Sección Especial 1

Decisión para la intuición y decisión para la representación: Georges Sorel y Carl Schmitt frente a la crisis del Estado de Derecho

Decision for intuition and decision for representation: Georges Sorel and Carl Schmitt facing the crisis of Rule of Law

Jonás Chaia De Bellis
Escuela de Economía y Negocios, Universidad Nacional de San Martín, Argentina

Decisión para la intuición y decisión para la representación: Georges Sorel y Carl Schmitt frente a la crisis del Estado de Derecho

Prohistoria. Historia, políticas de la historia, núm. 40, 1-30, 2023

Prohistoria Ediciones

Recepción: 02 Agosto 2023

Aprobación: 20 Agosto 2023

Publicación: 30 Diciembre 2023

Resumen: En este artículo revisaremos las referencias de Schmitt a Sorel, intentando demostrar que allí donde Schmitt pretende coincidir con Sorel (particularmente en la crítica al Estado de Derecho) persisten, no obstante, diferencias filosóficas sustanciales. Para esto, desagregaremos el decisionismo en tres dimensiones analíticas (jurídica, gnoseológica y teológico-política) encontrando posiciones polares en cada una de ellas: a) si para Schmitt “el Estado no necesita tener derecho para crear derecho”, para Sorel el derecho se forma espontáneamente y al margen del Estado; b) si para Schmitt el decisionismo expresa una “decisión para la representación”, para Sorel expresa una “decisión para la intuición”; y c) si para Schmitt esa decisión es análoga al milagro, para Sorel esta sólo acompaña los ciclos providenciales de auge y decadencia de la cultura.

Palabras clave: Georges Sorel, Carl Schmitt, Decisionismo, Vitalismo, Estado de Derecho.

Abstract: In this article I review Schmitt's references to Sorel, trying to demonstrate that where Schmitt pretends to agree with Sorel (mostly in the criticism of the Rule of Law), significant philosophical differences nevertheless persist. To this end, I disaggregate decisionism into three analytical dimensions (juridical, gnoseological and theologico-political), finding opposite positions in each of them: (a) while for Schmitt “State proves that to produce law it need not be based on law”, for Sorel law rise spontaneously and outside the State; (b) while for Schmitt decisionism means "decision for representation", for Sorel it expresses "decision for intuition"; and (c) while for Schmitt this decision is analogous to a miracle, for Sorel it only goes along with the providential cycles of the rise and decline of culture.

Keywords: Georges Sorel, Carl Schmitt, Decisionism, Vitalism, Rule of Law.

Introducción



“…nos instalamos en lo inmóvil para acechar lo moviente que pasa, en lugar de reponernos en lo moviente para atravesar con él las posiciones inmóviles…”

Fuente: H. Bergson, Introducción a la metafísica

Las referencias de Carl Schmitt a Georges Sorel y al sindicalismo revolucionario –movimiento del que Sorel pretendió ser guía, y del que sin dudas fue portavoz–[1] ocupan un lugar destacado en algunas de sus obras más importantes; incluso, la atracción de Schmitt por Sorel lo llevó a ostentar el título (auto-atribuido) de primer introductor del pensamiento de Sorel en Alemania.[2] En todas estas menciones, el propio Schmitt se encarga de definir cuáles son los aspectos políticos que lo alejan de Sorel y cuáles son los que lo acercan. Pero ¿por qué Schmitt, cuya obra entera se yergue como respuesta a la crisis de la mediación moderna (Galli, 2018) buscaría coincidir con un sindicalista revolucionario, pluralista, cuyo propósito era destruir todas las mediaciones (políticas, científicas, lingüísticas)? En primer lugar, por un motivo filosófico: el “mito” soreliano reintroduce la vida, la experiencia personal, en el mundo impotente y abstracto del Estado de Derecho, del normativismo jurídico. Y para Schmitt la personalidad es un elemento político fundamental: la decisión personal, concreta, política, es la que mantiene la vigencia del orden jurídico. Pero, en segundo lugar, hay un motivo circunstancial, coyuntural: el primer gran líder de la derecha europea del siglo XX, Benito Mussolini, nunca dejó de sostener que Georges Sorel había sido su principal maestro (Meisel, 1950b), de modo tal que Sorel se había vuelto un personaje tan atractivo y original como útil para la actualización de la cosmovisión conservadora que la era de las masas exigía.

Varios trabajos han abordado el vínculo entre Schmitt y Sorel, aunque priorizando principalmente la cuestión del conflicto y la violencia, e incluyendo en la discusión, la mayoría de las veces, a Walter Benjamin (Herrera, 1998; Werner Müller, 2003; Rossi, 1999; Brandom, 2017; Chun, 2016). Sin embargo, las diferencias teológico-políticas y jurídicas entre ambos pensadores han recibido menos atención, tal vez, gracias a que el propio Schmitt se encargó de marcarlas. Pero, en este sentido y como intentaremos demostrar en este artículo, lo más interesante de esta cuestión es que los aspectos en los que Schmitt afirma coincidir con Sorel sólo son digeridos por Schmitt luego de ser recortados del tronco, de la constante de la obra soreliana, esto es: del espontaneísmo, del vitalismo y de la teoría cíclica de la política.

Particularmente veremos que, si por un lado, para ambos pensadores el Estado de Derecho disipa la energía de los actores concretos sobre los cuales se yergue el orden político, de modo tal que ese orden finalmente no cuenta con la fuerza necesaria para mantenerse en pie (y por eso debe ser reemplazado), por otro lado, en aquellos aspectos en los que Schmitt busca coincidir con Sorel, veremos que en realidad: a) el apotegma decisionista schmittiano-hobbesiano según el cual “el Estado no necesita tener derecho para crear derecho” se encuentra en las antípodas del pensamiento de Sorel, para quien el derecho se forma espontáneamente y al margen del Estado, en las prácticas cotidianas de los diferentes grupos y organizaciones sociales, sin necesidad de encarnación, codificación ni verbalización alguna; b) el decisionismo en Sorel expresa una “decisión para la intuición” y no una “decisión para la representación” como en Schmitt; y c) esa decisión no es análoga al milagro como afirma Schmitt, sino que, para Sorel, la decisión acompaña los ciclos providenciales de auge y decadencia de la cultura. Estas tres dimensiones –jurídica, gnoseológica y teológico-política–, inherentes a la teoría del decisionismo schmittiano, son las que revisaremos en la mayor parte de este trabajo. Antes, revisaremos brevemente el movimiento pendular de Schmitt frente a la filosofía vitalista de Sorel.

El péndulo de Schmitt

El interés de Schmitt por Sorel tuvo lugar solamente en los años 20, durante su etapa decisionista. Las obras en las que más cerca se sintió del revolucionario normando fueron La dictadura (1921 [2014]) y La teoría política del mito (1923 [2001b]), mientras que es mencionado junto a los “enemigos” del Estado (i.e. pluralistas, sindicalistas, liberales, etc.) en Teología política (1922 [2001]), Catolicismo romano y forma política (1923 [2011a]) y El concepto de lo político (1932 [2001c]). Comencemos por las diferencias explícitas.

Alejamientos

En Teología política (2001), al postular su reconocida sociología conceptual,[3] Sorel es criticado junto al materialismo dialéctico, filosofía que, en definitiva, termina cayendo en el psicologismo social que emana del vitalismo:

“Esta explicación materialista imposibilita el análisis aislado de las consecuencias ideológicas, ya que por todas partes sólo distingue “reflejos”, “representaciones” o “encubrimientos” de las relaciones económicas, es decir, trabaja de manera consecuente con explicaciones psicológicas […] Es precisamente debido a su enorme racionalismo que cae con facilidad en la interpretación irracional, pues comprende todo pensamiento como función y emanación de los procesos vitales. El socialismo anarcosindicalista de Georges Sorel supo enlazar de esta manera la filosofía práctica de Bergson con la interpretación económica de Marx” (Schmitt, 1922 [2001: 47]).

El vitalismo, en este trabajo de Schmitt, es reducido a un mero equivalente de materialismo.

Algo parecido sucede en Catolicismo romano y forma política, en donde Schmitt, sin prestar atención a las diferencias entre sindicalismo y bolchevismo, ubicará a Sorel junto a Lenin, y a ambos junto a los “grandes empresarios” y “financieros norteamericanos”; capitalistas y bolcheviques organizan la ciudad moderna compartiendo la misma racionalidad económica, mientras que sus enfrentamientos no son más que meros detalles técnicos en torno al método más eficiente para el dominio y la explotación de la materia, diferentes opiniones respecto de cuál es el camino más rápido hacia la “electrificación” total del mundo (1923 [2011a: 16]). Para Schmitt, el verdadero reverso de la racionalidad económica no lo expresa el irracionalismo naturalista del romanticismo anti-productivo, sino la racionalidad católica de la Iglesia. Aquí vuelve a aparecer Sorel: él se equivoca, dice Schmitt, al considerar que los católicos se han alejado los mitos escatológicos, pues para el católico de principios del siglo XX, la racionalidad económica recién descripta expresa la imagen más viva del Anticristo (2011a: 18-19); este terror mítico experimentado por el católico racional se basa, justamente, en la siguiente paradoja: la economía despliega un sistema técnico perfectamente racional cuyo fin (i.e. el consumo, la satisfacción infinita de necesidades materiales) es completamente irracional; esta paradoja en la que se pervierte el significado de la razón es aterradora y, al vislumbrarla, el católico permanece aferrado al mito.

