Sección Especial - 25 años

El barco de los magistrados y gobernadores: venalidad y corrupción entre España e Indias (1710-1711) [1]

The Ship of the Magistrates and Governors: Venality and Corruption between Spain and Indies (1710-1711)

Francisco Andújar Castillo
Universidad de Almería, España

El barco de los magistrados y gobernadores: venalidad y corrupción entre España e Indias (1710-1711) [1]

Prohistoria, núm. 38, 1-25, 2022

Prohistoria Ediciones

Recepción: 15 Septiembre 2022

Aprobación: 15 Noviembre 2022

Resumen: El artículo aborda la trayectoria de un grupo de indianos que, procedentes del virreinato del Perú, y portando grandes sumas de dinero, llegaron al puerto de Saint-Malo en el mes de julio de 1710. Buena parte de ellos viajaron con el objetivo de comprar los puestos de gobierno político y magistraturas de justicia que por entonces se distribuían por dinero en la corte de Madrid. A partir de este caso se estudian los procesos de transferencia de capitales desde América a España, el origen de las fortunas de algunos de los indianos y los nexos entre venalidad y corrupción.

Palabras clave: Venalidad, Corrupción, España, América, Siglo XVIII.

Abstract: The article deal switches the trajectory of a group of Indians who, coming from the Viceroyalty of Peru, and carrying large sums of money, arrived at the port of Saint-Malo in July 1710. Many of them traveled with the aim of buying the positions of political government and justice magistracies that at that time were distributed for money in the court of Madrid. Based on this case, the processes of transferring capital from America to Spain, the origin of the fortunes of some of the Indians and the links between venality and corruption are studied.

Keywords: Venality, Corruption, Spain, America, Eighteenth Century.

Introducción

Harto conocida es la problemática suscitada durante los primeros años del reinado personal de Carlos II cuando desde los pasillos de palacio y desde las oficinas del Consejo de Indias se pusieron a la venta, primero, los puestos de gobierno político, y luego las magistraturas de justicia para ejercer en los territorios de los virreinatos americanos (Sanz Tapia, 2009, 2011, 2012, Burkholdery Chandler, 1984, Andújar, 2018a). Del mismo modo, también ha sido estudiada esa misma temática para los primeros años del reinado de Felipe V, cuando entre los medios extraordinarios para financiar la Guerra de Sucesión se arbitró la apertura de una enorme almoneda de cargos que venía a dar continuidad a una política enajenadora de toda clase de oficios y honores, tanto de España como de Indias,desarrollada durante el reinado de Carlos II, y que tan solo se había visto interrumpida entre los años de 1700 y 1703 (Andújar, 2008). Cuando desde el año 1674, pero con especial intensidad desde 1678, se comenzaron a vender en Madrid los puestos de gobierno político de Indias, pues los oficios de las cajas reales de Indias se venían concediendo por precio desde largo tiempo atrás (Bertrand, 2011), nada se innovaba, ya que en la corte se tenía plena constancia que desde largo tiempo atrás la provisión de corregimientos en el virreinato del Perú y de alcaldías mayores en Nueva España se había convertido en uno de los principales mecanismos de enriquecimiento ilícito de los virreyes (Andújar, 2019). Tan solo se modificaba entonces la caja de ingreso del dinero procedente de esas provisiones, pues transitaba desde el bolsillo de los virreyes hasta las tesorerías de la real hacienda ubicadas en Madrid. La principal novedad en esa política venal se introdujo en el año 1683 cuando las magistraturas de justicia –y con ellas las licencias a los oidores para ejercer en los lugares de donde eran naturales y casar con mujeres nacidas igualmente en donde iban a desarrollar su labor, ambas circunstancias prohibidas por las Leyes de Indias pero que la misma monarquía conculcaba a cambio de dinero– comenzaron también a ser objeto de provisión por compra.

Los estudios que se han ocupado de los múltiples aspectos relacionados con ese tráfico de oficios, que perduró hasta el año de 1750, han venido a rellenar un importante hueco en la historiografía, pero son aún numerosos los interrogantes por resolver, los procesos de mediación a explicar y los mecanismos de compraventa a detallar. Entre esos vacíos, dos cuestiones –aunque se podrían añadir algunas otras más– nos parecen fundamentales a indagar, por cuanto van más allá de lo que es la mirada a la venalidad desde la óptica del vendedor o, si se prefiere, desde la perspectiva de la monarquía. En primer término, queda por explicar lo que grosso modo podríamos denominar la “sociología de los compradores”, cuyas aproximaciones e intentos de clasificación realizados hasta la fecha no los consideramos válidos por cuanto se han hecho a partir de la identificación de los agentes de gobierno que habían adquirido un cargo en función de un solo criterio, cuando es bien sabido que, por ejemplo, un mismo individuo podía ser al mismo tiempo comerciante y alcalde ordinario de una ciudad o, servir como contador en una de las cajas reales y tener igualmente su principal actividad en el comercio. Con todo, la cuestión fundamental a resolver no se halla tanto en la reconstrucción de esa “sociología de los compradores”, sino en tratar de dar una explicación a la pregunta de las razones que llevaban a un individuo a adquirir un corregimiento o alcaldía mayor, un puesto de hacienda o una plaza de oidor en una audiencia. Teniendo en cuenta las diferencias entre lo que eran cargos que se beneficiaban –léase vendían– por un periodo de tiempo determinado, caso de los de gobierno político, y los que también se concedían por dinero para ejercerlos de forma vitalicia, caso de las plazas de justicia y las de las cajas reales, la cuestión clave a indagar radica en tratar de explicar los móviles que conducían a un individuo a adquirir un determinado puesto y, por ende, explicar los intereses subyacentes en esas inversiones. A pesar de los límites que imponen las fuentes documentales conservadas, se pueden abordar estudios desde ópticas de análisis que conjuguen la perspectiva “micro” con la “macro”. Utilizando tal metodología, y tomando como marco de referencia las dos primeras décadas del siglo XVIII, una investigación en curso nos está permitiendo constatar que buena parte de los que compraron puestos de corregidor en el virreinato del Perú no fueron sino comerciantes que invirtieron una parte de sus caudales en hacerse con el control de empleos políticos en donde tenían sus propios negocios.

La segunda interrogante relativa a esa venalidad, pero que tiene unas dimensiones que trascienden a otras esferas, radica en tratar de desentrañar cómo funcionaban los mecanismos de transferencia de capitales desde Indias hasta España para realizar esas inversiones en los cargos. Como es obvio se trata de una temática de recorrido más largo, y a la vez de enorme complejidad, porque implica indagar acerca de cómo circulaban los capitales, tanto los registrados como los que llegaban fuera de registro, y no solo a los puertos del monopolio sino también a otros puertos españoles y fundamentalmente a los puertos franceses de la fachada atlántica, en particular durante las dos primeras décadas del siglo XVIII cuando los mercaderes de Saint-Malo se hicieron con buena parte del control sobre el comercio con América. Tal investigación nos parece esencial porque en ella subyace un análisis de mayor enjundia acerca de cómo las grandes sumas de caudales amasadas en Indias, producto tanto de los beneficios mercantiles como de los enriquecimientos ilícitos en el ejercicio de los cargos, se lograban introducir en España por medio de diferentes vías, casi siempre tratando de dejar las mínimas huellas, en particular si procedían del desempeño de cargos tan lucrativos como fueron los de virreyes y, en menor medida, los gobiernos políticos, sin olvidar desde luego las grandes fortunas acumuladas por algunos eclesiásticos.

