Sección Especial - 25 años
El extraño poder del orden público
The Strange Power of Public Order
El extraño poder del orden público
Prohistoria, núm. 38, 1-27, 2022
Prohistoria Ediciones
Recepción: 16 Septiembre 2022
Aprobación: 03 Noviembre 2022
Resumen: Este artículo argumenta el interés de constituir el orden público en objeto / problema de historia, es decir historizar la noción misma de orden público y lo que derivó de ella. Lo que interesa aquí es la relación estrecha entre el orden público como principio de justificación absoluta de la acción administrativa, una traducción institucional (judicial, policial, castrense, administrativa, legal y reglamentaria) y unas prácticas sociales que activan gramáticas morales. La noción de orden público, en su aparición y desarrollo, se ha construido como algo que conecta estas tres dimensiones de la producción de lo social en la edad contemporánea y en el período que se suele llamar “liberal”, nacido a principios del siglo XIX. Esta función de conexión entre estas tres dimensiones tiene además sin duda que ver con su carácter de punto ciego historiográfico. En efecto, la rareza de trabajos sobre su genealogía en tanto noción es muy sorprendente dado el lugar que ocupa en las configuraciones jurídicas, políticas y sociales de los países occidentales. En el marco de una reflexión sobre la política, la historia política y la idea de politización, la propuesta aquí desarrollada identifica el orden público como un recurso de despolitización, manera de señalar que en su configuración, siempre existe un pulso que es precisamente político.
Palabras clave: Orden Público, Administración, Política, Guerra Civil, Estado.
Abstract: This article argues the interest of constituting public order as an object / problem of history, that is to say, to historicize the very notion of public order and what derives from it. What matters here is the close relationship between public order as a principle of absolute justification of administrative action, its institutional implementation (judicial, police, military, administrative, legal and regulatory) and social practices that activate moral grammars. The notion of public order, in its emergence and development, has been constructed as something that connects these three dimensions of the production of the social in the contemporary age and in the period that is usually called "liberal", born at the beginning of the 19th century. This function of connection between these three dimensions is also undoubtedly related to its character as a historiographical blind spot. Indeed, the rarity of works on its genealogy as a notion is very surprising given the place it occupies in the juridical, political and social configurations of Western countries. Within the framework of a reflection on politics, political history and the idea of politicization, the proposal developed here identifies public order as a resource of depoliticization, a way of pointing out that in its configuration, there is always a pulse that is precisely political.
Keywords: Public Order, Administration, Politics, Civil War, State.
La noción de orden público no ha sido constituida hasta la fecha en objeto de historia. Es una noción muy incómoda. Parece situada en un ángulo muerto de la investigación histórica, lo que se traduce la mayoría del tiempo por su invisibilidad como problema histórico, su naturalización, aunque no faltan investigaciones que comportan la expresión en su título, presente como una falsa evidencia.[1] Me interesa precisamente por su carácter incómodo, su inadaptación respecto a varias de nuestras maneras tradicionales de concebir los objetos históricos, y la obligación en la que nos sitúa de practicar una reflexividad permanente.
Constatar el hecho de que la historia de la noción de orden público constituye un ángulo muerto de la historiografía es bastante sencillo, por sorprendente que fuera. Explorar las posibles razones de ello abre un camino interesante en el plano metodológico de nuestra disciplina. Sin embargo, el orden público no solo es elusivo como objeto de historia. Lo es, en general, como noción en el presente. En 2017, el Vicepresidente del Consejo de Estado francés, Jean-Marc Sauvé recordaba las palabras del famoso jurista Philippe Malaurie a propósito de la noción: “Nadie nunca ha podido definir su sentido, cada uno alaba su oscuridad y todos hacen uso de ello.”[2] En la mayor parte de los pocos tratados sobre el particular, hay consenso sobre el hecho de que su contenido no se puede fijar, y al contrario evoluciona y es determinado desde la práctica. Es incluso algo de que se quejaban los profesores de derecho del siglo XIX, criticando más o menos directamente a los redactores del Código civil francés que habían hecho del orden público un principio fundamental en su artículo 6 –“No se puede derogar por convenciones particulares las leyes que interesan el orden público y las buenas costumbres”– sin definirlo y asociándolo estrechamente con la idea de buenas costumbres, completamente irreductible a la ley (Bloquet, 2010: 4).
El carácter aparentemente escurridizo de la noción aconseja partir de sus usos políticos e institucionales reales, presentes o recientes. El orden público es una noción central en los estados de derecho donde es analizado por los juristas como “norma general y abstracta que habita la idea de derecho de la misma manera que el primado de la libertad”, principio o clausula capaz de articular efectivamente en el cotidiano las libertades individuales y el orden global de la sociedad política (Picard, 1984: 541). Según el pensamiento liberal, lejos de ser antagónica, es correlativa con la noción de libertad, al permitir su realización concreta en el estado de derecho. Ahora bien, el orden público es también una noción central en el estado de policía. La historia del siglo XX ofrece múltiples ejemplos de su centralidad en proyectos políticos totalitarios: en 1936, el golpe de Estado realizado por parte del ejército y la extrema derecha en España se hace en nombre del orden público; en 1976, el golpe de los militares en Argentina también centra sus argumentos en la defensa del orden público.
El orden público puede funcionar como bandera en situaciones de excepcionalidad jurídica y al mismo tiempo, está presente en la cotidianeidad de infinidad de decisiones administrativas y policíacas en los estados de derecho. Es una noción profundamente ambivalente y su ambivalencia es donde radica parte de su poder.[3] En todos los casos, y de ahí el carácter extraño de su poder, éste viene de la justificación que ofrece para la acción política e institucional: funciona como una razón suficiente, una razón última –hasta, incluso, como lo veremos, una razón absoluta–. La reciente película de Alejandro Amenábar, Mientras dure la guerra, nos da un ejemplo del gran alcance de ese extraño poder: vemos como en los últimos días de julio de 1936, Miguel de Unamuno es abusado por el argumento del orden público, hasta que se da cuenta del propósito real de los golpistas, demasiado tarde.
Atrapados en la tela del orden público de nuestro presente, necesitamos detenernos un momento en la coincidencia, a su respecto, del sentido común historiográfico con el sentido común en general, lo que llevaría a pensar en el orden público como en una convención social, en el sentido de la economía de las convenciones. Identificada como tal, esa convención puede retrotraerse al despliegue del mismo orden liberal, en el siglo XIX. A partir de la identificación presente del orden público como noción funcional, la comprensión de su versatilidad puede ayudarnos a pensar con qué facilidad naturalizamos, en tanto historiadores, unos supuestos procesos seculares que planteamos como existentes para concentrar nuestro análisis sobre sus “modalidades”: el mejor ejemplo de ello es la idea de construcción del Estado.
La noción de orden público nos obliga entonces a realizar un esfuerzo importante de extrañamiento, de reconocimiento de la alteridad de la cultura de los agentes del pasado, aquellos mismos contemporáneos del despliegue de la noción. Esto no nos impide reconocer en ella una especie de bisagra de la modernidad institucional, pero se trata de ver esa bisagra desde hacia atrás en el pasado, no desde nuestro presente; o sea, no se trata de hacer una genealogía sino una arqueología atenta a la datación de las capas donde encontramos nuestros objetos –que no son otra cosa que palabras–. A partir de ahí, mi convicción es que el orden público ofrece un punto de observación ideal para observar el tránsito entre lo que solemos llamar el Antiguo Régimen y lo que solemos llamar el orden liberal; un tránsito, que no una transición, porque una transición siempre necesita la identificación de un punto de llegada, lo que, para los historiadores, es la madre de todas las teleologías.
