Sección Especial - 25 años
En busca de equilibrios en la práctica del historiador: el caso de la minoría morisca
In Search of Balance in the Historian’s Practice: the Case of the Moorish Minority
En busca de equilibrios en la práctica del historiador: el caso de la minoría morisca
Prohistoria, núm. 38, 1-16, 2022
Prohistoria Ediciones
Recepción: 10 Agosto 2022
Aprobación: 20 Octubre 2022
Resumen: Con frecuencia, muchas veces seducidos por ciertas tendencias o “modas” historiográficas, los historiadores seleccionan documentos que pueden obrar como sustento de sus planteamientos, relegando aquellos que los cuestionarían y descuidando incluso el contexto en el cual los hechos estudiados se produjeron. A través del caso de la minoría morisca, el autor reflexiona sobre la pertinencia o, por el contrario, los abusos de la utilización de conceptos clave como tolerancia, convivencia, asimilación, integración, genocidio, etnocidio. Al mismo tiempo, analiza cuáles serían las fuentes apropiadas para aproximarse a las complejas relaciones entre moriscos y cristianos viejos.
Palabras clave: Moriscos, Asimilación, Etnocidio, Tolerancia.
Abstract: Often seduced by certain historiographical trends or “fashions”, historians select only documents that can support their ideas, relegating those that would question them and sometimes even neglecting the context in which the events under study took place. Through the case of the Moorish minority, the author reflects on the relevance or, on the contrary, the abuses of the use of key concepts such as tolerance, coexistence, assimilation, integration, genocide and ethnocide. At the same time, he analyses the appropriate sources for approaching the complex relations between Moors and Old Christians.
Keywords: Moriscos, Assimilation, Ethnocide, Tolerance.
Confieso desconfiar bastante de las modas en ciencias sociales. Cuando alguien utiliza de manera reiterada la palabra circulación me pregunto y ¿la estabilidad? o cuando otro investigador pone énfasis en la agency de un individuo estoy a menudo pensando en la presión del entorno. La moda actual, como otras anteriores, ciertamente se explica, se justifica. Y desde luego nos ha permitido avanzar en muchos aspectos de la historia moderna. Tenemos sin embargo demasiada tendencia a pasar de un extremo a otro. Convencido de que nada es todo negro, o todo blanco, creo que sería necesario a la vez introducir matices y no perder de vista las líneas directrices de una situación, de una política, de un proyecto.
La historia de los moriscos no ha escapado a esta tendencia. Hace más de treinta años, frente a una visión conflictiva de las relaciones entre mayoría y minoría que conducía a usar continuamente de las palabras control, discriminación, represión y por supuesto expulsión, empezó a caminar otra que tendía a aminorar los enfrentamientos y a insistir sobre los intercambios, las solidaridades, las complicidades.
El principal autor que promovió esta última fue evidentemente Francisco Márquez Villanueva cuando denunció la existencia de lo que llamaba mitos, el de la unánime aversión de la sociedad cristiana vieja hacia los moriscos, el del morisco inasimilable y el de las conspiraciones moriscas (Márquez Villanueva, 1991). No me voy a extender sobre el contenido de las críticas que dirigí al tríptico marqueziano ya en 1998 y sobre el de la carta abierta que me mandó don Francisco a la cual contesté inmediatamente. El lector encontrará fácilmente estos dos últimos textos en la revista Sharq al Ándalus.[1] Sin embargo quiero hacer unas breves precisiones. No me separaba en 1998, y todavía no me separo, del análisis de Francisco Márquez Villanueva en cuanto al morisco inasimilable pero podemos constatar que si el “mito” tenía vigencia cuando (1978) “el problema historiográfico de los moriscos” fue escrito, estaba tambaleando cuando el texto se publicó por primera vez (1984) y más que discutido cuando el mismo texto fue ampliamente difundido (1991) por estar incluido en el volumen El problema morisco. Podemos afirmar que en este aspecto hay consenso entre todos los estudios que han leído atentamente el documento del siglo XVI y principios del XVII. Para el mito conspiratorio mi desacuerdo se basaba en dos elementos. Consideraba que Francisco Márquez Villanueva no tomaba en cuenta la evidencia de los rumores atribuyendo a los moriscos iniciativas conspiratorias a las cuales la tensa situación internacional en el Mediterráneo podía dar verosimilitud y menospreciaba el inmenso y duradero eco de la rebelión de los granadinos entre 1568 y 1570. De hecho, rectificó en buena parte su postura en su último libro donde dice “cabe hablar de antes y después de la guerra de Granada en la historia de los moriscos” (Márquez Villanueva, 2010: 160).