Con el fin de intentar dar respuesta a estas dos cuestiones abordamos en las páginas siguientes un estudio de caso, correspondiente a los años de 1710-1711, que puede ser indiciario de dinámicas que debieron proliferar en el arco cronológico de intensificación de la venalidad, 1678-1750, y que puede ser representativo de lo que debió acaecer en otras ocasiones como fórmula para traer grandes sumas de dinero desde Indias e invertirlas en la compra de cargos y honores. Del mismo modo, el caso es revelador no solo de cómo circulaban esos capitales sino de quiénes eran los que decidían aventurarse a viajar hasta España para adquirir directamente cargos y honores, sin recurrir, como venía siendo habitual, a mediadores especializados en la consecución de tales mercedes, esto es, agentes de negocios y financieros. Aunque, como veremos, el universo de compradores no es excesivamente amplio, sí que es representativo del perfil social y profesional que presentaban los adquirientes de empleos de Indias durante esos años de la Guerra de Sucesión.

Para desarrollar este trabajo nos sustentamos en una metodología ampliamente experimentada y contrastada durante largos años que tiene uno de sus principales puntos de anclaje en el cruce de fuentes documentales sobre un mismo espacio de observación. Junto a ello, la reducción de escala de observación a unos cuantos individuos nos permite acercarnos con mayor precisión al análisis de los intereses que se podían hallar tras aquellas inversiones en la compra de cargos de la monarquía (Andújar, 2018c, 2021c y 2021d).

El barco de los magistrados y gobernadores

En el año 1986 Carlos Malamud publicaba un excelente trabajo sobre el mundo de los comerciantes de Saint-Malo y de Cádiz y sus relaciones con el comercio colonial en la coyuntura de 1698-1725 (Malamud, 1986). En dicha obra detalló cómo la intensificación de los negocios franceses con América durante los primeros años del siglo XVIII hizo que hasta los puertos galos llegaran muchos pasajeros españoles, tanto americanos como peninsulares, portando sus caudales en los navíos franceses. La explicación a ese flujo, según Malamud, radicaba en la situación bélica que se estaba viviendo, por tanto, en la mayor seguridad que ofrecían los navíos de Francia, y en la disminución del tráfico de los navíos españoles (Malamud, 1986: 85), a lo que habría que añadir la importancia que tenía para esos particulares que portaban grandes sumas de dinero traerlas sin tener que pasar por la fiscalidad de la Casa de Contratación de Sevilla. A pesar de las prohibiciones existentes, la corona española, plenamente conocedora de ese tráfico, buscó obtener alguna rentabilidad del mismo mediante la negociación con Francia de la percepción del conocido “indulto” que se cobraba en España. La frecuencia con que se producía la llegada de residentes en Indias a las costas francesas obligó a Luis XIV a establecer en 1706 una imposición proporcional a los gastos de pasaje, manutención y traslado de los metales preciosos que portaban los indianos, pero años después, justo con ocasión de la llegada del navío Nuestra Señora de la Asunción –en adelante La Asunción– a Saint-Malo en julio de 1710, negoció con Felipe V la transformación de esa imposición en un “indulto” del 6% de los capitales transportados. Cuestión bien distinta sería lo que finalmente se acabó pagando en concepto de derechos, tanto las mercancías como los capitales que retornaban en dicho navío. Recordemos al respecto que el citado navío había gozado de amplias facilidades a la hora de realizar su cargazón en el Callao, pues “había encontrado toda la protección del virrey que podía desear en reconocimiento que había hecho haciendo el corso” en aquellas costas (Lespagnol, 1990: 606).

Pues bien, fue precisamente la percepción de ese indulto la que dio lugar a que se elaborara un listado de los pasajeros, con las cuantías de dinero que portaba cada uno, que procedentes del virreinato del Perú llegaron a Saint-Malo en 1710 en el citado navío. Carlos Malamud publicó ese listado, que convenientemente depurado de la escritura con algunas incorrecciones de sus redactores o falta de información de los declarantes[2] y de alguna pequeña errata de transcripción, reproducimos a partir de su original en el cuadro 1.

Cuadro 1
Pasajeros que llegaron a Saint-Malo el 27-7-1710 en el navío Nuestra Señora de la Asunción [3]
NombrePesos
Baltasar de Ayesta 60.336
Valeriano del Corral 34.025
Juan Molleda Rubin de Celis 53.541
Juan de Molleda 6.861
Antonio Mari 9.200
Manuel Mirones 4.240
Juan de Melgarejo 19.900
Diego de Zúñiga 73.300
Ignacio Arango Queipo183.916
José del Campo 7.500
Miguel Chavaría 32.900
Álvaro Cavero 5.000
José Hurtado 7.200
Pedro Gómez de Balboisna 41.332
Pedro Gómez 2.625
Fray Juan Ruiz de Alvarado[4] 14.696
Francisco de Rivas 24.000
Fray Juan de Ajier, agustino 1.500
Fernando Figueroa 5.000
Nicolás Boucke 2.400
José de Munibe116.533
Luis de Torres (cura) 3.650
José Echarri 14.248
TOTAL723.903

Desembarcados estos pasajeros en Saint-Malo, la mayor parte de ellos no viajaron directamente hacia Madrid, sino que se trasladaron a París, a la espera de tener noticias acerca de cómo encaminar sus pretensiones en la corte de Felipe V y, sobre todo, cómo poner a buen recaudo sus capitales. Unos pocos, casi todos eclesiásticos, optaron por marchar directamente hacia Roma o Madrid, pero, en general, no eran los que más caudales habían traído desde la ciudad de los Reyes. Además de con ellos debieron llegar desde Lima otros caudales con destino a Madrid. Así al menos lo revela un acta notarial, según la cual el comerciante limeño y prior del Consulado en 1703 Martín Echevarría Zuloaga, que había conseguido en 1709 el corregimiento de Puno con facultad de “beneficiarlo” –léase revenderlo[5]– enviaba, “para el avío de sus viajes”, 2.000 pesos en el navío La Asunción en manos de su hijo, Juan Bautista Echevarría, recién hecho también oidor de Lima merced a los caudales de su padre,[6] pero esa cantidad se remitía a través del armador del barco, Lalande Magón, a su vez comerciante de Saint Malo.[7]

Desde el momento mismo de la llegada del navío al puerto francés se iniciaron las negociaciones para que tanto las mercancías como los capitales pagaran el 6% de indulto pactado entre los monarcas, pero tras la tenaz oposición del principal interesado, el citado armador del barco, que dio con sus huesos en la cárcel por negarse a abonar dicho indulto, finalmente se resolvió el conflicto con el pacto de un abono del 4%, porcentaje que, en el caso de los pasajeros españoles tan solo acabaron pagando los que se habían trasladado a París, y en cuya negociación tuvo un papel decisivo el duque de Alba, quien trató directamente con ellos para que procedieran al abono de lo que correspondía a cada uno en concepto de indulto.

La nómina de esos pasajeros que desembarcaron en Saint-Malo y las cuantías que portaba cada uno de ellos presentan varios problemas interpretativos que conviene precisar. El primero de ellos incide directamente sobre la realidad de las cuantías que cada uno de los pasajeros traía consigo. Según las declaraciones del capitán del barco y del armador, tanto las mercancías que portaba el navío como el dinero que llevaban los pasajeros españoles habían pagado en Lima un 13% en concepto de indulto. Por tanto, de ser así, estaríamos hablando de unos retornos de capitales muy superiores a los 800.000 pesos, cifra que se incrementaría notablemente si se incluyesen las cantidades no declaradas. No en vano el intendente de provincia Fránçois-Antoine Ferrand, en una carta fechada 14 de octubre de 1710 y dirigida al conde de Pontchartrain, ministro de marina de Luis XIV, señalaba que el capitán del barco, acerca de los caudales que traían los españoles, podría “dar un estado más preciso, sin incluir lo que tenían en sus cofres”.[8]

