Sección Especial 2
Geografía del Código. Codificación nacional y jurisdicción provincial: el artículo 67 inciso 11 de la Constitución Nacional. Argentina, mitad siglo XIX, principios del XX
Geography of the Code. National Codification and Provincial Jurisdiction: article 67 clause 11 of the National Constitution. Argentina, mid-19th Century, early 20th Century
Geografía del Código. Codificación nacional y jurisdicción provincial: el artículo 67 inciso 11 de la Constitución Nacional. Argentina, mitad siglo XIX, principios del XX
Prohistoria. Historia, políticas de la historia, núm. 40, 1-29, 2023
Prohistoria Ediciones
Recepción: 06 Julio 2023
Aprobación: 02 Septiembre 2023
Publicación: 30 Diciembre 2023
Resumen: El presente trabajo discute que, en el proceso de construcción del estado nacional, la forma como el régimen federal, consagrado en la Constitución Nacional, entendió la relación entre jurisdicción y territorio se proyectó en las normas constitucionales referidas a la sanción de los códigos y su aplicación. A partir de una perspectiva iushistoriográfica se examinará las normas y debates parlamentarios y doctrinarios que generó la reserva establecida por el artículo 67, inciso 11 de la Constitución Nacional. Finalmente, se indagará cómo la Corte Suprema de Justicia de la Nación comprendió dicha reserva y las vías que instrumentó para superarla.
Palabras clave: Codificación, Régimen Federal, Jurisdicción Provincial, Condicionamientos Locales.
Abstract: This paper discusses that, in the process of building the national state, the way in which the federal regime, enshrined in the National Constitution, understood the relationship between jurisdiction and territory was projected in the constitutional norms referred to the sanction and application of the codes. From an iushistoriographical perspective, we will examine the norms and parliamentary and doctrinal debates that generated the legal reserve established by article 67, paragraph 11 of the National Constitution. Finally, it will examine how the Supreme Court of Justice of the Nation understood this article and the ways it implemented to overcome it.
Keywords: Codification, Federal Regime, Provincial Jurisdiction, Local Constraints.
Introducción: el espacio de la ley[1]
El presente trabajo constituye un aporte a fin de discutir, desde una perspectiva iushistoriográfica, el proceso de construcción del estado nacional argentino desde la relación entre régimen federal y codificación nacional. Es una forma de abordar la relación entre espacio y derecho, problema que en las últimas décadas es objeto análisis inscriptos disciplinalmente en lo que se ha denominado Legal Geography (Sandberg, 2021: 166-197; Braverman, Blomley, Delaney, & Kedar, 2014) o Spatial Justice (Soja, 2010). Desde este punto de vista, fenómenos que analíticamente se identifican como legales o espaciales se encuentran unidos constitutivamente y, en consecuencia, prácticamente cualquier experiencia jurídica resulta “localizada” o referida a un marco espacial. De esta manera las categorías jurídicas se proyectan sobre cada segmento del mundo físico, resignificándolo, y viceversa (Braverman, Blomley, Delaney, & Kedar, 2014: 1).Esta perspectiva pretende problematizar con concepciones modernas del derecho, derivadas de una “mitología jurídico-territorial” (Díaz Cruz, 2011), en la medida que la experiencia jurídica, desde esta mirada, no se la comprende como una mera producción estatal, que se impone a los habitantes de un territorio sometidos a un poder soberano, sino como un ámbito concreto donde normas, relaciones y prácticas se materializan (Blomley, 2016). De esta manera adquieren relevancia formas no estatales de regulación, muchas de ellas de autordenación social, definidas como “legal pluralism” o “interlegalities” (Robinson & Graham, 2018).
Desde el laboratorio iushistoriográfico los aportes resultan también significantes (Meccarelli & Solla Sastre, 2016), en tanto que cobran relevancia histórica culturas jurídico-políticas no asociadas a una forma estatal y estructuradas desde lo local. En este sentido, se ha destacado la importancia de diferenciar el espacio como componente intrínseco del dinamismo social (lived space) de las representaciones culturales que las sociedades hacen de él (imagined space) (Costa, 2016: 34). De esta manera existieron diversas formas de concebir esta relación entre espacio y derecho: mientras que el espacio político pre-moderno se caracterizó por su “miniaturización”, la visión newtoniana de éste trajo aparejada su asunción junto al Estado como un fenómeno natural y ahistórico, a través del cual se hacía coincidir lo político con lo estatal y el territorio como una superficie vacía y homogénea sobre la cual aquél extendía su control (Costa, 2016: 41). Como señalaremos más adelante, también Meccarelli ha realizado significativas reflexiones en torno a distintas categorías que, históricamente, definen la relación derecho espacio: given space, possible space odecided space (Meccarelli, 2015) o el spazio eccedente en el marco de las concepciones en torno al pluralismo jurídico (Meccarelli, 2023). Por otro lado, Agüero examina, a partir de la experiencia jurídica indiana los conceptos de “derecho local” y “localización”, entendiendo el primero como cierto tipo de normas que pueden ser calificadas prima facie como “locales”, mientras que el segundo describe el proceso dinámico de interpretación de un orden general por las autoridades locales en su trabajo cotidiano (Agüero, 2016: 102).
En este marco conceptual, apelar a una “geografía del código” es preguntarnos no sólo por el espacio de la ley, que no se reduce a su ámbito de vigencia espacial identificado con el “territorio de la República”,[2] sino que refiere especialmente a los condicionamientos locales que afectaron la eficacia uniformadora de estos cuerpos normativos (Cacciavillani, 2021: 16-35; Agüero y Rosso, 2018).[3] Un testimonio de época, el del jurista Jorge Cabral Texo, nos advierte de esta cuestión cuando sostiene que el Código Civil importó “la satisfacción de una positiva necesidad para los grandes centros urbanos de la República”, pero frente a una organización judicial dominada por los jueces de paz y los códigos rurales y la presencia de pueblos indígenas “no tuvo vigencia legal en todo el país ni en todo su contenido”. (Énfasis en el original. Cabral Texo, 1920: 174-177).
Como ha señalado Víctor Tau Anzoátegui, para gran parte de la élite política de la segunda mitad del siglo XIX los códigos constituían dispositivos necesarios no solo para superar la dispersión y oscuridad del derecho tradicional entonces vigente, de acuerdo al discurso de época, sino también para llevar adelante la tan necesaria reforma judicial en aras a la protección de los derechos constitucionalmente reconocidos (Tau Anzoátegui, 2008: 243-294). La gran contribución de estos cuerpos normativos, en contraposición al “laberinto” y “caos” que representaban las experiencias jurídicas locales de raíz hispana, era el ideal de uniformidad legislativa a través de un sistema de normas nacionales (Petit, 2011). Sin embargo, es necesario observar este fenómeno a través de un contexto más amplio que preste atención a las formas institucionales previas, especialmente aquellas legadas del pasado indiano y a las dinámicas, no sólo de coacción o cooptación del poder central, sino de negociación entre nación y provincias (Bragoni y Míguez, 2010: 13-14, 27). Así, este efecto unificador de los códigos no puede ser examinado como una realidad ajena a esas tradiciones institucionales y jurídicas ni a los procesos de acuerdo que configuraron el régimen federal argentino.
