Sección Especial 2

El artículo 483 del Código Penal de 1874: una vía chilena a la defensa de la propiedad

Article 483 of the Penal Code of 1874: a Chilean path to property defense

Loris De Nardi
Centro de Estudios Históricos, Escuela de Derecho, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Bernardo O’Higgins, Chile

El artículo 483 del Código Penal de 1874: una vía chilena a la defensa de la propiedad

Prohistoria. Historia, políticas de la historia, núm. 40, 1-28, 2023

Prohistoria Ediciones

Recepción: 07 Julio 2023

Aprobación: 02 Septiembre 2023

Publicación: 30 Diciembre 2023

Resumen: A partir de un análisis histórico del evolución del riesgo de incendio en territorio chileno, y su gestión por parte de las autoridades chilenas, el presente artículo quiere explicar las razones que llevaron a los miembros de la Comisión Codificadora encargada de redactar el Código Penal chileno de 1874 a sancionar con el artículo 483 la presunción de culpabilidad del comerciante en el caso que su establecimiento o casa resultase destruido por un incendio: una disposición que no tenía ningún precedente ni en la antigua legislación recopilada, ni en los demás códigos decimonónicos.

Palabras clave: Incendios, Código Penal Chileno de 1874, Presunción de culpabilidad, Propiedad, Teoría psicológica de la pena.

Abstract: Based on a historical analysis of the evolution of fire risk in Chilean territory, and its management by the Chilean authorities, this article aims to explain the reasons that led the members of the Codifying Commission responsible for drafting the Chilean Penal Code of 1874 to sanction Article 483, which presumed the guilt of the merchant if his establishment or house was destroyed by fire. This provision had no precedent either in the previous compiled legislation.

Keywords: Arson, Chilean Penal Code of 1874, Presumption of guilt, Property, Psychological Theory of Punishment.

Introducción[1]

Los Estados liberales decimonónicos se edificaron sobre dos pilares: el constitucionalismo y la codificación. La promulgación de los códigos permitió implementar los derechos y las libertades sancionadas por las constituciones escritas (Caroni, 2013: 85). De modo que, si bien desde un punto de vista teórico la codificación nunca anheló el cambio radical del Derecho, desde un punto de vista práctico su implementación posibilitó el acomodamiento de los antiguos ordenamientos con los nuevos tiempos -los ideales liberales- y los dictados constitucionales; y, cuando fue necesario, legitimó la creación de nuevos institutos funcionales a la implementación del ordenamiento constitucional burgués (Rodríguez Ennes, 2006: 715-716). Dicho en otros términos: la codificación decimonónica, por un lado, pretendió dirigirse “a todos de la misma manera, conceder a todos la misma libertad, obligar a todos a una misma disciplina, e imponer a todos las mismas reglas de juego”; por el otro, nunca tuvo como objetivo redactar códigos que defendieran los intereses de todos, pues como explica Pio Caroni con respecto a la codificación civil, lo mismo se puede decir en relación a la comercial o a la penal, puesto que al fin y al cabo el código decimonónico terminó por ser “el código soñado y deseado por algunos”: “el código para una parte” (Caroni, 2013: 85).

Es precisamente a ello que “nos referimos cuando decimos que los códigos decimonónicos fueron códigos burgueses”: lo que hace imprescindible que su estudio, comprensión e interpretación no pueda prescindir de considerar los deseos, las ambiciones, los programas de la parte que los escribió, y que debían servir, como también el contexto político, social, económico e institucional en que dicha parte debió operar (Caroni, 2013: 85).

Solo teniendo en consideración todas estas variables podremos reconstruir y entender lo que motivó a los redactores de los códigos a incluir ex novo ciertos institutos, reformar a otros y dejar intactos los demás (Caroni, 2013: 85). Aún más si consideramos que “el derecho no puede comprenderse sin la Historia y la Historia no puede comprenderse sin el Derecho” (Tau Anzoátegui, 2003), pues el ordenamiento jurídico que disciplina a una sociedad, y que esta ha creado, no es un fruto casual o resultado imprevisto sino “el deseado producto jurídico de un anhelo social” (Caroni, 2012: XIII). Lo que lo convierte, según una feliz expresión de Tomás y Valiente, en “una realidad histórica, algo que existe y varía con el tiempo” (Tomás y Valiente, 1983: 23), y por ello, citando a Helmut Coing, “la consideración histórico-jurídica de una norma nos aclara, en primer lugar, cuál era el problema de orden que se había planteado antes, qué cuestión de orden social se pretendía resolver con dicha norma”, y muestra “también los puntos de vista ético o las consideraciones sobre su conveniencia, sobre las que se basó la solución adoptada” (Coing, 1982: 155).

Constituye una muestra de ello el análisis histórico que realizaremos para reconstruir las razones que llevaron a los miembros de la Comisión Codificadora encargada de redactar el Código Penal chileno de 1874 a incluir en el ordenamiento la presunción legal de culpabilidad del comerciante en el caso que su establecimiento o casa resultase destruido por un incendio.[2] Esto significará dar cuenta de la evolución del riesgo de incendio en el Chile colonial y republicano, con el fin de demostrar que el artículo 483 del Código Penal de 1874 permitió introducir un componente disuasorio en la legislación, para desalentar las prácticas fraudulentas contra los seguros de incendio.

Marco histórico de la evolución del riesgo de incendio en el Chile colonial y republicano (siglos XVI-XIX)

Una premisa necesaria: el “Coeficiente R”

Podemos definir un incendio general como un fuego de gran magnitud, fuera de control, que llega a afectar una amplía área de un conglomerado urbano, o tan solo un específico complejo edilicio. Este tipo de incendio puede ser provocado tanto de manera accidental como intencional (doloso). Claramente, más numerosos serán los primeros, más vulnerable al fuego resultará ser una determinada sociedad, pues la propagación a gran escala de un incendio accidental demuestra un contexto altamente vulnerable a las llamas.[3] Debido a ello consideraremos la proporción de los incendios accidentales en comparación con los incendios dolosos para calcular un Coeficiente de Riesgo de Incendio (en adelante “Coeficiente R”).[4] Un coeficiente que permite estimar el nivel de exposición de una determinada sociedad al riesgo de incendio, según la siguiente escala: 0: Nulo; 1-10: Bajo; 11-30: Medio bajo; 31-50: Medio; 51-70: Medio Alto; 71-99: Alto; 100: Altísimo.

Es importante tener en cuenta que el “Coeficiente R” es meramente indicativo, ya que no considera todas las variables relevantes para estimar el riesgo de incendio que se tienen en cuenta en la actualidad (infraestructuras, planes urbanísticos, sistemas de alarmas y extinción, educación y concientización ciudadana, etc.). Sin embargo, estamos convencidos que, a pesar de esta limitación, dicho coeficiente derivado de un análisis cualitativo y cuantitativo de los incendios generales ocurridos en un determinado territorio, a lo largo de un periodo específico, con características tecnológicas propias, puede proporcionar una estimación significativa del riesgo de incendio en un determinado territorio.

La evolución del riesgo de incendio (siglos XVI-XIX)

En la capitanía general de Chile durante la época colonial los incendios generales fueron principalmente de naturaleza intencional, pues en su gran mayoría fueron el resultado de las operaciones bélicas llevadas a cabo por los indígenas, o de los asaltos perpetrados por los piratas holandeses o ingleses. Pudimos contar a lo largo de toda la época colonial 17 incendios generales y establecer que 12 de ellos fueron dolosos (Urrutia de Hazbun y Lanza Lazcano, 1993). La muestra así constituida arroja un “Coeficiente R” igual a 29: un valor que nos indica un riesgo de incendio bajo. De modo que el análisis de la tipología de los incendios generales ocurridos durante la época colonial en territorio chileno demuestra que el riesgo de incendio estaba bajo control; claramente considerando las limitaciones técnicas de la época.