Finalmente, en El concepto de lo político (2001c: 188-189), Schmitt identifica en el firmamento anti-estatal del novecientos una constelación conformada por Sorel, los pluralistas Laski y Cole, y el solidarismo de Duguit. Esta constelación es avistada cuando Schmitt considera “precipitada” la proclamación de “la muerte y fin del Estado” por parte del sindicalismo francés, del que Duguit sería “el más conocido de sus teóricos”. Luego Schmitt traza la constelación citando al sindicalista Édouard Berth:

“‘Esta cosa enorme… la muerte de este ser fantástico, prodigioso, que ha tenido un lugar tan colosal en la historia: el Estado ha muerto’: E. Berth (cuyas ideas provienen de Georges Sorel), en Le mouvement socialiste, octubre de 1907, p. 314. León Duguit cita este pasaje en su obra Le droit social, le droit individuel et la transformation de l’État, París, 1908. Él [Duguit] se conformó con decir que había muerto, o que estaba en trance de morir, el Estado soberano pensado como persona” (Schmitt, 2001c: 188).

Para Schmitt, si fuera cierto que el Estado es una asociación más entre otras (gremios, iglesias, clubs, etc.) pues ninguna de estas asociaciones sería depositaria de la soberanía, y entonces todas se encontrarían al mismo tiempo en una situación infra-política y al borde de la desaparición. Pero si eso no es cierto y el Estado es quien decide, pues los pluralistas no se estarían dando cuenta de que sus múltiples lealtades asociativas tienen lugar gracias a que el Estado está por encima de todas ellas y las unifica verticalmente (Schmitt, 2011b). Es decir, en este texto de Schmitt queda claro que su principal crítica a Sorel es su anti-estatismo, mientras que la unificación vertical es la clave de toda la teoría schmittiana.

Acercamientos

La figura de Donoso Cortés –en quien Schmitt encuentra uno de los antecedentes más importantes para la analogía entre excepción/decisión y milagro mencionada antes– es la que Schmitt elige como espejo conservador de Sorel en los dos trabajos en los que pretende acercarse al revolucionario normando. En La dictadura, Schmitt agrupa a los anarcosindicalistas Sorel, Kropotkin y Bakunin junto a los contrarrevolucionarios católicos Bonald, Görres y Donoso Cortés, pues todos ellos coinciden en ver en la dictadura la posibilidad de que la marcha de la historia retome su curso; la dictadura para ellos expresa la más poderosa “oposición al Estado mecanicista y centralizador” (2014: 279). Si el Estado es el obstáculo mecánico (racional, burocrático, intelectual) con el que el Iluminismo interrumpió artificialmente la historia, pues la dictadura es el reanudamiento político, orgánico, vivo, de la historia. Así como para Lenin todo Estado no-proletario expresaba “una dictadura de la burguesía” (1918 [2003]), Sorel, según Schmitt, considerará que será una dictadura “cualquier organización estructurada para reflejar las prioridades de un plan estratégico”, en tanto que estos representan “intentos de intervenir desde el exterior, cerebralmente, en el proceso evolutivo” de la historia (Schmitt, 2014: 279).

En La teoría política del mito (2001b) Schmitt prosigue con su intento de llevar a Sorel como agua hacia su molino decisionista: “la teoría del mito es la manifestación más clara de cómo ha perdido evidencia el racionalismo relativo del pensamiento parlamentario” (2001b: 74). En este trabajo, en el que Schmitt se dedica a analizar exclusivamente la teoría del mito que Sorel presenta en Reflexiones sobre la violencia, decisión y mito se identifican en una misma voluntad existencial, no racional:

“El gran entusiasmo, la gran decisión moral y el gran mito brotan de la profundidad de los auténticos instintos vitales, no de un razonamiento ni de una evaluación de utilidad […] Ningún poder político y social puede sostenerse si eso le falta, y ningún aparato mecánico puede construir un dique capaz de resistir un nuevo torrente de vida histórica” (Schmitt, 2001b: 67).

Este “vitalismo” es asociado aquí a la decisión o, más precisamente, a la visión de Schmitt de la soberanía; se trata ahora del modo en que las fuerzas humanas que construyen la historia arrasan con las estructuras institucionales (Estado de Derecho y Parlamento) que hasta el momento las contenían. De modo tal que esta decisión vitalista puede pensarse con el ya mencionado trabajo de 1928, Teoría de la Constitución, en donde decisión es la voluntad de un pueblo que quiere existir políticamente, la voluntad decide modo y forma de esa existencia política (Schmitt, 2006: 93).

El planteo que hacía Schmitt en La dictadura sigue presente en su trabajo sobre el mito. Schmitt vuelve a comparar el decisionismo católico de Donoso Cortés con el decisionismo anarcosindicalista de Sorel; la deliberación liberal –en sus vertientes parlamentaria, pedagógico-iluminista y su readaptación marxista– es rechazada por Sorel ya que según Schmitt, en la teoría del mito “se encarna la oposición más extrema contra el racionalismo absoluto y su dictadura, pero también, por constituir una doctrina de la decisión activa directa, contra el racionalismo relativo del complejo establecido en torno a conceptos como la creación de equilibrio, la discusión pública y el parlamentarismo.” (2001b: 67).

Más allá de repasar los tópicos más conocidos sobre Sorel, como el modo en que los mitos movilizaron las grandes transformaciones históricas o su influencia en el fascismo italiano, en este texto Schmitt asociará decisión y mito. Un aporte que merece ser destacado es el modo en que Schmitt emplea la teoría soreliana para explicar la tremenda crisis europea de los años veinte, más precisamente, el derrumbe del Estado de Derecho y de los parlamentarismos. Esta intención es planteada así por Schmitt: “el interés de este ensayo […] conocer la situación histórico-intelectual del actual parlamentarismo y la fuerza de la idea parlamentaria. Mientras la dictadura marxista del proletariado aún encerraba la posibilidad del racionalismo, todas las doctrinas de la acción directa se basaban, de manera más o menos consciente, en la filosofía de la irracionalidad” (2001b: 65). Según Schmitt, aplicando la teoría soreliana, el parlamentarismo se ha derrumbado allí donde se han conformado mitos: el mito fascista de la nación, y el mito bolchevique anti-burgués. Como Schmitt señala en la cita precedente, la teoría de la dictadura del proletariado marxista era racional; y si no hubiera sido reemplazada por un mito, la revolución bolchevique no habría triunfado. Este mito bolchevique nada tiene que ver con el economicismo (con la politización del desarrollo de las fuerzas productivas) sino que se basa en el odio del pueblo ruso al “burgués” en tanto que personaje culturalmente impuesto. El burgués no es tanto el dueño de los medios de producción (lo que habría mantenido a la revolución en el inmovilismo fracasado del pensamiento económico) sino la expresión de la Europa occidental ilustrada. Al pueblo ruso, al proletariado, le repugnaba “el carácter complicado, artificial e intelectualista de la civilización europea occidental” que encarnado en la burguesía occidentalizada “buscaba sojuzgar su manera de vivir” (2001b: 72). Es decir que la revolución bolchevique es producto de lo que podríamos llamar mito negativo: el odio cultural a la burguesía occidentalizada. En Italia también se configuró un mito negativo. No se trató solamente de la nación como unidad y superación de la lucha de clases, sino que, en Italia, a diferencia de Rusia, la imagen que provocó mayor repulsión en el pueblo fue “retrato horripilante de su enemigo comunista: el rostro mongólico del bolchevismo” (2001b: 73). La explicación del éxito de estas dos revoluciones combina el mito con la enemistad, tal como Schmitt la pensará luego en El concepto de lo político (2001c); estos mitos negativos son, en definitiva, frenos, barreras: a la orientalización (Italia) y a la occidentalización (Rusia). Nuevamente el terror, la repulsión, como aquella que sentía el católico frente a la técnica. En los tres casos que Schmitt piensa con Sorel (Rusia, Italia y la técnica) el mito moviliza a la acción; pero es una acción de tipo particular: se trata de una reacción.

En síntesis, Schmitt se aleja de Sorel tanto cuando lo acusa de pluralista, de productivista y de infravalorar el mito anti-productivo católico, como así también cuando entiende que el vitalismo no es más que otra forma de materialismo. Pero al mismo tiempo busca acercarse a Sorel, principalmente porque entiende a su filosofía del mito como una teoría de la decisión similar a la de los contrarrevolucionarios católicos a los que él mismo recurre para elaborar su decisionismo. Es por esto que en lo que sigue revisaremos tres dimensiones del decisionismo schmittiano y las contrapondremos al pensamiento de Sorel, para intentar determinar si este acercamiento de Schmitt al revolucionario normando se basa en coincidencias sustantivas, o si en realidad se debe a otras cuestiones más bien coyunturales (ideológicas, políticas, etc.), como dijimos antes. Estas tres dimensiones, derivadas de lo que el propio Schmitt afirma encontrar en Sorel, son: la dimensión jurídica (o la decisión como creadora de derecho), la dimensión gnoseológica (o la decisión como mito) y la dimensión teológico-política (o la decisión como milagro).

