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Resistiendo la recluta: acciones y recursos para evadir el esfuerzo de guerra en la campaña (Córdoba, 1816)
Resisting conscription: actions and resources to evade the war effort in the countryside (Córdoba, 1816)
Resistiendo la recluta: acciones y recursos para evadir el esfuerzo de guerra en la campaña (Córdoba, 1816)
Prohistoria. Historia, políticas de la historia, núm. 39, 1-25, 2023
Prohistoria Ediciones
Recepción: 21 Enero 2023
Aprobación: 15 Mayo 2023
Publicación: 16 Junio 2023
Resumen: Este artículo propone un estudio de caso sobre una comisión de reclutamiento y los modos de resistencia efectuados por la comunidad para evitar la remisión de sus hombres al frente de batalla. A partir del análisis de un expediente judicial militar, proponemos indagar en las diferentes maniobras empleadas por los habitantes y vecinos de la comunidad de Pocho en la campaña de la provincia de Córdoba en tiempos de la guerra revolucionaria. La investigación permitirá, de igual modo, indagar en la intervención de distintas autoridades en un año donde la revolución se hallaba con múltiples frentes abiertos y un futuro incierto.
Palabras clave: Reclutamiento, Guerra, Resistencia, Revolución.
Abstract: This paper presents a case study on a recruitment commission and the ways of resistance carried out by the community to avoid the dispatch of their men to the battle front. Based on the analysis of a military judicial file, we propose to investigate the different strategies adopted by the inhabitants and vecinos of the village of Pocho in the countryside of the province of Córdoba during the revolutionary war. The research will also allow us to examine the involvement of different authorities in a year when the revolution had multiple open fronts and an uncertain future.
Keywords: Conscription, War, Resistance, Revolution.
Introducción
En septiembre de 1817, Manuel Belgrano, por entonces general en jefe del Ejército Auxiliar del Perú le escribía a José de San Martín, su par al frente del Ejército de los Andes, en una correspondencia que tocaba diferentes temas. Entre ellos, había uno que concentraba particularmente la atención del primero: la falta de hombres para ensanchar su tropa…
“Reclutas no aparecen, ni sé de dónde sacarlos; en mis cálculos sólo entra el poder contar con dos mil hombres buenos, y como pudiese montarlos, me daría por satisfecho. Pero V. se hará cargo de cuán difícil es esto donde no hay espíritu público, donde no hay dinero, y donde los anarquistas han conseguido cimentar la idea de que no hay necesidad de Ejército para destruir a los enemigos”.[1]
Está claro que la falta de hombres para hacer la guerra era un problema que estaba lejos de ser una característica propia del Río de la Plata durante la revolución. Como sabemos, desde tiempos coloniales las particularidades de esa región cuya población era escasa y estaba altamente dispersa en el territorio dificultaba cualquier intento de concentrar grupos de hombres para alinearlos en una milicia o en un regimiento de veteranos (Mayo, 1987: 26; Rabinovich, 2013a). Sin embargo, desde 1810 la situación se había vuelto más apremiante, principalmente dado que la guerra que siguió a la revolución de mayo se extendió en el tiempo y en el espacio, abarcando casi por completo las tierras del antiguo virreinato.
Las palabras de Belgrano pertenecían, en definitiva, a un problema que excedía a su figura y a su propio ejército y que asediaba a la totalidad de los gobiernos revolucionarios y de los generales que estuvieron al frente de los destinos de la revolución en el campo de batalla.
Los estudios que han colocado la atención en la faceta belicista iniciada luego del 25 de mayo de 1810 proliferaron desde la profesionalización de la disciplina en el último tercio del siglo pasado, pero fue en las últimas dos décadas cuando se establecieron con bases más sólidas los análisis de la guerra, ya no de la mano de historiadores militares sino desde la historiografía académica que concibió la importancia de este fenómeno para abarcar el proceso revolucionario y de construcción estatal que tuvo lugar durante todo el siglo XIX. En ese marco, aspectos propios de la coyuntura bélica comenzaron a ser enfocados desde nuevas perspectivas que, al mismo tiempo que enriquecían los conocimientos del campo en sí, contribuían al saber más general de esa sociedad que atravesaba tiempos de cambios transcendentales. Entre ellos, la cuestión de la militarización estaría sin dudas en la base de este campo de estudios.
Hasta el último tercio del siglo XVIII, el Río de la Plata había sido una zona más bien secundaria para los intereses de la Corona española (Moutoukias, 2000). El control efectivo sobre el espacio era exiguo en general y todavía más en la campaña, ámbito que el grueso de los habitantes elegía para vivir. En ese sentido, el intenso proceso de militarización que tuvo lugar en el marco de las invasiones inglesas de 1806 y 1087 y se profundizó luego de la revolución alteró muchos de estos rasgos y llevó a la construcción de una sociedad que vivía sumergida en un estado de guerra permanente, que estaba sometida al esfuerzo constante que eso significaba y que era objeto de las políticas y las retóricas fuertemente belicistas pronunciadas desde arriba pero promovidas a la vez por una plebe que ensayaba fuertes consignas antipeninsulares (Halperin Donghi, 2015; Rabinovich, 2012).
En esa “sociedad guerrera” tal como la definió Alejandro Rabinovich (2013a), el esfuerzo de guerra que cargaba la población se materializaba de distintas formas y todas impactaban, directa o indirectamente, en la cotidianeidad de quienes habitaban los distintos puntos del antiguo virreinato. Siguiendo esa línea, en estas páginas nos proponemos una aproximación a la temática desde el reclutamiento, mas no observándolo a partir de la guerra o de los ejércitos, sino desde la propia población cuando llegaba la hora de marchar al frente.
Frente a una contienda que se prolongaba en el tiempo y para la cual los recursos nunca parecían suficientes, el reclutamiento era uno de los pilares sobre los cuales se erigía la empresa militar. Sin embargo, su ejecución estaba lejos de ser una tarea simple, sobre todo porque era en este punto, quizás como en pocos, donde se percibían de manera más directa las consecuencias de la guerra para la sociedad. En este sentido, aquí proponemos el análisis de una comisión de reclutamiento llevada a cabo en la campaña de la provincia de Córdoba durante el año 1816 que resultó en una diligencia dificultosa para el capitán a su cargo, quien debió rendir cuentas ante la justicia militar. De este modo, a partir del expediente judicial de la causa efectuaremos un estudio pormenorizado de los problemas que se originaron y de los actores involucrados, entre los cuales –además del propio capitán– encontramos a los jueces pedáneos, al cura local y a la propia población que, exhausta ya del esfuerzo de una guerra que arrastraba seis años, recurrió a distintas estrategias para resistir la leva. El expediente en cuestión consta de 43 fojas y se encuentra completo en Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba. Alternativamente, haremos uso también del censo realizado en la misma provincia en el año 1813.