Lo mismo, incluso, se comprueba por el estudio del riesgo de incendio en la jurisdicción del cabildo de Santiago de Chile durante la colonia: Santiago de Chile demostró una notable resistencia a los incendios generales, tanto que –con excepción del incendio causado por el ataque indígena en 1541– la ciudad en toda su historia no volvió a experimentar algo similar. Esto fue posible porque las autoridades de Santiago implementaron políticas públicas específicas para reducir el riesgo de incendio, lo que contribuyó a la resiliencia de la ciudad ante el fuego (De Nardi y Cordero, 2023). Claramente, al igual que todas las ciudades de aquel tiempo, Santiago tuvo que enfrentar incendios, pero estos continuaron siendo relativamente infrecuentes y de menor envergadura, lo que facilitó su control y evitó que se convirtieran en emergencia pública. Es verdad que durante el siglo XVIII se registró un incremento del riesgo de incendio, pero, con excepción del incendio que durante la noche del 22 de diciembre de 1760 destruyó la Catedral, muy probablemente ocasionado por “una lámpara que se consumió o se volcó, prendiendo lo que estaba a su alrededor” (Urrutia de Hazbun y Lanza Lazcano, 1993: 67), los demás tuvieron lugar en la Real Casa de la Moneda[5] y la Real Fábrica de la Pólvora;[6] espacios productivos naturalmente expuestos a este tipo de riesgos. Además, el hecho que ninguno de estos accidentes se salió de control, convirtiéndose en un incendio de grandes dimensiones, o, aún peor, en un incendio general, indirectamente demuestra la resiliencia del conglomerado urbano a las llamas, y comprueba el “Coeficiente R” 29. En cambio, durante el periodo republicano (hasta el 1874)[7] se produjeron un total de treinta incendios de gran magnitud, de los cuales solo tres fueron provocados intencionalmente (Urrutia de Hazbun y Lanza Lazcano, 1993). Esto nos arroja un “Coeficiente R” de 90, lo que indica que la sociedad chilena a lo largo de este arco temporal experimentó un notable aumento en el riesgo de incendios. Además, el estudio de los datos proporciona otra información fundamental: si bien todo el territorio nacional fue interesado por este fenómeno, en realidad fueron las dos principales ciudades del país (Santiago y Valparaíso) la más afectadas, ya que los incendios accidentales ocurridos en ellas representan aproximadamente el 59% del total de incendios accidentales que constituyen la muestra.

Causas del incremento del riesgo de incendio en Santiago (siglos XVIII y XIX)

Durante los siglos XVIII y XIX, la ciudad de Santiago experimentó un crecimiento demográfico impresionante: mientras que en 1744 la población de todo el corregimiento no alcanzaba las 40.000 personas (Instituto Nacional de Estadísticas, 2009: 54), en 1810 solo los habitantes de la ciudad de Santiago eran 36.000 (Carióla Sutter y Sunkel, 1991: 12 y 144), y esta cifra aumentó a 130.000 en 1854, a 169.000 en 1865,[8] y a 195.000 en 1875.[9] Al mismo modo, a caballo del siglo XVIII y XIX, la población de Valparaíso se duplicó en un lapso de aproximadamente 40 años, pues si montaba a 2.200 habitantes en 1778, ya habían crecido a 5.400 en 1813, para llegar a los 12.000 en 1822 (Urbina Carrasco, 2001: 229). Dicha tendencia no hizo otra cosa que confirmarse y acelerar a lo largo de la centuria: el entero departamento llegó a contar 52.000 residentes en 1854, 74.000 en 1865, y 101.000 en 1875 (Estrada Turra, 2012: 42).

¿Qué determinó este paulatino aumento de la población? En 1830 Chile dejó atrás el período de crisis posrevolucionaria e inició una etapa de crecimiento, caracterizada por el orden político y una expansión económica, que perduró hasta el 1875, año que “corresponde al fin de la primera expansión, estimulada alternativamente por la minería y la agricultura, y a la antevíspera de la segunda y más importante, impulsada por la explotación salitrera” (Romero, 1984: 58). Esta primera etapa, que acompañó el rápido crecimiento demográfico y determinó un incremento masivo de la urbanización, fue posibilitada por dos conjuntos de factores principales. El primero fue conformado por la eficiente reorganización y consolidación de las instituciones estatales, tanto en la administración civil como en las fuerzas armadas y la policía; en el desarrollo de los sistemas de transporte y comunicación, como los ferrocarriles, caminos, navegación y telégrafos; en la expansión considerable de la producción nacional en sectores como la minería y la agricultura (Carióla Sutter y Sunkel, 1991: 13). El segundo fue constituido por la incorporación del país al sistema internacional del comercio, que, guiado por los grupos empresariales nacionales, fue determinante para la expansión de los sectores mineros, agrícolas y comerciales (14).

El primero de los factores que se acaban de mencionar fue determinante para asentar el carácter burocrático/residencial de Santiago y su consecuente crecimiento demográfico, pues creó las condiciones propicias para que la población rural pudiera encontrar en la capital un lugar atractivo y apto para mejorar sus condiciones de vida y de trabajo. De hecho, es necesario considerar que las metrópolis decimonónicas, y Santiago no fue una excepción, se convirtieron a los ojos de los contemporáneos en lugares que no solo garantizaban oportunidades profesionales, sino también la separación entre la vida laboral y la familiar, gracias a las numerosas actividades comerciales y espacios recreativos que albergaban (Fernández Domingo, 2014: 2). Claramente, el aumento de la población tuvo como principal resultado un crecimiento descontrolado de “la planta urbana, que desbordó los antiguos límites y se extendió por las tierras circunvecinas” (Romero, 1984: 58). A lo largo del siglo la vieja capital colonial llegó a desdoblarse, dando vida a dos ciudades paralelas. La primera de estas dos ciudades se encontraba al suroeste de la ciudad, y estaba constituida por un elegante barrio residencial, calles pavimentadas, parques y teatros (Romero, 1984: 59-60). La segunda, más popular, se encontraba “enclavada en la ciudad señorial, a pocas cuadras de la Plaza de Armas. En estos suburbios, que “crecieron desordenadamente, olvidados por los reformistas administradores”, sus moradores vivían amontonados en cuadras “sin pavimentos, casi sin transportes”, en acampamentos o ranchitos improvisados o “en los sórdidos cuartos redondos o en las pequeñas habitaciones de los moderno conventillos” (59).

En la capital el aumento del riesgo de incendio se debió, por lo tanto, al aumento de la población. Esto hizo que los espacios de reunión muy pronto se volvieran inadecuados. Son un claro testimonio de ello los dos incendios que sufrió la iglesia de la Compañía, y especialmente el segundo, que el 8 diciembre de 1863 costó la vida a más de dos mil personas. La iglesia era de madera, como la mayoría de los ornamentos, los cuales habían sido también pintado con barnices y lacas extremadamente inflamable. Así, debido a su estructura en madera empreñada de pinturas inflamables, a penas el fuego se salió de control, en un santiamén logró envolver la entera estructura. Además, sus dimensiones eran reducidas, pues si bien había sido reconstruida hace veinte años, después del primer incendio, aún conservaba la estructura original, remontante al siglo XVIII, lo que la volvía demasiado pequeña para albergar a los fieles de una ciudad cuatro o cinco veces más poblada. Así la mayoría de ellos ni siquiera pudo huir (Palacio Roa, 2014). Un discurso parecido vale para otro lugar de agregación: los teatros. Aún en pleno siglo XIX estaban construidos principalmente en madera, lo que los volvía vulnerables al riesgo de incendio; aún más, si consideramos que en ello era habitual utilizar el fuego para la iluminación, la calefacción o los efectos especiales. No debe resultar extraño, entonces, que dos de los incendios que se registraron en Santiago durante el arco de tiempo considerado afectaron precisamente esta tipología de edificio: el 6 de diciembre de 1838 el fuego destruyó por completo el Teatro de la República (De Nardi y Ciaramitaro, en prensa) y el 8 de diciembre de 1870 fue el turno del Teatro Municipal de Santiago (Urrutia de Hazbun y Lanza Lazcano, 1993: 113-114). El incremento de la población, además, multiplicó las tiendas, los talleres, los servicios de hostelería, es decir todas aquellas actividades que, por almacenar materiales peligrosos, o emplearlo para la realización de su oficio, forzadamente terminaban por elevar el riesgo de incendio. El incendio ocurrido el 12 de abril de 1848 del Portal Sierra Bella, un emporio situado en plaza de Armas, lo demuestra claramente (De Nardi y Ciaramitaro, en prensa). En fin, es importante mencionar un aspecto que podría parecer trivial, pero que en realidad no lo fue: el aumento de la población incrementó significativamente la posibilidad de incidentes relacionados con el manejo irresponsable del fuego. Era evidente que, si los contemporáneos necesitaban el fuego para satisfacer sus necesidades básicas, el aumento de la población se tradujo en un mayor riesgo de incendios, en particular en los barrios populares debido a la presencia de campamentos improvisados, de conventillos, construidos casi enteramente de madera, y plagados por la alta densidad poblacional, las condiciones habitacionales prohibitivas, y los espacios pequeños y promiscuos.

