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Disfraces de gaucho y comparsas gauchescas, indios y cocoliches en el carnaval de Buenos Aires, c. 1855-1910
Gaucho costumes and gauchesque ensambles, indians and cocoliches in the Buenos Aires carnival, c. 1855-1910
Disfraces de gaucho y comparsas gauchescas, indios y cocoliches en el carnaval de Buenos Aires, c. 1855-1910
Prohistoria. Historia, políticas de la historia, núm. 39, 1-29, 2023
Prohistoria Ediciones
Recepción: 15 Noviembre 2022
Aprobación: 01 Marzo 2023
Publicación: 16 Junio 2023
Resumen: Este trabajo se propone contribuir al conocimiento sobre el criollismo tal como se manifestó en los carnavales de la ciudad de Buenos Aires en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del siguiente. Presenta un estudio e interpretación de las diversas performances gauchescas que se llevaban a cabo en ese contexto, que incluían disfraces, agrupaciones alusivas, canciones y danzas y otras recreaciones del mundo rural. Junto con la del gaucho, se investigan también otras dos figuras que los acompañaban: los “cocoliches” y los falsos indios. El trabajo concluye que, lejos de contribuir a los discursos nacionalistas y blanqueadores que la literatura suele relacionar con el culto al gaucho, las performances carnavalescas participaron de un criollismo popular que alimentaba visiones disidentes acerca de la nación que, además, reponían la presencia de lo no-blanco como parte de la Argentina.
Palabras clave: Carnaval, Criollismo, Gauchos, Indios, Inmigración.
Abstract: This article presents a contribution to our understanding of criollismo in the context of carnival celebrations in the city of Buenos Aires in the second half of the 19th century and beginning of the 20th. The diverse gauchesque plays and representations performed in carnival at that time are analyzed, including gaucho costumes and ensembles, songs and dances, and other forms for re-enactment of criollo rural life. Other two ethic characters –the “cocoliches” and fake Indians–, often sharing such performances with the gauchos, are also studied. The investigation concludes that, far from contributing to conservative, nationalist agendas and to the whitening discourses often related to the official gaucho cult, carnival gauchesque performances must be analyzed as part of popular criollismo, as they presented dissident visions and narratives of the nation and restored non-whiteness as part of Argentina.
Keywords: Carnival, Criollismo, Gauchos, Indians, Immigration.
Introducción
Desde la aparición de la poesía gauchesca a finales de la década de 1810, la voz del gaucho se utilizó en el Río de la Plata como síntesis y expresión del sentir popular. En los impresos que acompañaron las luchas por la Independencia, gauchos ficcionales tomaron la palabra para erigirse en voceros del bajo pueblo, para atacar a los partidarios de España o fustigar a la dirigencia patriota por sus desatinos. Su voz fue la voz de la Revolución. En las décadas de 1830 y 1840 gaceteros federales replicaron el mismo dispositivo político-literario y la palabra del gaucho fue carta de legitimidad para las pretensiones de ese partido de ser representante genuino del pueblo. Los unitarios también intentaron apropiarse del habla gauchesca para transmitir sus mensajes, pero tuvieron mucho menos éxito (Acree, 2013).