En este sentido, como señala Alejandro Agüero, la elección de un sistema codificado de derecho nacional implicaba un compromiso teórico con el principio de uniformidad legislativa y con el de igualdad ante la ley, y la articulación de instituciones que aseguraran la estricta observancia de la ley por parte de los jueces, como la obligación de fundamentar sentencias y el recurso de casación. Esta uniformidad legislativa presuponía también la unidad de jurisprudencia. Sin embargo, la reforma constitucional de 1860, reservó la aplicación de los códigos a las respectivas jurisdicciones provinciales (artículo 67 inciso 11° y artículo 100, Constitución Nacional) y, en consecuencia, el diseño argentino asumió como solución plausible la desconexión de estos dos aspectos. La posibilidad de separar la uniformidad legislativa de la jurisprudencial puede explicarse a partir de las prácticas vernáculas cuyas raíces se hunden en la tradición indiana (Agüero, 2023: 373-374).
Este trabajo plantea que la forma en que el régimen federal consagrado en la constitución de 1853 y en la reforma de 1860 entendió la relación entre jurisdicción y territorio se plasmó en las normas constitucionales referidas a la sanción de los códigos y su aplicación por las distintas autoridades judiciales, provinciales y federales.[4] En concreto, que la reserva del inciso 11° artículo 67, constituyó un importante condicionamiento local para la eficacia unificadora de los códigos como ley vigente en “todo el territorio de la República”.[5] Para ello, siguiendo las propuestas analíticas planteadas por Alejandro Agüero (2018) y Massimo Meccarelli (2015), examinaremos cómo el concepto de soberanía provincial, definido a partir de su identificación con los privilegios fundacionales de las antiguas ciudades indianas y su jurisdicción ordinaria se proyectó en las normas constitucionales referidas a la sanción de los códigos y su aplicación tanto en la constitución de 1853 y en la Ley de la Confederación 182 de organización de la justicia federal de 1858, como en la reforma de 1860 y en las leyes 27 y 48 que organizaron la justicia federal y determinaron su jurisdicción y competencia. Seguidamente, con la sanción del código civil, y a la luz de sus títulos preliminares,[6] que estableció para el ámbito de vigencia de las leyes, “todo el territorio de la República”[7] exploraremos la comprensión que distintos juristas tuvieron de la relación de esta norma del código y las cláusulas constitucionales. Finalmente, a partir de distintos fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, inquiriremos cómo este Tribunal, como instancia suprema federal, comprendió la reserva establecida en el inciso 11° del artículo 67 de la Constitución Nacional y las vías que instrumentó para superarla a partir del fortalecimiento de su rol como intérprete último de la Constitucional Nacional. Para ello se individualizarán y analizarán los fallos de este tribunal desde su instalación hasta el fallo “Rey, Celestino c/ Rocha, Alfredo y Eduardo s/ falsificación de mercadería y de marca de fábrica” (1909)[8] donde la Corte Suprema sentó los precedentes del recurso extraordinario por arbitrariedad de sentencia que abrirían la instancia extraordinaria más allá de lo establecido por aquel artículo en cuestión.
La impronta jurisdiccional del artículo 67 inciso 11° de la Constitución nacional
A fin de explicar la relación entre jurisdicción y territorio, Alejandro Agüero, siguiendo los esquemas de análisis de António Manuel Hespanha, describe dos estrategias, formuladas a partir de la experiencia medieval, que confluyeron luego en la formación de las provincias argentinas y en la delimitación de su poder político: la primera de ellas es la estrategia tradicional que se fundamenta en el vínculo entre espacio y ciudad, y la segunda, denominada doctrinal o racional que explica la centralización y unificación política del territorio. En la estrategia tradicional, el espacio político, identificado con el de la pequeña comunidad condicionada por formas personales de poder y técnicas de comunicación oral, se caracterizó por la miniaturización e indisponibilidad del territorio. La patrimonialización de los cargos y poderes sobre el territorio permiten la emancipación de estos de cualquier otro poder político de tal manera que la superioridad jurisdiccional no generaba un vínculo de subordinación o jerarquía que pudiera fundamentar la idea de un territorio unificado. Siguiendo un tópico consolidado en la tradición medieval, el territorio y la jurisdicción eran realidades que se adherían mutuamente, constituyendo la jurisdicción un atributo o cualidad del territorio (Agüero, 2018: 442-443). Estamos ante la presencia de un territorio configurado por el poder político (Meccarelli, 2015: 241-242).
Por el otro lado, la estrategia doctrinal o racional prefiguraba, desde los centros de poder, una imagen neutra del territorio, disponible, según razones de conveniencia, en función de una adecuada distribución de las facultades propias del soberano. Esta estrategia sirvió para superponer, sobre un mismo espacio, diferentes potestades, fenómeno que se potenció con la proliferación de jurisdicciones especiales durante el reformismo del siglo XVIII. El sentido original del término provincia, tal como había sido tomado de las fuentes romanas, se usaba, en general, para designar un espacio puesto por el poder central bajo la competencia de un magistrado. (Agüero, 2018: 443-444).
Agüero destaca también que, tras la crisis imperial de principios del siglo XIX y a raíz de los procesos constitucionales sobrevenidos, los nuevos lenguajes políticos que emergen en este contexto resignificaron el sentido de provincia. La estrategia tradicional siguió operando a partir del desplazamiento semántico de términos claves como “independencia” y “soberanía”. El sentido relativo con el que se entendieron en la época estas palabras coadyuvó a reconfigurar las relaciones entre las ciudades del antiguo virreinato y llevó a que estas se apropiaran del espacio provincial haciéndolo coincidir con su territorio tradicional (Agüero, 2018: 448-450). En este proceso, el término soberanía se asimiló semánticamente a las fórmulas típicamente jurisdiccionales de poder (mero mixto imperio), y su carácter gradual y relativo sobre el territorio no invalidó el reconocimiento de un soberano común (Agüero, 2018: 451). Así el término “provincia” emergió con un nuevo significado:
“de designar un distrito disponible para las delegaciones del poder soberano, pasó a identificar, salvo transitorias excepciones, un ámbito idéntico a las jurisdicciones ordinarias, con los atributos de naturalización y subjetividad asignados por la tradición al “territorio” de las ciudades. Al declararse soberanas, las ciudades se apropiaron de la disponibilidad del espacio; pero el único espacio disponible de manera no conflictiva era el de su jurisdicción local que identificarían como territorio provincial […] Una apuesta en la que el viejo espacio de disposición del soberano había sido definitivamente adquirido por unidades que ahora buscarían el momento para conformar, por medio de pactos, un nuevo soberano común” (Agüero, 2018: 456).