En el primer apartado de este trabajo se realizará una breve descripción de la coyuntura, del espacio y de la comisión de recluta para luego introducir el tema principal: la resistencia local. Identificaremos, al respecto, dos formas principales de resistir la leva por parte de la comunidad de Pocho: la deserción o fuga y la apelación a la justicia.
A continuación, se pondrá el foco en esta segunda alternativa elegida por la comunidad para hacer frente a la comisión del reclutador: las denuncias en su contra. Allí pretendemos demostrar las diferentes acusaciones esbozadas por los vecinos, los pobladores y los pedáneos para intentar desplazar a la comitiva enviada desde la ciudad de Córdoba, la cual no sólo parecía incomodar por su objetivo de enganchar hombres para la guerra, sino porque también dificultaba la tarea de los pedáneos para mantener el orden.
En relación con ese punto, el tercer apartado ahondará en las imputaciones a partir de uno de los elementos particulares empleados por la población: los rumores. Su utilización, que se apoyaba en la dispersión de noticias y comentarios de incomprobable veracidad, contribuía a desprestigiar la figura del reclutador y era explotada en favor de enriquecer la causa judicial en su contra. Esto se tornaba particularmente relevante dado el contexto de agitación política que atravesaba la revolución y que nutría el universo de los rumores que circulaban por la campaña.
Tras una breve descripción del cierre de la causa, donde el capitán denunciado terminaría siendo absuelto, la conclusión retomará algunos de los puntos centrales, rescatando la participación de distintos actores en el proceso: los jueces rurales por un lado, como promotores de las denuncias, defensores de los intereses locales y mediadores ante el gobernador; el capitán reclutador, enviado por aquel y en abierta disputa con los pedáneos que renegaban de su presencia; y el pueblo, el cual –entendemos– lejos de carecer de agencia, llevaba adelante la resistencia ante la recluta. En este sentido, nos apoyaremos en el concepto de las “formas cotidianas de resistencia” acuñado por Scott para interpretar su accionar. Aunque en sus trabajos el autor refiere sobre todo a casos de dominación extrema (como la esclavitud, la servidumbre y la sociedad de castas india), consideramos que se trata de una herramienta aplicable para nuestro objeto de estudio. (Scott, 1997; 2000).
Tierra, libertad y desertores: las características de Pocho en tiempos de revolución
A inicios del año 1816, el capitán de milicias Don Ylario Rodríguez[2] arribó al Departamento de Pocho para llevar adelante, por orden del gobernador cordobés, una comisión de recluta de “vagos y malentretenidos” para sumarlos a las filas del Ejército Auxiliar del Perú. Por entonces, esa fuerza se estaba rearmando tras una nueva caída en su avance hacia el norte, razón por la cual era necesario hacerse con efectivos que engrosaran una tropa lógicamente debilitada tras la derrota de Sipe Sipe.
La provincia de Córdoba, en la retaguardia de los frentes de guerra, era considerada por las autoridades revolucionarias como una reserva apreciable de hombres, tanto por esa condición como porque se trataba de la jurisdicción más poblada del sur del antiguo virreinato junto a Buenos Aires. Su demografía y su economía la convertían no sólo en una fuente de brazos para la guerra, sino también en una plataforma considerable para financiar y abastecer los ejércitos, ya fuera a partir del dinero como del ganado, los textiles o la pólvora que se producía en la región (Pagliari de Moreno, 1973). A raíz de esto, los pedidos de auxilio al gobernador de la provincia se mostrarían constantes durante toda la década, generando descontentos en la población y en el mismo cabildo, institución que renegaba del peso que la dirección revolucionaria volcaba sobre esa jurisdicción y que alimentaba un creciente descontento ante la conducción radicada en Buenos Aires (Gallo, 2022: 60-61).
La llegada del capitán Rodríguez a Pocho era entonces una más entre múltiples misiones de leva que hacía años sacudían a la población cordobesa. Por las características demográficas propias del Río de la Plata, la mayor parte de la población habitaba la campaña, lo que naturalmente concentraba las comisiones de reclutamiento en ese espacio por sobre la ciudad. De acuerdo al censo realizado en 1813, el Departamento de Pocho –que antiguamente formaba parte del curato de Traslasierra– contaba con 5.321 habitantes,[3] de los cuales menos de la mitad eran hombres aptos para la guerra si se descuentan a ancianos, niños y mujeres.[4] El partido se hallaba hacia el oeste de la ciudad cabecera (de la cual lo separaba la sierra central que atravesaba la provincia de norte a sur) y colindante con la jurisdicción de La Rioja (perteneciente por entonces a la misma gobernación de Córdoba).
Pocho era un espacio considerable teniendo en cuenta la población total de la provincia, que sumaba 71.533 personas. Como el resto de la campaña cordobesa de antigua colonización, Traslasierra era una zona densamente poblada donde, por las características del clima y del suelo, la cría de ganado primaba, aunque también se cultivaban cereales para el autoconsumo y se producían manufacturas, sobre todo textiles (Celton y Colantonio, 2013: 49). Al igual que en otras regiones, la vinculación mercantil con el Alto Perú era central para la economía local (sobre todo a partir de la cría de mulas), aunque el peso de la comercialización de ganado con San Juan y La Rioja no era menor.
Su estructura productiva se apoyaba ante todo en pequeñas unidades de producción, donde el tamaño de las propiedades era exiguo y la mano de obra contratada o esclava, ínfima. Esta era una característica aplicable a gran parte de la provincia, pero particularmente pronunciada en Traslasierra, donde el 90% de la tierra correspondía a lo que Tell denomina “unidades productivas autónomas de campesinos independientes”, cuya mano de obra provenía del trabajo familiar y, eventualmente, de jornaleros o temporales, algo que se reflejaba a la vez en el factor de que más del 80% de la población gozaba de libertad laboral y social (Tell, 2008: 200).
La prestación que brindaba la mano de obra temporal era producto de una progresiva inmigración de personas que provenían de las jurisdicciones vecinas de San Luis y La Rioja iniciada hacia finales del siglo XVIII. Muchos de ellos eran trabajadores estacionales, aunque también se trasladaban familias enteras con sus recursos, principalmente ganado y mano de obra dependiente. Mientras estas eran bien recibidas, los primeros podían ser etiquetados por las autoridades como “vagabundos” (Tell, 2008: 200). Esta clasificación o el más recurrente “vagos y malentretenidos” que se imputaba a muchos hombres podía responder a distintos matices y recursos que tendían a la exageración. Sin embargo, esto no debe ocultar la recurrente presencia de gavillas de bandidos y de desertores en la zona –definidos igualmente como vagos–, lo que era un motivo de preocupación constante para los habitantes, para los jueces rurales y también para el gobernador y el Cabildo cordobés (Ayrolo, 2008; Gallo, 2022).