Para entonces, los jóvenes intelectuales de la generación del ’37, puestos a imaginar la nación que esperaban construir, ya habían detectado su potencial romántico. Por su conexión con la música y la poesía tradicional, el gaucho se les aparecía como la única figura distintivamente local y, por ello, la única capaz de ser la piedra angular sobre la cual construir una literatura nacional. En su Facundo (1845), Domingo F. Sarmiento dejó prueba de las ambivalencias que esto generaba: hueste de los caudillos federales, era al mismo tiempo la principal figura de la barbarie a extirpar y el dueño del don indispensable para afirmar una cultura argentina. Las élites intelectuales no dejaron de verse seducidas desde entonces por una voz rústica que intentaron utilizar para sus propios fines. Pero que el portador del derecho a hablar en nombre del pueblo fuese un habitante plebeyo y con fama de rebelde generaría consecuencias inesperadas y perdurables. Con la publicación de El gaucho Martín Fierro en 1872 y sobre todo del folletín Juan Moreira en 1879-1880 se inició un sorprendente furor por las historias de gauchos materos, fugitivos, alzados contra la autoridad. Consumidas con fruición por las clases populares rurales y urbanas, nativas e inmigrantes, en pocos años se imprimirían miles de ejemplares con historias que tenían como protagonistas a ese tipo de personajes. Desde mediados de la década siguiente las representaciones de dramas gauchescos se transformaron en una de las principales atracciones de los circos itinerantes y, a partir del cambio de siglo, fueron permeando todas las expresiones de la cultura popular. Fueron tema del teatro y las canciones populares, del cine mudo y sonoro y de los programas de radio, de la publicidad y las historietas. Animaron la formación de decenas de “centros criollos” dedicados a cultivar sus tradiciones. La centralidad que adquirió el gaucho como emblema del pueblo argentino invitaba a utilizarlo para transmitir mensajes políticos. Los anarquistas fueron los primeros en sacarle provecho: como héroe popular, enemigo del Estado, de la clase alta y de los alambrados, resultaba perfecto. En este escenario, a partir de 1913 algunos intelectuales intentaron una operación riesgosa: eludiendo sus aristas más rebeldes, propusieron consagrar a Martín Fierro como gran poema nacional y al gaucho como eje central de un culto nacionalista. A fines de la década de 1930 el Estado aceptó la idea y ambos fueron ungidos como emblema oficial de la Argentina. Su enorme ambivalencia política, sin embargo, continuaría generando efectos (Prieto, 2006; Casas, 2017; Adamovsky, 2019).
De todos los circuitos por los que transitó la figura del gaucho, acaso el menos estudiado es el del carnaval. La mayoría de los trabajos sobre la historia de esa fiesta y sobre el criollismo refieren a la presencia de disfraces y comparsas gauchescos, casi siempre de manera sucinta y para sostener que ello formó parte de proyectos de afirmación nacionalista (Anderson, 2005; Tytelman, 2003: 64) y/o que dio la ocasión de representar tensiones étnicas y de ofrecer a los inmigrantes vías de integración a la nación (Prieto, 2006: 145-57; Martin, 1997: 17; Acree, 2019: 132-34 y 151-58). Sin embargo, a diferencia de lo que sucede con el circo, el teatro, la radio, el cine o incluso la vida política, la representación del gaucho en carnavales no ha merecido análisis específicos. El único trabajo que profundiza algo en el estudio de las estéticas y performances que pusieron en juego las comparsas gauchescas a fines del siglo XIX y comienzos del XX es el que Micol Seigel dedicó a la figura del “Cocoliche”, el personaje risible que frecuentemente las acompañaba y que representaba a un italiano que intentaba pasar por gaucho. Seigel llamó la atención no solo sobre esa figura, sino también sobre el hecho de que las agrupaciones gauchescas solían poner en escena combates con falsos indios. En su interpretación, el criollismo de carnaval ofreció vías de integración a la nación para los inmigrantes, que masivamente participaron de esas estéticas, disfrazándose de gauchos, de indios y/o de cocoliches. Pero, al mismo tiempo, colaboró con el proceso de “blanqueamiento” de la Argentina que por entonces proponía el Estado: al ridiculizar a los indios –algo paralelo a la parodia de los afrodescendientes que habrían operado las comparsas de blancos tiznados por la misma época– el criollismo de carnaval “reflejó y proveyó de una racionalización ideológica a la violenta marginalización” de esos sectores (Seigel, 2000: 66).