Causas del incremento del riesgo de incendio en Valparaíso (siglos XVIII y XIX)

El crecimiento demográfico de Valparaíso se debió al segundo factor que se mencionó anteriormente, es decir, a la inserción del sistema país en los circuitos comerciales internacionales (Arango López, en prensa). Debido a ello la ciudad se convirtió en un puerto emergente en el sur del continente americano, lo que generó un flujo constante de migrantes, comerciantes y trabajadores (Bankoff, Lübken, y Sand, 2012: 63 y 64). Esto, claramente, conllevó la necesidad de dotar a la ciudad de grandes almacenes, que fueron situados en el plan, cerca del muelle, y de nuevos edificios comerciales y residenciales, que, debido a la falta de espacio, se construyeron sobre los cerros. El proceso de expansión urbanística de la ciudad, por lo tanto, estuvo dirigido principalmente a subsanar las faltas infraestructurales y aprovechar lo más posible el poco espacio disponible. Ello, entre otras cosas, determinó el recurso preponderante de la madera como material de construcción y la creación de una arquitectura propia, que, entre otras cosas, contribuyó al aumento de la vulnerabilidad ante los incendios de los grupos sociales de menores recursos (Arango López, 2022: 2-3).

No debe extrañar, entonces, que si a principios del siglo XIX, “los incendios no eran un problema en un caserío poco poblado y atravesado por múltiples quebradas”, su convulsa y rápida transformación en ciudad, el uso preponderante de la madera para fines edilicios, la ausencia de delimitación de la construcción en madera, unidas a la intensidad de los vientos, la baja humedad en la temporada estival, y la escasez de agua, convirtió a Valparaíso en una ciudad inflamable (Arango López, 2021: 97). Característica que resultó ulteriormente acentuada por el acopio en su corazón de grandes cantidades de materia combustible, que solían resguardarse en almacenes construidos en madera, y ubicado en un entramado urbano vulnerable a las llamas (Arango López, 2021: 97). Así, solo para proporcionar algunos ejemplos, se explica que el 27 de enero de 1828, un incendio “redujo a cenizas los ranchos de casi dos cuadras, en el barrio de El Almendral. La mayoría de éstos eran de paja, habitados por carniceros que perdieron la carne y la existencia de velas y jabones” (Urrutia de Hazbun y Lanza Lazcano, 1993: 85). El primer grande incendio general de Valparaíso, que ocurrió el 15 de marzo de 1843, se originó en un almacén de efectos navales, y las llamas se propagaron rápidamente debido a la estopa y alcanzaron combustibles como aguarrás, ron y alquitrán. En total, quince casas, un cuerpo de bodegas y varios establecimientos comerciales e industriales, fueron consumidos por el fuego (Urrutia de Hazbun y Lanza Lazcano, 1993: 92). En diciembre de 1850, Valparaíso sufrió nuevamente la devastación de un incendio. Todo se desencadenó en una cigarrería ubicada en la zona de Cruz de los Reyes, cerca del mar, y rápidamente se propagó a los edificios adyacentes (95). El 13 de noviembre de 1858, un incendio empezado en la chimenea del Club de la Unión consumió cuatro cuadras de la ciudad (100).

Respuestas políticas e institucionales al aumento del riesgo de incendio

Los grandes incendios decimonónicos produjeron temor y aprensión en la sociedad chilena, que muy pronto empezó a presionar a las instituciones para que tomaran las medidas correspondientes. Lo que no tardó a pasar, pues el riesgo de incendio no era únicamente un problema de orden público, sino que tenía implicaciones indirectas mucho más altas, de carácter político. El fuego fuera de control constituía una amenaza directa a la propiedad: uno de los derechos subjetivos más importantes en el universo de valores burgueses, tan importante que no solo había sido elevado a derecho constitucional, sino que su goce resultaba generador de otros fundamentales derechos políticos. Entre ellos, el derecho al sufragio, que conllevaba la inclusión en el electorado activo y pasivo; pues la participación a la esfera política en las repúblicas burguesas decimonónicas encontraba su ratio en el sufragio censuario. Chile no constituyó una excepción. Por ejemplo, la Constitución chilena de 1833 “asegura[ba] a todos los habitantes de la República la inviolabilidad de todas las propiedades, sin distinción de las que pertenezcan a particulares o comunidades, i sin que nadie pueda ser privado de la de su dominio, ni de una parte de ella por pequeña que sea, o del derecho que a ella tuviere, sino en virtud de sentencia judicial; salvo el caso en que la utilidad del Estado, calificada por una lei, exija el uso o enajenación de alguna”;[10] reconocía como ciudadanos activos, es decir, con derecho al voto, solamente los chilenos mayores de veinticinco años (si solteros), y veintiuno (si casados), que sabían leer y escribir, y fueran propietarios de “una propiedad inmoble, o un capital invertido en alguna especie de giro o industria”, o pudieran demostrar “el ejercicio de una industria o arte, el goce de algún empleo, renta o usufructo, cuyos emolumentos o productos guarden proporción con la propiedad inmoble, o capital de que se habla en el número anterior”;[11] y establecía que solo los chilenos que podían demostrar una renta mínima de 500 pesos hubieran podido ser elegidos deputados,[12] y que para los senadores esta debía ser por lo menos de 2000 pesos.[13] Por otro lado, no debe olvidarse que la sociedad burguesa decimonónica, había plasmado su visión del mondo a partir de la doctrina liberal, y había terminado con identificar la “felicidad con la propiedad”, por considerar la primera no tanto como un estado de ánimo sino como la situación del individuo que tiene los medios de satisfacer sus necesidades (Alcaide González, 1999).

Ahora bien, ¿qué hace un incendio? Produce pérdidas económicas y financiarías, provoca quiebras de industrias y destruye empleos. En otras palabras: crea miseria. Algo que para las altas esfera de la sociedad burguesa decimonónica podía significar redimensionamiento social, y, en casos extremos, exclusión de la vida política; y para las más baja, delincuencia e ideas de subversión social. Es decir, el incendio se configuraba un peligro polifacético para aquel orden burgués que el Estado había sido encargado de proteger y perpetrar. Todo ello contribuye a entender porqué la lucha contra los incendios se convirtió a lo largo del siglo XIX en una prioridad en la agenda gubernamental. A los ojos de la burguesía, la reducción del riesgo de incendio resultaba imprescindible para que el Estado pudiera cumplir con su principal propósito: proteger en lo jurídico como en lo material la propiedad, y por ende su goce, mantener el orden público y garantizar a la nueva clase hegemónica su estatus privilegiado. Se explica así el celo que pusieron las instituciones decimonónicas por conseguir la reducción del riesgo de incendio, y la alta efectividad que las políticas impulsadas para cumplir con este objetivo lograron alcanzar; claramente, todo ello sin negar en absoluto los altos y bajos, los vaivenes, los retrasos y errores que caracterizaron el proceso.

