Sección Especial 1
La crítica de Carl Schmitt al Rechtsstaat de Friedrich Julius Stahl
Carl Schmitt’s critique to Fredrich Julius Stahl’s Rechtsstaat
La crítica de Carl Schmitt al Rechtsstaat de Friedrich Julius Stahl
Prohistoria. Historia, políticas de la historia, núm. 40, 1-21, 2023
Prohistoria Ediciones
Recepción: 11 Mayo 2023
Aprobación: 30 Junio 2023
Publicación: 30 Diciembre 2023
Resumen: El principal objetivo de este artículo es: a) reconstruir los aportes de F. J. Stahl, en especial acerca del principio monárquico y del Estado de Derecho; b) presentar y valorar las críticas que C. Schmitt ha dirigido a ambos conceptos.
Palabras clave: Estado de Derecho, Principio Monárquico, Conservadurismo, Liberalismo.
Abstract: The main aim of this article is: a) to reconstruct the contributions of F. J. Stahl, especially regarding the monarchical principle and the Rule of Law; b) to present and assess the criticisms that C. Schmitt has addressed to both concepts.
Keywords: Rule of Law, Monarchical Principle, Conservatism, Liberalism.
Introducción
Debe recordarse la importancia de la figura del jurista conservador Friedrich Julius Stahl y su sagacidad al haber defendido y fundamentado teológicamente la aplicación del “principio monárquico”, teorema tan relevante para las formas políticas alemanas del siglo XIX que será pieza esencial del futuro constitucionalismo vernáculo. Menos visible pero no menos importante ha sido el aspecto “liberal” de su conservadurismo, toda vez que ha desarrollado un discurso legitimador de la intangibilidad de los derechos subjetivos y de los límites del Estado con base constitucional, forma precursora del moderno concepto de “Estado de Derecho” [Rechtsstaat].
Su rol central no ha sido –como argumenta Hermann Klenner– tanto el del “piloto de tormentas” que condujera a la hegemonía prusiana en lo eclesiástico y en lo estatal, sino más bien el del navegante “que, brújula en mano, ha trazado el rumbo para que con su ayuda Alemania desplegara sus velas y finalmente arribara al buen puerto del Reich bismarckiano” (Klenner, 1989: 284), Su desempeño como teórico fundamental conservador, sin embargo, no estuvo exento de numerosos contradictores, con algunos de cierta relevancia incluso en las propias filas de lo que no puede haber dudas en calificar como “conservadurismo” puro y duro.
Es al referido perfil “liberal” al que se dirigen las críticas de Carl Schmitt, exponiendo en ellas la matriz formalista e individualista propia, a su juicio, tanto del derecho público como de la ciencia jurídica contemporánea en general. En abierta invocación de un cierto antijudaísmo, Schmitt también acusa a Stahl de minar secretamente la hegemonía alemana del “principio monárquico” al alertar sobre la –a sus ojos inevitable– progresiva parlamentarización y pérdida de vigencia del mismo. Estas apreciaciones deben ser puestas en su contexto, preguntándose no sólo por la efectividad de su prognosis histórica sino también sobre las posibles coincidencias estructurales entre las construcciones de crítico y criticado, en especial sobre el fundamento teológico que ha animado (en el caso de Schmitt al menos en parte) ambos proyectos.[1]
Vida y obra de un conservador
Friedrich Julius Stahl (1802-1861) proviene de una familia judía de comerciantes (Jolson-Uhlfelder) de Würzburg y se convirtió al luteranismo en 1819. Realizó sus estudios de derecho en Würzburg, Heidelberg y Erlangen, trabajando desde 1827 como Privatdozent en Múnich y desde 1832 como profesor regular en Erlangen y Würzburg en derecho público y eclesiástico. En 1840 fue convocado a Berlín por Friedrich Wilhelm IV donde se dedicó a las materias de Derecho Eclesiástico y Derecho Público así como Filosofía del Derecho. Se convirtió en uno de los fundadores del Partido Conservador en Prusia y de su medio más caracterizado, la Kreuzzeitung (“Gaceta de la Cruz”, propiamente Neue Preußische Zeitung: “Nueva Gaceta Prusiana”).
Desarrolló una intensa actividad publicista en los años de la reacción 1849-1859: desde 1849 como miembro de la primera Cámara prusiana –luego la Cámara Alta o Herrenhaus (“Cámara de los Señores”)– y del Parlamento de Erfurt.[2] En 1854 fue nombrado Síndico de la Corona en la Cámara Alta y fue miembro del Consejo de Estado. Se involucró en la política eclesiástica desde 1846 como representante de la Facultad de Derecho en el Sínodo General prusiano y e integró el Consistorio Supremo Evangélico, entre otros altos cargos eclesiásticos.
