Sección Especial
Escalas migratorias en la configuración imperial ibérica
Migratory scales in the Iberian imperial configuration
Escalas migratorias en la configuración imperial ibérica
Prohistoria. Historia, políticas de la historia, núm. 39, 1-27, 2023
Prohistoria Ediciones
Recepción: 15 Marzo 2023
Aprobación: 31 Mayo 2023
Publicación: 16 Junio 2023
Resumen: Con base en el cruce de fuentes que dan cuenta de la actividad de indianos residentes en la corte de Madrid durante la primera mitad del siglo XVII, esta contribución tiene por objetivo estudiar formas de movilidad que se interrelacionaron en las capitales de las monarquías ibéricas. Se propone el empleo de una herramienta analítica para describir y comparar “confluencias migratorias” que tuvieron como epicentros la corte de Madrid, Sevilla, la ciudad de México, el real minero de Zacatecas y algunas otras ciudades de la América española. Se apuesta por considerar que las formas de movilidad laboral, local y regional, las tramas de intereses indianos en la corte de Madrid y la acción política resultante, de carácter transatlántico, fueron determinantes, en sus diversas escalas, en la configuración imperial de la monarquía española.
Palabras clave: Migraciones Preindustriales, Imperio Español, Movilidad Transatlántica, Indianos.
Abstract: Based on the cross-referencing of sources that give an account of the activity of Indianos residing at the court of Madrid during the first half of the seventeenth century, this contribution aims to study forms of mobility that were interrelated in the capitals of the Iberian monarchies. It proposes to use an analytical tool to describe and compare "migratory confluences" that had as epicenters the court of Madrid, Seville, Mexico City, the royal mining town of Zacatecas and some other cities in Spanish America. It is proposed to consider that the forms of labour mobility, local and regional, the webs of Indian interests in the court of Madrid and the resulting political action of a transatlantic nature were decisive, in their different scales, in the imperial configuration of the Spanish monarchy.
Keywords: Preindustrial Migrations, Spanish Empire, Transatlantic Mobility, Indianos.
Escalas migratorias en la configuración imperial ibérica[1]
A los ojos de sus contemporáneos, el más espectacular de estos acontecimientos debe de haber sido el descubrimiento de continentes no oídos y de océanos no soñados […]
Precisamente cuando se descubrió la inmensidad del espacio que disponía la Tierra, comenzó la famosa reducción del globo, hasta que finalmente en nuestro mundo (que, aunque resultado de la Época Moderna, no es en modo alguno idéntico al mundo de la Época Moderna) cada hombre es tanto habitante de la Tierra como de su país.
Fuente: Hanna Arendt, La condición humana, 1958.
Con base en algunos casos de indianos residentes en la corte de Madrid, esta contribución tiene por objetivo estudiar formas de migración que se interrelacionaron en la temprana modernidad, especialmente durante el periodo de unión de coronas ibéricas (1580-1640) y en algunas ciudades capitales de las monarquías ibéricas, tanto en Europa como en América. La investigación que sustenta este trabajo tiene el propósito de aproximarse a los itinerarios que definieron el entramado social transatlántico como configuración histórica compleja, es decir no lineal (García, 2006; de Landa, 2010; Barriera, 2003: 163-196 y 2019: 217-270), que profundice el conocimiento actual acerca de la densidad, diversificación, escalas y características de aquellas formas de movilidad; en fin, que permita superar las visiones unidireccionales sobre la migración transatlántica y reflexionar sobre su papel en las dinámicas imperiales.[2] La apuesta por desentrañar estas últimas apunta elementos para un comprensión amplia de las formas de migración local, suscitada por la atracción de las ciudades (Sánchez Albornoz, 1982; Cook, 1989; Jaramillo, 1992: 265-320; Cirizia-Mendívil, 2019: 443-465), pero también por las migraciones entre espacios rurales (Rey Castelao, 2021: 119-153); así como de los movimientos cíclicos y por etapas no predefinidas, entre otras experiencias que se engarzaron y sustentaron la multidireccionalidad de la movilidad transoceánica.
Las imbricaciones de esas formas migratorias condicionaron tanto la circulación como las conexiones del llamado Atlántico ibérico, como ocurrió en otros ámbitos europeos en los que, desde el siglo XVI, se produjeron nuevas experiencias de movilidad cuyos cauces, condiciones y modalidades repercutieron en las grandes migraciones de los siglos XIX y XX, en el marco de los procesos de industrialización acelerados por la mecanización del trabajo y la producción (Tilly, 1978; Canny, 1994; Blade, 2003; Lucassen, 2004: 12-39; Lottum, 2007). En este sentido, esta contribución explora la articulación y complejidad de las escalas migratorias en la configuración imperial ibérica como elemento definitorio de la movilidad en la temprana modernidad, sin el cual resulta incompleto e inviable reconocer las líneas de continuidad en la historia de las migraciones europeas, cuyos estudios han echado abajo, con solvencia y éxito, las ideas preconcebidas acerca de la “transición de la movilidad” (Lucassen y Lucassen, 2009: 347-377).
Con base en los datos construidos por el cruce de diversas fuentes para el objeto de estudio presente, se propone el empleo de una herramienta analítica para describir y comparar “confluencias migratorias” que tuvieron como epicentros la corte de Madrid, el emporio comercial de Sevilla, la ciudad de México y algunas otras urbes de las Indias Occidentales. Parto de la evidencia documental que permite advertir diversos tipos de movilidad humana, a corta, mediana y larga distancia (Arru, Caglioti y Ramella, 2008); temporal, recurrente, definitiva, por etapas o escalas,[3] que en un momento dado confluyeron, engarzando sus comienzos distantes y distintas causas en un solo proceso multidireccional.
Una vez constatados casos de confluencias migratorias, es preciso explicar cómo y porqué confluyeron migraciones de escala y origen diverso, es decir, aproximarse a las dinámicas de las personas en movimiento que daban un sentido determinado a su acción y que, más allá de su voluntad, al confluir articulaban sus distintas condiciones, espacios y horizontes. Ulteriormente, el ejercicio promueve una perspectiva analítica sobre la complejidad de las migraciones que definieron el perfil de la conformación imperial ibérica y su carácter global, desde cada itinerario, localidad de partida, de tránsito y de destino.[4] Así pues, al describir experiencias migratorias a distintas escalas en confluencia, compararlas y analizarlas como procesos constitutivos del entramado ibérico interoceánico (mediterráneo, atlántico y aún pacífico e índico), es posible también contribuir a la discusión sobre el impacto de las migraciones entre comunidades culturales para el desarrollo de procesos de innovación y , a la vez, tender puentes de diálogo y colaboración, en términos metodológicos, con quienes estudian migraciones en los mundos iberoamericanos durante los siglos XIX y XX (McNeill, 1984: 1-18; Brettell y Hollifield, 2000; Harzig et al, 2009; Lucassen y Manning, 2010; Lucassen y Lucassen, 2014; Gungwu, 2019; Manning y Trimmer, 2020).
Para contribuir a la interlocución, en parte iniciada en un coloquio sobre movilidades en un amplio arco histórico,[5] se propone partir de la observación de un caso de confluencias migratorias, organizada en tres dimensiones. En primer lugar, las formas de movilidad laboral, local y regional, que sustentaban los itinerarios de los magnates americanos en la Península ibérica durante la primera mitad del siglo XVII; en segundo lugar, las tramas de intereses que las solicitudes de un pequeño pero poderoso núcleo de indianos de Nueva España articuló en la corte de Madrid; y, en tercer lugar, la acción política resultante, a escala transatlántica, de ese grupo que entreveraba ambas orillas del océano de forma activa, frente a otras facciones de intereses que involucraban ministros reales, virreyes y sus aliados en las Indias.