En otro sitio me permití poner en discusión la idea de que las comparsas de blancos tiznados puedan analizarse como una mera parodia racista (Adamovsky, en prensa 1). Por su parte, en el estudio que dediqué al criollismo popular, sostuve que la admiración por el gaucho precedió al culto estatal y nacionalista y estuvo animada por visiones y valores antioligárquicos, incluso subversivos, que ponían en cuestión la legitimidad del Estado que las élites venían construyendo. Ensalzaban lo plebeyo por sobre lo letrado, lo criollo por sobre lo europeo, lo rural sobre lo urbano, lo socialmente bajo sobre lo alto. Además, canalizaban críticas al capitalismo, reponían memorias del pasado que entraban en disidencia respecto de las que proponía la historia escolar y minaban sutilmente la idea de que la Argentina era un país blanco y europeo, poniendo en cambio el foco en el carácter no-blanco, mestizado, del héroe gaucho y/o su pertenencia a un ámbito social multiétnico que incluía presencias indígenas y afrodescendientes. Por ello, la apropiación del emblema gaucho por parte del nacionalismo y del Estado involucró una intensa lucha por la definición del cuerpo, el origen étnico, los valores y las historias con las que estaba entrelazado (Adamovsky, 2019).
¿En qué medida el criollismo de carnaval participó de proyectos nacionalistas y blanqueadores o, por el contrario, de los impulsos populares previos animados por aquellas visiones disidentes? Este trabajo se enfoca a responder esa pregunta con un estudio pormenorizado de los atavíos y agrupaciones gauchescos que poblaron los carnavales porteños en la segunda mitad del siglo XIX y de las otras figuras étnicas que a veces los acompañaron: el “cocoliche” y los indios. El carnaval es particularmente relevante para la indagación sobre los sentidos del emblema gaucho y su conexión con la política y con la nación, ya que fue una de las arenas en las que se negociaron las diferencias étnico-raciales en la que era una de las ciudades más multiétnicas del planeta. Durante el período en cuestión, diversas colectividades de inmigrantes tuvieron un lugar central en los festejos, por caso, organizando las primeras comparsas musicales que lo animaron. Los afroporteños también ocuparon un sitio prominente con las suyas, lo mismo que los porteños blancos, de clase acomodada tanto como popular, que organizaron asociaciones carnavalescas de diversas estéticas, incluyendo numerosas de tiznados o “falsos negros” que imitaban a los afrodescendientes (Adamovsky, en prensa 1). El disfraz y las comparsas gauchescas participaron así de un espacio que reflejó y tramitó las tensiones étnicas y de clase de la hora.
La investigación que proponemos se centra en el estudio de las performances gauchescas que se llevaban a cabo en ese contexto. Se apoya en un amplio cotejo de fuentes primarias, que incluye los principales diarios y revistas de la época, publicaciones especiales de carnaval, libros y fotografías. La pesquisa hace foco en el período que va desde la restauración de la fiesta del carnaval tras la caída del gobierno de Juan Manuel de Rosas (que lo había prohibido) y el año 1910, cuando el fenómeno de los disfraces y las comparsas o agrupaciones gauchescas –que continuaría en décadas posteriores– ya se había desplegado en toda su magnitud.
Gauchos en el carnaval de la élite
Disfrazarse de gaucho en el carnaval de Buenos Aires estuvo presente como posibilidad muy tempranamente. En 1835 un cronista registró un “gaucho” en un baile de la sociedad distinguida, uno más entre una galería de personajes exóticos que también incluía un mexicano, un chino, un mameluco, británicos, una mujer turca, centuriones romanos, un highlander escocés, marineros, indios, monjes, payasos, etc.[1] Es difícil saber si volvió a utilizarse en años subsiguientes: las crónicas son pocas y escuetas. En esos tiempos, el gobierno del caudillo federal Juan Manuel de Rosas fue entrando en su etapa más autoritaria. Rosas había encontrado en los gauchos su principal sostén, pero, además, había convertido la vestimenta gaucha en emblema de su partido y el habla gauchesca en el arma preferida para la propaganda que hacían sus gaceteros. Sus gauchos “mazorqueros” sembraron el terror entre las clases acomodadas. Posiblemente no fuese una buena opción disfrazarse de gaucho en ese contexto.
