Sección Especial 1
¿Estado de derecho o Estado libre? La experiencia constitucional de la Revolución francesa
State of Law or Free State? The Constitutional Experience of the French Revolution
¿Estado de derecho o Estado libre? La experiencia constitucional de la Revolución francesa
Prohistoria. Historia, políticas de la historia, núm. 40, 1-32, 2023
Prohistoria Ediciones
Recepción: 05 Mayo 2023
Aprobación: 30 Junio 2023
Publicación: 30 Diciembre 2023
Resumen: El presente artículo se propone explorar las diferencias teórico-políticas entre el republicanismo clásico y el liberalismo moderno a través del análisis de los conceptos de Estado de derecho y de Estado libre tal y como fueron desarrollados por el pensamiento constitucional durante la Revolución francesa. El análisis comenzará por precisar los términos en los que el pensamiento jurídico ha interpretado la carta de 1791 como fundadora del Estado de derecho en Francia. A continuación, se repasarán las circunstancias que condujeron al naufragio de la Constitución de 1791, para proceder luego a examinar cómo las facciones radicales lidiaron con la experiencia política de 1789-1792. Finalmente, se analizarán los proyectos constitucionales de 1793 como respuesta a los problemas identificados por los radicales como causales de la crisis política del verano de 1792 que había culminado con el asalto popular a las Tullerías.
Palabras clave: Revolución francesa, Estado de derecho, Estado libre, Constitución de 1791, Constitución de 1793.
Abstract: This article aims to explore the theoretical and political differences between classical republicanism and modern liberalism by analyzing the concepts of the “state of law” and the “free state” as they were developed by the constitutional thought during the French Revolution. The analysis thus begins by specifying the terms in which legal thought has interpreted the Constitution of 1791 as the founder of the rule of law in France. The circumstances leading to the failure of the Constitution of 1791 are analyzed next, to then examine how the radical factions coped with the political experience of 1789-1792. Finally, the constitutional projects of 1793 are analyzed as a response to the issues identified by the radicals as having caused the political crisis of the summer of 1792 that had ended in the popular storming of the Tuileries.
Keywords: French Revolution, State of Law, Free State, Constitution of 1791, Constitution of 1793.
Frente a la concepción de la libertad como ausencia de interferencia conceptualizada y defendida por Isaiah Berlin en un influyente ensayo para la teoría política liberal (1969), el concepto de libertad como ausencia de dominación fue desarrollado por Quentin Skinner (1998) y Philip Pettit (1999) en el marco de un proyecto que buscaba rehabilitar una teoría de la libertad civil que rivalizó con el liberalismo durante la modernidad temprana (Skinner, 2022). Con todo, los argumentos de Skinner y Pettit no tardaron en ser cuestionados (Sullivan, 2006), y las diferencias en torno a la noción de libertad que sus trabajos procuraron poner de relieve entre el pensamiento político liberal y la tradición neo-romana –popularizada con el nombre de republicanismo clásico– han sido matizadas a tal punto que hasta el propio Hobbes ha llegado a ser clasificado como un defensor de la libertad republicana (Dyzenhaus, 2015).
En el marco de estos debates, la historia del pensamiento político desarrollado en el contexto de la Revolución francesa parece ofrecer un sólido caso contra la tesis de Skinner y Pettit. En efecto, quienes han estudiado los derroteros de las ideas políticas durante el período revolucionario sugieren que la tradición liberal contiene en su seno al republicanismo clásico y que el abandono de la idea de libertad como ausencia de dominación en favor de la noción de libertad negativa es, en última instancia, el resultado de la experiencia política del Gobierno revolucionario de los años 1793-1794 (Ozouf, 1988; Hartog, 1991; Fontana, 1994; Gueniffey, 1994; Sellers, 1998: 28-37; Baker, 2001 y 2006; Jainchill, 2008; Kalyvas y Katznelson, 2008).
El presente artículo constituye una intervención a favor de la tesis de Skinner y Pettit a partir de una revisión del caso francés desde una perspectiva no convencional. En lugar de concentrar la atención sobre el impacto de la experiencia del Gobierno revolucionario en la concepción de la libertad desarrollada por el pensamiento liberal postermidoriano, nuestro análisis explorará el impacto de la experiencia de los años 1789-1792 –y, en particular, del naufragio de la Constitución liberal de 1791– en la noción de libertad desarrollada por el pensamiento republicano. En ese sentido, en lugar de adoptar el enfoque tradicional propio de este campo de estudios y abocarnos a reunir elementos del discurso jurídico y político que permitan plantear diferencias teóricas irreconciliables entre las concepciones republicana y liberal de la libertad, tales diferencias serán exploradas acá a través de un análisis de los debates constituyentes y de los textos constitucionales elaborados por las asambleas revolucionarias.
Al realizar el análisis a partir de este conjunto de fuentes, nuestro enfoque presenta la ventaja de abordar simultáneamente los planos teórico y práctico, por cuanto el fin último de las cartas constitucionales no fue otro sino el de crear un Estado capaz de garantizar la libertad. El argumento a desarrollar en las páginas siguientes sugiere que la concepción de la libertad como ausencia de interferencia condujo a la Asamblea nacional de 1789 a elaborar una arquitectura constitucional de Estado de derecho. Sin embargo, la crisis política del verano de 1792 puso en evidencia los defectos de esta arquitectura constitucional para satisfacer las expectativas creadas por la propia Revolución. El Estado libre diseñado por el proyecto constitucional de febrero de 1793 y articulado sobre la concepción de la libertad como ausencia de dominación fue la respuesta con la que el pensamiento republicano intentó superar las falencias de su predecesora.
Cabe aclarar al respecto que la expresión “Estado libre” (État libre) se encuentra presente en las fuentes del período revolucionario, mientras que la expresión “Estado de derecho” (État de droit) apareció en el vocabulario jurídico francés recién en las primeras décadas del siglo XX (Heuschling, 2021). No obstante, como Laurent Pech ha explicado, ello no implica que “los principios del Estado de derecho no hayan estado presentes en Francia, incluso si no fue formulado ningún término que los sintetizara” (Pech, 2004: 78).[1] El presente artículo comenzará entonces por precisar los términos en los que el pensamiento jurídico francés ha entendido tales principios. A continuación, el análisis repasará las circunstancias del naufragio de la Constitución de 1791, para examinar luego cómo el pensamiento republicano lidió con la experiencia política de 1789-1792. Finalmente, un último apartado abordará los principios sobre los que el republicanismo de 1793 intentó erigir el Estado libre.
La Revolución francesa y el Estado de derecho
Desde el momento mismo de su aparición en el discurso jurídico francés, el concepto de Estado de derecho se vio asociado a la Revolución. “Es en Francia, y por obra de la Asamblea nacional de 1789, que las ideas fundamentales y, en parte, las instituciones sobre las cuales reposa el sistema del Estado de derecho fueron descubiertas”, observó Raymond Carré de Malberg, uno de los principales teóricos del derecho público francés (Carré de Malberg, 1920-1922: 1, 489, n. 5). El pensamiento jurídico francés concibe al Estado de derecho como un orden jurídico que consagra en su base un conjunto de principios entre los que pueden ser destacados:
“El principio de primacía de la constitución y de su garantía jurisdiccional, la sumisión de la administración y de la justicia a la ley y al derecho, la reserva de ley que impide al ejecutivo actuar sin una mínima base legislativa, el principio de aplicabilidad inmediata de los derechos fundamentales, la separación de poderes, la seguridad jurídica (y sus corolarios: precisión y claridad de las normas, protección de la confianza legítima, principio de irretroactividad), la imputabilidad del poder público, el principio de proporcionalidad, el derecho a recusación y las garantías procesales” (Jouanjan, 2003: 650).