Entrecruzamientos laborales
Al final del verano de 1603, el maestre de campo y sargento mayor Vicente de Zaldívar, nacido en Pánuco, distrito de Zacatecas en Nueva España, presente en la corte real, entre Madrid y Valladolid, recibió licencia para regresar a las Indias Occidentales con 40 hombres que supieran los oficios de “mosqueteros y oficiales carpinteros de ribera”, además de dos pilotos y armas para integrarse a una nueva expedición sobre Nuevo México, cuyo capitán general era Juan de Oñate, tío del maestre de campo.[6]
Zaldívar tenía muy poco tiempo para reunir aquella tropa, en vista de la licencia y pasaje de vuelta a América ya concretados para la flota de agosto de 1603, luego de algunos años en la Península. Entre los reclutados por el maestre de campo en Madrid se encontraban los hermanos Estrada, Francisco, Diego y Pedro, naturales de Bóveda, en Valdegovía, provincia de Álava, hijos de Martín de Estrada y María de Sobrevilla.[7] Su partida hacia Madrid, después a Sevilla y desde ahí en dirección de las Indias Occidentales reiteraba una fluencia migratoria por etapas, alimentada por las expectativas y lazos familiares y de paisanaje de otros alaveses y vascos en general, desde el siglo XVI, entre las que se contaban las trayectorias de los abuelos paternos de los propios Oñate y Zaldívar, vecinos y naturales de Vitoria.[8] Como las iteraciones de una fractal, aquellos itinerarios acumulados, con sus cadenas de apoyo y sus rutas, vendrían a convertirse en vertiente migratoria fundamental en la configuración de los lazos entre la Península ibérica y la América española en los siglos siguientes.[9] Como carpinteros de ribera, los Estrada conocían el arte y oficio de la construcción naval, desde seleccionar los árboles adecuados por tamaño y edad en los bosques, hasta aserrar la madera y calafatear su ensamblaje, un conjunto de saberes que se transmitía de generación en generación por todas las provincias vascas y otras regiones de la Península desde siglos atrás (Fernández Cháves, 2021: 160-193).
A los jóvenes alaveses se sumó Cristóbal Brito, mosquetero de origen manchego, junto con los sirvientes del maestre, Juan, mulato esclavo y Miguel, indio, entre otros cuatro criados, quienes constituyeron un primer compacto grupo que zarpó en la flota de Nueva España de agosto de 1603.[10] Así, como en toda experiencia migratoria, aquel variopinto conjunto de soldados improvisados, como muchos otros que se embarcaron en la Carrera de Indias, dejaba atrás las costas andaluzas hacia la inmensidad de la Mar Océano en que se cifraban sus esperanzas, intereses y temores (Calvo, 2019; HernándezRodríguez, 2021: 2041-2053).
La premura con la que Zaldívar salió con rumbo a Nueva España postergó la formación completa del grupo. Así, la leva continuó en Sevilla a cargo de Alonso de Oñate, hermano menor del capitán general de la expedición, natural de la ciudad de México, que residía en Sevilla desde cuatro años atrás en compañía de su hijo de 12 años, Cristóbal de Oñate.[11] El indiano residente en el emporio hispalense obtuvo licencia para pregonar el bando por el que se buscaban mosqueteros, oficiales carpinteros de ribera y pilotos, en el altozano de Triana, el puente sobre el Guadalquivir que conecta aquel barrio con la rivera derecha de Sevilla y otras partes de la ciudad.[12] El enganchador logró reunir un grupo de 33 nuevos reclutas quienes, en marzo de 1604 se encontraban dispuestos y con licencia para trasladarse a las Indias. La composición del grupo por lugar de origen y oficio ofrece pistas centrales para comprender los enlaces entre unas escalas migratorias y otras.
Del total, los mosqueteros Felipe de Liaño, Juan de Tolosa y Francisco Martínez eran vecinos y naturales Madrid, reclutados por Zaldívar que habían quedado bajo la autoridad de Alonso de Oñate y en espera de nuevas posibilidades para embarcarse. En tanto que 19 conformaban la mayoría provenientes de diversas partes de Andalucía, incluidos el piloto Juan Bautista de Ávila, natural de Sevilla, y el malagueño maestro mayor de carpintería Cristóbal de Melgarejo, con su esposa, Andrea de Lara, natural de Antequera, y sus hijos Catalina, María y Cristóbal. Si el piloto era oriundo de la capital hispalense, los demás habían venido de otros pueblos, villas y ciudades. Además de Málaga, figuraban vecinos y naturales de Córdoba, Granada, San Juan del Puerto, Ayamonte, Écija, Santaella, Cabra, Puebla de Guzmán, y Martos, en Jaén.
Al mayoritario grupo andaluz se sumaban dos asturianos de Oviedo, en los que figuraba el alférez Juan Bernardo de Quiroz; dos manchegos, dos canarios, dos vascos, uno de Toro, otro natural de Villa de Ebro, Aragón; y el mosquetero portugués Francisco Gómez, joven natural de Lisboa, pero estante en Sevilla. La muestra expresa las pautas de atracción del complejo urbano andaluz, Por una parte, el peso mayoritario de las migraciones del entorno regional, que articulaban flujos constantes de localidades de Huelva, Córdoba, Jaén y, muy importante, del Mediterráneo granadino, incluso levantino en dirección de la cara atlántica de la Península. Por otra parte, la presencia de migrantes provenientes de otras partes de la península, incluida la capital lusa, Asturias, Aragón, ciudades de Castilla al norte del Duero y, por supuesto, vascos.
En general, la operación de reclutamiento logró captar un piloto, un maestro carpintero de ribera con su familia, que se sumaba a los alaveses reclutados en Madrid, y el resto, 33 mosqueteros. Llama la atención la condición familiar que distingue la disposición migratoria de los carpinteros frente al resto, como ocurría con el malagueño Cristóbal de Melgarejo, de cuya experiencia como oficial de ribera daba cuenta Alonso de Oñate por medio de una aprobación del examen para ejercer el oficio y poner tienda, emitida por el cabildo de Antequera en 1598.[13] En adición, el Consejo de Indias reforzaba la licencia de paso del carpintero constructor de barcos con la de su esposa e hijos, con el propósito de convertirlos en pobladores de Nuevo México; una posibilidad que se extendía a todos los reclutados siempre que demostraran estar casados y no ser “gente de la prohibida a pasar a Indias”; con lo cual, la expectativa, al menos oficial, de su traslado a América se convertía en evidencia de una intención de migración sin retorno.
También resulta llamativa la dificultad para encontrar pilotos, pues de los dos que se habían autorizado sólo fue reclutado el citado Juan Bautista de Ávila, natural de Triana, maestre de nao quien tenía experiencia en la navegación trasatlántica, pues había formado parte de la armada de Tierra Firme bajo las órdenes del general Francisco Coloma.[14] Sus saberes sobre la bóveda celeste, el timón, el velamen, el astrolabio y demás instrumentos de navegación lo convertían en un activo fundamental de aquella empresa indiana, sobre todo tras la aprobación de los exámenes que lo acreditaron como piloto ante los oficiales de la Casa de contratación entre mayo de 1600 y mayo de 1602, en los que demostró experiencia en diversos puertos de las Islas del Caribe, Castilla del Oro y el Nuevo Reino de Granada, entre los que nombró La Habana, La Margarita, Cumaná, Cabo de la Vela, Rio Hacha, Santa Marta, Cartagena, Nombre de Dios y Portobelo.[15]
En relación con el grueso de los reclutas, la gran mayoría eran jóvenes de entre 20 y 30 años, con excepción de cuatro que declararon tener alrededor de 40 años.[16] De las descripciones físicas de sus señas, las heridas pueden inferir que algunos de ellos habían tenido experiencias bélicas previas. Aunque, a diferencia de los carpinteros de ribera y los pilotos, su registro ante la casa de la Contratación como mosqueteros no requirió de exámenes ni pruebas documentales.
