Artículos
Peronismo y Procronismo
Peronism and Prochronism
Peronismo y Procronismo
Prohistoria, núm. 38, 1-23, 2022
Prohistoria Ediciones
Recepción: 28 Mayo 2022
Aprobación: 05 Agosto 2022
Resumen: Este trabajo indaga sobre las características comunes que atraviesan distintas interpretaciones del primer peronismo en las Ciencias Sociales. Los autores seleccionados son Emílio de Ípola, Juan Carlos Portantiero, Juan Carlos Torre, Daniel James y Ernesto Laclau. La hipótesis del trabajo es que puede detectarse cierto anacronismo en estas aproximaciones ejemplares. El mismo consistiría en la proyección de ciertos parámetros forjados al calor de la experiencia de los años 70 en esas lecturas. Finalmente se observan los efectos del anacronismo explorado en la agenda de los estudios sobre el primer peronismo. Particularmente en la “historia desde abajo” y en la crítica a la normalización.
Palabras clave: Primer Peronismo, Anacronismo, Historia desde abajo.
Abstract: This paper studies the common characteristics that cross different interpretations of early Peronism in the Social Sciences. The selected authors are Emílio de Ípola, Juan Carlos Portantiero, Juan Carlos Torre, Daniel James y Ernesto Laclau. The working hypothesis is that a certain anachronism can be detected in these major works. This would consist in the projection of the experience of the 1970s in these approaches. Finally, the effects of the anachronism explored in the agenda of studies on early Peronism are discussed. Particularly, the “history from below” and the critique of normalization.
Keywords: Early Peronism, Anachronism, History from below.
Cuando analizamos y reflexionamos sobre nuestros conceptos normativos, es fácil quedar hechizados por la creencia de que los modos en que pensamos acerca de ellos, legados por las tendencias prevalecientes de nuestras tradiciones intelectuales, deben ser los modos de pensar correctos.
Quentin Skinner, Lenguaje, política e historia
Introducción
El peronismo fue sin duda uno de los objetos de estudio primigenios que caracterizaron el surgimiento de la sociología como disciplina científica institucionalizada en Argentina. La senda abierta por Gino Germani (1956, 1962, 1973 y 2003) se revitalizaría con un debate que se prolongó al menos hasta los primeros años 80. Ello fue así más allá de los contemporáneos intentos de la brillante pluma de José Luis Romero (1983) por establecer desde la historia los orígenes del drama de la democracia argentina, operación realizada a través de una genealogía de linajes que, en tanto arquitecta de tradiciones, evocaba los orígenes de la disciplina en nuestro país.[1] Es por ello que los estudios sobre el peronismo fueron por décadas el coto casi exclusivo de sociólogos y cientistas sociales en general, ante la marcada –y comprensible de acuerdo a los cánones de la época– indiferencia de los historiadores profesionales por acontecimientos cuyos ecos aún signaban su presente.
El monopolio sociológico de la temática no dejaría de encarrilar el debate con un sesgo particular, un rasgo que en cierta medida sobreviviría cuando a partir de la década de 1980 los historiadores empezaron a interesarse más regularmente por los años del primer peronismo. En líneas generales podríamos decir que el centro del interés giró alrededor de la naturaleza del fenómeno bajo estudio, su intento de caracterizarlo a partir de una fisiología sociopolítica que pensó primero las relaciones entre las transformaciones sociales y las instituciones, y, más tarde, entre las clases sociales y el Estado. El punto de mira se colocó principalmente en el momento fundacional, precisamente para intentar circunscribir sociológicamente aquello que se disputaba en caracterizar, bien como un fenómeno novedoso que marcaba algún tipo de conmoción del orden previo, bien como algún tipo de solución transformista capaz de dar cuenta de los desafíos que imponía la modificación de la textura social. Era precisamente en el marco de este recorte que se pugnaba por remontar a la década previa la génesis de los sucesos acaecidos a mediados de los años 40 del siglo pasado. El par ruptura/continuidad cumplió un papel fundamental en las interpretaciones del fenómeno peronista desde mucho antes de que François Furet advirtiera cómo en los estudios sobre la Revolución Francesa –y no solo en ellos– solía darse el mestizaje de dos géneros diferentes que es preciso distinguir ya que corresponden a diferentes objetos de análisis: la Revolución como proceso histórico, esto es como un conjunto de causas y de consecuencias, de una parte, y, la Revolución en tanto modalidad de cambio, esto es, como dinámica particular de la acción colectiva, de otra. Ambos objetos requieren de distintos recortes cronológicos, de distintos énfasis en la indagación o corremos el riesgo de actuar como si “una vez establecidas las causas, la pieza empezara a moverse sola gracias al impulso inicial (Furet, 1980: 30-31).[2] Algo de esta confusión sobrevuela las aproximaciones ortodoxas y heterodoxas al peronismo, donde la pregunta por la génesis suele sobreponerse a aquella otra que apunta a la caracterización de la forma de historicidad desplegada a lo largo de la década 1945-1955.[3]
La preocupación por caracterizar la naturaleza del fenómeno y la adscripción a una matriz de análisis dicotómica que intentaba establecer continuidades y rupturas conllevó ciertos relegamientos que impactarían en forma duradera en nuestro conocimiento acerca del peronismo. En cierta forma podemos decir que las miradas adquirieron un fuerte tono estructuralista que contrapuso, sea para realzar o para diluir los contrastes, dos espacialidades separadas alrededor de la coyuntura crítica de 1945. La dimensión diacrónica y procesual de la política era confinada en un cono de sombras como consecuencia de lo cual el momento fundacional aparecería como un centro ordenador que acabaría por diluir las especificidades de la década peronista. En una notable reflexión sobre el papel heurístico de las nociones de continuidad y ruptura, Claudio Ingerflom apunta sobre el tema que nos ocupa:
“es evidente que cada una de estas dos categorías, ruptura y continuidad, sólo pueden dar cuenta de la ruptura o de la continuidad, o sea, de uno de los aspectos de lo que habría sucedido. Sin embargo, el sentido del cambio se adquiere en la relación que existe entre lo que puede ser reconocido como pasado en el presente y el impacto producido sobre ese pasado presente por la perspectiva futura. No solamente esta dialéctica está ausente en el razonamiento ruptura y/o continuidad, sino que tal dialéctica se despliega bajo otras categorías. Me estoy refiriendo a aquellas que Koselleck ha denominado espacio de experiencia y horizonte de espera, ya que permiten insertar las dimensiones temporales en la historia que estudiamos.” (Nun-Ingerflom, 2006: 143)
Podríamos ir más allá de esta reflexión de inspiración koselleckiana y afirmar que ese pasado presente no solo es impactado por la perspectiva futura, sino que las sucesivas capas de un espacio de experiencia también actúan las unas sobre las otras. Por ejemplo, el movimiento iniciado en Buenos Aires en 1810 y conocido como Revolución de Mayo no tuvo el mismo sentido luego de la Declaración de la Independencia de 1816 y buena prueba de ello podemos encontrar en los padres fundadores de la historia como disciplina académica en nuestro país. Y esta circunstancia, controlable solo hasta cierto punto, impone como sabemos limitaciones que están más allá de la honesta voluntad de reponer un sentido de época.