La obra principal en la prolífica producción del jurista fue su Filosofía del Derecho, un trabajo de alto vuelo e importante extensión (tres gruesos volúmenes iniciados en 1830)[3] dedicado esencialmente a combatir tanto las incidencias iusnaturalistas como las especulativas –con Hegel como antagonista principal– que permeaban el campo de la filosofía del derecho alemana del momento. Plenamente atravesado por los propósitos fundamentales de la Escuela Histórica del Derecho (como da fe su primer volumen: “Historia de la filosofía del derecho”) pero a la vez en abierta corrección de sus principios, se esfuerza Stahl por mostrar no sólo la facticidad jurídica –“cómo surge el derecho”– sino también su basamento ético –“el contenido, que consiste en las leyes e instituciones moralmente [sittlich] justas” (Stahl, 1963a: 587).
Acomete también contra las corrientes filosóficas en boga a las que les imputa una suerte de panteísmo racionalista por sostener que hombre, mundo y naturaleza solo pueden comprenderse a la luz una legalidad lógica, lo que lleva por un lado a la desestimación de la existencia del Dios encarnado y por otro a la erosión terminal de los fundamentos de Iglesia y Estado: de allí el llamamiento stahliano a una “reversión de la ciencia” (Stahl, 1963b: IX). A tal fin expone en el segundo volumen (“Teoría política y del derecho en base a una cosmovisión cristiana”) las líneas maestras de su doctrina de un Dios personal y libre, la cual servirá de base para desarrollar una teoría ética –con especial énfasis en su concepto de justicia– y un diseño de los principios fundamentales del derecho y del ordenamiento jurídico de las instituciones de la sociedad civil.
Como fiel exponente de un reordenamiento reaccionario –pero adaptativo– del campo del conservadurismo, Stahl adopta la divisa “Autoridad, no mayoría” la que sintetiza el carácter fundante y ordenador que tiene el mandamiento divino en su precedencia y sacralidad frente a las pretensiones democráticas contemporáneas.[4] Considera al Estado como una institución de carácter “divino” (Stahl, 1963b: 176) y por lo tanto declara el carácter vinculante que posee la impronta de la religión cristiana –sobre todo sus principios morales y su educación– para los ámbitos legislativo, de la administración pública y de justicia: su “Estado cristiano” testimonia el indispensable aporte que, a sus ojos, provee el cristianismo para una moralización de la vida política. Partícipe activo –como se ha visto– de las controversias de la política constitucional alemana, Stahl consigue establecer un puente entre el orden monárquico estamental tradicional y las pretensiones constitucionales que el ciclo de las revoluciones europeas había puesto a la orden del día. Con ello funda el programa de acción política del partido conservador moderno: en su modelo de estatalidad el derecho positivo debería dar cuenta tanto de la existencia de ciertas restricciones legales al poder del monarca como de la limitación de la acción legisladora de los representantes, temperada por el derecho principesco a una decisión en última instancia.
Principio monárquico y Estado de Derecho
Mirada su teoría política más de cerca, no puede afirmarse que haya sido el fundador del “constitucionalismo alemán” sin más (como ha recordado Hermann Klenner), sino más bien un sagaz orientador en dirección monárquica de dicha doctrina y con ello cristalizó una variante aceptable para el bando conservador, más allá de cierta resistencia de sus sectores más recalcitrantes.[5]
Como se ha dicho, su versión se articula por un lado con el reconocimiento de la representación popular aunque con base estamental –tal como ya estipulaban las constituciones de los diferentes estados alemanes[6]– sumado a un empoderamiento del rol principesco cuyo objetivo sería desterrar el temor a iniciativas democráticas o incluso de corte anarquista, conjurado por la propia dinámica del sistema representativo en Alemania. En las certeras palabras de Franz Schnabel:
“Stahl reconoció que el rechazo a las exigencias constitucionales de la época no podía prolongarse indefinidamente e indicó que debían ser combinadas con los poderes políticos heredados históricamente, de forma tal de “neutralizarlas”. El sentido de la vida constitucional no podía ser la contraposición entre monarquía y parlamento, sino su subordinación a la más elevada idea del Estado: el absolutismo y la arbitrariedad política son rechazados por igual, pero se preserva la supremacía de la corona.” (Schnabel, 1951: 542).
Si bien es cierto –como señala Hans Boldt– que Stahl siempre ha insistido en el vínculo entre gobierno monárquico y representación del pueblo, es igualmente cierto que a los estamentos solo se les concede el derecho de una coparticipación legislativa, es decir, se los reduce a una función puramente consultiva (Boldt, 1975: 196).