Por estas características, que la comisión de enganche tuviera entre sus destinos a Pocho no resulta de ningún modo llamativo. Sin embargo, el modo en que transcurrieron los hechos y las dificultades con las que se topó el capitán para ejecutar su misión son una oportunidad para analizar las formas en que la guerra se sufría y se resistía desde el llano. A pocos días de iniciada su tarea, Rodríguez percibió que no era bien recibido por la comunidad local. En una temprana comunicación con el gobernador José Xavier Díaz, el capitán le anticipaba los problemas que tendría informándole que los vecinos tenían pensado denunciarlo. Según señalaba Rodríguez, la gente de Pocho no aceptaba la delegación que tenía por encargo de la máxima autoridad provincial para emprender la recluta y desobedecían su mando.[5]
Cuando el fervor inicial de la revolución parecía haberse apagado tras más de cinco años de guerra, la llegada de una comisión que buscaba sumar hombres a las filas de los ejércitos estaba lejos de ser recibida con los brazos abiertos, más aún si se considera que esto no sólo suponía el riesgo para quienes participaban directamente de las batallas, sino que su enganche significaba la ausencia de brazos para trabajar la tierra o para criar el ganado. En este sentido, el rechazo a ser enviado al frente se volvía corriente. Como es sabido, el principal modo a través del cual se expresaba esta resistencia era la deserción, uno de los elementos más característicos del periodo y que ha sido objeto de estudio en múltiples oportunidades (González, 1997; Meisel, 1998; Morea, 2015; Rabinovich, 2011; Salvatore, 2003). El abandono del ejército era una decisión que podía tomarse tras un tiempo en las filas, cuando situaciones como el hambre, la falta de abrigo, los maltratos o el desarraigo se tornaban insoportables; pero también podía darse de manera casi inmediata, lo que se traducía más que en una deserción, en un escape rápido de la comisión de enganche o incluso en la fuga previa ante la inminente llegada del reclutador.
El capitán Rodríguez y su comitiva habían sido testigos de estos últimos casos, tal como le indicaba al gobernador Díaz. En la correspondencia, narraba lo que les había sucedido a dos de sus soldados cuando conducían, escoltados por cuatro milicianos, a doce reclutas (entre los que había cinco desertores detenidos) desde una posta hacia Pocho. Según relataba el capitán, la deserción no había comenzado por ninguno de estos hombres, sino por los propios milicianos que habían abandonado la comisión luego de tres leguas de marcha. Al encontrarse solos frente a los reclutas, los dos soldados veteranos buscaron refugio en la morada de un pedáneo próximo llamado Pablo Sosa para pedir auxilio. Sin embargo, este no les había facilitado ni un hombre.[6] Cuando finalmente pudieron hacerse con algunos milicianos para continuar, reiniciaron la marcha con sus enganchados hasta que llegaron a un río donde “el veterano Luna complotado con los reclutas y desertores con la mayor impavidez hisieron fuga a pesar de los muchos esfuerzos y resistencias del veterano Guerrero…”.[7] En este punto, la deserción ya no era impulsada por los milicianos ni aun por los propios reclutas, sino que la había desatado el propio jefe de la partida, en aparente complot con estos últimos.
Pero junto a la deserción, los habitantes de Pocho recurrieron a otro método para evitar la leva; un método que, al mismo tiempo que evadía los riesgos que suponía desertar, se circunscribía en las prácticas de legalidad vigentes e involucraba a las autoridades locales, sobre todo a los jueces pedáneos, quienes terminaban por ser los paladines de la voluntad popular. Así, antes que fugarse o entrar en un conflicto abierto ante la autoridad, decidieron recurrir a los canales formales de la justicia denunciando, a través de los pedáneos, al capitán Rodríguez por presuntos abusos en su comisión.
No podemos asegurar que esta práctica fuera una completa novedad en el marco revolucionario. Sin embargo, los trabajos referentes a la resistencia de la recluta en el periodo en cuestión se han decantado casi exclusivamente en el estudio de la deserción –algo comprensible considerando su impacto y su recurrencia. Las alternativas estaban no obstante presentes en el Río de la Plata, tal como han insinuado Macías y Parolo en su estudio sobre la militarización tucumana desde 1810. Poniendo el foco en la convulsión que significó para la sociedad local la llegada de la guerra y del Ejército Auxiliar a aquella provincia, las autoras señalaron que junto al desacato, las fugas y las deserciones, las clases subordinadas tucumanas ensayaron otra forma de resistencia, haciendo uso de las demandas judiciales contra sus superiores. De este modo, estando al corriente de las armas legales que disponían, pudieron canalizar sus reclamos (Macías y Parolo, 2013). Esta propuesta que sugieren las autoras y que no fue desarrollada en demasía confluye de lleno con lo que realizarían los habitantes de Pocho ante la comisión de recluta.
Otra de las formas empleadas para evadir el envío a los ejércitos fueron las peticiones presentadas ante las autoridades por parte de quienes debían prestar servicio o de sus familiares, entre los que primaban los pedidos de dispensa bajo distintos argumentos referentes a la edad, la condición física o la situación de la familia del reclutado; la contratación de personeros y las solicitudes de relevo. Aunque presentes durante el periodo revolucionario, la extrema urgencia de hombres no daba lugar a estas bajas con facilidad. Sin embargo, estos recursos se mantendrían muy presentes durante todo el siglo XIX, tanto en los ejércitos provinciales como en las milicias o las posteriores guardias nacionales (Canciani, 2016; Literas, 2015; Meisel, 2004).