Resulta sintomático que aun cuando los historiadores comenzaron a desarrollar un interés más extendido por el estudio de los años del primer peronismo, el mismo haya seguido el riguroso recorte de una dimensión muy particular del espectro posible de indagaciones: el peronismo y la Iglesia, el peronismo y los sindicatos, el peronismo y las Fuerzas Armadas, el peronismo y los intelectuales, el peronismo y la justicia, etc. Aun hoy, a casi cuarenta años de labor historiográfica en curso, carecemos de estudios académicos más abarcativos de aquellos años del peronismo en el poder. Esta tarea ha quedado prácticamente relegada, con diversos grados de éxito, a la labor de historiadores ajenos al ámbito académico o al ensayo de investigación del periodista político.[4] En muchos casos, la mayor concentración de información de conjunto del período proviene de memorias y ensayos de los protagonistas de aquellos años, páginas escritas al calor de la lucha política que, de ser fuentes para el examen crítico, pasan a cubrir un vacío historiográfico
Así, las periodizaciones resultarán intuitivas o parciales antes que fundadas: la Reforma Constitucional, la crisis económica, la sublevación militar de septiembre de 1951 y la declaración del estado de guerra interno, las elecciones presidenciales de ese año, la muerte de Evita en 1952 o el conflicto final con la Iglesia Católica aparecerán como hitos cuya significación está lejos de ser unívoca.
La compleja inquisición acerca de la naturaleza del peronismo podría desagregarse en dos dimensiones. La primera y fundamental refería, siguiendo la senda germaniana, a la composición social del fenómeno bajo estudio, su formato e impronta. La segunda dimensión, muy ligada a la anterior, pretendía dar cuenta de un aspecto dinámico al comparar dos espacialidades diferentes: la pregunta era ahora por la significación social de ese proceso en una perspectiva más amplia y aquí el eje analítico continuidad o ruptura era central.
En cuanto a la composición social y la impronta fundacional del peronismo ha existido un creciente consenso que ve allí el quiebre de la deferencia y la emergencia de sectores hasta entonces relegados, que adquirieron visibilidad y dignidad, actuando colectivamente de acuerdo a una cierta racionalidad de intereses, o bien buscando en forma no menos racional recursos de identidad que les permitieron transformarse en un actor colectivo decisivo.[5] La impronta plebeya del peronismo, de la que derivaría la recurrente evocación del “hecho maldito” acuñada por Cooke, parece fuera de discusión. Ahora bien, cuando la mirada toma distancia del hecho fundacional y se pregunta acerca de una significación más amplia del hecho peronista, una suerte de balance más global, advertimos que, independientemente del posicionamiento de los distintos autores frente a aquella experiencia, un nuevo consenso parece delinearse.
Una coincidencia singular
Nos permitiremos citar brevemente cuatro de estos balances pertenecientes a autores del prestigio de Emilio de Ípola, Juan Carlos Portantiero, Juan Carlos Torre, Daniel James y Ernesto Laclau. Varios de ellos tuvieron una experiencia propia de la vida en los años del primer peronismo: Portantiero tenía veintiún años cuando el golpe de 1955 tuvo lugar; Ernesto Laclau, diecinueve; Emilio de Ípola dieciséis y Juan Carlos Torre apenas quince. Los tres primeros crecieron en Buenos Aires, mientras que por esos años, Torre realizaba sus estudios secundarios en Bahía Blanca. Los cuatro tendrían una activa militancia en la izquierda durante los años inmediatos del posperonismo: Portantiero y Torre en el PC; de Ípola, tras un breve paso por el PC, ingresó en el socialismo argentino en pleno proceso de fragmentación y Laclau pasó del Partido Socialista Argentino y el Partido Socialista Argentino de Vanguardia, a dar el salto hacia las heterodoxas filas de la izquierda nacional y el Partido Socialista de la Izquierda Nacional en 1963. Los cuatro fueron testigos de la progresiva erosión del consenso antiperonista en el mundo universitario que tanto afectaría a la identidad de las izquierdas en los años 60 y que acarrearía no pocos impactos tanto en sus biografías como en su producción académica. Esto es así al punto de que toda la empresa laclausiana de vaciamiento y formalización de la idea gramsciana de hegemonía (Laclau y Mouffe, 1985) puede verse como una racionalización a nivel teórico de aquella experiencia vital. Distinto es el caso de Daniel James, nacido en 1948 en el seno de una familia galesa radicada en Inglaterra. Hijo de un obrero metalúrgico comunista, James militaría en los años 70 en el trotskismo británico y desde esa época, cuando estaba realizando su tesis sobre el peronismo y la clase trabajadora argentina, mantiene un fluido contacto con Argentina y los académicos locales.
