Sección Especial
La melancolía en el México novohispano. El caso del Florilegio medicinal de Juan de Esteyneffer
Melancholy in Novo-Hispanic Mexico. The Florilegio medicinal of Juan de Esteyneffer
La melancolía en el México novohispano. El caso del Florilegio medicinal de Juan de Esteyneffer
Prohistoria. Historia, políticas de la historia, núm. 41, 1-22, 2024
Prohistoria Ediciones
Recepción: 03 Septiembre 2023
Aprobación: 26 Abril 2024
Resumen: El proceso de dominio y cristianización de las comunidades indígenas desarrollado por las monarquías europeas tuvo en la Compañía de Jesús un importante aliado. En este sentido, la cura de las almas estuvo estrechamente relacionada con la atención médica prestada a las comunidades locales. El Florilegio de Juan de Esteyneffer bebe de esta tradición al presentarse como un complejo catálogo médico de las enfermedades más comunes en el pensamiento neogalenista de los siglos XVII y XVIII, como fue la melancolía, pero ofreciendo soluciones del ámbito novohispano.
Palabras clave: Melancolía, Compañía de Jesús, Historia de la Medicina, Historia de América, Siglo XVIII.
Abstract: The process of domination and Christianisation of the indigenous communities developed by the European monarchies had an important ally in the Society of Jesus. In this sense, the cure of souls was closely linked to the medical care provided to local communities. Juan de Esteyneffer's Florilegio draws from this tradition by presenting a complex medical catalogue of the most common diseases in the neo-Galenic thought of the 17th and 18th centuries, such as melancholy, but offering solutions from the Novo-Hispanic sphere.
Keywords: Melancholy, Jesuits, History of Medicine, History of America, 18th Century.
La melancolía en el México novohispano. El caso del Florilegio medicinal de Juan de Esteyneffer[1]
Hacia una historia de la melancolía moderna
La melancolía es una voz compleja. En la actualidad es posible que haya sido desprovista de la polisemia de la que gozaba en su momento, reducida a una sensación de tristeza, abatimiento o, incluso, nostalgia, pero aún nos retrotrae a un mar de sentidos y significados. Durante la Grecia clásica estaba vinculada a uno de los cuatro humores que componían el cuerpo humano, junto con la sangre, la flema y la bilis amarilla. Estas cuatro sustancias regían el funcionamiento de nuestro ser y de su equilibrio dependía la salud. Bajo este sistema simple se escondían tres preceptos fundamentales dentro del pensamiento grecolatino: la conexión entre el microcosmos y el macrocosmos, la traducción de formas complejas a claves numéricas y el valor concedido a la simetría y la equidad (Klibansky, Panofsky y Saxl, 1991: 4). Fue el médico Filisteo de Locri quien unió la tradición pitagórica y de Empédocles para plantear que cada uno de estos humores llevaba asociado a su vez un elemento, una estación y unas cualidades de sequedad y frialdad. La melancolía estaba asociada con la tierra, fría y seca, y a ella correspondía el otoño (Klibansky, Panofsky y Saxl, 1991: 10). Un temperamento melancólico solía ir de la mano de un talante triste y taciturno y, especialmente desde Aristóteles, de una cierta genialidad o una inclinación hacia el mundo intelectual (Klibansky, Panofsky y Saxl, 1991: 42).
Fueron los filósofos estoicos quienes otorgaron un sentido patológico a la melancolía por primera vez, aunque con una connotación diferente a la de la locura. Así el sabio nunca podría enloquecer, por cuanto inteligencia e insania eran incompatibles, pero sí que podía caer en un delirio melancólico (Klibansky, Panofsky y Saxl, 1991: 43). A la escuela estoica se añadieron las contribuciones de Asclepíades, Arquígenes, Sorano y Rufo de Éfeso, todos ellos recogidos por Galeno. Paulatinamente se fue configurando una imagen de la melancolía como una enfermedad marcadamente física y cuyos síntomas pasaban por el delirio, una imaginación desbocada y una profunda tristeza. Pero ¿cómo distinguir una persona de temperamento melancólico de una afectada por la pasión melancólica? Aunque en ambos casos hablábamos de la saturación del humor melancólico, la quema o corrupción de este por factores exógenos era la característica diferencial que conducía a la enfermedad (Gowland, 2021: 177).
Los tratamientos sugeridos actuaban sobre la dieta y el régimen de vida, corrigiendo aquellos hábitos menos saludables. Asimismo, el influjo de la medicina árabe amplió la relación entre la medicina y la astrología, y atribuyó a determinadas figuras celestes la capacidad de interferir en las vidas humanas. En este caso, Saturno y Mercurio fueron signos especialmente asociados a la melancolía (Gowland, 2021: 175). Se configuró a su vez un retrato patológico de la persona melancólica: si el temperamento devenía por un exceso de bilis negra era lógico que fuese observable desde el exterior: la tez morena, los cabellos oscuros y una delgadez con abundante vello corporal eran signos claros de que nos encontrábamos ante un melancólico (Orobitg, 2009: 72).
La tradición humanista moderna otorgó un gran peso a los autores grecolatinos, así como a los diversos comentadores y traductores medievales. Hipócrates y Galeno fueron figuras clave, pero también Aulo Cornelio Celso, Pablo de Egina o Avicena (Carrera, 2010b: 107). Encontramos así en el siglo XVI a la melancolía claramente definida e inserta dentro del pensamiento médico de la época como una dolencia más. Esta síntesis del conocimiento grecolatino mezclado con la tradición medieval definió el movimiento del neogalenismo (Gowland, 2006: 40). A ella se adscriben las contribuciones de autores como Pedro Mercado, Alonso de Santa Cruz, Juan Huarte de San Juan y Andrés Velázquez, que, a su vez, ayudaron a popularizar el carácter patológico de la melancolía (Carrera, 2010b: 107).