Durante la colonia, la reducción del riesgo de incendio pasó principalmente por los siguientes tres planes de intervención. Primero. La disminución de la vulnerabilidad del conglomerado urbano a las llamas. Las autoridades municipales solían promulgar ordenanzas urbanísticas para prohibir el acceso a materiales de construcción particularmente inflamables, como la madera, la paja, etc.; incentivar el empleo de otros más resilientes, entre ellos tejas, ladrillos, adobes, etc.; velar que las calles estuvieran derechas y anchas, para que fuera más simple llegar al edificio en llamas, y el fuego no pudiera comunicarse a otras cuadras; abastecer con abundante agua la ciudad, construyendo fuentes y canales, para que resultara más fácil apagar de inmediato eventuales incendios (Gómez Rojo, 2011 y 2003; Laviana Cuetos, 1983). Segundo. La estigmatización social de los incendiarios. El incendio doloso era castigado con la pena de muerte, la confiscación de los bienes, y la excomulgación.[14] Todo ello tenía como principal objetivo desincentivar el recurso del fuego como arma, debido al peligro en potencia que representaban los incendios, pues fácilmente podía salirse de control y convertirse en una amenaza para la sobrevivencia de toda la comunidad (De Nardi, 2022: 41). Al respecto, empero, es necesario mencionar que en la práctica fueron muy pocos los incendiaron castigados a la horca, pues había una efectiva dificultad probatoria en ausencia de una confesión o de testigos oculares fiables, y los jueces a menudo sobreseían porque no querrían arriesgarse a enviar al patíbulo a un inocente (Ortego Gil, 2018); por otro lado, hay que recordar que ya las Siete Partidas imponían que la pena debiese aplicarse sobre pruebas ciertas, indubitadas, y que nunca la condena se pudiera basarse en presunciones o sospechas (Serra Ruíz, 1963: 234). Lo que lleva al tercero. La concientización de la población con respecto al manejo prudente del fuego. La gran mayoría de los incendios eran accidentales, y la casi totalidad de ellos eran el resultado de un manejo imprudente o negligente del fuego. Según el derecho hispánico medieval y moderno, los incendios involuntarios obligaban únicamente a la indemnización de los daños,[15] según “una cláusula general de responsabilidad sobre la base de una ley de Partidas (VII, XV, I) tocante al tradicional delito de daño de la lex Aquilia” (Barrientos Grandon, 2009: 16), que permitió sancionar el principio “que todo daño causado en la cosa debe enmendarse al dueño de ella, o a sus herederos, por el que lo causó”.[16] Esto porque “para la obligación de resarcir el daño importa poco que éste haya provenido de dolo o intención directa de dañar, de culpa lata, leve o levísima”, debido al hecho que, si bien “el verdadero delito es el acto cometido por dolo, las leyes, guiadas por la razón, creen que es debido se resarza a otro cualquier daño, que se le haya seguido por su negligencia o descuido capaz de ser evitado”.[17] De modo que, en resumidas cuentas: “todo el que ejecutaba un hecho en que intervenía algún género de culpa o negligencia, aunque no constituyera delito o falta, estaba obligado a la reparación del perjuicio ocasionado a tercero” (García Goyena, 1852: 252, citado por Barrientos Grandon, 2009: 16). Así, lo único que podían hacer las autoridades para intentar reducir en frecuencia y número los incendios involuntarios, que en fin y al cabo eran peligrosos como los dolosos, era promulgar ordenanzas y/o reglamentos para sancionar con penas pecuniarias todo tipo de comportamiento peligroso o imprudente, que la experiencia, o simplemente el sentido común y la costumbre (Ortego Gil, 2022: 192), había demostrado poder ocasionar un incendio, como por ejemplo entrar en un pajar con antorcha, almacenar grandes cantidades de pólvora, quemar rastrojos sin pedir autorización o en un día ventoso, lanzar fuegos artificiales, etc.[18] Es decir, no pudiendo castigar en el fuero criminal la imprudencia, o la simple culpa, porque según la doctrina no constituían delito, se intentó disciplinar a la población para que su conducta no desembocara en actos que pudieran dar lugar a un accidente (Febrero, 1830). Lo que explica, además, la supervivencia en el ordenamiento hispánico de la presunción legal de origen romanista de que el incendio de un lugar habitado acontecía casi siempre por culpa de sus habitantes:[19] presunción que obligaba los arrendatarios e inquilinos “al resarcimiento del daño producido, a no ser que probasen que provino de caso fortuito, o de fuerza mayor, de vicio de construcción, o de haberse comunicado el fuego de un edificio vecino” (Arrazola, 1850: 706); y que tenía la clara finalidad de respaldar la causa pública, que, como observaba Joaquín Escriche, tenía todo el interés a que los inquilinos vigilaran el fuego y lo manejaran diligentemente (Escriche, 1838: 392). Muy poca atención, en cambio, fue reservada por las autoridades coloniales a las operaciones de extinción. Algo comprensible si se tiene en cuenta que hasta las primeras décadas del siglo XIX estas estaban encomendadas a la población, o, en algunas ciudades, a determinadas corporaciones, como la de los albañiles y de los carpinteros, que se consideraban capacitadas y preparadas para contener el fuego (Goudsblom, 1995: 189).

Durante esta centuria la lucha contra los incendios adquirió mayor importancia en la agenda gubernamental, lo que determinó varias innovaciones. De hecho, si por un lado las instituciones continuaron promulgando bandos y reglamentos para aumentar la resiliencia de las ciudades a las llamas, y reglamentar las actividades o comportamientos constructores de riesgo, por el otro introdujeron o respaldaron algunos importantes cambios, entre ellos, la constitución de cuerpos de bomberos y la difusión de los seguros.

En varias ciudades europeas y americanas empezaron a fundarse cuerpos de bomberos, es decir, profesionales debidamente preparados para la extinción de incendios; lo que claramente determinó la liberación de la población de la obligación de intervenir en caso de incendio, pues ahora eran estos cuerpos los encargados de responder de manera organizada y eficiente a los siniestros, utilizando técnicas y equipos especializados (Goudsblom, 1995). Inicialmente, se trató de asociaciones formadas por ciudadanos preocupados por la protección contra incendios, en particular propietarios que buscaban proteger sus bienes, y que para este fin se organizaron para poder extinguir los incendios de manera coordinada. Con el paso del tiempo, la utilidad de estas asociaciones fue reconocida y valorada por el Estado, lo que posibilitó su evolución hacia cuerpos de bomberos más profesionales y estructurados, organizados según reglamentos aprobados por las autoridades ciudadanas. Es decir, adquirieron un carácter oficial, empezaron a recibir apoyo financiero y logístico por parte de las instituciones públicas en la mayoría de los casos, sin embargo, no fue una regla general, aunque terminaron por integrarse en la estructura gubernamental.

En Santiago de Chile, el incendio del Teatro de la República, ocurrido el 5 de diciembre de 1838, y la consecuente y entendible aprensión de la sociedad, convenció a la municipalidad a instituir por decreto la primera compañía de incendios: estaba conformada por un comandante, un sargento, ocho cabos y sesenta y dos hombres. En caso de incendio, estaban obligados a acudir al depósito de las bombas, y una vez que hubiera al menos diez hombres presentes, podrían dirigirse al lugar del incidente. Si el comandante determinaba que no había suficientes bomberos disponibles, podía permitir que la población participara en las operaciones de extinción.[20] No obstante, la compañía resultó ser totalmente insuficiente para hacer frente al riesgo de incendios debido a la falta de recursos, equipamiento inadecuado y entrenamiento limitado, tanto que su establecimiento no generó un cambio significativo en las operaciones de extinción de incendios. Las operaciones de extinción del primer incendio de la iglesia de la Compañía, del 31 de mayo de 1841, y del incendio del Portal Sierra Bella, del 12 de abril de 1848, lo demostraron ampliamente; tanto que la municipalidad decidió proceder a su reforma, y el 20 de marzo de 1848 fue fundado el “Cuerpo Cívico de Zapadores Bomberos”. Este estaba compuesto por dos compañías y seis brigadas, y algunos de sus miembros tenían habilidades específicas en carpintería, albañilería y herrería.[21] El segundo incendio de la iglesia de la Compañía, en 1863, y sus dos mil víctimas, pusieron en evidencia que el cuerpo no estaba debidamente financiando y equipado por la municipalidad (De Nardi y Ciaramitaro, en prensa). De hecho, una vez llegado al lugar del incidente no pudieron hacer mucho, porque sus mangueras estaban tan en mal estado que se revelaron inútiles. Esto convenció a algunos miembros destacados de la sociedad civil de orientación liberal a hacerse cargo de la situación: gracias a una campaña de recaudación, el 20 de diciembre de 1863, fue fundado por José Luís Claro Cruz, burgués y liberal, el “Cuerpo de bomberos voluntarios de Santiago”. Entre sus miembros efectivos figuraban políticos, periodistas, comerciantes e industriales, como Manuel Antonio Matta, Guillermo Matta, Domingo Arteaga Alemparte, Justo Arteaga Alemparte, Aníbal Pinto y Benjamín Vicuña Mackenna (Valdés Vergara, 1900: 133-134).