Como sea, por los disturbios que solían acompañarla, Rosas prohibió la fiesta de carnaval en 1844, proscripción que estuvo en vigor hasta su caída en 1852. En los años siguientes la celebración se entrelazaría con los proyectos políticos de las élites liberales que asumieron la conducción de Buenos Aires y en pocos años de todo el país. Por una parte, devolver el carnaval les permitía diferenciarse del gobernador depuesto y asociarse con un ritual apreciado por las clases populares. Pero, además, como ha señalado Oscar Chamosa, la fiesta ofrecía la oportunidad de mostrar una sociedad que afirmaba su “civilización” y su armonía más allá de las diferencias étnicas entre sus habitantes. En ese, su momento más optimista, las élites liberales no temían que hubiese efectos necesariamente disolventes por la llegada masiva de inmigrantes. Si cada una de las colectividades se organizaba y participaba de la vida pública, la multiplicidad no tenía por qué ser un problema para un Estado naciente que, por ahora, no reclamaba más que el respeto a la ley y que no aspiraba a imponer contenidos específicos en una identidad nacional que nadie, por el momento, sabía muy bien en qué consistía. Por ello, las élites dirigentes colaboraron en hacer del carnaval una celebración masiva en la que todos participaran, independientemente de su condición de clase, su color o su nacionalidad. Era la oportunidad para mostrarse juntos, compartiendo con alegría el espacio público. Todavía seguro de sí mismo, el patriciado porteño confiaba en que la fiesta se mantendría bajo su control y que toda esa diversidad cabría bajo su papel rector. La organización del primer corso para centralizar el desfile de comparsas en 1869 fue la culminación de ese espíritu paternalista y benevolente respecto de la fiesta, que algunos años después se extinguiría (Chamosa, 2003).
Por la misma época, ya sin Rosas y sus gauchos en escena, escritores de élite, como lo hizo Estanislao del Campo con su Fausto (1866), se permitieron usar el habla gauchesca como juguete cómico para divertimento de la clase acomodada. Tras la derrota final de Felipe Varela en enero de 1869, además, las montoneras gauchas que habían sido apoyo de los federales parecían definitivamente erradicadas de todo el país. La primera mención que encontré a un disfraz gauchesco es justamente en el carnaval de ese año. Desde hacía poco la fiesta del carnaval había visto la novedad de las comparsas formalmente organizadas, con nombres y trajes distintivos. En el primer corso, en 1869, desfilaron alrededor de veinte, de tipos y estilos variados, incluyendo algunas de las colectividades italiana y española, al menos una de afroporteños y tres de jóvenes blancos de élite que salían disfrazados de negros.[2] Entre ellas también se registra la primera mención a una comparsa gauchesca, denominada Gauchos Porteños, "compuesta solamente de jóvenes de lo más distinguido de nuestra sociedad”. Consistía en más de veinte de ellos que marchaban a caballo, algunos llevando “gauchas” en ancas.[3] Al parecer solo salió ese año, pero en las celebraciones de 1870 y 1871 participó otra llamada Gauchos del Sud. Sumaban alrededor de cincuenta jóvenes vestidos como paisanos y a caballo y su director era un tal Miguel Wilkinson, un inglés de quien, sin embargo, se decía que conocía bien los hábitos de los gauchos (Bucich Escobar, 1932: 188-89).[4] Al parecer su actuación era de tono risible: a su paso "dirigían sus chistes y bromas al numeroso pueblo que seguía el corso, el cual contestaba con aplausos".[5] En 1870, en un baile de máscaras, se vieron envueltos en una pelea. Una de las comparsas que estaba allí presente reaccionó al ver que otra, compuesta por italianos, ingresaba al teatro con banderas de su país de origen. Se produjo un altercado entre ambas, con gritos cruzados de "¡Viva Italia!" unos y "¡Viva la República Argentina!" otros. Los Gauchos del Sud tomaron partido por los nativos y la cosa derivó en una violenta pelea. Los italianos terminaron heridos, expulsados del teatro y con sus banderas rasgadas.[6]