Este proceso de reasimilación de la melancolía se vio acompañado desde comienzos del siglo XV por una intensa fundación hospitalaria, tanto estatal como local, que pretendía acoger y atender a enfermos de locura. La creación en 1401 del Hospital de la Santa Creu en Barcelona, pionero en el tratamiento de la locura en los reinos cristianos, inauguró así un nuevo período en la asistencialidad hispánica (Huguet-Termes y Arrizabalaga, 2010: 83).
Ya en el siglo XVII, la publicación de la Anatomía de la melancolía de Robert Burton en 1621 profundizó aún más en las causas y tratamientos de la melancolía. Dentro de nuestras fronteras, Tomás Murillo publicó en 1672 su Aprobación de ingenios, y curación de hipochóndricos, continuaba la estela galenista de sus predecesores al apuntar el influjo de las causas no naturales definidas por Galeno (ambiente, alimentación, ejercicio, sueño, secreciones y las pasiones del ánimo) como factores fundamentales en el devenir de la enfermedad, acompañados por el propio temperamento y condición natural del cuerpo humano.[2]
De forma paralela, las convulsiones políticas, sociales y económicas sacudían a todos los reinos de Europa durante los siglos XVI y XVII. La crisis iniciada en los últimos años del reinado de Felipe II, el fin del sueño erasmista de Carlos I y el movimiento reaccionario de la Contrarreforma parecen encharcar los territorios de la Monarquía Hispánica. El médico Pedro de Mercado llegaría a advertir sobre el carácter epidémico que estaba alcanzando la melancolía (Bolaños, 2015: 26). El Siglo de Oro es también el siglo de la melancolía, a la que los españoles estaríamos inevitablemente propensos por la intrincada ecuación de características climáticas, ambientales y sociales de la época.
Una de las grandes claves de la difusión del sistema galénico residía en su capacidad de adaptación y universalización de sus doctrinas y dolencias. Si las peculiaridades de cada individuo se podían explicar por la compleja mezcla de factores naturales, el lugar donde vivía y su clima o el astro que reinaba el día de su nacimiento entonces era posible estudiar todas las culturas del globo. No es extraño así encontrar una obra como la que vamos a estudiar en esta ocasión. A lo largo de estas páginas analizaremos la visión que el jesuita Juan de Esteyneffer plasmó de la melancolía en su obra Florilegio medicinal, deteniéndonos especialmente en el régimen de vida y la terapéutica recomendadas para las personas enfermas de melancolía. Esteyneffer bebió de una estructura de pensamiento neogalenista, pero adaptada a las circunstancias materiales del contexto novohispano.
El Florilegio medicinal en perspectiva
El Florilegio medicinal fue publicado en 1712 en la ciudad de México, tardando algunos años más en ser impreso en España, y recogeió la experiencia de su autor: el jesuita moravo Jan de Steinhöffer, rebautizado como Juan de Esteyneffer. Este personaje nació en Jihlava, Moravia, en 1664, trasladándose a la ciudad de Brno para estudiar medicina dentro de la Compañía de Jesús. Algunos años más tarde, en 1692, partió de Cádiz hacia Nueva España dentro de una operación dirigida por el padre Tirso González (Anzures y Bolaños 2001: 3633-3634). En el momento en el que Esteyneffer llega al territorio americano los jesuitas ya llevaban varias décadas asentados, desde que en 1572 desembarcasen con el padre Pedro Sánchez de Canales. Asimismo, en 1551 se había fundado la Universidad Pontificia de México y al poco el colegio jesuita Máximo de San Pedro y San Pablo (Burrieza, 2004a: 187). Fue aquí donde comenzó su labor como enfermero, hasta que en 1696 regresase a España bajo el cargo de confesor del virrey, y siendo nombrado un par de años más tarde coadjutor de la Compañía. Al poco tiempo lo encontramos de nuevo en América. Entre 1707 y 1708 trabajó en la región de Sonora como enfermero ambulante, y más tarde como médico en California y México. Murió en 1716 en la misión de San Ildefonso de Yécora (Torales Pacheco, 2005: 199).
Esteyneffer escribió su obra desde un claro pragmatismo: ayudar a sus compañeros y médicos novohispanos. La actividad asistencial fue empleada profusamente por los jesuitas para lograr la cristianización de las comunidades indígenas (Egido 2004: 107-151) y encajaba a la perfección con el ideal de sacrificio y actividad intelectual que conformaban el retrato del buen jesuita (Burrieza, 2004b: 37). El propio autor así se refería a sus objetivos cuando se dirigía a sus compañeros jesuitas de las provincias novohispanas: “porque indiviciblemente curan los cuerpos, y sanan las almas; los lebantan de la larga enfermedad del Lecho, y de la envejecida costumbre en el pecado”.[3] La obra obtuvo rápidamente una gran repercusión, con numerosas reimpresiones a lo largo del siglo XVIII en España (Ramírez Luengo, 2020: 258), así como en todo el territorio próximo de Tarahumara, Sonora, Sinaloa, Baja California y Nayarit (Llamas Camacho y Ariza Calderón, 2019: 55). La presencia de una imprenta fuerte en los territorios jesuitas ayudó a la difusión de las obras escritas por autores jesuitas, como es este caso, pero también a la creación de bibliotecas y dotaciones de aquellas referencias usadas en las misiones pedagógicas (Betrán, 2010: 28). De forma paralela desde mediados del siglo XVI asistimos a la creación de los primeros hospitales en Nueva España bajo una filosofía parecida, destacando la creación del Hospital de San Hipólito en 1567 dedicado exclusivamente al tratamiento de dementes (Ramos, 2022: 29). A la luz de la eficacia de las instituciones hospitalarias como potentes focos de conversión y difusión del cristianismo no es extraño que la corona impulsara la fundación de estos centros. Carlos I señalaba la necesidad de los hospitales para que los pobres pudiesen ser curados y se ejerciese la caridad cristiana. Por otro lado, si miramos hacia el caso de San Hipólito y su fundación próxima a la iglesia homónima, fundada en conmemoración de la derrota mexica, el mensaje era bastante explícito (Ramos, 2022: 29-33).