Así entendido, el Estado de derecho posee bastantes elementos en común con el rule of law inglés (Mockle, 1994; Meierhenrich, 2021), una noción que en Francia debe mucho a la obra de Montesquieu (Merryman, 1996; Craiutu, 2012: 33-68; Krause, 2021) y que se diseminó gracias al impulso que le dio durante la segunda mitad del siglo XVIII el fenómeno conocido como “anglomanía” (Grieder, 1985: 7-32).
La ausencia en Francia de un término similar al de rule of law se debe en gran medida a la centralidad de otros dos conceptos dentro del vocabulario jurídico francés: État y république (Pech, 2004: 78). Esta asociación conceptual puede ser apreciada claramente en las obras de Montesquieu y Rousseau, cuya pensamiento tuvo una influencia innegable entre los revolucionarios.[2] El primero de estos pensadores, identificó al Estado de derecho (république) con el imperio de la ley al sugerir en un pasaje célebre del Esprit des lois que Inglaterra constituía “una nación donde la república se oculta bajo la forma de la monarquía”.[3] Rousseau, por su parte, definió al Estado de derecho (république) como “cualquier Estado regido por las leyes, sin importar la forma de su administración”.[4] La Constitución de 1791 fue elaborada en base a estas concepciones y, en tal sentido, estableció un Estado de derecho sobre los escombros del Antiguo Régimen (Furet y Halévi, 1996; Glénard, 2010).
Los revolucionarios de 1789 concibieron a la Constitución como una herramienta para organizar los poderes públicos de manera tal que la libertad quedara garantizada por obra de su propia distribución: un perfecto equilibrio de poderes debía conducir a establecer el imperio de la ley (Beaud, 2009: 22-29; Pasquino, 1998). “La Constitución abarca a la vez la formación y la organización interiores de los diferentes poderes públicos; su correspondencia necesaria y su independencia mutua y, por último, las disposiciones políticas con las cuales es prudente limitarlos para que jamás puedan tornarse peligrosos”, observó Sieyès, autor del influyente panfleto Qu’est-ce que le Tiers-État? y miembro del Comité de constitución en la Asamblea nacional de 1789.[5] Para este diputado, tales disposiciones se suponían reaseguradas por el cerrojo lógico que creaba la distinción conceptual entre poder constituyente y poder constituido, y que, teóricamente, impedía a este último alterar las leyes constitucionales: “Los cuerpos que existen y obran conforme a ellas no pueden tocarlas en absoluto. En cada una de sus partes, la Constitución no es obra del poder constituido, sino del poder constituyente. Ningún tipo de poder delegado puede cambiar algo en las condiciones de la delegación”.[6] En cierto sentido, este cerrojo lógico puede interpretarse como una aplicación del principio de separación de poderes en el plano de la duración, por cuanto el pleno ejercicio de la soberanía quedaba reservado exclusivamente al momento constituyente o de revisión constitucional.
En el plano del ejercicio cotidiano de la política, la separación de poderes fue articulada por la Constitución de 1791 a través de un calculado equilibrio entre el poder ejecutivo y el legislativo. La carta constitucional concedió al rey y a los diputados el estatus de representante en igualdad de condiciones, con la finalidad de que ninguno de los dos poderes pudiese someter al otro (Glénard, 2010: 3-15). El monarca no poseía iniciativa legislativa (Glénard, 2010: 83-95) ni la facultad de reglamentar la ley (Glénard, 2010: 344-353), lo cual limitaba sus funciones legislativas al simple acto de conceder o denegar su consentimiento a los decretos del cuerpo legislativo (Glénard, 2010: 95-192). Esta última facultad, reconocida por el derecho de veto, fue concebida en la Constitución de 1791 como un dispositivo para moderar los decretos del cuerpo legislativo. Con todo, su carácter suspensivo buscó equilibrar el poder que tal derecho comprendía y evitar la parálisis que podía producirse si el rey no lo ejercía moderadamente: en caso de que una tercera legislatura volviese a emitir el mismo decreto en los mismos términos, la sanción regia debía darse por supuesta y el decreto debía ser promulgado como ley, reestableciendo así el equilibro de poderes (Glénard, 2010: 111-130).
Con un título que evocaba indudablemente al Esprit des lois de Montesquieu, el análisis de la Constitución de 1791 realizado por Saint-Just en su Esprit de la Révolution concluyó que la nueva carta constitucional había suprimido la dominación arbitraria a través del imperio de la ley, es decir, del Estado de derecho: “En Francia, para hablar con propiedad, no existe poder, las leyes solas mandan”.[7] Esta idea se halla muy bien ilustrada en el pasaje referido a la sanción regia:
“A través de la sanción que pronuncia el monarca, este ejerce, más que su poder, una delegación inviolable de aquel que pertenece al pueblo: el modo de su aceptación como el de su rechazo es una ley positiva, de manera que esta aceptación y este rechazo son el resultado de la aplicación de la ley, no del ejercicio de la voluntad; son el freno de una norma precaria que requiere maduración, no su rechazo; son el nervio de la monarquía, no de la autoridad regia. Todo el poder de la negativa regia se extingue con la [tercera] legislatura. El pueblo recupera momentáneamente el ejercicio pleno de su soberanía y pone fin a la precaria suspensión del monarca”.[8]
La libertad parecía estar así garantizada. Incluso algunos radicales como Condorcet, decepcionados porque la Constitución de 1791 había conservado la forma de gobierno monárquica, no dejaron sin embargo de reconocer públicamente sus virtudes: “Ahora que se encuentra terminada, no debemos recordar lo que ella tiene de vicioso sino en el momento de la revisión. Debemos confesar que tal como está, es aún la más bella constitución conocida, aquella bajo la cual se vivirá más feliz”.[9]
¿Por qué motivo entonces el nuevo orden establecido por la Constitución de 1791 implosionó tan estrepitosamente en agosto de 1792? Esta pregunta ha obtenido diferentes respuestas por parte de quienes estudian la Revolución francesa (Sagnac, 1909; Reinhard, 1969; Vovelle, 1972; Fitzsimmons, 1994; Furet y Halévi, 1996; Wahnich, 2008; Dendena, 2013). El próximo apartado ensayará una respuesta desde un enfoque histórico-conceptual (Koselleck, 1979: 107-129; Duso, 1999; Biral, 1999).
El naufragio de la Constitución de 1791
El fracaso de la primera experiencia constitucional francesa no estaba predeterminado en absoluto. La guerra, declarada contra Austria en abril de 1792, imprimió a la acción política una velocidad a la que la Constitución de 1791 no pudo dar curso, fundamentalmente por cuanto ella no había sido concebida para operar en tiempos de urgencia, sino al ritmo de los tiempos de paz: “La nación francesa renuncia a emprender guerra alguna con fin de conquista, y no empleará jamás sus fuerzas contra la libertad de pueblo alguno”.[10] Con todo, la crisis creada por la guerra expuso ciertos defectos de diseño en la Constitución de 1791 que habían sido oportunamente señalados por algunos constituyentes, pero que la Asamblea nacional decidió menospreciar o desestimar. Estos defectos pueden ser mejor apreciados si se los contrasta con las expectativas que la propia Asamblea nacional había suscitado al decidir encabezar la Constitución con una Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. El presente apartado se desarrollará en tal sentido.