Alrededor de 1870, además de esas dos comparsas, los periódicos también mencionan “gauchos” entre las máscaras sueltas que concurrían a los bailes distinguidos, siempre como una presencia entre otras.[7] En años posteriores, sin embargo, cuesta más encontrarlos. En el carnaval de 1878 un periódico anotó la presencia de un grupo de "seis gauchos", todos "jóvenes decentes y de salón", y agregó que ese disfraz “va cayendo en desuso".[8] Esto último también notó La Prensa en 1880.[9] Los nombres y descripciones de las comparsas parecen confirmar el declive. Tras su última actuación en 1871 Gauchos del Sud no parece haber tenido continuadores. Cada año la cantidad de agrupaciones que participaban se multiplicaba y, sin embargo, ninguna evocaba lo gauchesco en sus nombres, ni la prensa refería que lo hicieran en su estética. Entre fines de esa década y el año 1890 los diarios listaban en cada carnaval entre 40 y 80 nombres de comparsas. En todos esos años, de 1872 a 1890, ninguno aludía al universo gaucho.[10]
Moreirismo de carnaval
Luego de 1880 se volvía cada vez más evidente que la fiesta del carnaval, que las élites dirigentes habían imaginado como una demostración de orden y progreso, se había salido irremediablemente de su control. Las clases menesterosas habían ocupado el centro de la escena y el juego del agua había retomado su irrespetuosa intensidad, lo que obligaba a las clases altas a retirarse de las calles a espacios más exclusivos, a los clubes propios, a los palcos y balcones o directamente a irse de la ciudad y celebrar carnaval en sus lugares de veraneo (Losada, 2007). Las comparsas de jóvenes de élite, que antes dominaban la escena, desaparecieron de los corsos.
En ese contexto, el panorama de algunas pocas alusiones gauchescas, más bien de jóvenes de élite y en franco declive cambiaría de manera drástica en la segunda mitad de la década de 1890, ahora por protagonismo de las clases populares, que dieron nueva vitalidad y nuevos sentidos a la máscara. El fenómeno estuvo sin dudas relacionado con el auge del criollismo popular: fue precisamente en las décadas de 1890 y 1900 que la circulación de impresos baratos con historias de gauchos matreros tuvo su pico (Adamovsky, 2019). En 1884, además, se había escenificado por primera vez Juan Moreira en una carpa de circo, protagonizado por José Podestá. El éxito rotundo que tuvo, especialmente luego de 1886, daría lugar en los años subsiguientes a un furor entre las clases populares por ir a ver los diversos dramas gauchescos que varias compañías circenses llevaron por todo el país, cuyo atractivo central eran las espectaculares peleas a cuchillo entre el héroe gaucho y los militares que lo perseguían. Como parte del mismo impulso, hacia finales de la década de 1890 hubo un verdadero fervor asociativo alrededor de la figura del gaucho. Sólo en Buenos Aires se fundaron entre 1899 y 1914 al menos 268 “centros criollos”. Sus asociados solían ser personas de condición modesta: obreros, empleados, comerciantes y dependientes de comercio, oficinistas, tanto de origen inmigratorio como criollos. Sus actividades consistían en reunirse para tocar la guitarra (entre otras melodías, circulaba allí el tango), leer poesía, tomar mate o bailar, realizar excursiones y preparar comparsas y disfraces para salir en carnaval. No todos presentaron agrupaciones en esa fiesta, pero sí fue algo bastante habitual (Lehmann-Nitsche, 1962: 369-73).