En la columna del haber, puede contabilizarse el explícito rechazo de Stahl a la concepción tradicional más medievalizante del patrimonialismo monárquico, típica rémora del contexto alemán: en la secuencia que va de un “reino moral” a una “institución divina” encuentra la monarquía una panoplia de fines superiores que la anteceden y en la remisión a la constitución y a la representación popular se deslinda del brumoso origen de la estatalidad como supuesta propiedad principesca.[7]
El edificio iusfilosófico construido por Stahl tiene su clave de bóveda en la teoría del principio monárquico, quizás el aspecto que más ha contribuido a hacer conocida su figura en el contexto alemán y que el jurista desarrolla en ocasión de su llamamiento a la cátedra berlinesa en 1845, así como en las sucesivas ediciones de su tratado de filosofía del derecho.[8] El marco de referencia es, como se ha dicho, la declarada intención de mediar entre la tradición del régimen monárquico alemán y el “principio constitucional” donde, es interesante destacar, constitucional no tiene el sentido que le ha dado la tradición posrevolucionaria: las decisiones políticas necesarias para el cuerpo político –incluyendo la dinámica entre príncipe y representantes estamentales así como la determinación conjunta de las libertades locales– no van a ser miradas a través del cristal de la soberanía popular, la división de poderes o el poder constituyente.
La idea que anima todo el planteo –al decir de Hans Boldt– puede resumirse en la pregunta “¿cuál es la mejor forma de preservar al poder monárquico en las circunstancias presentes?”, cuestión que retoma la posta de un viejo debate que ocupaba a los círculos conservadores ya desde los acontecimientos que provocaron la sanción de los Decretos de Karlsbad y su “persecución de los demagogos”: cómo “poner un límite” a las ideas del constitucionalismo occidental y del principio democrático (Boldt, 1975: 199). Un primer esclarecimiento del problema se hace al distinguir tajantemente entre principio monárquico y soberanía, en la medida en que ésta es un puro concepto jurídico que pertenece lógicamente a la definición de qué es un rey, como poder originario, supremo y dotado de autonomía:
“El contenido del poder principesco es la soberanía […] El rey es soberano, ese es su concepto y uno que no lo sea es un absurdo […] para alegar sobre la soberanía principesca se tomará a la soberanía específicamente en el sentido del derecho público, como el poder supremo al interior del organismo estatal [Staatsorganismus], que todo lo consolida y gobierna.” (Stahl, 1963b: 241, 536)
La autonomía no implica carencia de límites: amén de no violentar el “orden de la Naturaleza”, una “monarquía en sentido propio” debe contar con la independencia del poder judicial así como con el acuerdo de la consabida representación estamental, sin que todo ello implique ningún tipo de coacción, ya que “no existe poder o tribunal superior a él”, ni sobre su persona ni sobre su derecho soberano (Stahl, 1963b: 242).[9] Pero el núcleo de la argumentación es la forma en la que Stahl resemantiza al principio monárquico como una facultad configuradora, de carácter concretizante, más allá de la mera soberanía principesca: “…el monarca es realmente el centro de gravedad de la constitución, la fuerza configuradora positiva [positiv] en el Estado, conduce su desarrollo.”(Stahl, 1963b: 384). Este es el rasgo distintivo de su teoría, sin duda concebido contra el trasfondo de las falencias de la monarquía inglesa de su tiempo, pero que adquiere un rango conceptual el cual –hay que insistir– es central en la argumentación sistemática del jurista.
Sin embargo, cabe preguntarse cómo hay que comprender filosóficamente esta fuerza configuradora –en especial, la referencia a su “positividad”– y por ello puede resultar de utilidad ahora establecer un punto de comparación con el sistema filosófico que el propio Stahl ha elegido como adversario: el hegelianismo. En especial, se debe destacar un aspecto de su polémica contra la filosofía política hegeliana, ya que permitirá ilustrar mejor el sentido y alcance de las formulaciones stahlianas. En la analogía que se construye entre la personalidad y la soberanía divinas en paralelo a la personalidad y soberanía monárquicas, se sirve el jurista de una remisión explícita a la filosofía positiva de Schelling.
En el “Prólogo” a la primera edición de su Filosofía del Derecho fechado en diciembre de 1829, expresa Stahl su deuda intelectual con la filosofía que Schelling desarrollara en el semestre de invierno de 1827-1828, la cual funcionó como acicate para unas “lecciones sobre derecho positivo” que Stahl leería en fecha contemporánea (Stahl, 1963a: XV-XVI). La filosofía schellingiana dicha “positiva” también habría tenido para Stahl una función “liberadora” ya que, sin tenerse por un alumno ni un discípulo, ha “considerado al nuevo principio de la positividad introducido por Schelling como una gran liberación de la filosofía practicada hasta el momento” (Stahl, 1963a: XVIII).[10]
En la estela de su crítica al racionalismo filosófico de la época, considera Stahl a la filosofía hegeliana como el modelo de la filosofía negativa, caracterización que se hace evidente con toda su crudeza en la filosofía política de Hegel: su doctrina produce la disolución de la “personalidad de la soberanía” ya que en ella el monarca es absorbido en la “sustancia” ética del Estado, lo que ocurre porque la autoridad política efectiva reside en última instancia en la constitución [Verfassung], que se ha desarrollado de acuerdo a la Razón y la “necesidad impersonal” (Stahl, 1963b: 18-19).