Queda el núcleo de nuestras divergencias acerca de lo que él llamaba el mito de la unanimidad, por supuesto los cristianos viejos no tuvieron una única postura. Propusieron diversos medios, desde los más radicales hasta otros que han sido calificados demasiado rápidamente como suaves. Varios autores, Francisco Márquez Villanueva a la cabeza, han querido ver una nueva corriente (o una vía o una tendencia) moderada en una serie de personajes, eclesiásticos, miembros de la nobleza, arbitristas, entre otros, los cuales, por tener intereses y preocupaciones muy distintos, carecían de la menor coherencia. Y los herederos de don Francisco llegan a seleccionar en los textos que estudian los elementos que pueden reforzar su tesis, pasando por alto los que la contradicen. Y además el contexto les preocupa poco o no les preocupa.
El ejemplo de las páginas que Michele Olivari (2014) dedica a Pedro de León en su libro Avisos, pasquines y rumores, los comienzos de la opinión pública en la España del siglo XVII me parece muy significativo. Reclamándose de la enseñanza marqueziana, advierte justamente en la frase anterior al examen del pensamiento de Pedro de León al que califica “de jesuita perplejo”, “estoy convencido de que las filas de la opinión moderada pueden resultar más consistentes y locuaces de lo que se piensa”. Nota a través del relato de Pedro de León una evolución entre una primera fase marcada “por su fría hostilidad respecto a los moriscos” y una segunda “dominada por la piedad, la indignación por las vejaciones que los moriscos debían sufrir, el aprecio por sus dotes…” (Olivari, 2014: 379). Michele Olivari añade “Estos sentimientos secundaron la confianza progresiva en la posibilidad de convertir también a los reacios que debió inspirarle la frecuencia de las muertes ejemplares de los moriscos”. Sitúa el cambio de postura con la estancia misionera del jesuita en la zona del valle de Lecrín, al sur de Granada y hasta Motril, y en la zona de Guadix. La muerte ejemplar de ajusticiados moriscos que acompañó en la cárcel sevillana hubiera luego confortado a Pedro de León “en su estima y simpatía”.
No comparto el análisis que hace Michele Olivari del compendio del jesuita. Los comentarios positivos que se refieren a los moriscos están desarrollados para insistir, por contraste, sobre las penosas características de los repobladores que han sustituido a los moriscos expulsados. Utilizando el vocabulario de la Compañía de Jesús, Pedro de León habla de unas Indias. La documentación oficial habla de “la escoria de toda España”. El retrato de los minoritarios que hace el misionero es convencional y lo encontramos idéntico bajo la pluma de los apologistas de la expulsión de 1609-1614. La única diferencia con ellos radica eso sí, como lo subraya Michele Olivari, en el permanente deseo de obtener la conversión sincera de los que pudieron ser “buenos cristianos” lo que fue finalmente una de las mayores preocupaciones de los autores de los bandos de expulsión exceptuando a niños, cónyuges de viejos cristianos o moriscos sinceramente cristianos. El comentario, en 1610, de Pedro de León a las disposiciones oficiales está claro “se echó muy bien de ver quiénes eran los que estaban bien fundados en nuestra Fe y Religión porque así a la salida de España como en la estada por allá, se conoció en ellos que lo estaban y en otros lo contrario”.[2] Repetidas veces, para acontecimientos ocurridos en 1581, en 1586, en 1588, en 1595, en 1608, antes y después de sus misiones en tierras del valle de Lecrín y de Guadix, pone énfasis sobre la singularidad de moriscos condenados a muerte que al último momento se convertían. En 1581, Magdalena Hernández “finalmente murió no como morisca sino como muy buena cristiana, que no es poco para la gente de este linaje”; en 1595 Isabel Ramírez se arrepiente “que no es poco para los de este linaje confesar lo que han hecho, pues de ordinario no lo hacen así”. No cabe duda que a Pedro de León la expulsión de la inmensa mayoría de los miembros de “este linaje” le pareció justificada.[3]