Las crónicas dan cuenta de la llegada del criollismo popular al carnaval primero lentamente, pronto de manera explosiva. Las máscaras sueltas o conjuntos de máscaras parecen haber sido las primeras en hacerse notar. En 1884 un diario reportó que un grupo de “gauchos falsificados” que recorrían un corso céntrico a caballo protagonizó un escándalo cuando se enfrentaron con otro grupo de jóvenes que, como era habitual, se dedicaban a mojar a los transeúntes. Los falsos gauchos los increparon en “esa jerigonza infame formada de italiano y pésimo español”, que era el habla característica de buena parte de la población de la ciudad, recién llegada de Italia. El cronista reprodujo el siguiente alegato, interesante, puesto que muestra una voluntad de personificar al gaucho que iba más allá del vestuario: "Nuialtri siamo capuchos dil campo di la campañía qui mangiamo piludi e cachiamo apistruches, senza qui naide nu deja de tener rispeto... ¡eh! ¡pelandrunes!".[11] Cuatro años más tarde encontramos la descripción de otro disfrazado de gaucho a caballo y portando una lanza; al cronista le pareció ver un "cacique extraviado de su tribu", un "caudillejo" venido de tiempos de las guerras civiles, "último representante de una raza extinguida en los combates de la civilización contra la barbarie".[12] Debe decirse, sin embargo, que estas fueron presencias por el momento infrecuentes. En 1889 el diario La Nación notó que el disfraz de negro dominaba la escena y que el de gaucho estaba en franca desaparición.[13]
Las comparsas gauchescas, que, como vimos, estaban ausentes desde 1871, regresaron en 1891. Entre las 34 agrupaciones que ese año listó la prensa, aparecen dos: Juan Moreira y El Bagual del Diablo.[14] Y entre las máscaras sueltas un diario también notó que había “una epidemia de Juanes Moreira”, lo que el cronista consideraba un efecto del “contagio” que producían los exitosos dramas de la compañía de José Podestá.[15] Son las primeras menciones a Moreira que pude hallar en los carnavales porteños y anunciaban el arribo de un personaje que permanecería en los corsos por décadas. Al año siguiente también abundan: hay “unas cuantas docenas de Juan Moreiras” entre “un diluvio de negros de ocasión o de verdad”, que son los que aún predominan.[16] Entre ellos, una curiosidad: uno marchaba con un disfraz combinado que consistía en botas con espuelas, chiripá y calzoncillo cribado abajo y frac y sombrero de copa arriba. En un ejercicio típicamente carnavalesco –como los disfrazados mitad varón/mitad mujer–, el portador había aunado dos polos supuestamente opuestos. Como notó el cronista, “civilización hasta el ombligo y barbarie del ombligo para abajo”.[17]
Por el momento, las comparsas o agrupaciones formalmente organizadas son todavía pocas. La Nación describió una innominada en 1893, en el corso de la calle Santa Fe: "un quinteto de gauchos, correcta y lujosamente ataviados, lució su donaire y sus bien timbradas voces, bailando [...] unos gatos con relación, el malambo..." El público aplaudió con entusiasmo "aquella resurrección de los cantos nacionales" que el grupo proponía.[18] Pero es solo a partir de 1899 que los “centros criollos” inundan las calles con sus agrupaciones y adquieren un lugar central en la fiesta. Los nombres de los que desfilaron ese año son La Tapera, La Yerra, El Cimarrón, Rezagos de la Pampa, Indios Civilizados, La Carpa, El Pajonal, El fogón, Los gauchos serranos, Los Indígenas, en una lista seguramente incompleta.[19] Los años siguientes verán listados más extensos, con nombres nuevos y otros que se repiten. Carlos Vega estimó que llegaron a ser unos 100 los centros criollos que participaron en esa época en carnavales (Vega, 1981: 33). La prensa identificaba esas asociaciones carnavalescas como “centros criollos” y, para 1907, “Centros Criollos” ya era una de las tres categorías de premiación en los multitudinarios eventos carnavalescos que organizaba el diario La Prensa (los otros dos eran “Comparsas” y “Humorísticas”).[20]