Con este panorama da prueba Stahl de reflexionar bajo la influencia –esta vez iusfilosófica– de la muy popular Escuela Histórica del Derecho.[11] De esta forma, el formalismo de la decisión monárquica que se sigue de la conocida frase del “punto sobre la i” en el Agregado al § 280 de los Principios de la Filosofía del Derecho de Hegel (Hegel, 1970: 451) es valorado críticamente por Stahl:[12] la personalidad del monarca carece de poder real, idea que se desarrolla en una larga y cuidada nota al capítulo sobre la institución monárquica (Das Königthum, §§ 69-79 de su obra) donde el jurista compendia los argumentos hegelianos de los §§ 279-280.
Si bien acuerda con Hegel en que la “personalidad del Estado” que encarna el príncipe descansa básicamente en las instituciones constitucionales –leyes vigentes y accionar de la administración pública incluidas– esta “verdad indiscutible” no puede privar a la “personalidad del estado” de la “determinación material”, de la “producción del contenido” [Produktion des Inhaltes] y ser meramente una decisión formal que opera sobre el contenido generado por otros (funcionarios, cuerpos asesores, etc.) como postula Hegel: esta decisión solo operaría por la autorización lógica e impersonal de la Razón universal –como observa Stahl– “por la voluntad sustancial mundial” (Stahl, 1963b: 486).
Fiel al eje transversal de su obra afirma Stahl que la “personalidad del príncipe”, su “convicción y capacidad” son factores esenciales en el desarrollo de la “constitución y de la historia de una nación”, para concluir con una frase también cercana al historicismo: “…la Historia, sin embargo, se realiza siempre por medio de personalidades” (Stahl, 1963b: 244-245).
Así caracterizado, el poder monárquico hegeliano es solo el resultado del movimiento del “…Concepto que se realiza en las instituciones sociales humanas…”, esto es: solo el producto de la lógica dialéctica y en tanto tal carece de verdadera acción y capacidad creativas o de la “fuerza de voluntad”, en el lenguaje técnico de la filosofía de Schelling (Stahl, 1963a: 24; 1963b: 18).
En estrecha relación con lo anterior y teniendo en mente la concepción hegeliana del Derecho Abstracto con toda seguridad, Stahl puntualiza que en el ámbito del Derecho Público el “rasgo característico” del Estado es el de ser “persona política” y no mera “persona jurídica”, aquella pertenece al ámbito público [publicistisch] e implica la “capacidad de ser sujeto de acción y dominación política” [Subjekt des Handelns und Herrschens] (Stahl, 1963b: 18). En este comentario –y dejando de lado algún sesgo de lectura hacia la articulación teórica de la filosofía del derecho hegeliana– se puede observar en plena operación el paralelismo entre política y teología que es la piedra basal de la construcción stahliana: el aspecto activo –con su correlato de la libre Creación como facultad divina– muestra con mucha claridad cómo se interpreta el concepto de “positividad” (mencionado pocas veces, sin embargo) que Stahl ha recibido de Schelling y sobre el que se volverá al final de este trabajo.
El lado liberal de un conservador: el Estado de Derecho
Menos evidente que su fundamentación del principio monárquico y las críticas que conlleva (recibidas o ejercidas) ha sido la introducción por parte de Stahl de un concepto de Estado de Derecho de corte netamente moderno, empresa que –como se verá– impugna desde el primer momento su ubicación inconmovible en las filas del conservadurismo más acendrado.
Su oposición de parte de los sectores ultras del movimiento (seguidores de Haller, pero no únicamente) no ha impedido que ya desde su época y sin distingos entre liberales o marxistas se lo califique tanto de “profesor de derecho público de la Reacción” como de apologeta del “conservadurismo feudal-absolutista” y ciertamente Stahl ha dado indicios que permitirían inscribirlo en la tradición conservadora que reivindica la preponderancia de la societas civilis frente a los avances de la época (Breuer, 2021: 42). Por ejemplo, en un pasaje altamente sugestivo afirma el jurista:
“Sociedad y Estado, las esferas de lo social y de lo político, son sin embargo indistinguibles, no se pueden separar. Son las diferentes facetas de una y la misma existencia de la nación y su tarea histórica. Se compenetran sin demarcación en todo aspecto y se mantienen siempre en acción recíproca […] la separación de lo social y lo político es un error.” (Stahl, 1963b: 52)
Pero hay que poner este pasaje en perspectiva en la medida en que los propios conceptos criticados tienen que ser reexaminados, como en la calificación de “feudal”, donde sin duda Stahl parte de presupuestos aristocráticos pero considera a la vez la forma en que la nobleza ha tenido que resignar el monopolio tradicional de sus derechos sobre el gobierno, la educación y la riqueza en favor de otros tantos actores sociales en Alemania: la corona y su burocracia designada, los eclesiásticos y la intelectualidad de provincia, la clase burguesa.[13]
Plenamente consciente de esta minimización histórica del feudalismo, no alberga sentimientos nostálgicos frente al proceso aunque considera también –conservador al fin– que sería deseable la pervivencia de la más añeja nobleza de sangre (“romántica”) como rasgo de distinción y continuidad histórica, en especial de sus “tradiciones ético-políticas” (Stahl, 1963b: 110).[14]
Lo anterior no le impide sopesar positivamente el ciclo de los reformadores prusianos, en la medida en que la incipiente modernización ha permitido liberarse de los lastres de la época medieval, “de la feudalidad y el patrimonialismo, del campesinado dependiente [Hintersässigkeit] y de los estamentos a modo de castas” (Stahl, 1868: 10).