La dimensión jurídica: el derecho espontáneo

La crítica de Schmitt no está enfocada puntualmente en el Estado de Derecho sino más bien en la incomprensión de aquello que lo mantiene vivo. En Teología política, Schmitt discute con el normativismo jurídico de Kelsen, para quien el acto mediante el cual las normas han sido creadas constituye un fenómeno exterior a la norma y por lo tanto esta no puede identificarse con ese acto. Una vez que la norma fundamental adquiere existencia, los sujetos que la crearon dejan de existir y la validez de cualquier norma está dada por su coincidencia con la norma fundamental; el acto pre-normativo –político– permanece para siempre fuera del orden jurídico y sólo subsiste el derecho (Kelsen, 2008 [1934]). Pero a Schmitt no le interesa la validez de una norma sino su vigencia, esto es: qué, quién o quiénes sostienen ese orden jurídico, pues para Schmitt, un orden político impersonal o despersonalizado es inverosímil: las “ideas de bien” detrás de las leyes o los “principios éticos” no engendran reconocimiento si no hay una persona concreta detrás (Novaro, 2000: 141). Si una crisis –como la de Weimar, por ejemplo– consistiera tan sólo en la aparición de una serie de contradicciones legales, el sistema podría auto-regularse judicialmente de modo exitoso; pero las crisis pueden y suelen ser mucho más que eso, y es por eso que la decisión se enfrenta con la norma: si hay una amenaza existencial a la unidad política, entonces la respuesta no puede expresarse en una norma abstracta que lucha por despolitizarse (despersonalizarse) sino en una decisión personal, concreta, que exprese una voluntad de existir políticamente. Lo interesante de Schmitt es que esa decisión, esa voluntad concreta que crea un orden jurídico ex nihilo, aun siendo adoptada por fuerzas personales nos termina reconduciendo, no obstante, al Estado:

“La existencia del Estado demuestra [en la excepción] una indudable superioridad sobre la vigencia de la norma jurídica […] el caso de excepción revela la esencia de la autoridad estatal de la manera más clara. En él, la decisión se separa de la norma jurídica y la autoridad demuestra (para formularlo en términos paradójicos) que no necesita tener derecho para crear derecho” (Schmitt, 2001a: 27 y 28).

La perspectiva soreliana sobre el Estado parece tener poco que ver con el estatalismo de Schmitt. Antes, durante y después de la verbalización estatal de la ley, está existiendo un orden jurídico con vida propia, no emanada del Estado. La ley (racionalizada, verbalizada, redactada) puede adaptarse, ignorar o luchar contra ese orden, pero este existe y hace su irrupción más violenta y palmaria durante la huelga, aunque cotidianamente marque, con menos intensidad pero idéntica realidad, el ritmo cotidiano de todos los intercambios en la era industrial. Según Rolland (2005) la aparición del sindicalismo permitirá a sus teóricos y dirigentes entablar una disputa no sólo política sino también teórica con el monopolio estatal del derecho.

Para Sorel, “un sistema jurídico no se compone sólo por las normas dictadas por las autoridades competentes, ni por los comentarios propuestos por los profesores de las universidades, ni por las deducciones empleadas por los jueces para aplicar la doctrina” (1981a: 396) sino que la evolución social responde a las dinámicas que tienen lugar en una amplísima zona de la vida en la que las prácticas sociales son jurídicas aunque no se encuentren codificadas. Sorel denomina a esa zona como la “aureola del derecho”, aureola dentro de la cual “la codificación es imposible” (Sorel, 1981a: 396). En esa zona, en esa periferia a-estatal pero jurídica, Sorel ubica toda una serie de prácticas sociales que son jurídicas desde que regulan las conductas de forma estable. Como señala Jennings, para Sorel estas prácticas tienen un fuerte contenido moral:

“lo jurídico no tiene un sentido puramente legalista, sino que, en realidad, el desarrollo de nociones jurídicas en el interior de la clase obrera implica la elaboración de un rígido código de conducta, el surgimiento de una disciplina moral propia, que no es simplemente una moral de naturaleza diferente a la de la civilización burguesa, sino que sirve para proteger al proletariado de las locuras de la acción instintiva” (Jennings, 1985: 76-77).

Sorel vio cómo este orden jurídico se manifestaba en la periferia de diferentes ámbitos críticos en la era de las masas: el rural, el comercial y el industrial. Antes de vincularse con los sindicatos industriales, con sus dirigentes y sus afiliados, Sorel se relacionó muy estrechamente con las cooperativas agrícolas, a las que consideró “la expresión más lograda de la cooperación” (Ingold, 2014: 16). Sorel, ingeniero egresado de la École polytechnique, fue enviado en 1879 a Perpignan como empleado de la Administración de Puentes y Caminos donde estuvo a cargo del Servicio Hidráulico de los Pirineos Orientales por alrededor de trece años. Allí Sorel presenció el modo en que las cooperativas agrícolas libres, formadas durante el Antiguo Régimen y por lo tanto supervivientes de la Ley Le Chapelier que disolvió los gremios en 1791, luchaban contra la administración central por el control de los canales de irrigación, control que era entendido por los actores en disputa como un derecho de propiedad adquirido que las cooperativas esgrimían frente a los nuevos usos y usuarios, particularmente, los actores asociados al crecimiento de la industria vitivinícola (Ingold, 2014). Además de en la economía rural, Sorel encontraba en el despliegue del derecho comercial otro ejemplo de orden jurídico a-estatal. Así, decía en su trabajo de 1908, Las ilusiones del progreso:

“Me parece que la formación espontánea del derecho se manifiesta sobre todo en el dominio comercial; lo observamos todavía hoy. Este derecho depende mucho más de las prácticas habituales resultantes de los acuerdos experimentados por particulares que de las leyes y de las teorías […] sería bastante difícil observar todo aquello asociado al comercio como algo desvinculado del período racional de la actividad humana” (Sorel, 1981b: 242).[4]

La filosofía jurídica detrás del concepto de “derecho espontáneo” que propone Sorel es la del prusiano Friedrich Karl von Savigny. En Las ilusiones del progreso leemos:

“Esta escuela [la escuela histórica fundada por Savigny] se fijó como misión refutar a las personas que, sin siquiera poner en duda la sabiduría infinita de los legisladores modernos, consideraban que el derecho debía ser en adelante la expresión de una voluntad esclarecida por la filosofía. Savigny y sus discípulos opusieron a esta doctrina de la creación racionalista del derecho, una doctrina de creación espontánea: la conciencia jurídica del pueblo reemplazó a la razón universal” (Sorel, 1981b: 240).

El “derecho espontáneo”, al ser autónomo respecto de la actividad estatal, puede sobrevivir a los cambios políticos más extremos como, por ejemplo, al tránsito del Antiguo Régimen a la Revolución, como vimos antes con el caso de las cooperativas agrarias; a su vez, también las abstracciones idealistas de la política (como contraposición al derecho espontáneo concreto) pueden sobrevivir al cambio de régimen, constatándose de este modo una preeminencia de la costumbre por sobre la voluntad política.[5] Es a raíz de estas persistencias que en esta misma obra Sorel recupera las intuiciones de Tocqueville acerca de las continuidades entre el Antiguo Régimen y los regímenes post-revolucionarios, como señala Gervasoni (1996: 154). Según este autor, “la cuestión del derecho constituye un aporte esencial del pensamiento de Tocqueville en Sorel. Para Tocqueville, las costumbres tienen siempre prioridad sobre las leyes, o, en otras palabras, el derecho consuetudinario está antes que el derecho positivo. Según él, la democracia está fundada sobre un conjunto de “hábitos” […] en Sorel, las leyes son más bien productos históricos de la actividad social desde que existe una interacción entre la ley y las costumbres” (Gervasoni, 1996: 142 y 144).

Este derecho basado en la costumbre, este orden jurídico a-estatal, Sorel lo verá también manifestado en la vida de los sindicatos industriales:

“las ideas sociales aparecen sólo cuando el trabajador se vuelve sobre sí mismo para juzgar las relaciones que se han desplegado dentro del taller; es así que la conciencia jurídica del pueblo se va colmando de nociones que se encuentran íntimamente ligadas a la constitución de las clases sociales y que con frecuencia persisten durante siglos, mucho tiempo después de que las condiciones originales hayan desaparecido” (Sorel, 1981a: 204).

Y en El porvenir socialista de los sindicatos: “La transformación debe hacerse a través de un mecanismo interno; es en el seno del proletariado, entre medio de recursos propios, que deberá crearse el nuevo derecho” (Sorel, 1901: 27).[6]

Esos recursos propios eran, concretamente, las instituciones puramente obreras que los sindicatos fueron creando en su seno en las inmediaciones del 1900: cajas jubilatorias, servicios de asistencia por accidentes o enfermedad, programas de capacitación técnica, asociaciones de consumidores, centros culturales, etc. El hito institucional que funcionará como modelo de orden jurídico a-estatal fueron las Bolsas de Trabajo y su unificación con la Confederation Generale du Travail (CGT), proceso en el que tuvo un protagonismo crucial el dirigente sindicalista revolucionario Fernand Pelloutier, cuyo liderazgo al frente de las Bolsas era fuente de inspiración para Sorel, al igual que Victor Griffuelhes, secretario general de la CGT los diez primeros años del siglo XX. Las Bolsas, con un despliegue de escala nacional y una organización regional, se encargaban de ubicar en nuevos empleos a los afiliados gremiales desocupados, tarea para la cual habían desarrollado un inmenso sistema estadístico, entre otras funciones que competían con las del Estado. Además, las Bolsas se encargaban de capacitar técnicamente a los afiliados, de realizar inspecciones de condiciones laborales (seguridad, higiene, etc.). Si los obreros eran capaces de gestionar semejante complejo institucional, sin dudas, pensaban y por ello luchaban, podrían gestionar la sociedad toda.

Pero este orden institucional obrero funcionaba, por supuesto, dentro de las fábricas, y estas, obviamente, eran privadas. Es aquí donde Sorel observa la contraposición entre orden jurídico y orden legal. Sorel entiende que en la base de las instituciones obreras se encuentra el jus in re aliena, el derecho en la cosa ajena (1981a: 209-210, 405): no había ninguna reglamentación que habilitara o prescribiera legalmente que hacia el interior de las fábricas privadas los obreros pudieran auto-regular su vida cotidiana desplegando instituciones que se apoyaban sobre los bienes de capital privados, y que, llegado el caso, se enfrentarían con el capital en la huelga. Es, de hecho, en la huelga donde se contraponen dos principios jurídicos diferentes: el jus ad rem, el derecho liberal, individual y personal del propietario de la fábrica sobre sus bienes, y el jus in re aliena, el derecho coactivo del sindicato, este nuevo cuerpo colectivo no comprendido (en ambos sentidos del término) por el liberalismo:

“A este derecho coactivo reivindicado por los huelguistas se le opone el derecho de concluir libremente los contratos laborales, mecanismo este mediante el cual los patrones continuarían recibiendo sus ganancias. Según los economistas burgueses, este último derecho sería uno de los fundamentos del orden social nacido de la Revolución, de modo tal que el accionar obrero no podría ser nunca legítimo en la medida en la que no estaría respetando el derecho patronal a la ganancia. Pero puede objetarse a esta tesis que este derecho es personal (jus ad rem) y que, por consiguiente, es superado por el derecho real (jus in re) que los trabajadores creen poseer sobre la fábrica en tiempos de huelga” (Sorel, 1981a: 408-409).