Abusos y excesos: la causa contra el capitán
Desde un principio Rodríguez estaba al tanto del rechazo local a su objetivo de llevarse a los hombres de Pocho para el frente de batalla. Por entonces, la revolución se hallaba en un momento de alta tensión ya que a la derrota del Ejército Auxiliar en Sipe Sipe se sumaba la restauración del monarca Fernando VII en el trono español y la amenaza de una expedición fidelista que se trasladaría desde la metrópoli para acabar con el único bastión rebelde que permanecía en pie en Hispanoamérica. En ese contexto, el Congreso había comenzado a sesionar en la ciudad de San Miguel de Tucumán con el objetivo de, eventualmente, declarar la independencia. Frente a esa situación, la comisión del capitán pretendía engrosar las tropas del norte para preparar una probable nueva expedición hacia el Alto Perú o, en su defecto, para resistir el embate realista.[8]
La orden dada a Rodríguez estipulaba que el enganche debía limitarse a los “vagos y malentretenidos”, lo que desató las primeras acusaciones que fueron presentadas ante el gobernador por el juez pedáneo local, José Fernando Moreno. Tras ordenar la detención del capitán en la ciudad de Córdoba, el gobernador Díaz ordenó que se iniciara un juicio en el fuero militar bajo la conducción del capitán retirado Francisco Antonio de Sarria, en la causa cuya caratula refería a la “falta de cumplimiento en sus deberes y excesos” por parte de Rodríguez. En el expediente constaron los testimonios de 21 testigos, entre los que se encontraban tres pedáneos del departamento de Pocho –el propio Moreno, Gaspar Sosa y Pablo Gomez– y el cura y vicario Pedro Isidoro Vieyra. Los 16 testigos restantes eran habitantes del lugar (en su mayoría labradores) entre los que había siete vecinos.
El pedáneo Moreno, quien brindó el testimonio inicial y más completo, arguyó que la principal falta de conducta del capitán había sido pedir dinero a los reclutados por él mismo a cambio de su liberación, acusación que fue refrendada por varios de los demás testigos. Si bien la orden era claramente enganchar a los “vagos y malentretenidos”, Rodríguez había levado a varios “hombres de bien”, de quienes los vecinos podían dar fe de su buen comportamiento. Los testimonios indicaban que para ponerlos nuevamente en libertad, el capitán había recibido dinero, animales, alimento y otros bienes diversos, como un juego de copas o un cubrecama. Es necesario destacar que, teniendo en cuenta las urgencias de la guerra, el hecho de que un reclutador enganchara a hombres que no encuadraban dentro de la categoría de “vagos y malentretenidos” era una práctica más que habitual en el Río de la Plata. Sin embargo, esto era resistido por los habitantes de Pocho quienes además de buscar zafarse de la leva con sobornos, recurrían al juez local para denunciar las conductas del capitán. Según algunos testigos, sin embargo, esas entregas no eran sobornos, sino que eran simples muestras de agradecimiento para con el capitán, aunque Moreno no parecía convencido.[9]
Otra de las acciones que, según denunciaba el pedáneo, contribuía a alterar el orden local refería a la decisión del capitán de mandar a pelar a los reclutados. Este hecho –que a primera vista parecería menor– era grave en la concepción del juez pues convertía a esos hombres de bien en reclutas y prófugos. En efecto, el objetivo de rapar a los hombres era facilitar la capacidad de discernir, a simple vista y a la distancia, a un conscripto de un civil. La proliferación de hombres pelados en la campaña tendía a complicar la tarea de los jueces, quienes, en el afán de garantizar la seguridad y perseguir a los delincuentes, detenían a los hombres sin pelo pues los consideraban prófugos de la justicia o desertores. Esto también molestaba, por supuesto, a los reclutados pues consideraban que al pelarlos estaban convirtiéndolos en forajidos. Lejos de ser irrelevante, la cuestión del pelo era tomada como un distintivo personal. El antecedente más claro de esto había sucedido algunos años antes en Buenos Aires, cuando un grupo de patricios se levantó ante sus oficiales en el conocido episodio del motín de las trenzas. Como señaló Di Meglio, el hecho de que se mandara a cortar las trenzas a los soldados de ese regimiento no fue un asunto menor en las causas que condujeron al levantamiento pues había sido interpretado por los soldados como una afrenta que los despojaba de su papel de ciudadanos en armas para convertirlos en simples soldados de línea (Di Meglio, 2007).
Volviendo a lo sucedido en Pocho, el accionar de Rodríguez no sería denunciado sólo por Moreno, sino también por los otros jueces locales, por el cura y por algunos vecinos,[10] como el caso de Benancio Martines, que acusó al capitán de haberse comportado muy mal para con su familia pues su hermano, que estaba a punto de casarse, había sido reclutado por el capitán y luego mandado a pelar. El hecho lo había impulsado a escapar y buscar refugio. Tras su recaptura, había logrado librarse una vez más y desertado hacia el monte.[11]
En teoría, las funciones de los pedáneos debían complementarse con las del capitán para auxiliarlo en su comisión. El hecho de pelar a los hombres, lejos de ello, parecía entorpecer el trabajo de los primeros. Más grave era, en cambio, lo que sucedía –según las denuncias– con aquellos que se hallaban detenidos en Pocho por obra de los propios jueces. Es sabido que desde la época colonial los jueces rurales tenían entre sus deberes los de velar por la seguridad de la campaña, interviniendo en delitos penales o civiles ya fuera para sumariar y elevar las causas y los detenidos a la ciudad o para disponer condenas si se trataba de infracciones de poca monta (Punta, 2003). Al arribar Rodríguez a Pocho con la orden de enganchar “vagos y malentretenidos” estaba previsto que los hombres de aquella condición que habían sido aprehendidos por la justicia local fueran remitidos directamente al capitán.
Tal como lo ha señalado la historiografía reciente, la clasificación de “vagos y malentretenidos” era, ya desde las últimas décadas del siglo XVIII, una etiqueta maleable en el Río de la Plata que servía para sujetar los hombres a la tierra, evitar su dispersión y asegurarse la remisión a las fuerzas armadas de todo aquel que deambulara sin contar con una papeleta de conchabo, que hubiera bebido o que dedicara su tiempo al vicio del juego, entre otras prácticas condenables desde la colonia. Con la revolución esto no había cambiado radicalmente, sino que se había profundizado bajo la intensa militarización. De este modo, cualquier conducta indeseable era penada bajo la misma condena: el envío a los ejércitos (en reemplazo de la comandancia de frontera durante el periodo colonial), homologando de este modo, y a través de la pena, las causas que llevaban a la detención (Alonso, Barral, Fradkin y Perri, 2001; Fradkin, Barral y Perri, 2002). Así, si bien el capitán Rodríguez debía enganchar “vagos y malentretenidos”, está claro que su comitiva no se limitaba tan sólo a eso, sino que refería a cualquier hombre que se hallara por fuera del marco de la ley –o incluso dentro–.