En este sentido, el poder del orden público no solo se refiere a la capacidad de esta noción para legitimar órdenes sociales y políticos o su trastorno violento, no solo remite a su capacidad de volverse casi invisible cuando el historiador dirige su linterna hacia el pasado, sino que puede verse como un punto de observación dotado de un gran potencial para analizar la configuración –y la reconfiguración permanente– de lo que solemos llamar la modernidad política. En definitiva, lo veremos, su poder tiene que ver con su capacidad de despolitización, de ahí su despliegue o aparición en el escenario de momentos de fuerte politización, desde la Revolución Francesa hasta nuestros días. Intentaré entonces sostener el interés de esta atalaya de observación para abordar las relaciones entre instituciones, politización y orden social en el escenario histórico del período XVIII-XIX, donde las dicotomías como tradicional/liberal, privado/público o sociedad/Estado no son operativas.
Más que una noción, una convención que nos tiene atrapados
Una mirada rápida que compare la cronología de lo que solemos llamar historia contemporánea española con la de países vecinos –y se podría hacer extensible esta constatación a otros países hispanófonos– basta para darse cuenta del lugar particular que ocupa en ella el tema del orden público. Partiré sin embargo del suelo peninsular, desde donde he empezado a elaborar esas reflexiones hace unos veinte años. Remontando el tiempo, a partir de los debates constitucionales conclusivos del franquismo –donde se evidenció que la expresión “orden público” remitía demasiado a la política represiva de la dictadura como para figurar en buen lugar en la constitución democrática, lo que hizo preferir la expresión de “seguridad ciudadana”–, damos con el Tribunal de Orden Público (TOP).[4] Este, en tanto tribunal político basado en la criminalización del disenso, parece que encarna la concepción franquista del orden público. Sin embargo, esa concepción precedió a la dictadura misma: entre los argumentos enarbolados para la sublevación de julio de 1936, el restablecimiento del orden público figura en el centro, lo que remite a varios rasgos de una opinión común construida desde el siglo XIX sobre el carácter central de un problema de orden público (con la famosa ley de orden público de la república y tribunales adyacentes). Uno de esos rasgos es la naturalización del papel del ejército en el restablecimiento del orden, algo que viene de lejos, de su doble definición decimonónica como institución encargada de la defensa contra ataques exteriores y contra enemigos interiores. El segundo rasgo es precisamente la percepción de los adversarios políticos como enemigos interiores, algo que el franquismo cultivaría con la criminalización de toda resistencia bajo el rótulo de “bandidos/terroristas”. El tercer rasgo podría ser la amenaza radical representada por la protesta social, es decir el vínculo entre orden público y jerarquías sociales tradicionales.
A partir de esos rasgos, podemos identificar varios períodos durante los cuales el orden público aparece como un problema central de la coyuntura política: no sólo los años de la Segunda república, sino también los que precedieron la dictadura de Primo de Rivera, entre 1917 y 1923, o incluso los años anteriores a la Primera guerra mundial, los años 1880 y 1890 o el Sexenio democrático. Sin embargo, la característica más importante del orden público en la opinión común de la que intentaban aprovecharse los golpistas para legitimar su atentado contra la República es la naturalidad con la que se concibe su existencia: algo que existe, que se puede describir, deteriorar, restablecer, algo inmanente a la sociedad política. Pero lo más llamativo es que esa idea ha sido compartida por la mayoría de los historiadores, que no solo se han interesado por “el problema del orden público” en tal o cual momento de la historia contemporánea de España, sino que además lo han hecho partiendo del presupuesto según el cual la existencia misma del orden público, o el propio concepto, no plantea ningún problema epistemológico.[5] A partir de esta primera naturalización, otros personajes bien conocidos entre los historiadores han ido apareciendo: la violencia política primero –estrechamente relacionada con “los problemas del orden público”–, tendió a ser naturalizada también como una especie de constante en los siglos XIX y XX; y no muy lejos, al acecho en muchos relatos, la idea de un espíritu “guerracivilista”,“cainita”, es decir un principio explicativo abiertamente ajeno a toda metodología científica.
La noción de orden público permite esto; su naturalización tiene este tipo de consecuencias posibles. Es una categoría del discurso público cuyo uso historiográfico no se distingue fundamentalmente de sus usos cívicos o políticos, simplemente porque ni se cuestiona su origen ni la relación estrecha entre sus funciones jurídica, política y quizás también moral. Esta dificultad me parece altamente problemática ya que los relatos del pasado, inclusive los que proceden de la historia académica, tienen una capacidad de naturalización potente de las categorías del discurso. En este caso, el sentido común y el sentido común historiográfico se vienen reforzando el uno al otro, algo poco extraño para nuestra disciplina –hay que confesarlo con honestidad– pero que no responde al ideal de un conocimiento crítico.[6]
No ha recibido la noción de orden público la atención que se ha dado a la de policía, pero incluso en el caso de éste, no se han sacado todas las lecciones de las advertencias del gran historiador Clive Emsley (1987, 2007 y 2011) acerca de la whig history of police, es decir la historia liberal nacida para consolidar los principios del liberalismo político. Al decirnos que la historia liberal de la policía ha reproducido las afirmaciones policiacas de mediados del XIX sobre la importancia o la inflación del desorden, del crimen, etc., que según esos whig historians reclamaba imperiosamente la creación de la policía moderna. Emsley nos llama la atención sobre la naturalización de las ideas de orden y de desorden que hemos heredado de aquella época, sobre las categorías de las que dependemos y depende nuestro análisis histórico. A falta de este trabajo reflexivo, no es tan fácil producir una historia diferente de las historias corporativas de la policía escritas por oficiales jubilados y apasionados, cuya naturalización de los principios rectores de sus instituciones es algo bien comprensible. Lo que denuncia Emsley existió igualmente en España donde la retórica que acompañó la creación de la Guardia civil y estructuró los primeros volúmenes de su historia (a partir de los años 1850) insiste página tras página en la idea de un país preso de grupos de bandoleros, pinta una “nación española” a punto de sucumbir bajo el desorden.
Ahora bien, salir de este tipo de esquema requiere un esfuerzo importante, consistente primero en desnaturalizar las categorías que usamos; esto significa asumir que puede haber también una gran distancia entre el sentido que un coronel de la Guardia civil de los años 1870 o de los años 1940 daba a la palabra “bandido” y el que le damos nosotros, y que esto vale también para la palabra “policía”, para la categoría de “crimen” o la idea de “administración”. Se trata de asumir que el pasado es una tierra extranjera y que a pesar de que aquellos antepasados podían usar el diccionario de la Real academia, no hablamos el mismo idioma.