En Valparaíso, en cambio, ya en 1838, para intentar hacer frente al vertiginoso aumento del riesgo de incendios, “las autoridades compraron dos bombas a manivela para la extinción de incendios” (Arango López, en prensa). Además, en octubre del mismo año, el gobernador de Valparaíso redactó nuevos reglamentos antincendios, y pidió al gobierno central la autorización para cobrar un nuevo impuesto sobre la propiedad, para instituir un sistema eficiente de gestión de los incendios, argumentando que sin resolver la confusión y el desorden, la reciente adquisición de las dos bombas habría resultado del todo inútil (Martland, 2012: 65). El principal contribuyente de dicho impuesto habría tenido que ser el propio gobierno central, por ser el propietario de la aduana, del cuartel general de la Armada y otros edificios. No obstante, la solicitud del gobernador nunca fue aprobada y la propuesta no se concretizó (Arango López, 2021: 98; Martland, 2012: 65). De todos modos, como ha sido observado por Diego Arango López, la propuesta del gobernador demuestra que ya se estaba definiendo “una noción de riesgo de incendio motivada principalmente por la protección privada de propiedades muebles e inmuebles, enfocada en la mitigación de daños materiales y sustentada por la repartición de costos entre los principales intereses económicos de la ciudad” (Arango López, en prensa). Se entiende, por lo tanto, que cuando ocurrió el gran incendio del 15 de marzo de 1843, que destruyó varias casas y los almacenes de la aduana, las llamas pudieron ser domadas únicamente gracias a la pronta intervención de soldados, marineros y grupos improvisados de ciudadanos, que tuvieron que operar en manera del todo improvisada y sin ninguna organización (Martland, 2012: 65). En respuesta al incendio, la municipalidad autorizó a la Comisión de Beneficencia a designar a un grupo de vecinos para promover la formación de una asociación contra incendios (Urrutia de Hazbun y Lanza Lazcano, 1993: 92), mientras que las autoridades de la milicia nacional ordenaron al intendente que fundara una brigada de bomberos de la milicia compuesta por 105 oficiales y hombres de clase trabajadora, quienes cumplirían con su servicio obligatorio en la milicia y obtendrían el codiciado fuero militar. Aunque pequeña, la unidad contaba con un capitán de la marina (y posteriormente coroneles del ejército) como comandante, y en la segunda mitad de los años Cuarenta sus componentes ya eran 250 (Martland, 2012: 66). Cabe mencionar que la municipalidad contribuía a su funcionamiento únicamente con 200 pesos anuales, cuando gastaba 3.900 pesos para el alumbrado público, lo que determinó su mal funcionamiento, si bien heroico, y un equipamiento del todo inadecuado. Por otro lado, todos los intentos promovidos por las instituciones ciudadanas de crear una compañía mutua de seguro contra incendios, que permitiera financiar una brigada antincendios conformada por 300 o 400 bomberos, resultaron infructuosos debido a que los grandes propietarios se negaron a contribuir a la causa en proporción a sus posesiones (Martland, 2012: 66). De modo que, para el primer cuerpo de bomberos de Valparaíso fue necesario esperar el 1851: en la noche del 15 de diciembre de 1850 un gran incendio, comenzado en la cigarrería de Carmen Olivos, se había propagado rápidamente y había logrado destruir 37 viviendas y establecimientos comerciales en las calles Prat y Lord Cochrane. Este siniestro dejó manifiesta la vulnerabilidad de la ciudad porteña hacia las llamas, así como la falta de un protocolo apropiado a seguir (Martland, 2012: 67-68). El director y dueño de El Mercurio de Valparaíso, Recaredo Santos Tornero, llamó a las autoridades y ciudadanos a protagonizar la constitución de un cuerpo de bomberos, pues la lucha contra el fuego ya se había convertido en una prioridad para las élites locales y extranjeras de Valparaíso (Gazmuri, 2018). Este llamado encontró eco en un grupo de destacados vecinos que decidieron formar la Asociación Contra Incendios: el 19 de diciembre de 1850 se creó una comisión organizadora encargada de proponer medidas para combatir los incendios. La comisión, conformada por destacados vecinos como Juan Brown, José Cerveró, Nicolás Gatica, Guillermo Müller, José Tomás Ramos y Martín Stevenson, tuvo como primera función solicitar los fondos necesarios a las autoridades y adoptar medidas preventivas como la limpieza de chimeneas y un mayor control policial. Sucesivamente, se encargó de organizar el nuevo cuerpo de bomberos voluntarios, y de encontrar la manera de financiar la creación, y la adquisición del equipamiento de las primeras compañías (Fredes, 2004: 10).

Durante la primera mitad del siglo XIX, empezaron a cobrar importancia los seguros contra incendios. Para protegerse económicamente ante posibles pérdidas, los comerciantes decidieron recurrir a una herramienta pensada para trasferir a un tercero (una compañía de seguros) el riesgo de incendio que incumbía sobre sus propiedades. De hecho, si aún en 1834 las aseguradoras consideraban superfluo asegurar los productos almacenados en Valparaíso contra los incendios, pocos años después cambiaron de opinión (Llorca Jaña, 2011: 27). Hasta mediados de siglo el mercado de seguro chileno estuvo monopolizado por las compañías extranjeras, especialmente británicas, que aprovecharon del aumento del riesgo de incendio para incluir a Chile en la expansión global que por entonces estaban llevando a cabo (Arango López, en prensa). Fue solo en 1851 que el empresario minero Agustín Edwards Ossandón constituyó en Valparaíso “La Compañía Chilena de Seguros”, que no solo fue la primera compañía de seguro nacional, sino que fue la primera latinoamericana en incursionar en el mercado del seguro contra incendios (Llorca Jaña, 2011: 25-26). En 1854, la promulgación de la primera ley sobre sociedades anónimas alentó a otros emprendedores a seguir el camino trazado por Agustín Edwards Ossandón; tanto, que a principios de los años 1870 ya había cinco compañías chilenas de seguros y al finalizar los años Ochenta ya se habían duplicado (25-26); y muchas de ellas, se dedicaban claramente a los seguros contra incendios (26). El sector encontró su reglamentación con el Código de Comercio de 1865. Para el discurso que se está llevando a cabo, es interesante analizar brevemente la disciplina del seguro formulada por dicho Código. El artículo 512 definió al seguro como

“un contrato bilateral, condicional i aleatorio por el cual una persona natural o jurídica toma sobre sí por un determinado tiempo todos o alguno de los riesgos de pérdida o deterioro que corren ciertos objetos pertenecientes a otra persona, obligándose, mediante una retribución convenida, a indemnizarle la pérdida o cualquier otro daño estimable que sufran los objetos asegurados”.[22]

El artículo 513 identificó al asegurador como quien “toma de su cuenta el riesgo”, al asegurado como él que quedaba libre de dicho riesgo, e incluyó en el riesgo “la eventualidad de todo caso fortuito que puede causar la pérdida o deterioro de los objetos asegurados”.[23] El artículo 579 detalló “los requisitos para la suscripción de una póliza de seguro contra incendios”, y estableció que “las compañías debían contar con el capital suficiente para asumir todos los riesgos asegurados; es decir, por cada evaluación hecha en terreno por un agente debía haber un capital equivalente disponible en las arcas de la compañía”;[24] lo que, a su vez, obligó a asegurar simultáneamente algunos objetos o propiedades y, a su vez, fijar “un conjunto de reglas claras para la evaluación, la cooperación empresarial, la repartición de responsabilidades, para evitar el fraude por aseguramiento múltiple” (Arango López, en prensa). El artículo 582 obligó al asegurador a hacerse cargo de “todas las pérdidas i deterioros causados por la acción directa del incendio”, aunque hubiera procedido “de culpa leve o levísima del asegurado, o de hecho ajeno del cual éste sería en otro caso civilmente responsable”; como también de “las pérdidas i deterioros consecuencia inmediata del incendio, como los causados por el calor, el humo o el vapor, los medios empleados para extinguir o contener el fuego, la remoción de muebles i las demoliciones ejecutadas en virtud de orden de autoridad competente”.[25] En cambio, en base al artículo 583, la responsabilidad del asegurador habría cesado si “el edificio asegurado hubiese sido destinado después del contrato a un uso que agrave los riesgos de incendio, de tal suerte que haya lugar a presumir que el asegurador no lo hubiese asegurado, o lo hubiese asegurado bajo distintas condiciones”,[26] como también, según el artículo 584, en el caso que “el incendio hubiera procedido de haberse infrinjido por el asegurado las leyes o los reglamentos”.[27] Es importante mencionar, empero, que el artículo 539 establecía que los siniestros debían presumirse ocurridos por caso fortuito, y que, por lo tanto, correspondía al asegurador “acreditar que habían sido causado por un accidente que no le constituye responsable de sus consecuencias, según la convención o la lei”.[28] La regulación de los seguros presentada por el Código de Comercio resulta particularmente favorable al asegurado, pues el asegurador tiene que cumplir siempre con sus obligaciones, a menos que demuestre, con pruebas concretas, que el incidente, el incendio en nuestro caso, se hubiera producido a causa de la imprudencia, malas prácticas o dolo del asegurado. Algo muy difícil de comprobar, en una época que aún no podían contar con los peritajes químicos. De esta manera, empero, se intentó fortalecer y garantizar la difusión, siempre más capilar, de los seguros en la sociedad chilena de la época. Algo prioritario debido al hecho que la experiencia había demostrado que la adopción de los seguros por parte de los comerciantes, y demás propietarios, no solo permitían proteger los bienes, las actividades económicas y las rentas que estos bienes hacía posibles o producían, sino que era estratégica para el desarrollo económico y comercial del país. De hecho, la contratación de seguros estimuló las importaciones y transacciones comerciales, incluso de objetos de muy alto valor (Arango López, en prensa). Resultó extremadamente beneficiosa para el fortalecimiento de la economía nacional, pues posibilitó un número mayor de transacciones, una diversificación del sector comercial e industrial, un mayor volumen facturado.

