía más en el “progreso” que en la Biblia, y su evangelio parecía irrefutablemente probado por los nuevos milagros cotidianos de la ciencia y la técnica” (Zweig, 2020: 27).
48 Es necesario distinguir esta caraterización, situada en lo específico en la confrontación entre el Estado liberal de Derecho y el Estado Social, de los debates weimarianos y de posguerra en torno a la obligación del Estado de reducir las desigualdades sociales a través de medidas concretas. Aquí es necesario citar el debate entre Forsthoff y Abendroth, en épocas del milagro alemán en tiempos de Adenauer, en el cual ambos juristas adoptan posiciones antagónicas. En efecto, mientras que el discípulo de Schmitt defiende la “contradictoriedad” entre Estado liberal de Derecho y Estado Social –el primero se caracterizaría por una libertad asegurada por la exclusión del Estado, el segundo estaría determinado por la “participación”)– (Forsthoff, 2014: 122-123), el jurista socialista, por el contrario, a la luz de la Ley Fundamental de Bonn, sostiene que el Estado social de Derecho es la precondición para la totalidad de las normas del derecho (1954: 116). Es posible afirmar que esta controversia tuvo como resultado la tesis de que todo de Estado democrático de Derecho debe tender hacia la reducción de las desigualdades materiales. Como señala Stolleis, la tesis de Forsthoff “fue rechazada”, porque “la expulsión del Estado Social del sector constitucional parece ser incluso políticamente un mensaje erróneo. En la época del milagro económico y de la naciente sociedad de clases medias, la mayoría, precisamente, quería “desarrollar” en el campo constitucional y unir el Estado de Derecho clásico con el elemento social y hacerlo, ciertamente, sin menoscabar la tradicional función garantista del Estado de Derecho” (Stolleis, 2017: 149).
49 En 1941 publicaría Ernst Fraenkel su célebre teoría del Estado dual, teorizando la experiencia jurídico política del nazismo como una dualidad entre un Estado de Normas y un Estado de Medidas (identificado con “la persona” de Adolf Hitler que disuelve el Estado de Derecho a través de a) la abolición de límites constitucionales, b) la eliminación de las barreras legales, c) la eliminación de las barreras jurídico-policiales y d) la eliminación del control jurisdiccional (Fraenkel, 2022: 70-100). Un año después aparecería el célebre Behemoth de Franz Neumann, quien, en oposición a su otrora compañero de estudios, afirmaría: “Se ha dicho que el nacional-socialismo es un Estado dual, es decir, de hecho, un Estado dentro del cual actúan dos sistemas, el uno regido por el derecho normativo, el otro por medidas individuales; racional el uno y regido por la prerrogativa el otro. No compartimos esta opinión porque creemos que en Alemania no existe ningún dominio del derecho, aunque haya miles de normas técnicas que sean calculables” (Neumann, 2014: 335). ¿Qué relación tuvo el nazismo con el Estado de Derecho? ¿Es compatible el nazismo con la estatalidad? Para un estudio de estas preguntas debe consultarse el artículo de Andrés Rosler en el presente número de la revista. Véase también Troper (1994: 177-182) y Rosler (2022).

Mutatis mutandis, la tesis kelseniana niega la dignidad estatal a las experiencias jurídico-políticas socialistas, que fundaron sus órdenes jurídicos revolucionarios en oposición al liberalismo que dio lugar al Estado de Derecho. En 1928 Boris Mirkin-Guetzévitch publica, precisamente la Théorie générale de l’État soviétique y los Aperçues des príncipes fondamentaux de l’État soviétique, donde, entre otras cosas, afirma que la URSS es un Estado, pero no es un Estado de Derecho. En sus palabras: “El partidario más ortodoxo de Lenin, promotor activo de la legislación soviética, escribe que la legalidad no corresponde sino al interés de la clase dominante. Ciertos juristas soviéticos, en busca de la legalidad, se esfuerzan en vano por reconocer al Estado soviético como un Estado de Derecho. Este término no le es aplicable en modo alguno, pues supone una cierta limitación del poder estatal, idea absolutamente ajena al Estado soviético. Este tiene como base la primacía de la conformidad con el fin sobre la legalidad, y la primacía del hecho sobre el derecho. El Partido Comunista se identifica con el Estado” (Mirkin-Guetzevich, 1928:16).