Si no lo hacemos y lo confiamos todo a la elaboración de conceptos-herramientas al estilo de las ciencias sociales y en particular de la ciencia política, conseguiremos al cabo de muchos esfuerzos formular un concepto de policía, un concepto de violencia política u otras cosas por el estilo, pero al aplicarlos al pasado que nos interesa, solo podremos constatar la distancia entre el ideal-tipo que tenemos entre manos y la realidad político-institucional de la época, porque ésta corresponde a unos marcos conceptuales que ya no existen. El hecho de que lidiemos con épocas relativamente recientes nos entretiene además en la ilusión de proximidad antropológica con ese pasado. Para el caso que nos interesa, este tipo de análisis tienden a reproducir la idea de un “retraso” español, de unas carencias institucionales, políticas, etc. En temas de policía y restablecimiento del orden, ello conlleva el riesgo de caer otra vez en la antropología de bazar del cainismo, todo lo cual, dicho sea de paso, es muy funcional para todos los discursos que sitúan el diálogo y la convivencia pacífica en lo más alto de los valores sociales, del orden imperante.[7]
En realidad, no solo es una cuestión de categorías y de no hablar el mismo idioma que los habitantes del pasado: acabamos de mencionar la escala de valores de una sociedad. No solo se trata de significados diferentes o de marcos conceptuales. António Manuel Hespanha y Bartolomé Clavero lo habían entendido perfectamente y nos lo enseñaron: los sujetos del Antiguo Régimen deben ser abordados desde una mirada antropológica sistemática tendente a relacionar sus acciones con sus sistemas de creencia –el antropólogo Philippe Descola usa el magnífico término de “mundiación”, la manera de ver y hacer el mundo– y con las palabras que usaban y no solo significaban sino que activaban, hacían vivir su mundo cultural (Descola, 2011 y 2012).[8] Dicho esto, reconocer esta necesidad puede no bastar. Carlo Ginzburg (1999) identificó en uno de sus ensayos del volumen publicado en Francia bajo el título A distancia. Nueve estudios sobre el punto de vista en historia, un problema muy difícil de resolver. Según su reflexión titulada “Distancia y perspectiva. Dos metáforas”, subraya que el núcleo conceptual de la metáfora de la perspectiva comporta la idea de superioridad sobre las verdades pasadas, clásicamente la superioridad del verus Israel. Las verdades pasadas serían entonces menos verdaderas que nuestra verdad, nosotros que nos consideramos como el producto de nuestra historia, una historia adosada a la idea de realización de nuestra comunidad (fuera pueblo, nación o clase), y de la cual los historiadores serían encargados de revelar la lógica interna o las leyes ocultas.
Esta dificultad se puede atacar desde dos enfoques metodológicos que vienen el uno de las ciencias económicas y el otro de la filosofía moral, y pueden resultar muy útiles para desnaturalizar el orden público, paso previo a su uso plenamente fructífero como atalaya de observación de la historia de los tres últimos siglos.
La economía y también la sociología trabajan a partir de la idea de convenciones sociales, sobre la economía de esas convenciones, o sea su articulación y eventual recomposición. Una convención es, siguiendo la definición sintética del historiador Jean-Pierre Dedieu:
“una regla de coordinación conocida por todos y suficientemente enraizada como para que su puesta en práctica resulte inconsciente. Permite al conjunto de los actores que la comparten actuar juntos de manera coherente, prever la conducta del otro y anticiparla al emprender el movimiento complementario al ajeno antes mismo de que el otro lo efectúe. Permite por su simplicidad ahorrarse la operación cognitiva que consistiría en fundar esa previsión sobre la integración del conjunto de elementos descriptivos del contexto de la interacción. Es arbitraria, en el sentido en que su eficacia reside en el hecho de ser compartida más que en su contenido mismo. Es común a todos los miembros del grupo. Encuentra en ella misma, a los ojos de sus portadores, su propia justificación. Para ellos, no tiene origen sino mítica. Es desprovista de historia. No tiene ni principio ni fin. Se sitúa fuera del tiempo, más allá de la razón. No prevé sanción explícita, pero cualquier infracción conduce al ostracismo. No siempre se enseña de manera explícita, sino la mayoría del tiempo por imitación. En circunstancias normales, es del orden del implícito, de lo no dicho.” (Dedieu, 2010: 1)
Vamos a ver que las reflexiones de los juristas desde el derecho público fundamental o la teoría del derecho sobre las características del orden público como realidad presente hacen mucho eco a esta definición de las convenciones –definición redactada por el historiador para aplicarla a la monarquía católica a la víspera de 1808, algo importante sobre lo cual volveremos al final de este artículo–.
Otra dimensión sin embargo aparece en esas reflexiones de los juristas, que la idea de convención no agota y remite más bien a un enfoque propuesto desde la filosofía y el hispanismo a partir del trabajo del argentino Dardo Scavino (2009). En su libro El señor, el amante y el poeta. Notas sobre la perennidad de la metafísica, plantea que ésta no desapareció sino que se presenta bajo otra forma y que la preocupación por la causa primera o el primer principio, la cuestión del sentido de las cosas, sigue coleando (y más) en los pensamientos más actuales de muchos intelectuales. En un trabajo muy reciente, el hispanista Brice Chamouleau (2022) recoge esa convicción de la actualidad de la metafísica, como dimensión presente en los discursos que dicen y contribuyen a hacer el mundo, y la lleva al análisis del orden constitucional español actual, nacido en 1978. Tomando como punto de partida la ausencia de reconocimiento del derecho a la vida privada, y su sustitución por el reconocimiento del “derecho a la intimidad”, analiza los vínculos entre el orden de libertades y la evolución de la teología moral franquista, en suma la dimensión metafísica de la convención social y política constitutiva del régimen y la sociedad actuales.
Para poner en perspectiva la noción de orden público contemporáneo desde estos dos enfoques, podemos usar el muy práctico Ensayo de reflexión sobre la noción de orden público, donde Isabelle Pélieu (2000) compila los trabajos de juristas franceses importantes del siglo XX, desde Maurice Hauriou hasta Etienne Picard. Esos trabajos son tanto más importantes como que, ya lo sabemos desde Michel Troper (1994), los juristas, al estudiar “el derecho” producen doctrina.
Pélieu (2000) recuerda primero que, en el derecho actual, el orden público es el objeto específico y el fundamento de la policía administrativa, la cual lo invoca de manera preventiva, por oposición a la policía judicial, que interviene de manera represiva (es decir posterior a la constatación de una infracción). En realidad, la autora señala algo muy interesante: el hecho de que no es posible distinguir de manera absoluta los actos de policía administrativa y de policía judicial.[9] El contenido del orden público corresponde al conjunto de las normas jurídicas de orden público reconocidas por un juez, el conjunto de medidas necesarias a la protección del orden jurídico institucional pero imposibles de conocer todas a priori. Aparece aquí la articulación entre su carácter permanente y cotidiano y las condiciones de su manifestación real: la amenaza del desorden, amenaza cuya gradación presenta una continuidad, desde la amenaza simple representada por el accionar de un individuo en la calle, hasta la amenaza enorme que cuestiona el conjunto del orden social. En efecto, es interesante notar que la noción de desorden, absolutamente central, es objeto de consideraciones por Maurice Hauriou que traducen un a priori filosófico fuerte y una definición de la sociedad con cierto tenor metafísico: en efecto, el gran publicista francés basa la exigencia de proteger sin tregua el orden de la sociedad en una ley de entropía importada directamente de la termodinámica , según la cual el mundo social tendría una tendencia al desorden irreversible y apuntando al caos, algo que llega a calificar de “mal social” (Hauriou, 1907). En estas condiciones, la afirmación de Hauriou de que el orden público “el orden material y exterior considerado como un estado de hecho, opuesto al desorden, el estado de paz opuesto al estado de perturbación” no sale de un sistema de definición por la negativa con carácter de afirmación ante todo moral e incluso metafísico (Hauriuo, 1927: 445).