Cuando irrumpe el conflicto, los patrones, los Tribunales y el Poder Ejecutivo, terminan viéndose obligados a aceptar la realidad de este orden jurídico dejando de lado el derecho liberal (individual) escrito en los códigos, pues en el conflicto ya no participan individuos sino cuerpos colectivos, ya no se reivindican derechos individuales expresados en códigos, sino derechos adquiridos, prácticas sectoriales que por la violencia manifiestan su existencia jurídica previa, paralela.

La revolución (la huelga general revolucionaria concebida por Sorel y los sindicalistas revolucionarios) no expresaría más que el reemplazo del orden legal burgués –abstracto y personal– por el orden jurídico obrero –real y colectivo–. Como señala Rolland (2005: 72), para Sorel y los sindicalistas revolucionarios “la revolución no es una escena del Apocalipsis sino simplemente el reemplazo del derecho antiguo por el nuevo derecho”. Ahora bien: como hemos visto, este orden jurídico no es creado desde el Estado, no es construido por la autoridad; es cierto que “el Estado no necesita tener derecho para crear derecho”, pero la razón no es, como diría Schmitt, que la auctoritas facit legem. No se necesita del derecho porque el derecho ya existía antes, y existía antes porque no había sido el Estado quien lo había creado. Lo que este derecho tiene de nuevo lo debe a su calidad de vencedor, y no a la pretendida calidad demiúrgica del Estado. El mundo post-revolucionario no implica una transformación jurídica cualitativa respecto del orden en el que vivían previamente los obreros, sino que se trata de una transformación cuantitativa: las instituciones sindicales se extendido ahora a toda la sociedad.

Esta visión del derecho sirve para comprender dos posicionamientos históricos fundamentales de Sorel y del sindicalismo revolucionario: su rechazo a la democracia y su rechazo a las mediaciones políticas racionalizadoras de la acción (el Estado y los partidos revolucionarios de izquierda). La democracia, al ser el régimen correspondiente al “universalismo” del Estado de Derecho, “mezcla las clases” y, como cada clase tiene su propia moral, la democracia contamina la moral obrera, moral que debe mantenerse inmaculada si pretende ser la fuerza renovadora de una civilización decadente (Freund, 2014: 13). Pero, además, ‘el gobierno del conjunto de los ciudadanos’, como reza el apotegma democrático, no es más que una “ficción” que sólo existe en tanto que artimaña elaborada por la “ciencia de la democracia” (Freund, 2014: 9; Sorel, 1901: 45) … y el sentimiento suscitado en el moralista Sorel por un orden de convivencia al que se llega por medio de la ciencia no podría ser otro que la repulsión. Ahora bien, la mediación científica (no sólo de la ciencia social, sino de toda ciencia) cumple el mismo rol de obstáculo en la experiencia de la humanidad en el mundo, al igual que la mediación política (Estado y partidos) obstaculiza la experiencia social de la humanidad, y del mismo modo en que el lenguaje obstaculiza la experiencia sensible del vínculo entre humanos. Es aquí donde aparece la categoría soreliana de mito. Como veremos, la asimilación schmittiana entre mito y decisión es forzada, principalmente en razón del carácter omnisciente y representativo de la decisión, frente al carácter racional-acotado e inmediato del mito. Básicamente, se trata de una diferencia gnoseológico-política que distancia mucho más a ambos teóricos pues, desde mi perspectiva, hunde la mera diferencia entre derecho positivo y derecho consuetudinario en el nebuloso torrente de reflexiones que Bochenski (1969) categoriza como “filosofía de la vida”.

La dimensión gnoseológica: decisión para la intuición

Cuando Schmitt se siente cerca de Sorel, es porque ve que su filosofía busca la reinserción de la vida, de las fuerzas políticas que existen concretamente que habían sido expulsada del Estado por el normativismo. Así, en Teoría de la Constitución, la soberanía es definida como “la voluntad política cuya fuerza o autoridad es capaz de adoptar la concreta decisión de conjunto sobre modo y forma de la propia existencia política, determinando así la existencia de la unidad política como un todo” (Schmitt, 2006: 93-4). Si la irrupción de la soberanía en la excepción manifiesta la superioridad de la decisión personal sobre la norma, la persona que adopta esa decisión está integrada a un orden institucional, en otras palabras: quien decide es el líder político en el Estado. De modo tal que el nexo entre personalidad y estatalidad es, para Schmitt, la representación. Si bien hay una pura subjetividad en la creación del derecho ex nihilo, pesa más la forma, el Estado, pues como afirma Novaro (2000: 152) “es la representación y no la decisión el principio formante, contra lo que interpretan quienes consideran a Schmitt como un pensador decisionista […] La potencia política de la decisión está en relación, por ello, no con su fuerza subjetiva […] sino con su capacidad representativa. Lo que cuenta es que crea forma, en tanto su esencia es la ‘decisión para la representación’”.

Representar, para Schmitt (2006: 209), quiere decir actualizar un ser imperceptible mediante un ser de presencia pública; el ente actualizado debe ser capaz de existir públicamente. Detrás de las normas abstractas hay personas concretas –líderes y pueblos–; son esas personas las que representan la unidad política, la hacen existir, aunque esta existencia representativa sólo es posible mediante la forma estatal. Sin esa forma, la sola unión de pueblo y líder podría, en efecto, expresar la reaparición de la vida frente al Estado de Derecho, pero difícilmente podría esa unión actuar históricamente como unidad política. La unión sin forma estatal entre líder y pueblo es el liderazgo político tal como lo observa Weber, que es entendido por Breuer como una “anti–estructura carismática”: el liderazgo carismático “anula las ordenaciones y reglas de la vida cotidiana […] los individuos no se presentan como portadores de funciones y de segmentos de funciones, sino como personas completas, concretas” (Breuer, 1996: 174). Hay vida (personas concretas, comunitarización emotiva carismática) pero esta es infra-política (“anti-estructura”) pues la politicidad viene dada solamente por la forma estatal. La institución cuenta con “eficacia formadora”, es la estructura que materialmente realiza el “esfuerzo necesario para dar forma a la convivencia humana” (Galli, 2018: 213-214). La existencia y la acción en la historia requieren de un aparato institucional para efectivizarse. “Líder” y “pueblo” pueden circunstancialmente arrasar con la forma que los aprisionaba, pero a esa acción revolucionaria no le es inherente un orden que estabilice y proyecte política e históricamente su vínculo.

¿De qué se trata la “decisión” soreliana que Schmitt intenta hacer coincidir con su propio decisionismo? Cuando Sorel habla de decisión, lo hace pensando en la intuición como modo de acceso a la realidad planteada por Bergson. El intuicionismo bergsoniano servirá a Sorel para dotar de una densa filosofía a la metodología de la acción directa sindicalista. La intuición se contrapone al análisis, que funciona como una mediación representativa de la realidad. De modo que si la realidad se intuye sin mediación, la decisión estatal y representativa schmittiana como voluntad constructivista de la realidad política queda condenada al mundo de las mediaciones que Sorel pretende destruir. En Reflexiones sobre la violencia (2005) Sorel cita in extenso la tesis doctoral de Bergson:

“Habría finalmente dos yos diferentes, uno de los cuales sería como la proyección exterior del otro, su representación espacial y, por decirlo de algún modo, social. Accedemos al primer yo mediante una profunda reflexión que nos permite captar nuestros estados interiores como si fueran seres vivos en permanente formación, como estados que se rehúsan a ser mensurados, que se atraviesan unos a los otros y en los que la sucesión en la duración [durée] no tiene nada en común con una yuxtaposición en el espacio homogéneo. Pero los momentos en los que logramos auto-aprehendernos son raros, y eso es porque rara vez somos libres. La mayor parte del tiempo vivimos en la exterioridad de nosotros mismos, no percibimos de nuestro yo más que su fantasma descolorido, la sombra que la duración pura proyecta en el espacio homogéneo. Nuestra existencia se despliega entonces en el espacio y no en el tiempo; vivimos para el mundo exterior más que para nosotros; hablamos en lugar de pensar; “somos obrados” en lugar de obrarnos a nosotros mismos. Obrar libremente, recuperar nuestro auto-conocimiento, esto es: reposicionarnos en la duración pura” (1889: 175-176).[7]

Como podemos ver, es claro que cuando Sorel habla de decisión, se está refiriendo a una decisión para la intuición. Veamos entonces de qué se trata la intuición. En su Introducción a la metafísica (1960 [1903]) Bergson postula que la intuición y el análisis son modos contrapuestos de acceso a la realidad. El análisis (cuya expresión cabal es la ciencia) permanece en la superficie de la realidad, ya que procede mediante la construcción de símbolos y la adición de puntos de vista que, por definición, necesitan colocar al individuo por fuera de la realidad, pues sólo desde allí es posible reducir los objetos a elementos ya conocidos, comunes, y por lo tanto, no esenciales ni coincidentes íntegramente con el objeto. Se trata entonces de permanecer en aquellas dimensiones que no pertenecen como propiedad a la realidad; al buscar elementos comunes, el análisis define una cosa en función de lo que no es (Bergson, 1960: 10-12).