En su reporte del 9 de julio de 1789, el Comité de constitución proporcionó una clave para acceder a la lógica sobre la que la Asamblea nacional intentó regir sus trabajos: “Todo gobierno debe tener como único cometido la preservación del derecho de los hombres; de ello se deduce que para recordar constantemente al gobierno su cometido, la constitución debe comenzar por la declaración de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre”.[11] Menos de dos meses más tarde, el 26 de agosto, la Asamblea nacional aprobó el decimoséptimo y último artículo de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano y se dedicó a partir de entonces a trabajar en la futura Constitución. El criterio para juzgar el éxito o fracaso de esta carta constitucional quedó plasmado en el segundo artículo de la Declaración: “El objetivo de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”. Según este orden, la libertad constituía el primer derecho cuya garantía era la razón de ser de cualquier gobierno. Así lo confirmó, por ejemplo, el sacerdote Charles Hervier en el Te Deum para celebrar la sanción de la Constitución: “La libertad es la primera necesidad y la primera ley. Vivir libre o morir, he ahí la divisa de Francia”.[12]
La Declaración de 1789 definió la libertad en sintonía con las ideas políticas de la época. Las dos autoridades más respetadas por entonces dentro del pensamiento político francés habían definido a la libertad como la sumisión al imperio de la ley. Montesquieu había sugerido que “la libertad es el derecho de hacer todo aquello que las leyes permiten”.[13] Rousseau se expresó en el mismo sentido: “No hay libertad alguna sin leyes, ni en donde una persona se encuentra por encima de las leyes […]. Un pueblo es libre, independientemente de la forma de su gobierno, cuando en quien lo gobierna no ve al hombre, sino al órgano de la ley”.[14] Los procedimientos asociados al rule of law eran así entendidos como garantías de la libertad, por cuanto se supone que suprimen la dominación arbitraria del hombre sobre el hombre al obligarlo a regirse conforme a derecho. En ese sentido, el cuarto artículo de la Declaración de 1789 estableció que los límites a la libertad “solo pueden ser determinados por la ley”.
Las consecuencias prácticas de esta definición fueron advertidas oportunamente por el conde de Clermont-Tonnerre, diputado por Segundo Estado de Paris y miembro del Comité de constitución: “Decir que los límites de la libertad solo pueden ser determinados por la ley, después de haber dicho que la ley debe asegurar la libertad, significa caer en un círculo vicioso, significa conceder a la ley la facultad de aumentar o disminuir a voluntad los límites que ella no debe cruzar”.[15] La redacción del cuarto artículo de la Declaración de 1789 impuso una lógica en la que la garantía de la libertad quedó así unida a la definición de lo que se entendiera por “ley”. Dado que su artículo sexto definió a la ley como “la expresión de la voluntad general”, la libertad quedó en la práctica a merced del poder legislativo, encargado precisamente de pronunciar esa voluntad. El séptimo artículo de la Declaración no puede ser más claro al respecto: “Todo ciudadano requerido o detenido en virtud de la ley debe obedecer de inmediato: resistirse lo vuelve culpable”.
La Constitución de 1791 fue erigida sobre la misma arquitectura conceptual y, por consiguiente, adoleció de los mismos defectos teórico-prácticos. Durante los debates a propósito de las disposiciones constitucionales que debían garantizar los derechos reconocidos en la Declaración de 1789, Buzot, diputado por el Tercer Estado de Évreux y miembro del por entonces radicalizado Club de los jacobinos de París, observó que la redacción propuesta era deficiente:
“No basta con decir, como dice este título, que la Constitución garantiza los derechos civiles y naturales. Es necesario que se sepa cómo los garantiza. Ahora bien, son estas formas de la libertad, que preservan los derechos civiles, las que no encuentro […]. Examinad el título que discuto, y veréis allí, no que la Constitución me garantiza derechos, sino que la ley me los garantizará. Por consiguiente, no es la libertad civil lo que vuestra Constitución me promete, sino solamente los derechos políticos, ya que dejáis en mano de los legisladores el definir incluso aquello que vulneraría la propia libertad. […] Debéis brindarme medios que reaseguren lo garantizado, y yo no veo nada de eso.”[16]
En el mismo sentido que Buzot, Pétion, otro diputado jacobino, denunció que el título de la Constitución en el centro de aquel debate estaba redactado con “el mismo lenguaje del Antiguo Régimen”.[17]
Tal lenguaje es fácilmente reconocible en, por ejemplo, el artículo constitucional que declaraba al monarca “inviolable y sagrado” (Brunori, 2020). Sin embargo, la lógica política que lo articulaba se encuentra inscripta en el corazón mismo de la Constitución: el gobierno representativo. La representación política tal y como fue aplicada por la carta constitucional de 1791 era en efecto un producto del Antiguo Régimen por cuanto ella se hallaba estructurada sobre la doctrina tardo medieval de los dos cuerpos del rey (Kantorowicz, 1957), y el desarrollo teórico y práctico de su ejercicio databa de la época de auge del absolutismo (Koselleck, 1973: 11-39; Ankersmit, 2002: 91-132).
En el caso de la redacción definitiva del título objetado por Buzot y Pétion, no quedan dudas de que el poder legislativo podía, en la práctica, limitar la libertad a voluntad sin apartarse del derecho:
“El poder legislativo no podrá hacer ninguna ley que afecte y obstaculice el ejercicio de los derechos naturales y civiles consignados en el presente título y garantizados por la Constitución; pero como la libertad consiste solo en poder hacer todo lo que no perjudica a los derechos de un tercero, ni a la seguridad pública, la ley puede fijar penas contra los actos que, atacando la seguridad pública o los derechos de un tercero, puedan ser perjudiciales para la sociedad.”[18]
Ni siquiera un aristócrata moderado como Clermont-Tonnerre pasó por alto la gravedad de aquella redacción: “Con este artículo, a pesar de cualquier declaración de derechos, la legislatura es indudablemente déspota, […] constituida en juez del margen que se le antoje dar a la libertad.”[19]
El llamado de atención de Buzot y Pétion sobre la ausencia de dispositivos para resguardar la libertad de los eventuales abusos de poder por parte del representante parece expresar una preocupación rousseauniana.[20] Los jacobinos fueron ciertamente lectores entusiastas del Contrat social (Soboul, 1963; Jaume, 1991). Sin embargo, las objeciones de Buzot y Pétion admiten también una interpretación en clave montesquieuiana. En efecto, un gobierno opresivo cuyos actos se ajusten a derecho era para Montesquieu algo perfectamente posible: “Puede ocurrir que la Constitución sea libre y el ciudadano no lo sea”.[21] Desde esta perspectiva, el problema planteado por Buzot y Pétion parece haber remitido más bien a una de las cuestiones que había atrapado la atención de los pensadores republicanos de la modernidad temprana, a saber, la cuestión de la libertad de los ciudadanos en su relación con la ley (Monnier, 2003).
Para el pensamiento político producido por la Ilustración moderada, esta cuestión quedaba saldada desde el momento mismo en que la ley era formalmente la expresión de los órganos constitucionales, siendo así el autor –a través del representante– quien garantizaba moralmente el valor material de la ley (Rials, 1988: 374-376; Pech, 2004: 83). En el caso concreto de la Constitución de 1791, la bondad de la ley –y, por consiguiente, la libertad– se suponía garantizada por la separación de poderes, es decir, por la propia Constitución en cuanto forma de organizar el gobierno. Este fue precisamente el argumento detrás de la intervención de uno de los miembros del Comité de constitución en respuesta a las objeciones de Buzot y Pétion.[22]
De acuerdo a la Constitución de 1791, la ley nacía de una concurrencia entre la voluntad del rey y aquella de la Asamblea (Glénard, 2010: 175), lo cual presuponía mínimamente un acuerdo sobre la necesidad de la norma, la justicia de su contenido y la precisión con la que este se encontraba redactado. Si tal acuerdo no era alcanzado, la Constitución proporcionaba en el acto electoral un dispositivo para saldar el impasse entre los dos poderes. Cada elección debía brindar una ocasión para que la nación expresara su voluntad respecto a los decretos vetados por el monarca: la renovación de los escaños de quienes habían defendido esa legislación en la Asamblea debía ser interpretada por el rey como una ratificación popular de la necesidad de su sanción, mientras que lo contrario debía ser asumido en caso de que tales diputados no resultaran reelectos (Glénard, 2010: 111-130). Barnave, uno de los líderes de la facción moderada que conducía por entonces a la Asamblea nacional y miembro del Comité de revisión de la Constitución, sugirió a tal respecto que el acto electoral era por sí mismo garantía suficiente de la libertad: “Eligiendo al hombre en el que tiene confianza, cuyas luces le resultan claras, cuya pureza le es conocida, el pueblo expresa verdaderamente su deseo. Es así que realiza su felicidad. Todo otro medio es absurdo e insuficiente”.[23]
Tras la declaración de guerra, la crisis política comenzó no bien el monarca hizo ejercicio de sus facultades constitucionales –el derecho de veto y de nombrar y destituir a sus ministros a voluntad– en medio de una coyuntura política adversa, caracterizada por un gran malestar social que se expresaba a lo largo y ancho de toda Francia a través de la desobediencia civil y la violencia colectiva (Tackett, 2015: 142-191). Las facciones políticas radicalizadas en París y en la Legislatura atribuyeron este malestar a las decisiones del monarca y exigieron casi diariamente su destitución durante las últimas semanas de julio y las primeras de agosto de 1792. Sin embargo, al ser minoría, no lograron que el cuerpo legislativo se pronunciara sobre esta cuestión (Mitchell, 1988: 223-259). La destitución constitucional del rey, concebida como un dispositivo contra los abusos del poder ejecutivo, parecía capaz de causar una guerra civil si llegaba a ser pronunciada sin haber alcanzado previamente un amplio consenso político al respecto: setenta y tres departamentos sobre un total de ochenta y tres no compartían la perspectiva parisina sobre las causas de la crisis, y no eran pocos los que, por el contrario, se la atribuían a las facciones radicalizadas de la capital (Cormack, 2018).