En abril de 1981, en un coloquio organizado en Oaxaca por la Universidad Nacional Autónoma de México, Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero presentaron la ponencia “Lo nacional popular y los populismos realmente existentes”. La misma era una respuesta a otro autor presente en ese coloquio, Ernesto Laclau,[6] quien en su primer texto de 1977 sobre el populismo había planteado una relación de continuidad entre socialismo y populismo, o dicho de otra forma, la necesidad de que el socialismo planteara un enfrentamiento dicotómico entre el pueblo y el bloque de poder para ser hegemónico.[7] Escribieron allí Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero en un texto que debatía con Laclau e intentaba separar claramente las aguas entre socialismo y populismo:
“el peronismo constituyó a las masas populares en sujeto (el pueblo), en el mismo movimiento por el cual –en virtud de la estructura interpelatoria que le era inherente– sometía a ese mismo sujeto a un Sujeto Único, Absoluto y Central, a saber, el Estado corporizado y fetichizado al mismo tiempo en la persona del ‘jefe carismático’.” (de Ípola y Portantiero, 1981: 12).
La intervención de los por entonces académicos de FLACSO México reproducía los lineamientos de los trabajos de Emilio de Ípola (1987) de aquellos años sobre el populismo. Junto a la dimensión de ruptura y dicotomización de la comunidad propia de la aproximación laclausiana, nuestros autores señalaban un movimiento inverso en el que el estado se impone como cohesionador de un orden de tipo organicista que marcaban como característico de los populismos latinoamericanos y particularmente del peronismo argentino. La escisión nacional-popular colapsaba para de Ípola y Portantiero ante el peso de la dimensión nacional estatal como garante de un principio general de dominación. Si la lectura de los profesores exiliados en México tenía el enorme mérito de identificar fuerzas contradictorias en el populismo (tendencias a la ruptura y contra tendencias a la conciliación comunitaria) la misma suscribía la idea de un desenlace necesario e inevitable del populismo en favor de la imposición de un estado corporizado y fetichizado en la figura del líder. El fantasma del transformismo, nunca mencionado pero siempre presente a lo largo del texto, era entonces la aproximación preferida para referirse al populismo en general y al peronismo en particular.[8]
Juan Carlos Torre ocupa, con absoluta justicia, el lugar más prominente entre los estudiosos del primer peronismo en el país, constituyéndose en una referencia ineludible. Con él llega a su máximo desarrollo la crítica heterodoxa a la aproximación seminal de Germani iniciada por Murmis y Portantiero (1971). Continuando la crítica a la tesis germaniana de la centralidad del papel de los nuevos obreros provenientes del interior del país, Torre pone de relieve el papel central de la vieja guardia sindical en los orígenes del peronismo (Torre, 1990). Al tratar el proceso de disolución del Partido Laborista y la cooptación de la CGT, escribe en relación a la proclama leída por radio por Perón el 23 de mayo de 1946 ordenando a sus seguidores la unificación en el Partido Único de la Revolución Nacional:
“una vez en el poder, procedieron a suprimir las expresiones políticas generadas dentro del movimiento social al que debían su ascenso, para levantar en su lugar un comando unificado directamente subordinado a las demandas del nuevo Estado.” (Torre, 1990: 229)
La medida supondría el fin de la autonomía de las distintas fuerzas partidarias que llevaron a Perón a la presidencia en las elecciones que se desarrollaron tres meses antes. Para el laborismo, fuerza nacida de la militancia principalmente sindicalista y socialista de las organizaciones obreras, ello implicaba la fusión con la UCR Junta Renovadora y con el Partido Independiente que reunía a los centros cívicos de origen conservador que habían apoyado la candidatura de Perón en los comicios de febrero (Mackinnon, 2002). La forma misma de la proclama, al consignar Perón “como Jefe Supremo del Movimiento ordeno” (Torre, 1990: 227), inmediatamente antes de anunciar la caducidad de todas las autoridades partidarias y la disposición de unificación, parecen dar crédito a la previa observación de de Ípola y Portantiero. Si para aquellos este movimiento de tendencias contradictorias era simultáneo, en Torre el mismo es leído como una sucesión de momentos.
En un sentido muy similar sostuvo Daniel James sobre lo que llamó las “ambivalencias del legado social peronista”:
“Resultaría engañoso, empero, dejar en este nivel la caracterización del impacto social del peronismo. Una vez en el poder, el peronismo no contempló la ebullición y la espontaneidad mostrada por la clase trabajadora desde octubre de 1945 hasta febrero de 1946 con mirada tan favorable como la que tuvo en este lapso de lucha. Más aún, gran parte de los esfuerzos del Estado peronista desde 1946 hasta su deposición en 1955 pueden ser vistos como un intento por institucionalizar y controlar el desafío herético que había desencadenado en el período inicial y por absorber esa actitud desafiante en el seno de una nueva ortodoxia patrocinada por el Estado. Considerado bajo esta luz el peronismo fue en cierto sentido, para los trabajadores, un experimento social de desmovilización pasiva.” (James, 1999: 50-51).
Aunque el académico británico formado en Oxford defendió su tesis doctoral en Ciencia Política en la London School of Economics en 1979, no sería sino hasta su traslado a Estados Unidos y en virtud de las obligaciones propias de la academia norteamericana cuando la transformó en libro. Es así como recién en 1988 Cambridge University Press publicó Resistance and Integration el cual sería traducido y publicado en Argentina dos años después. Los agradecimientos del libro nos dan una pauta de los principales interlocutores que James tuvo durante su trabajo de campo sobre Argentina en los años 70: Alberto Belloni,[9] Alberto Ferrari[10] y Juan Carlos Torre. James puso negro sobre blanco las tensiones entre la confrontación resistente y la adaptación pragmática del movimiento obrero posterior a 1955. Hizo esto a partir de una crítica sin concesiones a esa lectura simplista que veía en la burocracia sindical un atajo para explicar por qué los trabajadores no habían logrado convertir al peronismo en un movimiento de liberación nacional y popular (James, 1999: 342). Lectura cara, la desmontada por el autor británico, tanto a una parte de la izquierda política como a sectores del peronismo de izquierda que más tarde nutrirían Montoneros.[11] Como veremos, el interés de James por dar cuenta de las experiencias vividas, los supuestos y las tensiones que atravesaron las prácticas sociales de los trabajadores después de 1955 y para los que utilizó la noción de “estructuras de sentimiento” de Raymond Williams (1977), dejó una amplia impronta en la posterior historiografía sobre el peronismo.