El sentido relativo con el cual operaba el término “soberanía” sirvió de base para configurar la noción de “soberanía parcial” o “soberanía local”, que se proyectó en el régimen federal de la constitución de 1853 y la reforma en 1860. Este se estructuró en torno a una concepción dual de la soberanía, nacional y provincial que, avalada por el modelo norteamericano (Huertas, 2001), presentaba profundos arraigos tradicionales, y donde la soberanía provincial era entendida, desde una impronta jurisdiccional, como potestades derivadas de antiguos privilegios municipales (Agüero, 2014: 353, 358). En esta matriz conceptual es que Juan Bautista Alberdi plantea su “régimen mixto” donde intenta conjugar la idea de una unidad nacional con la pluralidad de poderes provinciales (Alberdi, 2018. 140). Para Agüero, todo el proceso constituyente estuvo impulsado por la subyacente convicción sobre la unidad como fundamento del Estado nacional, congruente con la idea de soberanía indivisible, y que explicaría las oscilaciones conceptuales sobre el origen de la soberanía y
“algunas decisiones que muestran un deliberado esfuerzo por ajustar el modelo federal a las condiciones del escenario local, adoptando para ello soluciones propias de los regímenes europeos, como la codificación del derecho sustantivo para toda la nación” (Agüero, 2014: 359).
En esta tensión debe entenderse muchos de los debates en torno a la codificación en la Argentina. Así, Alberdi propiciaba la uniformidad de la legislación civil y comercial, realizada a través de reformas parciales y no de “códigos completos, entendiendo que ésta “no daña en lo mínimo a las atribuciones de soberanía local, y favorece altamente el desarrollo de nuestra nacionalidad argentina”. En consecuencia, en el proyecto que acompañó a la segunda edición de las Bases, proponía como atribución del Congreso “en el ramo de lo interior […] legislar en materia civil, comercial y penal” (Alberdi, 2018: 88, 245). La constitución sancionada en 1853 siguió en parte la propuesta alberdiana, en atención al proceso codificador impulsado en la Confederación (Tau Anzoátegui, 2008: 299-303). Así, el artículo 64, inciso 11° de la Constitución Nacional establecía que era facultad del Congreso dictar los códigos civil, comercial, penal y de minería, mientras que el artículo 105 disponía que las provincias no podían dictar dichos códigos después que el Congreso los haya sancionado. La redacción del primer artículo citado fue objetada por Saturnino Zavalía para quien “tal atribución era propia de la legislatura de cada provincia, no del Congreso” agregando que “esta restricción a la soberanía provincial era contraria a la forma de gobierno que establece la constitución”.[9] Benjamín Gorostiaga se encargó de la réplica de esta objeción, contestando que dicha facultad no implicaba que el “Gobierno Federal hubiese de dictar leyes en el interior de las Provincias”, sino que se refería a que el Congreso sancionase los respectivos códigos civiles antes de dejar a cada provincia esta facultad “la legislación del país sería un inmenso laberinto, de donde resultarían males incalculables” y que las peculiaridades locales podían ser canalizadas a través de los códigos de procedimientos.[10] Esta posibilidad de canalizar las “peculiaridades” por la vía procesal evidenciaba
“el rastro de la herencia jurisdiccional en tanto que remite a prácticas de localización arraigadas en la tradición colonial que, con independencia de las normas sustantivas, operan precisamente en virtud de márgenes de discreción alojados en el ámbito de lo que vendría a designarse como derecho adjetivo” (Agüero, 2014: 360).
Consecuentemente, el artículo 97 disponía que la Corte Suprema de la Nación conocía y decidía, entre otros supuestos, todas las causas que versaran sobre los puntos regidos por la constitución y las leyes de la Nación.[11]
Si bien es cierto que estos artículos serían reformados en 1860 y que el proceso codificador no se iniciaría sino después de ese año, entiendo que en el debate de la Ley de la Confederación Argentina N° 182, de organización de la justicia federal, sancionada el 28 de agosto de 1858 (Lanteri, 2015: 218-220; Levaggi, 1997: 21-26; Perez Guilhou, 1982; Bosch, 1964) puede apreciarse el alcance e interpretación que en su momento se le dieron a esas normas y cómo influyeron en la posición de Buenos Aires al examinar la constitución.[12] La ley estructuraba un poder judicial con amplias atribuciones y un claro componente político (Perez Guilhou, 1982). El artículo 3° establecía que el primordial objeto de la justicia federal era mantener en vigor y observancia la Constitución Nacional, en los casos contenciosos que ocurran, interpretando en ellos las leyes uniformemente, aplicándolas conforme a la Constitución y no de otra suerte. Disponía también que esta era independiente en el ejercicio de sus funciones de todo otro poder, sea Nacional o Provincial (artículo 10) y que su acción era extensiva a las atribuciones del Poder Legislativo, de suerte que en cuanto podía legislar, podría ella juzgar (artículo 11).[13]
A partir del artículo 97 de la Constitución Nacional, la justicia federal, además de su competencia originaria, ejercía otra concurrente con las provincias sólo en grado de apelación o enmienda. La excepción, introducida a fin de asegurar la imparcialidad de los justiciables, la constituía los casos suscitados entre vecinos de diferentes provincias, donde se preveía la prórroga de la jurisdicción.[14]
El debate de la ley, tanto en la Cámara de Senadores, donde se presenta el proyecto, como en la de Diputados, revela las tensiones que generaba la amplitud con que ley estructuraba la jurisdicción federal en relación con la provincial. Esta, y en particular la Corte Suprema de Justicia de la Nación era concebida como “uno de los tres altos Poderes del Estado” y “guardián y mantenedor de la observación de la Constitución Nacional por la interpretación y aplicación uniforme y ajustada a ella de las leyes” [el subrayado es del autor].[15] Ese rol uniformador se fundamentaba en la supremacía de la Constitución Nacional y de las leyes que en su consecuencia se sancionasen (artículo 31, Constitución Nacional), debiendo las autoridades de provincia conformarse a ella:
“dejar la interpretación y aplicación de las leyes fundamentales y generales de la Confederación libradas a trece Tribunales o Justicias distintas e independientes unos de otros, sería entregar el país a un caos en la materia mas grave y de mas interés” [destacado del autor].[16]
Esta referencia a la “interpretación y aplicación” de las leyes, se entiende desde esta dimensión jurisdiccional que estamos señalando y remite a la práctica de la jurisdicción en su faz normativa y judicial donde interpretar el derecho era tarea propia del jurisconsulto que consistía “no solo saber las leyes literalmente, sino entender el verdadero sentido de las palabras”, distinguiendo luego la interpretación auténtica, usual y doctrinal. Por otro lado, la aplicación radicaba en “acomodar a la práctica el derecho” y corresponde, además de a los abogados, procuradores o escribanos, a los jueces “que oídas las partes y probados los hechos, es decir conocida la causa, sentenciar según lo alegado y probado” (Álvarez, 1834: 9-11).