Para trasladar a estos migrantes reconvertidos en soldados de la jornada de Nuevo México, Alonso de Oñate aprovechó la autorización real que había sido librada a Zaldívar, previa consulta al Consejo, los oficiales de la Casa de la Contratación y las autoridades del Consulado hispalense de mercaderes, para embarcar a la gente en Sanlúcar de Barrameda, en un patache con capacidad para soportar 80 toneladas dispuesto para este propósito, sin esperar la salida de la flota de Nueva España. La licencia incluía la promesa de recuperar 1 500 ducados que le serían librados en la caja real de Veracruz o en la de México, una vez superado el cruce transatlántico, por concepto de matalotaje, es decir. para cubrir alimentación y sostenimiento de la tripulación durante las semanas en altamar.[17]
Las expectativas americanas de los reclutas transcurrían en el marco de su integración a una nueva empresa de conquista en el norte de Nueva España guiada por la búsqueda de nuevas riquezas. Era ese un horizonte ignoto para ellos, pero ya conocido por sus patrones, quienes buscaban similares recompensas a las encontradas en Zacatecas, tras las incursiones anteriores que resultaron en la fundación de San Juan y San Gabriel sobre el Río Grande y la sangrienta punición de las naciones Acoma, en las que Zaldívar tomó parte como sargento mayor del ejército de Oñate (Crespo-Francés y Valero, 1997; Levin Rojo, 2014; Kania, 2021).[18]
Una vez en Nueva España, tras un incidente con los comisarios de la Santa Inquisición en Veracruz, quienes pretendían revisar la nave para asegurarse que no transportaban libros ni personas prohibidas, el contingente pudo desembarcar en la isla de San Juan de Ulúa, trasladarse a la Ciudad de México y desde aquella capital hasta el real de minas de Zacatecas.[19] Ahí se reunieron con el grupo encabezado por Zaldívar y tuvieron lugar los preparativos para la campaña de Nuevo México, que incluyeron un nuevo nombramiento para el maestre de campo, ahora como protector de naturales, es decir, “abogado” de los indios que integrarían la misión. Éstos provenían tanto de los barrios de México como de otras partes de la comarca quienes habían migrado a Zacatecas para escapar del pago de tributo en sus pueblos (Assadourian, 2008: 141-158). Así, durante la expedición quedaban bajo la jurisdicción del magnate descendiente de conquistadores, tanto los indios estantes en México y los del distrito de Zacatecas (Pacheco Rojas, 2018: 15-54), como aquellos reclutas andaluces, vascos, castellanos y canarios que decidieron unirse a una inexorable campaña que los llevaría a engrosar, junto a los primeros, las calles de la ciudad de México, más que a batallar contra las naciones de la borrosa e inmensa frontera norte de la América española (Pacheco Rojas, 2018: 15-54; Jalpa Flores, 2010: 79-104).
Desde luego, es imposible conocer con detalle los itinerarios de aquellos indios migrantes, ni siquiera sus nombres; pero está claro que sin esta energía humana que se sumaba a la trasladada desde la península ibérica, las empresas norteñas de los indianos no habrían tenido posibilidades de éxito (Romano, 2004: 35-78). El caso permite observar la dinámica de una confluencia migratoria activada por el horizonte de una posible conquista y colonización de lo que vendría a ser Nuevo México, a partir de un selecto grupo de americanos adinerados, reputados como indianos en la Corte real, cuyos itinerarios transatlánticos, de América hacia Europa y de vuelta, se engarzaron con tres flujos interregionales de gente que buscaba formas de ganarse la vida distintas a las de sus respectivas localidades de origen, tanto en la Península ibérica, como en los pueblos de indios de Nueva España. El primero, aquel de la migración alavesa y manchega a la villa de Madrid captada como por tener alguna experiencia previa de labores específicas. El segundo, el de los migrantes de distintos pueblos de Andalucía y aun de otras partes de la Península, quienes confluían en Sevilla con la expectativa de “hacer las Indias”. La incorporación de esos migrantes como hueste reclutada implicó un cambio de escala en su inexorable migración, ahora hacia la aventura transatlántica que, en tierra americana confluyó con un tercer flujo migratorio local o regional, constituido por las experiencias de movilidad por etapas de grupos de indios provenientes de sus pueblos y estantes temporales en la ciudad de México y el real de minas de Zacatecas. Así, la necesidad de mejores condiciones de sobrevivencia individual y familiar, tanto en Castilla como en Nueva España, llevó a campesinos andaluces, vascos y manchegos e indios nahuas tributarios a salir de sus casas y comunidades de origen en busca de nuevos horizontes de labor. Sus caminos y destinos cruzados sólo se activaron al articularse con las trayectorias de los magnates que tejían el Atlántico desde las ciudades americanas hasta las capitales europeas, en busca de mercedes reales que les permitieran explotar de mejor forma los recursos de sus terruños. La energía social producida por el movimiento local de aquellos entrecruzamientos laborales fue la base de la movilidad transatlántica que configuró al patriciado americano.
Entrelazos americanos en la corte real: un homo faber transatlántico
Las acciones de la empresa de conquista y colonización sobre Nuevo México derivaron en nuevos méritos que, a la vuelta de dos décadas, entre 1623 y 1625, Vicente de Zaldívar presentó como pruebas ante el Consejo Real de la Suprema Inquisición para hacerse con un nombramiento de familiar de ese cuerpo judicial, real y apostólico, en Nueva España, y, así, adquirir las prerrogativas que le otorgaba el fuero inquisitorial.[20] Como se sabe, lejos de constituir un servicio en defensa de la fe o un modo de incorporar vecinos a la vigilancia confesional, el fuero les permitía a los familiares incoar cualquier género de querella en su contra ante el tribunal del Santo Oficio (Alberro, 1988: 53-60; Cerrillo Cruz, 2000). Esta condición resultó muy útil para Zaldívar, en el marco de los conflictos que le acarreó su actuación como alcalde mayor del Real de minas de Zacatecas, del que era vecino junto con su esposa y prima segunda, doña María Oñate Cortés Moctezuma, hija de su tío, capitán general de la expedición sobre Nuevo México, y nieta de doña Leonor Cortés Moctezuma, hija del famoso Huei Tlatoani.
Durante los mismos años, tras otro de sus múltiples viajes a los reinos de Castilla, Zaldívar volvía a la ciudad de México acompañado de nuevos criados de origen andaluz y manchego, después de pasar algunos años en Madrid, ocupado en conseguir una merced de hábito para ingresar a la orden de caballería de Santiago.[21] Para ese propósito, en las pruebas sobre su calidad y virtudes que se practicaron entre septiembre y noviembre de 1625 en las ciudades de origen de sus abuelos paternos, en Vitoria, y maternos, en Granada, el pretendiente indiano contó también con el apoyo de 19 testigos ante el Consejo de Órdenes que declararon en Madrid, quienes dieron cuenta de su nacimiento en Indias, la calidad de su linaje y sus cualidades personales para volverse caballero. En opinión de los comisionados de la Orden de Santiago para practicar las diligencias en la Corte, todos estos testigos eran de “mucha fe y crédito […] personas muy graves, algunos de ellos naturales de la dicha Nueva España”.[22] En efecto, once de los testigos registrados eran naturales de alguna ciudad de Nueva España, pero vivían en Madrid y los otros ocho eran vecinos de aquella villa que habían realizado estancias prolongadas en algún lugar de las Indias.