Por otro lado, habría que considerar si se trataba de sumas de dinero que portaban a título personal o si algunos de ellos, sobre todo los que llevaban las cantidades más elevadas, eran meros testaferros de terceras personas, o simplemente habían sido comisionados en el virreinato del Perú para trasladar ese dinero a España, es decir, si se trataba de dinero “encomendado” para aplicarlo a los fines designados por sus verdaderos dueños. Aunque es imposible discernir tal cuestión, conocemos que entre los pasajeros llegados a Saint-Malo algunos eran portadores de sus propios caudales y de otros que traían de encomiendas. Entre los primeros puede citarse el caso de Fernando Ignacio de Arango, de quien se tuvo cumplida noticia en la corte de la considerable cantidad de dinero con que había arribado a Saint-Malo (Andújar, 2008: 192). Según el duque de Alba, embajador de España en Francia por aquellas fechas, los españoles que habían llegado al citado puerto francés, buena parte de los cuales se habían trasladado a París, eran portadores de su plata y de la “que se le había remitido de encomienda”.[9] En efecto, del mismo caso de Fernando Ignacio de Arango sabemos que tanto en La Paz como en Lima recibió numerosas encomiendas de dinero procedentes de aspirantes a cargos y honores en la corte. El extenso testamento que hizo en Lima unos días antes de partir hacia Francia resulta claramente revelador al respecto: llevaba consigo 29.000 pesos de “encargos”a gestionar en la corte, además de otras encomiendas para los reinos de España que se comprometía a entregar a las personas a quienes iban encomendados.

Sin embargo, acerca de una segunda consideración, la de saber si las cantidades consignadas en Saint-Malo por los viajeros fueron realmente las cantidades que llevaban o tan solo las que declararon, sí que podemos disponer de alguna información adicional que nos permite inferir que estamos ante un cuadro de cuantías mínimas, esto es, de sumas de dinero declaradas que fueron inferiores a las que realmente trajeron desde Perú. Un caso sirve de elemento indiciario para formular la afirmación antecedente. Se trata del comerciante navarro, avecindado en Lima, José Echarri, quien figuró como portador de 14.248 pesos. Esa suma no concuerda con las inversiones que hizo en cargos y honores en Madrid durante los años de 1711 y 1712. Como se muestra en el cuadro 2, el total de lo invertido fue de 45.500 pesos, cantidad que restada de los 14.248 pesos declarados en Saint-Malo daría como resultado cerca de 31.252 pesos, suma que difícilmente pudo obtener a crédito en la corte madrileña, a pesar de que algunos cargos los adquirió “a plazos”, caso del corregimiento de Miraflores de Saña, por el que solo pagó al contado 1.500 pesos, o el de Piura por el que abonó al contado 2.500 pesos, quedando las diferencias de precios pendientes de ser abonadas en las cajas de Lima.[10] No obstante, en todas esas operaciones José Echarri contó con el patrocinio y mediación de su paisano el financiero navarro Juan de Goyeneche, uno de los principales agentes en la negociación de la venta de esos cargos y honores, lo que le permitió reducir el coste de sus inversiones, caso del título nobiliario de marqués de Salinas, comprado por 8.000 pesos, una suma muy por debajo de los 22.000 ducados a que cotizaba por entonces (Felices de la Fuente, 2012: 342). Es más, Echarri hizo buena parte de esas operaciones desde París, pues desde allí mismo, sin pisar España, logró titular como marqués de Salinas, e incluso en enero de 1711 pretendió comprar un puesto valorado en 18.000 pesos, suma muy superior a la declarada en Saint-Malo, a la cual se añadían los 8.000 pesos gastados en el título nobiliario (Andújar, 2008: 83). Ver cuadro 2.

Cuadro 2
Cargos y honores adquiridos por José Echarri en 1710-1712 [11]
FechaCargoImporte al contado (en pesos)
Diciembre 1710Marqués de Salinas 8.000
Marzo 1711Gentilhombre de cámara (honores) 6.000
Marzo 1711Corregidor de Larecaja 2.000 (más 2.000 en Indias)
Agosto 1711Corregidor de Guayaquil 3.500
Noviembre 1711Corregidor de Miraflores de Saña 1.500 (más 2.500 en Indias)
Diciembre 1711Corregidor de Piura 2.500 (más 1.500 en Indias)
Diciembre 1711Corregidor de Quito 4.000
Enero 1712Gobernador y Capitán General del Río de la Plata[12]18.000
Total45.500
AHN, Estado, leg. 595-1; AHN, Estado, leg. 595-2; AHN, Estado, leg. 532; AHN, Estado, leg. 774; AGI, IG, leg. 525-1; Archivo General de Simancas [AGS], Tribunal Mayor de Cuentas [TMC], leg. 1881.

Sobre esa base, de que las cuantías registradas a la llegada del navío La Asunción a Saint-Malo debieron ser en la mayor parte de los casos inferiores a las que realmente portaban, y de que hubo algunos indianos que enviaron ese dinero a título de mera consignación sin viajar personalmente, la nómina de los desembarcados en el puerto francés ofrece un excelente panorama de lo que fueron las inversiones en cargos y honores en aquellos años. Pero, a la vez, de manera indirecta, ofrece también un no menos interesante mapa, dadas las elevadas sumas que registraron algunos de los llegados, de lo que sin duda debieron ser mecanismos de enriquecimiento ilícito en Indias que ahora retornaban a Europa para aplicar las ganancias obtenidas a múltiples fines, ora fueran las compras de cargos para ejercer en América, ora los honores como hemos visto en el caso de Echarri, e incluso la adquisición de empleos en los órganos centrales del gobierno de la monarquía, caso del mismísimo Consejo de Indias que, en teoría, debía velar por el buen gobierno de los territorios americanos.

De “pasajeros” a magistrados y gobernadores

En el navío La Asunción había viajado un variopinto grupo de “españoles” –léase criollos y peninsulares– que procedentes de la capital virreinal de Lima, aunque algunos seguramente llegados al puerto de El Callao desde otras latitudes, debieron hacer el viaje con finalidades muy divergentes a las que destinar los caudales que portaban. Resulta complejo identificarlos a todos ellos pero de algunos podemos reconstruir al menos lo que fue uno de los principales objetivos de aquel viaje desde la Mar del Sur: la compra de cargos y honores. Unos llegaban con grandes sumas de dinero, otros con tesoros más cortos, algunos para destinarlos a sus familiares de España, los eclesiásticos, en su mayoría, para “engrasar” sus pretensiones o las de sus comisionados tanto en Roma como en Madrid, e incluso pudo haber pasajeros que debieron aplicar esos dineros a fines muy diversos.

Ejemplo elocuente de esta última modalidad es el del comerciante limeño, aunque originario de las montañas de Burgos, Juan Molleda Rubín de Celis (Turiso, 2002: 317), quien tras desembarcar en Saint-Malo con más de 60.000 pesos y viajar hasta París llegó hasta la corte madrileña para invertir en 1711 parte de ese caudal, en concreto, 8.000 pesos en el beneficio de los corregimientos de La Plata, Potosí y Lampa.[13] Para esa operación se valió del financiero e intermediario Bartolomé Flon, quien además le proporcionó ese mismo año el corregimiento de Azángaro para un hijo suyo, previo pago de otros 5.000 pesos al contado, más 1.500 que se comprometió a pagar en Indias.[14] Sin embargo, aún le sobraba dinero, y que con toda probabilidad aplicó a adquirir “otros encargos” que traía desde Lima, pero lo cierto es que su estrategia “comercial” fue mucho más amplia pues en el año 1713, cuando pretendía partir en la flota que debía llevar al príncipe de Santo Buono a servir el cargo de virrey del Perú –quien finalmente no saldría hasta noviembre de 1715– Juan de Molleda firmó en el mes de mayo una escritura de declaración, a efectos de riesgos, en la cual juraba que en las tres naos de guerra de la escuadra de Echevers que iban a partir hacia Portobelo tenía embarcados diferentes fardos y cajones de mercaderías.[15] Por tanto, retornaba a Lima aprovechando el viaje para obtener beneficios de lo que hasta entonces era, y seguiría siendo en los próximos años, su principal actividad: el comercio (Andújar, 2021a: 16).