No hubo unanimidad entre los súbditos del rey católico para aplaudir la drástica medida pero admitir la existencia de una corriente moderada hace suponer que sus componentes y los de una “corriente radical” eran partidarios de políticas muy alejadas la una de la otra cuando constituían, en realidad, las dos caras de la misma moneda. El objetivo era único, que los moriscos “se acaben” como escribió “el moderado” Pedro de Valencia, es decir, someter los minoritarios a un etnocidio.[4] La gran diferencia que separaba a unos de otros era la variable tiempo que se podía acordar en el camino de la asimilación. Francisco Márquez Villanueva lo reconoció en su último libro: “La opinión moderada…” como siempre se orientaba hacia una activa asimilación porque lo que no existió ni podía darse en esto era nada parecido a un liberalismo de signo moderno. Por entero alejada de todo ideal de libertad religiosa, su “moderación” (que hoy día no sería considerada como tal) se limitaba al repudio de una salida violenta…(Márquez Villanueva, 2010: 168). Y Michele Olivari siguió una vez más sus pasos cuando consideró que “también los partidarios más convencidos de la integración normalmente no mostraban aprecio por un grupo humano al que consideraban hostil y peligroso” (Olivari, 2014: 376). De hecho era la variable tiempo que separaba ya a finales del siglo XV la postura de Jiménez de Cisneros de la de Hernando de Talavera. Hacia 1600, la expresión nuevamente convertido o nuevo convertido no tenía sentido y la paciencia recomendada por el primer obispo de Granada había casi desaparecido. Sin embargo, la situación había evolucionado bajo la conjunción de tres factores: los esfuerzos de la catequesis, el papel de los moriscos en muchos sectores de la economía y la convivencia entre cristianos viejos y moriscos en la vida cotidiana, sobre todo en el mundo laboral. Cuando la expulsión fue decretada, estos tres factores nutrieron muchos debates, como lo han enseñado Manuel Fernández Chaves y Rafael Pérez García (2009) para el cabildo municipal de Sevilla.[5]
Si las discrepancias sobre la conformación, la coherencia y el contenido de las expresiones de una opinión moderada (el término corriente ha sido felizmente olvidado, se va desvaneciendo) queda la pregunta fundamental acerca de la opinión del pueblo cristiano viejo frente a la realidad morisca. Francisco Márquez Villanueva se detuvo poco en ello pero implícitamente pensaba que la “opinión” moderada tenía adeptos en todas las capas sociales. En su último libro, ya citado, escribió al respecto un párrafo que me deja perplejo.
“Contra lo asumido por una historiografía manipulada de muy atrás, el exilio de los moriscos no se realizó en respuesta a ninguna abrumadora presión popular. Si bien podía encontrar fáciles aliados en ciertos sectores de opinión, no es sino tanto más cierto que la idea no suscitaba unanimidad ni menos aún entusiasmo. En doblete de lo ocurrido con la expulsión mucho más hacedera de los judíos, su acogida estuvo por el contrario teñida de estupefacción y hasta de cautelosa condena. No era preciso ser economista, (Cellorigo les llamaba “repúblicos”) para contemplar con temor las consecuencias materiales con que dicha idea se ramificaba, en subida capilar, por todo el cuerpo social de la hispana Monarquía. Nadie de ello gustaba para que la corriente mayoritaria se orientase, espontánea, hacia una asimilación pacífica tan firme al nivel de su convivencia como tímida, vacilante, y borrosa sobre el terreno de su puesta en práctica y discutidos medios de ejecución. Estribaba el error de todos en buscar una asimilación no paulatina, sino integral o extrema y sobre todo inmediata, lo cual era querer lo imposible.” (Márquez Villanueva, 2010: 165)
Es curioso, a este nivel, el inesperado recurso a la palabra “corriente” además acompañada del adjetivo “mayoritaria” a secas cuyo empleo está apoyado en una única referencia citada en nota. Se trata de una afirmación de Antonio Domínguez Ortiz remontando a su primer artículo sobre los moriscos, publicado en 1959. Decía “la expulsión de los moriscos podrá justificarse por motivos religiosos o de seguridad militar, pero de ninguna manera por un anhelo popular”. Pero la cuestión de la opinión popular cristiano vieja frente a los moriscos hasta hoy apenas ha sido abordada. O para ser más exacto lo ha sido recientemente a partir del único prisma de los moriscos que escaparon a la expulsión, quedados y vueltos, según el vocabulario oficial. A través de esta vía se quiso enseñar la existencia de buenas relaciones entre viejos y nuevos cristianos, los primeros prestando su concurso a las iniciativas de los segundos. El ejemplo más significativo de esta tendencia es el conjunto de los trabajos de Trevor Dadson, autor de un voluminoso libro sobre los moriscos del pueblo manchego de Villarrubia de los Ojos (Dadson, 2007). Sobre las bases de una enorme documentación, muestra que muchos moriscos quedaron o volvieron gracias a la protección de su señor o a la benevolencia de vecinos cristianos viejos. Pero el dossier concierne a los únicos moriscos viejos, descendientes de