Si bien es cierto que hubo voces contrarias a que la justicia federal asumiera como atribución el control de constitucionalidad de las leyes (Perez Guilhou, 1982: 149-152), también es verdad que este rol se asignaba como garantía de los derechos que reconocía la Constitución frente a la actuación de las provincias:
“el país siente y deplora la ausencia de la Justicia Federal […]para proteger a todos los habitantes de la Confederación en el goce de las garantías que les acuerda la Constitución contra la presión y extravíos de las justicias provinciales, cuando olvidan o infringen sus prescripciones”.[17]
Se observó que estas normas entrañaban una injerencia indebida de los tribunales federales en asuntos deferidos exclusivamente por la Constitución a las justicias provinciales y que implicaba, lisa y llanamente, la extinción de estas.[18] Esta conclusión sería inevitable con la sanción de los códigos:
“en qué condición quedaría la Justicia de Provincia, cuando el Congreso, cumpliendo con el deber que la Constitución le impone, hubiese dictado los códigos que deben reglar todas las leyes en lo civil, comercial y criminal […] cuáles serían las leyes provinciales, puesto que todas habían sido dictadas por el Congreso, quedando, en consecuencia todas aquellas absorbidas por esos Códigos”.[19]
La respuesta a esta objeción expresaba la dificultad de articular la codificación con el régimen federal delineado por la Constitución:
“los códigos se han de dictar conforme los principios establecidos en la Constitución y por consiguiente han de reconocer una soberanía nacional y otra provincial […] y siguiendo el mismo régimen que establezcan las leyes nacionales, en virtud de las cuales no podrá la Justicia Federal intervenir en ciertos casos que son de atribución exclusiva de la Justicia de Provincia. Además de eso, señor: ¿quién puede saber ahora cómo serán esos Códigos? Tal vez no serán como los actuales; tal vez esos Códigos solo contendrán grandes principios, dejando a los poderes de Provincia la facultad de legislar dentro de ellos”.[20]
Es posible que la respuesta, frente a unos códigos que eran mera expectativa, salvase en ese momento la cuestión y permitiese la sanción de la ley. Pero del otro lado, en el Estado de Buenos Aires, se había tomado nota del debate. En la Convención del Estado de Buenos Aires encargada de revisar la Constitución de 1853, se repiten los argumentos antes estudiados. El Informe de la Comisión Examinadora de la Constitución Federal aseveraba que el inciso 11 del artículo 64 suponía que “los tribunales de provincia no tienen jurisdicción civil, ni criminal, una vez dictados tales Códigos por el Congreso” solución que sin duda atentaba contra “la soberanía provincial y el buen régimen de la administración interior en el orden federativo”.[21] De ahí se propusiese que dichos códigos no “alterarían las jurisdicciones locales, correspondiendo su aplicación a los Tribunales Federales o Provinciales, según las cosas o las personas cayeren bajo sus respectivas jurisdicciones” (artículo 67, inciso 11°) y, consecuentemente, la jurisdicción de la Corte (artículo 100) se encontraría limitada por la reserva hecha en ese artículo.[22]
De este modo, con la “aplicación” de los códigos por las jurisdicciones provinciales, no obstante la facultad codificadora nacional, se salvaguardaba también la soberanía local de una interpretación que podría haber llevado a someter todas las causas a la jurisdicción federal, mejorando de esta manera la situación relativa de los poderes provinciales frente al poder nacional (Agüero, 2014: 361).
Las leyes 27 y 48 de 1863 organizaron la justicia federal y su explicitaron su competencia. En el debate de la primera puede advertirse todavía la dificultad de comprender el alcance de aquella norma constitucional, como le sucede al diputado por Buenos Aires, Juan Agustín García, quien temía la extensión de la justicia federal a todas las causas que en ese momento pertenecían a la justicia provincial: “[el Código de Comercio] se trata de leyes generales dictadas por el Congreso cuya aplicación corresponde exclusivamente a los Tribunales Federales, nombrados por el Gobierno Nacional que son los que aplican la jurisprudencia común que debe ser uniforme en todas las Provincias”.[23] La dificultad persistiría y sería la Corte Suprema la que clarificaría la interpretación de aquella cláusula constitucional.
“Territorio de la República” y jurisdicciones provinciales.
Consecuente con la norma constitucional, a partir del año 1862, en el cual se nacionalizó el Código de Comercio sancionado por el Estado de Buenos Aires, se fueron dictando los distintos códigos nacionales (Tau Anzoátegui, 2008: Tau Anzoátegui, 2008: 325-336). Para la élite letrada de la época estos rápidamente ocuparon un lugar central en el ordenamiento del país, expresándose ello en lo que Tau Anzoátegui denominó como “la cultura del código” (Tau Anzoátegui, 1998: 539). Así, Gerónimo Cortés, fiscal de la Capital Federal, no dudaba en afirmar que las leyes nacionales y particularmente los códigos generales gozaban de una “supremacía” que los hacían superiores “a toda ley de carácter provincial que se les oponga, aunque ésta fuese la Constitución [provincial] misma” y que de aquellos resultaban “grandes ventajas en la uniformidad de la legislación en todo el país”.[24]
Si bien la norma constitucional no establecía un orden jerárquico entre estos cuerpos, lo cierto es que, en la cultura de la época, el código civil tuvo un lugar central como expresión del orden fundamental de la nación (Tau Anzoátegui, 1998: 539-544). En sus títulos preliminares estableció las reglas que gobernaban el ordenamiento jurídico y buscó preservar el papel protagónico de la ley: su publicidad, el principio de irretroactividad, la presunción de conocimiento, la derogación de todo ordenamiento contrario a él (Cacciavillani, 2021: 20-22).
Así el artículo 1° del Código Civil que disponía la obligatoriedad de las leyes “a todos los que habitaban el territorio de la República, sean ciudadanos o extranjeros, domiciliados o transeúntes.[25] La enunciación normativa vincula el “territorio” con la idea de la soberanía estatal, y constituye así “espacio decidido” (decided space), en la medida que este está configurado el poder político (Meccarelli, 2015: 245). Asimismo, como “técnica de gobierno” concibe ese espacio en forma “abstracta y homogénea” sin referencia alguna de las complejidades políticas, jurídicas, sociales y económicas que subyacen en él (Ford, 2020: 105-108). Los primeros comentarios de la norma, en los cuales predominaba una actitud exegética del texto del código (Tau Anzoátegui, 1999: 135-138), afianzaron ese proceso de abstracción y entendieron que esta norma se refería a las leyes nacionales en la medida que expresaban la “concepción exacta de la soberanía del Estado”, su autoridad “domina todo el territorio del país” (Guastavino, 1898:1), eran expresión de las “ventajas de la unificación del derecho y la igualdad ante la ley” (Llerena, 1887: 2), y se fundaban en las “necesidades de la Nación” (Machado, 1898: 1). No encontramos entre ellos alusión a los espacios provinciales ni al ejercicio de la jurisdicción local.