A continuación, Pélieu destaca el carácter de disciplina social del orden público, bajo tres aspectos: éste es a la vez el conjunto de reglas de conducta obligatorias y comunes, los medios para imponer el respeto a esas reglas y la situación de hecho correspondiente a la sumisión a esas reglas, las tres cosas. El orden público puede utilizar procedimientos intuitivamente reconocidos como represivos (prohibiciones, incautaciones, etc.) pero jurídica y posteriormente interpretados como procedimientos normativos derivados de la función de orden público. Precisa entonces que su naturaleza de “norma de necesidad” prohíbe cualquier definición apriorística y definitiva de su contenido, siempre extensible, dado que la determinación posterior por un juez de si un acto era preventivo o represivo se hace atendiendo a las circunstancias, es decir a consideraciones circunstanciales sobre la naturaleza del desorden que ponen además en juego, a veces como única justificación, la ley de necesidad. Ello lleva a la autora a retomar una caracterización del orden público por Etienne Picard como noción funcional, que no conceptual, o sea no definible por su contenido sino por sus funciones en el orden jurídico y social, y añadiríamos político –aunque la dimensión política está sistemáticamente ausente de la descripción y del análisis de la noción por esos juristas–. Esta ausencia tiene que ver con la presencia del “orden social” en esos análisis, un orden social que siempre se presenta como una evidencia (y una necesidad) en la línea de Hauriou, aunque Isabelle Pélieu subraya gracias a autores como Lochak y Canguilhem el efecto de naturalización producido por el derecho –en este caso la noción de orden público– sobre las normas sociales e incluso la idea de sociedad como un todo coherente, provisto de un orden inmanente.[10]
Para terminar, Pélieu señala “las potencialidades totalitarias” de la noción de orden público, cuando la disciplina social deviene un fin en sí mismo, y cuando el poder toma en cuenta de manera exclusiva lo que presenta como necesidades de orden público, argumentando muchas veces a partir de la excepcionalidad de la amenaza del desorden, para eludir la garantía de los derechos individuales.[11] Al mismo tiempo, su carácter de “imperativo superior” sin el cual el derecho o la libertad individual no podrían ejercerse correctamente según la teoría liberal hace de él una dimensión consubstancial al orden de las libertades, en tanto “proposición de derecho”, “proposición axiológica” o “concepto puramente teórico por el cual se expresa la unidad de todos los actos o normas jurídicas por inspirarlas todas” (Picard, 1996: 59 y 1984: 540-541). Esa doble dimensión del orden público, vinculada a una función que se puede comprender entonces desde maneras opuestas en función de la comprensión de lo que es o debe ser la sociedad, es su gran poder. El orden público es profundamente ambivalente.[12] Ese poder es grande y extraño a la vez en la medida en que descansa en una capacidad de legitimación de la acción política cuyos límites no son evidentes y tienen que ver en realidad con la definición del desorden por la autoridad política. Ahora bien, si esa definición puede descansar en una base metafísica en la Francia de Maurice Hauriou a principios del siglo XX –un estado de derecho–, significa que otras definiciones del desorden social muy diversas pueden beneficiarse del potencial de legitimación del orden público. La existencia de ese potencial en el siglo XX, común a Estados de derecho y Estados totalitarios como la España de Franco aboga para que se lo vea como una potente convención de la modernidad.
Y todo esto resulta problemático porque la idea de la necesidad de restablecimiento de orden público o de su defensa como una poderosa razón, como un imperativo casi absoluto depende de la afirmación de su existencia inmanente. Luego, lo que autoriza esa poderosa razón es muy relativo, muy amplio: la legitimación de las acciones emprendidas en pro de su defensa/restablecimiento se basa en descripciones, retablos de situaciones políticas que se presentan como diagnósticos, en referencia a un estado de salud / normalidad –la normalidad del orden público– que nunca es descrito. Esos alegatos sobre “el desorden imperante” que reclama poderosamente tal o cual tipo de intervención nunca se pueden contrastar con ninguna normalidad objetiva y el poder que los emplea tiene también en muchos casos cierta ventaja términos de capacidad de difusión de sus relatos.[13] Apelan en realidad a concepciones del orden idealizadas, proyecciones de cómo debería funcionar la sociedad política, que incluso se pueden enfrentar unas con otras, como es muy visible en la España de 1936-1938, donde por lo menos dos concepciones del orden público se despliegan.
El carácter de principio legitimador de un orden político que no era cualquier orden, el carácter en fin de alegato político del “orden público”, la importancia del voluntarismo en la afirmación perentoria –performativa– de su existencia: todo ello apareció en efecto muy claramente en 1936 y en 1937. El desplome completo del “Estado” en julio-agosto de 1936, sorprendente para cualquier mente historiadora acostumbrada a considerar el Estado como una realidad consolidada a esas alturas de la historia contemporánea, condujo a la competencia entre varios proyectos de “orden”. El proyecto de consolidación de un orden revolucionario en lo que se llamaría el campo republicano no llegó a sistematizarse realmente y no usó el adjetivo tradicional de “público”; sin embargo, proyectaba principios, instituciones y prácticas en función de una cierta concepción de la ciudadanía, de quién era el público y quién quedaba fuera. La reconstrucción del Estado republicano se hizo –como lo he mostrado en mi tesis doctoral– a partir de una (re)afirmación del orden público que incluía la determinación de quién era el público y quienes eran los enemigos del interior (que quedaron fuera, a la merced de los tribunales de excepción). De la misma manera, la construcción de un Estado franquista partió de la determinación, a punta de pistola, del ámbito de un nosotros calificado de nacional frente a un ellos prometido a la cuneta o al campo de concentración. Unos y otros fenómenos han sido justamente llamados por Rafael Cruz “construcción social de la guerra” (2006: 262 y ss.). Durante ese proceso de competencia entre tres “órdenes públicos” que componían un conflicto armado absoluto –en el sentido de momentos de política absoluta, de Alessandro Pizzorno (2015)– la imposición del orden público correspondía exactamente con la guerra civil, con la recomposición y afirmación de una comunidad imaginada como natural y limitada, así como la exterminación de las identidades concurrentes de pueblo o de público.[14]
Lo que me interesa recalcar aquí es la relación estrecha entre un principio de justificación absoluta, una traducción institucional (judicial, policial, castrense, administrativa, legal y reglamentaria) y unas prácticas sociales que activan gramáticas morales. La noción de orden público, en su aparición y desarrollo, se ha construido como algo que conecta estas tres dimensiones de la producción de lo social en la edad contemporánea y en el período que se suele llamar “liberal”, nacido a principios del siglo XIX. Creo además que esta función de conexión entre estas tres dimensiones tiene algo que ver con su carácter de punto ciego historiográfico. En efecto, la rareza de trabajos sobre su genealogía en tanto noción es muy sorprendente dado el lugar que ocupa en las configuraciones jurídicas, políticas y sociales de los países occidentales. Este defecto de historización refuerza su naturalización y permite cualquier uso anacrónico (escribir sobre el “orden público” en la Edad Media, por ejemplo), algo que comparte con otros macro-conceptos que constituyen nuestra modernidad (Estado, sociedad, individuo) y tiene sin duda mucho que ver con su eficacia política.