Al arribar a Pocho, una región donde la criminalidad no era menor,[12] Rodríguez se había hecho con uno de los detenidos que Moreno tenía en la prisión: un salteador llamado Esteban Chaberos, hombre de "delito de muerte" que contaba entre sus antecedentes con robos, ataques con facón y amenazas (Gallo, 2022). Como había sucedido con otros maleantes del partido, a los pedáneos les había costado dar con su paradero y detenerlo, puesto que se mostraba desafiante. En efecto, tanto por su presencia como por la de otros bandidos que juzgaban incontrolables, muchos jueces habían renunciado a su cargo en el transcurrir de los últimos años. De acuerdo a Moreno, entre quienes habían pagado por su libertad se encontraba justamente Chaberos, a quien aparentemente el capitán había dejado ir por ser inválido para la guerra, aunque no había especificado qué tipo de problema padecía. Si bien debían ayudarse en sus funciones, pareciera que las preocupaciones de Rodríguez ignoraban las de los pedáneos y vecinos de Pocho: Chaberos bien podía ser inválido para el frente de batalla, pero eso no significaba que debiera estar libre en la campaña cordobesa. Esto no sólo incomodaba a Moreno, sino que un vecino de treinta años llamado Román Calderón testimonió al respecto. Sin ocultar que el capitán se había comportado bien con él y su familia, Calderón objetó la liberación de Chaberos, detenido hasta entonces por orden de Moreno.[13]
¿Traidor a la patria? El rumor como instrumento para la resistencia
Los recurrentes recibimientos de dádivas a cambio de soltar a los “hombres de bien”, la orden de pelarlos y la liberación de salteadores no fueron las únicas malas conductas que se le adjudicaron al capitán. Otras dos denuncias, de origen algo más difuso y ligadas al mundo de los rumores, también formaron parte de la causa. Una de ellas tendría poco asidero al ser desmentida por las presuntas víctimas involucradas, pero la otra terminaría acaparando la atención del juez.
La primera fue aportada por un vecino llamado Fernando Lianis quien, además de reprochar la liberación de algunos criminales, denunció haber oído decir –sin dar cuenta por parte de quién– que Rodríguez había acosado a una mujer. Según testificó, el capitán había entrado “en el aposento de la casa de Doña Pabla Pereira y que por este motivo se incomodó una hija mayor de dicha señora”. Sin embargo, no podía asegurar la existencia efectiva de ningún delito ni exceso. De acuerdo a la información que manejaba el juez, el mismo Lianis había rumoreado días atrás que Rodríguez había violado a la hija de Pereira, pero ante su repregunta, el testigo prefería matizar su denuncia mas no desmentirla en su totalidad. Pese a su acusación, ningún otro testigo hizo referencia al hecho y la misma Pabla Pereira lo negó. En su declaratoria, admitió que había dado hospedaje al capitán, pero aseguró que éste había tenido una conducta intachable y que nunca había incomodado a su hija. El testimonio fue firmado por ella y por la misma hija.[14] El juez no indagó más sobre el asunto ni se preocupó por saber qué había motivado a Lianis a realizar tal acusación.
No podemos conjeturar sobre qué fue lo que sucedió en el domicilio de Pereira, aunque el hecho de que la señora haya desmentido cualquier abuso no puede asegurar que este efectivamente no hubiera sucedido. La misma presencia de Rodríguez y su influencia producto de los favores realizados con la liberación de hombres podría haber exhortado a Pabla Pereira a desestimar la acusación. Después de todo, las violaciones a las mujeres estaban lejos de ser una extrañeza en el Río de la Plata al calor del conflicto que desató la revolución. El constante paso de los regimientos de los ejércitos por los pueblos implicaba excesos materiales, pero no eran pocos los casos en los que tenían lugar abusos sexuales, a pesar de que el código penal militar estipulaba el castigo con la pena de muerte (Rabinovich, 2013b).
En este caso como en otros, la importancia de los rumores no era una cuestión menor.[15] En tiempos de guerra como los que atravesaba la región, su dispersión se ligaba con el malestar y el temor que generaba la perduración y potencial propagación del conflicto (Nanni, 2017). La militarización de la sociedad y la agitación política alcanzaban a amplios sectores de la población facilitando la proliferación de los rumores sobre la marcha de la guerra en distintos espacios de sociabilidad que, no sin dificultades, el poder procuraba controlar. Por otra parte, no se trataba de la primera vez que en el Río de la Plata revolucionario tenía lugar un proceso judicial que era impulsado por la oralidad: un caso paradigmático en este sentido remite a lo sucedido en Mendoza en 1812, cuando tres hombres fueron sumariados por susurrar y reírse en plena misa (Verdo, 2008).
Allí donde la guerra estaba presente de forma cotidiana, la transmisión oral de noticias entre la gente común contribuía a la propagación de las opiniones de hartazgo frente al esfuerzo que su existencia suponía, dando cuenta de la angustia de la población y de sus temores. En Tucumán, donde el Ejército Auxiliar tuvo una presencia activa durante toda la década (aunque más constante desde 1816), la circulación de noticias escritas era frecuente, pero más todavía se daba a través del boca en boca, con comentarios, rumores o canciones. En una ciudad donde buena parte del ejército se hallaba acantonado de manera casi permanente, las noticias de todo tipo fluían entre los locales, los soldados y la oficialidad buscando desprestigiar determinados oficiales, generar controversias sobre la marcha del Congreso o incluso poner en duda el devenir de la guerra que libraba el Ejército de los Andes en Chile (Nanni, 2020). Esto generaba una inevitable preocupación por parte del gobierno, pero sobre todo por parte de quienes estaban al frente de la tropa. No sólo por el posible daño que esto podía generar en la moral guerrera, sino porque –como apunta Marisa Davio (2011)– era un elemento central en las insubordinaciones o rebeliones organizadas por los grupos populares.
El principal valor de los rumores radicaba en que, al mismo tiempo que transmitían oralmente noticias referidas a la marcha de la guerra o de la revolución, protegían a sus emisores gracias al anonimato. No obstante eso, dado el contexto de incertidumbre, estos dos rasgos –oralidad y anonimato– no vaciaban de credibilidad su contenido. De acuerdo a González Bernaldo, los rumores eran relevantes por el mensaje que transmitían, pero también porque por su propia naturaleza tendían a consolidar un consenso de opinión en la población rural que, al propagarlos, se identificaba con ella creando una “verdad consensual que funciona como vehículo de cohesión social” (González Bernaldo, 1987). A pesar de su naturaleza encubierta, estas voces podían tener su raíz en soportes materiales. En el Chile revolucionario, se ha demostrado que los rumores se transformaban en ecos de pasquines, carteles o caricaturas que buscaban hacer peligrar a la facción gobernante, alimentando versiones sobre presuntas restauraciones monárquicas o inminentes movilizaciones militares (Desramé, 2008).