La excepción fue Manuel A. Sáenz quien, a raíz de la publicación del primer libro del proyecto de Código Civil primero y la sanción de este después, comentó distintas disposiciones del código en dos obras: Observaciones sobre algunos artículos del proyecto de Código Civil para la República Argentina, que apareció a principios de 1870 y luego recopilado por Jorge Cabral Texto (Sáez, 1920), y Observaciones críticas sobre el Código Civil, publicado en 1883, donde confrontó los títulos preliminares y complementarios del código a la luz de sus ideas federalistas y la salvaguarda de las soberanías provinciales (Seghesso de López, 2007: 95-116).
Para el jurista mendocino, la legislación civil se encontraba determinada por la organización política del Estado que, en el caso argentino, se fundaba en una constitución “que es un pacto internacional de nuestros catorce estados soberanos e independientes” (Sáez, 1883: 4-5). La “soberanía residía en el estado con excepción de aquella parte cedida a la nación para llevar a efectos los propósitos manifestados en el pacto federal”, no pudiéndose extender más allá (Sáez, 1883: 6). Este era el caso de la atribución dictar los códigos, la cual no podía “ser nacional sin que desaparezca hasta de derecho la autonomía de los estados” (Sáez, 1883: 6). Consecuentemente, para Sáez, las provincias cedieron la facultad de dictar los códigos “de un modo muy restringido” (Sáez, 1883: 6). Concluía que dichos códigos:
“si bien son leyes nacionales porque las dicta el congreso de la confederación, no pasan de ser simples bases de legislación, que la nación entrega a los estados para que sobre ellas edifiquen la legislación […] tenemos que tomar los códigos que haya dictado el congreso, como leyes nacionales en el momento de ser sancionadas e inmediatamente después, como provinciales, sometidas de un modo absoluto a la autoridad del estado, en cuanto a su interpretación, aclaración, abrogación y derogación” (Sáez, 1883: 36-37).
Este argumento para Sáez se encontraba reforzado a la luz de lo que disponía el inciso 11° del artículo 67. Se debía entender que “la jurisdicción local que los códigos no pueden alterar es el libre ejercicio de la autoridad de los estados”, la cual no se circunscribía a la “jurisdicción judicial”, sino también a la facultad de “dictar leyes que alteren las disposiciones de los códigos”. Así, incluso en una interpretación restrictiva de la cláusula constitucional, quedaba
“destruida la unidad en la disposición de los códigos, y no podría decirse que eran igualmente obligatorias sus prescripciones en todo el territorio de la nación, porque los tribunales en la aplicación de la ley, la interpretan, dándole un sentido determinado que puede muy bien ser distinto en un estado, del que los tribunales de otro le hayan dado” (Sáez, 1883: 29).
Suponemos que esta interpretación de máxima podría estar arraigada en algunas élites provinciales y, como observaremos en algunos fallos de la Corte Suprema, hayan estas preferido aplicar las normativas locales en vez de las normas codificadas.
Sin embargo, es posible encontrar otras voces más afines a una centralización del régimen político. Frente al proceso centralizador impulsado por el roquismo dos exponentes del pensamiento político y jurídico de la época del Centenario, José Nicolás Matienzo y Rodolfo Rivarola, vincularon la crisis del sistema federal a la debilidad de la justicia nacional (Zimmermann, 1998: 149). Según estos autores, esta debilidad era producto de la reforma constitucional de 1860 que, entre otras modificaciones, había confiado a los tribunales de provincia la aplicación ordinaria de los códigos nacionales. Ambos estaban de acuerdo, aunque con soluciones diferentes, que el fortalecimiento de la justicia federal era un paso necesario para salir de aquella crisis (Zimmermann, 1998: 149-150). Estas concepciones, entre otras cuestiones, pudieron coadyuvar a la progresiva ampliación de la competencia federal a fines del siglo XIX y principios del XX. Como señalaba Matienzo los jueces provinciales eran considerados inferiores en calidad respecto a los de la nación y menos independientes de las influencias políticas, y esta era la razón que “los buenos abogados prefieren llevar sus pleitos ante los jueces nacionales, cuando las leyes permiten prescindir de los provinciales” (Matienzo, 1917: 299).
La Corte Suprema de Justicia de la Nación y la interpretación del inciso 11 del artículo 67
La Corte Suprema de Justicia quedó definitivamente instalada en octubre de 1863. Presidida por Francisco de las Carreras, se sumaban como vocales Salvador María del Carril, Francisco Delgado y José Barros Pazos (Tanzi, 1997: 238). La Constitución Nacional otorgó a la Corte y a los tribunales inferiores competencia en las causas regidas por la Constitución, las leyes de la Nación y los tratados con naciones extranjeras. También conocían en casos de jurisdicción marítima, cuando una provincia era parte y en las suscitadas entre vecinos de distintas provincias o contra extranjeros o un Estado extranjero (artículo 100 de la Constitución Nacional y artículos 1°, 2° y 3° de la ley 48). La Corte intervenía con competencia originaria o por apelación. En el primer supuesto lo hacía en las causas concernientes a embajadores y cónsules extranjeros o cuando una provincia era parte. Las demás cuestiones llegaban por apelación, agotadas las instancias locales, mediante el recurso previsto por el artículo 14 de la Ley 48 (que luego la doctrina llamaría “recurso extraordinario” y que permitía controlar que la legislación nacional o provincial no afectara la supremacía constitucional establecida en el artículo 31 de la Constitución Nacional (Tanzi, 1997: 239).[26] Las causas que tramitaban ante los jueces de sección, podían apelarse directamente ante la Corte (artículo 4°, Ley 48). El artículo 15 dispuso que no daría recurso ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación la interpretación o aplicaciones que los tribunales de provincia hicieren de los códigos civil, comercial, penal y de minería en virtud de lo establecido por el inciso 11 del artículo 67.[27] El artículo 21 ordenó que los Tribunales y Jueces Nacionales en el ejercicio de sus funciones procedían aplicando la Constitución como ley suprema de la Nación, las leyes que haya sancionado o sancione el Congreso, los Tratados con Naciones extranjeras, las leyes particulares de las Provincias, las leyes generales que han regido anteriormente a la Nación y los principios del derecho de gentes, según lo exigieran respectivamente los casos que se sujetaban a su conocimiento conforme ese orden de prelación. Por su parte la Ley 27 de 1862, estableció que la Justicia Nacional nunca procedía de oficio y solo ejercía su jurisdicción en los casos contenciosos en que fuese requerida a instancia de parte (artículo 2°). Debía aplicar siempre la Constitución y las leyes nacionales (artículo 1°) y constituía uno de sus objetos sostener la observancia de la Constitución Nacional, prescindiendo, al decidir las causas, de toda disposición de cualquiera de los otros poderes, que esté en oposición con ella (artículo 3°). En 1902 se sanciona la Ley N° 4055, creando una instancia intermedia entre los jueces de sección y la Corte Suprema de Justicia de la Nación, las Cámaras Federales de Apelación (Ratti, 2020). Conforme lo dispuesto por el artículo 6° de esa ley no se admitía el recurso extraordinario contra las decisiones de las Cámaras Federales sobre puntos de hecho o fundados en el derecho común.[28]