Una primera caracterización de los estantes en Madrid que apoyaron a Zaldívar en los interrogatorios permite observar diversas experiencias de circulación en confluencia con la movilidad periódica del indiano entre Nueva España y Castilla. Por una parte, en el grupo de quienes reconocían estancia en las Indias, sin vecindad ni naturaleza, se encontraban ministros, eclesiásticos y oficiales reales que habían servido en algún momento en alguna ciudad de la América española. Sus trayectorias reiteran las formas de circulación sobre las que se organizaba la administración hispana en América y otras partes de la monarquía española, mismas que, en su ejercicio efectivo, dependían por completo de su acceso a los grupos locales y regionales (Yun Casalilla, 2009; Esteban Estríngana, 2012; Pardo Molero et al, 2012; Muto y Terrasa, 2014, Favarò, 2013, 2019). Los vínculos creados entre agentes reales y poderosos locales, como lo muestra el caso de Zaldívar, constituían un activo relacional a la hora de solicitar mercedes en la corte real por parte de los últimos, quienes, como el solicitante, eran tenidos por personas “ilustres y estimadas”. Así, por ejemplo, el Licenciado Juan de Villela, a la sazón presidente del Consejo de Indias, había servido más de veinte años en América, sobre todo en Lima, entre septiembre 1591 y mayo 1612. Los primeros años como alcalde del crimen y después como oidor de la Audiencia de aquella capital, con excepción del periodo entre 1607 y 1610, en que fungió como presidente de la Audiencia de Guadalajara, en Nueva España, donde entró en contacto con el complejo familiar de los Oñate y Zaldívar (Schäfer, 2003 [1935]: II, 418,422, 438). Al del presidente, se sumaban, entre otros, el mercader Cristóbal Gutiérrez Rojo, natural de Brihuega, vecino de Sevilla y, en ese momento residente en Madrid, quien estuvo diez años en Nueva España y, vuelto a Castilla, fungía como agente de la provincia agustina de las Filipinas,[23] y Juan de Quezada Hurtado de Mendoza, quien sirvió por 20 años en México y se desempeñaba en Madrid como procurador de la Real Universidad de México.[24] Así como los testimonios de eclesiásticos con amplia experiencia en América, como el doctor Juan Pérez de la Serna, arzobispo de México que se encontraba en Madrid para defenderse de las acusaciones relativas a la rebelión de 1624 (Ballone, 2017: 212-215; Bautista y Lugo, 2020: 170-176); o fray Juan de Valle, de la orden de San Benito, quien gobernaba la curia episcopal de Guadalajara y conoció a Zaldívar cuando regresó de Castilla a Nueva España, para la jornada de Nuevo México con los reclutas alaveses, manchegos y nahuas.
Por otra parte, los testigos que eran vecinos y naturales de las Indias, pero residían en Madrid, compartían con Zaldívar, además de su condición de “indianos” en la corte real, la experiencia de unos itinerarios transatlánticos de América a Europa (Ruiz Ibáñez y Vallejo Cervantes, 2012: 1109-1170; Bautista y Lugo, 2021b: 497-534; 2023: 125-157). Algunos de éstos se caracterizaban por su recurrencia, otros por estancias con periodos diversos, determinadas por los propósitos de cada viaje, que podían inducir una circulación constante entre su lugar de nacimiento o vecindad, la ciudad de México y los puertos andaluces. Otros tenían en Madrid una etapa de un periplo que llevaba a otras ciudades europeas; en tanto que otros casos dan cuenta de la necesidad de permanecer por tiempo indeterminado en Castilla, tejiendo clientelas y negocios que sedimentaban los intereses de unos lazos políticos, económicos y familiares extendidos en un océano de conexiones multidireccionales. Así, por ejemplo, entre los provenientes de la ciudad de México se encontraban el dominico fray Antonio de Hinojosa, consultor del Consejo de la suprema inquisición, quien habría pasado a Castilla y se había instalado en Madrid al menos ocho años atrás, con licencia del virrey marqués de Guadalcázar;[25] fray Alonso de Castro, natural de México, asistente general de la Orden de San Agustín en la corte; don Antonio de la Cadena Bullón quien se encontraba en la corte por lo menos desde 1620, pero era natural de Puebla de los Ángeles, capitán de caballos y de tres compañías en la expedición a Nuevo México bajo las órdenes de Zaldívar; sus continuadas prórrogas en Madrid le permitirían alcanzar, a la postre, el nombramiento de gobernador del Soconusco, una de las principales regiones productoras de cacao, en la provincia de Chiapas, reino de Guatemala, con el que se conformó para regresar a las Indias.[26] En ese grupo, quien menos tiempo tenía de residir en la corte era el doctor Hernán Carrillo Altamirano, abogado de la Audiencia real de México y protector general de los Indios de Nueva España, llegado apenas un año atrás, durante el verano de 1624, junto con el arzobispo Pérez de la Serna, para defender la causa de los rebeldes que habían derrocado al virrey marqués de Gelves (Bautista y Lugo, 2021a: 307-330).[27]
Por encima de todos los indianos residentes en Madrid que depusieron a favor de Zaldívar ante el Consejo de Órdenes, se encontraba doña Mariana de Ibarra y Velasco, marquesa consorte de Salinas del Río Pisuerga, albacea testamentaria del virrey y presidente del Consejo de Indias, Luis de Velasco, quien era, simultáneamente su tío y su suegro. Doña Mariana es una figura fundamental para comprender la escena de los indianos de Nueva España en Madrid durante la primera mitad del siglo XVII.[28]
En esos años, los primeros de Felipe IV y del ascenso del régimen de Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares, la corte bullía de pretendientes de origen americano a diversos tipos de mercedes, entre las que destacaban las de hábito, que permitían solicitar acceso a alguna de las órdenes militares castellanas (Wright, 1969: 34-70; Domínguez Ortiz, 2012: 47-84; Postigo Castellanos, 1988; Ramos, 1996; Fernández Izquierdo, 1992: 73-95; Jiménez Moreno, 2013; Giménez Carrillo, 2016; Andújar Castillo, 2018: 79-112). Junto a la merced de Zaldívar, entre 1625 y 1631 se presentaron y diligenciaron al menos 20 solicitudes de pretendientes de origen americano al hábito de alguna de las tres órdenes militares, principalmente la de Santiago. Entre éstas destacan las de su propio tío, Juan de Oñate, así como las de Carlos Pacheco y Colón, marqués de Villamayor, su hermano, Nuño de Córdoba y Bocanegra, miembros de la nobleza de la ciudad de México y de su patriciado urbano. En las diligencias ante el Consejo de Órdenes realizadas en la corte, todos los mencionados tenían en común el determinante testimonio de doña Mariana de Ibarra y Velasco.[29]
Residente permanente en la villa de Madrid, doña Mariana era oriunda de Pánuco, paisana y contemporánea de Vicente de Zaldívar. El lugar de su infancia compartida era un pequeño pueblo situado dos leguas al norte de Zacatecas, fundado a finales de 1548 por sus padres, Diego de Ibarra, Cristóbal de Oñate, Juan de Tolosa y Vicente de Zaldívar el viejo. El descubrimiento de importantes vetas había desatado una inmediata migración tanto de exploradores españoles como de trabajadores indios (Bakewell, 1976: 31, 157; Garza Martínez, 2013: 79-105). En aquel ínfimo pero poderoso enclave, los padres de doña Mariana, Diego de Ibarra, considerado fundador de Zacatecas, y Ana de Velasco y Castilla, hermana del virrey, habían echado raíces y establecido diversas haciendas de labor. Pero no perdieron su calidad de vecinos en la ciudad de México, donde casaron a su hija con su primo hermano Francisco de Velasco Ibarra, hijo del virrey Luis de Velasco el joven y heredero del título de marqués de Salinas.[30]
Cuando doña Mariana se trasladó a Madrid, el marqués su marido ya había muerto. Viuda y lejos de su tierra, en 1609 la marquesa obtuvo licencia para desincorporar unas haciendas de labor del mayorazgo de Ibarra, que fundaron sus padres en Tultitlán, con propiedades desperdigadas por diversas zonas de Nueva España, tanto en la comarca de la ciudad de México como en diversas partes del camino real de Tierra adentro. Las haciendas eran trabajadas por indios que habían migrado de sus pueblos para librarse del pago de tributo, y se alquilaban como peones agrícolas de aquellos lugares a cambio de un salario.[31] Lo procedido de aquella desincorporación de tierras sirvió a doña Mariana para comprar sus casas de la calle del Arenal, donde vivía en Madrid y, posteriormente otras, sobre la Calle Mayor, muy cerca de las casas del cabildo de la villa (Conde y Sanchiz, 2008: 163).[32] En general, las rentas provenientes de sus operaciones particulares en Nueva España le permitían sostener un nivel de vida en la corte como el que se esperaba de quienes ostentaban un título de Castilla y, sobre todo, de quienes provenían de América. Las ganancias obtenidas por la labranza de la tierra realizada por indios migrantes de localidades del centro de Nueva España a las haciendas de los Ibarra y Velasco, sirvieron a la marquesa para contratar servidumbre doméstica, personas que migraban de pueblos de la Mancha y otras regiones, atraídas por las posibilidades y expectativas que generaba la villa de Madrid, sobre todo en un momento en que la corte había regresado ahí, tras el breve tiempo de su instalación en Valladolid, como lo atestiguan las escrituras sobre los bienes de don Luis de Velasco y Castilla el día en que falleció y en las que ella fungió como albacea, representante de su hijo, Luis de Velasco e Ibarra, nieto del difunto presidente de Indias.[33] Así, doña Mariana de Ibarra era el eje en torno al cual giraba un pequeño grupo de prominentes y adinerados indianos en Madrid, vinculados a la explotación de las minas de Zacatecas, el trasiego de cueros y mulas de Pánuco y la gestión de los mayorazgos de sus familias (Bakewell, 1976: 167; Carrera Quezada, 2018).