En su respuesta al pedido de destitución realizado por la municipalidad de París el 3 de agosto, la Legislatura confesó su incapacidad para encontrar una salida constitucional a la crisis:
“Dado que el derecho de soberanía pertenece a todas las secciones del pueblo colectivamente, y que les pertenece con la más plena igualdad, se concluye que ninguna de ellas tiene el derecho ni de recoger, ni de constatar, ni de declarar la expresión de la voluntad general. […] Los representantes actuales del pueblo francés, dispuestos a declarar la voluntad de la nación siempre y cuando les parezca que ella ha sido manifestada claramente, deben sin embargo, en nombre de la patria, en nombre de la salvación pública, invitar a todas las secciones que la componen a respetar la ley, […] a contentarse con expresar sus opiniones y sus deseos, y a no tomar ninguna determinación formal hasta que esta voluntad nacional, habiéndose expresado al mismo tiempo en todas las porciones del Imperio, de un modo regular y uniforme en lo posible, pueda formarse con mayor madurez, mostrarse con mayor fuerza y reconocerse con mayor certeza”.[24]
Desde luego, los disturbios en el interior del país y el avance de las tropas enemigas sobre las fronteras de Francia requerían de medidas urgentes que no podían aguardar a las elecciones previstas para 1793 para ser adoptadas.
Ante el avance aparentemente imparable de las tropas enemigas, la Legislatura declaró el 10 de julio de 1792 que la patria se encontraba en peligro, pero nada más pudo hacer al respecto tras aquella declaración: la falta de acuerdo para pronunciarse sobre la destitución del rey y los límites que la Constitución fijaba a las facultades del cuerpo legislativo privaron a los diputados de toda iniciativa política durante aquella crisis. “La Asamblea nacional no ha encontrado en la Constitución la fuerza necesaria, los medios necesarios para salvar la cosa pública. Que el pueblo se levante, y se salve a sí mismo”, arengó el cordelero Chabot en la sesión del 25 de julio.[25] Dos semanas más tarde, el 10 de agosto, jacobinos, cordeleros y algunas secciones de la capital optaron por hacer ejercicio del “derecho de resistencia a la opresión” y tomaron el palacio de las Tullerías (Wahnich, 2008: 375-407).
El pensamiento radical y la experiencia de 1789-1792
Consagrado en la Declaración de Derechos de 1789 como concesión al movimiento popular en medio de la anarquía causada por el Gran Miedo (Lefebvre, 1932; Gauchet, 1989: 150-157; Sutherland, 2003: 43-80), pero excluido de las garantías constitucionales exigidas por Buzot y Pétion, el derecho de resistencia fue reconocido por el pensamiento radical como una gran deuda de la Constitución de 1791. Condorcet, diputado de la Legislatura, lo expresó abiertamente en el borrador de respuesta a los pedidos de destitución del rey que le había solicitado la Comisión extraordinaria de los Doce, encargada de investigar e implementar los medios necesarios para salvar a la patria en peligro:
“Indudablemente, sería útil y necesario, para mantener la paz y conservar los derechos del pueblo, que una ley, sometiéndose a formas simples, asegurase a todos los ciudadanos los medios más diligentes para ejercer la soberanía en toda su extensión y con la más entera libertad. Pero esta ley no existe.”[26]
A ojos de la mayoría de los constituyentes de 1789, garantizar el derecho de resistencia suponía legitimar un estado de permanente anarquía, o, en otras palabras, continuar indefinidamente la Revolución. Barnave expresó abiertamente esta preocupación en uno de los episodios más críticos que precedieron a la sanción de la Constitución de 1791, cuando, tras el fallido intento de evasión del monarca por la ruta de Varennes, las presiones del movimiento radical a favor del establecimiento de una forma de gobierno republicana condujeron a la Asamblea nacional a cerrar filas tras Luis XVI y a mantenerlo sobre el trono sin consultar a las asambleas primarias, tal y como lo exigían los radicales en sus peticiones y manifestaciones:
“Cualquier cambio es fatal en este momento: cualquier prolongación de la Revolución es actualmente desastrosa. Hago acá una pregunta especialmente relevante para el interés nacional: ¿vamos a terminar la Revolución o vamos a volverla a empezar? Si ponéis en duda una sola vez la Constitución, ¿cuál será el punto donde os detendréis? y, sobre todo, ¿dónde se detendrán nuestros sucesores? […] Si la Revolución avanza un paso más, no puede hacerlo sin peligro: en la línea de la libertad, el primer acto que podría seguir sería la destrucción de la monarquía; en la línea de la igualdad, el primer acto que podría seguir sería el atentado contra la propiedad.”[27]
Si la inclusión del derecho de resistencia en la Declaración de 1789 fue un triunfo de los diputados radicales que supieron sacar partido del Gran Miedo, su exclusión de la Constitución de 1791 fue una clara victoria del ala moderada de la Asamblea nacional tras la represión del movimiento radical en el trágico episodio conocido como la masacre del Campo de Marte, que puso fin a la secuencia política iniciada por la huida del rey (Michon, 1924: 271-285).
Considerada historiográficamente como revancha política del episodio del Campo de Marte (Reinhard, 1969: 7-11; Wahnich, 2008: 11-19), la insurrección del 10 de agosto de 1792 parece haber sido una experiencia que nutrió de manera significativa el pensamiento constitucional republicano, sobre todo una vez que la Convención nacional, convocada tras aquel acontecimiento, decretó la abolición de la monarquía entre sus primeras medidas y se propuso a continuación redactar una nueva Constitución. El proyecto presentado por su Comité de constitución en febrero de 1793 pertenece intelectualmente a Condorcet (Alengry, 1904: 189-193), “radical entre los radicales”, como lo ha definido Nathaniel Wolloch (2022: 152). Sin embargo, el pensamiento constitucional de Condorcet no disimula la influencia que ejercieron sobre él las ideas de sus colegas en el Comité de constitución –Brissot, Danton, Gensonné, Pétion, Vergniaud y, sobre todo, Thomas Paine (Alengry, 1904: 197, 211-214)–, ni tampoco oculta su deuda con la experiencia colectiva de agosto de 1792 (Magrin, 2001: 133-152). Condorcet supo articular con suma claridad una respuesta a la pregunta que obsesionaba al pensamiento republicano desde la huida del rey: ¿cómo organizar el Estado para que fuera sensible a la voluntad popular y a la vez compatible con un ejercicio individual y responsable de la soberanía nacional? (Baker, 1975: 303-330; Jaume, 1989: 312-318).