musulmanes instalados en el pueblo ya en la Edad Media. De la expulsión de los moriscos granadinos llegados en Villarrubia en los años 1570 dice poca cosa. Y sobre todo afirma, sobre bases muy pobres y pasando por alto sólidos trabajos sobre las salidas de España de los minoritarios y el conjunto de los estudios sobre la diáspora morisca en todo el Mediterráneo, que el ejemplo de Villarrubia se puede extender a toda España. El libro fue editado en 2007 y, en 2009, Trevor Dadson publicó un artículo donde llegó a escribir que en España el “40% [de los moriscos] logró escapar a la expulsión…” para añadir unas líneas más abajo “…el supuesto éxito de la expulsión empieza a cambiar de cariz, ya que cerca del 40%, si no más, podía haber logrado quedarse en España” (Dadson, 2009: 215).[6] Que bastantes moriscos hayan conseguido mantenerse o volver clandestinamente es cierto y otros trabajos lo han adelantado, particularmente los que han analizado la situación de la región murciana o el libro ya mencionado más arriba sobre Sevilla o el de Enrique Soria Mesa sobre el reino de Granada, pero el tema no es nuevo y disponemos de una magnífica síntesis en el último capítulo del libro Historia de los moriscos, vida y tragedia de una minoría que redacté a medias con Antonio Domínguez Ortiz en 1978.[7] Me permito recomendar la lectura de este capítulo desgraciadamente olvidado “La presencia morisca en España después de la expulsión” íntegramente redactado por don Antonio. Es razonable pensar –y lo indiqué ya varias veces– que los “quedados y vueltos” hayan sido de 30.000 a 50.000 lo cual no es poco y que su número puede representar de 10 a 15% del total de la población morisca de la primera década del siglo XVII.
Ni Francisco Márquez ni Michele Olivari ni al menos durante un largo tiempo Trevor Dadson recurrieron a la palabra tolerancia para caracterizar la actitud de los cristianos viejos acerca de las comunidades moriscas. Pero Trevor Dadson la utilizó en un libro posterior, fundamentalmente versión abreviada del de 2007, titulado Tolerance and coexistence in Early Modern Spain: old christians and moriscos in the Campo de Calatrava.[8] Es que la capital cuestión de la tolerancia o de la intolerancia en la España moderna había suscitado, unos años antes, múltiples e importantes reflexiones. Probablemente, la obra más significativa en este campo fue la de Stuart B. Schwartz, All Can Be Saved, Religions,Tolerance and Salvation in the Iberian Atlantic World que data de 2008 y cuya traducción al español es de 2010.[9] Por supuesto los moriscos, sin ocupar un lugar destacado –unas diez de las casi cuatrocientas páginas– no están ausentes. Los ejemplos dados por Stuart Schwartz y sus comentarios permiten formular preguntas sobre dos aspectos claves: ¿cuáles hubieran sido los resortes de la vida cotidiana compartida entre moriscos y cristianos viejos? y ¿qué papel hubiera desempeñado desde abajo el “común” sobre el desarrollo de la tolerancia? O dicho de otra manera, empleando las palabras de James Amelang (autor del prólogo a la traducción española del libro de Stuart B.Schwartz) en un recién texto “Una política de intolerancia en un nivel macro podía ocultar una realidad de tolerancia en un nivel micro” (Amelang, 2021: 61). Al terminar la lectura del libro estamos convencidos de lo fundado de la demostración: “escepticismo e incertidumbre con respecto a todas las creencias” se encontraban en todos los segmentos de la sociedad al menos en el siglo XVII y probablemente ya en le segunda mitad del siglo XVI (Schwartz, 2010: 107).
Volveré más adelante sobre esta cuestión. Pero de momento quiero ceñirme en la que he llamado hace casi cuarenta años la difícil convivencia entre moriscos y cristianos viejos. A este respecto Stuart Schwartz hace unos comentarios que me parecen particularmente relevantes. Escribe primero “las afrentas directas y la confrontación –sobre todo tras la dispersión de los moriscos de Granada por Castilla como consecuencia de la rebelión– determinan las formas de interacción entre cristianos viejos y conversos de origen musulmán: una relación conflictiva, continua y a menudo estrecha” (Schwartz, 2010: 105). Y en la página siguiente sigue “El trato y la cercanía cotidiana eran ocasión para desafíos, réplicas y discusiones en los que se proferían opiniones de este tipo, dando así lugar a que se denunciasen ante la Inquisición”. El caso al cual se refiere Stuart Schwartz es el de un morisco de Alicante quien, peleándose con un grupo de cristianos viejos, en 1597, termina diciendo “mi padre moro, mi madre mora yo también moro”.