Mas allá de este plexo normativo, lo cierto es que los alcances de la jurisdicción federal, y en especial la competencia de la Corte, fue explicitada por ella pretorialmente a través de distintos fallos (Espil, 1905). Un aspecto importante, relacionado con el examen que aquí se hace, fue el vinculado con el deslinde de la competencia nacional y provincial (Tanzi, 1997: 274-275), donde puede advertirse en las argumentaciones la persistencia de una concepción dual de la soberanía (Zorraquín Becú, 1958: 186). La justicia nacional era “por su naturaleza restrictiva” y los abusos de los magistrados provinciales debían juzgarse y castigarse según el régimen local “pues es un principio que las provincias conservan, después de la adopción de la Constitución general, todos los poderes que antes tenían y en la misma extensión”.[29] Tampoco podía la Corte Suprema dictar reglas de procedimientos a las justicias provinciales.[30] Los jueces provinciales eran independientes de la justicia nacional y no podían ser demandados ante esta por faltas en el ejercicio de sus funciones.[31] La jurisdicción nacional era incompetente para juzgar la validez de las leyes provinciales y de los actos y procedimientos de los funcionarios encargados de su cumplimiento salvo que exista cuestión federal.[32]
Como señala Eduardo Zimmermann, esta jurisprudencia permitió consolidar un discurso constitucional donde predominaba la preocupación por la distribución de los poderes entre el estado nacional y las provincias por sobre una elaboración conceptual sistemática de los derechos individuales como frenos a la soberanía estatal (Zimmermann, 2015: 37). En este sentido, la Corte entendió que la jurisdicción federal era excepcional e improrrogable y la provincial la ordinaria.[33] También que las disposiciones de la Constitución que “garanten en general” los derechos relativos a la propiedad, la vida y la libertad de los individuos, “no fundan por sí la jurisdicción federal cuando son traídos a juicio” porque es necesario que la causa sea especialmente regida por la Constitución. Y agregaba:
“una interpretación contraria extendiendo la jurisdicción federal a los casos en que están en cuestión algunos derechos mencionados, limitaría considerablemente la jurisdicción provincial para la interpretación y aplicación de los Códigos comunes, por ser materia propia de estos códigos la reglamentación de tales derechos; limitación que se opone a los artículos 67 inc. 11 y 100 de la citada Constitución”.[34]
Sin embargo, se verá seguidamente, que este criterio no fue absoluto y que justamente la Corte recurrió a la invocación de derechos garantidos por la Constitución, así como por los códigos para ir más allá de la reserva contenida en aquellos artículos. Coadyuvó a este proceso la paulatina ampliación de la jurisdicción federal, de la mano de la expansión del Estado nacional en general, cayendo bajo su órbita, por ejemplo, las cuestiones vinculadas a los colegios nacionales, eclesiásticas, militares y diplomáticas, los actos y operaciones del Banco Nacional, creado en 1872 o el control de la legitimidad de los recursos económicos creados por las provincias (Tanzi, 1997: 280, 283-284, 287-289). Una significativa controversia originó la posibilidad, reconocida por la Corte Suprema, de que las provincias fuesen demandadas por particulares ante ese Tribunal (Zimmermann, 2015: 15-29). En este proceso cabe destacar la elaboración doctrinal del control judicial de constitucionalidad de las leyes[35] que reconocía el papel unificador de la justicia federal, a partir de los casos “Avegno c. Provincia de Buenos Aires”, “Eduardo Sojo” y “Banco Hipotecario Nacional c. Provincia de Córdoba” (Bianchi, 1992: 215-217). Este era concebido como una “atribución moderadora, uno de los fines supremos y fundamentales del poder judicial nacional y una de las mayores garantías con que se ha entendido asegurar los derechos consignados en la Constitución, contra los abusos posibles e involuntarios de los poderes públicos”.[36]
En este contexto, la Corte entendió pacíficamente la reserva del artículo 67 inciso 11 como un límite al fuero federal. Así el primer fallo que dictó refería al alcance de este artículo (Zavalía, 1920: 77). En la causa “D. Miguel Otero en asunto mercantil con D. José M. Nadal”, Otero, que a criterio de Zavalía había sido “víctima de un verdadero desaguisado judicial” (Zavalía, 1920: 81), fundó su apelación solicitando la aplicación del Código de Comercio que entendía había sido soslayado por el Superior Tribunal de Buenos Aires. Alegó que “la Constitución y las leyes de la Nación deben tener vigor y efecto a pesar [sic] de los Juzgados de Provincia […] si queremos tener organización nacional”.[37] La respuesta de la Corte fue lacónica y contundente: correspondía rechazar el recurso en tanto que las normas disponían que “la aplicación que los Tribunales de Provincia hicieren de los Códigos […] no dará ocasión al recurso de apelación”.[38]
Otras causas intentaron, con igual fundamento y suerte, abrir la instancia suprema. En esos primeros años, señala Clodomiro Zavalía, fue casi una tarea permanente de la Corte la de rechazar por improcedentes recursos que se interponían ante ella. La falta de claridad sobre los alcances de la jurisdicción federal, una novedad en la época, y de su excepcionalidad que se iría generalizando y arraigando con el tiempo, y la precaria organización judicial permitió que se volviera los ojos “hacia el alto Tribunal de quien el pueblo parecía esperarlo todo” (Zavalía, 1920: 113). Así, con respecto a la reserva del inciso 11° del artículo 67, la Corte entendió que no era cierto que dicha norma permitiera inferir que “todo el poder de castigar los delitos haya pasado a las autoridades nacionales”, pues aunque la Constitución facultara al Congreso dictar los códigos “se salvan expresamente las jurisdicciones locales, declarándose así, que no fue intención de sus autores suprimir la justicia provincial como sucedería si dichos códigos debieran considerarse leyes nacionales”.[39] Entendió también que en los abusos contra la libertad, los ciudadanos “deben buscar su protección en las leyes y autoridades provinciales a quienes compete exclusivamente ejercer la parte de jurisdicción tanto en lo civil como en lo criminal, que no ha sido cedida a la Nación” en tanto no fue intención de los redactores de la Constitución “suprimir la justicia provincial como sucedería si los dichos códigos debieran considerarse leyes nacionales”.[40] La aplicación de los códigos correspondía exclusivamente a la justicia provincial la cual era “independiente y soberana en las materias de su competencia”, y no debía dar cuenta de sus actos a la justicia nacional sino solamente en los casos establecidos por el artículo 14 de la Ley 48.[41]
Así, en el periodo analizado, se consolidó una jurisprudencia que negó la apertura de la instancia extraordinaria cuando las causas versaran sobre la interpretación y aplicación de los códigos. Sin embargo, a partir de la consolidación de la doctrina del control judicial de constitucionalidad de las leyes, se pueden advertir modulaciones nuevas que permitieron un nuevo posicionamiento de la Corte en estos casos. El Tribunal Supremo entendió que esa interpretación y aplicación no debían estar en pugna con la constitución o leyes nacionales.[42] Este argumento resultó fundamental cuando los tribunales provinciales declararon la inconstitucionalidad de alguna norma de los códigos o cuando leyes provinciales que se entendían reñidas con ellos prevalecieron en la decisión judicial.