El despliegue del orden público como recurso político –y su misma naturalización por parte de los agentes históricos que emplean la expresión– se efectuó entre finales del siglo XVII y mediados del XIX, a caballo en un límite cronológico que supuestamente separa dos regímenes de lo político; dos regímenes tan distintos –y no hay duda de que lo son– y en los cuales parece sin embargo ocupar un lugar importante, si no central. A este respecto, cuestiona nuestros esquemas mentales acerca de las periodizaciones. La noción ha sido calificada de “correa de transmisión” entre el “Antiguo Régimen” y la “modernidad liberal”, una metáfora que ilustra finalmente hasta qué punto nuestra concepción del binomio ruptura / continuidad depende de las categorías forjadas por los actores mismos: pensamos la continuidad a partir de una concepción de la ruptura acuñada precisamente para significar una frontera histórica.[15]
Es necesario aquí volver a Jean-Pierre Dedieu: en su libro Après le roi, explica que todo el sistema social y político de la monarquía católica española funcionaba por la articulación de dos convenciones: la convención divina y la convención real.[16] A partir de las abdicaciones reales en 1808, se cae la convención real, lo que provoca el derrumbe de la estructura compuesta de la monarquía y corresponde con el proceso sin límites a priori de la retroversión de la soberanía.[17] Dedieu explica a continuación que tarda en recomponerse un conjunto de convenciones correspondiente a los nuevos tiempos, y propone dos nuevas convenciones de la modernidad: la convención nacional y la convención laica. No es éste el lugar para discutir estas propuestas y lo más interesante me parece subrayar el carácter necesariamente progresivo y difícil de la cristalización de una nueva convención estrechamente (necesariamente) con la que quedaba, o sea la convención divina, que, aunque no se rompió como la convención real, no salió ilesa del trance. La propuesta desarrollada a continuación, para no plantear nomás la aparición de una convención de orden público –basta sugerir su carácter convencional hoy– precisamente porque los procesos contemplados son largos y trabajosos y sería aventurero a estas alturas plasmar una cronología, contempla el orden público como una dimensión, una dimensión paralela y sin embargo omnipresente, en el sentido clásico de la sexta dimensión de la Twilight zone rejuvenecida recientemente por la serie Stranger things.[18] Una dimensión que se abre en una época y se hace cada vez más presente.
Inmanencia y trascendencia: atar el público al proyecto absolutista
El 27 de noviembre de 1790, Adrien Duport relator del proyecto de ley sobre la policía de seguridad, la justicia criminal y la institución de los jurados populares en la Asamblea constituyente francesa identificaba el orden público como una noción absolutista, “de la que se había abusado tanto”, que había que arrancar al despotismo para convertirlo en bandera de la libertad.[19] El gesto revolucionario consistía precisamente en agarrar una realidad reputada como indisponible, por inmanente y transcendente a la vez, y bajarla al terreno de la política de la voluntad: no se trataba solo de debatir del orden público, de volverlo polémico y así politizarlo, sino también de refundar las instituciones de justicia y de gobierno de acuerdo con los nuevos principios –el nuevo cielo– de los derechos del Hombre y del ciudadano. La radicalidad de ese replanteamiento desbordaba en realidad el proyecto de ley en cuestión y se plasmaría luego en la redefinición de los valores de la res pública llevada a cabo por Robespierre y sus aliados, la conquista del cielo de los valores hasta incluso dar con el nuevo culto del Ser supremo.[20] El orden y todas sus claves se volvían disponibles a la voluntad soberana; el público podía definir el orden y éste dejaría así de ser inmanente. En cambio, la definición de los límites del público se volvía central, como lo veremos más adelante.
Es importante remarcar aquí el sentido que le damos a dos palabras: por una parte, politizar lo público al volverlo polémico, y por otra, hacer de una realidad hasta ahora fuera de alcance algo disponible para la voluntad humana. Esto último remite a la idea de indisponibilidad del orden durante el Antiguo Régimen: el orden del mundo es la creación de Dios, como la monarquía y los cuerpos que la componen, y el sentido de la acción política es conservar y preservar ese orden dando a cada uno lo que le corresponde, haciendo justicia, restableciendo la perfección circunstancialmente afectada por malas elecciones de hombres caídos en el error. Las cosas naturales que componen ese orden, la existencia de esos cuerpos, estatutos y derechos, esta fuera del alcance de la voluntad humana. Antes de que la ley de necesidad obligue a hacer cosas que demuestran que algo (o todo) se ha vuelto disponible para la voluntad humana –la “voluntad general” que crea una constitución política apoyándola en principios proclamados como los derechos del hombre y del ciudadano– se puede abrir otra posibilidad, la de debatir sobre cosas que antes estaban fuera de todo debate. Remito aquí a una propuesta reciente del historiador Pablo Sánchez León (2021) que consiste en definir la politización como el proceso por el cual unas realidades sobre las cuales no podía haber polémica entran a formar parte de las cosas sobre las que se puede discutir: partiendo de la idea de “poder reflexivo de la política” de Pizzorno, caracteriza la política ya no como “una esfera del orden y de la vida comunitaria que se contiene a sí misma” sino como algo desbordante de sus propias fronteras convencionales dentro del orden. La política desborda sus propios límites y viene a incluir dimensiones de la vida comunitaria hasta entonces “tratadas según convenciones establecidas o siguiendo normas instituidas” y que “pasan a ser sometidas a polémica y disputa”, y –añade Sánchez León– “eventualmente a deliberación, que es el núcleo esencial de la acción política”. Vamos a ver cómo el orden público se configura como noción antipolítica, tomando politización en el sentido de polemización de realidades hasta el momento (casi) sagradas.
El nacimiento del orden público como pieza clave del proyecto absolutista databa de finales del siglo XVII y en particular de la elaboración del jurista Jean Domat en la gran obra donde fundaba una delimitación del “derecho público”.[21] Este reunía las materias compuestas por los deberes de todos los miembros de la sociedad para con la unidad orgánica de ésta y en particular la obediencia al soberano, indispensable para el mantenimiento del orden y de la paz. El orden público era “la obra de Dios mismo, por disponer del gobierno de todos los Estados, dar a los reyes y príncipes toda su potencia, y disponer el uso de ésta en la sociedad de los hombres de la cual son los jefes”. Esa adjetivación del orden de la sociedad de los hombres insistía en la necesaria jerarquía de los todos los cuerpos que componían ésta y en el principio de obediencia y de unidad alrededor de la cabeza real.
El principio sirvió enseguida y durante años al mejor discípulo de Domat, el canciller d’Aguesseau, uno de los mayores artífices del proyecto absolutista de la monarquía francesa entre 1690 y 1750. Lo encontramos en el centro de la afirmación de poder de Luis XV, en marzo de 1766, frente a una tentativa de dos parlamentos de fiscalizar sus prerrogativas, el famoso discurso “de la flagellation”. El rey invocaba el orden público como “ley fundamental del Estado”, un orden público que, en sus propias palabras, “emana enteramente de mí” y era atacado por la pretensión de esos parlamentos de asociarse en una “confederación de resistencia”, un “cuerpo imaginario” que rompería la armonía y la unidad de la monarquía. Este discurso iba a tener un eco importante en la monarquía hispánica, previa publicación de su traducción, el 25 del mismo mes de marzo, en el Mercurio Histórico y Político, en pleno motín de Esquilache.