Si bien puede parecer una paradoja, la difusión de los seguros determinó el incrementó, la frecuencia y el número de los incendios. La contratación de los seguros hizo que los emprendedores y comerciantes empezaran a realizar actividades extremadamente peligrosas, como la fabricación de pólvora, diluyentes, alcoholes y combustibles (Arango López, en prensa). Además, la responsabilidad de los aseguradores de cubrir los daños causados por incendios debido a la negligencia de los asegurados tuvo como consecuencia que muchos de ellos fueran menos cuidadosos al manejar el fuego. Al tener una póliza activa, se sentían protegidos ante posibles consecuencias adversas. Esto, en realidad, era coherente con la función principal de los seguros, ya que su objetivo no era evitar los accidentes, sino proporcionar protección financiera a los propietarios en caso de que ocurrieran. En fin, la generalización de los seguros contra incendios comportó un aumento de los incendios dolosos. En 1825, el economista francés Jean Baptiste Juvigny, recomendaba a las compañías aseguradora no asegurar las propiedades por una suma muy superior a su valor real por la siguiente razón: “actuar de esta manera es desconocer por completo el principio conservador en el que se basan este tipo de instituciones, que establece que el asegurado siempre debe estar interesado en la conservación de su propiedad” (Juvigny, 1825: 106). En caso contrario, a su decir, habría peligrado “no solo la existencia de estas compañías, sino también la de los propios individuos”, pues la codicia habría empujado a los propietarios a cometer “delitos que la ley apenas puede castigar”: los incendios dolosos (106). Esta su explicación: “la codicia convierte a varios asegurados en incendiarios, que, informados de esta lamentable facilidad para asignar un valor arbitrario al objeto del seguro, recurren a las compañías únicamente como un medio de especulación previamente calculado: de ahí que los incendios nunca hayan sido tan frecuentes como desde el establecimiento de las compañías de seguros contra incendios” (106). Para entenderlo, hay que considerar también que las autoridades no contaban con los conocimientos químicos necesarios para demostrar que efectivamente se había tratado de un incendio intencional, lo que convertía en una hazaña relativamente segura, y de fácil ejecución, recurrir al fuego para cobrar el premio del seguro. No debe extrañar, entonces, que también en el ámbito hispánico los operadores del sector, como las autoridades, tenían muy claro que “no era del todo exacto afirmar que los incendios solo provienen de descuidos inocentes, de exhalaciones atmosféricas, o de la satisfacción de venganzas criminales”, pues a estas tres causas era preciso añadir otra, tanto antigua como las aseguradoras mismas: la acción intencional del mismo asegurado “con el objeto de reclamar pérdidas exageradas y lucrar con el seguro” (Arrese, 1858: 16). Volviendo a nuestro tema, es importante subrayar que en Chile este fenómeno fue tan recurrente que Maximiliano Ibáñez, en su memoria titulada Revisión del Código de Comercio, presentada para obtener el grado de licenciado en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Chile, abordó el tema en detalle. El futuro abogado observó: “son tantos los incendios voluntariamente ocasionados por comerciantes que tienen aseguradas sus mercaderías y cuyos negocios marchan mal, que la represión de tales abusos ha llegado a formar un verdadero e importante problema de legislación” (Ibáñez, 1890: 143); tanto que, a su decir, era “público y notorio que más de la mitad de los incendios de cierta importancia” que se verificaban en las principales ciudades del país (Santiago, Valparaíso, etc.), eran “ocasionados por viles comerciantes que espera[ba]n sacar de ellos una ganancia y la reconstitución de su crédito perdido” (144): un mal social que según el candidato debía ser con prontitud “cortado a la raíz”, para proteger tanto el interés de las aseguradoras, que claramente se veían perjudicadas, como el interés general, pues “el incendio ocasionado sólo por ejecutar una ganancia o salvar el estado crítico de los negocios, casi nunca se limitaba a destruir una tienda, almacén, fábrica, etc., sino que generalmente se comunicaba a los edificios vecinos, ocupados tal vez por otros establecimientos mercantiles más valiosos” (144).

A modo de conclusión: el artículo 483 del Código Penal de 1874

Debido al marco histórico que acabamos de delinear, resulta claro que el legislador aprovechó la redacción del Código Penal chileno de 1874 para hacer más efectivo el disciplinamiento de la población en lo que respecta al manejo prudente del fuego y desalentar el recurso del incendio para defraudar los seguros. Para cumplir el primer objetivo, los codificadores admitieron la sanción en el plano penal de los actos involuntarios, a través de la tipificación de la imprudencia temeraria. Para cumplir con el segundo, recurrieron a la presunción de culpabilidad del comerciante en el caso que su establecimiento o casa resultase destruido por un incendio.[29]

Con respecto al primero de estos dos objetivos, merece destacarse que el Código Penal no hizo otra cosa que abocarse a la posibilidad de un principio que, en 1874, ya había sido sancionado por todos los demás códigos penales promulgados: la posibilidad de castigar en el plano penal los actos no intencionales. Esto porque, como observó el jurista italiano Bernardino Alimena, ya había sido aceptado que “si la sociedad siente un mal, el mal es el mal, cualquiera que sea el motivo que mueve al que lo ocasiona, no pudiéndose tener en cuenta el motivo sino en la latitud o clase de pena confiada al juez” (Bernal Ferrero, 1951: 397). Así, a través del artículo 490 se estableció que

“El que por imprudencia temeraria ejecutare un hecho que, si mediara malicia, constituiría un crimen o un simple delito contra las personas será penado: 1. Con reclusión o relegación menores en sus grados mínimos a medios, cuando el hecho importare crimen. E con reclusión o relegación menores en sus grados mínimos o multa de ciento a mil pesos, cuando importare simple delito”, [30]

y gracias al artículo 492 se impusieron las mismas penas “al que, con infracción de los reglamentos i por mera imprudencia o negligencia, ejecutare un hecho o incurriere en una omisión que, a mediar malicia, constituiría un crimen o un simple delito contra las personas”.[31] Estos dos artículos denotan claramente el afán del codificador chileno decimonónico para disciplinar el comportamiento de la población, recurriendo a la legislación penal para castigar la negligencia y la imprudencia. El responsable de un “accidente”, ya no era obligado únicamente a indemnizar los daños provocados, sino que recibía un castigo proporcional a la culpa. Esto porque “los delitos culposos presentaban un peligro social que muy a menudo era mayor que el peligro de los mismos delitos dolosos”, pues “mientras que el homicidio doloso [nota del autor: lo mismo se puede decir de incendio] no podía ser cometido sin cierta disposición, o sin alguna causalidad, o sin un conjunto de condiciones y circunstancias que no podían ser creadas de la nada, el culposo, por el contrario, podía ser cometido incluso por un santo” (Alimena, 1894: 446-447) . Con la entrada en vigor del Código Penal de 1874, entonces, el ordenamiento chileno dejó atrás el principio del derecho hispánico medieval y moderno que impedía castigar en el fuero criminal los incendios involuntarios, es decir, cometidos sin dolo o malicia, e incorporó la sanción penal para todos los incendios resultados de actos imprudentes o negligentes. Dicha innovación fue posible gracias a la reconsideración de la concepción de la pena como un medio para expiar el pecado y reconciliarse con la divinidad, propia de la edad medieval y moderna, y la difusión y aceptación en particular de dos teorías penológicas: la utilitarista, que asentó la idea que la pena debía tener un efecto preventivo al disuadir a los individuos de cometer actos delictivos, ya sea por temor a las consecuencias o por consideraciones racionales de costos y beneficios; la psicológica, que consolidó la idea que el Estado debía ejercer una coacción psicológica sobre los ciudadanos para evitar que infrinjan el ordenamiento jurídico (Quintino Zepeda, 2021: 7-8).[32]

El cambio jurídico, que era claramente un reflejo de un movimiento social y cultural más profundo, permitió a la élite chilena recurrir a la legislación penal para contrarrestar las estafas contra los seguros, reduciendo la dificultad probatoria propia del incendio. De hecho, si bien a menudo las autoridades policiacas no tenían ninguna duda que el incendio hubiera sido provocado por el mismo comerciante damnificado, empero, por la falta de prueba se veían obligados a dejar en libertad al sospechoso, o si lo llevaban a proceso esto se concluía con una redonda absolución. Todo ello era de dominio público y alentaba a muchos comerciantes a dar fuego a sus propios bienes para cobrar el seguro. Para tener una idea más precisa de lo que se está diciendo, llevamos a colación un ejemplo. El 4 de diciembre 1861 un incendio se propagó en el “despacho de don Cornelio Vargas, ubicado en la esquina de la plazuela de la Merced” en Valparaíso.[33] Las autoridades sospecharon inmediatamente que el siniestro hubiera sido provocado intencionalmente por el dueño, pues se había verificado “a los pocos días después de asegurarse dicho despacho en la cantidad de 20.000 pesos en la Unión Chilena de seguros mutuos, y en 5000 en La Mutualidad”; Cornelio Vargas, junto con tres dependientes, estaba durmiendo en una habitación al lado, pero “ninguno de ellos se percató ni del humo ni de las llamas del fuego que prendía en proporciones considerables, hasta hacer necesario que el sereno que resguardaba aquel punto diese fuertes golpes en la puerta para prevenirlos de lo que sucedía adentro”; incluso, y más importante, el superintendente de las bombas declaró ser su firme convención que “aquel incendio hubiese sido intencional”.[34] Todas ellas, empero, eran únicamente pruebas circunstanciales, y fue necesario empezar un proceso formal contra Vargas para averiguar si el incendio hubiera sido o no intencional. Las primeras diligencias del sumario “dieron uniformemente por probable” que el origen del incendio pudiera haber sido la inflamación de “unos fósforos, que en esos días habían acomodado sobre las cornisas de los estantes del despacho”.[35] Sin embargo, “la experiencia había dado a conocer, por los repetidos incendios ocurridos en la ciudad, que era muy difícil, sino imposible, descubrir al autor de un hecho semejante por pruebas directas que puedan establecerse en su contra”.[36] Así que, al fiscal no quedó otra alternativa que tratar de “calcular el mayor o menor interés que hubiera podido tener el procesado en que su establecimiento se incendiara, cuál fuera la relación que había entre el capital asegurado y las existencias de su despacho”.[37] Estos fueron los resultados de la investigación:

“Por las declaraciones de los agentes de las compañías aseguradoras constaba que el despacho de Vargas estaba asegurado en 21.000 pesos, y por la declaración del dueño, refiriéndose a un balance del mes de octubre, cuarenta días antes del incendio, se daba al despacho una existencia de 27.000 a 28.000 pesos distribuidos de esta forma: 12.000 en los estantes de la esquina, y 15.000 o 17.000 en las [dos] bodegas [una pequeña y una más grande] que estaban anexas a ella”.[38]

El dueño, por su parte, declaró que esta era exactamente la cantidad que se encontraba en el despacho quemado el día del incendio. Lo que no encajaba con las estimas realizadas por las autoridades, ya que el fuego había logrado destruir solo “la mayor parte de las mercaderías de la esquina”, una mínima parte de las que se conservan en la bodega pequeña, y no había afectado las resguardadas en la más grande.[39] De modo que, “como las mercaderías salvadas en las bodegas, junto con las que escaparon de la esquina, valorizadas después con una pequeña rebaja sobre sus precios corrientes, no alcanzaron sino a 6.724 pesos, era menester presumir, o que en la esquina se habían perdido 21.066 pesos”. Lo que era muy improbable, a menos que “el dueño no hiciese figurar en ella solo la cantidad de 12.000 pesos, o que en la pequeña bodega se hubiesen incendiado mercaderías por valor de 9.276 pesos”. Tampoco esto resultaba posible porque en “ella no se había incendiado sino el techo, quedando paradas y conservando el licor que tenían varias pipas de madera que se hallaron dentro de dicha bodega”. Otra alternativa, pero que fue descartada de inmediato, debido a la pronta intervención de la guardia de la propiedad, era que “durante el incendio se hubiesen extraviado mercaderías por el valor de los referidos 9.000 pesos”.[40] La insinuación de Vargas no hizo más que aumentar las sospechas del juzgado y sirvió de base a los más fundados cargos que se hicieron al reo”.[41] Además, en este punto, “se presentó el agente de la Unión Chilena acusando de doloso el cobro que don Cornelio Vargas hacía a la Compañía por su siniestro, suponiendo engañosamente que el día del incendio tenía en su despacho la cantidad de veinte y seis a veinte y siete mil pesos, cuando podía justificarse que a lo sumo existían en él solo 9.000 peso”. Es decir, “6.000 pesos que se habían salvado en las bodegas, las cuales no habían sufrido detrimento alguno, y tres mil en el despacho o esquina, la cual podía quedar perfectamente llena con esta cantidad invertida en los artículos más nobles de consumo”.[42] Estas diligencias, junto con las informaciones que se pudieron reunir, permitieron demostrar “satisfactoriamente” dos puntos. Primero, “que se había salvado todos los efectos de las bodegas, los cuales fueron apreciados en solo seis mil pesos, salvándose también unas pocas mercancías en la esquina, cuyo valor ascendió a setecientos y más pesos”.[43] Segundo, “que una esquina de las dimensiones de las de Vargas se llenaba perfectamente con tres o cuatro mil pesos, surtiéndola con efectos valiosos y no con losas ordinarias y con fósforos, como en su mayor parte estaba surtida la del reo” surtida la del reo, lo que no hizo otra cosa que agravar la situación de Vargas, y justificó su captura e interrogatorio. El sospechoso, por su parte, se defendió planteando la posibilidad de que “durante el incendio se extraviaron mercaderías incluso de las bodegas que no llegaron a incendiarse”, poniendo en duda la imparcialidad de los testigos, pues todos ellos tenían interés en la causa “por estar asegurados en la misma Compañía y corren el riesgo de pagar el siniestro”, y, finalmente, contestando “la exactitud de los libros y de la correspondencia exacta entre estos y las existencias del establecimiento”.[44] El 19 de julio de 1861, recibida la causa a prueba, “cada parte rindió la que creyó conducente a su derecho”, y por estar fundamentada en un conjunto de pruebas meramente circunstanciales, y declaraciones no mejor fundamentadas, el juez de primera instancia no tuvo otra elección que “absolver a don Cornelio Vargas de la acusación como autor del incendio de su despacho”, pues consideró que “no existía en el proceso prueba alguna que justifique que el imputad-o hubiera puesto en su despacho el fuego que produjo el incendio”.[45]

El artículo 483 del Código Penal de 1874 fue pensado precisamente para disuadir a comerciantes como don Cornelio Vargas de recurrir al fuego para intentar cobrar el seguro, pues presumía “responsable de un incendio al comerciante en cuya casa o establecimiento haya tenido origen, si no probare con sus libros, documentos ú otra clase de prueba que no reportaba provecho alguno del siniestro”.[46] La introducción en el ordenamiento penal de la presunción legal de culpabilidad “cortaba a la raíz” las dificultades que las autoridades solían encontrar para demostrar la intencionalidad de los incendios, pues la presunción de culpabilidad, conllevando la inversión de la carga de la prueba, hacía recaer sobre el comerciante la obligación de aportar las pruebas necesarias para demostrar su inocencia.

La paternidad de la norma fue del presidente de la Comisión, el jurista Alejandro Reyes, y desde el principio tuvo como fin precipuo recurrir al castigo penal, o mejor dicho, a la coacción psicológica que esto podía ejercer sobre el ciudadano, para facilitar el trabajo de la justicia y desalentar las estafas contra los seguros. De hecho, en la sesión del 27 de julio de 1872, otro miembro de la Comisión, José Antonio Gandarillas, se declaró contrario a su inclusión en el texto definitivo del Código, porque consideraba que la norma no habría hecho otra cosa que incentivar “los incendios en propiedad ajena”, y debido a la “presunción [de culpabilidad] tan débil” que planteaba, habría facilitado el castigo de muchos inocentes, por lo que, propuso que, por lo menos, “se permitiera al comerciante emplear como justificativo, no sólo sus libros y documentos, sino cualquiera especie de prueba”.[47] La Comisión, sin embargo, “aprobó la redacción propuesta por el señor Reyes, teniendo en cuenta la facilidad de encontrar testigos falsos para probar la supuesta solvencia del comerciante incendiado”.[48] Las críticas no se quedaron circunscritas a las labores de la Comisión codificadora, y “al discutirse en la Cámara de Senadores el artículo del Proyecto de Código Penal que corresponde al 483 actual, fue objetado por varios senadores” (Prieto y Reyes, 1889: 57). Por otro lado, es necesario tener presente que la norma no tenía precedentes directos en la antigua legislación hispánica, pues esta únicamente admitía la presunción legal de responsabilidad civil para el arrendatario de un inmueble que hubiese resultado dañado o destruido por un incendio; lo cual contrastaba con el artículo 539 del Código de Comercio, que declaraba fortuitos los incendios ocurridos en tiendas u otros edificios asegurados, y obligaba al asegurador a proceder con el pago del premio, a menos que no pudiera probar lo contrario; tampoco había una norma parecida en ningún otro código promulgado hasta aquel momento. Reyes debió, por lo tanto, salir en su defensa, lo que hizo contestando a las observaciones de sus colegas senadores lo siguiente:

“Como es sabido, en la generalidad de los casos no es fácil descubrir el origen de un incendio. Pues bien, por este artículo se ha tratado de poner coto á estos abusos que van siendo crónicos […]. Si no se fija una disposición como la que establece este Código, es inútil pretender hacer de otro modo efectiva la responsabilidad de un comerciante en el caso de que tratamos. En el día los sumarios que se levantan para averiguar el origen [de] un incendio son ilusorios y los tribunales tienen que sobreseer porque no se sabe quién es el autor del siniestro, á pesar de que existan fuertes presunciones de que sea el comerciante mismo en cuyo establecimiento ha ocurrido. Este Código dice, yo presumo que es el comerciante, por aquel principio cui prodest” (Prieto y Reyes, 1889: 60).