La apelación al rumor tiene asidero –como señala James Scott– cuando las relaciones de poder niegan la posibilidad de expresión de los grupos subordinados, forzándolos a encontrar otras maneras para transmitir sus mensajes manteniéndose dentro de la ley. El rumor, en este sentido, resulta una forma de agresión popular más elemental y disfrazada que “está casi siempre dirigida a arruinar la reputación de una o varias personas que pueden ser identificadas”. Aunque no se conozcan con nitidez los emisores, la víctima sí está definida. Según Scott, en el rumor “se esconde cierta voz democrática, puesto que se difunde sólo en la medida en que otros tienen interés en repetirlo”. (Scott, 2000: 173-175).
Estas características parecen aplicables al caso de las denuncias contra Rodríguez en Pocho. Tal como indica Facundo Nanni, los rumores se nutrían de una porción de la realidad y de la incertidumbre para luego transformarse haciendo uso de los temores colectivos (Nanni, 2017). Como vimos en las primeras páginas, la comisión de recluta arribó a la campaña cordobesa luego de la caída del Ejército Auxiliar en Sipe Sipe para enganchar hombres y rearmar esa fuerza. Sin embargo, esto no era lo único que alteraba el panorama de las Provincias Unidas por esa primera mitad del año 1816. Mientras en el Congreso de Tucumán (a su vez escenario de múltiples rumores, Nanni, 2020) se debatían la independencia y la mejor forma de gobierno a emplear, en distintos puntos de la región los enfrentamientos internos frente a la autoridad centralista revolucionaria estaban ingresando en una espiralización mayor.
A medida que los movimientos federalistas se expandían desde el Litoral obteniendo cada vez más adeptos, la autoridad del poder central comenzaba a dar muestras de su incapacidad para imponerse sobre todos los frentes de manera simultánea. La provincia de Córdoba, en este contexto, se hallaba en un punto intermedio entre la tendencia federalista y la obediencia al directorio y ensayaba, ante todo, una postura autonomista que rechazaba una adhesión ciega a Buenos Aires pero que no terminaba de volcarse definitivamente hacia el movimiento impulsado por José Gervasio Artigas desde la Banda Oriental. La asistencia de los diputados cordobeses al Soberano Congreso donde esbozaron posturas anticentralistas ilustra esta ambigüedad (Ayrolo, 2016b). Frente a este panorama, la ciudad de La Rioja, todavía bajo la jurisdicción cordobesa –aunque unilateralmente se había declarado independiente de ella un año atrás–, reproducía viejos enfrentamientos intestinos que se resignificaban en torno a la toma de posición en el oscilante esquema revolucionario.[16] Durante los primeros meses de 1816, al frente del gobierno local se hallaban los Brizuela y Doria, quienes se oponían abiertamente a los lineamientos de Córdoba y de su gobernador, José Xavier Díaz y mostraban, en contraposición, su adhesión hacia el poder central (Ayrolo, 2019; Morea, 2016).
Estos dos elementos de la coyuntura –la derrota en Sipe Sipe (a lo que se sumaban los rumores de un masivo desembarco realista, Di Meglio y Rabinovich, 2018) y la postura de La Rioja frente a la cabecera de su jurisdicción parcialmente enfrentada al poder central– serían utilizados por quienes habitaban Pocho que, escudándose tras los pedáneos, se nutrieron de los acontecimientos para ampliar las denuncias contra Rodríguez.
Así, la segunda denuncia surgida de rumores –recordemos que la primera había referido al supuesto abuso de una mujer– fue presentada ante el juez por uno de los pedáneos, Pablo Sosa, por el cura Vieyra y por un vecino, Juan Felipe Güemes Campero. El primero afirmó que el capitán había proferido palabras en contra de la causa en una reunión frente a “puros americanos” donde había asegurado que “el éxito de la patria del Perú fue derrotado completamente por el enemigo” –haciendo referencia a la caída en Sipe Sipe– al mismo tiempo que señalaba que, ante la llegada de una orden del gobernador para que cesase en su comisión y se sumara al Ejército Auxiliar, “habia de contestar al gobierno qe se allaba enfermo sospechando era para caminar al Tucumán y qe dijo mas como no mandaba el Gobierno los qe habian adquirido galones en la presente revolucion y no a el qe era un oficial echo de ayer a hoy”.[17]
De acuerdo al pedáneo, el capitán buscaba por todos los medios evitar ser destinado al Ejército Auxiliar.[18] Al mismo tiempo, sugería que el gobierno no podía mandarlo a él, pues su legitimidad estaba restringida a quienes se habían iniciado en las armas luego de la revolución y no a él, un oficial que se concebía de carrera.
El cura Vieyra, por su parte, agregó algunos detalles a esta cuestión. En su testimonio, dijo que Rodríguez había afirmado que el Ejército Auxiliar había sido derrotado y que “solamente nos habían quedado cien hombres” agregando que “el asunto de la Patria se allaba perdido” y que, si el gobierno quería echar mano de él, no habría de ir. En caso de insistencias, Rodríguez aseguraba que “había de aser resistencia” dado que “tenía cuatro fusiles”.[19] En una sociedad que hundía sus raíces en el pasado colonial donde la figura de los agentes religiosos era una fuente de legitimidad, que Vieyra testimoniara no era una cuestión menor. En efecto, como han demostrado distintos estudios, los curas de la campaña eran fuente de consulta para los gobernadores, pudiendo vetar designaciones o dar su parecer sobre asuntos políticos referentes al gobierno local (Barriera y Godicheau, 2020; Barral, 2016; Tell, 2008: 395). Desde tiempos coloniales, las funciones del clero en el control político y social de la campaña eran esenciales, facilitadas gracias a la extensa red de parroquias desplegadas en el territorio. Con la revolución esto no desaparecería de inmediato, aunque con el transcurso de los años los párrocos serían víctimas de la creciente inestabilidad y secularización en las prácticas políticas (Ayrolo y Barral, 2012).
A lo dicho por Vieyra se sumaba la declaración de Juan Felipe Güemes Campero, quien señaló el rumor de que “las gentes” decían que para emprender la resistencia, el capitán tenía planeado tomar los fusiles, algunos hombres y fugarse a La Rioja, que, como vimos, se hallaba enemistada con el gobierno cordobés. No obstante esto y al igual que Lianis en su testimonio, Güemes Campero parecía haber matizado su denuncia pues, de acuerdo a Vieyra, en una charla previa entre ambos, aquel le habría indicado que Rodríguez ya había prevenido a sus hombres a tomar las armas y que estaba listo para emprender la fuga. Sin embargo, ante el juez, Güemes Campero dijo desconocer con qué fin había tomado las armas y que la partida a La Rioja era algo que no había oído del capitán sino que lo “oyó entre las gentes pero ignora los nombres de quienes lo dijeron”.[20]
Aunque no podían ser probados y a pesar de que ningún testigo estaba dispuesto a aseverar haber escuchado por parte del propio capitán estas presuntas declaraciones, los vecinos de Pocho se servían de los rumores y de la seguridad que les daba dar testimonio bajo el amparo del “haber oído decir” sin necesidad de dar mayores precisiones, pero a sabiendas de que todo contribuía a desprestigiar la figura del reclutador. En efecto, los parámetros y costumbres de la justicia colonial que heredó la revolución hacían uso constante del recurso del saber popular como una prueba válida. Los procesos judiciales se componían de la evidencia de lo que los testigos “habían oído decir” y de lo que era “pública voz y fama”, convirtiendo a estos elementos en pruebas semiplenas ante el juez (Agüero, 2008: 347; Molina, 2014: 99).