En el navío La Asunción viajaron un nutrido grupo de peninsulares y criollos que, desde su partida de Lima, se habían trazado con nitidez los objetivos que ambicionaban y que no eran otros que invertir una parte –en algunos casos la totalidad– de sus caudales en los cargos y honores que desde el año de 1704 se “beneficiaban” para financiar los gastos de la Guerra de Sucesión, contienda que legitimaba que el monarca pudiera vender incluso la justicia, aunque como mostramos en otro estudio el dinero luego se destinó a la guerra y a la financiación de la casa de la reina (Andújar, 2008). Por tanto, conocían con precisión que su rey, Felipe V, precisaba de recursos para financiar la contienda contra el archiduque Carlos de Austria. Sabían que con plata se podían conseguir cuantas metas se propusieran porque, como había representado el propio Consejo de Indias al rey en diciembre de 1709, en tiempos de tanta necesidad “permite el derecho que hasta los cálices se vendan para socorro y defensa del Estado” (Barrientos Grandon, 2004: 679).

En sus cofres y baúles se hallaba el principal mérito que a la sazón la monarquía valoraba para distribuir la gracia entre sus súbditos, el dinero, especialmente si de lo que se trataba era de gobernar o ejercer la justicia en las lejanas Indias, pero también se podía aspirar a cargos en España que se enajenaban en el mismo mercado. Y, desde luego, se podía soñar con vestir el hábito de una de las órdenes militares o conseguir un pomposo título de marqués. Los sueños se convertían en realidades con dineros, con doblones o pesos, con ducados o reales. De tal guisa que para que esos caudales transformaran las “pretensiones” en realidades tan solo era preciso conocer los entresijos de la mediación, los canales para llegar a los todopoderosos Amelot, Grimaldo y Orry, a la ambiciosa princesa de los Ursinos, o a los financieros que se habían hecho con el control de aquellos espacios de mediación que conducían en derechura hacia el decreto regio que encumbraba a un individuo hacia el olimpo de la nobleza titulada, lo sentaba en un Consejo, en un tribunal de justicia, o le otorgaba el enorme poder político y judicial de que gozaba un gobernador en Indias.

Y, en efecto, apenas transcurridos unos meses desde la llegada del navío La Asunción a Saint-Malo, muchos de ellos se dieron a conocer, bien personalmente o bien a través de intermediarios, en los aledaños de donde se fraguaba una inmensa operación venal iniciada en el año de 1704. Sus “inversiones” son las que figuran en el cuadro 3.

Cuadro 3
Cargos adquiridos en 1711 por los pasajeros de La Asunción [16]
NombreCargos adquiridosImporte (en pesos)
Juan Molleda Rubín de CelísCorregidor de la Plata, Potosí, Azángaro y Lampa13.000
Manuel [Isidoro] MironesOidor de Panamá6.000 (de ellos 4.000 al contado)
Diego de Zúñiga [Tovar]Consejero de Indias20.000
Fernando Ignacio de Arango Queipo [de Llano]Consejero de Indias28.000
Álvaro Cavero [de Francia y Céspedes]Oidor de Lima 12.000
José [Cayetano] Hurtado DávilaGobernador de Santa Cruz de la Sierra 4.500
Pedro Gómez AndradeOidor de Panamá 4.000
Francisco [Rodríguez] RivasCapitán General de Guatemala18.000
José de MunibeConsejero de Indias20.000
José EcharriCorregidor de Larecaja, Guayaquil, Piura, Quito, Miraflores de Saña, y Capitán General de Buenos Aires39.500
AHN, Estado, leg. 595-1; AHN, Estado, leg. 595-2; AHN, Estado, leg. 532; AGI, IG, leg. 525-1.

Los datos son más que reveladores de la correlación entre caudales que portaban cada uno de los pasajeros y las inversiones realizadas. Los tres más acaudalados, Fernando Ignacio de Arango Queipo de Llano (183.916 pesos), José Munibe (116.533 pesos) y Diego de Zúñiga Tovar (73.300 pesos), se lanzaron hacia uno de los bienes más preciados: sentar plaza en el Consejo de Indias. El análisis de cada uno de ellos ocuparía más extensión que esta aportación, pero de forma somera se pueden apuntar unas sucintas anotaciones. La primera dice mucho acerca de este particular mecanismo de provisión de plazas de justicia del Consejo de Indias, pues que sepamos de esos tres consejeros el único que tenía experiencia en tribunales de justicia era Diego de Zúñiga Tovar, en concreto desde enero de 1692, en que juró el cargo de oidor de la audiencia de Chile, hasta junio de 1704, fecha en que pasó a ser corregidor de Concepción (Barrientos Grandon, 2000: 1638). Tampoco impidió su nombramiento, que fue realizado mediante el correspondiente decreto ejecutivo del rey a la cámara, el hecho de que no hubiese dado aún la residencia del tiempo en que había servido de oidor de Chile, pues esa carencia había formado parte del pacto para la compra del empleo.[17] Ninguna trayectoria judicial podía acreditar Fernando Ignacio de Arango ni José Munibe, pero sí exhibir sus preciosos caudales que tanto atraían a quienes se ocupaban de financiar la contienda dinástica y a la reina María Luisa Gabriela de Saboya.

Como detallamos en otro trabajo, el caso más complejo y a la vez ilustrativo de cómo se desarrollaron estas negociaciones de los pasajeros de La Asunción lo encontramos en el eclesiástico Fernando Ignacio de Arango Queipo de Llano. Ocultando en el título el origen de esa gracia regia de consejero de Indias, pagó por ella mucho más que sus dos compañeros de viaje. Aunque, en teoría, abonó por la plaza de consejero de Indias 180.000 reales, lo cierto es que con anterioridad había hecho un primer “servicio” al rey al enviarle desde París 240.000 reales más, a cambio de esa plaza de consejero y de un Título de Castilla “sin que conste en la patente [de consejero] el servicio pecuniario”.[18] Sin embargo, si bien esa pretensión de un marquesado o condado quedó en nada, por el contrario, al abandonar el Consejo de Indias en 1715 “promocionó” –en la carrera eclesiástica– al pasar a ocupar en el mes de junio de ese año el puesto de abad del monasterio de San Isidoro de León. En septiembre de 1720 Fernando Ignacio de Arango, el exconsejero de Indias, fue nombrado obispo de Tuy,[19] puesto en el que permanecería hasta su muerte en marzo de 1745.

El tercer consejero, por la gracia del dinero, José de Munibe, había nacido en Quito en abril de 1680 en el seno de una familia vinculada a la magistratura indiana –su padre Lope Antonio de Munibe había sido presidente de la audiencia de La Plata y su abuelo materno oidor de Charcas– y estrechamente relacionada con asuntos de enriquecimiento ilícito. Este acaudalado indiano no solo compró por 300.000 reales la plaza de consejero de Indias en 1711 sino que, además, en ese mismo año ofreció, mediante un nuevo desembolso de 240.000 reales, adquirir una plaza de regente de la audiencia de Lima, incluyendo en la misma la precedencia sobre los demás oidores y un sueldo superior al de estos.[20] Instalado en el consejo de Indias como juez togado, pudo desde esa instancia frenar y tapar las numerosas acusaciones de corrupción que llegaron contra su hermano Andrés de Munibe entre los años de 1710 y 1716 en que fungió como asesor del virrey Diego Ladrón de Guevara.

Amén de esas plazas de consejeros togados del Consejo de Indias, otros viajeros del navío La Asunción, con menos caudales y con metas de menor enjundia, optaron por adquirir plazas en las audiencias americanas, dos de ellos en la siempre apetecida de Panamá –por los negocios ilícitos que desde allí se podían hacer– por un módico precio de 4.000 pesos, y un tercero en la de Lima, por la cual pagó 16.000 pesos –de ellos 12.000 al contado–, diferencia de precio entre audiencias que radicaba en el mayor rango y salario de esta última, además de ser una audiencia de término, de manera que no exigía una carrera previa por audiencias menores como la que tuvo el viajero Manuel Isidoro Mirones, quien tras beneficiar la plaza de oidor de Panamá promocionó luego a la de Charcas para acabar su trayectoria en la de la capital virreinal de Lima (Barrientos Grandon, 2000: 951-952).