A través de este ejemplo y de algunos más, el autor insiste en la vida cotidiana compartida por los unos y los otros y en la expresión de un relativismo en materia de fe. Pero no se fija en el acto de denuncia del morisco por uno o varios cristianos viejos. En este caso, como en todo el libro, su análisis está basado en el comportamiento y en las declaraciones de los acusados. En eso se sitúa en la continuidad de la inmensa mayoría de los estudios inquisitoriales que escudriñan hechos y palabras de las víctimas sin prestar demasiada atención a los denunciantes y testigos. Las únicas excepciones corresponden al examen de procesos sueltos. Es verdad que la práctica del secreto no facilita la tarea del investigador y que las muy utilizadas relaciones de causas son muy parcas en informaciones sobre el entorno del denunciado. Sin embargo, existe el recurso a fuentes inquisitoriales descuidadas. Ha salido hace poco un libro colectivo cuyo título traduce la voluntad de seguir los pasos de Stuart Schwartz: La Inquisición desde abajo utilizando según reza el subtítulo “Las testificaciones de gente corriente”. En él, cuatro autores enseñan qué fruto se puede sacar de estos libros donde están registradas las denuncias que particulares presentan después de la lectura del edicto de fe hecha al principio de una visita inquisitorial. Estos libros constituyen además la memoria de las causas pendientes. “En su conjunto, nos dice William Childers, constituyen el registro de quienes se adelantaron a acusar a quién, en qué orden, qué día, antes o después de quién, y mucha información más sobre los denunciantes y las personas a quienes acusan” (Childers, 2020: 164). “Son huellas de las voces y del sentir de las gentes corrientes de la ciudad” subraya Juan Ignacio Pulido Serrano (2020: 161). Un material pues excepcional que permite entrar en el corazón de las relaciones de todas índoles y obviamente en las de cristianos viejos y moriscos. En La Inquisición vista desde abajo, William Childers realiza un análisis detallado de la visita a Priego, ciudad del distrito de Cuenca donde vive una pequeña comunidad de moriscos deportados del reino de Granada (73 personas perteneciendo a 17 familias). Su conclusión está clara: la llegada del inquisidor y la lectura del edicto de fe “reactiva” la actitud hostil de una parte de los cristianos viejos que aún persistía por debajo de la aparente calma (Childers, 2020: 206).
Existen libros de testificaciones al menos para los tribunales inquisitoriales de Cuenca, Madrid y Valencia. Sin embargo, lamentamos su desaparición para muchos de los otros tribunales. En su ausencia podemos sacar mucho provecho del examen de las relaciones de visitas de distrito raramente contempladas por los investigadores. Estas albergan menos detalles que las testificaciones pero a menudo ofrecen datos sobre la identidad de los denunciantes y más todavía sobre las circunstancias del evento en el origen de la denuncia. He estudiado, para un texto en vía de publicación, las relaciones de visitas del distrito de Granada en el último tercio del siglo XVI (1573-1602). En ellas he constatado que la población morisca, representando entonces –después de la rebelión de las Alpujarras– 6 o 7% de la población total, constituye el 34,9% de los asuntos evocados en las visitas. Y la inmensa mayoría de las denuncias venía de próximos, familiares, vecinos o colegas (Vincent, en prensa).
La atención a los denunciantes conduce a una visión más equilibrada de las relaciones intracomunitarias que las bastantes veces presentadas estos últimos años. Se puede avanzar la idea de una aversión hacia los moriscos muy difundida entre los cristianos viejos a lo largo del siglo XVI y hasta el momento de la expulsión general. Aversión que se traducía por ejemplo por el uso muy frecuente de insultos entre los cuales el más corriente era el de “perro moro” que podía estar dirigido a cualquier miembro de la comunidad minoritaria a raíz de cualquier incidente. Así en 1545 el muy respetado Francisco Núñez Muley, descendiente de los sultanes wattasíes de Marruecos, participando en las operaciones de reparto de la farda, impuesto pagado solo por los moriscos, tuvo un enfrentamiento con el escribano Hernán García de Varela que le trató de “perro moro, bellaco, ciego perdido y otras palabras feas” según varios testigos.[10] En 1558, un hortelano morisco trabajando en los jardines del Generalife intentó oponerse a los destrozos efectuados por unos escuderos habitantes de la Alhambra y fue calificado de “puto moro e otras palabras injuriosas”.[11] Esta aversión estaba incentivada por sermones de sacerdotes y por el miedo provocado por el fantasma de un peligro musulmán mediterráneo del cual participarían secretamente los moriscos. Podía transformarse en odio que conducía a acciones violentas como agresiones de mujeres a quienes cristianos viejos arrancaban el velo en la calle o expediciones punitivas contra grupos.[12] En 1580, en Sevilla, cuando se descubrió la preparación de una conspiración morisca, bandas de habitantes de la ciudad persiguieron y maltrataron a cristianos nuevos y saquearon sus casas, mientras pandillas de niños apedreaban a otros (Vincent, 2003: 174-175). Pedro de León cuenta como, en 1585, todavía en Sevilla, una multitud de jóvenes se arrojó sobre un delincuente morisco y lo lapidó.[13] En 1610, en el pueblo valenciano de Chelva, el único morisco exceptuado de la expulsión por su edad y su falta de salud, murió de las pedradas de muchachos.[14] La lista de hechos de este tipo es larga pero estamos en una fase donde se buscan en la documentación las huellas del buen entendimiento, de la armonía entre comunidades (Vincent, 2020). Ciertamente existe pero su colecta se hace olvidando demasiado la otra cara de la moneda y creando un desequilibrio que hace correr el riesgo de dibujar y difundir una imagen simplificada, parcial y finalmente equivocada de la realidad.