Finalmente, en el año 2005 apareció el libro de Ernesto Laclau La razón populista. Aunque historiador de grado, Laclau fue abandonando progresivamente la historia económica a poco de su llegada a Inglaterra en 1969, redireccionando sus intereses hacia la teoría política y la filosofía política. Aunque pueden establecerse algunas líneas comunes entre el texto de Laclau sobre el populismo que constituyó parte de su tesis doctoral (Laclau, 1986) y los textos producidos sobre la temática tres décadas más tarde, ni el objeto ni la aproximación epistemológica es la misma. Si en el texto publicado por primera vez en 1977 Laclau tenía una preocupación a mitad de camino entre la historia y la sociología política, consistente en saber qué es lo que había de común en las experiencias usualmente nominadas como populistas y, tras forjar un concepto, extendía sus límites para incluir casos no tradicionales como el nazismo, el maoísmo o el Partido Comunista Italiano; muy distinto fue el sentido de sus intervenciones de 2005. En el texto del nuevo siglo la preocupación radica en describir una forma de la política que para Laclau constituye la política tout court por oposición a la administración.[12] Se trata de una obra eminentemente teórica y en la cual las referencias empíricas suelen ser superficiales y en su mayoría se concentran en los capítulos 7 y 8 de la obra (Laclau, 2005) cumpliendo un papel que podríamos calificar como eminentemente ilustrativo.[13] En este libro, el autor dedica una sección a analizar el proceso que desembocó en el retorno de Perón al poder en 1973, no sin antes ensayar un sumario balance de la década peronista. Lo tomamos, no tanto por su valor historiográfico sino por la relevancia adquirida por el autor a nivel teórico en los estudios políticos y su consecuente impacto:
“El gobierno popular peronista fue derrocado en septiembre de 1955. Los últimos años del régimen habían estado dominados por un desarrollo característico: el intento de superar la división dicotómica del espectro político mediante la creación de un espacio diferencial totalmente integrado. Los cambios simbólicos en el discurso del régimen son testigos de esta mutación: la figura del descamisado (el equivalente argentino del sans-culotte) tendió a desaparecer para ser reemplazado por la imagen de la ‘comunidad organizada’. La necesidad de estabilizar el proceso revolucionario se convirtió en el leitmotiv del discurso peronista, no sólo en el período previo a 1955, sino también en los años siguientes.” (Laclau, 2005: 266 y 267)
Como en los dos casos anteriores, nuevamente se advierte aquí esa imagen de una discontinuidad cronológica en la significación del fenómeno peronista. Laclau, como ninguno de los autores previos, pone su acento en la ruptura del espacio comunitario para hablar de populismo (que no constituye el tema ni de Torre, ni de James, aunque sí el de de Ípola y Portantiero). En su visión, esta forma política se relaciona con el institucionalismo como con su muerte, por lo cual ese intento de superar la división dicotómica y crear un espacio integrado no puede leerse sino como un eclipse del populismo.[14] Es por ello que consideramos que la teoría del populismo de Laclau aparece en buena medida inspirada a partir del modelo jacobino, resultando –por motivos que veremos posteriormente– mucho más apropiada para dar cuenta de las identidades revolucionarias y de ciertos sectores del peronismo que hicieron eclosión en los años 70 antes que para abordar el ciclo del primer peronismo.[15]
Hay en estos cuatro balances de la experiencia del primer peronismo rasgos comunes y diferencias específicas. Todos ellos nos hablan de alguna forma de inflexión: sea la misma entendida como el fatal desenlace de una tensión estructural de contrarios propia de todo populismo (de Ípola y Portantiero), donde toda la fuerza de la argumentación está en la expresión “en el mismo movimiento”, o bien sea considerada como una suerte de cambio de curso en el desarrollo de un proceso para el resto de nuestros autores. En cuanto a la datación de dicha inflexión, la misma es constitutiva y fundacional en el caso de de Ípola y Portantiero, se superpone con el período inmediatamente posterior a las elecciones de 1946 en Torre y James, y es más tardía e imprecisa “los años previos a 1955”, en el caso de Laclau. En los tres últimos casos, la búsqueda de estabilización e institucionalización habría estado en la base del cambio de dirección que llevaría al eclipse del potencial disruptivo inicial.
La historia reciente y el pasado anterior, una hipótesis de trabajo
En un escrito cuya primera versión apareció en 1969 y que sería reformulado para su inclusión en Lenguaje, política e historia, Quentin Skinner fijaba su atención en una forma particular del anacronismo. El célebre referente de la escuela de Cambridge reparaba en los debates interpretativos a los que habían dado lugar ciertos pasajes de inspiración aristotélica de El defensor de la paz, escrito por Marsilio de Padua hacia 1324. Skinner describe muy bien cómo la idea de una libertad de los súbditos, dependiente de la inexistencia de una concentración unitaria del poder, comienza a tomar forma dos siglos después de la muerte del médico y teólogo patavino. Ello no fue óbice para que el lazo entre libertad y separación de poderes, naturalizado a partir de la Revolución Americana, diera lugar a una controversia absolutamente ridícula acerca de la existencia o no de una doctrina a ese respecto en Marsilio (Skinner, 2007: 114-127).