Precisamente la inversión que hizo el criollo Álvaro Cavero en la plaza de oidor de Lima es una de las más ilustrativas del peso que adquirió el dinero en estos años para conseguir toda suerte de cargos. Ingresó 180.000 reales en la Tesorería Mayor de Guerra en junio de 1711[21] por esa plaza, incluyendo la dispensa para casar con natural de aquellos reinos, y de nada valió que el presidente del Consejo de Indias, el conde de Frigiliana, se opusiera a esa operación porque en la audiencia de Lima “apenas había quedado europeo alguno” y, por tanto, podía traer “sumos perjuicios que aquellos ministros sean naturales”.[22]

La tercera plaza de justicia tiene mayor interés aún por cuanto es reveladora de que entre los pasajeros que viajaron hasta Saint-Malo con tan cuantiosos caudales se escondían muchos más intereses y, sobre todo, muchas más operaciones venales. Los burócratas franceses anotaron la presencia de dos hombres denominados “Pedro Gómez Balboisna” y “Pedro Gómez”. En realidad se trataba del comerciante limeño Pedro Gómez de Valbuena (Turiso, 2002: 322) y de su hijo, Pedro Gómez de Andrade, este último también natural de Lima. Entre ambos declararon llevar casi 44.000 pesos ¿Si la plaza de oidor de Panamá le costó a Gómez de Andrade 4.000 pesos en que se invirtió el resto de esa suma? La totalidad no es posible conocerla pero sí sabemos que doña Águeda de Andrade, que no era otra que la esposa de Pedro Gómez de Valbuena, adquirió en ese mismo año de 1711 los corregimientos de Cañete, Condesuyos, Castrovirreina y Cercado de Lima, por un importe total de 7.100 pesos –más 3.500 a pagar en las cajas de Lima–, todos ellos para dotar a quien casare con sus hijas y, por lo tanto, adquiridos con facultad de “nombrar persona” que los sirviese.[23]

El caso de Gómez Valbuena representa una muestra más, entre centenares, del control de los comerciantes del virreinato peruano, con especial protagonismo de los limeños, en los puestos de justicia y gobierno merced a las posibilidades que brindaba la venalidad de los cargos. Es a la vez modelo de cómo se gobernaba el imperio durante aquellos años en los que primó por encima de cualquier otro criterio la percepción del dinero procedente de esas operaciones venales, años en los que poco importaba quien gobernase un territorio, años en los que las transferencias privadas de cargos, merced a esas facultades de “nombrar persona” estuvieron a la orden del día (Andújar, 2021b). La participación directa de los comerciantes en la compra de esos puestos para su propio desempeño, el de sus familiares o el de sus clientelas, muestra hasta qué punto la monarquía había perdido por completo el control sobre el gobierno de su vasto imperio americano y, lo que era más importante aún, que preocupaba poco que sus agentes de gobierno se hicieran con esos cargos para obtener el mayor lucro posible de los mismos. Poco importaba que luego las poblaciones indígenas sufrieran abusos y exacciones a través de los repartos forzosos de mercancías que fueron una de las principales fuentes de beneficios de corregidores, gobernadores y alcaldes mayores (Moreno Cebrián, 1977).

Nótese sobre la vinculación entre comerciantes y cargos de gobierno político que de los cuatro viajeros del navío La Asunción que adquirieron gobiernos, dos de ellos, Molleda Rubín de Celís y José de Echarri, eran sendos comerciantes afincados en la ciudad de Lima. Y al mismo gremio pertenecía Pedro Gómez de Valbuena, comprador, a nombre de su mujer, Águeda de Andrade, de cuatro corregimientos y de una plaza de oidor.

Por otro lado, entre los viajeros del mencionado navío se encuentran otros de menor rango, portadores de cantidades de dinero más reducidas pero que igualmente habían emprendido el camino de cruzar el Atlántico en pos de hacerse con alguno de los cargos de gobierno político que se concedían por dinero en la corte. Desconocedores de lo que podía costar la “futura”–procedimiento habitual por el que se beneficiaban los cargos para cuando cesaran los que los habían adquirido con anterioridad por un quinquenio de ejercicio– e igualmente desconocedores de lo que podía costar la merced y las pruebas para vestir un hábito de las órdenes militares, algunos viajaron hasta Saint-Malo con recursos insuficientes para afrontar los gastos del viaje desde Francia, mantenerse luego en la corte de Madrid, pagar las sumas demandadas por cada “beneficio” –de cargo u honor– y los costes del viaje de regreso hasta tierras americanas. Es el caso de Cayetano Hurtado Dávila quienviajó con 7.200 pesos, de los cuales tuvo que pagar el indulto en Francia del 4%, pero que no fueron suficientes para conseguir sus dos pretensiones, el gobierno de Santa Cruz de la Sierra y el hábito de caballero de Santiago, por lo que se tuvo que endeudar en Madrid antes de regresar al puerto de Buenos Aires. Su caso resulta paradigmático, por un lado, de las relaciones de sociabilidad labradas durante el largo viaje desde Lima hasta Saint-Malo y, por otro, de cómo esos viajeros que habían llegado con grandes sumas trataban de ocultar sus caudales, máxime si ya lucían como ilustres consejeros en la corte. El 9 octubre de 1711 Jacome Francisco Andriani, enviado en Madrid de los cantones suizos católicos, y dedicado al mismo tiempo a los negocios y a las tareas de mediación, firmó una escritura de declaración por la cual reconocía que la escritura de obligación firmada el día 30 del mes anterior por la que prestaba 4.600 pesos a José Cayetano Hurtado Dávila “para los gastos de su avío y viaje” de regreso pertenecían a Fernando Ignacio de Arango, consejero de Indias “por ser suyo el préstamo”.[24]

Pero no fueron aquellas las únicas inversiones de los pasajeros del navío francés La Asunción. También los honores entraron en ese mismo mercado, aunque en el caso de las mercedes de hábito de las órdenes militares, dada su componente religiosa y que se podía incurrir en el delito de simonía (Giménez Carrillo, 2022), tuvieron más compleja adquisición. De la citada nómina de pasajeros, tras conseguir por distintas vías las mercedes de hábito, lograron vestirse como caballeros de Santiago José Cayetano Hurtado Dávila (1711) y Francisco Rodríguez Rivas (1712), y como caballeros de la orden de Calatrava José de Munibe (1711) y Juan Molleda Rubín de Celis (1712).[25] Más arriba citamos el caso del más ambicioso aún José de Echarri, quien compró el título nobiliario de marqués de Salinas y un título honorario de gentilhombre de cámara del rey.