50 En el De Cive, criticando a los republicanos, Hobbes anticipaba el particularismo de este razonamiento: “Incluso si estuviese inscripta la palabra libertad en las puertas y torres del Estado en caracteres no importa cuán amplios, no es ésa la libertad de los ciudadanos, sino la del Estado; y aquella palabra no estaría mejor inscripta con derecho en un Estado regido por un pueblo que en uno regido por un monarca. Pero cuando los ciudadanos privados, es decir, los súbditos, demandan libertad, no demandan bajo ese nombre libertad sino dominio; sin embargo, no lo advierten en absoluto debido a la ignorancia” (Hobbes, 2010: 231).
51 Es interesante señalar que, esta perspectiva no individualista de pensar al derecho estaría fuertemente presente en el solidarismo francés de finales del XIX, entre cuyas figuras más destacadas aparecería Leon Duguit, quien introduciría numerosos tópicos de la reflexión alemana sobre el Estado de Derecho al campo intelectual francés. Este proceso se inscribiría más cercanamente al Estado Social de von Stein que al Estado liberal de Derecho de von Mohl. En efecto, en su Traité de Droit Constitutionnel (1911) dedicaría doscientas páginas a discutir precisamente la naturaleza y alcances de esta fórmula (§§ 88 y ss.). No es ciertamente una casualidad que, uno de los juristas más reputados en gran parte de Europa en la primera mitad del siglo XX –cuya obra exhibe un marcado tono antiindividualista– haya sido (junto con el solidarismo) ostensiblemente desplazado de los grandes debates sobre Estado de Derecho y Derecho Público con posterioridad a 1945.
52 ¿Es el terror una consecuencia necesaria de (la resistencia a) la revolución? ¿Es un mal necesario? Como sostiene Arno Mayer: “…el asunto de la violencia y el terror ha dividido desde siempre a reformistas y revolucionarios, y también a historiadores, a partir de 1789. Casi desde ese momento se trazaron los frentes de batalla polémica y académica, frentes que se han mantenido hasta la actualidad: en un lado están quienes consideran el terror como un mal necesario para la supervivencia de la revolución; en el otro, aquellos que ignoran o, à la rigoueur, aprueban la inicial violencia fundacional pero mantienen que el terror es innecesario, bárbaro y contraproducente. Con el tiempo, sobre todo en el siglo XX, el asunto del paso de la mera violencia al terror en gran escala se ha convertido en un asunto enormemente controvertido, si bien los términos básicos del debate se mantienen esencialmente inalterados” (Mayer, 2014: 119).
53 Al interior del movimiento social tiene lugar una reconfiguración del lugar de la mujer, ya que von Stein identifica su integración al mercado de trabajo. Es por ello que publica dos tratados referidos a la mujer Die Frau auf dem Gebiete der Nationalökonomie [La mujer en el ámbito de la economía nacional] (1873) y Die Frau auf dem sozialen Gebiete [La mujer en los ámbitos sociales] (1880).
54 La legislación social de Bismarck se suele agrupar en torno a tres leyes, pioneras en su materia dentro y fuera de Alemania: la ley de seguro médico de los trabajadores (1883), la ley de accidente de trabajo (1884) y la ley de protección por invalidez y por edad (1889). Sobre la legislación social bismarckeana véase Stolleis (2003) y Kocka (2016: 397-408).