Quiero destacar dos momentos que ponen de relieve el uso paralelo de la noción de orden público en ambas monarquías, en 1766 y 1774. Esta última es la fecha de la pragmática sanción preventiva de bullicios y conmociones populares, que debía asegurar “la obediencia puntual a las leyes y providencias” reales. La preparación de su redacción fue coordinada por el Conde de Ricla, secretario de guerra, que hacía del orden público, expresión poco usual en aquel momento en la monarquía hispánica, “la constitución fundamental del Estado”. Ese trabajo se situaba en línea recta con las medidas publicadas después del Motín de Esquilache, el 5 de mayo de 1766, donde se había producido la primera apropiación de la expresión orden público en la cumbre política española. El motivo de la pragmática era que dos años antes, en 1772, unas corporaciones artesanales barcelonesas se habían constituido en junta, mandando un procurador a Madrid y constituyéndose en interlocutoras de las autoridades y coordinadoras de la oposición a las quintas. Esas corporaciones venían descontentas desde 1766 por haber sido apartadas de la elección de los procuradores del común en aplicación de la reforma que apuntaba a perfeccionar la organización corporativa de la monarquía, consecutivamente al motín de Esquilache. Al actuar de esta manera, los artesanos barceloneses repetían el enorme crimen de la plebe madrileña de marzo de 1766: ésta, al redactar constituciones y mandar una diputación al rey, se había auto-instituido o auto-constituido de una manera “monstruosa” desde el punto de vista del iusnaturalismo católico. Esa pretensión era de la misma naturaleza que la que Luis XV había flagelado discursivamente unas semanas antes en los parlamentos y rozaba la atrocitas de los crímenes de lesa majestad y lesa majestad divina.
Pocos días después del motín en Madrid, una de las censuras hacía eco a la figuración en orden de todos los cuerpos de la monarquía que ocupaba los actos y escritos de desagravio organizados en mayo.[22] Ese “Discurso histórico de los acaecido en el alboroto de Madrid”, denegaba al “ejército de vagabundos”, primero la calidad de Pueblo, recordando que éste era “un Cuerpo respetable, autorizado en todas formas por los Magistrados, Ayuntamientos y demás Miembros suyos de alto carácter”; segundo, diferenciaba ese “cuerpo sin cabeza” del Público, definido de paso, sintéticamente, como “todo un Reino, toda una República o todo un Señorío, con Jueces competentes que pueden formalizar algunas Leyes, las que debe después autorizar con su aprobación el Soberano”. La auto-organización de los amotinados destacada en la encuesta realizada a petición de las autoridades, además de subrayar el defecto de representación que la reforma municipal intentaría subsanar, cuestionaba en última instancia la dinámica misma de constitución y definición del público, la dinámica tradicional iusnaturalista y corporativa.
Ese problema no estaba circunscrito al Madrid de marzo de 1766 y lo podemos leer en términos de politización partiendo de la misma propuesta de Pablo Sánchez León: la pretensión de hacer del público algo discutible, polémico, era absolutamente insoportable. La idea de orden público, afirmada como constitución fundamental de la Monarquía, podía funcionar como una valla antipolítica por el recuerdo del carácter a la vez inmanente y trascendental del orden institucional mismo, o sea de su carácter indisponible para la voluntad humana. La sacralidad de orden público era una calidad indispensable para que su invocación funcionara como recurso de contención de la política en sus límites tradicionales. Estuvo en el centro de dos asambleas seguidas del clero francés en 1770 y 1775, cuyas advertencias fueron difundidas en todas las parroquias del reino y representaba una contraofensiva mayor contra algunas ideas del siglo, particularmente las del barón de Holbach (Peronnet, 1985: 625-634). Estaba asimismo presente en la jerarquización de los crímenes de la Ciencia de la legislación de Gaetano Filangieri: en esta obra de inmediato éxito en varios idiomas, el jurisconsulto napolitano articulaba estrechamente los crímenes contra el orden público a la lesa majestad real y divina (traducciones al español entre 1780 y 1792).[23] Veremos luego que este punto tiene su importancia en la medida en que participa de la relación de fuerza que radica en la función despolitizadora del orden público.
La disponibilidad del orden y su moderación: revoluciones
La propuesta de Duport en noviembre 1790 se basaba en el legicentrismo más radical: la justicia era el “único fundamento del orden público” y ningún poder podía legitimarse fuera de la convención o contrato libremente consentido por los hombres, y sobre una nueva concepción de la ley como igual para todos, pública, general, y de aplicación obligada. El orden público era la garantía de los derechos por la aplicación de la ley, toda la ley y solo la ley. Ello hacía coincidir el “público” con los individuos de la nación y lo “público” con el dominio de la ley. Esa concepción veía en cualquier imposición no fundada en ley –inclusive el abuso de autoridad, con sospecha hacia todo detentor de posición institucional–, el principal peligro para el orden público: el despotismo. La arbitrariedad era violencia y no permitía la unión de la paz y la libertad, verdadero contenido de un orden público fundado en la ley.
Once años más tarde, en el código civil de 1801, art. 6, el orden público venía definido por defecto a partir de la vuelta a una fórmula de Domat: “On ne peut déroger par convention particulière aux lois qui intéressent l’ordre public et les bonnes mœurs”. La asociación con las buenas costumbres abría un vasto campo de indefinición que provocaría dolores de cabeza a buena parte de los juristas franceses que cultivaron durante el siglo XIX el relato del “Estado de derecho”. Esa evolución sorprendente encuentra una rotunda confirmación y un principio de explicación en la opinión común de los prefectos napoleónicos analizada por M. N. Bourguet a partir del análisis de su numerosa correspondencia. Los prefectos se dan cuenta de la importancia y de la ambivalencia del orden consuetudinario de los campesinos, factor de resistencia y desorden, pero también conjunto de usos, prejuicios y opiniones que se articulan con las leyes en el funcionamiento de la sociedad. Según la historiadora, descubren que “el orden público no es la ley, sino la traducción en derecho positivo del estado moral y social de la nación” (Bourguet, 1985).
Sin embargo, no significa que los redactores del código civil hayan dejado de profesar el legicentrismo. Al contrario, la fórmula de Domat, podía ser un recurso potente para hacer de la ley la única fuente de obligaciones, para no solo centralizar el poder normativo sino también eliminar el pluralismo normativo característico del Antiguo Régimen como se había eliminado el pluralismo de los derechos. Ahora bien, la clave nos la da la asociación por los prefectos del estado moral con el estado social e incluso con algo que llamaríamos hoy la productividad económica: “No basta con considerarlas [las leyes] bajo el aspecto de su relación con el derecho natural, hay que considerarlas a partir de las relaciones que tienen con la agricultura y la moral”. Remite así a una naturalización de la desigualdad llamada a consolidarse en los decenios siguientes, con una distinción radical entre el del orden social considerado como una realidad de hecho, objeto de una nueva ciencia de la sociedad por venir, y el orden del derecho, objeto de la voluntad del público, de la nación soberana.[24]
Esta distinción, si entendemos que fue facilitada por la agitación social de los años revolucionarios y el empuje de la plebe para reivindicar la calidad de pueblo y participar en la definición de lo público, encuentra sin embargo su origen en los primeros debates de 1790. Al ideal de garantía de los derechos, fue opuesta la celeridad para proteger primero la propiedad y luego “la seguridad de los individuos”, razón que aconsejaba confiar a la Maréchaussée –tropa militar que fue transformada en gendarmería– misiones de policía de seguridad, en competencia con –o como tutela de– los jueces de paz. Lo que se quería prevenir eran los “delitos favorecidos por una desviación momentánea de la opinión local”, apoyo al contrabando, resistencia al impuesto, violencia en las asambleas y por eso eran necesarios “hombres independientes del pueblo”. Además, la Revolución debía demostrar que podía proteger las garantías constitucionales de los “buenos ciudadanos” contra la “libertad desordenada de los malos” y evitar “las agitaciones anárquicas y la agitación popular”.[25] Seis meses más tarde, en el debate sobre el proyecto de código penal, el relator, Le Pelletier de Saint-Fargeau nombraba varias veces el “orden social” al señalar el complemento indispensable al código penal, es decir una “buena policía”, capaz de prevenir el crimen. Las cualidades de la gendarmería para “espantar al crimen sin alarmar a la libertad” permitían reprimir “los abusos de la mendicidad” eliminando a los “vagabundos y desconocidos, seres siempre escondidos para hacer el mal y siempre errantes para evitar el castigo por el mal que han hecho”. La naturalidad del orden social descansaba en la distinción natural entre por un lado los individuos de la nación y buenos ciudadanos y por otro, los malos, cuyas costumbres revelaban su condición moral. En realidad, esta distinción era producida por discursos política y socialmente situados, emitidos desde determinadas instituciones que representaban el (restablecimiento) del orden; esa distinción fue trabajada en términos morales desde la práctica de agentes como los prefectos napoleónicos, desde la policía, cuyo papel de productora de un relato del orden es crucial.[26] La imaginación del orden social descansaba entonces en la figuración moral y la categorización institucional del desorden.