El episodio de Varennes y la represión en el Campo de Marte pusieron pronto en duda el principio del imperio de la ley como primer garante de la libertad. Condorcet advirtió que tal principio podía ser fácilmente pervertido:
“Los nobles, los ricos, que se habían unido inicialmente al pueblo de buena fe, se vieron con mucha pena desconcertados a su lado, alertas a sus movimientos. Buscaron entonces restablecer el imperio de la ley, y formaron un partido de hombres que, bajo la apariencia del celo por la paz, por el mantenimiento del orden, buscó destruir el espíritu público del pueblo, y mantenerlo dependiente, en nombre de la ley, de aquellos a quienes debían ser confiadas las nuevas autoridades establecidas.”[28]
Un año más tarde, en agosto de 1792, la crisis política volvió a plantearse en términos semejantes, a causa de las polémicas iniciativas del monarca.
Sospechado de traición por los radicales parisinos, el rey podía ser removido por la Asamblea legislativa conforme lo disponía la Constitución, pero los diputados parecen haber estado convencidos de que tal decisión corría el riesgo de comenzar una guerra civil –esta opinión era compartida incluso por diputados radicales como Brissot o Condorcet (Mitchell, 1988: 223-259)–. Al mismo tiempo, aguardar a la siguiente elección para que la nueva legislatura estuviera revestida de la legitimidad suficiente para deponer al monarca suponía el riesgo de que “la Constitución fuera destruida por la propia Constitución”. Someterse al imperio de la ley implicaba someterse a la autoridad de quien Pétion, en su carácter de alcalde de París, había denunciado el 3 de agosto como “el primer eslabón de la cadena contra-revolucionaria”.[29]
Con todo, la crisis política del verano de 1792 expuso también los defectos del gobierno representativo. Condorcet los había señalado ya durante las elecciones para los Estados Generales de 1789: “En la administración, como en la legislación, es preciso buscar todavía los medios para encadenar a sus deberes a quienes el azar, bajo la apariencia de libre albedrío, ha revestido de poder”.[30] No resulta difícil identificar la influencia de Rousseau detrás de estas preocupaciones. Sin embargo, es posible percibir también en ellas una lógica montesquieuiana.
“Para que no pueda abusarse del poder, es preciso que, mediante el orden de las cosas, el poder detenga al poder”, observó Montesquieu en un célebre pasaje del Esprit des lois.[31] La ausencia en la Constitución de 1791 de cualquier dispositivo que reasegurara a la elección como ejercicio de un poder capaz de detener al del representante no parece haber sido accidental. Buzot y Pétion denunciaron aquel defecto en agosto de 1791, pero mucho antes, en septiembre de 1789, durante los debates en torno la sanción regia, la Asamblea nacional había dejado claro ya que no tenía intenciones de suplementar el gobierno representativo, al rechazar el plebiscito como dispositivo para saldar el impasse que cada veto podía crear entre los poderes ejecutivo y legislativo –una propuesta apoyada por una minoría radical de la que Pétion formaba parte (Glénard, 2010: 107-110)–. “La nación solo responde a través de los diputados”, sentenció por entonces conde de Castellane, aristócrata liberal que se había unido al Tercer Estado en la Asamblea nacional.[32]
Marcada por múltiples episodios de violencia popular (Tackett, 2015: 1-141) que parecían confirmar el tradicional recelo de los pensadores moderados a la participación política de las clases populares (Chisick, 2017), la Asamblea nacional no consideró necesario instrumentar un dispositivo aparte de la elección para contrapesar al representante. Thouret, miembro del Comité de constitución a partir del 12 septiembre de 1789, dejó testimonio de ello en su intervención durante los debates sobre la sanción regia:
“Si el veto es aplicado sobre una ley mala, es beneficioso; si es aplicado sobre una ley buena, es inútil. El soberano [monarca] será vencido por la fuerza irresistible de la opinión pública. Algunos dirán que el rey desestimará a la opinión pública. Sin duda, eso es salirse de todas las hipótesis. Si es un rey que abusa de su poder, que desprecia lo suficiente a la nación como para elevarse encima de la opinión pública, está igualmente dispuesto a vulnerar todos los demás derechos; es ya un déspota en el corazón. El remedio no se encontrará entonces en leyes inútiles, sino en la declaración de los derechos del hombre.”[33]
La idea de que el monarca jamás osaría oponerse a la opinión pública una vez que la ha reconocido remite sin dudas al relato tradicional del “buen rey” (Simon, 1987: 37-59; Quilliet, 1993). No obstante, sería incorrecto deducir de ello que los diputados moderados confiaban ingenuamente en el monarca. En todo caso, eran más bien optimistas respecto a la posibilidad de hallar consensos políticos mediante la negociación racional. Alexandre de Lameth, miembro del Comité de revisión de la Constitución, observó en tal sentido que el propósito de la ficción de una tercera legislatura que levantaba automáticamente el veto del monarca y daba por sancionado el decreto objeto del desacuerdo había sido introducida en la Constitución precisamente para propiciar una instancia de negociación entre el jefe del ejecutivo y el cuerpo legislativo.[34] Como Francesco Dendena ha subrayado, “bloquear la Revolución significaba crear un balance de poderes cuyo equilibrio se construyera día a día” (Dendena, 2013: 33).
Varennes, la crisis del verano de 1792, la insurrección del 10 de agosto, los límites y aporías del gobierno representativo, el derecho de resistencia, fueron todas cuestiones que estuvieron muy presentes en las reflexiones de los radicales al momento en que la Convención nacional decidió formar un Comité de constitución, una semana después de decretar la abolición de la monarquía en su reunión inaugural.
Proyectos de Estado libre en 1793
Philip Pettit ha destacado que el pensamiento republicano no concibió al derecho como un recurso suficiente para proteger la libertad, y, por eso mismo, consideró necesario suplementarlo con poderes que pudieran esgrimirse contra quienes, de no existir estos contrapesos, no tendrían demasiadas dificultades para erigirse en opresores (Pettit, 1999: 304). Montesquieu, por ejemplo, colocó especial énfasis sobre este punto al sugerir, sobre los pasos de Maquiavelo, que la clave para que cualquier gobierno libre pueda perdurar en el tiempo reside en que la propia legislación incorpore dispositivos de corrección: “El gobierno de Roma fue admirable en el sentido de que, desde su nacimiento, su constitución fue tal que, sea a causa del espíritu del pueblo, la fuerza del Senado, o la autoridad de ciertos magistrados, cualquier abuso de poder podía siempre ser corregido”.[35]
El proyecto de constitución presentado por Condorcet el 15 de febrero de 1793 se inscribió sin duda dentro de aquella tradición:
“¿Es preciso que para cada ley el pueblo disponga de un medio legal para reclamar un nuevo examen de la ley? ¿Es preciso que el pueblo tenga un medio legal y siempre abierto para reformar una constitución que considera que ha violado sus derechos? ¿Es preciso que una constitución sea presentada a la aceptación inmediata del pueblo? […] Hemos concluido que una respuesta afirmativa a estas últimas preguntas era la única que conviene al pueblo francés, la única que este quiere oír, y que es al mismo tiempo el medio para garantizarle, en la mayor medida posible, el ejercicio del derecho de soberanía.”[36]
Para el pensamiento republicano, la relación entre la libertad y la ley no estaba determinada por el contenido de esta última, ni por su autoría, sino más bien por el propio consentimiento a la norma. En la práctica, esto no implicaba ni requería necesariamente la participación de cada ciudadano en la confección de la ley. Como Pettit ha señalado, bastaba simplemente con poseer la facultad de impugnarla de manera efectiva en cualquier momento (Pettit, 1999: 61-63).