No creo que se puedan encontrar muchos testimonios de la existencia de tolerancia entre cristianos viejos y moriscos en gran parte del siglo XVI. Y los papeles inquisitoriales no son el lugar idóneo donde indagar. En su libro, Stuart Schwartz no da ejemplo de tolerancia hacia los moriscos. Los casos que analiza son, eso sí, de “escepticismo e incertidumbre con respecto a todas las creencias” (Schwartz, 2010: 107). Es probable que partidos entre la enseñanza familiar y lo aprendido en el trabajo, en la iglesia o en la calle, bastantes minoritarios, como los cautivos cristianos en el Norte de África, secretamente en la mayoría de los casos y a veces públicamente, hayan sido ganados por el relativismo. El mundo mediterráneo con sus múltiples intercambios ha sido un foco de escepticismo no suficientemente considerado. Pero percibir signos de la tolerancia en España en aquella época es tarea delicada.
Para ello sería interesante rastrear todos los datos indicando las actitudes de los unos y los otros en tiempos de crisis como el de la rebelión de las Alpujarras, o al contrario en tiempos de paz, en Aragón, en Castilla antes y después de 1570, en el reino de Valencia o en el reino de Granada particularmente pero no exclusivamente para lugares de población mixta. Unas sólidas monografías basadas en el examen de los protocolos en distintos periodos, en la primera mitad y en el final del siglo XVI, con atención a todos los individuos, fueran actores principales de los contratos, fueran testigos de ellos, nos revelarían probablemente aspectos insospechados y darían imágenes concretas de las relaciones entre comunidades. El conocimiento del conjunto de los testigos (deudos, deudores, amigos, patrones, etc.…) pondría al descubierto las redes más funcionales.La comparación entre distintas épocas permitiría discernir tanto los efectos de la evangelización como los de los conflictos locales o generales o los que resultan de los más simples intercambios cotidianos. Al final entenderíamos consecuentemente mejor los comportamientos y las iniciativas de todas las personas que vivieron de una manera u otra la expulsión de los años 1609-1614.
He empleado a lo largo de estas páginas unos vocablos que como practicantes de las ciencias sociales utilizamos continuamente. Son vocablos que designan conceptos claves para nuestros análisis y nuestros debates. Usamos y hasta abusamos de convivencia, de asimilación, de integración, de tolerancia, de genocidio cuando estas palabras eran ajenas a la terminología del siglo XVI. Es verdad que ni los mejores diccionarios recientes nos ayudan mucho. El de la Real Academia de la Lengua define por ejemplo convivencia “acción de convivir” y convivir “vivir en compañía de otro u otros, cohabitar” o integrar “formar las partes en todo”. Es tiempo, a la hora de elegir estas voces que tienen una inmensa resonancia en el público, precisar qué sentido pueda tener para nosotros cada una. En este plan el esfuerzo realizado en el volumen colectivo Historia de la tolerancia es desde luego muy loable (García Cárcel y Serrano Martín, 2021).[15] Pero otros merecerían un tratamiento similar.