La articulación entre indianos en Madrid y castellanos con experiencia en Indias era estructural, consustancial de la configuración imperial del Atlántico ibérico. Así, el mexicano doctor Hernán Carrillo Altamirano era íntimo binomio del baezano doctor Juan de Quezada Hurtado de Mendoza. Ambos figuraban en los entresijos de la corte como miembros de la Real Universidad de México. Los dos eran graduados de la misma generación en la Facultad de Cánones de ese Estudio general y también testigos en las pruebas de otros indianos de Nueva España, residentes en Madrid, que buscaban entrar en alguna de las órdenes militares. Entre éstos destaca el mexicano Diego González de Mendoza, sobrino de don Juan González de Mendoza, quien en 1580 había pasado a Nueva España designado por Felipe II como su embajador ante “el rey de la China”, pero quien, lejos de cumplir aquella misión, se involucró con los Ibarra, Velasco y Oñate en su empeño en poblar Coahuila y Cuatro Ciénegas, en el norte de Nueva España. En estas fundaciones, el embajador colaboró en la política poblacional del virrey don Luis de Velasco el joven, entre 1590 y 1595, que fomentaba la colonización del norte por grupos de migrantes tlaxcaltecas; también fue alcalde mayor de diversas villas del centro del reino, como Cuernavaca, Amilpas y Teposcolula.[34]
Diego González de Mendoza, el sobrino del embajador, había recibido el cargo de teniente general de la gobernación de Popayán, así como el de provisor del arzobispado de ese mismo distrito y había logrado el nombramiento de gentilhombre de la Casa real, gracias a los vínculos de su protector con el grupo de don Baltasar de Zúñiga, tío de Olivares.[35] Así, aunque la estancia de Carrillo Altamirano en la corte no hubiera durado más de tres años, confluía y se entreveraba sin cortapisas con otras estancias de indianos mucho más prolongadas y con itinerarios americanos, como los de Hurtado de Mendoza y González de Mendoza, que articulaban un grupo de fuerte presencia en los Consejos, frente a circulaciones menos densas, como las de los virreyes de la época del conde duque.[36] Entre ellos figuraban prominentes personajes con importantes vínculos en la corte de Madrid, como el IV marqués del Valle, Pedro Cortés, o don Francisco Pérez de Navarrete, corregidor de Guayaquil, en el reino de Quito, pero asentado en la corte.[37]
Para mantenerse en Madrid, los recursos de Carrillo Altamirano procedían, en teoría, de su salario erogado de la caja real de México y del tributo de los indios en tanto que procurador del juzgado de naturales. En la práctica, el canonista echaba mano de su propia hacienda, en la que figuraban tierras de panes y emprendimientos agropecuarios trabajados, como era ya ordinario en estas confluencias migratorias, por nahuas (mexicanos, tlaxcaltecas, texcocanos) y otomíes provenientes de los grandes valles en que se concentraba la población indígena del centro de Mesoamérica. Algo similar hacía Vicente de Zaldívar, quien después de la campaña sobre Nuevo México se dedicó a explotar sus minas en los términos de Zacatecas y, para ello, promovía el traslado de trabajadores mediante todo tipo de vías, incluida la de la justicia criminal; como fue el caso del indio Matías Elías, preso en la cárcel real de la Ciudad de México y sentenciado a trabajar por diez años en el desagüe de las minas de Zacatecas, como lo exigía Zaldívar a los oidores del supremo tribunal mexicano.[38] La medida descargaba a los alguaciles de la manutención del preso y, al mismo tiempo, integraba mano de obra gratuita a uno de los polos económicos más dinámicos del reino.[39] Estos migrantes trans-regionales nutrían un torrente de mano de obra que demandaban diversas localidades de nueva fundación articuladas en torno a ranchos ganaderos y haciendas agrícolas que abastecían a los reales mineros, asentadas al norte occidente de la cuenca del Anáhuac y en las inmediaciones del camino real de Tierra Adentro, la llamada Gran Chichimeca que con posterioridad configuró al próspero Bajío mexicano (Ruiz Guadalajara, 2004; Tutino, 2011: 63-120).
Vita atlánticaactiva
A su vuelta a Nueva España tras convertirse en santiaguista, Vicente de Zaldívar empleó los frutos de sus nombramientos madrileños en el asiento de sus intereses locales y regionales. Como alcalde mayor y vecino de Zacatecas puso en marcha la explotación de la mina de Palmillas, que se conectaba con 19 tiros más, en asociación con Agustín de Zavala; se trataba de un complejo minero descubierto en 1548 y conocido como San Benito Vetagrande, que requirió de un inmenso capital y de todavía más grande cantidad de trabajo.[40] Aquellos emprendimientos estaban asociados a las haciendas de minas que doña Mariana de Ibarra había desincorporado del mayorazgo de sus padres para ponerlas en venta. Aun sin tener a la vista la escritura de compraventa, resulta muy probable que el propio Zaldívar y sus socios convinieran con la marquesa de Salinas la adquisición de aquellos lugares, especialmente los que se encontraban cerca del camino real de Tierra adentro.
Durante la primera mitad del siglo XVII el entorno zacatecano era un baremo del reino y del peso de la producción argentífera americana en el conjunto de la monarquía (Bakewell, 1976; Hoberman, 1991). Por ello, resulta significativo entender el papel de Vicente de Zaldívar en la ciudad minera. Así, por ejemplo, el cabildo secular bautizó la explanada que se extendía al norte de la parroquia de San Francisco y que estaba aneja a las casas del prominente minero y alcalde mayor, como “plaza del maestre de campo” (Bakewell, 1976: 85). La riqueza de la familia Zaldívar servía también para ganar en prestigio que se expresaba en muestras de magnanimidad, tanto entre los vecinos del real minero, como entre las corporaciones y grupos que venían de lejos, y aún con la política dinástica emanada de Madrid. Diez años atrás, en 1616, el maestre de campo había financiado la construcción del colegio y la iglesia de la Compañía de Jesús; y en 1626, en ocasión de la solicitud real de colaborar en el donativo gracioso de 1625, el minero contribuyó con 4 mil pesos que se sumaban a otros 22, 262 entregados por el ayuntamiento de Zacatecas a los recaudadores de la Audiencia Real de Guadalajara.[41]
La magnanimidad, por supuesto, venía acompañada de algún grado de aprehensión e interés, pues, si bien queda registro de la donación real de Zaldívar, no queda claro si aquel dinero salió de la región, pues un año más tarde una cédula real reclamaba al presidente y oidores de Guadalajara no haber incluido en sus envíos los donativos de Zacatecas. En tanto que, con relación a los 100 mil pesos que, se decía, el magnate había donado para las edificaciones de los jesuitas, al menos la mitad se emplearon en comprar una gran cantidad de tierras en el valle de Súchil, organizadas en torno a la hacienda de San Pedro y empleadas para criar ganado y cultivar grano con el fin de abastecer a los trabajadores que se empleaban en las minas del santiaguista (Bakewell, 1976: 164).