En la mirada de Condorcet, la facultad de consentir o impugnar la ley requería del derecho por cuanto este último proporcionaba la estructura que permitía articularla de modo tal de garantizar a la ciudadanía su ejercicio político de forma igualitaria. Esta cuestión era fundamental, en la medida en que aquella facultad constituía la piedra angular de la libertad republicana, una libertad que, como Skinner ha subrayado, “no consiste en un predicado de acciones, sino que nombra concretamente un estatus, a saber, el de las personas capaces de vivir según su agrado porque no están sujetas a la voluntad de nadie” (Skinner, 2022: 243). En ese sentido, Condorcet parece haber llegado a la conclusión de que “la auténtica libertad […] no existe en absoluto sin una completa igualdad”.[37] Guillaume Ansart ha sugerido que Condorcet entendía la igualdad como “independencia” (Ansart, 2009: 356), de modo que, en lo que refiere a la facultad de consentir o impugnar la ley, la completa igualdad no se alcanzaba en el plano jurídico, sino en el intelectual, cuando cada ciudadano se halla “lo suficientemente instruido como para ejercer por sí mismo, y sin someterse ciegamente a la razón de los otros, aquellos [derechos] cuyo ejercicio la ley le ha garantizado”.[38]
Para Condorcet, la delegación del ejercicio de la razón –es decir, del ejercicio de la crítica– que opera en el gobierno representativo a favor del criterio del representante para determinar el contenido de la ley supone de cara a la ciudadanía no solo la sumisión a tal criterio, sino también, y en última instancia, a la voluntad que tal criterio convierte en ley. De ahí la centralidad de la educación pública en el pensamiento político de Condorcet:
“El objetivo de la instrucción pública no consiste en lograr que los hombres admiren la legislación ya hecha, sino volverlos capaces de evaluarla y corregirla. No se trata de someter a cada generación a las opiniones y a la voluntad de la anterior, sino de esclarecerlas cada vez más, de modo que cada una sea cada vez más digna de gobernarse por su propia razón.”[39]
Es en la relación entre el ciudadano y la ley donde mejor se observan las diferencias entre las concepciones republicana y liberal de la libertad, como lo ilustra la intervención de Durand-Maillane, antiguo diputado en la Asamblea nacional y uno de los miembros de la comisión encargada de la redacción de la Constitución de 1795, en los debates sobre la organización de la enseñanza primaria que tuvieron lugar a finales de 1792: “En lo que respecta a las leyes, el único deber del ciudadano es obedecerlas, y para cumplir este deber, no tiene necesidad ni de enaltecer ni de comprender las leyes, le basta con poder juzgarlas por su carácter, es decir, por las formas constitucionales con las que están o deben estar autentificadas”.[40]
Como Lucien Jaume ha señalado, el derecho de juzgar el derecho precede para Condorcet cualquier orden legal establecido, cualquier orden constitucional, e incluso cualquier instancia jurisdiccional: “Es el excedente no alienado en la pertenencia a la sociedad civil, el suplemento de la conciencia sobre la opinión, el otro polo frente a la ley establecida, que la ley necesita pero que ninguna ley puede absorber” (Jaume, 2005: 68). En tal sentido, el proyecto de constitución presentado por Condorcet propuso una relación dinámica entre la libertad y la ley, articulada sobre el principio de “obediencia provisoria”, y en la cual la soberanía no era identificada con un acto de voluntad y decisión, sino que, como Nadia Urbinati ha subrayado, consistía más bien en “un permanente trabajo de crítica, vigilancia y reconstrucción de consensos en el que el juicio y la deliberación desempeñaban un rol central” (Urbinati, 2004: 56).
En su arquitectura del gobierno, el proyecto constitucional de 1793 se alejaba de la noción de equilibrio de poderes en el sentido del rule of law inglés –es decir, del Estado de derecho– y proponía en su lugar una transformación radical del poder a través de la extensión del ejercicio de la soberanía y la descentralización de la administración (Baker, 1975: 324). La estructura política estaba montaba sobre una lógica individualista del derecho de soberanía que había caracterizado al pensamiento radical desde el inicio mismo de la Revolución.[41] A diferencia de la Constitución de 1791, el sujeto político en el proyecto constitucional de 1793 era el individuo-ciudadano, no el pueblo: este último era considerado tan solo como un sujeto jurídico, titular de la soberanía, la cual era ejercida individualmente conforme a múltiples modalidades que excedían el mero acto electoral (Jaume, 2005: 60).
Nadia Urbinati ha destacado en el pensamiento de Condorcet una distinción conceptual respecto al ejercicio de la soberanía: por un lado, el poder de ratificación de la legislación, usualmente delegado en el representante; por otro lado, el poder de revocación que acompaña al ejercicio informal de la crítica pública, lo que ella ha llamado “soberanía de vigilancia” (Urbinati, 2022: 210), y que acá ha sido identificado en el apartado anterior con el derecho de resistencia. De acuerdo con las disposiciones del proyecto constitucional de febrero de 1793, el ejercicio de la soberanía fue distribuido entre el acto electoral y diferentes actos a través de los cuales los ciudadanos podían responder a las iniciativas del cuerpo legislativo, o desarrollar una iniciativa propia (Jaume, 1989: 321). Como Urbinati ha observado, más que limitarse a la forma en que las instituciones protegen la libertad individual, Condorcet buscó transformar la participación política en un contrapoder frente al representante: “En lugar de encarar el gobierno representativo como un esquema de delegación de la soberanía y de democracia plebiscitaria, la representación fue considerada como un proceso político que conecta la sociedad y las instituciones” (Urbinati, 2022: 217).
Las asambleas primarias fueron concebidas en tal sentido como el punto de inicio y de fin de la política. Sus deliberaciones fueron organizadas de forma tal que el resultado pudiera ser considerado de manera fiable como la expresión de la voluntad general, minimizando de este modo las posibilidades de que la decisión política generara resistencia: cada cuestión debía ser sometida a cada asamblea exactamente de la misma forma, reducida lógicamente a una proposición o serie de proposiciones a las que pudiera responderse con un simple “sí” o “no”, y votada sin debate público previo (Baker, 1975: 321). Conforme a esta organización, la voluntad mayoritaria no sería teóricamente impuesta entonces por la fuerza de la mayoría, sino por la fuerza de la razón (Baker, 1975: 324-325), a la vez que el proceso ascendente de formación de la voluntad, basado en una multiplicidad de tiempos y espacios de soberanía y deliberación, debía operar como un dispositivo de educación política para la ciudadanía, condición necesaria para el pleno ejercicio de sus derechos (Vergara, 2022: 32).