Así las referencias a la palabra convivencia son infinitas y su multiplicación ha provocado más confusión que claridad. La definición del diccionario de la Real Academia que acabo de citar no me satisface porque yuxtapone dos elementos que significan dos cosas distintas. El término cohabitar reduce la convivencia al hecho de habitar juntamente con otro u otros lo que precisamente indica la voz cohabitar. La primera parte de la voz convivencia implica un dominio más amplio del convivir. La convivencia se extiende a todos los aspectos de la vida cotidiana, a la casa, a la calle, al trabajo, a la fiesta etc… entre personas perteneciendo a creencias diversas. Y producen intercambios y préstamos pero también sospechas y rechazos. No es, como tendemos a menudo a pensarlo, forzosamente pacífica, armoniosa. Por eso la expresión de difícil convivencia aplicada a las intensas y variadas relaciones entre cristianos viejos y moriscos que había propuesto en 1978 me parece todavía válida.[16]
Asimilación e integración están muy a menudo utilizadas para expresar una idéntica idea cuando su sentido es absolutamente distinto. La asimilación es un proceso de transformación cultural que imponen los grupos mayoritarios a los grupos minoritarios. En la integración los minoritarios pueden mantener los rasgos de la diferencia, desde el nombre o la lengua hasta los ritos del nacimiento y de la muerte. En ella existe una dinámica de intercambios ausente de la política de asimilación sufrida por los minoritarios y desde luego por los moriscos. Podríamos decir que los moriscos quieren integrarse mientras los cristianos viejos quieren asimilarles. Ni la integración al mundo laboral, campo donde las diferencias son menos sensibles que en otros, es una realidad por la prohibición de varios oficios a los minoritarios. En este marco constatamos una vez más que los partidarios de la “opinión moderada” y los partidarios de la “opinión radical” persiguen un común objetivo, el de la asimilación y difieren solamente en la variable temporal de su aplicación.
En más de una ocasión he propuesto nombrar el proceso asimilatorio etnocidio, vocablo acuñado por antropólogos a partir de los años 1970 (Jaulin, 1970). El término es muy útil porque lo define perfectamente como “el de la destrucción sistemática de los modos de vida y de pensamiento de gente distinta a la que conduce la empresa de destrucción” que no tiene nada que ver con el genocidio, palabra aplicada erróneamente por algunos autores al caso morisco. Si conocemos algunos textos que han sugerido al monarca y a sus consejeros el recurso a la exterminación de la minoría, ninguno de ellos ha sido contemplado en la Corte. Como dice el antropólogo Pierre Clastres (1974), si el genocidio asesina los pueblos en su cuerpo, el etnocidio lo hace en su espíritu.
Vuelvo a la tolerancia. Más arriba decía no creer en expresiones de la tolerancia en relación con los moriscos. Sin embargo, es necesario preguntarse en qué medida se abrió en la raíz de la cuestión morisca, un camino hacia ella y preocuparse por la existencia de una evolución cuyas etapas deben estar cronológicamente afinadas. En el peor de los momentos, el de la rebelión de los moriscos del reino de Granada o poco antes, encontramos iniciativas de solidaridad intercomunitarias. El canónigo Alonso Orozco acogió al escribano Fernández Gabano, uno de los moriscos “colaboracionistas” de Granada, y a toda su familia en la colegiata del Salvador en el momento de la entrada de rebeldes en el Albaicín al principio de la sublevación el 24 de diciembre de 1568 (García Pedraza, 2002: 334-335). Paralelamente, constatamos hechos semejantes realizados por moriscos a favor de cristianos viejos, fueran o no sus convecinos. Durante el ataque de corsarios al pueblo almeriense de Tabernas, el 24 de septiembre de 1566, el morisco Hernando de Rauchal escondió a tres cristianos viejos, al hijo de un capitán en una caballeriza y a dos mujeres en un pajar, evitándoles ser cautivados.[17] Describiendo los principios de la rebelión el cronista Luis del Mármol Carvajal precisa que los moriscos del pueblo alpujarreño de Turón “recogieron dieciocho cristianos que allí vivían y, porque los monfíes no los matasen, los acompañaron hasta Adra y los pusieron a salvo con todos sus bienes muebles”.[18] Este episodio, excepcional en los relatos del tiempo, debe inducir a investigar el contenido de las relaciones intercomunitarias anteriores en el modesto pueblo montañoso. Y a preguntarse sobre la suerte reservada a los moriscos del lugar después de la contienda.
Estos testimonios ilustran las posibilidades de acercamientos entre al menos unos individuos de cada una de las comunidades entre los cuales los moriscos considerados como buenos cristianos tienen un papel relevante. Las atrocidades de la contienda han dañado profundamente las relaciones lo que no impide a Juan de Austria manifestar su compasión cuando contempla las filas de los moriscos deportados en noviembre de 1570.