La notoriedad del minero, alcalde mayor, maestre de campo y ahora caballero de Santiago, llevó a Zaldívar a adscribir una facción política y encarar a sus enemigos. Como ocurrió en la defensa de su yerno, el doctor Andrés Gómez de Mora, quien había conducido una carrera como catedrático en la Universidad de Alcalá hasta que, en marzo de 1635, fue nombrado fiscal del crimen de la Audiencia real de México y partió con rumbo a Veracruz acompañado de su sobrino, Juan de Olibán Orós, y dos criados, Juan del Valle y Aguilar y Francisco Martínez, vecinos y naturales de Madrid.[42] Dos años después, en julio de 1637, el virrey marqués de Cadereyta informó en carta al rey la delación que le había confiado Antonio Urrutia de Vergara, maestre de campo, prestamista y mercader, conocido en el reino como privado del marqués de Cerralbo (Büschges, 2001: 141-150), su predecesor en el gobierno virreinal de Nueva España, contra el fiscal Gómez de la Mora por haberse casado con Ana de Zaldívar y Mendoza, hija del santiaguista zacatecano, y con ello, según el dicho del virrey y su ministro, violar la disposición real que impedía a los oidores en América contraer matrimonio con habitantes o vecinas de los términos de la jurisdicción de la Audiencia en que servían.[43]
Detrás de aquella acusación enderezada contra el yerno del acaudalado magnate zacatecano, Urrutia de Vergara intentaba atraer la simpatía del nuevo virrey para frenar su propia caída. Durante los últimos diez años, el mercader y maestre de campo había medrado en la corte de México bajo la sombra protectora del virrey Cerralbo, lo que le había reportado tantas ganancias como enemigos. Como lo han señalado Louisa Schell Hoberman y Christian Büschges, entre otros, Urrutia empleaba su nombramiento como maestre de campo para beneficiarse de contratos exclusivos, vender cargos de gobierno y justicia en nombre del virrey, entre los que figuraban pagos por la alcaldía mayor de Nejapa o el nombramiento de Gobernador de las Filipinas, provincia con la que tenía tratos como mayorista en el comercio de cacao por el Pacífico (Hoberman, 1991: 123, 178-179; Büschges, 2008: 157-181). Tras la partida de su patrón, Urrutia intentó acercarse al nuevo virrey, Lope Díez de Armendáriz, pero las acusaciones en su contra fueron en aumento.[44] En el caso contra el fiscal Gómez de Mora, una disposición emanada del Consejo de Indias, donde Zaldívar tenía asentados sus vínculos madrileños, aclaraba al virrey que el matrimonio con la hija del viejo alcalde mayor de Zacatecas y caballero de Santiago no estaba comprendido en la prohibición que alegaba Urrutia de Vergara.[45]
Como se puede ver, las tensiones que nutrían los conflictos en Nueva España durante la primera mitad del siglo XVII, lejos de explicarse por la oposición entre colonos “criollos” y ministros “peninsulares”, como se pensaba en la historiografía del siglo XXI sobre el periodo, se articulaban a partir de coaliciones transatlánticas que articulaban, por un lado, a algunos de los virreyes del conde duque y sus aliados mercantiles en Sevilla y la Ciudad de México y, por el otro, al patriciado urbano mexicano, los magnates indianos que circulaban por Madrid, algunos de los más importantes consejeros de Indias y una parte de la nobleza castellana. Esa era la dimensión de la lucha política imperial, que se asentaba sobre la movilidad transatlántica de los magnates americanos en vinculación con corrientes migratorias profundas, a escalas locales y regionales que transferían energía humana desde los pueblos de indios nahuas y otomíes como de las villas andaluzas, castellanas y vascas en dirección del complejo minero del norte hispanoamericano.
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Las confluencias migratorias en torno a las figuras de los indianos Vicente de Zaldívar, Alonso de Oñate, la poderosa doña Mariana de Ibarra Velasco y el doctor en cánones Hernán Carrillo Altamirano, caracterizan un universo de actividad americana en Madrid que fue en incremento entre 1580 y 1650. Ese entramado de vínculos está por estudiarse de forma sistemática, atendiendo sus múltiples itinerarios, que entrelazaban diversas escalas de movilidades humanas y terminaban por convertirse en migraciones permanentes a uno y otro lado del Mar Océano. Para ello resulta pertinente un balance, a partir del caso aquí expuesto.
A propósito de la multiplicación de estudios sobre movilidad, en diversos foros, Bernard Vincent ha llamado la atención sobre la necesidad de equilibrar las interpretaciones sobre la historia de los siglos XVI al XVIII que, en línea con las tendencias historiográficas globalistas y conectadas en boga, han sobredimensionado la movilidad de comerciantes y nuevos nobles, navegantes, oficiales reales, militares, misioneros o ministros de la administración real que cruzaron mares y océanos, libraron cadenas montañosas, se adentraron en reinos y civilizaciones desconocidas, desarrollaron carreras intercontinentales y pusieron en contacto poblaciones y territorios a escala planetaria. Todos ellos fueron protagonistas de experiencias que, en realidad, constituían una parte muy menor dentro de unas sociedades fundamentalmente campesinas, aparentemente estáticas, orientadas por una dinámica local y rutinaria que orbitaba en torno al pueblo, sus festividades y pequeñas sociabilidades marcadas por la costumbre de los ciclos productivos. Una dinámica local inexorable de la que, sólo de forma esporádica, podía salir alguno de sus integrantes o un grupo de ellos para moverse de forma limitada, algunos palmos más allá, al pueblo vecino, a la ciudad más cercana o, en casos extremos, a la capital del reino con el propósito de realizar alguna diligencia que, tan pronto se librara, les permitiera regresar a la tierra donde habían nacido, en la que vivían y en la que habrían de morir, junto a sus ancestros (Amelang, 2008; Vincent, 2021; Rey Castelao, 2021: 245-273).
La brecha entre unas realidades y otras ha llevado a algunos especialistas a hablar de una separación tajante entre el fenómeno urbano, expresión de una cierta modernidad, y la gran mayoría de la sociedad tradicional, rural, reproductora en esencia del llamado “Antiguo Régimen” (Castro, 1998: 419-440; 2010: 9-33; Córdoba, 2021; Carnevale, 2014). Y es que, en la marea de las tendencias posnacionalistas sobre la historia de las monarquías ibéricas, algunos han encontrado hasta en las alquerías más enterradas en el mundo rural europeo o americano, el orden de república cristiana que caracterizaría la unidad cultural urbana de los mundos ibéricos (Mazín, 2015; Ruiz Ibáñez y Mazín, 2021). Un enfoque equilibrador de estas dos vertientes que apuntan procesos tan contrastantes podría consistir, precisamente, en considerar los ejes articuladores de esas experiencias. Entre quienes desplegaban unas movilidades constantes a grandes escalas, y quienes, solo aparentemente, no se movían, se ha abierto una brecha a explicar, debida más a las tensiones historiográficas que prodigaron sendos enfoques que a la presunta separación de realidades de aquel pasado complejo, factible de explicar mejor y con mayor profundidad a partir de nuevos cruces de cuerpos documentales.