Es cierto que lo absolutamente único de la realidad, si se quiere permanecer en ella y no salirse mediante una traducción simbólica espuria, se vuelve inexpresable. Pero es justamente esa inexpresabilidad una propiedad no relativa (i.e. no asociada a puntos de vista exteriores) lo que define a la esencia de lo real: la intuición es “la simpatía por la cual uno se transporta al interior de un objeto para coincidir con aquello que tiene de único y en consecuencia de inexpresable” (Bergson, 1960: 11). Esta “simpatía” provista por la intuición queda anulada por la representación analítica, que parte de puntos de vista sucesivos, porque los multiplica hasta el infinito, conectando los símbolos representados del objeto con otros que por esta abstracción parecen ser similares (Bergson, 1960: 11). Por el contrario, “la intuición es un acto simple” mediante el cual logramos captar “la duración” (Bergson, 1960: 11). La duración es “una sucesión de estados [interiores], cada uno de los cuales anuncia lo que sigue y contiene lo que precede [...] En realidad, ninguno comienza ni termina, sino que todos se prolongan unos en otros” (Bergson, 1960: 13). La intuición capta esta continuidad sólo mediante imágenes, pero si se la representa conceptualmente se la inmoviliza, volviendo a caer en el yo espacial de la pseudo-realidad (Bergson, 1960: 17). Aquí podemos recuperar el epígrafe de este trabajo: “nos instalamos en lo inmóvil para acechar lo moviente que pasa, en lugar de reponernos en lo moviente para atravesar con él las posiciones inmóviles” (Bergson, 1960: 36). La primera posición es la de la ciencia, la segunda la de la intuición, o podríamos decir: la de la decisión para la intuición.

En efecto, cuando, en esos “momentos únicos”, el yo decide romper los marcos pétreos de la visión científica (de la representación) se hunde en el élan vital, pudiendo contemplar el nacimiento de los cuerpos, ya no rígidos y mensurables, sino indivisibles, durando, deviniendo. Aún más: las cosas no son, devienen; no hay cosas sino acciones (Bochenski, 1969: 132). En palabras de Sampay,

“lo vivo nunca es el mero resultado de algo que fue antes que él, sino que siempre es único en su género, y no susceptible de reiteración. Hay una tensión interna de lo vivo, un élan vital que determina la sucesión interminable de formas siempre nuevas, pero que brotan de una misma fuente primitiva de la vida, inexplorable, oscura. Este élan es la causa profunda de todas las variaciones y de la evolución de todas las especies surgidas de ese manantial común de la vida, que fluye perennemente, que se hace incomprensible para el hombre, en el sentido originario de la palabra. El intelecto, al concebir solamente lo petrificado, lo muerto, inmoviliza lo vivo” (Sampay, 1996: 237).

Es en este sentido que para Sorel la duración importa pues allí reside la libertad, mientras que la espacialidad es el reino del determinismo.

Es por esto que cuando Sorel contrapone la acción directa y espontánea del sindicalismo a los programas revolucionarios de los partidos de izquierda parece advertir que la acción libre (o la acción revolucionaria) no depende del conocimiento objetivo que tengamos del trayecto completo de esa acción, o, en otras palabras, de la relación entre todas las causas y todos los efectos de una acción. Si así fuera, el trayecto de la acción humana debería rebajarse hasta igualar los desplazamientos de los objetos naturales, como si se tratara de la órbita de un planeta o el vuelo de un águila, es decir: sería pretender hacer la revolución en el espacio cartesiano y no en la duración. Pero en realidad, dice Sorel, “cuando obramos, es porque hemos creado un mundo totalmente artificial situado por delante del presente, y formado por movimientos que dependen de nosotros. Nuestra libertad es, de este modo, perfectamente inteligible” (Sorel, 2005: 88).

Estos mundos son los mitos. Son artificiales, no por tratarse de una invención personal circunstancial y arbitraria –lo que equivaldría a fantasía, a ideología, a utopía– sino por ser productos inmediatos de la presencia creadora del humano en la tierra, de su naturaleza productiva. En palabras de Berlin (2005: 11), “es la propia actividad productiva la que engendra este esquema [de imágenes] y lo modifica al realizarse libremente, sin obedecer ninguna ley, concebida a manera de un manantial natural de energía creadora que sólo es posible aprehender por un sentimiento interior, y nunca mediante la observación científica o el análisis lógico”. Y como las imágenes míticas derivan de la actividad en la que está inmerso el individuo, el mito revolucionario es el de la huelga general; al igual que el derecho consuetudinario obrero, el mito es resultado de la práctica productiva, sus imágenes y códigos de conducta no son creaciones racionales de los intelectuales de izquierda. Ni el partido, ni el Estado, ni la ciencia, ni el lenguaje (todos los elementos que, por cierto, conforman el derecho positivo, pero también los programas revolucionarios y las utopías) pueden capturar la experiencia sino que más bien la aniquilan, pues al conceptualizar la revolución, encierran la acción libre en un programa, pretenden expresar lo inexpresable:

“Mientras el socialismo siga siendo una doctrina totalmente expuesta en palabras, resulta muy fácil desviarla hacia un justo medio; pero esa transformación es claramente imposible cuando se introduce el mito de la huelga general […] En modo alguno basta el lenguaje para lograr esos resultados de manera firme; hay que apelar a conjuntos de imágenes capaces de evocar, en conjunto y por mera intuición […] Los sindicalistas resuelven perfectamente este problema concentrando todo el socialismo en el drama de la huelga general; […] no queda, pues, resquicio alguno para la conciliación de los contrarios en el galimatías por mediación de los sabios oficiales […] Este método posee todas las ventajas que ofrece el conocimiento total respecto del análisis” (Sorel, 2005: 86 y 89).

La perspectiva soreliana de la acción sindical inmediata –es decir: no mediada por el lenguaje, ni por la ciencia, ni por los partidos, ni por el Estado–, basada en el mito de la huelga general, mito informado por las imágenes provenientes de la experiencia de las Bolsas de Trabajo y de la CGT, es la antítesis del marxismo-leninismo. El ¿Qué hacer? de Lenin (2010 [1902]) es la obra (y la táctica) más extrema de la exteriorización mediatizada de la revolución. Allí, Lenin afirma que el "elemento espontáneo" sindicalista no es sino la forma embrionaria de lo consciente (2010: 50); la conciencia socialista es “algo introducido desde fuera” por el partido y jamás podrá surgir espontáneamente en el seno de la clase obrera (Lenin, 2010: 51). Cuando quince años después Lenin escriba (y despliegue) El Estado y la revolución, la mediatización ya no será sólo partidaria sino también estatal.[8] Hacer la revolución desde fuera de la experiencia implica acumular puntos de vista infinitos que van creando una realidad paralela, tal como decía Bergson, que se plasman en programas o utopías estatales. Para Sorel,

“la utopía es, por el contrario, producto de una labor intelectual: es obra de teóricos que, tras observar y discutir los hechos tratan de establecer un modelo con el que se puedan comparar las sociedades existentes para sopesar el bien y el mal que encierran; es una composición hecha de instituciones imaginarias, pero que presenta analogías lo suficientemente grandes con ciertas instituciones reales como para que los juristas puedan elucubrar acerca de ellas; es una construcción desmontable de la cual determinados trozos han sido labrados de manera que pudieran encajar (con algunas correcciones de ajuste) en una próxima legislación” (Sorel, 2005: 90).

La coincidencia de la utopía con la descripción del procedimiento científico que Bergson expone en Introducción a la metafísica revisada antes es total. Como lo dice con claridad Goriely (1962: 200, cit. en Ciria, 1993: 20), “la utopía es ese objetivo final fuera de nosotros, proyectado en la trama histórica; el mito es el objetivo final dentro de nosotros, la idea motriz de nuestra acción personal”.

La dimensión teológico-política: corsi e ricorsi

En Teología política Schmitt recupera la analogía teísta entre excepción y milagro, agregando la de Estado de Derecho y deísmo, la proscripción del milagro. La decisión sería análoga entonces a la forma en la que Dios altera las leyes del mundo natural que Él mismo ha dispuesto, mundo natural que, como el orden normativo, revela su condición de “causa segunda” de la voluntad. Como señala Bertelloni (2002), la analogía schmittiana entre milagro y excepción encuentra una fuente en el De ecclesiastica potestate de Egidio Romano, redactado entre 1301 y 1302, con el propósito principal de defender la supremacía del papado frente al poder monárquico. Según Egidio, en la excepción, en

“situaciones de crisis, el Papa –cuyo poder total se extiende a todo– hace sin causas segundas –es decir sin el orden institucional que él ha instituido para que funcione en casos normales–, lo mismo que en casos normales hace con causas segundas, i. e. con el orden institucional […] Esta intervención divina, equivalente al milagro, es análoga a la crisis del orden institucional dentro de la Iglesia e implica –como sucede en el caso de que Dios intervenga más allá de la ley común– actuar más allá del normal curso de los acontecimientos” (Bertelloni, 2002: 38 y 39).

La diferencia entre la decisión para la representación schmittiana y la decisión para la intuición soreliana no es sólo la mediación, sino que en la analogía teológico-política entre decisión y milagro propuesta por Schmitt hay otra diferencia importante. Si dijimos que las imágenes que informan un mito provienen de la práctica inmediata, es también porque el humano sólo es capaz de conocer lo que él mismo produce. Esto no es sólo otra razón más para rechazar las elucubraciones de intelectuales y burócratas de izquierda, sino que además significa que no existe nada ni nadie capaz de conocerlo todo, no hay un sujeto político omnisciente. Pero si recogemos el guante de los conceptos secularizados propuesto por Schmitt, debemos decir que su decisionismo sí implica, en efecto, la omnisciencia del soberano, su conocimiento es análogo al del Dios antropomórfico cristiano pues con su decisión crea un nuevo orden político. Para Sorel, por el contrario, sólo conocemos lo que hacemos y por eso en la excepción revolucionaria se trasladan, como vimos antes, las prácticas obreras sin que esto traiga consigo ningún nuevo derecho.