Estas pruebas testimoniales presentadas ante las autoridades, alimentadas de comentarios y rumores que viajaban a través de la campaña, se situaban en la base de las denuncias contra el capitán para emprender la resistencia. Volviendo a lo señalado por Scott, el anonimato de la voz se convertía en una pieza central en el esquema. Si bien es necesario recordar que las conclusiones del antropólogo refieren a espacios donde la resistencia se planteaba desde sectores más fuertemente sometidos (como podían ser los esclavos de las colonias de Norteamérica), para quienes era imperioso hallar recursos alternos y encubiertos para resistir, esto no anula la posibilidad de que dicho esquema sea aplicable en nuestro caso. Aquí, a pesar de que los habitantes de Pocho no se encontraban bajo un régimen de esclavitud ni servidumbre –aunque muchos de ellos indudablemente eran todavía víctimas de la sociedad de castas colonial–, seguía tratándose al fin de cuentas de un poblado que, presionado por la urgente presión de la guerra revolucionaria, buscaba librarse de ella haciendo uso de denuncias y rumores encubiertos por el anonimato de palabras que, de tanto resonar por la campaña, podían terminar por distorsionar la voz de sus emisores originales.
Absuelto y vindicado: la influencia del fiscal
A pesar de las denuncias y los recursos empleados por los pobladores de Pocho, Rodríguez sostuvo su inocencia, negó todas las acusaciones y afirmó que se debían al “odio y rencor” que le tenían por su presencia. El juez Sarria no se detuvo en las imputaciones referentes a la recluta indebida o a los excesos, sino que se interesó sobre todo por la cuestión de sus dichos en contra de la revolución, la amenaza de toma de armas y la posible fuga a La Rioja.[21] El capitán admitió que había hablado sobre la derrota del Ejército Auxiliar en Sipe Sipe pero explicó que, lejos de buscar generar desánimos, lo había hecho con el objetivo de que los pedáneos, reticentes a colaborar, “se esforzasen y le entregasen el mayor número de gentes que se pudiese sin reparar en que fuesen hombres de bien, no siendo hacendados o mayormente útiles en el partido”.[22] Al ser preguntado por la toma de armas, Rodríguez dijo que había tenido noticia de que los pedáneos estaban planificando su arresto sin que lo ordenase el gobernador, ante lo cual había dispuesto tres fusiles para resistirlo. Sobre la presunta fuga a La Rioja, afirmó que “no se le había pasado por la imaginasion semejante desatino”.[23]
Tras finalizar con su labor, el juez elevó los informes a la Comisión Militar designada por el gobernador cordobés, la cual se apoyó en el Promotor fiscal para el análisis de lo sucedido. Para esta tarea fue designado el Teniente Coronel Mariano de Usandivaras, un hombre de extensa trayectoria en las armas y la política cordobesa.[24] Su resolución fue claramente favorable al capitán. En el dictamen, que consta de algunas fojas, Usandivaras se encargó de desmentir la mayor parte de las acusaciones afirmando que eran “de toda falsedad”.[25] Las conclusiones de Usandivaras se centraron en las denuncias menores, es decir, lo que refería a la leva de hombres de bien, al recibo de dádivas o a la liberación de detenidos, todas las cuales fueron desestimadas. Al momento de brindar testimonio, varios de los testigos habían declarado que la conducta del capitán había sido buena para con ellos mismos, aunque su desempeño malo (o viceversa), elemento que utilizaba el fiscal como prueba para sostener la inconsistencia de las denuncias. Cuando debió referir a los hechos que parecían de mayor gravedad para el juez (la posible fuga, las palabras en contra de la revolución o el levantamiento en armas), se limitó a unas pocas líneas, apoyándose en la desmentida parcial de Güemes Campero, quien no había negado lo acontecido, sino que había matizado –como vimos– la denuncia al no poder dar cuenta de las reales motivaciones de Rodríguez en su accionar.
El informe del fiscal concluyó recomendando la liberación absoluta y exculpación para Rodríguez pues se trataba de una causa armada con el objetivo de desprestigiarlo y hacer fracasar su comisión de reclutamiento, cuyos artífices eran testigos “embueltos en la criminal colución para perder y sofocar la honradez y utilidad de un americano distinguido”.[26]
Pocos días después de recibir el dictamen de Usandivaras, la Comisión Militar determinó la libertad y absolución para el capitán, ordenando además la publicación de la resolución en el Departamento de Pocho para la “vindicación de su honor y conducta”.[27] Pese a que no es la intención de este trabajo juzgar al capitán ni forjar una opinión sobre la causa, parece claro que el tribunal y sobre todo el fiscal habían sido benevolentes con Rodríguez. Al repasar los testimonios del expediente se percibe que muchos fueron omitidos por Usandivaras, quien en cambio prefirió centrarse en los acontecimientos que podía refutar o al menos poner en discusión.
Conclusión
Más allá del veredicto final, consideramos que lo acontecido en Pocho, reconstruido a través del expediente de la causa judicial, nos introduce de modo muy auspicioso al universo de la campaña cordobesa (y rioplatense) en tiempos de guerra pues permite ver las estrategias a las que acudían los pobladores para resistir una comisión de reclutamiento. ¿En qué medida se había excedido Rodríguez en ella, sobre todo reclutando hombres de bien en lugar de “vagos y malentretenidos”? Es difícil saberlo, aunque el propio capitán daba por sentado que había enrolado más de un hombre que no cumplía con esa condición y esto parecía estar lejos de las preocupaciones del juez, probablemente porque su recurrencia y las mismas urgencias lo tornaban en un acontecimiento tan habitual como dispensado –e incluso instigado– por las autoridades.