Las economías de las principales ciudades de las monarquías de España y Portugal, tanto en Europa, como en América, África y Asia fueron espacios de atracción y confluencia de flujos migratorios con escalas diversas. Algunas transoceánicas, como las movilidades singulares de oficiales reales, ministros de las coronas española o portuguesa, navegantes, mercaderes, procuradores de corporaciones urbanas o eclesiásticas, así como frailes misioneros, que han colmado la atención de los conocidos estudios sobre conexiones, circulación y movilidad en la temprana Modernidad (Subrahmanyam, 2012; Calvo, 2019; Palomo, 2016; Mazín, 2017; Gaudin, 2017; Bahena, 2021). Otras trans-regionales o de media distancia, como las descritas por la demografía histórica que en los años 90 del siglo XX abogaba por la diversificación de fuentes para comprender los fenómenos migratorios entre reinos diversos en el mundo Mediterráneo y en la Europa del norte (Cavaciocchi, 1994). Y otras, locales, como los “vuelos cortos” de las mujeres gallegas estudiadas con detalle por Ofelia Rey Castelao (Rey Castelao, 2021); o las provenientes de pequeñas localidades de la jurisdicción de Terra di Lavoro, en el reino de Nápoles, que originaron incontables problemas de “citadinanza” en la capital partenopea, abordadas por Piero Ventura (Ventura, 2018); y en América, los movimientos estacionales de trabajadores indios que huían de la mita y buscaban otras formas de sustento en Quito, estudiados por Ciriza Mendívil (2019).
En constante contacto y combinación, los protagonistas de estos movimientos convergentes, diversos en origen y clasificación social, propiciaron una intensa vida política, marcada por dinámicas sociales que redefinían continuamente el perfil de las ciudades. La interacción entre diversos tipos migratorios suscitó formas de convivencia promotoras de intercambios de intereses, experiencias y costumbres; vínculos de clientela y solidaridad detonadores de autoorganización, diversificación y regulación de negocios, así como condiciones locales de conservación de la autoridad real, todos ellos co-sustanciales de la asimetría en la que se produjeron y reprodujeron muy disimiles experiencias de migrar. Entre la circulación de oficiales reales por las cortes de Europa y el Mediterráneo, las cortes de las Indias Occidentales, los presidios y feitorías de las Indias Orientales, y el traslado forzado de miles de esclavizados de los reinos africanos a los puertos americanos, se abría un abanico de experiencias migratorias multidireccionales e interrelacionadas que devuelve una imagen menos definitiva y más caótica de un Atlántico histórico complejo, en constante transformación. Estas convergencias migratorias no lineales que definieron el cruce transoceánico ponen en tensión tanto los discursos unidireccionales y esencialistas acerca de la migración preindustrial, como las síntesis que, a pesar de su vocación global y conectada, siguen simplificando las experiencias de los mundos iberoamericanos de los siglos XVI al XVIII y su papel en la historia general de las migraciones humanas.
Incentivada por las oportunidades derivadas de la centralización administrativa y el crecimiento de nuevas formas de producción e intercambio de bienes, la confluencia de formas migratorias diversas en las urbes de las monarquías ibéricas determinó su desarrollo como capitales imperiales, el carácter autoorganizado de sus tramas relacionales y su capacidad auto-regulatoria de flujos poblacionales. Los alcances y límites de esas confluencias incidieron en las formas y grados de integración social, política y económica en cada ciudad, así como los límites de ejecución de políticas dinásticas, operación de presupuestos corporativos y continuidad de grandes negocios, que evidencian dinámicas de fragmentación co-sustanciales a la monarquía.
En las capitales de los mundos ibéricos concurrieron protagonistas de itinerarios de larga distancia, quienes podían pagar el viaje por el Mediterráneo o, todavía más, el cruce transatlántico o interoceánico para enriquecerse en los emporios mercantiles del sur europeo o “hacer las Indias”. O bien, en sentido inverso, integrantes de las oligarquías urbanas de América, que buscaban medrar en las cortes europeas, adquirir mercedes reales, cargos y otros beneficios que les permitieran ejercer mejor su control sobre diversas villas y regiones americanas, a cambio servicios reales, que iban desde la participación en campañas de defensa hasta la compra de juros reales o préstamos y donativos a la Real Hacienda. Por otra parte, confluyeron en esas urbes los pobres; hombres, mujeres y niños provenientes de regiones aledañas a las diversas capitales de los reinos, y aún de localidades muy cercanas, pequeños movimientos atraídos por nuevas formas de sobrevivencia, expectativas de mejorar la vida, la búsqueda de justicia, o la huida hacia el anonimato urbano. La imbricación de ambos movimientos poblacionales dinamizó la distribución de energías productivas, el crédito en los negocios y el servicio al rey. La articulación de esas escalas migratorias determinó la naturaleza social de esas urbes y sus vínculos, como México respecto de Zacatecas y Madrid, y, con ello, su papel en la configuración del entramado imperial. Así, por una parte, resulta pertinente tener en cuenta que estas articulaciones sociales ofrecen una nueva dimensión al carácter imperial de las dinámicas que las suscitaban; y por la otra, que las confluencias migratorias fueron condición para el desarrollo y la centralidad de esas ciudades imperiales.
Si se ponderan las fuentes con detenimiento, se puede caer en cuenta que los datos sobre confluencias migratorias en las capitales ibéricas de la primera modernidad resultan del cruce de información diversa, local y general, de particulares y administrativas, de ámbito judicial, notarial, diplomático y epistolar. La consideración de este sólo ejercicio conformador del dato a estudiar, disuelve la tradicional imagen de una sola dirección migratoria, la muy conocida emigración española a América (Boyd-Bowman, 1957, 1976a: 580-604; 1976b: 1157-1172, 1985; Altman, 1989, 2000; Martínez, 1983; Mangan, 2015; Salinero, 2006), o el establecimiento de enclaves portugueses en América, África y Asia (McAlister, 1984; Subrahmanyam, 2012; Ramada Couto, 2019), como definitoria del carácter imperial de los procesos de movilidad, para abrir paso a explicaciones más complejas y multidireccionales, a partir de experiencias circulatorias entretejidas a diversas escalas, cuyos protagonistas representaron distintas calidades sociales y ámbitos de sociabilidad.
Al reunir datos dispersos de aquí y allá, en los registros de la Casa de Contratación de Sevilla, en los protocolos de los escribanos madrileños o mexicanos, en los portolani napolitanos o en las cartas de recomendación de las autoridades reales en las ciudades americanas, es posible admitir una unidad de descripción y análisis sobre la configuración de vínculos que unieron dos o tres escalas distintas de migración, un cruce que podríamos designar como “acción de confluencias migratorias”. Si en el caso presentado en este trabajo el espacio de análisis o laboratorio está constituido por la ciudad capital en los mundos ibéricos, en periodos específicos de crecimiento imperial y de su papel cohesionador, la herramienta conceptual puede someterse a prueba y emplearse para estudiar otros casos, en latitudes y periodos muy distintos. En principio, las confluencias migratorias que unieron México y Madrid, con Vitoria, Sevilla, Granada y Zacatecas, pueden también observarse para Lisboa y Nápoles, o bien compararse con estudios ya existentes para Guatemala, Lima, Barcelona, Sevilla, Palermo, Amberes, Orán, San Salvador de Bahía, Río de Janeiro, Goa y Manila a partir de casos específicos en diversos periodos (Bahena, 2021; Sullón, 2016; Suárez, 2001; Andújar Castillo, 2018; Favarò, 2019; Schaub, 2014; Gaudin, 2017).