Un ejemplo de ello es la causa seguida al presbítero Jacinto Correa[43] por infringir la prohibición establecida por el artículo 118 de la Ley N° 2393 de matrimonio civil,[44] que castigaba penalmente la celebración del sacramento matrimonial sin tener a la vista el acta donde conste la realización del civil. El caso debe leerse en el marco del proceso de laicización que acompañó la consolidación del Estado nacional y la primacía de su jurisdicción en el control del modelo familiar y de la población y que trajo aparejado intensos enfrentamientos entre las élites liberales y grupos católicos (Calvo, 2017; Pugliese, 2012). Sin embargo, la falta de una burocracia capaz de hacer cumplir la ley en áreas como la Punilla, en donde Correa era párroco, evidenció las resistencias que acarreó la implementación de la nueva normativa (Barral, 2022: 105-109).
Iniciado el proceso en la justicia criminal de la provincia de Córdoba, Correa planteó la inconstitucionalidad del artículo en cuestión, rechazándose el mismo en primera y segunda instancia y condenándoselo a prisión conforme preveía el artículo 147 del Código Penal. Si bien se discutieron cláusulas constitucionales, la solución del caso no implicó un desconocimiento del derecho federal y, en definitiva, consistió en la interpretación y aplicación de normas codificadas, cayendo el asunto, en todo caso, dentro de la reserva del inciso 11° del artículo 67. Sin embargo, la Corte abre la instancia extraordinaria sin considerar mayormente la cuestión de su competencia, quizás por el peso que la causa tenía en relación a los debates rodeaban la ley impugnada. El Tribunal supremo convalida los fallos precedentes, es verdad que en un voto dividido, y sostuvo, entre otras razones que “la facultad de dictar los Códigos […] no tiene otra restricción que la de no alterar las jurisdicciones locales para su aplicación, sin que en las disposiciones de la ley fundamental se consigne excepción ninguna en favor de las leyes eclesiásticas”.[45] Si en este caso el avance de la instancia suprema federal sobre la interpretación provincial de los códigos quedó solapada por la resonancia política de la causa, lo cierto es que este fallo servirá de precedentes a otro, donde el esfuerzo argumentativo para superar la reserva constitucional resultó más claro.
Con la política ferroviaria llevada adelante por el Estado Nacional a fines de la década de 1880 como telón de fondo, se dictan una serie de fallos que interesan a este estudio. Por un lado, tanto la Nación y las provincias pusieron en marcha un proceso de venta de sus ferrocarriles y por el otro, la Ley N° 2873, Ley General de Ferrocarriles Nacionales de 1891, que derogó la anterior Ley N° 531 (1872) articuló la extensión de la jurisdicción nacional en la red ferroviaria (López, Waddell y Martínez, 2016: 67-72). En una de sus intervenciones, el Procurador General destacó que los ferrocarriles nacionales estaban vinculados a los “más importantes intereses del progreso federal y colectivo de la Nación”, y justificaba el sometimiento de las relaciones de derecho privado que estos tenían con el público a la competencia federal, “a los fuertes capitales invertidos en su explotación, en mérito de los contratos ajustados con el Gobierno Nacional”.[46] Consecuentemente, la Corte reconoció la ampliación de la competencia federal a los supuestos regidos por aquella ley. Decidió que esta debía considerarse “ley especial”, esto es, no comprendida en la reserva del artículo 67, inciso 11 de la Constitución nacional y sometidos los casos que caían bajo su órbita a la jurisdicción federal, independientemente que su solución suscite cuestiones que debieran regirse puramente por el derecho común.[47] Por el contrario, existían supuestos que debían regirse por el Código de Comercio, como era el caso del contrato de transporte, que permanecía en la órbita provincial.[48]
En este contexto, en “Bellocq y Durañona contra Ferrocarril del Sud” se discutió la validez constitucional de los artículos 187 y 188 del Código de Comercio.[49] Los demandantes reclamaron la devolución del flete por el retardo incurrido por la empresa de ferrocarril.[50] Esta sostuvo que la inconstitucionalidad de las normas citadas radicaba en que ellas avanzaban sobre el poder de policía de las provincias; alteraban las concesiones de la empresa sin su consentimiento; y por último, al imponer un plazo de imposible cumplimiento conspiraba contra la existencia misma de los ferrocarriles, afectando los artículos 14, 28, 67 inciso 16 y 107 de la Constitución nacional.[51] El juez de Comercio de la Capital Federal, desestimó el pedido de inconstitucionalidad, pero fue acogido en segunda instancia conforme el último argumento esgrimido por el Ferrocarril del Sud. Entendió la Cámara que las normas impugnadas violaban la garantía constitucional de la libertad de industria (artículo 14 de la Constitución Nacional) y atacaban la prescripción del inciso 16 del artículo 67 que imponía al Congreso el deber de proveer lo conducente a la prosperidad del país promoviendo entre otras cosas, la construcción de ferrocarriles.[52] Interpuesto el recurso ante la Corte Suprema, el Procurador General debió realizar un significativo esfuerzo argumental para salvar la excepción del artículo 15 de la Ley 48: la sentencia de la Cámara de la Capital Federal no había “aplicado o interpretado” el código, sino que había anulado su mandato. Y si tal derecho podía acordarse a un tribunal local, sin más recurso, resultaría sujeta a su jurisdicción
“la validez jurídica, la existencia misma de los códigos nacionales, subordinando la autoridad constitucional del Congreso, para dictar los códigos nacionales, a la reservada a los tribunales de provincia para aplicarlos; y produciendo conflictos, cuya consecuencia fuera la anarquía en la jurisprudencia constitucional”.[53]
La Corte Suprema, con la disidencia de Octavio Bunge que por cuestiones formales no adhirió a la mayoría, sostuvo que la reserva del inciso 11° del artículo 67 no implicaba “destruir, anulándosas, las leyes sancionadas por el poder legislativo de la nación, con el objeto de proveer a las ventajas de una legislación uniforme para todo el país”.[54] Agregaba:
“Si a las provincias les es prohibido dictar leyes que destruyan las reglas consignadas en los códigos de fondo, no puede admitirse que sus tribunales tengan el derecho de aniquilar esas mismas reglas y que los poderes federales carezcan de acción para mantener la obra del Congreso, manteniendo la unidad de legislación”.[55]
Si bien la decisión aparece como un ejemplo aislado en la época, no es por eso menos significativa. La Corte esboza un límite a la reserva del artículo 67 inciso 11. La aplicación a que este se refiere debe ser entendida como una acción positiva que no prescinda de los códigos nacionales. Podemos advertir aquí un sentido diferente al sostenido por Sáez: las provincias no ejercían una jurisdicción absoluta que permitiese por el ejercicio de la reserva constitucional derogar la legislación nacional. Este problema sería desarrollado en otras dos decisiones del Tribunal Supremo.