La mención del tratamiento de los anacronismos por parte de Skinner no es antojadiza. Los anacronismos pueden ser de dos tipos. Hablamos de paracronismos cuando hechos, personajes o elementos propios de una época son situados en una época posterior. Llamamos en cambio procronismos a colocar hechos, ideas, artefactos de una época posterior en un tiempo anterior. Este es precisamente el caso tratado por Skinner de un Marsilio de Padua interpretado en clave de la Revolución Americana o, por ejemplo, la boutade tan propia de la historia de las ideas del inigualable Isaiah Berlin al titular uno de sus más célebres ensayos “Joseph de Maistre y los orígenes del fascismo”, cuando el ilustre saboyano había partido de este mundo en 1821.
Repasemos muy someramente las ideas que evocan los distintos balances sobre el peronismo transcriptos y que venimos analizando. Podemos encontrar allí la preocupación por el menoscabo de la autonomía impuesto por un liderazgo carismático que aparece como condición y límite de la subjetividad política, la idea de cierta manipulación, el “servirse de” como un rasgo inherente a la política de poder, el cambio de rumbo, la defraudación cuando no la traición de las bases por parte del líder que habían contribuido a aupar en el poder. Todas estas preocupaciones se vinculan íntimamente con un debate político e intelectual del que la propia biografía de los autores en cuestión no fue ajena. Recordemos que aun Daniel James realiza buena parte de su trabajo de campo y archivo en Buenos Aires entre 1973 y fines de 1977. Me refiero a los debates políticos contemporáneos y posteriores al proceso que condujo al retorno de Perón al poder en 1973 y a las vicisitudes del tercer gobierno peronista, entre ese año y el golpe de Estado de marzo de 1976. La hipótesis de este trabajo es que dicha experiencia, propia de los años 70 y los posteriores balances sobre los mismos, jugó, en ausencia de estudios más abarcativos y pormenorizados del período 1943-1955, un rol de importancia a la hora de hacer una evaluación de la larga década peronista. En otras palabras, buena parte de lo que sucedió tras febrero de 1946 fue en alguna medida interpretado desde un prisma forjado en la experiencia de los años 70 y aplicado retroactivamente como marco interpretativo de un período previo. Si esta hipótesis poseyera alguna felicidad, estaríamos ante un caso de esa forma particular del anacronismo que es el procronismo.
En el manuscrito que Marc Bloch dejó inconcluso al ser fusilado por los alemanes en junio de 1944 y que su amigo Lucien Febvre publicaría cinco años después con el título Apología para la historia o el oficio de historiador se recoge un antiguo proverbio árabe que reza “los hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres” (Bloch, 2018: 64). De allí las advertencias del célebre historiador acerca de la necesidad de intentar “sustraer el cerebro del virus del momento” (Bloch, 2018: 66) independientemente de la distancia temporal con los hechos que se traten. Pero el fundador de los Annales también era plenamente consciente de las limitaciones propias que el oficio de reconstruir el pasado no podía evitar. Así sostenía que siempre tomamos de nuestras experiencias cotidianas los elementos que nos sirven para reconstruir lo que ese pasado habría sido. Porque en la larga película de los procesos históricos, apenas el último rollo, ese en el que el historiador o el científico social se encuentra inmerso, permanece intacto (Bloch, 2018: 71-73).
Pocos años antes, el filósofo Benedetto Croce había escrito aquello de que “la historia es siempre historia contemporánea” (Croce, 1938) poniendo de relieve la forma en que nuestro presente, nuestra acción y nuestros proyectos atraviesan nuestra reconstrucción del pasado. El tiempo histórico nos remite entonces a un problema bastante más complejo que el que supondría la simple catalogación del anacronismo como un “error” para abordar el tiempo del historiador y el del científico social como un horizonte de posibilidades de imaginación atravesado por saberes y creencias, por proyectos y expectativas, por experiencias vitales que pueden ser más o menos traumáticas.
Sobre la especificidad del primer peronismo
Es cierto que alguna de las periodizaciones establecidas por nuestros autores –y esa borrosa inflexión señalada por Laclau parece la más apropiada– puede ser argumentada a partir del contraste entre los tres años iniciales, cuando Miguel Miranda estuvo al comando de la economía nacional y los años de austeridad que siguieron al estancamiento 1949-1952 bajo la conducción económica de Alfredo Gómez Morales (Gerchunoff y Antúnez, 2002). Menos claro es que la clara expansión de los niveles salariales reales, que en 1949 fueron un 62% más altos que en 1945, y el desarrollo de políticas de bienestar para el mundo del trabajo (Torre y Pastoriza, 2002) puedan agotarse en su circunscripción a una política desmovilizadora que intentaba controlar cualquier desafío herético iniciada tras los comicios de 1946 como nos indica James. ¿De qué otra cosa hablaba Tulio Halperin Donghi (1994) cuando describió una “revolución social” perceptible en la vida cotidiana sino de esa democratización de los espacios, el trato, el consumo y el bienestar en general? El pulso sostenido por la CGT en favor de la candidatura vicepresidencial de Eva Perón en el denominado Cabildo Abierto del 22 de agosto de 1951 no parece ser precisamente un ejemplo de desmovilización pasiva.
En nuestra perspectiva, lo que no acaba por captar la idea de un quiebre cronológico en los balances del primer peronismo es que desde el comienzo este fue al mismo tiempo ruptura y conciliación comunitaria. Promesa de redención de los desfavorecidos y compromiso de orden social. Movimiento herético de sectores subalternos desafiantes y ascenso social pacificador. De allí que la experiencia peronista pueda ser catalogada simultáneamente como revolucionaria o como un transformismo autoritario por sus defensores y sus detractores.