Las diferencias alrededor de la “decisión” escalan entonces hacia el plano teológico-político. Sorel dedicó numerosas páginas y trabajos enteros a la obra del napolitano Giambattista Vico (1668-1744), de quien recuperará, entre otras cosas, una teoría cíclica de la historia, bastante alineada con la sociología de Pareto –amigo e inspiración de Sorel– y una teoría gnoseológica, que el propio Sorel se encargará de alinear con la de Bergson. En Vico, la intervención divina no es milagrosa, sino que se corresponde con el ritmo de los ciclos de nacimiento y caída de las civilizaciones. Es tal esta correspondencia, que Dios parece no existir, aunque actúe permanentemente mediante las causas segundas del orden civil. La comparación en este plano se da entre Schmitt-Donoso y Sorel-Vico, se trata de la decisión milagrosa frente al ricorso, esto es: la conducción y la construcción institucional dentro de un ciclo cultural ascendente ya previsto en la anaciclosis que Dios quiso que recorramos. La actividad fundacional en el momento del ricorso del ciclo no es la decisión sino la construcción de instituciones, la naturaleza artificial.

En Reflexiones Sorel nos dice que la crisis del capitalismo es en realidad una crisis cultural, porque la elite de los “capitanes de la industria” –que supo crear la civilización heroica de los grandes descubrimientos, de las grandes máquinas y de las grandes empresas (elite que todavía subsiste en los Estados Unidos, consciente de su potencia y de su responsabilidad civilizatoria)– ha sido reemplazada por (o ha degenerado en) una aristocracia de burgueses que eligieron la paz y el derroche, y “que pretende desvincular su pensamiento de las condiciones de su existencia” (Sorel, 2005: 133 y sigs.). La situación cultural instaurada por esa burguesía es lo que Vico (1995: 526) definía como “barbarie de la reflexión” y que Sorel identificará en el humanitarismo, el racionalismo y el cientificismo que, como dijimos antes, congelan la vida desplegándola en el espacio homogéneo y no en la duración; la forma política humanitaria, racional y científica, literalmente inventada por la ciencia, que la burguesía ha creado es la democracia. Por esta razón, Sorel atacará siempre a los partidos socialistas que intentarán introducir a las masas obreras al sistema parlamentario mediante las elecciones. Para Sorel, las masas que amenazan la ciudadela racional de la democracia –aquello que es definido como la crisis histórica del Estado de Derecho– no deben ingresar en ella sino que la deben arrasar, pues la moral productora es la única fuerza disponible con capacidad de iniciar un ricorso.

Explicando a Vico, Sorel interpreta los ricorsi:

“los ricorsi: estos sobrevienen cuando el alma popular vuelve a estados primitivos; cuando todo es instructivo, creador y poético en la humanidad. Vico encontraba en la Edad Media la ilustración más firme de su teoría; los comienzos del Cristianismo serían incomprensibles si no se supusiese, en los discípulos entusiastas, un estado análogo al de las civilizaciones arcaicas. El socialismo no puede aspirar a renovar el mundo si no se forma de la misma manera […] El socialismo sufrirá la evolución que le imponen las leyes de Vico: deberá elevarse por encima del instinto y hasta puede decirse que esto ha comenzado ya; el marxismo rejuvenecido y profundo que defienden en Francia Lagardelle y Berth, en Italia […] brilla Arturo Labriola, es ya el producto de tal evolución” (Sorel, 1958: 29).

Justamente “Édouard Berth, en el artículo necrológico dedicado a su maestro en Clarté, nos recuerda que lo que preocupaba a Sorel ‘era descubrir qué fuerza salvaría al mundo moderno de la misma ruina que hundió al mundo antiguo’” (Sternhell, 1994: 102) ¿Podríamos afirmar entonces que en Sorel el compromiso con la “causa” proletaria no se basaba en cuestiones de justicia, de igualdad, ni de desarrollo de fuerzas productivas, sino en una lucha puramente cultural? Creemos que sí, y la identificación de esas fuerzas en los monarquistas de L'Action française –que resultaría en la unión de sindicalistas revolucionarios como Sorel y el propio Berth con Maurras y sus seguidores en el Círculo Proudhon– o en Mussolini y el fascismo parecería demostrarlo, por más breves que hayan sido estos vínculos (el primero por decepción, el segundo, por la muerte de Sorel el mismo año que la Marcha sobre Roma). En cualquier caso, es la teología-política de Vico la que está detrás de esta visión cíclica de la cultura.

En Vico, la trayectoria de los órdenes políticos –dispuestos por la Providencia sólo para la conservación del género humano– son pruebas de la existencia de esa misma Providencia, puesto que aun cuando la libertad humana produce catástrofes, un orden político vuelve a surgir de entre las ruinas, mostrando que en ese ciclo hay un plan de Dios. Pero entonces, es en las meras costumbres humanas, en el modo en que la humanidad atraviesa esos ciclos, que se revela la existencia de Dios: “esta Ciencia debe ser una demostración, por decirlo así, de la historia de los órdenes que ella [la Providencia], sin ningún aviso o consejo humano, y a menudo contra los propósitos de los hombres, ha dado a esta gran ciudad del género humano, pues, aunque este mundo ha sido creado y es particular en el tiempo, los órdenes que ella le ha puesto son universales y eternos” (Vico, 1995: 165-166). El ciclo que recorren todos los pueblos se compone por una sucesión de núcleos culturales (un asentamiento-un propósito-un espíritu):

“El orden de las cosas humanas procedió así: primero fueron las selvas, después las chozas, luego los poblados, tras ellos las ciudades y, finalmente, las academias […] Los hombres primero sienten lo necesario, después buscan lo útil, en seguida advierten lo cómodo, más adelante se deleitan de placer, luego se entregan al lujo y, finalmente, enloquecen al dilapidar los bienes […] La naturaleza de los pueblos primero es ruda, después severa, luego benigna, más tarde delicada, finalmente disoluta” (Vico, 1995: 137-138).

Como veíamos en las Reflexiones, Sorel identifica la cultura democrático-burguesa y cientificista de su época con el último núcleo cultural de academia-lujo y dilapidación-disoluto[9]. La “barbarie de la reflexión”, a la que nos referimos antes, determina esta fase terminal del ciclo; un pueblo cuya forma mentis se ha ultra-racionalizado se asoma al abismo de su desaparición. Y si bien el tránsito de un pueblo desde una fase configurada alrededor de la fuerza y la religión hacia una basada en la igualdad y la filosofía implica un cambio “progresivo”, pues la violenta nobleza cede a las repúblicas populares “apasionadas por lo que es justo” (un tránsito del heroísmo a la ciudadanía), la fase siguiente no es de más progreso sino de decadencia (Vico, 1995: 523-525). El acercamiento a la virtud, ya no por los sentidos ni por la religión, sino por la filosofía, da nacimiento a la elocuencia en tanto que discurso apasionado por la “idea” de la virtud; pero al tratarse de “ideas” de virtud, se produce un desacople con cualquier tipo de virtud real, lo que rápidamente da origen al escepticismo en la filosofía, al libertinaje en la moral y a la guerra civil en la política (Vico, 1995: 523-525).[10]

Pero la Providencia no permite la disolución total de la humanidad en el abismo de la razón y por eso prevé en su ciclo los ricorsi, que no son

“una repetición cósmica, sino una estructura histórica con la connotación jurídica de la apelación. Ya que el corso histórico no ha podido alcanzar su objeto, debe, por así decirlo, apelar a un tribunal más elevado para que su caso vuelva a ser oído. El más alto tribunal de justicia es la historia providencial como un todo, que necesita de una edad de desintegración y de artificialidad extrema, el barbarismo de la reflexión, para retornar a un barbarismo creativo de los sentidos, y comenzar, así, de nuevo” (Löwith: 1973: 131).

Y para Sorel el ricorso es la huelga general, incluso “cada huelga apenas perceptible puede devenir en un ricorso parcial” (1905: 298). No sólo el “barbarismo de la reflexión” se corresponde en Sorel con la decadencia de la época burguesa, sino que el “barbarismo de los sentidos”, la primera fase del ciclo según Vico –aquella en que la metafísica no era razonada sino sentida (Vico, 1995: 181)– se corresponde con la decisión para la intuición revolucionaria.

En la teología-política de Vico, en la que Sorel inscribe su propia visión de la cultura, no hay una intervención milagrosa del soberano que anule las “causas segundas” que él mismo antes había dispuesto, como en la teología-política de Schmitt y Egidio, sino que, como dice Löwith, la Providencia

“actúa directa y exclusivamente por causas secundarias en la ‘economía de las leyes civiles’ […] la Providencia se ha convertido en tan natural, profana e histórica como si no existiera en absoluto […] Porque en la demostración de Vico de aquella, no queda nada de la operación trascendente y milagrosa que, de San Agustín a Bossuet, caracteriza a la Providencia. En Vico se reduce a un marco de referencia, contenido y sustancial, del cual no consisten más que en el orden permanente y universal del mismo acontecer histórico. El Dios de Vico es tan omnipotente que puede abstenerse de intervenciones especiales. Se produce por completo en el curso natural de la Historia por sus medios naturales” (Löwith, 1973: 140).