La aristocracia así configurada ya no podrá ser la de las grandes familias con su preminencia por nacimiento –como desean conservar o refundar los hallerianos– sino una que tome nota del mandato de la época: coadyuvar a “…en cierto sentido republicanizar (acomunar) el lazo social, que antiguamente era solo monárquico-patrimonial en las provincias y de aristocracia por nacimiento en las ciudades...” (Stahl, 1963b: 130).[15]
Esta mise à jour de la nobleza en su rol de pilar ético-político del régimen monárquico-constitucional no puede sorprender, aunque sí lo hace la forma del planteo: la integración estructural aristocrática en la institucionalidad del Estado refleja las transformaciones dentro de la propia estatalidad moderna que reclama Stahl –unidad, ordenamiento y legalidad– y que la república como forma política ni ideal ni más acabada ha contribuido, cum grano salis, a instaurar: “el carácter institucional […] del Estado […] en la medida que incluso la propia personalidad del gobierno (sea monárquico o republicano) no es más que una parte de la institución [Institution] y de esta forma la idea misma del Estado es, en este sentido, republicana…” (Stahl, 1963b: 479).[16]
Más notable aun, reitera el motivo del republicanismo al indicar que el pueblo se somete voluntariamente al “jefe de una comunidad política regida por leyes, que él mismo [el pueblo] ha configurado. En este aspecto, pero solo en este aspecto, podría coincidirse con Rousseau en que, entre todas las formas constitucionales, solo el Estado republicano es legítimo” (Stahl, 1963b: 141-142).
Entre estas sorprendentes declaraciones republicanas para un reputado conservador, entre la inscripción institucional del poder del príncipe,[17] se enfatiza en la estatalidad como una “institución providente de un orden externo” ya que la dominación política [Beherrschung] que la comunidad ejerce sobre sí misma “solo puede ser externa, esto es: solo puede ser de tipo legal” (Stahl, 1963b: 136). Con lo anterior se abre paso lenta pero decididamente la noción de Estado de Derecho que, en una larga y célebre definición del concepto, aparece en el § 36 del tratado y que conviene citar en toda su extensión:
“El Estado debe ser un Estado de Derecho; ésta es la solución y es también en verdad la tendencia de la época actual. Este Estado de Derecho ha de determinar con precisión, a través de la forma del derecho, tanto la dirección y los límites de su propia acción como el ámbito de libertad de sus ciudadanos, y ha de asegurarlas sin fisuras. Y no debe realizar (imponer) desde la idea ética del Estado –es decir, de forma directa– más que lo que pertenece a la esfera del Derecho, esto es: no debe extender el cercado más allá de lo necesario. Este es el concepto del Estado de Derecho: no significa simplemente, por ejemplo, ni que el Estado pueda disponer del ordenamiento jurídico sin objetivos administrativos, ni que tenga que proteger por entero los derechos de los individuos. El Estado de Derecho no representa sin más la finalidad y el contenido del Estado, se refiere solo al modo y la manera como se realizan estos.” (Stahl, 1963b: 137-3)]
Interesante como es –sobre todo por su carácter pionero en semejante contexto de enunciación– esta formulación presenta lo que un discípulo de Carl Schmitt como Ernst-Wolfgang Böckenförde ha definido en términos de una “reducción” o minimización en lo tocante a las expectativas políticas liberales del contexto alemán posterior al Premarzo.
Se trata sin dudas este un concepto formal del Estado de Derecho, en la medida en que el Rechtsstaat en su formalismo se cuenta por cuerda separada con respecto a los objetivos y contenidos propiamente estatales, adquiriendo en consecuencia un rasgo propiamente “procedimental” cuya especificación cae bajo la esfera del poder político –el gobierno y la administración– y al que podría calificarse, afirma Böckenförde, de “elemento formal apolítico” (Böckenförde, 1991: 150-151).
Especialmente ilustrativa del concepto es una definición del Rechtsstaat realizada por el gran administrativista Otto Mayer (1846-1924), que recuerda Böckenförde: es el “Estado de un Derecho Administrativo bien organizado” (Böckenförde, 1991: 152). Es así una concepción que apuntaría solo al aspecto “exterior” del Estado, a modo de prevención tanto contra el racionalismo, el liberalismo y el individualismo propios de las primeras formulaciones históricas del concepto de “Estado de Derecho”.