Aunque Condorcet rechazaba las doctrinas iusnaturalistas (Urbinati, 2004: 58), tradujo la soberanía al lenguaje de los derechos naturales para facilitar su ejercicio por individuos que habían sido educados en una “sensibilidad romana” (Goulemot, 1993: 40-41; Bell, 2002: 874-875; Sellers, 2014: 409-410) y dentro del horizonte de sentido de las Guerras de Religión –en el cual había sido desarrollada la noción de “derechos fundamentales” (Larmore, 2004: 88)–. Con ese fin, el ejercicio de la soberanía de la vigilancia fue articulado por el proyecto constitucional de 1793 en los derechos de “censura” y “petición”. Armado con estos derechos, explicó Condorcet, “un solo ciudadano puede iniciar en su asamblea primaria la solicitud para que una ley determinada sea sometida a un nuevo examen, o expresar el deseo de que una nueva ley atienda una situación que lo afecta”.[42]
La iniciativa política que los derechos de censura y petición concedían a la ciudadanía era sumamente amplia:
“Cuando un ciudadano crea útil o necesario ejercer la vigilancia de los representantes del pueblo en actos constitucionales, legislativos o de administración general, u originar la reforma de una ley existente o la promulgación de una nueva ley, tiene derecho a solicitar a la presidencia de su asamblea primaria que convoque a sesión al siguiente domingo para deliberar sobre su propuesta.”[43]
El ejercicio de estos derechos se encontraba disponible además para cualquier hombre que reuniera las condiciones de ciudadano,[44] mientras que los requisitos para ejercerlos eran mínimos: “Solo se requiere que otros cincuenta ciudadanos avalen con su firma, no que la propuesta es justa, sino que merece ser sometida a una asamblea primaria”.[45]
El proyecto constitucional de febrero de 1793 buscó así establecer una relación flexible entre participación y representación para evitar la fluctuación aleatoria de la ciudadanía entre el estado de pasividad despolitizada y el estado de movilización extralegal (Urbinati, 2022: 206). De acuerdo con sus disposiciones, el resultado de la deliberación de cada asamblea primaria era susceptible de convertirse en objeto de escrutinio por y en las demás asambleas. De este modo, ningún acto de la voluntad era absoluto, único y definitivo: la soberanía no residía exclusivamente en la voluntad sino también en el juicio sobre el pronunciamiento de la voluntad (Urbinati, 2004: 68). La arquitectura constitucional estaba así preparada para asimilar orgánicamente cualquier reforma superficial o estructural a través de su red de asambleas distritales y regionales, las cuales articulaban la voluntad general para comunicarla fiablemente a los representantes en la Asamblea. Solo en el caso de que estos últimos rechazaran someterse a la voluntad nacional, el derecho de insurrección podía ser legítimamente ejercido. Sin embargo, según aseguró Condorcet, “en esa instancia, el motivo sería tan claro, tan universalmente percibido, la agitación que ello causaría sería tan general, tan irresistible, que este rechazo, contrario a una ley positiva dictada por la propia nación, se encuentra fuera de toda probabilidad.”[46]
Las rivalidades facciosas dentro del ala radical de la Convención nacional terminaron llevándose por delante el proyecto constitucional de febrero de 1793.[47] Denuncias cruzadas y sospechas mutuas condujeron los debates a un atolladero, a tal punto que, el 29 de mayo, se encargó a cinco miembros del Comité de salvación pública la pronta elaboración de un nuevo proyecto de constitución que solo se limitara a los artículos necesarios para la organización de los poderes públicos. Tras las jornadas insurreccionales del 31 de mayo y 2 de junio que desembocaron en la purga de veintidós diputados del círculo de Brissot, sus adversarios de la Montaña aceleraron los debates sobre el nuevo proyecto constitucional, sancionado finalmente el 24 de junio (Mathiez, 1928).[48]
En tales circunstancias, Condorcet arengó a los franceses a votar por su proyecto constitucional en el referéndum con el que sus adversarios buscaban legitimar la nueva Constitución. En un escrito que le valió su proscripción como diputado, Condorcet dejó plasmada la idea rectora de su pensamiento constitucional:
“Un plan de constitución, a pesar de sus lagunas, incoherencias, o incluso de sus disposiciones peligrosas para la libertad, podría sin embargo ser adoptado si contuviera medios seguros y pacíficos para su reforma. […] Si os parece que el primer plan contiene grandes defectos, y, sin embargo, lo adoptáis hoy mismo, mañana una nueva convocatoria [de las asambleas primarias] puede encargarse de repararlos.”[49]
En opinión de Condorcet, solo la canalización de la crítica a través de la institucionalización del derecho de resistencia era capaz de poner fin a la recurrente crisis política inaugurada por la lógica de 1789 (Baker, 1975: 320-325; Jaume, 1989: 313-318): “El medio de evitar las revoluciones consiste en dar a los ciudadanos la facilidad de reclamar de forma legal y pacífica.”[50]
Traducido por Condorcet al lenguaje de los derechos naturales en el artículo trigésimo primero de su proyecto de Declaración de Derechos,[51] el derecho de resistencia se vio revestido de un carácter ante constitucional, de modo que su ejercicio no se encontrara limitado al reclamo contra la legislación ordinaria, sino también contra las propias leyes constitucionales. Desde esta perspectiva, una constitución diseñada para resistir el cambio, como la que habían concluido los moderados en 1791, parecía un total despropósito a ojos de Condorcet: “Este temor a las innovaciones [constituye] uno de los flagelos más funestos del género humano”.[52] Su abierto rechazo a la “constitución de Inglaterra” parece haber nacido de la intuición de que el fin mismo del rule of law no era otro que el de detener el progreso: “La caprichosa idea de que los hombres pueden reunirse en la misma sociedad para ejercer derechos desiguales [… requiere,] no tanto un poder capaz de actuar, como un poder capaz de impedir el cambio”.[53] Condorcet sintetizó estas reflexiones en el trigésimo tercer artículo de su Declaración de Derechos: “Un pueblo posee siempre el derecho de revisar, reformar y cambiar su Constitución. Ninguna generación tiene derecho a someter a sus leyes a las generaciones posteriores”.[54] Sus adversarios políticos de la Montaña parecen haber compartido esta idea, ya que la Declaración de Derechos con la que encabezaron la Constitución de 1793 conservó textualmente la redacción de Condorcet en su artículo vigésimo octavo.
Michel Troper ha subrayado que el golpe parlamentario del 9 de termidor del año II (27 de julio de 1794) que puso fin a la experiencia de los montañeses en el poder no estuvo dirigido contra el Gobierno revolucionario, sino contra la Constitución de 1793 (Troper, 2006: 31-42). Al parecer, los futuros termidorianos temían que Robespierre estuviera contemplando finalmente la posibilidad de implementarla (Doyle, 2022). A pesar de sus defectos, la Constitución de 1793 establecía en su centésimo décimo quinto artículo un dispositivo de reforma constitucional cuya puesta en marcha parecía relativamente fácil:
“Si en la mitad más uno de los departamentos, la décima parte de las asambleas primarias regularmente constituidas de cada uno de ellos solicita la revisión del acta constitucional, o la modificación de algunos de sus artículos, el Cuerpo legislativo está obligado a convocar a todas las asambleas primarias de la República para saber si debe convocar una Convención nacional.”[55]
La concepción de la libertad y la igualdad ante la ley que subyace en tal artículo, y que Condorcet ingeniosamente sintetizó en la idea de que “ninguna generación tiene derecho a someter a sus leyes a las generaciones posteriores”, ha sido identificada como uno de los pilares del Estado libre y uno de los principios distintivos del republicanismo clásico (Vergara, 2021; 2022: 26-35). Sin embargo, este principio se encuentra completamente ausente, tanto de la Declaración de Derechos, como de la carta constitucional que la Convención termidoriana acabó por sancionar en 1795.
Termidor expresó un retorno a los principios y concepciones políticas que habían predominado durante los años de la Asamblea nacional:[56] gobierno representativo y rule of law –cuyas ideas rectoras pueden ser rastreadas con claridad hasta la obra de Hobbes (Terrel, 1997; Skinner, 2008)–. De manera semejante a la Constitución de 1791, la carta de 1795 estableció un procedimiento extraordinario, fundado sobre la distinción entre poder constituyente y poder constituido desarrollada por Sieyès (Pasquino, 1998), y sometido a un extenso plazo de tiempo desde que el pedido de revisión constitucional era realizado formalmente hasta que la modificación se sustanciaba.[57] Así, cualquier modificación que se quisiera introducir en las leyes constitucionales requería un plazo mínimo de nueve años para poder ser llevada a cabo. Como la Constitución de 1791, la carta de 1795 tampoco contenía aquellas “formas de la libertad”, reclamadas oportunamente por Buzot y Pétion como instrumentos para preservar los derechos civiles, mientras que el derecho de resistencia, presente en las declaraciones de derechos de 1789 y 1793, se halla completamente ausente de la Declaración de derechos y deberes del hombre y del ciudadano que encabezó la Constitución de 1795. En palabras de Bronislaw Baczko, Termidor constituyó un nuevo intento de “terminar la Revolución” y de “establecer la República como Estado de derecho, sobre bases sólidas y duraderas que la protegieran contra el regreso de su propio pasado, que sobrevivía en la promesa indefinida de la Revolución y la idea de la soberanía ilimitada del pueblo” (Baczko, 1989: 339).