Petrona Candioti de Iriondo apeló ante la Corte la decisión del gobierno de Entre Ríos de abonarle una indemnización con títulos públicos de la provincia y no en moneda conforme lo establecía los artículos 740 y siguientes del Código Civil. El Procurador General en su vista entendió que el fallo no era recurrible ante la Corte Suprema entre otras razones porque “si la aplicación de esa ley [la ley provincial] puede afectar las disposiciones del Código Civil, ello no da derecho al recurso para ante [sic] V.E.” en atención a la excepción del artículo 15 de la ley 48. Sin embargo, el Tribunal Supremo sostuvo que el recurso era procedente, en tanto que en la sentencia se había puesto en cuestión la validez de la ley provincial de 1892 “como contraria a la Constitución nacional y a las disposiciones del Código Civil, que es una ley del Congreso” y a pesar se decidió aplicarla. Agregó también que aún cuando la ley nacional pospuesta a la ley provincial era el Código civil, el caso no se encontraba dentro de la excepción indicada por el Procurador General en tanto “la sentencia recurrida no se limita a interpretar o aplicar el Código Civil sino que, por el contrario, prescindiendo de los establecido en él, declara de preferente aplicación la ley provincial de consolidación que se sostiene ser contraria al Código y derogatoria de una de sus disposiciones expresas”.[56]
En forma similar se expidió la Corte en la causa seguida por Francisco Olivera contra Remigio Molina sobre oposición a una mensura tramitada ante la justicia de Santiago del Estero. El primero, por sí y en representación de otros condóminos, frente a la denuncia hecha por Molina de un terreno situado en el departamento de Salavina y posterior trámite de mensura, dedujo ante el Juzgado de Primera Instancia interdicto de retener, por considerar que la mensura ordenada importaba una turbación de la posesión quieta y pacífica que tenían de dicho terreno. La justicia provincial sostuvo que la oposición solo podía fundarse en derechos de propiedad conforme la ley de tierras de la provincia, rechazando las acciones posesorias conforme las normas de fondo. En esta oportunidad, la Corte fue más escueta al abrir la instancia extraordinaria. Entendió que en el fallo recurrido, además de violarse el artículo 31 de la Constitución nacional, se había puesto en cuestión “la inteligencia de la ley de tierras de la Provincia en oposición con las prescripciones del Código Civil” y se contrariaba “derechos acordados por una ley sancionada por el Congreso en virtud de una atribución que le es propia y que le está expresamente acordada por el artículo 67 inc. 11”.[57]
Con estos tímidos, pero significativos pasos, la Corte Suprema irá afianzando una jurisprudencia que pretorialmente avanzaría sobre la reserva de la cláusula constitucional analizada. Fue finalmente en “Rey, Celestino c/ Rocha, Alfredo y Eduardo s/ falsificación de mercadería y de marca de fábrica” (1909) donde la Corte sentará el precedente que construirá la doctrina de la arbitrariedad de sentencia como causal de apertura de la instancia extraordinaria y que permitiría la revisión de los “fallos de todos los tribunales de toda la República en toda clase de causas, asumiendo una jurisdicción más amplia que la que le confieren los arts. 100 y 101 de la constitución nacional, y 3 y 6 de la ley 4055”,[58] principio que se aplicaría recién en 1939 (Palacio, 1970: 219-220). Muchos de los argumentos aquí analizados alimentaron también los debates en torno a la instalación de casación que se suscitaron en la primera mitad del siglo XX (Polotto, 2023).
Conclusiones
Las concepciones en torno a la soberanía provincial, los arraigos tradicionales de esta, su identificación con ejercicio de la jurisdicción ordinaria, confrontaron la posibilidad de la existencia de unos códigos que unifiquen la legislación en todo el territorio de la República. En este sentido, la definición normativa del artículo 67 inciso 11 de la Constitución nacional puede comprenderse como producto de un consenso que intentó conciliar elementos tan disímiles como una codificación nacional para regir en un estado federal que deslinda, en su organización judicial, una esfera jurisdiccional federal de otra provincial. Esta solución resignificó el papel de la justicia federal como guardiana de la Constitución y del derecho federal en tanto que, con respecto a los códigos, desarticuló la función extensiva entre las atribuciones legislativas y judiciales, en la medida que lo que el Congreso Nacional sancionara como ley, la justicia federal podía juzgar. Esto no significó que la justicia federal no aplicase los códigos, ya que lo hacía en los supuestos de su jurisdicción, como era el caso de intervención de vecinos de distintas provincias o un vecino y un extranjero, pero lo hacía como una jurisdicción más.
Así la reserva del artículo 67 inciso 11 constituyó un importante condicionamiento local a la eficacia unificadora de los códigos al supeditar la interpretación de estos a las instancias provinciales. Se configuró una peculiar “geografía” donde confluyeron dos espacios conforme el análisis de Meccarelli: el “decidido”, identificado con su ámbito de vigencia en todo el territorio de la República como expresión de soberanía del Estado Nacional y aquel “dado”, el de las jurisdicciones provinciales que a través de su organización judicial preexistente a los códigos aplican estos. Es verdad que, a partir de la consolidación de la doctrina del control judicial de constitucionalidad de las leyes, se pueden advertir modulaciones nuevas que permitieron un nuevo posicionamiento de la justicia federal y de la Corte Suprema en particular con respecto a estos casos. Pero también es cierto que en este periodo constituyeron avances tímidos, precedentes que, frente a nuevas concepciones del régimen federal y del poder político de las provincias cobraron vigor mediados del siglo XIX.
Agradecimientos
Agradezco la lectura y comentarios de los evaluadores anónimos y de mis colegas de la Facultad de Derecho de la UCA, de Ignacio de la Riva, Florencia Ratti, Nicolás Lafferriere, Nicolás Pérez Trench, Estefanía Rogora y Juan Navarro Floria.
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Notas
Art. 188. En caso de retardo en la ejecución del trasporte por más tiempo del establecido en el artículo anterior, perderá el porteador una parte del precio del trasporte, proporcionado a la duración del retardo, y el precio completo del trasporte, si el retardo durase doble tiempo del establecido para la ejecución del mismo, además de la obligación de resarcir el mayor daño que se probare haber recibido por la expresada causa. (En Código de Comercio de La República Argentina. Edición Oficial (1889). Imprenta “La Universidad”.