Es así que casi todas las consignas y banderas del primer peronismo adquieren un doble sentido: la justicia social es la enseña de las reformas sociales pero es también aquello que permitiría sortear el fantasma de la lucha de clases y sus consecuencias. El mismo Perón que restringía la argentinidad a los peronistas, expulsando al adversario fuera de la nacionalidad al rincón poco acogedor de la antipatria, era el que una y otra vez invocaba la solidaridad nacional como espacio de conciliación del conjunto de la sociedad (Aboy Carlés, 2001: 131 y ss). La repetida invocación de Perón a “ser capaces de manejar el desorden”,[16] apelaba al mismo tiempo a saber impulsarlo en favor de las metas del movimiento y a ser capaz de ponerle coto.
Ocurre que no solo Perón fue, al mismo tiempo, el bombero que solicitó sin fortuna el auxilio del empresariado en la Bolsa de Comercio un día de agosto de 1944 y el incendiario que esos empresarios sospecharon para desairarlo. En la heterogénea composición de voces, creencias y repertorios prácticos que supuso en su conjunto, el primer peronismo también lo fue.
Se podría objetar nuestro argumento planteando que aquello que llamamos la “naturaleza” del peronismo es algo permanente, que abarca tanto el ciclo inicial como la experiencia del retorno. Nuestra respuesta a este punto es que lejos de ser asimilables a la experiencia de mediados de siglo, los años 70 muestran el colapso de la mecánica que en diversos trabajos hemos definido como propia del populismo y que caracterizó tanto la constitución como el funcionamiento de la identidad peronista hasta ese momento. En nuestra visión el populismo es una forma particular de gestión de las contradictorias tendencias a la partición y a la recomposición de la comunidad que caracterizan a las identidades políticas con pretensión hegemónica (Aboy Carlés, 2013). Su mecanismo es la pendulación entre la ruptura y la integración comunitaria a través de complejos procesos de exclusión e inclusión del adversario en el demos legítimo.
A diferencia de Ernesto Laclau (1986), quien subrayó la dimensión dicotomizadora de los populismos, su capacidad de partir a la sociedad en dos bandos contrapuestos, de Ípola y Portantiero advirtieron claramente la presencia en el peronismo de fuerzas contradictorias, tendentes a la ruptura y a la recomposición del espacio comunitario. Nuestra diferencia con estos últimos autores es respecto de su fatalismo a la hora de sostener que todo populismo deviene en una forma de transformismo a partir del triunfo de un principio de integración organicista nacional-estatal. Esta teleología fatalista es lo que impide a de Ípola y Portantiero advertir que en los populismos ambas tendencias se mantienen permanentemente activas, constituyendo precisamente una “economía”, el particular modo de gestión de las mismas, su rasgo definitorio.
Como muchos autores antes que él, Laclau (2005) advirtió esa doble significación de raíces clásicas del término pueblo (Taguieff, 1996; Agamben, 2000), concebido como plebs o como populus; esto es, como una parte –en su visión la menos favorecida– o como el todo de la comunidad. Pero para Laclau es esa tensión misma y la pretensión de la parte de convertirse en un nuevo todo (en otras palabras, de la plebs de constituirse en populus) la que caracteriza al populismo. Así escribió:
“el populus como lo dado –como el conjunto de relaciones sociales tal como ellas factualmente son– se revela a sí mismo como una falsa totalidad, como una parcialidad que es fuente de opresión. Por otro lado, la plebs, cuyas demandas parciales se inscriben en el horizonte de una totalidad plena –una sociedad justa que solo existe idealmente– puede aspirar a constituir un populus verdaderamente universal que es negado por la situación realmente existente. Es a causa de que estas dos visiones del populus son estrictamente inconmensurables, que una cierta particularidad, la plebs, puede identificarse con el populus concebido como totalidad ideal.” (Laclau, 2005: 123)
Nuestro trabajo de investigación empírica sobre la tradición populista argentina del radicalismo yrigoyenista y el primer peronismo (Aboy Carlés, 2001) y la comparación con otros casos clásicos latinoamericanos (particularmente el cardenismo mexicano y el varguismo brasileño), nos llevan a separarnos en varios aspectos de la aproximación de Laclau (Aboy Carlés, 2013 y 2018). Si este identifica al populismo con la tensión misma entre la parte y el todo (entre la plebs emergente y el populus) y hace de ese reclamo de la parte por representar una nueva totalidad comunitaria la evidencia por antonomasia de una articulación populista; para nosotros el populismo como forma política constituye ya una manera de procesar esa tensión entre la representación de la parte y la pretensión de representar al todo. Un mecanismo impersonal que mediante la alternativa inclusión y exclusión del adversario del campo político legítimo administra esa tensión sin resolverla a través de la constante inestabilidad del demos y la apertura a un proceso ininterrumpido de transformación y regeneración de los actores: tanto de la fuerza política emergente como de quienes se ubican en sus antípodas.
Julián Melo (2009 y 2012) ha demostrado con absoluta contundencia y contradiciendo la afirmación de Laclau, que las disímiles imágenes del descamisado y la comunidad organizada están presentes desde los inicios del peronismo y se mantendrán activas a lo largo de toda la década.[17]
Es este mecanismo reiterado de partir a la comunidad para recomponer la conciliación una y otra vez en un orden diferente al previo y a través de la permanente regeneración de las identidades involucradas el que explica el papel de los populismos latinoamericanos como agentes relativamente incruentos de democratización social.
Durante los años 70 se produce el colapso de ese mecanismo pendular ya que el liderazgo, en virtud del proceso de radicalización que había contribuido a su retorno, se revelará incapaz de continuar gestionando aquellas fuerzas en tensión: la violencia y no el populismo serían la nota distintiva de este proceso. De esta forma, la proyección anacrónica del debate de los años 70 sobre la caracterización del primer peronismo, estará muy lejos de ser inocua.