Esteyneffer recogió en su Florilegiolas dolencias más comunes de la época y el tratamiento que debía acompañarlas. Es en este punto donde la interacción entre el corpus de conocimiento grecolatino, propio de su formación, y la botánica indígena alcanza su cénit. Debemos integrar esta atención hacia el mundo vegetal dentro del giro producido en el siglo XV en la medicina europea que desechaba un galenismo de tipo arabizado por un galenismo humanista, como apuntaron López Piñero y López Terrada, y dentro del cual se revalorizaron los trabajos de Dioscórides y la botánica como una parte fundamental de la materia médica (López Piñero y López Terrada, 1997: 8). Las nuevas especies indígenas tuvieron así su lugar dentro de las clásicas farmacopeas europeas.
Podemos encontrar en la obra un gran número de referencias a la cultura botánica mesoamericana, en gran parte aprendida de otros compañeros misioneros, como apuntaba Artschwager, pero también de informantes nativos (Artschwager, 1977: 255). En este sentido, la obra del jesuita debería insertarse en la corriente recopiladora del corpus de conocimiento americano que se populariza desde finales del siglo XVI, al modo de las copias de los Chilam Balam mayas, los Recetarios de indios en lengua maya de Juan Pío Pérez o los volúmenes de Ricardo Ossado conocidos como Libros de El Judío. También es necesario señalar el Tratado de la Cirugía del cirujano Alonso López de los Hinojosos, publicada en 1578 y en 1595 por la Compañía, que recogía la medicina americana bajo un prisma galenista (Torales Pacheco, 2005: 197). Todas ellas partían de una clara estructura de conocimiento galénica que incorporaba los recursos vegetales mayas y mexicas (Chávez, 2013:15-24), replicando los ecos del conocimiento europeo sobre el trasfondo práctico indígena (Chávez, 2013: 315). Es cierto que, aunque la obsesión por el registro sistemático del mundo indígena había perdido el fuelle de los primeros momentos, cuando la Historia natural de la Nueva España de Francisco Hernández y las Relaciones geográficas de Indias fueron publicadas, seguían vigentes los mismos códigos que habían promovido el estudio del mundo natural local (Pardo-Tomás, 2015: 34). Coetáneo de Hernández fue Nicolás Monardes, quien entre 1565 y 1574 publicó la Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales, una obra que compartía el tono exhaustivo de la Historia de Hernández, pero que se centraba en aquellas especies vegetales con propiedades medicinales (López Piñero y López Terrada, 1997: 47).
No podemos olvidar que sobre el uso de la materia médica local influyó notablemente la ausencia de la flora y fauna europea en el continente americano y la necesidad de recurrir a sustitutos, lo más parecidos posibles. Como señalan Llamas Camacho y Ariza Calderón, Los recetarios y libros médicos producidos en el Nuevo Mundo imitaron a sus homólogos europeos a partir de la expropiación del conocimiento local (Llamas Camacho y Ariza Calderón, 2019: 56). Los remedios traídos desde España se deterioraban con facilidad en el viaje o por el propio clima de las Indias, unido a las enfermedades y violencia de los nuevos territorios urgía a practicantes y profanos de la medicina a usar remedios locales (Huguet-Termes, 2001: 372). Pese a que los remedios americanos se adhirieron al corpus de conocimiento preexistente a través de paralelismos en su composición y función, su incorporación a la botica europea supuso un giro metodológico profundo. Frente al valor de la tradición y los autores clásicos se alzó la experimentación y la evidencia empírica como valores de conocimiento (Barrera, 2002: 169).
El Florilegio comienza así con un diccionario explicativo de algunos de los términos locales que facilite al lector foráneo su entendimiento. La obra queda dividida en tres libros: el Libro I recoge aquellas dolencias y enfermedades más populares que el médico conoció; el II se centra en los tumores y heridas físicas, que recibían un tratamiento más invasivo o quirúrgico; y, por último, el Libro III es un catálogo de los medicamentos y el modo de componerlos. El Florilegio sigue un sistema sencillo: en primer lugar, se define la enfermedad, se plantean sus causas y señales, la dieta que debe seguir el enfermo y, por último, los remedios aconsejados.
En lo que se refiere a las enfermedades que podríamos identificar con la locura Esteyneffer distingue la melancolía y la frenesia o desvarío (Carrera, 2010a: 4). Dos especies de insania diferenciadas por la intensidad de los síntomas: una locura apagada de tono depresivo y una demencia violenta y colérica. Junto con estas dos categorías, Esteyneffer recogió a su vez el mal de madre, una afección que generalmente era identificada como un tipo de melancolía, concretamente de tipo histérico, y considerado por muchos autores el homólogo femenino de la melancolía hipocondríaca, masculina (Scull, 2009: 32). Estas enfermedades obedecen a la sistematización neogalenista europea, de tal forma que huelga decir no hay mención alguna a dolencias prehispánicas. Para el caso de la locura, en la ideología nahua parecía proceder de la presión de las flemas sobre el corazón y, a su vez, estaba asociada con los vocablos yollotlahueliloc y cuatlahueliloc, que significarían loco de la cabeza o del corazón, pero también malvado (Echeverría, 2007: s.n.). Una lesión física conllevaría así un problema moral.