Contra el liberalismo: las críticas schmittianas
A fines los años veinte y a lo largo de la década siguiente –en textos de diferente tenor y con variada extensión y profundidad– se suceden las menciones de Schmitt a Stahl, reconociendo en algunas de ellas su temprana introducción del concepto de Rechtsstaat. En especial en dos trabajos que no pueden ser más diferentes: el tratado de 1928 sobre teoría constitucional (Verfassungslehre) y el opúsculo de 1938 sobre el Leviathan de Thomas Hobbes.
Pero para tomarle el pulso al sentir de la posición de Schmitt, conviene recordar que Stahl es figura ejemplar de dos hechos duramente criticados por aquel: a) la introducción de un paradigma foráneo de estirpe liberal e individualista y, b) la reducción “formalista” operada sobre la noción de Estado de Derecho.
Sobre el primer texto referido hay que indicar que el tratamiento hacia Stahl es objetivo, a tono con la profundidad iuspublicística del extenso tratado, mientras que en el segundo hay una crítica destemplada pero sin duda coherente con las transformaciones que entretanto había sufrido el pensamiento schmittiano y que también remite –por momentos con cierta densidad discriminatoria– a una particular matriz del antijudaísmo que se ve en los textos de esta época.[18]
Sin embargo, resulta sintomático que en ambas la referencia textual al concepto de Estado de Derecho de Stahl es exactamente la misma: la oración final de una larga definición del Rechsstaat, recorte que ha debido movilizar el pensamiento del jurista de Plettenberg ya que trata de la célebre y extensa definición citada en el apartado anterior. De esta forma, el Estado de Derecho “…no representa sin más la finalidad y el contenido del Estado, se refiere solo al modo y la manera como se realizan estos.” (Schmitt, 2017: 125-126).
Conviene desgranar los matices que acompañan a esta cita de la Teoría de la Constitución, que se encuentra en el tratamiento del “Estado de Derecho burgués” y su –al decir de Schmitt, hegemónica– moderna “Constitución”, la cual se caracteriza por desplegar como sus elementos fundamentales las libertades civiles consagradas por el “individualismo burgués” que se hacen valer –esta es la crítica– incluso contra el Estado, que se presenta aquí como “…el servidor [Diener] estrictamente controlado de la sociedad” (Schmitt, 2017: 125). Esto es así porque el propósito constitucional es garantizar la “libertad” (concomitante con la propiedad privada) frente a los posibles desmanes de la autoridad estatal.
En esta empresa defensiva, Schmitt percibe operando a dos postulados fundamentales del moderno “Estado de Derecho”: por un lado, a una “distribución” de tareas o asignación de roles [Verteilung] que refiere a las facultades del binomio ciudadanía-Estado; por el otro, a una forma de organización de dicha delimitación de competencias que remite a los derechos subjetivos y a la división de poderes.
El primer axioma es de fundamental importancia porque sintetiza el núcleo de la crítica schmittiana al liberalismo: “La esfera de libertad del individuo se presupone como algo dado y previo al Estado, por principio ilimitada; en tanto que la potestad del Estado para intervenir en aquella es por principio limitada” (Schmitt, 2017: 126).
Pero Schmitt rápidamente echa por tierra esta idealización liberal al recordar que no puede darse un sistema jurídico químicamente puro –pura normatividad y procedimientos– ya que lo político sigue siendo parte constitutiva del Estado, además del consabido Estado de Derecho: “lo político no puede separarse del Estado –la unidad política de un pueblo– y despolitizar el derecho público sería nada más y nada menos que privatizarlo [entstaatlichen]” (Schmitt, 2017: 125).
Conviene ahora insistir en que en esta etapa de la producción schmittiana el planteo crítico hacia Stahl es respetuoso y objetivo, pero no lo será en el futuro: es sintomático que con el cambio de década hay también un cambio de tono, un registro discriminatorio que no puede pasar inadvertido; en este sentido, dos muestras más de la producción previa pueden ser ilustrativas. Por ejemplo, en un escrito tan relevante como la Teología Política de 1922 y lejos de ser el mascarón de proa de la introducción del liberalismo en Alemania, todavía se puede dignificar a Stahl como “un conservador prusiano” que –en la honrosa compañía de figuras tan disímiles como Donoso Cortés, Marx o von Stein– toma conciencia de las “muchas contradicciones del constitucionalismo liberal” y ofrece una explicación acertada de ellas (Schmitt, 1922: 53). A su vez, en su artículo de 1927 Donoso Cortés en Berlín, 1849, Schmitt constata la amplia difusión del pensamiento del español en los círculos conservadores y ubica allí a la figura de Stahl –otra vez distante del liberalismo– durante el recuento de las peripecias de Donoso en su breve embajada berlinesa: “…la religiosidad de los píos protestantes no la ha comprendido jamás, la filosofía del Estado de Friedrich Julius Stahl no parece que lo haya impresionado de ningún modo…” (Schmitt, 1940: 77).[19]