La consecuencia de hacer de los “malos” (vagos, etc.) unos seres peligrosos, era situarlos fuera del espacio de los derechos y de la protección de la libertad constitucional. De hecho, el crimen o simplemente su condición moral les situaba fuera. La famosa tensión entre libertad y seguridad no es tal si nos damos cuenta de que hay que preguntar “para quiénes” se concebían una y otra. El carácter de pivote de la propiedad, que viene primera y a la que se articula la seguridad, es una indicación que llevaría a examinar el caso francés siguiendo el análisis propuesto por Bartolomé Clavero (2013) a propósito del primer constitucionalismo hispánico. Sin examinar esta hipótesis detenidamente, hay que señalar que la primera distinción entre buenos y malos para habilitar la intervención de la gendarmería y proteger con más celeridad la propiedad y la seguridad desembocó veinte años más tarde en la institución de la “Haute Police” (alta policía) napoleónica.[27] En la exposición de motivos del segundo código penal, en 1810, el Conde de Berlier justificaba el hecho de confiar a la gendarmería la vigilancia por una parte, de los condenados a penas aflictivas que hubieran purgado su pena, es decir los “malhechores” y por otra, de los mendigos y los vagabundos, es decir también los jornaleros que no tenían su libreta de obrero al día. Luego, la mención de la peligrosidad de esa gente, de la amenaza particular que representaban para “el orden público” venía justo después del tema de los atentados contra los agentes de la autoridad, cuanto más altos en la jerarquía, peor, en un diseño general donde se podría leer la influencia de Filangieri. La institución de la Alta Policía no debía “inquietar a los buenos ciudadanos” sino tranquilizarlos porque “la sociedad” debía “tomar precauciones” y la restricción de los derechos individuales de los condenados “completa[ba] la garantía social”. Por eso la “vigilancia legal” se desagregaba de la autoridad judicial y se remitía a “la autoridad administrativa”. A un diputado que protestaba por el hecho de que una persona acusada de mendicidad pudiera tener que probar su inocencia, Berlier respondía que “la calidad de la persona justifica[ba] esa presunción.” Terminaba asentando: los vagabundos “no son miembros de la civitas”.[28] Esas distinciones entre tipos de autoridades y tipos de sujetos, en relación con la protección del orden público fueron luego sistematizadas por uno de los jurisconsultos más influyentes, uno de los pilares de la doctrina jurídica francesa desde el siglo XIX, Jean-Baptiste Sirey, a lo largo de esos decenios fundacionales del derecho francés “liberal”.
Esa evolución, casi inmediata con la afirmación de la disponibilidad de las coordenadas de la sociedad política a la voluntad soberana, fijaba límites a esa disponibilidad que radicaban en la calidad de los sujetos. El problema de esa disponibilidad era precisamente que no tenía límites. La dinámica de la polemización como politización señalada por Pablo Sánchez León en su papel ha sido relacionada fuertemente por Pietro Costa (2019) con las circulaciones entre las Revoluciones francesa y haitiana. La formulación universalista de los derechos tuvo un papel importante en la retórica de la revolución haitiana porque abrió un espacio de conflicto en el que y gracias al cual emergieron acciones y pretensiones al reconocimiento por unos sujetos que se apropiaban el lenguaje de los derechos. Los debates alrededor de los derechos de los libres de color –¿quién es el “todos” en la expresión “todos iguales en derechos”?– y la pronta reivindicación por parte de éstos hizo ver a los propietarios blancos el peligro de esa disponibilidad de los derechos, como objeto y como lenguaje. A su apropiación ilimitada y la politización que conllevaba, los colonos oponían la “naturalidad” de las razas y el peligro para el orden social. La auto-institución de unos sujetos que eran pensados como objetos representó el clímax de la politización y de la demostración del carácter en adelante disponible de la categoría de público. Esa dinámica de radicalización tan evidente en el caso caribeño –y que pasó por la guerra– existió también en el caso de los suburbios de Paris; la naturalización del orden social, con sacralización de la propiedad, se articulaba a la exclusión legal de ciertas categorías de sujetos en virtud del orden público. Este, en vez de ser el producto de las leyes como lo proponía Duport, devenía, mediante su asociación con un orden moral y un orden social significados como indisponibles, una noción para-constitucional cuya relación estrecha con la salus pública permitía la relegación de sujetos a un limbo jurídico, un limbo donde sus reivindicaciones podían convertirles en “enemigos de la sociedad”.
El orden público como dimensión paralela y la dinámica de despolitización
Pedro Cruz Villalón (1984), en su tesis sobre la excepcionalidad jurídica en la España contemporánea ha propuesto la idea de “doble constitución” para ilustrar la coexistencia de un espacio constitucional de los derechos con un espacio excepcional que se podía abrir por declaración de estado de sitio o de urgencia, y podía significar, para algunos o para todos, la pérdida de garantías ciudadanas presentes en el estado de normalidad. El problema de partida era la incorporación al ordenamiento jurídico centrado en la constitución de los medios utilizados para la defensa extraordinaria del “Estado”, lo cual, en realidad, bajo el rótulo del orden público, abarcaba mucho más que la defensa del entramado jurídico-institucional organizado por la constitución. Acabamos de ver, en efecto, que desde el principio y aún en medio de la Revolución Francesa, la naturalidad del orden y su sacralización, evacuadas por la radicalidad del poder constituyente, volvían bajo el manto del “orden social” y las “buenas costumbres”. Ello significaba por una parte la articulación formal con la constitución de instituciones “ampliamente consideradas como incompatibles con ella, debiendo quedar excluidas de la misma y confinadas, si acaso, al mundo de la necesidad.” (Villalón, 1984: 13). Por otra parte, implicó la coexistencia real –desde el mismo momento en que regía la constitución– de dos espacios normativos, o mejor dicho, de dos dimensiones, la de la normalidad, gobernada por los derechos, y la de la excepcionalidad, gobernada por la ley de necesidad, efectuándose la báscula de una a otra dimensión a partir de la invocación del orden público.