Si desde un punto de vista teológico-político encontramos de un lado a Sorel y a Vico, y del otro a Schmitt, a este segundo bando podemos sumar, como dijimos, a Donoso Cortés, de cuyo Discurso sobre la Dictadura de 1849 Schmitt recupera la analogía teológico-política entre excepción y milagro; Donoso, como Sorel, también estuvo notablemente influenciado por Vico. Según Sánchez Abelenda (1969: 130-131) la Ciencia Nueva del napolitano habría contribuido a la “desracionalización” definitiva de Donoso, particularmente con su teoría de los ciclos y de “la unidad en origen, naturaleza y fin del género humano”, que habrían conducido a Donoso por la senda irreversible del “antiprogresismo”. Pero, como señala Pascucci, cuando

“evoluciona hacia la teología de la historia, Donoso se distancia del pensador napolitano, quien se mantiene en el ámbito de la filosofía de la historia, y admite la intervención providencial, aunque centrando su atención en la actuación de la Providencia por vías naturales. En la medida en que Donoso desemboca en un planteamiento que se centra, sobre todo, en la actuación sobrenatural de la Divinidad, se produce ese distanciamiento que acaba, incluso, en discrepancia” (Pascucci, 1994: 232).

Discrepancia luego de la cual Donoso optará por San Agustín como fuente de su propia teología de la historia. Y, discrepancia también, que echa más luz sobre la comparación, que ahora podemos tildar de exagerada, entre Donoso Cortes y Sorel con la que Schmitt viene insistiendo en La dictadura (2014), Teología política (2001a) y La teoría política del mito (2001b) como vimos antes. Huelga y dictadura, ricorso y milagro, sindicato y Estado, intuición y representación son los conceptos radicalmente opuestos con los que cada uno comprende la decisión.

Desde una perspectiva soreliana, el decisionismo podría ser visto como la culminación del ciclo subjetivista abierto por el iluminismo, y no como su negación conservadora.[11] El decisionismo rompe –en nombre del derecho estatal o del derecho subjetivo del Estado, como diría Duguit–[12] la barrera gnoseológica que –aunque exista una correspondencia entre Providencia y ciclo civilizacional– mantiene separados, para Sorel y Vico, los mundos de la acción divina y de la acción humana (la naturaleza natural y la naturaleza artificial, respectivamente).[13] La conexión entre Dios y el mundo no está rota porque “Dios ha muerto”, sino porque, aunque esté vivo, no podemos conocer (ni imitar, por consiguiente) su obra, de modo tal que el decisionismo no es más que pura megalomanía, un vicio ciclópeo que sólo sirve para “forjar metafísicas personales, determinadas por las tendencias de las pasiones de sus autores” (Sampay, 1996: 234). Si “al hombre le es negada la posibilidad de poseer la ciencia de aquello que no ha creado” (Sorel, 1921: 336) entonces nadie puede contar con aquel conocimiento omnisciente desde el cual sería posible representar existencialmente a una unidad política, o diseñar sociedades futuras una vez comprendida la totalidad de los procesos biológicos, económicos y morales que nos hacen convivir.

Frente a la epistemología demiúrgica –esa misma tijera que ha cortado al marxismo, al positivismo, y también, como venimos afirmando, al decisionismo– Sorel propone un método gnoseológico denominado diremption: “examinar ciertas partes sin tener en cuenta todos los vínculos que las ligan al conjunto: a determinar, en cierto modo, el género de su actividad, impulsándolas a su independencia. Cuando ha llegado así al conocimiento más perfecto, ya no puede la filosofía social tratar de reconstruir la unidad rota” (Sorel, 2005: 332). Se trata, en definitiva, de un humilde renunciamiento al poder fáustico de crear totalidades políticas y totalidades científicas; una vez que el kósmion se ha hecho pedazos y que su puente con la trascendencia se ha derrumbado, inmanentizar una de sus ruinas (la autoridad en este caso, la raza, la clase o la razón, en otros) es imposible sin caer en el totalitarismo. El uso aquí de este lenguaje voegeliniano no es fortuito; de hecho, según Novaro (2000: 96-97), la crítica que hace Voegelin a la política de la inmanencia puede hacerse extensiva a Schmitt, por las mismas razones que nosotros le hemos extendido y aplicado la crítica soreliana: Schmitt postula una “ruptura con el fundamento trascendente y la apertura a un plano trascendental en tanto función del orden”; pero en un mundo que ha “secularizado todos sus posibles fundamentos valorativos”, que no cuenta con la tradición como criterio “para formular un juicio histórico”, nos encontramos pues “dentro de un presente continuo […] [que] se justifica a sí mismo, en su propia efectividad y racionalidad”.

En Schmitt, aun compensando la decisión subjetiva con la forma política estatal, el criterio de justificación de la decisión no es otro que el del yo iluminista; o bien se trate del subjetivismo, o bien del estatismo, en ambos casos se trata de una decisión capaz de reducirlo todo a “causas segundas”. Pero en Sorel (y Vico), como vimos, el sujeto participa en los ciclos, no como alfa y omega de la existencia, sino ejerciendo su libertad moral y desplegando sus construcciones políticas. Para Sorel la decisión no reconduce al Estado, a la forma representativa, no es mediación, sino todo lo contrario, pues la decisión es la intuición de la duración, es el mito: la libertad que ganamos al abandonar todas las mediaciones lingüísticas, científicas y políticas.

Reflexiones finales: el rojo y el negro (¿o el negro y el rojo?)

En este trabajo hemos visto que Schmitt es explícito en sus críticas a Sorel; sucintamente, lo considera un pluralista, un materialista y un productivista, y es conocido el peso que en la obra de Schmitt adquieren estas categorías. Pero a su vez, dice coincidir y hasta inspirarse en Sorel para delinear elementos clave de su propia filosofía: el mito como impulso para la decisión que interrumpe el funcionamiento de las instituciones liberales. Pero al haber desagregado los elementos que conforman el decisionismo en una dimensión jurídica, una gnoseológica y una teológico-política, hemos visto que en realidad la decisión en Sorel se refiere a algo completamente diferente a lo que Schmitt entiende, más allá de una coincidencia superficial y circunstancial alrededor del modo en que las instituciones liberales disipan las fuerzas políticas concretas que sostienen un orden. Para Sorel, el derecho es consuetudinario y no un producto del Estado, mientras que la decisión es intuición, y no su perfecto contrario: la representación.

Pero, además, las dimensiones jurídicas, gnoseológica y teológico-política nos han brindado nuevas herramientas para volver a sopesar qué tienen de conservador y qué de revolucionario cada uno de estos pensadores, cuestión interesante dado que ambos suelen integrar el “elenco estable” de la Konservative Revolution, del “fascismo rojo”, del “nacional-bolchevismo”, etc. Aquí hemos podido ver a un Schmitt “constructivista” y en este sentido más cercano a la revolución –si la entendemos como la creación de un nuevo derecho y un nuevo orden político a partir de la subjetividad estatal–, frente a un Sorel mucho más conservador, para quien el derecho es consuetudinario y la revolución es el ascenso de una elite moral, cualquiera sea su extracción social.

Finalmente, podemos hacer un comentario adicional. Este Schmitt “constructivista” –descripto por Cristi (1991) siguiendo a Hayek– descubrió, tras el ascenso del nazismo al poder, que el decisionismo (la subjetividad) no alcanzaba para legitimar un orden político, razón por la cual Schmitt abandonó su etapa decisionista (1920-1933) e ingresó en una etapa marcada por la reflexión en torno al “orden concreto”, opuesto tanto al normativismo como al decisionismo. Los órdenes concretos –lo que Hegel llamaba “corporaciones”, cuya presencia en el pensamiento político alemán fue muy importante hasta la llegada del Corpus Juris romano en el siglo XV y que sobrevivió hasta el siglo XIX– son aquellos estamentos cuyas conductas regulan de forma continuada la vida de los individuos que participan de ellos (Schwab, 1989: 121). Para este Schmitt, ahora las leyes sólo tienen sentido “si enuncian y restablecen un orden de cosas que está ya ahí, y adopta la figura de un kósmos. El orden institucional concreto –por ejemplo: la familia– nunca es reductible a las prescripciones que explicitan, e incluso regularizan su funcionamiento” (Kervégan, 2007: 44) ¿Por qué nos detenemos ahora en este giro schmittiano? Pues porque, evidentemente, la filosofía de Sorel sobre el derecho espontáneo y la intuición hubiera sido mucho más interesante y útil para pensar los órdenes concretos, pero como Schmitt ya había forzado a Sorel para transformarlo en un decisionista, entonces ya no pudo volver a recurrir a él cuando realmente sus filosofías coincidían sustancial y no superficialmente, coincidencias que vale la pena analizar en futuras investigaciones.

Agradecimientos

El autor agradece los comentarios de los evaluadores anónimos de Prohistoria.