El examen de cada singularidad permite observar pautas para caracterizar el conjunto de las experiencias y dar cuenta del lugar de las confluencias migratorias urbanas en las dinámicas imperiales en los intercambios globales. Su caracterización a partir de los aspectos señalados permite encontrar constantes, variables locales y anomalías que permiten examinar las dinámicas generales con nuevas lentes, según las escalas (Revel, 1996; Passeron y Revel, 2005; Trivellato, 2015). En este sentido, la perspectiva que abre la herramienta “acción de confluencia migratoria” busca entrar en diálogo también con las otras contribuciones que conforman esta sección especial.
Así, al enfocarse en el papel de los intérpretes y su circulación en las primeras décadas del siglo XVI en los itinerarios de diversas huestes conquistadoras, Martha Atzin Bahena Pérez, en el texto que abre la sección especial, “Conectar conquistas. Circulación de intérpretes en la configuración de fronteras indianas, siglo XVI”, descentra la mirada dicotómica de las “historias de la conquista” –formulada desde las crónicas de entonces hasta nuestros días–, para poner el acento en las dinámicas de comunicación interlingüística. Éstas, afirma, determinaron tanto el avance de los conquistadores, los términos de la guerra y la negociación, como el asiento de la jurisdicción real. Al describir la circulación de unos mismos intérpretes por diversas latitudes del espacio mesoamericano y hacia los derroteros de aquellas exploraciones bélicas, Bahena pone en juego la importancia de las conexiones entre las experiencias de interpretación que definieron el espacio de las conquistas. Estas conexiones estuvieron inexorablemente condicionadas, desde mi punto de vista, por una confluencia migratoria primordial, producida por las invasiones que buscaban nuevos recursos desde las Antillas y hacia tierras continentales, y la necesidad de los integrantes de las sociedades mesoamericanas, en sus diversas jerarquías sociales y políticas, de ir más allá de las estructuras establecidas por los dominios agrícolas tributarios herederos del antiguo orden, significativamente el mexica-tenochca.
En el mismo periodo del estudio de caso de este artículo, la contribución de Carolina Abadía Quintero, “‘Al dicho Consejo Real de Indias para que haga todo cuanto conviniere’. Tramas relacionales y vínculos castellanos del arzobispo Feliciano de Vega y Padilla, 1598-1640”, ofrece otro laboratorio indiano para pensar los vértices de los itinerarios transatlánticos. Su estudio sobre la trayectoria y los lazos clientelares del arzobispo Vega y Padilla, recuerda la importancia que tuvo la promoción en el corte para acceder a los cargos de autoridad en América. Pero también ofrece una mirada compleja al papel de los indianos en el entramado cortesano, en este caso, desde el ámbito de la política eclesiástica que, en tiempos de los Austria menores ya no se definía exclusivamente con apego a otras definiciones dinásticas, sino que consideraba el peso de los intereses locales en juego.
Si Carolina Abadía pondera la circulación europea de los indianos, en su contribución titulada “Biografie politiche e carriere transnazionali. Mobilità e stanzialità nella Monarchia Spagnola nella prospettiva della storiografia italiana”, Valentina Favarò echa luz sobre la circulación mediterránea y atlántica de los ministros y oficiales reales de la Italia española. A partir de dos casos ocurridos, el primero durante la segunda mitad del siglo XVI, y el segundo durante los últimos años del siglo XVII y las primeras décadas del XVIII, su contribución se presenta como un cartapacio temporal y espacial, de carreras políticas que conectaban experiencias diversas, productoras de saberes “policentrados”, en el marco general de la configuración de la monarquía. Así, mientras el caso del arquitecto militar Giovanni Vincenzo Casali es el hilo conductor para comprender la articulación entre técnica, poder y autoridad en un itinerario entre Nápoles, Madrid y Lisboa, la trayectoria de Carmine Nicola Caracciolo, príncipe de Santobuono, noble napolitano, embajador del rey de España ante la Santa Sede y Venecia durante la guerra de Sucesión y virrey del Perú bajo Felipe V, Borbón, desvela hasta qué punto la experiencia en movimiento interconectaba la configuración de la monarquía en distintos espacios, tanto en el ejercicio de la representación real, como en el de la comprensión de las escalas en los equilibrios políticos. A pesar de su encuadre inicial, la contribución de Favarò excede, como resulta evidente, el ámbito de la historiografía italiana. Así, las conexiones políticas y geográficas evidenciadas para Casali y Caracciolo, con la superposición de intereses y la sedimentación de vínculos que conllevaban, remite a lo que ya advertía Bahena Pérez para los años de las conquistas del siglo XVI, en el ejercicio circulatorio de los intérpretes entre Nueva España y Guatemala; una suerte de experiencias en conexión, que recalaron en la configuración territorial de la monarquía a escala regional.
Territorialización es, precisamente, el punto de partida de Marta Martín Gabaldón para comprender el papel de las migraciones estacionales que configuraron paisaje, las dinámicas productivas y el poblamiento en la Mixteca Alta Central, que tuvo como epicentro Tlaxiaco. Esta contribución, que su autora a titulado “Configuraciones territoriales “móviles” en la Mixteca Alta (Oaxaca)”, cambia la escala y permite radicalizar nuestros argumentos sobre la acción de confluencias migratorias, puesto que se trata ahora de pensar la transformación de espacio en territorio a partir de la movilidad circular de los pueblos. Frente a la historiografía más tradicional, la autora retoma los aportes de Margarita Menegus sobre la composición de tierras (Menegus, 2017), y de Edgar Mendoza sobre la continuidad estructural de los municipios chocholtecos de Oaxaca (Mendoza García, 2004), para remitirse a los procesos de composición de tierras que delinearon la configuración territorial de la Mixteca Alta Central durante el siglo XVIII y que se montaron sobre las formas discontinuas de los antiguos señoríos. El estudio, ya de por sí denso y pleno de datos, se enriquece con un análisis geo referencial de los cambios en la territorialización de las poblaciones en torno a Tlaxiaco desplegado en cinco mapas. Las características de la constitución señorial que refiere la autora, de tiempo inmemorial, reflejan como el aprovechamiento de los recursos naturales condicionó formas de movimiento poblacional estacional, enlaces matrimoniales que cifraban pequeños desplazamientos, muy similares a los observados por Ofelia Rey entre las mujeres de los pueblos de Galicia durante el mismo periodo; así como formas de producción y negociación con diversos actores locales y regionales que definieron, en su conjunto, las vías de regularización de la propiedad de la tierra.
Como expresé al principio de esta contribución, una de las apuestas de la investigación en que se inscribe consiste en tender puentes de diálogo en términos metodológicos con quienes estudian procesos migratorios en los siglos XIX y XX. Esa es la intención general en la que se enmarca la inclusión de la contribución de Irina Córdoba sobre el caso de Lidia Cano y su papel en la lucha de los braceros, trabajadores mexicanos en Estados Unidos, el papel de la memoria colectiva y las formas de organización social, en el marco de la migración circular de esa experiencia fundamental para comprender las relaciones entre México y Estados Unidos a mitad del siglo pasado.
Más allá de las acotaciones temporales y de los fenómenos específicos que aborda esta propuesta, se pretende contribuir a la comprensión del papel de las migraciones en la configuración de las dinámicas imperiales planetarias. De los alcances de sus efectos hegemónicos, más allá de las políticas explícitas de sus gobernantes, así como de los límites de su capacidad cohesionadora. Las confluencias migratorias, sus experiencias y articulación han sido condición y posibilidad del crecimiento urbano y de la pluralidad en las ciudades del mundo moderno, desde sus inicios, en el siglo XVI, hasta los fenómenos que enfrentamos hoy en día.
El estudio de las formas de migración preindustrial, especialmente de aquellas determinantes para el crecimiento de las ciudades de entidades multilaterales como las monarquías ibéricas, permite avanzar en el conocimiento del fenómeno migratorio como un eje inherente de la historia humana y de sus cambios. Se trata de contribuir con investigación histórica básica, al reconocimiento de la movilidad y la migración como derecho humano que debe protegerse por quienes toman decisiones en las distintas esferas de la acción pública.
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