En el curso de los agitados años 70, la visión del primer peronismo de algunos de nuestros autores era bastante más matizada de la que se conformaría tras el desenlace de esa experiencia. Así, el editorial titulado “La crisis de julio y sus consecuencias políticas” del Nº 2/3 de Pasado y Presente en su segunda época[18], permite reconstruir una caracterización muy diferente entre la experiencia de los 70 y la del primer peronismo que luego sería abandonada en favor de la teoría del punto de inflexión. Recordemos que tanto Juan Carlos Portantiero como Juan Carlos Torre[19] eran miembros conspicuos del núcleo que animaba la revista por ese entonces. Se dice allí:
“Lo nuevo de la situación política argentina reside en que la agudización del enfrentamiento social ha contribuido a recortar con claridad en el interior del peronismo la presencia del campo de la revolución y del campo de la contrarrevolución como dos polos de una contradicción inconciliable. A diferencia de lo ocurrido durante su primer ciclo en el poder, el peronismo en 1973 es incapaz de sintetizar esa contradicción y en la medida en que es nuevamente poder, el centro de gravedad de la lucha política de clases en la Argentina se ha desplazado hacia su interior.”[20] (PyP, 1973, p. 180)
El editorial deja en claro que hay una diferencia nítida con la experiencia de mediados de siglo. Aquella había sido capaz de sintetizar aspiraciones enfrentadas mientras que la actual carecía de esos recursos. Ello se debía para los autores al hecho del avance del capital monopolista en el país con posterioridad a 1955. En su opinión, el proyecto de un nacionalismo popular y un desarrollo autónomo que había caracterizado al primer peronismo era insuficiente para mejorar la vida de las masas trabajadoras y avanzar hacia una sociedad más justa en esas circunstancias. Frente al pacto social de la CGE y la CGT abogaban por una dirección socialista del proceso en curso. No se trataba entonces de una cuestión de velocidad como aquella a la que remitía la sentencia de Perón de “preferir el tiempo a la sangre” sino de proyectos diametralmente enfrentados. Para la revista, era claro que el viejo líder ya había elegido:
“Hoy para nadie pueden caber dudas que el actual proceso de desmovilización de las masas y de descabezamiento de los sectores más radicalizados del peronismo cuenta con la aprobación de Perón y no es un mero producto de presiones externas.” (PyP, 1973, p. 180)
Finalmente, la revista describía con mayor detalle aquello que distanciaba al liderazgo presente de Perón de su previo paso por el poder, al tiempo que preanunciaba el terrorismo de estado que comenzaba a tomar forma en el país.
“Precisamente porque la radicalización de la sociedad argentina es tan profunda, Perón se ve obligado a renunciar a un estilo de dirección política que tendía siempre a lograr que los extremos de su movimiento no se sobredimensionasen. La izquierda peronista debe ser aniquilada no porque no acepte ciertas leyes del juego inevitables, ni porque se niegue a reconocer la necesidad de etapas en el proceso de liberación social y nacional, sino porque avanza en el sentido del crecimiento del movimiento de masas y porque expresa la exigencia de una desembocadura socialista del proyecto peronista. Sin embargo, la situación está lejos de haber alcanzado un punto de no retorno. Para quien hizo del ‘juego pendular’ un sabio principio de dirección de un movimiento internamente contradictorio no puede resultarle ajeno un elemental principio de conducción política: si se destruye a la izquierda se queda prisionero de la derecha y la derecha es el golpe. O se avanza hacia el socialismo o se retrocede a la fascistizacion de la vida nacional. La experiencia de nuestros vecinos nos lo están demostrando.” (PyP, 1973, p. 187)
Lo acontecido en el grupo Pasado y Presente está lejos de constituir una reconstrucción exhaustiva de las aproximaciones de la izquierda a la caracterización de la coyuntura crítica de los 70. Sin embargo, es un ejemplo iluminador que nos advierte sobre qué tipo de percepciones circulaban en sus filas cuando ese proceso aún estaba en curso, cuando estimaban que la situación aún estaba lejos “de alcanzar un punto de no retorno”. El desenlace trágico de este proceso acarrearía muerte, represión y exilios para una izquierda política intelectual que, en el caso de nuestros autores, reelaboraría críticamente su papel en el pasado reciente. Sin embargo, las características traumáticas de dicha experiencia parecen haber llevado a una relectura del peronismo en la que, la dura experiencia reciente proyectó su sombra sobre la interpretación de un pasado anterior.
De la “traición” a la historia desde abajo
Como ha señalado Carlos Altamirano, es absolutamente certero afirmar que la constelación ideológica peronista era mucho más intrincada y heterogénea de lo que puede rastrearse en el verbo incansable de sus líderes. Y si bien no hay movimiento político que pueda reducirse a la palabra y las acciones de su dirigencia no debemos olvidar que:
“entre 1946 y 1955 cualquier otro elemento ideológico, no importa de qué filón proviniera, solo cobraba legitimidad entrando en simbiosis con la palabra de Perón, pues únicamente los juicios de éste, sus fórmulas y aforismos podían adquirir estado de doctrina en el peronismo. Mientras vivió, la de Evita fue también una palabra autorizada, pero la suya, cuando no se aplicaba a reforzar la autoridad del líder, exaltando sus cualidades y llamando a la adhesión más devota, era una reverberación vehemente y plebeya del discurso de Perón.” (Altamirano, 2002: 20-21).
La advertencia de Altamirano es insoslayable. Sin embargo, es claro que el significado de una experiencia está hecho de múltiples y polifónicas voces que van sedimentando un sentido complejo. Voces sobre las cuáles también se encuentra la del historiador, tanto al formularse sus preguntas como al escoger e interpretar sus fuentes para esbozar lo que ese ayer habrá sido. En ese sentido, el anacronismo del que nos estamos ocupando ha legado a la labor académica una incomodidad que ha resultado beneficiosa al ampliar el ámbito de indagación.