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Notas

1- Según Meisel (1975: 292) “Sorel se situaba en las cercanías de un vasto movimiento que no necesitaba esperar sus indicaciones para actuar. Los militantes sindicales no prestaron oídos a su autodesignado mentor cuando este pretendió intelectualizar sus propósitos; además tenían sus propios teóricos, quienes comprendían mejor que Sorel las necesidades proletarias”. Sin embargo, como afirma Marucco (1984: 94), “si en Francia el sindicalismo revolucionario no es inventado por Sorel sino por dirigentes sindicales […] es no obstante cierto que sin el esqueleto teórico del cual él supo dotarlo habría quedado probablemente como un episodio de la historia sindical de un determinado país y no hubiese asumido nunca el papel de una verdadera doctrina política, susceptible de ser transmitida, discutida, aplicada”. En otro trabajo Meisel (1950a: 52) afirma que la tarea revolucionaria de Sorel consistió en “intentar hacer con Marx lo que Marx hizo con Hegel”. Desde mi punto de vista, así como Marx fue el puente entre Hegel y Lenin, en realidad Sorel pretendió ser el puente entre Henri Bergson y Fernand Pelloutier o Victor Griffuelhes, como veremos más adelante.
2- Mérito que, en realidad y como demuestra Dotti (2011), correspondería atribuirle primero a Eduard Bernstein, luego a Anton Pannekoek, a Werner Sombart después y finalmente a Robert Michels, entre otros pensadores que en Alemania se refirieron a Sorel antes que Schmitt.
3- Cuya formulación ya clásica es “todos los conceptos significativos de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados” (Schmitt, 1922 [2001: 43]).
4- También Werner Goldschmidt, jurista alemán radicado en la Argentina, encontraba en las conductas comerciales una manifestación del derecho espontáneo, al que además le otorgaba el atributo político de expresar, frente al liberalismo, la verdadera democracia –“la formación de Derecho espontáneo, a raíz de la jurisprudencia, es una manifestación de la democracia directa, última verdad ineludible de toda sociedad” (Goldschmidt, 1987: 239)–. En efecto, son los “mercados negros” el ejemplo que elige Goldschmidt para ilustrar cómo, a veces, “el legislador se pone en contradicción irrealizable con leyes político-sociales”: “El legislador puede racionar los alimentos en tiempos de paz; pero no podría impedir que se establezca un mercado negro en el cual toda la población “estraperlea”. El legislador puede establecer un determinado régimen y prohibir su derrocamiento revolucionario; no podrá impedir que en alguna oportunidad el pueblo se levante y hunda al régimen opresor. Si se entiende por democracia el régimen en que funcionan como repartidores [i.e. como autoridades] la mayoría de los miembros de la comunidad, y por democracia directa el régimen en que dichos miembros actúan sin intermediarios […], se puede afirmar que el imperio de la democracia directa es la última verdad en un grupo humano”. Y más adelante amplía su idea con un ejemplo de cómica vigencia: “Las realidades económicas constituyen una sólida barrera para los repartidores [i.e. las autoridades]. Conocido es el fenómeno del mercado negro (o del mercado paralelo) que vive a espaldas de la ley, desafiando victoriosamente todas las prohibiciones. Pese a lo ilícito del mercado negro ocurre que los diarios publiquen, en pie de igualdad, las cotizaciones de las divisas en el mercado oficial y en el llamado mercado paralelo. En Alemania, después de la segunda guerra mundial, se vio a veces el mismo gobierno a adquirir en el mercado negro material para poder llevar a cabo obras públicas” (Goldschmidt, 1987: 74-75). Un continuador del trabajo de Goldschmidt, Ciuro Caldani, sintetiza así la idea política del derecho espontáneo: “la ley puede ser expresión de la democracia representativa y la costumbre es manifestación de la democracia directa que, en principio, lleva ventaja. La ley puede resultar de la división de poderes exigida por el liberalismo, pero supone privar a la sociedad de su capacidad legislativa” (Ciuro Caldani, 1979: 795, citado en Galati, 2015: 416).
5- Rolland (2005: 72) destaca la paradoja que entraña este aspecto filosófico de Sorel: recuperar la costumbre tal como hacen los conservadores Hume, Burke, Savigny o Hayek, pero para ponerla al servicio de la revolución social y no para impedirla. Es cierto que esta arista conservadora en la dimensión jurídica no ha sido tan tenida en cuenta por los trabajos que han visto en Sorel a un “revolucionario conservador”, como por ejemplo el detallado trabajo de Sternhell (1994).
6- Léon Duguit, a quien, como vimos, Schmitt ubica en la misma constelación anti-estatal que Sorel, comparte también la idea del “derecho espontáneo”; en este caso, refiere a una conciencia colectiva en constante devenir, no verbalizada o escrita, que funciona como “regla” superior al Estado y al individuo, desde que se trata de la regla que distribuye funciones (y por lo tanto, obligaciones) sociales: “el derecho está en perpetuo devenir, porque existe, como la escuela alemana ha demostrado definitivamente, una formación continua y espontánea del derecho en todos los campos. Es imposible […] no reconocer que en todo momento puede haber principios de derecho superiores al Estado que no son formulados ni en las declaraciones de derechos, ni en las leyes constitucionales y, aunque no escritos, obliguen al Estado también con el mismo rigor que tendrían si hubieran sido solemnemente proclamados. […] la conciencia colectiva lo[s] percibe intensamente como imponiéndose al Estado” (Duguit, 1923: vol. 3, 556).
7- El “yo desplegado en el espacio homogéneo” de la cita es el individuo concebido por la ciencia cartesiana –Descartes será uno de los blancos principales de Sorel en Las ilusiones del progreso (1981b [1908])–. Como explica Bochenski (1969: 122-132), ese individuo se desplaza entre lo que parecieran ser cuerpos rígidos extensos cuyas partes se hayan yuxtapuestas. Pero en realidad, es la ciencia la que congela el movimiento de la vida para poder analizarlo, creando esa ilusión de cuerpos recortados, mensurables, ilusión que deja de lado la fuerza para observar sólo los efectos de esa fuerza. No obstante, la vida no es expansión espacial (i.e. cuerpos yuxtapuestos ad infinitum) sino duración.
8- Cabe aplicarle a la teoría de El Estado y la revolución la burla que Sorel dirigió a Engels en Reflexiones sobre la violencia (2005: 174) pues esta obra de Lenin continúa explícitamente la teoría engelsiana: utilizar al Estado para que el Estado desaparezca es un disparate similar al de Gribouille, que se tiraba al río para impedir que lo mojase la lluvia. En Materialismo y empiriocriticismo (1977 [1908]: 282) Lenin llamará a Sorel un “confusionista” que “no puede pensar más que contrasentidos”, advirtiendo, como decíamos, la polaridad absoluta entre el sindicalismo revolucionario soreliano y su visión partidista de la revolución. Sin embargo, Sorel, luego de la Revolución de Octubre, entusiasmado en la creencia de que los soviets eran grandes sindicatos, olvidará los insultos del ruso y le dedicará el mencionadísimo texto “En defensa de Lenin”, que hará las veces de apéndice en la cuarta edición de las Reflexiones… de 1920 (Paris: Manuel Rivière, p. 354 en la edición que utilizo aquí).
9- Sorel dedica un trabajo entero, Proceso a Sócrates (1889), a la crítica de la Atenas de la Academia en tanto que espejo histórico de la decadencia atravesada por la cultura cientificista de la burguesía de su época, en cuyos filósofos (idealistas y sofistas) y políticos (tiranos y populacheros) encontraba figuras análogas a las de los científicos positivistas y dirigentes partidarios de la Tercera República.
10- Esta mentalidad ultra-racional dedicada a la discusión, manipulación y combinación infinita de ideas y de experiencias durante la fase terminal de una cultura se asemeja a lo que Pareto (1935: 519 y sigs.) define como residuo del “instinto para las combinaciones”, esto es: la combinación arbitraria de palabras y de acontecimientos que da origen a todo tipo de ideologías, de explicaciones científicas y de sistemas metafísicos. Pareto considera que este residuo es tanto la base de la ciencia –por lo cual afirma que se trata de unos de los factores más importantes para la civilización– como así también del escepticismo y de la ideologización. Si este residuo predomina por sobre otros (como el de la “persistencia de los grupos”) la elite gobernante perderá la fe en su propia fuerza, iniciándose así un ciclo de decadencia. El desorden (o la imposibilidad de generar un orden) una vez que la virtud se vacía de contenidos concretos cediendo a la abstracción de la razón es el tema de otro contundente crítico, igual que Sorel, del proyecto iluminista: MacIntyre (2001).
11- En apoyo de esta interpretación encontramos que Sampay (1942: 100), en una clara alusión a Schmitt, traza la línea que comienza con el “yo pensante” iluminista y llega al “poder constituyente –el decisionismo político que invocan los fautores del totalitarismo–, desnudo de valores morales”.
12- Duguit niega la existencia del “derecho subjetivo” y afirma la existencia del “derecho objetivo”. Este no está en el individuo ni tampoco en el Estado sino en la sociedad. Ya sea el Estado-persona del Herrscher decisionista, ya sea el Pueblo-persona de la voluntad popular jacobina, se trata, en ambos casos, de una fantasía subjetivista (de una personificación atávica, si parafraseamos a Hayek) que necesita colocar una personalidad demiúrgica por arriba o por debajo de la vida social. Así dirá Duguit que “la construcción jurídica individualista, subjetivista y metafísica, que por la Revolución nos llega de Roma y de la escolástica medieval, ha cumplido su tiempo […] hay que desterrar de la jurisprudencia los conceptos metafísicos de sustancia, sujeto de derecho, derecho subjetivo, fuente de controversias interminables, agotadoras y estériles […] sólo es y permanece indiscutible la existencia de una regla que tiene su fundamento en la sociedad misma e impone a los miembros de un mismo grupo ciertas obligaciones positivas y negativas” (Duguit, 1921: vol. 1: VI). La soberanía, o “la noción del Estado potencia pública, que puede imponer soberanamente su voluntad porque ella es de una naturaleza superior a la de los individuos, es imaginaria, que ella no descansa en nada real, y que esta pretendida soberanía del Estado no se puede explicar ni por el derecho divino, que implica una creencia en lo sobrenatural, ni por la voluntad del pueblo, hipótesis gratuita, indemostrada e indemostrable” (Duguit, 1921: vol. 1: VII-VIII). Schmitt no ha querido discutir con Duguit; no encontramos muchas más referencias que la siguiente: “Él ha tratado, a partir de 1901, de refutar el concepto de soberanía y la idea de la personalidad del Estado con algunos argumentos dirigidos contra una metafísica no crítica del Estado y contra las personificaciones del Estado que, en última instancia, no son sino residuos del mundo del absolutismo principesco, pero con una sustancial carencia en cuanto al sentido verdaderamente político de la idea de soberanía” (Schmitt, 2001c: 189).
13- La distinción entre naturaleza natural y naturaleza artificial que Sorel retoma de Vico, y cuya impronta signa casi todos sus trabajos, es principalmente elaborada en Estudio sobre Vico (1896 [2020]) y De la utilidad del pragmatismo (1921).
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