Es difícil imaginar que en condiciones de relativa paz este tipo de reclutamiento hubiera tenido lugar. Por las distintas razones que hemos visto, la guerra revolucionaria y su consecuente militarización imponían una situación excepcional donde comisiones como la de Rodríguez se replicaban por gran parte del Río de la Plata. Es probable que, tanto como en Pocho, en otros sitios las comunidades se antepusieran a las levas, rechazándolas a partir de diferentes estrategias. ¿Funcionó la empleada por los pedáneos de Pocho y sus pobladores? Si bien el capitán fue absuelto, algo que sin dudas debe haber disgustado a José Fernando Moreno y sus coterráneos, la apelación a la justicia a través de las denuncias pareció haber dado algún resultado pues la comisión de Rodríguez se interrumpió y el capitán fue detenido al menos por el tiempo que duró el juicio hasta la sentencia final en su favor.
En las páginas previas advertimos que uno de los principales impulsores de la causa contra Rodríguez había sido el pedáneo Moreno en colaboración con otros jueces y con el cura Vieyra. Ahora bien, es necesario considerar que el hecho de que se perciba su presencia en los documentos en tanto iniciadores de la denuncia no significa que fueran ellos mismos quienes emprendieron inicialmente el rechazo a la presencia de la comisión de reclutamiento.
Está claro que estas autoridades, en cumplimiento con sus funciones de jueces pedáneos, fueron quienes reclamaron ante el gobernador y desde donde emanaron las primeras acusaciones (aunque no las sumarias pues su elaboración significaría avanzar sobre el fuero que protegía al capitán), pero esto, evidente en el expediente, no necesariamente significa que las primeras voces en contra del oficial hubieran provenido de ellos. En cambio, resulta probable que la comunidad misma, sobre todo las familias de los hombres indebidamente reclutados o de aquellos que simplemente no querían ser enviados al frente de batalla, fueran los primeros en elevar la voz en contra de la comisión de Rodríguez ante los pedáneos. Esto no sugiere soslayar el papel de los jueces locales, quienes eran sin duda una referencia para hacer valer los intereses comunales en tanto intermediarios entre sus vecinos y el gobierno pues se trataba, en efecto, de una sociedad donde a partir de la intervención de actores de este tipo se erigía el orden político (Agüero, 2008; Escalante Gonzalbo, 2014). Empero, tampoco debemos suponer que esa comunidad de la campaña cordobesa carecía de la capacidad de agencia necesaria para resistir una leva –una más– en medio del paisaje agotador en el que habitaban luego de largos años de guerras, caracterizados por el recurrente despojo de hombres, dinero y recursos.
Así, la situación presentada en Pocho presenta dos posibles observaciones complementarias. Poniendo el foco en los pedáneos, resulta notorio que su posición frente al gobernador daba cuenta de un conflicto que era repetido en la campaña: la dificultad de compartir la autoridad con un comandante. Las disputas de poder en el Río de la Plata entre los jueces locales, los comandantes y los curas es una temática que ha sido bien estudiada para la primera mitad del siglo XIX (Ayrolo y Barral, 2012; Garavaglia, 2009). La presencia de un enviado del gobernador con su comitiva ciertamente generó un descontento inmediato por parte de los pedáneos de Pocho, quienes desde un comienzo juzgaron inoportuna su presencia y cuyo rechazo se fue profundizando a medida que Rodríguez, en el afán de enganchar hombres para la guerra, alteraba el orden que esos funcionarios de la justicia intentaban imponer.
Al mismo tiempo, también resulta factible observar lo acontecido no desde los escalafones superiores del poder revestido de la legitimidad que les dotaba la revolución, sino desde el propio pueblo. Esto no sugiere una mirada clasista del conflicto, pues entre los habitantes de Pocho que formaron parte del proceso se hallaban tanto vecinos hacendados como simples labradores, es decir, el enfoque no radica en la plebe sino en los habitantes de la campaña cordobesa que no cumplían con funciones ligadas al poder provincial y que, más allá de sus probables diferencias sociales, eran impactados –de manera seguramente diferencial– por la prolongada guerra.
Desde esta perspectiva, lo que esos hombres y mujeres esbozaron ante la presencia del capitán Rodríguez se puede interpretar como un acto de resistencia sujeto a las reglas y disposiciones de la revolución. De acuerdo a Scott, podemos concebir a la resistencia como cualquier acto cuya intención sea mitigar o negarse a peticiones impuestas por clases superiores o avanzar en sus propias peticiones frente a ellas. Si bien menos llamativas que las grandes revueltas o rebeliones, Scott sugiere la existencia de “formas cotidianas de resistencia” que, en lugar de mostrarse como grandes desafíos a la autoridad, eran más permanentes, continuas o exitosas que aquellos. En esos pequeños episodios, entre los que se ubicaban –por ejemplo– la negativa a pagar impuestos, la evasión, los pillajes o la deserción sería posible hallar las resistencias más efectivas frente al poder. Además de presentar un riesgo menor para quienes los llevan adelante, estos accionares supondrían una retribución inmediata y tangible, ya sea por hacerse con algún dinero, por evadir a la autoridad o por escapar de la guerra (Scott, 1997).
Así, frente al avance de la comisión y al riesgo, el suplicio y la insoportable exigencia que suponía ser enviados al frente de batalla, lo que efectuaron quienes habitaban en Pocho podría identificarse como un acto cotidiano de resistencia. Evidentemente, esta forma de actuar lejos estaría de convocar un lugar preponderante en los anales de la historia cordobesa o revolucionaria. Sigilosa, sometida al marco legal existente y sirviéndose del mundo de los rumores, la alternativa que llevaron a cabo desde Pocho para poner coto al esfuerzo de guerra entregó resultados ambiguos. Sin dudas, en un primer momento la retribución fue positiva pues el capitán fue desplazado de su diligencia y enviado a la ciudad de Córdoba donde permaneció mientras duró el juicio, entregando algunos meses de sosiego para la comunidad de Pocho. Sin embargo, considerando que las guerras de la revolución para 1816 estaban lejos de ver su final, es probable que más temprano que tarde nuevas comisiones de recluta se harían presentes en esas tierras.
Junto con las deserciones, la serie de denuncias acumuladas, entre las cuales el presunto levantamiento del capitán terminaría siendo la más grave, fueron la vía que hallaron los hombres y mujeres de la campaña para situarse ante la comisión de reclutamiento y hacer prevalecer la defensa de los intereses locales, protegidos por la mediación de los pedáneos, figuras centrales dentro de este esquema de gobierno local quienes, al mismo tiempo que mediaban entre el gobernador y el pueblo, hacían uso de su posición y de la coyuntura para contribuir a la remoción del capitán en los territorios que se hallaban bajo su mando, alivianando a su vez el peso que la guerra cargaba sobre sus habitantes.
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Notas