El creciente consenso sobre la caracterización del peronismo como movimiento plebeyo que elevó a la dignidad a sectores hasta entonces relegados, sumado a la idea de un quiebre, abandono, limitación o “traición”, tan característica de la proyección retroactiva del marco de inteligibilidad de los 70, ha tenido un papel central en la definición de algunas agendas de la investigación histórica sobre el primer peronismo. Así, numerosos historiadores consideraron que si el hecho plebeyo había sido interrumpido desde el vértice del movimiento, no era en la palabra de sus voceros oficiales donde debía indagarse acerca de la verdadera significación del peronismo, sino en la reconstrucción de las vivencias protagonizadas por una multitud de seres anónimos y hasta entonces relegados de las preocupaciones de la historiografía. No era en la palabra y las acciones de Perón donde debía rastrearse el significado de la década peronista sino en la memoria del adecuado Menocchio, aun cuando todos eran conscientes de que debían lidiar con el hecho de que esa voz que rememoraba estaba tan atravesada por las vivencias de los 70 como la del investigador.
Subalternidad y microhistoria constituirían entonces el camino para desvelar una realidad extraña a los medios masivos de comunicación y a las voces de la dirigencia.
Aunque desde nuestra perspectiva dicho énfasis historiográfico estuvo motivado originariamente en el desplazamiento suscitado por el anacronismo del que nos ocupamos; además de su interés intrínseco los frutos de ese interés contribuyeron y continúan aportando enormemente a recomponer ese complejo polifónico que sedimentó el sentido de la experiencia peronista. Así, contamos hoy con una creciente e imprescindible producción alrededor de esta preocupación por reconstruir los sentidos del peronismo “desde abajo”. La significación de los fenómenos políticos es una trama compleja en la que hibridan lo micro y lo macro, también el arriba y el abajo. Ella no es reductible a una distinción pueril entre emisores y receptores de sentido, aun cuando se invierta allí el papel de las voces oficiales y las vivencias subalternas. Desde esta perspectiva, y aunque quede mucho por hacer para desentrañar las vicisitudes de la década del primer peronismo, disponemos hoy de muchos y mejores elementos para esta tarea que otrora.
En los últimos años ha tomado cuerpo también otro debate alrededor de los estudios sobre el peronismo en el que Omar Acha y Nicolás Quiroga (2012) han jugado un papel central. Inspirados también en buena medida por la brecha abierta por Daniel James, estos autores han desarrollado una crítica aguda al proceso de normalización del peronismo en la historiografía argentina reciente.
Siguiendo el derrotero que indicamos anteriormente, Acha y Quiroga han prestado especial atención a reconstruir los signos estigmatizados como anómalos, las vivencias de los protagonistas y especialmente las redes locales de organización y acción del peronismo. Su interés se ha centrado en la recuperación de aquella dimensión herética y no asimilable del hecho peronista. El blanco de su crítica es buena parte de la producción sobre el primer peronismo producida a partir de 1983 y, particular, pero no exclusivamente, la de los núcleos de investigadores encabezados por Juan Carlos Torre y Luis Alberto Romero. La reacción contra los próceres de lo que llaman la “domesticación” del peronismo es en verdad una crítica contra las interpretaciones gradualistas, inspiradas en la sociología y la historiografía británica, que tienden a circunscribir a la experiencia peronista dentro de un más amplio proceso de democratización social.
La polémica entre normalizadores y críticos es distinta de aquella inicialmente descripta entre las aproximaciones elitarias o subalternizantes al hecho peronista. Sin embargo, una y otra encuentran diversos espacios de superposición. Quien comparte la lectura de una inflexión operada desde el poder, seguramente indagará en otro lado la supervivencia del impulso plebeyo.
Palabras finales
Si nuestra interpretación del peronismo como forma particular de populismo es correcta, esto es, si el mismo se caracteriza por una particular lógica de gestión de las tendencias a la partición y las contra tendencias a la integración del espacio comunitario, la polémica entre normalizadores y críticos sería el producto de una unilateralización en la percepción de esos movimientos contradictorios. El carácter herético o normalizador dejaría de ser el producto de interpretaciones enfrentadas para ser dos rasgos constitutivos del objeto bajo estudio. No tendríamos una anomalía contra una normalización sino el fenómeno de una democratización herética.
Junto al legado de las vivencias de los años 70 que atravesó y no gratuitamente la vida de muchos de nuestros maestros que dedicaron sus esfuerzos al estudio de la experiencia peronista, diversos factores políticos contextuales, vinculados a la deseable construcción de un orden de convivencia desde 1983, han tenido un papel disuasorio no menor para una necesaria reformulación de las agendas de investigación. Es muy poco, por ejemplo, lo que conocemos sobre los cambios del sistema de convivencia y en las relaciones institucionales entre los actores políticos a partir del proceso que llevó a la Reforma Constitucional de 1949 y al endurecimiento represivo tras el intento golpista de 1951. Lo mismo podría decirse de ciertas transformaciones en la vida pública, las conspiraciones de la oposición y los comandos civiles, los mecanismos represivos, o los debates internos en los sindicatos al momento de producirse el golpe de 1955. Sería deseable que la formulación de esa agenda renovada abreve tanto en un mayor intercambio entre las distintas perspectivas en curso, como en el espíritu crítico que las ponga en cuestión.
Todas las generaciones de investigadores están atravesadas por sus vivencias y sus expectativas, son hijas de su tiempo. Estos efectos anacronizantes pueden tratar de controlarse pero es imposible erradicarlos. Ellos tienen sus efectos también en la construcción de un sentido público acerca del pasado que lleva la marca indeleble de cada generación y está lejos de ser inocuo para los actores sociales y políticos del presente.
Tardamos décadas en formular para el radicalismo yrigoyenista preguntas que creíamos apropiadas solo para el peronismo. Las transformaciones del radicalismo en su disputa con el peronismo fueron durante mucho tiempo un obstáculo para revisar aspectos que habían captado la atención de sus propios contemporáneos. Nuestros maestros no solo encontraron nuevas respuestas para las preguntas formuladas por sus antecesores sino que hicieron nuevas preguntas. Seguir encontrando nuevas respuestas e intentar formular nuevas preguntas acerca de la década peronista y sobre los estudios que la han abordado, conscientes de la precariedad que atraviesa esa labor, sigue siendo un desafío.
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Notas