La melancolía en el Florilegio
Esteyneffer incluyó la melancolía en su obra bajo la caracterización de melancolía hipocondríaca. Una enfermedad flatulenta que afectaba la zona de los hipocondrios –de ahí su nombre–. Para Andrés Velázquez la melancolía era una enajenación del entendimiento sin calentura, esto es sin fiebre, y que se dividía en furor y en melancolía propiamente dicha.[4] Para Huarte de San Juan la manía melancólica y la frenesia tenían la capacidad de mudar la temperatura del cerebro y generar no solo delirios sino además alterar el entendimiento: “en un momento acontece perder (si es prudente) quanto sabe y dize mil disparates: y si es necio, adquiere más ingenio y habilidad que antes tenía”.[5] Un personaje que compartió el ámbito geográfico de Nueva España con nuestro protagonista, pero varias décadas antes, fue el médico neogalenista Juan de Barrios, quien publicó en 1607 su Verdadera medicina, cirugía y astrología. Al modo grecolatino, Barrios distinguía una insania violenta, frenitis, y otra apagada, la melancolía. Esta última se caracterizaba por ser un delirio sin calentura[6] y caracterizado por una profunda tristeza y apatía. Su aposento era el cerebro, destemplado, por los vapores que inundaban el cuerpo. De nuevo, si estos procedían de la fermentación del estómago se identificaría como hipocondríaca.[7] Asimismo, aunque muchos autores, como el inglés Richard Napier, consideraban la melancolía una enfermedad eminentemente femenina Esteyneffer no hace mención alguna a este hecho.[8]
Esteyneffer continúa bajo la larga sombra de Galeno y al igual que otros predecesores suyos entiende que la causa principal de la melancolía recae en la quema de este humor, aunque bien podía proceder de la mezcla con otros líquidos corporales.[9] Junto con ella, la retención de sangre o la destemplanza del hígado o el estómago podían conducir a la melancolía.[10] En todo caso, la corrupción de los humores internos generaba unos vapores que según la zona que ocupasen del cuerpo podía acarrear unos síntomas de variable gravedad. Si los vapores subían hasta la cabeza eran de esperar delirios, pesadillas y temor a la gente, si dañaban el corazón vendrían palpitaciones y desmayos, cuando llegaban a la lengua producían sed, ahogos al ocupar el diafragma y si se movían hacia el estómago provocarían ventosidades y eructos. En el caso de que los vapores quedasen inmóviles en los hipocondrios vendrían grandes dolores en la espalda y los riñones, acompañados por retención en la orina y calenturas.[11] La mente o el alma racional estaba como podemos ver directamente relacionada con el alma y el cuerpo en un todo único. Aquellas enfermedades que afectaban a la razón alteraban indiscutiblemente el cuerpo físico de las personas (Gowland, 2021: 171). A medida que pase el tiempo el régimen de vida se convertirá en la causa fundamental de lo que serán enfermedades de los nervios. El escocés William Buchan señalaba ya a finales del siglo XVIII en su Medicina doméstica que una alimentación equivocada, el abuso de las pasiones del ánimo o una actividad intelectual excesiva solían ser las causas más comunes de las llamadas enfermedades de los nervios.[12]
La implantación del conocimiento grecolatino en América tuvo a su vez un importante aliado en los centros hospitalarios. Como señalamos previamente, el hospital de San Hipólito estuvo especializado en la gestión de los dementes, especialmente los enfermos de melancolía (Ramos, 2022: 45). Del mismo modo, parece que la visión neogalenista de la enfermedad se impuso en estas zonas y modeló la propia cultura asistencia: la búsqueda de mantener un régimen de vida lo más tranquilo posible motivó la fundación de centros hospitalarios en espacios alejados del barullo de las ciudades y cerca de parajes naturales. En esta última idea se podría entrever la influencia prehispánica de la capacidad curativa del aire (Ramos, 2022: 45).
La melancolía alcanzó en la Edad Moderna unos tintes epidémicos en Europa. El clima húmedo y neblinoso de Albión parecía agotar los ánimos y conducir inexorablemente a hombres y mujeres hacia esa great malady de George Cheyne del siglo XVIII[13] (Porter, 1987: 82); pero es que en los territorios de la monarquía ibérica había sucedido lo mismo algunos años antes. Si el ambientalismo galénico indicaba a todas luces la tierra inglesa como el espacio ideal para la melancolía, las crisis vividas en España y el ambiente funesto de un imperio agonizante posaba a Saturno sobre las cabezas de los españoles de antaño. En este sentido, parece lógico que junto con la manera de entender el cuerpo y la salud se trasladasen a Nueva España las enfermedades europeas. La melancolía irrumpe así en el escenario colonial y lo hace por la puerta grande, como podemos observar por la fundación de centros hospitalarios de la envergadura de San Hipólito, dedicado en exclusiva a estas afecciones.
Si bien Esteyneffer incluyó la melancolía como una afección más dentro de ese florilegio de dolores, a medida que transcurra el siglo XVIII, las enfermedades del ánimo –futuras enfermedades de los nervios– van a alcanzar una esfera totalmente diferente. La obsesión ilustrada por el valor del trabajo y la necesidad de contribuir a los esfuerzos de la nación conllevó de manera más o menos directa un programa diverso de reformas en España, dentro del cual se incluyó la creación de los grandes complejos de hospicios, vinculados con hospitales, y destinados a gestionar la enorme masa de población marginal de las ciudades. Si dentro de la doctrina neogalénica el ejercicio físico y la actividad eran un excelente conservativo de la vida, en la Edad de la Razón la relación entre una buena salud y el trabajo se estrechan aún más. En el mundo colonial en el que se movió nuestro protagonista la población de las casas de locos fue fundamentalmente española (Ramos, 2022: 39) lo cual nos hace pensar que la dimensión de la insania reflejada en el Florilegio estuviera dirigida al tratamiento de los españoles. No obstante, el propio status de la población india sostenida recurrentemente, por el paternalismo colonialista de la metrópolis, de gente sin razón y, por ende, necesitados de protección los acercaba al de la población demente. El caso estudiado por Ramos de la rebelión de Manuel Antonio Chimalpopoca, personaje indio y autoproclamado conde de Moctezuma, reflejó las nuevas nociones hacia la locura de la Ilustración. Este personaje fue encerrado en San Hipólito como forma de bloquear sus aspiraciones políticas, una medida que a su vez pretendía levantar un cordón sanitario para evitar que sus ideas se expandiesen hacia otros indios (Ramos, 2022: 153). Estuviera loco o no, la categoría de locura facilitaba el control y anulación de la persona.