55 En sus palabras: “La idea fundamental de tomar para el Estado el odio de la dominación de clase y descabezar la cúspide de las pretensiones revolucionarias a través de una seguridad material acuñó ese grupo de leyes entre 1883 y 1889. En este sentido, la legislación social es una “respuesta” en múltiples direcciones. Esta reaccionó a la presión política interna que ejercía la socialdemocracia sobre el derecho de sufragio y de huelga. A la vez, fue una respuesta a las necesidades de la industria, que deseaban una solución predecible, codiseñada por sus organizaciones. Ella extrajo las consecuencias de las experiencias con los seguros médicos destruidos, la visible carencia de seguros contra accidentes de trabajo y de la ausencia de un seguro para la vejez y de uno por invalidez para los trabajadores industriales y comerciales” (Stolleis, 2003: 55). Es interesante tener presente que, al interior del liberalismo alemán, al menos hasta mediados de la década de 1850, existe una reflexión que confronta los derechos sociales versus derechos políticos (cifrados, ante todo, en el debate sobre el sufragio universal). Frente al hecho histórico de que en Alemania sobrevinieran los derechos sociales con anterioridad al sufragio universal, es posible establecer un paralelismo con la historia argentina, en donde primero tiene lugar el sufragio universal (secreto y obligatorio, mediante la Ley Sáenz Peña, en 1912), y posteriormente serán consagrados los así llamados derechos sociales. Si la generación de intelectuales y dirigentes del Centenario tenían plena consciencia de las transformaciones sociales que operaban en el medio criollo a través del proceso migratorio (como lo demuestra, entre numerosos ejemplos, la sanción de la Ley de Residencia, en 1902): ¿por qué la elite dirigente argentina no consagró antes de la Ley Sáenz Peña derechos sociales que organizaran a las masas? ¿Cómo interpretan la derrota electoral los actores clave de la Concentración Conservadora en las elecciones de 1916 y de 1922? Carlos Ibarguren, una de las figuras dilectas del régimen, fundador del Partido Demócrata Progresista, Ministro de Justicia y luego candidato a presidente en 1922, en ocasión de una reflexión sobre la presentación de un proyecto de ley de asistencia y previsión social –el 17 de septiembre de 1913–, se lamenta en sus memorias: “Mi proyecto, que fue la primera iniciativa de una política social orgánica de asistencia y previsión en beneficio de los trabajadores, murió en el archivo del Congreso […] Todas estas cuestiones de mejoramiento en las bajas clases que sufrían miseria y acumulaban odios y pasiones perturbadoras de la paz social, me impulsaban a tratar de resolverlas desde el gobierno no por cálculo político, sino imbuido de espíritu humanitario y cristiano” (Ibarguren, 1969: 237-239). Las bastardillas son nuestras.
56 En un célebre artículo, a comienzos de los cincuenta el historiador suizo Werner Kägi subrayaría las tensiones internas no dialectizables al interior del nuevo compositum entre Democracia y Estado de Derecho. Recordando los apoyos de las mayorías a los regímenes totalitarios, advierte sobre las consecuencias de las decisiones de éstas: “…el dogma [de que la decisión de la mayoría siempre es justa] tiene inquietantes consecuencias para el pensamiento jurídico democrático y para la política democrática […] Donde predomina esta convicción, contiene la democracia algo inhumano-clausurado [Unmenschlich-Abgeschlossenes] y violento […] Por el contrario, el Estado de Derecho democrático es sólo posible como una “société ouverte”. Pero para superar aquella falsa clausura no sólo es necesaria la renuncia a los dogmas de omnipotencia y competencia universal, sino también aquella pretensión de ser a priori la voz de la justicia. En la “société ouverte” permanece abierta la pregunta por la justicia, aún frente a la voluntad de las mayorías. También la decisión de la mayoría puede estar equivocada. Sólo donde esta pretensión absoluta de justicia está viva en un pueblo, está abierta también la lucha por la justicia […] La decisión democrática de la mayoría no es en sí justa, así como no es menos cierto que la democracia sea eo ipso ya un Estado de Derecho. Podemos con ello decir que la democracia lleva a cabo un especial llamamiento al Estado de Derecho y esto ofrece una especial posibilidad para la realización de la justicia” (Kägi, 1953: 139-140).