La articulación legal entre esas dos dimensiones, la membrana de separación de ese sistema de “doble constitución”, que permitía el paso de una a otra dimensión, se llamó en la agenda constitucional española “Ley de orden público” y solo llegó a adoptarse en 1870. Antes de esta fecha, se hizo funcionar bajo el mismo nombre una ley de 17 de abril de 1821 que incorporaba innovaciones inglesas (el riot act), pero sobre todo francesas (ley marcial y estado de sitio), a la defensa extraordinaria, no solo de la constitución, sino también del orden social, ya que abarcaba la lucha contra cierto tipo de personas, las mismas que eran apuntadas por la Alta policía napoleónica: los vagos y los bandidos. El contexto de su adopción muestra que se trataba efectivamente de una ley de defensa social contra una plebe a la que se quería mantener a las puertas el orden público, fortaleciendo este al vincularlo con la sacralidad del poder real (Blanco Valdés, 1988). En efecto, la redacción de esa ley coincidía en algunos párrafos con la del proyecto de código penal de 1822 que adoptaba la misma jerarquización de los crímenes de Filangieri, situando los atentados contra el orden público en lo más alto, junto con los atentados contra la religión y la familia real.
Hablar de dimensión del orden público mejor que de espacio permite comprender que esta cláusula funciona no solo bajo el modo de lo extraordinario –declaración de estado de sitio para un tiempo determinado y un espacio circunscrito– sino también bajo un modo ordinario y cotidiano, vinculando la excepcionalidad a la calidad de los sujetos por el peligro que representarían para el orden social/moral, permitiendo que cayeran en ese limbo determinadas categorías de personas según los contextos (vagos, bandidos, obreros, libres de color, negros, indios, colonizados –y hoy inmigrantes o descendientes de inmigrantes–), dificultando en extremo su reclamación de derechos. En efecto, en esa dimensión, el lenguaje del orden se sustituye al lenguaje de los derechos y opone a la fuerza del reclamo de derechos –que son a la vez el objeto reclamado y el lenguaje de su reclamación, con el efecto de politización intrínseca que conlleva– la fuerza de la categorización institucional como peligrosos, una fuerza que descansa en la movilización de los valores morales fundamentales de la comunidad y en la movilización inmediata de una fuerza física, la del poder administrativo –y muchas veces militar– que no permite apelar a nada, sino a la resistencia armada.
Lo que confiere al orden público su calidad de dimensión paralela a la que se puede caer casi inadvertidamente se vincula con la construcción de esa excepcionalidad desde la vida cotidiana, a través de la capacidad del poder administrativo, nueva encarnación, precisamente cotidiana y en múltiples escalas, de un poder œkonomico, de aprehender calificando. Se trata de un poder de privar de garantías preventivamente por decisiones tomadas a escala micro y refrendadas por la existencia del sistema de doble constitución y, al mismo tiempo, de privar de voz a los sujetos, haciéndoles caer en el pozo de categorías moralmente condenadas. Esa cotidianeidad mezcla encarnación institucional, social y moral del orden público de una manera que hay que estudiar en profundidad, sin separar el análisis de las lógicas institucionales de la de la construcción de las figuras del desorden.[29] Evidentemente, ese pulso cotidiano, que requiere muchas investigaciones, es también un pulso permanente, ya que la tentativa de despolemizar que representa la afirmación antipolítica del orden público no escapa de la lógica de la polemización misma. Para decirlo de otro modo, la razón administrativa puede ser combatida por gente que razona y que elabora otras categorizaciones, otro orden, no solo en libros, como Joseph Proudhon, sino también con armas como los revolucionarios españoles de 1936-1937.
Conclusión
La construcción concreta del poder administrativo y en particular de las instituciones de policía se hizo durante el siglo XIX al ritmo de un estribillo que decía “más administración, menos política”. El enfoque abierto por esta comprensión de la noción de orden público permite el estudio conjunto de esa construcción institucional y el análisis de los fenómenos de exclusión radical de la comunidad política que, cuando son respondidos colectivamente por los interesados y estos consiguen constituirse como comunidad imaginada, puede derivar en guerra civil. Permite vincular las cuestiones de la identificación y la categorización de sujetos a la construcción del orden social y del orden político, incorporando el orden jurídico, precisamente durante un período en el cual se autonomizan esos tres campos, entre el siglo XVIII y el siglo XIX; esto, sin quitar a esa construcción su carácter procesual ya que permite el estudio de los fenómenos de descomposición/recomposición de ese orden incluso si son violentos y definitivos. En efecto, si la fuerza de la invocación del orden público en la exclusión de sujetos y la represión de actitudes descansa en su movilización de los valores morales fundamentales de la comunidad, su contestación reclama una fuerza mayor y pasa por una reformulación de valores que desemboca en guerra absoluta –por retomar una categoría de Pizzorno–, se llame civil o religiosa.
La historia del orden público permite entender esa vis despolitizadora y completar la comprensión de las dinámicas de politización señaladas por Pablo Sánchez León en su contribución reciente sobre la idea de politización. En su texto referido arriba, Pietro Costa reintroduce en la idea de esos procesos de politización la experiencia y la relación de fuerzas que hace de la politización una dinámica a partir de la apropiación de los derechos, o sea, de la auto-categorización como sujetos portadores de los derechos reclamados. Pero esto es solo uno de los polos de la relación de fuerzas: el accionar administrativo cotidiano y la movilización política excluyente del orden público representan otra dinámica, con su propio lenguaje y su propio tipo de performatividad.
Por eso me parece que el enfoque señalado aquí del orden público es útil para comprender las dinámicas político-institucionales del período que nos interesa, a partir de múltiples situaciones concretas situadas en el espacio hispano-luso que comparte condiciones de tránsito entre Antiguo Régimen y régimen estatal-legal, todo y considerando las circulaciones conceptuales e institucionales dentro del vasto espacio cultural inter-imperial al que apuntamos.
Por ser una cláusula para la acción, por una parte, y por otra, una noción que por ser funcional, se articula necesariamente a una gramática conceptual y a una configuración política, a un contexto histórico, la noción de orden público es un recurso de legitimación del discurso y de la acción que nos obliga a considerar el sustrato cultural en relación con los usos sociales y políticos. Su estudio orienta el análisis hacia el lenguaje como acto y, de hecho, su enorme fuerza legitimadora puede analizarse en términos de fuerza ilocutiva (la simple afirmación de su existencia). Por otra, obliga a replantear la manera habitual de abordar la circulación de ideas o conceptos, no solo entre escenarios imperiales, sino también entre escalas geográficas: sus características fragilizan mucho cualquier abordaje comparativo, al volver los contextos de uso quizás más importantes que un contenido conceptual incierto. En realidad, su funcionalidad como recurso político se asienta en una combinación de cultura compartida y de contextos o configuraciones que dotan de sentido su uso. Esto puede resumirse en una fórmula, la de una historia conjunta: la de unos escenarios tanto imperiales como locales que comparten un sustrato cultural desde el cual se puede activar el sentido de la expresión en determinados contextos. Estos contextos se pueden ver como problemas que se plantean conjuntamente en los distintos espacios. La comparación de las apropiaciones y los usos de la expresión de orden público se puede hacer en tanto que esos usos son elementos de soluciones a problemas compartidos.
Para terminar, y más allá de la comprensión del período bisagra XVIII-XIX, el estudio de la noción de orden público responde también a la aspiración al extrañamiento respecto de las convenciones del presente, un extrañamiento que escapa de la afirmación de una verdad nueva contenida en la idea de perspectiva y que al contrario nos permite ver en acción el espectáculo del desbordamiento político de las convenciones y el de la recomposición de ésas, hasta nuestra propia orilla.
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Notas