“Solo diré que no sé si puede retratar la miseria humana más al natural que ver salir tanto número de gente con tanta confusión y lloros de mugeres y niños tan cargados de impedimentos y embaraços y para representarse la lástima mayor así como lo que anydo estos días havian llevado buen tiempo assi a los que partieron ayer al salir de la ciudad les tomo una agua tan recia que apenas se podían menear y a la verdad si estos an pecado lo van pagando”.[19]
Esta larga cita del organizador de la expulsión, sacada de una carta dirigida a Felipe II, su hermano, encuentra más tarde eco en los escritos de Pedro de León. En su libro, Michele Olivari cita pasajes del escrito del jesuita “y viendo el peligro de sus almas y cuerpos [de los moriscos] debemos tener compasión de ellos”, y más lejos añade “assi mismo debemos tener compassion de sus cuerpos tan castigados, penitenciados encarcelados, amedrentados y desterrados” (Olivari, 2014: 380). La novedad del texto de León radica en denominar claramente, a diferencia de Juan de Austria, el sentimiento que experimenta. Este sentimiento señal de toma de conciencia del sufrimiento del otro, constituye una primera tímida base hacia la tolerancia.
Disponemos finalmente de un extraordinario documento sobre los moriscos confrontados a las miradas y a las iniciativas de los cristianos viejos en años inmediatamente posteriores al exilio. A pesar de haber sido publicado dos veces, ha pasado desapercibido. Por eso me parece oportuno insistir en su importancia. Se trata de una carta no firmada y dirigida al rey Felipe IV el 20 de abril de 1621, tres semanas después de su acceso al trono. José Antonio Martínez Bara descubrió este documento y lo publicó en 1982, atribuyendo su autoría a Fernando de Acevedo, entonces arzobispo de Burgos y presidente del Consejo de Castilla, porque la rúbrica le pareció corresponder a la de otros documentos firmados por el prelado.[20] Hace unos diez años me enteré de la existencia del documento y de su publicación por José Antonio Martínez Bara. He vuelto a publicarlo por creer que además de ser un texto de un contenido excepcional y estar convencido que el autor no es Acevedo sino otro personaje: Gregorio López Madera, muy implicado en las operaciones de expulsión de los moriscos (Vincent, 2018: 258-263). Este alcalde de Casa y Corte había sido ya comisionado en la villa de Hornachos donde vivía una famosa comunidad morisca antes de la expulsión. Fue nombrado en marzo de 1614 para resolver, al lado del fanático conde de Salazar, los numerosos problemas pendientes después del destierro. Salazar había sido disgustado por el nombramiento de López Madera que significaba un recorte de sus atribuciones. El éxito de los dos comisarios en realizar el “perfeccionamiento” de la magna empresa fue muy relativo.
Salazar falleció el 29 de marzo de 1621, dos días antes de la muerte de Felipe III. Teniendo doblemente las manos libres López Madera podía hacer un balance de la empresa que califica de “resolución de las más importantes que se han visto en los presentes ni pasados siglos”. Constatando la presencia de “quedados y vueltos” pasa revista a las razones entre las cuales están “el aliento y acogida de personas poderosas que echaban de menos el provecho que les daba la viviendo de los moriscos en sus tierras…” pero también el “amor a la patria” de muchos moriscos. Termina invocando la clemencia real y precisa “si antes eran enemigos voluntarios y dudosos, hoy lo serán ofendidos y ciertos; y sus corazones infieles irritados acrecentarán el odio en el sentimiento propio y criarán insolencia y maldad en nuestra tolerancia.”
Es probablemente uno de los primeros usos del vocablo en la documentación de la época moderna y desde luego en la que se refiere a los moriscos. No se trata de recurrir al concepto de tolerancia –libertad de conciencia– sino aplicar una política pragmática buscando un mal menor.[21] López Madera recuerda las dos opciones entre las cuales el monarca deberá elegir “tratarlos como a enemigos o tolerarlos como cristianos”. La segunda opción que tiene claramente los favores del autor de la carta es factible porque la expulsión ha permitido hacer una selección entre los “enemigos domésticos” y los que “si salieron culpados vuelven arrepentidos al gremio de la Iglesia ya la clemencia de Vuestra Majestad”.
La reflexión de López Madera es particularmente digna de atención porque tiene en cuenta los comportamientos y los sentimientos del común tanto cristiano viejo como morisco. Ciertamente, en 1621 la sociedad está lejos del “respeto y consideración hacia las opciones o prácticas de los demás aunque repugnen a las nuestras” que es la definición actual del concepto pero después de las tremendas conmociones religiosas derramadas en muchas partes de la Europa del siglo XVI se está tímidamente construyendo el substrato de tolerancia del cual habla Stuart Schwartz al final de su libro. Y este leve temblor repercute en la cúspide del estado. Evocando la política aplicada a los protestantes en la España de principios del siglo XVII, Antonio Domínguez Ortiz (1981: 184-191) lo ha calificado acertadamente de primer esbozo de la tolerancia religiosa. La formula puede, sin la menor duda, estar extendida en fechas próximas, al ámbito morisco.
Paris, noviembre de 2022.
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Notas