Régimen de vida
La comida y la bebida jugaban un papel fundamental en la gestión de cualquier enfermedad. El sistema humoral de los 4 elementos y el binomio de sequedad/humedad y frialdad/calor se replicaban en todo el universo, de tal forma que a cada alimento le correspondía una posición en este sistema. Para conservar la salud era necesario que cada persona tuviese una alimentación lo más ajustada posible a su temperamento. En el caso de que no fuera así, pronto caería enferma. Gordonio, en su Lilio de medicina, consideraba la dieta y las pasiones del ánimo como las causas más comunes de la locura (Carrera, 2010b: 113). Otros autores, como Mercado, señalaban que la cura a través de una dieta corregida era efectiva, pero desaconsejable por su lentitud (Gambin, 2008: 94).
Siguiendo lo dicho, si la melancolía se caracterizaba por ser fría y seca la alimentación que recomienda Esteyneffer era aquella que calentase y humedeciese el cuerpo, siempre jugando con los opuestos. Todos aquellos elementos que generasen gas deberían evitarse: las legumbres, la leche y sus derivados, así como la harina en todas sus formas.[14] En cambio, era muy recomendable consumir carnero, ternera, pollo y gallinas, y salsa de especies vegetales, como la acedera y el perejil, junto con el zumo de limón, granada o naranjas. Es aquí cuando el jesuita echa mano de remedios locales e incluye en este listado diversas especies americanas. En este sentido el sosocoyole o socoyoli parecía ser muy útil: “Es una yerva que se da en los lagos, de gusto agrio muy parecida a los berros: dizen ser la yerva de las azederas”.[15] Este término en náhuatl equivalía a la acedera europea (Ramírez, 2020: 259). Todos estos remedios ayudaban en los vómitos y los flujos de vientre.[16]
Termina Esteyneffer recomendando echar hojas de borrajas, espinacas, verdolaga y similares, así como las flores de las primeras, muy útiles por sus funciones cordiales para templar los cuerpos.[17] Paradójicamente, Diego de Torres Villarroel incluía el agua de verdolagas dentro de sus Sueños morales al mostrar el tratamiento que recibió el desahuciado frenético.[18] Para Fray Antonio José Rodríguez la verdolaga y la lechuga podían usarse tanto en cocimientos como mixturas varias, y eran especialmente recomendables por sus efectos narcóticos para tratar aquellas enfermedades que cursasen con insomnio o dificultad a la hora de dormir.[19] Este autor sugería su uso, a su vez, combinado con sangrías para al tiempo que se evacuaba el humor corrupto, el cuerpo pudiera ser refrigerado y atemperado.[20] Las lechugas y borrajas siempre constituyeron un excelente remedio para la melancolía en la medicina neogalenista internacional. João Curbo Semedo, médico de la Casa Real lusa, fue una figura de gran relevancia en la medicina española del siglo XVIII, publicándose numerosas obras que compilaban o traducían parte de su conocimiento: sus famosos secretos. El presbítero y médico en la Corte de Madrid, Tomás Cortijo Herráiz, publicó en 1734 los Secretos Médicos y Chirúrgicos del Doctor Don Juan Curbo Semmedo, obra que glosaba una gran variedad de enfermedades y los remedios que sugería el portugués. Para la melancolía recomendaba la ingesta de infusiones de estas verduras al facilitar hacer cámara y evacuar con ello el humor melancólico.[21]
La siguiente recomendación que hace el jesuita vuelve a conectar con las sex res no naturales de Galeno: el ejercicio y los divertimentos aprovechaban mucho en esta enfermedad. La actividad física se consolida a lo largo de la Edad Moderna como uno de los mejores remedios tanto para conservar la salud como para sanar en caso de melancolía. Para Rodríguez: “Si la melancolía sobreviene por estudios frecuentes, y profundos, o por escrúpulos de conciencia, es preciso auxilio para curarse la diversión especialmente rural, la música fuerte, las representaciones escénicas…[22] Según Torres los paseos y conversaciones con amigos eran esenciales para distraer al doliente y alejarlo de sus inquietudes.[23] Directamente opuesto al ejercicio corporal presenta Esteyneffer los estudios y la actividad intelectual como altamente perjudiciales para el ser humano. La locura en el Antiguo Régimen –ya fuera melancolía, manía o frenesí– estuvo fuertemente vinculada con la necedad. No es casual que el fool inglés, el tonto, en su stultiferanavis estuviese estrechamente relacionado con la locura. Si bien es cierto que muchos autores, como Huarte de San Juan, atribuían a los locos capacidades proféticas o incluso el poder hablar lenguas que antes no conocían, desde mediados del siglo XVI surgen voces que apuntaban en la dirección contraria. Para Andrés Velázquez si la insania devenía de aquellos vapores que inundaban el cerebro difícilmente podría el enfermo razonar o disponer de capacidad sobrenatural alguna. El médico andaluz no solo se opondría así a Huarte, sino que contravendría la tradición grecolatina que relacionaba locura y genialidad (Bartra, 2001: 67). De forma paralela a esta visión de la insania a lo largo de la Edad Moderna se consolida una imagen de la melancolía como enfermedad cortesana o, al menos, asociada a las élites. Parecía que hasta el rey Felipe II habría pasado sus últimos días sumido en una profunda melancolía en el Escorial (Bartra, 2001: 40). La actividad intelectual, las tensiones de la vida política y las meditaciones constantes constituían algunas de las causas fundamentales de la melancolía. Tiempo después, ya a finales del siglo XVIII, cuando el médico suizo Samuel-Auguste Tissot escribe su Aviso a los literatos tiene en mente esta tradición y señala apoyándose en Boerhaave que “el estudio empieza destruyendo el estómago, y que, si no se pone remedio al mal, este degenera en melancolía”.[24] El razonamiento era sencillo: si la melancolía se asociaba con el estómago y las digestiones complicadas, un ritmo de vida lento y sin ejercicio aletargaría el organismo, complicando la facultad digestiva y, finalmente, conduciendo a la melancolía:
“Las malas digestiones, la nutrición imperfecta que a estas se sigue, y la inacción, que perjudica a todas las secreciones, son causa de que no salga perfectamente trabajada la materia de que se forman los espíritus animales: las vigilias, las irregularidades de la transpiración, y la acrimonia de los alimentos contribuyen a hacerlos acres; las funciones mal executadas de todas las vísceras los irritan: las pasiones continuas los trastornan sin cesar; y así no debe causar admiración que se hagan mal todas sus funciones, que su curso sea irregular, y que nazca de aquí una inumerable multitud de males, que varían en todos los sugetos…”[25]
Terminaba Esteyneffer las recomendaciones dietéticas sugiriendo la ingesta de bebidas con distintas especies vegetales infusionadas, como el hinojo, así como vino aguado o la llamada cura del azero o del oro. Estos remedios metálicos se preparaban a partir de láminas, granos o fundidos, y fueron muy alabados por numerosos autores, así como populares en las artes literarias (Gambin, 2010). La corriente médica extraoficial del paracelsismo fomentó que desde el siglo XVI la medicina de corte alquímico se colase en la tratadística terapéutica, aunque siempre en tensión con el galenismo humanista, representado por figuras como Andrés Laguna (López Piñero y López Terrada, 1997: 9). Uno de los principales referentes del neoplatonismo, el florentino Marsilio Ficino elogiaba al oro por su relación con Júpiter y al Sol, convirtiéndolo en un excelente purificador de los humores internos (Gambin, 2010: 280). De igual manera, la toma del acero era recogida en el diccionario de la Real Academia (1726) y lo relacionaba con esta letrilla quevediana. La morena que yo adoro/ y más que a mi vida quiero/ en verano toma acero/ y en todos tiempos el oro.[26] De igual forma el médico Juan de Barrios –que también ejerció en Nueva España– recogió la cura del acero dentro de los remedios para la melancolía hipocondríaca. Apoyándose en Mercado, recomendaba dar este bebedizo tras haber purgado un par de veces a los enfermos. Un método que él mismo había usado con grandes éxitos.[27]
La herencia alquímica de estas ideas fue no obstante criticada por otras figuras de la época, destacando a Covarrubias en su Tesoro (Gambin, 2010: 281). Esteyneffer recoge varias formas en las que era preparada la cura del acero y que al parecer tenía encomiables propiedades sobre aquellas dolencias que cursaban con obstrucciones digestivas. Si bien se podía consumir limado, en estado puro, o acompañado de especies vegetales, infusionado, recomendaba el autor un método concreto: debían calentarse 2 o 3 varitas de acero en la fragua y una vez estuvieran al rojo vivo se apagarían sobre un bloque de azufre. Las gotas desprendidas del metal se pondrían a secar y una vez solidificadas se pulverizarían y mezclarían con ruibarbo, canela, azafrán y ojasen. Esta última era junto con los tamarindos un excelente remedio local para evacuar el humor melancólico. De origen asiático, pero también tropical, el ojasen o sén se expandió rápidamente por Europa gracias a sus propiedades. Salvador Solíva, médico en la corte, recogía cómo sus propiedades purgantes y conmovedoras del organismo aprovechaban en enfermedades epilépticas, melancólicas y delirantes, así como en dolencias tópicas como la sarna: “abre las obstrucciones de las entrañas, conserva la juventud, retarda la vejez, e induce alegría de ánimo.”[28]
Terapéutica de la melancolía
El Florilegio era ante todo una obra destinada a recoger las muchas posibilidades de abordar terapéuticamente las enfermedades. Es por ello que junto con una no excesiva descripción de las mismas Esteyneffer recogió un variado catálogo de remedios y fórmulas que podían ayudar a curar la dolencia. Como vimos anteriormente, el texto ya venía acompañado de ese Libro III que actuaba como recetario, indicando la manera de preparar los remedios compuestos. Lo cierto es que, desde el neogalenismo, la frontera entre los remedios dietéticos y aquellos farmacéuticos siempre muy difusa. A los remedios simples y compuestos propios de las boticas de la época se añadieron una infinita mezcla de elementos. En el caso de la melancolía el objetivo principal residía en purgar a la persona: el humor quemado que corría por el cuerpo debía ser expulsado y para ello valían todo tipo de soluciones minerales, vegetales y animales. Es en el mundo vegetal en el que precisamente más se pueden apreciar los elementos locales.