***
“Debimos ser revolucionarios para fundar la Revolución; pero para preservarla, debemos dejar de serlo”, expresó en el Consejo de los Quinientos un diputado de bajo perfil, pocos meses antes del golpe de Estado que puso fin al proyecto político termidoriano el 18 de brumario del año VIII (9 de noviembre de 1799).[58] La obsesión de los moderados por “terminar la Revolución” pone de relieve los elementos más conservadores de su pensamiento constitucional: impedir el cambio, o, en su defecto, ralentizarlo todo lo que fuera posible. No debe sorprender, pues, que, en boca de ellos, el lenguaje de los derechos naturales haya sido empleado con la intención de congelar en el tiempo sus conquistas políticas, tan frágiles como contingentes: al consagrarlas como “derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre”, la Declaración de Derechos de 1789 buscó inscribirlas fuera del tiempo, con el fin de sustraerlas a la crítica y a toda posibilidad de perfeccionamiento. Aunque el lenguaje de los derechos fue inicialmente empleado contra el Antiguo Régimen, muy pronto los moderados lo dirigieron también contra los radicales, reprimidos conforme a derecho en el Campo de Marte el 17 de julio de 1791. Este trágico episodio dejó una profunda marca en el pensamiento constitucional republicano.
“No basta con decretar los derechos del hombre; puede ocurrir que un tirano se alce y se arme con estos derechos contra el pueblo; y el más oprimido de todos los pueblos será aquel que, mediante una tiranía ejercida con dulzura, será oprimido en nombre de sus propios derechos”, declaró Saint-Just durante los debates en torno al proyecto constitucional de 1793.[59] Las experiencias del Campo de Marte en 1791 y de la crisis del verano de 1792 no solo parecieron confirmar las ideas republicanas tradicionales sobre la libertad como condición susceptible de ser fácilmente perdida en cualquier momento, sino que condujeron a los radicales a reflexionar intensamente sobre la relación que esta mantenía con la propia ley.
Moderados y radicales habían coincidido hasta entonces en definir a la libertad como el derecho de poder hacer todo lo que no se halla prohibido por la ley. Esta última era entendida por ambas corrientes políticas como una de las claves de la libertad. Sin embargo, el pensamiento constitucional de unos y otros muestra una clara diferencia a propósito de la relación del ciudadano con respecto a la ley. La reflexión sobre esta relación en el plano de la duración es tal vez la mayor contribución de los revolucionarios radicales en el largo debate desarrollado durante la modernidad temprana en torno a las concepciones de la libertad. A través del prisma de la duración, el rule of law se reveló a ojos de los radicales como una garantía insuficiente para preservar la libertad, ya que siempre cabe la posibilidad de que la ley que una generación puede haber adoptado como justa y razonable se torne opresiva y arbitraria para la siguiente generación. Es más, como Troper ha observado, cuando se impone el imperio de la ley para proteger un supuesto derecho natural superior, este “es también necesariamente un gobierno de hombres y no de leyes, por cuanto esas leyes a las que se busca someterlo no son inmediatamente evidentes” (Troper, 1993: 31). Esta idea explicaría en parte la relación ambigua que el pensamiento radical mantuvo con las ideas iusnaturalistas.
Establecido sobre “principios simples e incontestables”, el Estado de derecho organizado por las constituciones de 1791 y 1795 demostró que el imperio de la ley apenas protegía la libertad del aproximadamente millón de propietarios –sobre un total aproximado de seis millones de varones adultos mayores de veintiún años de edad y de veintiocho millones de franceses en total– que reunían las condiciones para ser electos representantes y, como tales, determinar a voluntad, pero conforme a derecho, los límites de la libertad pública.[60] Quienes solo ansiaban “terminar la Revolución” tras haber declarado los “derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre” no parecen haber extraído grandes lecciones de la experiencia política del primer lustro revolucionario, sino más bien haber reforzado sus preconceptos sobre la libertad, a tal punto que, bajo el Directorio, los pensadores del círculo liberal de los Idéologues expresaron todavía más interés que los utilitaristas ingleses por encontrar la fórmula constitucional del justo equilibrio de poderes para impedir los abusos de poder por parte del gobierno (Wolloch, 2022: 367-386).
Concebido a partir de la idea de que la libertad puede perderse en cualquier momento y que la propia ley puede convertirse en su verdugo en el transcurso de una generación o inclusive en menos tiempo, el Estado libre organizado por las constituciones de 1793 acompañó el principio del imperio de la ley con otros dispositivos capaces de garantizar la posibilidad real y concreta de ejercer el derecho de resistencia virtualmente en cualquier momento, de manera tal de proteger la libertad de cada generación. De acuerdo con el pensamiento radical, este derecho no suponía ni requería un estado de vigilancia, movilización, o participación permanente como luego denunciaron los termidorianos (Baczko, 1989), sino más bien un estado de seguridad respecto a la capacidad efectiva para criticar la ley y actuar en consecuencia con el fin de obtener su reforma o derogación. No se trató de abolir el gobierno representativo –cuya necesidad para organizar políticamente un territorio tan vasto como el de Francia no era discutida por nadie–, sino más bien de dotar a la ciudadanía de un contrapoder capaz de oponer una resistencia real y concreta a los abusos de poder por parte del gobierno. En este sentido, los proyectos constitucionales de 1793, a pesar de sus grandes diferencias en cuanto a la forma de organizar ese contrapoder ciudadano, compartieron una concepción semejante respecto del ejercicio de la soberanía de la vigilancia.
Las constituciones de 1791 y 1795 procuraron “terminar la Revolución”, ubicándose en cierto modo así en “el fin de la historia”. El aura de atemporalidad con la que fueron revestidos los derechos al ser protegidos por el rule of law permitió que este dispositivo pudiese ser utilizado para combatir tanto a quienes deseaban restaurar el Antiguo Régimen, como a quienes simplemente deseaban perfeccionar el nuevo orden constitucional. Diseñado para impedir o ralentizar el cambio, el Estado de derecho se vio así mal equipado para asimilar el disenso y adaptarse al vertiginoso ritmo de la política moderna que introdujo la Revolución al abrir el horizonte de expectativas declarando la libertad como uno de los “derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre”. Por el contrario, los proyectos constitucionales de 1793 intentaron encausar la Revolución, armando a la ciudadanía con distintos dispositivos jurídicos que permitieran un ejercicio real y concreto del derecho de resistencia sobre los asuntos públicos, con el propósito de abrir el sistema político a la reforma y el cambio, y evitar así que este último fuese introducido a través de medios extra-legales –como la insurrección o el golpe de Estado–, en perjuicio de la libertad.
Al trasladar el foco del análisis del derecho civil al pensamiento constitucional, el contraste entre el republicanismo clásico y el liberalismo moderno se torna más que evidente, restando fuerza a las tesis que han sugerido la identidad o fusión de estas dos tradiciones políticas. Las constituciones de 1791 y 1795 fueron diseñadas para garantizar una libertad, aquella de la generación de los hombres de 1789; las constituciones de 1793 buscaron garantizar la libertad de cada generación. Las constituciones de 1791 y 1795 reclamaron la sumisión absoluta a la ley sobre el supuesto de que la justicia de su contenido se encontraba garantizada por el imperio de la ley, el equilibrio de poderes y la elección periódica de representantes; las constituciones de 1793 demandaron la obediencia provisoria a la ley como contraprestación del derecho a impugnarla en todo momento. Los termidorianos erigieron un orden constitucional contra el Estado libre; los radicales de 1793 intentaron con el propio ir más allá del Estado de derecho.
Agradecimientos
El autor agradece los generosos comentarios y las útiles sugerencias de Damián Rosanovich y Gonzalo Bustamante sobre un primer borrador de este artículo, así como las aportaciones de los evaluadores anónimos de Prohistoria.
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Notas