Pero, ¿qué ocurre con el segundo de los textos anteriormente referidos, prácticamente en el otro extremo del arco cronológico analizado? Se trata del opúsculo El Leviatán en la teoría del Estado de Thomas Hobbes de 1938, cuyo punto seis se inicia evocando las sugestivas “imágenes del mecanismo y de la máquina”: este va a ser el sentido general del apartado y la deriva donde se va a insertar la referencia a Stahl (Schmitt, 1982: 99). La inmanencia en la creación de leyes típica de la Modernidad va a producir, a los ojos del jurista de Plettenberg, una paradójica mecanización –el nombre schmittiano para el proceso de racionalidad burocrática weberiana– de la mano de una “juridización” o “codificación” de carácter universal: “el propio Estado se trasmuta en un sistema de la legalidad positivista” (Schmitt, 1982: 100).[20]
Es en este punto donde se hace más explícita la relación con la reducciónformalista mencionada anteriormente (punto b) del Rechsstaat, que expresa el accionar de dos vectores privilegiados del pensamiento de Schmitt como son la neutralización (Neutralisierung) y la consiguiente despolitización (Entpolitisierung):
“Esta formalización y neutralización del concepto Estado de Derecho en el sentido de un sistema de la legalidad estatal, operante por medio del cálculo [berechenbar] y sin consideración hacia cuestiones de contenido o de verdad y justicia, es lo que se ha convertido en la doctrina jurídica hegemónica desde el siglo XIX bajo el nombre de positivismo jurídico.”(Schmitt, 1982: 106).[21]
La responsabilidad por este estado de cosas en Alemania se le debe endosar a Stahl, juicio que refrenda Schmitt citando la ya conocida definición stahliana sobre el Estado de Derecho: “…refiere solo al modo y la manera como se realizan” los objetivos del Estado y que es la prueba máxima de la reducción formalista realizada, específicamente por medio de “la nueva escisión entre forma y contenido […] al igual que la contraposición entre interioridad y exterioridad, garantizada jurídicamente ya desde el siglo XVIII” (Schmitt, 1982: 106).[22]
Más grave aún, el jurista prusiano –a los ojos de Schmitt– es responsable de haber fallado allí donde parecía haber realizado su logro más grande: ser el nomenclador del “principio monárquico” (monarchisches Prinzip) en Alemania y abrir el camino para darle rango constitucional a dicho axioma.
Al proponer una alternativa monárquica constitucional a la opción de una deriva parlamentaria como la de otras naciones europeas, Stahl estaría introduciendo el germen de la disgregación en la forma del “constitucionalismo”, responsable último de la caída del segundo Reich en 1918 (Schmitt, 1982: 109). Este análisis se refina en un escrito de 1939 titulado Neutralidad y Neutralizaciones, donde Schmitt –con su habitual capacidad de síntesis– da el puntapié inicial a un debate constitucional que se extenderá en el tiempo y versará sobre la naturaleza idiosincrática del régimen monárquico alemán: lejos de ser el “dique salvador frente a la inundación del constitucionalismo occidental”, la alternativa stahliana no sería más que la avanzada que “marca el paso” (Schrittmacher) hacia una parlamentarización completa en el estilo de sus homólogas occidentales.
En este sentido, se configura como una suerte de “fórmula de compromiso”[23] que viabiliza lenta pero sostenidamente “el proceso de neutralización [Neutralisierung] del monarca”, con sus hitos en la consabida caída del régimen en la primavera de 1918 y en la constitución de Weimar como la consumación “póstuma” pero sin duda muy concreta de todo el proceso (Schmitt, 1940: 275).[24]
En una breve intervención titulada “La constitución de la libertad” –publicada en la Gaceta de los Juristas Alemanes en 1935– se encuentra un pasaje que resume admirablemente la posición de Schmitt, al reclamar el carácter puramente alemán de la constitución del momento frente a las erradas posturas liberales sostenidas por los predecesores, los que –aun en su error– eran alemanes y no deberían ser subestimados, pero a continuación afirma:
“¿Qué jurista alemán de la actualidad no podría diferenciar un Lorenz von Stein de un Stahl-Jolson, un Rudolf Gneist de un Lasker, un Otto Bähr de un Jakoby, un Rudolph Sohm de un Friedberg? […] Pero no podemos seguir sosteniendo el pensamiento jurídico-constitucional de nuestros padres y abuelos liberales, atrapado como estaba en una red conceptual de sistemas foráneos. Lo que consideraban como derecho constitucional no era más que la recepción jurídica del derecho anglo-francés […] disimularon el compromiso entre legitimismo y burguesía con conceptos universales de carácter neutral.” (Schmitt, 2021: 283)
Algunas conclusiones
Estas críticas schmittianas son amplias y profundas, ya que atraviesan un espectro multicolor donde el Rechtsstaat es solo un matiz, importante aunque no exclusivo. Podrían discutirse en su especificidad punto por punto, en especial porque la percepción de Schmitt –a pesar de su habitual sagacidad– pudiera estar hipotecada por el resultado de una deriva histórica a la que Stahl fue ciertamente ajeno, so pena de anacronismo.