De forma paralela también incluyó Esteyneffer algunas propuestas quirúrgicas, relacionadas con el mundo de los cirujanos flebotomianos, pero que pese a su popularidad el autor no les dedicó especial atención. Para el jesuita, las sangrías no eran muy recomendables en el tratamiento de la melancolía a no ser que el origen de la enfermedad procediese del humor sanguíneo en cuyo caso sí que serían necesarias. Para reconocerla bastaba con observar al enfermo y reconocer “los ojos, y la cara colorada, y algunas partes cercanas a la cabeça, como encendidas, con las venas grandes, y llenas de sangre; y […] en los delyrios, se halla con mucha risa, en edad florida…”.[29]
Para facilitar que saliera la sangre Esteyneffer aconsejaba dar baños en agua dulce y tibia, que no provocase sudor, pero que confortase el cuerpo. Si además se masajeaba el estómago con aceite o un ungüento a base de manteca, hierbabuena y nuez moscada se podía esperar un buen resultado.[30] Seguidamente era recomendable frotar la espalda y almorranas con un paño áspero o una hoja de higuera. El método podía ir acompañado del uso de sanguijuelas para sangrar. Junto con estos remedios también eran muy populares las fuentes, pequeñas llagas abiertas en el cuerpo para facilitar el sangrado. Su localización variaría en función de la zona afectada, así si la melancolía procediese de la cabeza se deberían sangrar los brazos, si fuesen los hipocondrios entonces las piernas, etc.[31]
Remedios vegetales
Respecto aquellos remedios de origen vegetal, para aquellos casos de melancolía más rebelde en los que el humor fuese difícil de conmover recomendaba Esteynefer dar un bebedizo a partir de la dicha ojasen con diversas raíces. Es aquí cuando el jesuita enumera varias especies vegetales locales, como la xalapa o el matlalistle. Todos estos vocablos procedentes del náhuatl, como señala Ramírez Luengo, no aparecían glosados ni explicados en el Florilegio, lo cual nos hace pensar en su asimilación y normalización. No así con otros términos que hemos visto como el socoyole (Ramírez Luengo, 2020: 258-259). En el caso de la xalapa o jalapa es una planta trepadora natural de Mechoacán y cuya raíz tenía excelentes efectos purgantes.[32] Para William Buchan la xalapa era un ingrediente fundamental en cualquier purgante, muy útil para tratar desde lombrices hasta inflamaciones en el estómago.[33] La raíz del matlalistle .matlalitztic– o hierba de pollo tenía también propiedades purgantes y hemostáticas, muy útil a su vez para tratar heridas (Márquez Ruiz, 2006: 73). Todos ellos eran remedios muy populares en la sociedad de la época y formaban parte de las boticas hospitalarias (Kroupa, 2019: 60). Nicolás Monardes recoge en su Historia medicinal, publicada en 1577, la especie del mechoacán. Parece que esta planta había sido traída a España por un franciscano, quién la cultivó en su convento en Sevilla, extendiéndose su uso rápidamente por lo positivo de sus efectos por todo el territorio. Su sabor insípido permitía darlo a ancianos y niños al tiempo que evacuaba las opilaciones del cuerpo, especialmente en la zona estomacal.[34] Por último, señalaba Esteyneffer que también podía usarse la raíz del zaqualticpan también llamado caqualtipan o xalapa de Zacualtipán (Kroupa, 2019: 258).[35] Barrios los consideraba muy buenos para conmover humores flemáticos, dolores en la cabeza o incluso cámaras del hígado.[36]
Eran muy recomendables a su vez las píldoras de estafiate, un tipo de artemisia, compuestas a partir de acíbar, el que era el zumo extraído de la zábila, más conocida como aloe vera,[37] y algunas hojas de oro o plata, machacados. Sus virtudes eran numerosas y ayudaban tanto a prevenir la melancolía como a evacuar el humor colérico, el melancólico y las flemas.[38] Torres Villarroel incluyó precisamente al acíbar en sus Sueños Morales, dentro de los tratamientos dados a un par de enfermos a modo de narcóticos.[39] La farmacopea matritense lo consideraba la base de todas las píldoras catárticas por sus propiedades purgantes y desecantes.[40]
En último lugar incluimos un remedio que estaba a medio camino entre lo vegetal y lo textil: el colchoncito basteado. Un atado de seda que contenía hierbabuena, rosas, flor de las borrajas, cáscaras de limón, clavo, nuez moscada, canela, cochinilla y tochomite colorado. El tochomite era la voz en náhuatl hispanizada de tochomitl, un hilo teñido elaborado a partir de pelo de conejo. Este era el componente de muchas prendas de prestigio usadas comúnmente entre las gentes de Nueva España y la península del Yucatán (Villegas, 2009).
Alexifármacos, cordiales y panaceas
Hacia el final del capítulo recoge Esteyneffer varios remedios de carácter confortativo para el cuerpo y, especialmente, el corazón. El primero de ellos es un clásico de las boticas del Antiguo Régimen: la piedra bezar, como aparece en el Florilegio, también conocida como bezoar. Aunque parece tiene sus orígenes en la tratadística médica islámica del siglo IX, la versión americana de esta alcanzó una gran difusión durante la Edad Moderna gracias a la actividad misionera, que, como hemos visto, extendió los remedios indígenas (Llamas Camacho y Ariza Calderón, 2019: 46). Para el caso del bezoar americano en el momento de la conquista los pueblos amerindios ya tenían una larga relación con este elemento, asociado a la caza y en estrecha conexión con el mundo natural que los rodeaba. Todos ellos compartían su esencia, el bezoar es una solidificación que suele encontrar en el estómago de las cabras, pero también en muchos otros mamíferos, como los venados. Se le atribuyeron capacidades alexifármacas y como remedio para la peste. Rodríguez la incluía en su Palestracomo una solución especialmente propicia para los sujetos de naturaleza tímida y las melancolías producidas por sustos y preocupaciones, que afectaban al corazón –una melancolía cardíaca–.[41]
Junto con el bezoar, Esteyneffer incluye los polvos de diamargariton fríos, una confección a partir de perlas, y que también parecía funcionar correctamente para tratar el frenesí, una vez se hubiera sosegado al paciente.[42] Otro remedio era la confección de Alkermes o tintura de Alkermes o kermes, un preparado mineral a partir de antimonio sulfurado y que Rodríguez recogió –junto con muchos otros remedios simples y compuestos que hemos visto– dentro del tratamiento dado a un loco con gran éxito:
“Un Ministro público, de edad de quarenta años, a quien havían precedido algunos [accidentes] de melancolía maníaca, por lo qual fue preciso relevarlo del Magistrado, incurrió últimamente en locura fortísima: todo lo rompía, asimismo ultrajaba, y aun precipitaba, sino lo ataban fuertemente: juntaba todo esto con grandes gritos, y movimientos muy violentos, de que le resultaban grandes sudores, ya calientes, ya fríos. Se le administró lo primero un clyster acre, y luego se hizo una copiosa sangría del brazo, y por la noche se le dio láudano opiato, untando también la frente, y sienes con aceyte rosado, y de violetas: pasó la noche con alguna quietud. Al otro día se le dio un extracto, melanagogo que llaman, compuesto de heleboro negro, polipodio, cuscuta, hojas de sen, betonica, y escabiosa: vomitó con él tres, o quatro veces, y depuso también por el vientre. A la noche se repitió el opiado, mixto con confección de alkermes, con lo qual huvo quietud grande, y al otro día hablaba ya con concierto. Se prosiguió con el Extracto de helebro negro, y el melanagogo dicho por algunos días interpolados, y quedó tan sano, ut ab eo tempore, & usque nunc rebus tuis domesticis quam prudentisime prospiciat”.[43]
Otro remedio compuesto recomendado fue la theríaca o tríaca: una mezcla que tenía su origen en la Grecia clásica a modo de un antídoto para los venenos. Lo encontramos desde el siglo XVI convertido en una especie de panacea universal, un remedio útil para todo tipo de dolencias, pero que conllevaba una preparación compleja, con muy diferentes componentes. El ingrediente fundamental era la víbora, no en vano therion era la voz griega para la víbora.[44]
También incluyó Esteyneffer varios remedios de origen animal y con un sentido más terapéutico que alimenticio. Por un lado, se habla del caldo de gallo viejo: un guiso elaborado a partir de un gallo adulto que debía ser fatigado a carreras y una vez muerto, rellenado por especias y vegetales, como las hojas de sén, azafrán, pimpinela, culantrillo de pozo, doradilla y flores de rosas y de borrajas, junto con un poco de cristal tártaro. La mezcla sería hervida hasta que se deshaciera el gallo y entonces tomarse en ayunas durante tres o cuatro días.[45] Barrios recogía a su vez este remedio en su Verdadera medicina y lo tenía como un excelente vomitivo.[46]
A modo de confortativo del corazón incluye el jesuita los pichones abiertos sobre el pecho, un remedio muy popular en los siglos XVII y XVIII como calmante. Rodríguez recomendaba su uso para apaciguar a los frenéticos y también recogía un caso que trató Curbo Semedo, quien atendió al paciente una vez se le aplicó esta solución sin demasiado éxito:[47]
“A últimos de septiembre incurrió un hombre en Letargo fuerte, y muy porfiado: quando llamaron al doctor Curbo ya le havían hecho al enfermo veinte sangrías, purgado dos veces, dado muchos clysteres, sufrido muchas ventosas, cauterios, ligaduras, errhinos, friegas; se le havian aplicado pichones abiertos, y todos los demás remedios que prescribe la regular doctrina de Galeno. El enfermo sin embargo caminaba a la muerte, ya no sentía las sajas, ni sentía. En este infeliz estado, le administró el médico dos días consecutivos una dragma de vitriolo blanco, desatado en tres onzas de cocimiento de salvia; vomitó mucho, y en los dos días quedó sano”.[48]
Conclusiones
El Florilegio es una obra compleja por cuanto en ella se concentraron multitud de visiones y experiencias. Podemos insertarla dentro de la corriente de conocimiento empírico de la naturaleza y recursos novohispanos, desde una perspectiva clara de explotación para sostener la vida colonial. La necesidad de remedios locales ante la dificultad de llevar a las Indias la botica europea condujo a los españoles a experimentar e incorporar los remedios indígenas. En los momentos en los que el jesuita escribe su Florilegio muchas de estas soluciones, tanto simples como compuestas, estaban plenamente integradas en las farmacopeas europeas. El caso del bálsamo de Indias de Antonio de Villasante es posiblemente el más famoso. No obstante, la incorporación de un diccionario a comienzo de la obra que tradujera varios tipos de remedios hace pensar que la asimilación no fue completa. En este sentido es necesario detenernos en los potenciales lectores del Florilegio, Esteyneffer escribía para posibles compañeros suyos jesuitas y practicantes de la medicina en las colonias. El Florilegio facilitaría así el tratamiento in situ con los medios disponibles del contexto novohispano. Este hecho se vio beneficiado por lo flexible del propio sistema de conocimiento médico. La comprensión de la enfermedad como fruto de un desequilibrio en la homeostasis humana por factores exógenos al individuo, como eran las pasiones del ánimo, el ambiente o la alimentación, permitió que fuera fácilmente trasladable a otros territorios. Era tan fácil enfermar de melancolía en Nueva España que en el Viejo Mundo. Esta característica sumada a la necesidad de buscar nuevos remedios explica la permeabilidad del Florilegio, así como de muchas otras obras del contexto colonial.
Asimismo, el jesuita da una imagen naturalizada de la locura, canónica en cuanto a su representación dual de melancolía y frenesí, y que conecta con la tradición previa, incluyendo la herencia alquímica. A su vez se puede apreciar la continua reiteración de la importancia de un régimen de vida correcto como forma de preservar la salud y que podemos considerar conecta a finales del siglo XVIII con la corriente de la popularización de saberes, de Torres Villarroel, Tissot o Buchan, quienes tanta importancia concedieron a las emociones y la alimentación.
En definitiva, la obra de Esteyneffer constituye un excelente recurso para conocer el estado de conocimiento de las enfermedades y su tratamiento en Nueva España, y reivindicar la presencia de la flora americana en las farmacopeas hispánicas. Juan de Esteyneffer plasmó en el Florilegio su visión de la melancolía, conectada con la tradición que había absorbido durante su formación en Europa, y a la que añadió su experiencia práctica como enfermero y médico en los territorios de Nueva España. Amén de los amplios conocimientos farmacológicos que demostró el jesuita, al tanto del sustrato médico prehispánico y acorde con la manera grecolatina de entender la melancolía, este tipo de textos fueron fundamentales para extender y consolidar una imagen concreta de la locura, que tendría su plasmación física directa en la gestión dada en los hospitales coloniales. En este sentido, debemos encuadrar la obra dentro no solo de la corriente de saberes jesuitas, sino de los propios discursos del poder de la Monarquía Hispánica y la forma de relacionarse con los espacios coloniales.
Agradecimientos
Agradezco los comentarios de los evaluadores anónimos de la revista
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Notas