57 Como ha señalado Norberto Bobbio: “El lenguaje de los derechos tiene sin duda una gran función práctica, que es la de dar particular fuerza a las reivindicaciones de los movimientos que exigen para sí y para los demás la satisfacción de nuevas necesidades materiales y morales, pero se convierte en engañosa si oscurece u oculta la diferencia entre el derecho reivindicado y el reconocido y protegido” (Bobbio, 1991:22).
58 Queda en evidencia la distinción entre el carácter operativo y el programático de una norma en la presencia de los tratados que, conforme a la Reforma Constitucional argentina de 1994, adquirieron jerarquía constitucional. En efecto, mientras que en la Convención Internacional contra la tortura y otros tratos o penas crueles inhumanos o degradantes (1984) se invoca la ausencia de todo tipo de excepcionalidad para justificar todo tipo de tortura (art. 1); el Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales (1966), al referirse al derecho de toda persona a “un nivel de vida adecuado para sí y su familia, incluso alimentación, vestido y vivienda adecuados, y a una mejora continua de las condiciones de existencia”, remite inmediatamente a medidas “apropiadas” que tomarán los Estados para “asegurar la efectividad de este derecho, reconociendo a este efecto la importancia esencial de la cooperación internacional fundada en el libre consentimiento” (art. 11). En ambas situaciones el Estado debe tomar medidas idóneas para alcanzar el objetivo previsto. Ahora bien, mientras que en el primer caso el cumplimiento está reforzado por la imposibilidad de justificar su excepcionalidad, en el segundo se encuentra asociado a la “importancia esencial” de la cooperación internacional voluntaria. En consecuencia, en este segundo caso su cumplimiento no es perentorio, sino diferido. ¿Puede ser el Estado de Derecho un non plus ultra? ¿Qué capacidad tiene el Estado de Derecho de ofrecer una respuesta frente a los cambios significativos en la sociedad? Sobre este problema véase el trabajo de Diego de Zavalía contenido en la presente publicación.
59 Parte significativa de estos compromisos se cifra en una errática comprensión de la división de poderes y de los rasgos fundamentales del Estado, los cuales, fetichizados, acaba por ser desnaturalizada y expresada en prácticas que se divorcian del derecho positivo y configuran hábitos institucionales que escapan a la gramática que debería darles sentido. Como señala De Bin: “[En estos casos] las reglas de la separación de poderes devienen así un obstáculo, no una solución organizativa al proceso decisional. Su respeto es por tanto visto a menudo como un cumplimiento formal, que se trata de evitar de ser posible. De esta manera, prevalecen acuerdos e intereses, protocolos, toda una serie de actos que marcan el encuentro de voluntades de sujetos diversos […] que se colocan sobre un plano contractual y por tanto paritario: esto configura la así llamada soft law […] El procedimiento legislativo […] es dominado por el principio de publicidad, también a causa de que solo la publicidad puede hacer eficaz la participación de la oposición en las decisiones. Por el contrario, el procedimiento decisional del gobierno aparece caracterizado por su reserva. Esto es así porque el gobierno es (o debería ser) políticamente compacto” (De Bin, 2017: 68-69).
60 En sus palabras: “En la modernidad tardía tiene lugar un cambio estructural social que radica en que la lógica social de lo universal cede su predominio frente a la lógica social de lo particular. Mediante el concepto de singularidad me refiero a este particular, este único, que aparece como intercambiable e incomparable” (Reckwitz, 2019: 11).