Y aún más importante, para lo que nos concierne, continuó su intervención afirmando:

“Aún establecida la presunción legal, podría, como he dicho, destruirse por la presentación de los libros. ¿Se cree difícil? ¿Quién no sabe que en una caja contra incendios, en el hueco de una pared, en un subterráneo pueden los libros estar exentos de todo peligro de pérdida? ¿No los conservan así los bancos y muchas otras casas de comercio? Me parece que este procedimiento podría ser observado por todo hombre de buena fe. Pero, se dice, el comerciante de mala fe presentará libros duplicados ó falsificados. En este caso habría el derecho de probar si eran ó no falsos, y está en el interés de los acreedores no dejarse burlar por el fallido. La presunción importa, pues, decirle al comerciante: veamos cómo están sus negocios; cerciorémonos si el siniestro reportaba á usted algún provecho; sepamos si usted contaba con él para burlar á sus acreedores. He aquí la mente del artículo en discusión” (Prieto y Reyes, 1889: 60).

Para finalmente concluir:

“Si el Senado cree que todo comerciante que sufre un incendio y quiebra en seguida, ésta es fortuita; si cree que esto es conveniente á la moralidad del comercio y á los intereses que es tan vinculados á la buena fe mercantil, suprima entonces el artículo” (Prieto y Reyes, 1889: 60).

Esto no pasó: el artículo 483 fue aprobado. Lo que se puede fácilmente explicar considerando el súbito aumento del riesgo de incendio que el país había registrado durante la época republicana, la consecuente urgencia de reducir los incendios y la necesidad de fortalecer y ofrecer garantías a las compañías de seguros que, como hemos visto, habían contribuido, y estaban contribuyendo, de manera importante al desarrollo económico chileno.

Agradecimientos

Agradezco las sugerencias recibidas por parte de los evaluadores anónimos de Prohistoria

Referencias bibliográficas

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Notas

1- El artículo da cuenta de algunos de los resultados de la investigación “La regulación del riesgo de incendio en la jurisdicción del Cabildo de Santiago de Chile: marco legal y aplicación judicial (1541-1874)”, financiada mediante el proyecto ANID, FONDECYT Iniciación N°11220159, patrocinada por el Centro de Estudios Históricos, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Bernardo O’Higgins, Chile.
2- Código Penal chileno de 1874, art. 483.
3- Considerando que los incendios eran comunes en una sociedad preindustrial que dependía del fuego para su sustento básico y carecía de recursos tecnológicos y profesionales para controlarlos, la prevalencia de incendios provocados sobre los accidentales puede indicar un contexto resiliente que lograba reducir el riesgo de incendio.
4- Coeficiente R = (Número de incendios intencionales / Número total de incendios) * 100.
5- Su actividad en Santiago de Chile había empezado en 1749 (Cano Borrego, 2016-2017: 31), y según José Toribio Medina Zavala en 1778 ya se había quemado ya diez veces (1952: 416).
6- Su creación había sido decretada por Real Cédula en enero de 1790, y durante este mismo año sufrió un primer incendio y tuvo que ser reconstruida (Millán U., 2001: 101). El compendio Catástrofes en Chile fecha este incendio en diciembre de 1791 (Urrutia de Hazbun y Lanza Lazcano, 1993: 72).
7- Fue en este año que fue promulgado el Código Penal. Además, es importante aclarar que no se consideraron en el computo los incendios forestales o de sementeras.
8- Censo general de 1865, p. 166. Censo Jeneral de la República de Chile levantado el 19 de abril de 1865 (1865). Oficina Central de Estadística, Imprenta Nacional.
9- Censo general de 1875, p. 359. Quinto Censo Jeneral de la Población de Chile, levantado el 19 de abril de 1875 y compilado por la Oficina Central de Estadística en Santiago (1875). Imprenta del Mercurio.
10- Constitución chilena de 1833, art. 12.5.
11- Constitución chilena de 1833, art. 8
12- Constitución chilena de 1833, art. 21.
13- Constitución chilena de 1833, art. 32.
14- Es relevante destacar que la excomunión para los incendiarios perduró a lo largo del siglo XIX, como se documenta en el tomo III del Diccionario teolójico, canónico, jurídico, liturjico, bíblico, etc, publicado por Justo Donoso en 1857, “De acuerdo con el derecho canónico, los incendiarios de bienes seculares y quienes les brinden asesoramiento o ayuda deben enfrentar una penitencia de tres años y no pueden recibir absolución hasta que hayan reparado los daños causados. Además, se les puede negar un entierro eclesiástico en caso de que fallezcan sin arrepentimiento (Can. Si quis 31, et can. Pessimam 32, Can. 23, q. 8)”. Además, es importante señalar que el autor incluso especifica que esto solo valía para los incendiarios de bienes seculares, “ya que, si el incendio afectara a iglesias, cementerios u otros lugares sagrados, automáticamente incurrirían en excomunión (Argumento del Canon Si quis 31, Can. 33, q. 8 y Canon Omnes Ecclesiae, 5, Can. 17, q. 4)” (Donoso, 1857: 74).
15- Véase: Fuero Juzgo, lib. VIII, tít. II, ley III; Fuero Real, lib. III, tít. II, ley III; Siete Partidas, Partida VII, tít. XV, leyes IX, X y XI.
16- Lib. II, tít. XIX, p. 156. En Aso y Manuel Rodríguez (1806), citado por: Barrientos Grandon, 2009: 16.
17- Lib. IV, tít. I, pp. 147-148. En Álvarez (1829), citado por: Barrientos Grandon, 2009: 16.
18- Entre otras: Novísima Recopilación, lib. I, tít. II, ley V; lib. III, tít. XIX, ley XI.
19- Digesto, 1, 15, 1, pr.1, Incendia plerumque fiunt culpa inhabitantium.
20- Boletín de las leyes y de las Ordenes y Decretos del Gobierno, lib. VIII, núm. IX. Imprenta de la Independencia, 1846, p. 52.
21- El estatuto se puede leer en: Boletín de las Leyes y de las Ordenes y Decretos del Gobierno, tomo V, lib. XVI, núm. III. Imprenta y Librería del Mercurio, 1849, p. 348.
22- Código de Comercio chileno de 1865, art. 512.
23- Código de Comercio chileno de 1865, art. 513.
24- Código de Comercio chileno de 1865, art. 579.
25- Código de Comercio chileno de 1865, art. 582.
26- Código de Comercio chileno de 1865, art. 583.
27- Código de Comercio chileno de 1865, art. 584.
28- Código de Comercio chileno de 1865, art. 539.
29- Código Penal chileno de 1874, art. 483.
30- Código Penal chileno de 1874, art. 490.
31- Código Penal chileno de 1874, art. 492.
32- Para su difusión en Chile, véase: Iñesta Pastor, 2003-2004: 293; Matus, 2010: 153, nota 36.
33- Contra don Cornelio Vargas, por incendiario, 1862, p. 126. Gaceta de los tribunales, 1022, XXI.
34- Contra don Cornelio Vargas, por incendiario, 1862, p. 126. Gaceta
35- Contra don Cornelio Vargas, por incendiario, 1862, p. 126. Gaceta
36- Contra don Cornelio Vargas, por incendiario, 1862, p. 126. Gaceta
37- Contra don Cornelio Vargas, por incendiario, 1862, p. 126. Gaceta
38- Contra don Cornelio Vargas, por incendiario, 1862, p. 126. Gaceta
39- Contra don Cornelio Vargas, por incendiario, 1862, p. 126. Gaceta
40- Contra don Cornelio Vargas, por incendiario, 1862, p. 126. Gaceta
41- Contra don Cornelio Vargas, por incendiario, 1862, p. 126. Gaceta
42- Contra don Cornelio Vargas, por incendiario, 1862, p. 126. Gaceta
43- Contra don Cornelio Vargas, por incendiario, 1862, p. 126. Gaceta
44- Contra don Cornelio Vargas, por incendiario, 1862, p. 127. Gaceta
45- Contra don Cornelio Vargas, por incendiario, 1862, p. 127. Gaceta
46- Código Penal chileno de 1874, art. 483.
47- Sesión del 27 de julio de 1872, p. 193. Actas de la Comisión Redactora del Código Penal Chileno.
48- Sesión del 27 de julio de 1872, p. 193. Actas
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