Para hacerse con esos honores de caballeros la principal dificultad estribaba en conseguir la merced de hábito, documento que habilitaba para iniciar el proceso de pruebas por parte de los informantes designados por el Consejo de Órdenes. Para controlar con seguridad todo el proceso y que unos posibles orígenes oscuros pudieran manchar la obtención de tan preciada distinción social solo se precisaba dinero y un buen capital relacional. Como ejemplo puede citarse el caso de José de Munibe, quien comisionó al eclesiástico Luis Antonio de Torres, cura de un pueblo del obispado de Quito para que presentara ante el Consejo la merced que se le había concedido para el hijo que eligiere su padre, Lope Antonio de Munibe, presidente que había sido de la audiencia de Quito. Sus pruebas constituyen un modelo explicativo acerca de cómo se tramitaban estos honores y cómo se podía controlar que la pretensión llegara a buen puerto. Previo pago de una escasa cantidad de dinero, por entonces se conseguía que las pruebas de nobleza que se debían hacer en Indias se hicieran en la corte, con testigos bien aleccionados sobre lo que debían declarar (Andújar, 2018b). Y, en efecto, entre los ocho testigos que depusieron en las pruebas de José Munibe encontramos a varios compañeros de aquel viaje desde Lima que tocó puerto en Saint-Malo: el fraile agustino Juan Ruiz de Alvarado, los futuros oidores Cavero y Mirones que se hallaban adquiriendo sus plazas y como principal actor el referido cura Luis Antonio de Torres que no testificó pero que fue el encargado de tramitar todo lo relativo a las pruebas de Munibe. Además, en esa bien organizada red de testigos depusieron otros dos individuos que se hallaban en la corte tratando de adquirir oidorías, su paisano Juan Bautista Orellana, que en ese mismo año de 1711 trató de beneficiar una plaza de oidor de Quito, que finalmente no consiguió,[26] e Ignacio Gallegos, que si logró comprar otra de la audiencia de Chile.[27]

Los vínculos y relaciones forjadas, seguramente en Lima, y sobre todo en el largo viaje, sirvieron para constituir redes de favores en las declaraciones sobre las calidades de los candidatos a cubrirse con el manto de las órdenes militares castellanas que tanto ambicionaban, sobre todo los comerciantes, siempre ávidos de honores y de los gobiernos políticos que se podían conseguir por dinero en Madrid. Así el comerciante Juan Molleda Rubín de Celís, que regresó a Perú investido como caballero de Calatrava, consiguió que ante los informantes del Consejo de Órdenes que investigaban sus orígenes comparecieran tres compañeros de aquel viaje, el también comerciante Juan Antonio de Echarri, Miguel de Chavarría y Álvaro Cavero, así como otros mercaderes que se hallaban en Madrid con la misma finalidad de adquirir corregimientos.[28] Y lo mismo sucedió con las pruebas de José Cayetano Hurtado Dávila pues testificaron avalando sus limpios orígenes y nobleza cuatro compañeros del viaje desde el Callao a Saint-Malo, Fernando Ignacio de Arango, José de Munibe, Álvaro Cavero y el presbítero Luis Antonio de Torres.[29]

El origen de los capitales

Parece claro que los rendimientos mercantiles, los negocios en Lima, pudieron producir rentas suficientes como para embarcarse hacia España en busca de esos cargos que se vendían en el mercado de la corte de Madrid. Sin embargo, si se observan los caudales que portaban todos los pasajeros del navío La Asunción, se aprecia que las inversiones más cuantiosas no las hicieron los comerciantes sino otros individuos que, en principio, eran ajenos al mundo del comercio. Analizar el origen de los capitales de cada uno de esos pasajeros convertidos en consejeros de Indias, oidores y corregidores, precisaría de investigaciones monográficas sobre cada uno de ellos y, sobre todo, cruzar múltiples fuentes documentales, tanto en fondos americanos como españoles. De todos modos, a poco que se indague se pueden encontrar inequívocos datos acerca de unos capitales amasados a través de abusos, de la corrupción o, si se prefiere, de procedimientos claramente ilícitos.

Así lo revelan ciertos elementos indiciarios sobre algunos de aquellos “acaudalados” pasajeros. Es el caso de Diego Zúñiga Tovar, quien fuera oidor de Chile antes de pasar en el navío La Asunción a Europa. El principal estudioso del periodo en que ejerció Zúñiga en Chile, Fernando Silva Vargas, ha apuntado una hipótesis sobre el posible origen de la riqueza del oidor. En concreto, ha explicado cómo Diego de Zúñiga viajó a Chile con un criado o pariente que vivía en su casa, Francisco Muñoz, “que trata y contrata públicamente”, haciendo viajes a Lima, Potosí y provincias del Río de la Plata y Tucumán con cordobanes y géneros de la tierra y de Castilla. A ese criado se le sumó otro, Gregorio de Badiola, que también había llegado a Chile junto al oidor, quien puso tienda en Santiago de Chile cerca del convento de Santo Domingo. Basándose en ambos indicios, Silva Vargas considera que en esas “actividades debe encontrarse la fuente de los caudales de que Zúñiga y Tovar pudo disponer para continuar su carrera venal” (Silva Vargas, 2010: 88).[30]

Por su parte, otro de los ricos pasajeros que llegaron en el navío La Asunción a Saint-Malo, Fernando Ignacio de Arango Queipo de Llano, que hasta ahora había sido estudiado como obispo de Tuy y por el patronazgo artístico desarrollado en su villa natal de Pravia (Kawamura, 2004: 307), nada se dice en la publicística peninsular acerca del origen de la enorme riqueza que trajo de América. Se trata de una pregunta que ni siquiera está presente en cuantas aproximaciones se han hecho a su trayectoria, que tampoco suelen interrogarse acerca del mérito que le llevó hasta el Consejo de Indias. Y respecto a su riqueza, manifestada en la fundación de la Colegiata de Pravia y en la dotación de costosas joyas, todo se suele resolver con frases tan estereotipadas como las de que regresó desde América a España “con una gran fortuna”.

Sus biografías lo sitúan siempre como un joven graduado de bachiller y licenciado por la Universidad de Oviedo que tomó estado clerical y pasó a las Indias, para llevar las bulas y despachos de su tío Juan Queipo de Llano, obispo de La Paz y electo arzobispo de Charcas. Nada se suele indicar que fue allí en Charcas donde el patrocinio de su tío lo elevó a racionero de la catedral de La Plata, ni tampoco se suele anotar que en la jurisdicción de ese arzobispado estaba Potosí, y que ese patrocinio del arzobispo hacia su sobrino se tradujo luego en su nombramiento como cura rector de la catedral, canónigo doctoral, provisor, visitador general del arzobispado y vicario general, así como Catedrático de Prima de Sagrados Cánones de la Real Universidad de San Francisco Javier.

Fernando Ignacio de Arango partió hacia Indias en el otoño de 1695[31] y en 1710 arribó de regreso a Saint-Malo. Por tanto, habían transcurrido menos de quince años y había amasado una enorme fortuna personal, que no solo estaba formada por el caudal que trajo en el navío francés, sino que habría que sumar a ella las propiedades que dejó en el arzobispado de Charcas. Se podría pensar que ese capital procedía de la herencia dejada por su tío tras su muerte en julio de 1708, pero según el testamento de este último los bienes legados a su sobrino fueron tan solo 10.000 pesos. Una investigación reciente nos ha permitido desentrañar el origen de la inmensa fortuna que atesoró durante los tres quinquenios en que residió en América (Andújar, 2023). Las fuentes notariales conservadas en el Archivo y Biblioteca Nacional de Bolivia aportan una imagen muy clara de las actividades que granjearon a este personaje su poderosa fortuna. A través de ellas hemos podido constatar que de forma muy rápida supo integrarse en negocios que le iban a proporcionar buenos rendimientos económicos. Negocios que, como es obvio, distaban mucho de su labor como eclesiástico: ejerció como prestamista, se dedicó al comercio y traficó con plata, aunque no sabemos si esta última era quintada o sin quintar. Bartolomé Arzáns, en su magna obra Historia de la villa imperial de Potosí escribió el siguiente texto sobre lo actuado por Fernando Ignacio de Arango en el año de 1709 en el arzobispado de Charcas:

“En este mes de enero el doctor don Fernando de Arango y Queipo, sobrino del señor arzobispo de La Plata, difunto, previniendo su viaje para España, quintó en las reales cajas de esta Villa más de 40.000 pesos en oro, que conmás de medio millón de plata irá tan poderoso como alegre. Prospere Dios su viaje para que los pronósticos de algunos malos afectos no salgan ciertos, aunque a la verdad sangre, sudor y lágrimas de pobres es la mayor parte de lo que lleva” (Arzans de Orsúa, 1965; II, 466).[32]

Conclusiones

Las breves referencias de los dos casos expuestos sobre las formas de enriquecimiento ilícito en América suscitan el problema de la relación entre venalidad y corrupción, dos dinámicas claramente segmentadas por la historiografía en los últimos años –a pesar de que hay todavía quienes siguen inmersos en la confusión– pero que aun siendo procesos radicalmente distintos suelen converger en dos aspectos. Por un lado, cuando se trata de grandes sumas que se invierten en la compra de cargos, se plantea el problema del origen del capital, aunque, como hemos visto, ese capital podía proceder tanto de actividades mercantiles –lícitas– como de prácticas políticas y económicas corruptas –ilícitas– que en la totalidad de los casos producían daños a terceros, ora fuesen estos los vasallos del rey, ora fuese la damnificadala hacienda regia. Por otro lado, una derivada de la venalidad, que la vincula con la corrupción, se producía cuando quienes adquirían los cargos trataban de amortizar y obtener beneficios de sus inversiones en los mismos mediante abusos y exacciones que le permitieran conseguir pingües rendimientos económicos.