En primer lugar y a pesar de posicionar al jurista como una suerte de Caballo de Troya por su introducción de un incipiente diseño constitucional “liberal” dañoso para la estatalidad alemana, en su tratado sobre la constitución le otorga Schmitt un rol central en el tratamiento de la teoría de la monarquía (§ 22), como si Stahl fuera una suerte de Cicerone del que no se pudiera prescindir.
En segundo lugar y más importante aún, a pesar del argumento de la forma transicional o de compromiso le reconoce a Stahl el establecer que “…el monarca constitucional aun detenta un poder real, su voluntad personal posee cierta valía y no procede del Parlamento” (Schmitt, 2017: 289). Esta descripción, modesta en sus términos, contrasta ciertamente con la forma en la que Stahl fue leído por sus contemporáneos: los hallerianos, por ejemplo, no vacilaban en calificar la estatalidad stahliana como “una divinización panteísta del Estado” (Meinecke, 1908: 231) o como recuerda Stefan Breuer citando a un anónimo reseñante del Semanario Político Berlinés en 1837, “un absolutismo estatal […], el viejo Leviatán de Hobbes, solo que vestido a la última moda y con una pizca de modales cortesanos” (Breuer, 2021: 314). También contrasta con la investigación más reciente que ha afirmado la existencia por derecho propio del “constitucionalismo monárquico” decimonónico y su “autonomía tipológica”, su “capacidad de cambio y de reforma” (Schlegelmilch, 2009: 26).
En tercer lugar, podría decirse que a las quejas sobre el carácter “servil” del Estado liberal y su limitada capacidad de intervención en la esfera privada que denuncia Schmitt se les pueden oponer, por un lado, el rol meramente consultivo que le asigna Stahl a la representación estamental y, por el otro, el concepto señalad por Hans Boldt de “poner un límite” a la inevitable herencia constitucional de la Revolución Francesa resignificando adaptativamente el propio concepto de “constitución”, en especial a partir de la idea de que el monarca encarna una “fuerza configuradora positiva” (Schelling) frente a la sociedad civil. Cuál sería finalmente el resultado de ese encuentro de fuerzas no podría decirse a partir de presupuestos puramente teóricos y es por eso que la protesta schmittiana se hace con el beneficio de la perspectiva histórica. Sin embargo –como ha demostrado Martin Kirsch– la afirmación de que la fórmula de compromiso encubre la naturaleza intrínsecamente conflictiva del principio monárquico vis-à-vis el parlamentario y de que éste triunfará inexorablemente en el curso de la Historia, no es sostenible ni lógica ni históricamente en la evolución del contexto constitucional europeo (Kirsch, 1999: 58-60).[25]
En cuarto lugar, si Stahl es el heraldo de una “neutralización del monarca” –como afirma Schmitt– quien observe los términos de su polémica con Hegel sobre el poder principesco no puede menos que sorprenderse: no hay nada allí que no se corresponda con un decisivo empoderamiento del rol del monarca y si bien es cierto que Stahl puede aceptar una formalización en el caso del Rechtsstaat, aquí rechaza de plano una capacidad decisoria meramente formal como la que propone Hegel para su príncipe ya que a ello le opone el poderoso concepto de una “personalidad creadora” que sea capaz también –la contraposición a Hegel es punto por punto– de la “producción del contenido” de la decisión política.
Por último, esa capacidad creadora es interesante porque Stahl la fundamenta teológicamente y no puede menos que recordarse que Schmitt también ha adquirido fama precisamente por el paralelismo teológico-político: ¿sería muy heterodoxo el pensar en vincular ambos mecanismos? En especial observando el paralelismo del capítulo III de su Teología Política entre “estado de excepción” y “milagro” que presupone un “acto demiúrgico”, “institutivo-creativo”: formulaciones recientes que captan con elegancia lo que siempre ha impresionado de su presentación, a pesar de la prudencia con que Schmitt realiza la correspondencia (Croce-Salvatore, 2022: 342, 343).
En efecto y como es sabido, hay una insistencia en la analogía –“análoga significación”, “rol análogo [analogue Stellung]”– así como una cuidadosa circunscripción disciplinar y epistemológica –una “sociología de los conceptos jurídicos”– empeños que no pueden hacer olvidar, sin embargo, el formidable poder sugestivo de las imágenes evocadas por Schmitt, como en el caso de la reiterada “omnipotencia” ya sea ésta divina o legislativa (Schmitt, 1922: 37).
Que Schmitt no considere este aspecto de la obra de Stahl es llamativo, quizás por encuadrarlo en su crítica anterior al romanticismo político[26] o quizás por no pertenecer al círculo de escritores católicos a los que Schmitt venera (Bonald, De Maistre, Donoso Cortés). Todo parece indicar que el peso de la –imputada– hipertrofia formalista le ha impedido valorar adecuadamente la esencial fundamentación teológico-política que ha realizado el jurista de Erlangen.[27]
Agradecimientos
Agradezco los comentarios de los evaluadores de Revista Prohistoria.
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Notas