61 En la última década ha crecido notablemente el caudal del estuario proveniente de dos afluencias que merecen la máxima atención: por un lado, la tensión entre un ideario igualitarista, quintaesencia de la estatalidad que abreva en las tradiciones herederas de la Revolución Francesa, y los reclamos de naturaleza identitaria, portadores de una denuncia de los modos a través de los cuales el igualitarismo (no sólo formal, sino reductor de las desigualdades sociales) ha violentado la autodeterminación y el reconocimiento de grandes minorías, diferencias no/anti heteronormadas, divergencias respecto de los idearios socioculturales determinados o reproducidos por el –o a pesar del– Estado. Por otro lado, este fenómeno ha tenido lugar de manera concomitante y yuxtapuesta a la honda percepción de las promesas incumplidas de las expectativas depositadas en el Estado social de Derecho, en la sobrerrepresentación de problemas políticos no siempre percibidos como prioritarios y la subrepresentación de determinadas problemáticas en las agendas públicas. No creemos que sea una casualidad que ambos fenómenos confluyan en el contexto de una crisis de la socialdemocracia que, a la sazón, era portadora de la misión histórica de superar el colapso de las formas de socialismo real. Autores como Strenger (2015: 9-22) se han ocupado de pensar el modo a través del cual un desdibujado horizonte de expectativas se ha vuelto cada vez más borroso para actores sociales nacidos en una matriz cultural de posguerra configurada por las coordenadas de la estabilidad, el progreso y de la reducción de las desigualdades. ¿Cómo es posible debatir en tal horizonte, signado por la corrección (y su simétrica) incorrección política? Sobre el tema véase Benn Michaels (2015) y Roudinesco (2023).
62 Frente al conjunto heteróclito y múltiple de demandas societales –afirma Prodi–: “…el Estado reaccionó llevando al paroxismo la producción de normas jurídicas: así, el derecho positivo desarrolló dos características por completo anómalas con respecto a la tradición jurídica de Occidente, pervasividad y autorreferencialidad. Con la primera invadió cada vez más territorios previamente sustraídos a la norma positiva: de la vida sentimental al deporte, de la salud pública a la escuela, inmensos sectores de la vida cotidiana, que en otra época eran regulados por normas no iuspositivas, sino de tipo ético o consuetudinario, competen al derecho positivo y quedan sometidos a la magistratura ordinaria que aplica artículos e incisos […] la autorreferencialidad llevó a la ilusión de resolver cualquier problema y cualquier conflicto mediante la norma positiva y la jurisdicción ordinaria: se llega a paralizar a la sociedad, capturada en una jaula, en una red de trama cada vez más compacta, causa no última, además, del fracaso del welfare state” (Prodi, 2008: 13). Las bastardillas son nuestras.
63 Hobbes explica claramente este punto en el capítulo XV del Leviatán, con el ejemplo del necio, para quien no existe “nada parecido a la justicia” en su corazón. Él habrá de obedecer el principio pacta sunt servanda cuando lo crea conveniente y lo desobedecerá cuando estime lo contrario: “…hacer o no hacer, cumplir o no cumplir con los convenios, no va en contra de la razón, cuando conduce al propio beneficio” (Hobbes, 2019: 138).
64 En palabras de Jacques Chevallier: “La inflación normativa está pues, inevitablemente, determinada por un desarrollo de lo contencioso que no hace sino amplificar los efectos negativos, comprometiendo la eficacia de la regulación estatal y reforzando la inseguridad jurídica” (Chevallier, 2017: 93).
65 Mientras que en la República de Weimar Carl Schmitt se interrogaba por la vigencia y la crisis de estatalidad clásica en su encuentro con la era de las masas, en 1978 ofrece una respuesta que hace perceptible la condición de posibilidad de la revolución legal mundial: “El Estado no está muerto en modo alguno, como antaño, sino que es más necesario y está más vivo que nunca, pues es el portador de la legalidad que gesta este milagro de una revolución pacífica” (Schmitt, 2015: 54-55). Sólo es posible clausurar la vía de la revolución legal afirmándose sobre la dicotomía excluyente entre Estado o revolución. Sobre esta cuestión véase Rosler (2023).
HTML generado a partir de XML-JATS4R por