El barco que llegó al puerto de Saint-Malo en el mes de julio de 1710 no fue el único que, valiéndose de la vía de Francia, que por entonces comunicaba con mayor frecuencia Europa con América que los galeones del rey de España y que soportaba una fiscalidad menor que la vía gaditano-sevillana, amén de gozar de unas mayores posibilidades de portar plata y caudales “sin registrar”, llevó a bordo pasajeros de heterogéneos orígenes que habían emprendido la larga travesía de “pretender en la corte de Madrid”. Pero a diferencia de los miles de pretendientes que pululaban por ese centro del poder político de donde manaba toda suerte de gracias y mercedes, y que había obligado en varias ocasiones a promulgar disposiciones de alejamiento de la Corte, los “indianos” venían pertrechados del poderoso aval de sus caudales, de unos dineros que podían vencer toda clase de voluntades. Eran tiempos aquellos, los de la Guerra de Sucesión, en los que se prolongaban prácticas políticas heredadas del reinado de Carlos II. En los primeros años de la centuria borbónica nada se innovaba en cuanto a la puesta en almoneda de numerosos cargos de España e Indias, aunque con absoluto predominio de estos últimos mediante la extensión del mecanismo de “futuras” que permitía beneficiar un mismo corregimiento, alcaldía mayor o capitanía general varias veces en un mismo año, y que creaba una lista de espera que en algunos casos llegó a ser hasta de quince años desde el momento de la compra del puesto.

Entre quienes se aventuraban a emprender el largo viaje, en este caso desde El Callao a Saint-Malo, se pueden distinguir cuatro tipologías de “viajeros pretendientes”, entendiendo por este último término no solo el sentido que tenía en la época del que “solicita o procura” sino también el que tenía objetivos definidos antes de su partida de la Mar del Sur: los eclesiásticos, que bien encaminándose a Roma o bien a Madrid, tenían las mismas miras en su ámbito que quienes pretendían cargos de justicia o de gobierno para servir en Indias; quienes habían preferido desplazarse personalmente hasta la corte en lugar de recurrir al tradicional método de encargar a agentes de negocios y financieros expertos en negociar con el Consejo de Indias sus pretensiones de magistraturas, gobiernos y honores; quienes tenían como finalidad adquirir cargos que les situaran en el centro de decisión política y judicial de los asuntos de Indias, el Consejo; y, por último, quienes pretendían “repatriar” los capitales atesorados en Indias, aunque no fuese ese su único objetivo, como sucedió en el caso de los tres pasajeros que adquirieron sendas plazas togadas en el Consejo de Indias. De todos modos, el caso estudiado de los viajeros del navío La Asunción pone de relieve que, a menudo, viajar personalmente a Europa en lugar de acudir a los agentes de negocios que desarrollaban las tareas de mediación y que podían conseguir las mismas pretensiones de quienes residían en América, se hacía con frecuencia porque los objetivos de la travesía del Atlántico excedían a menudo a la simple compra de los cargos y honores que con inusitada profusión se distribuían por entonces en la corte de Felipe V.

Es evidente que un análisis más fino nos llevaría a diferenciar entre quienes portaban grandes sumas de dinero y quienes llegaron a Saint-Malo con unos pocos miles de pesos. Incluso, más allá de los que su meta fue la de conseguir cargos y honores en la corte, es posible observar la presencia de algún destacado comerciante de la capital virreinal. Es el caso de Baltasar de Ayesta, quien arribó al puerto francés con más de 60.000 pesos, probablemente para invertirlos en mercancías, pues un par de años antes fungía como miembro del Consulado de Lima (Moreyra Paz-Soldan, I, 1956: 47) y unos años después sería uno de los más activos mercaderes dedicados al tráfico ilícito de mercaderías de China por la Mar del Sur (Bonialian, 2012: 129). Por otro lado, con perspectivas muy distintas viajó el fraile mercedario Valeriano del Corral, con una buena cantidad de pesos, el cual ha sido descrito como uno de los agentes que traían caudales de Indias para asuntos religiosos y que fue objeto de una confiscación de papeles, dinero y alhajas en Madrid en el año 1711 (Núria Sala, 2004: 132). En realidad, este jesuita había sido designado Procurador General de su orden y había viajado hasta la corte para seguir una demanda interpuesta ante el Consejo de Indias para que se observase la prohibición de que los Vicarios Generales pudiesen pasar a Indias.[33]

A juzgar por las elevadas cantidades que portaban algunos de los viajeros del navío La Asunción parece obvio intuir que muchos de ellos para emprender la larga travesía del Atlántico tuvieron objetivos adicionales a los de adquirir cargos y honores, del mismo modo que, como afirmamos más arriba, las cantidades de dinero que llevaron cada uno de ellos debieron ser superiores a las declaradas en Saint-Malo. Igualmente, pocas dudas tenemos acerca de la función de “agentes de transporte de caudales” que pudieron desempeñar algunos de aquellos “viajeros”. El mencionado caso del eclesiástico Valeriano del Corral ilustra a la perfección sobre estas cuestiones.Tanto desde París por parte del embajador, el duque de Alba, como desde Madrid se trataron de hacer averiguaciones sobre la cantidad de dinero con la que había viajado desde Lima junto con su compañero Miguel Altamirano, el cual a pesar de que también desembarcó en Saint-Malo no figuró entre el registro de viajeros que llevaban caudales y debían pagar el indulto. El conde de Gramedo, que servía en 1711 como Gobernador del Consejo de Castilla y que fue comisionado para entender en el turbio asunto de Valeriano del Corral, investigó para conocer la cantidad de dinero que realmente trajo y nadie mejor para saberlo que el compañero de viaje y ya consejero de Indias José Munibe. En una carta fechada en 29 de mayo de 1711 y dirigida a José Grimaldo, Secretario del Despacho de Guerra y Hacienda, le informaba de que habiendo conversado con Munibe este le confirmó que los dos religiosos “han traído los trece mil pesos para la Inquisición, doce mil y quinientos para la hija del Marqués de Castelldosrius y algunas otras encomiendas y que para sus pleitos lo más que han traído son hasta veinte y dos mil pesos”.[34] La suma de 47.500 pesos contrasta claramente con los 34.025 que declaró Valeriano del Corral a su llegada a Saint-Malo. Pero, es más, en esa misma misiva consta que por otras informaciones la plata que traían los dos religiosos había importado más de 60.000 pesos, e incluso por informaciones de otros pasajeros se sabía que “traían gran porción de oro escondida y guardada, pues siempre que hubo ocasión de enemigo en el mar bajaban a la bodega cargados de oro, del cual no pagaron el quinto a Su Majestad, y hay quien diga que ni de la plata, porque el capitán del navío se la pasó por alto”.[35]

Más allá de la compra de cargos de justicia y gobierno, de la búsqueda del ascenso social mediante la obtención de honores, el caso del barco que arribó al puerto de Saint-Malo resulta más que ilustrativo sobre las múltiples formas que se utilizaron para transferir capitales desde Indias hasta Europa, en este caso por la vía de Francia. Se trata, sin duda, de una temática poco transitada en la historiografía, salvo contadas excepciones (Vila Vilar, 2001) y que requeriría de investigaciones monográficas, pues su estudio no solo está vinculado al del fraude sino también al de la corrupción, ya que el origen de esos retornos de capitales, o si se prefiere, de las remesas de particulares, no siempre estuvo en la actividad mercantil desarrollada en Indias sino en prácticas ilícitas cometidas tanto en el ejercicio de los cargos públicos como en las tareas “pastorales” por parte de los eclesiásticos.

Pero, con todo, la reflexión más relevante de esta aportación estriba en el problema del origen de la formación de grandes fortunas en Indias que luego se aplicaban a la inversión en cargos y honores, como hemos visto en este caso, o bien a otros fines más diversos, tales como las fundaciones en España de mayorazgos y otras formas de vínculos, conventos, obras pías, y, desde luego, para aplicarlas al patrimonio familiar mediante múltiples inversiones en propiedades de toda suerte. Indagar sobre las formas de acumulación de esas fortunas obliga, de manera indefectible, a investigar desde las fuentes conservadas en los archivos de las dos orillas del Atlántico. Lo contrario significaría una perspectiva parcial de la historia, a la que estamos abocados cuando pretendemos hacer las lecturas e interpretaciones desde las fuentes más cercanas a nosotros. Y, desde luego, lo contrario lastraría cualquier investigación que pretendiera tener como meta ir más allá de la figura del “indiano que se enriqueció en las Américas”, sin preguntarse acerca de cuáles fueron los mecanismos que le condujeron hasta las riquezas atesoradas y “retornadas”. Como hemos mostrado, esos mecanismos circularon a menudo por senderos cercanos a actividades ilícitas, una línea de investigación en la que será necesario seguir profundizando en el futuro.

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Notas

[1] Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto PID2020-114799GB-I00, financiado por el

Ministerio de Ciencia e Innovación de España / Agencia Estatal de Investigación/

10.13039/50110001103.

[2] Por ejemplo, Francisco Rivas era Francisco Rodríguez Rivas, o el eclesiástico Luis de Torres, que se apresuró a presentar ante el Consejo de Órdenes las genealogías de José de Munibe antes de que este se desplazara desde París a la corte de Madrid, era Luis Antonio de Torres, cura del pueblo de Amaguaña en el obispado de Quito. Archivo Histórico Nacional [AHN], Órdenes Militares [OM], Calatrava, exp. 1746.
[3] Archives Nationales de París [ANP], G/7/190, fol. 162.
[4] En el original, figura como Ruiz de Albano, sin duda error de anotación del escribano de turno pues se trataba del fraile agustino Juan Ruiz de Alvarado quien luego testificó en las pruebas para caballero de la orden de Calatrava de José Munibe. AHN, OM, Calatrava, exp. 1746.
[5] Diario de noticias sobresalientes en esta Corte de Lima, desde principios de noviembre hasta mediado diciembre de este año 1709. Lima, 1709, p. 6.
[6] Juan Bautista Echeverría Zuloaga recibió el título de oidor de Lima en julio de 1708 merced a un servicio pecuniario de 180.000 reales al contado, esto es, 12.000 pesos, más otros 4.000 que se obligaba a entregar en Lima. Ese precio incluía no solo el puesto de oidor sino también la dispensa de ser natural de Lima y de casarse con una mujer del distrito de esa audiencia, además de la condición de que la plaza nunca pudiese ser suprimida. Archivo General de Indias [AGI], Indiferente General [IG], legajo. 525, libro 1.
[7] Archivo Histórico de Protocolos de Madrid [AHPM], Protocolo 12214, fol. 671, Madrid, 28 de marzo de 1711.
[8] ANP, G/7/190, fol. 140. Estado de las piastras que el navío La Asunción ha traído de la Mar del Sur, 14 de octubre de 1710.
[9] ANP, G/7/190, fol. 161. Carta del duque de Alba a Nicolás Desmaretz, París, 5 de noviembre de 1710.
[10] La inversión en cargos de José Echarri formaba parte del negocio del tráfico privado de puestos de gobierno político que se desarrolló durante esos años, pues una adquisición múltiple como la que hizo no tenía otra finalidad que su reventa en el mercado americano. Véase al respecto Andújar Castillo, 2021b.
[11] Según Ángel Sanz Tapia no ejerció ninguno de esos cargos al fallecer en un naufragio al regresar a América. Cif. en Sanz Tapia, 2016: 102.
[12] Puesto que le fue permutado en 1715 por el corregimiento de Cuzco. AGI, IG, leg. 525-1.
[13] AGI, IG,leg. 525-1.
[14] AHN, Estado, leg. 532 y leg. 595-1. Experiencia en esas operaciones de compraventa de cargos políticos no le faltaba a Juan de Molleda, pues en 1702 ya había accedido al corregimiento de Trujillo gracias a su suegro, el también comerciante, Manuel Francisco Clerque, quien lo había adquirido con anterioridad para destinarlo al hijo o yerno que eligiere. AHN, Estado, leg. 532.
[15] Archivo Histórico Provincial de Cádiz, Protocolo 2396, 8 de mayo de 1713, fol. 297 r.
[16] Las equivalencias de pesos a reales se han hecho de acuerdo con el valor del peso en 1711, que era de 15 reales de vellón, no de 10 reales de vellón como se ha contabilizado con cierta frecuencia en la historiografía.
[17] AHN, Estado, leg. 6380.
[18] AHN, Estado, leg. 595-2.
[19] Gaceta de Madrid del 24 de septiembre de 1720.
[20] AHN, Estado, leg. 532.
[21] AGS, TMC, leg. 1881.
[22] AHN, Estado, Leg. 595-2.
[23] AHN, Estado, leg. 532.
[24] AHPM, Protocolo 12214, fols 831 r a 382 v.
[25] Por orden de enunciado, sus respectivos expedientes se conservan en AHN, OM, Santiago, exp. 3984; Expedientillo, 6681; Calatrava, exp. 1746; y Calatrava, exp. 1669.
[26] AHN, Estado, Leg. 595-1.
[27] Ignacio Gallegos pagó 2.500 doblones por ese puesto de oidor de Chile, de los cuales abonó al contado 2.000. AGS, TMC, leg. 1871.
[28] AHN, OM, Calatrava, exp. 1669.
[29] AHN, OM, Santiago, exp. 3984.
[30] Diego Zúñiga Tovar Carrera, tras haber sido nombrado oidor de la chancillería de Granada en 1708 –puesto que no llegó a ejercer– regresó a España con la fortuna suficiente como para adquirir una plaza supernumeraria –por estar entonces ocupadas las demás plazas– de consejero de Indias, si bien sus aspiraciones eran mucho mayores, pues lo que realmente pretendió fue aspirar a sentar plaza en un tribunal de superior categoría como era el Consejo de Castilla. AHN, Estado, leg. 532.
[31] AGI, Contratación, leg. 5455, N. 3, R. 149.
[32] Los editores de la obra de Arzans, acudiendo a la documentación original, pudieron constatar que lo recaudado por Arango fue en total 34.858 pesos.
[33] Una extensa documentación sobre un turbio asunto de conflicto entre el General de la orden de los mercedarios y la provincia de Lima, representada por Valeriano del Corral, en el que intervino hasta el confesor regio, el padre Daubenton, se conserva en AHN, Estado, leg. 2328.
[34] AHN, Estado, leg. 2328. Carta del conde de Gramedo a José Grimaldo, Madrid, 29 de mayo de 1711.
[35] AHN, Estado, leg. 2328. Carta del conde de Gramedo a José Grimaldo, Madrid, 29 de mayo de 1711.
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