Los centros criollos de carnaval podían tener tamaños variables, pero en general eran más pequeños que las comparsas gauchescas que había animado anteriormente la élite. Los Pampeanos, por caso, agrupaba 40 personas, la mayoría a caballo y con aperos lujosos.[21] Pero la mayoría parecen haber sido más pequeños, de entre 4 y 20 integrantes, en general adultos, aunque también se menciona a niños.[22] Aunque en ocasiones marchaban también mujeres disfrazadas como compañeras de los gauchos o actuando como “payadoras”, la abrumadora mayoría parecen haber sido varones.[23] Sus performances carnavalescas tenían varias aristas. Las crónicas los describen siembre disfrazados de gauchos, con ricos ornamentos, barbas espesas, a veces a caballo, a veces a pie, con frecuencia portando guitarras. Al menos dos fuentes refieren que, para mayor credibilidad, algunos se tiznaban el rostro para oscurecerlo, un maquillaje que sabemos que usaron agrupaciones gauchescas de otras localidades y también empleaban actores de teatro que representaban obras de esa temática (Duro, 1923: 28; Coronado, 1930; Adamovsky, 2019: 101-102). En 1900 los Gauchos Serranos realizaron destrezas ecuestres que causaron admiración, lo que indica que seguramente eran gente de a caballo también el resto del año.[24] Algunos centros criollos llevaban carros sobre los cuales montaban ranchos que imitaban viviendas rurales. Uno de ellos pretendía ser el rancho de “Martín Fierro”; en otro, “una morocha” se mostraba bajo el alero.[25] El canto aparece mencionado con frecuencia, tanto de géneros folclóricos como décimas y gatos, como tangos.[26] En 1903 Rezagos de la Pampa cantó una zamba a 22 voces y en 1907 llevaban un coro de niños.[27] La actuación de payadores parece haber sigo habitual: en 1901 el famoso José Bettinoti cantó como parte del centro criollo El Pajal.[28] Además de canciones, también se incluían recitados.[29] Las danzas también eran parte del espectáculo: las crónicas mencionan que se bailaba pericón, firmeza, malambo y gato.[30] Como veremos en las secciones siguientes, algunos centros criollos incluían el personaje humorístico del cocoliche y a falsos indios.
Los nombres de los centros criollos en el carnaval dan alguna noción del sentido de la evocación gauchesca en esos años. Por supuesto que la referencia constante a lo criollo significaba indicar una preferencia étnica por lo nativo en una ciudad marcadamente cosmopolita. Y unos pocos nombres exaltaban la nacionalidad asociada a ella, como Gloria de la tradición (1905), Honor a la patria (1905), Gloria, Patria y Tradición (1908). Pero debe decirse que la mayoría de los centros criollos estaban conformados por inmigrantes –el predominio de apellidos italianos en sus comisiones directivas así lo delata (Prieto, 2006)– y que algunos de ellos portaban nombres que aludían a ese origen, como Somos di Dun Pelandria (1908) y Tanos del Matorral (1908), por no mencionar la abundante presencia de los cocoliches, de la que hablaremos en la siguiente sección.
Es importante recalcar, por lo demás, que el gaucho que se evocaba no era cualquiera. Los nombres de muchas agrupaciones mostraban una clara identificación con la figura del gaucho alzado, el rebelde, el matrero, como Los Bandidos del Desierto (1905-1907), Los matreros de la frontera (1905-1906), El Temible y sus gauchos (1905), Gauchos malditos (1906). Esa figura, la del gaucho “malo” –opuesta a la del gaucho manso o sabio que más tarde exaltarían los nacionalistas– era precisamente la figura de la barbarie que los discursos oficiales habían llamado a extirpar para que la civilización pudiera abrirse camino. De hecho, algunos nombres denotaban una visión implícitamente negativa sobre ese proyecto y sus resultados históricos, como Los vencidos (1906), Rezagos de la Pampa (1899-1907), Parias de la Pampa (1900-1901) o Los Desterrados de la pampa (1906-1909). El gaucho que se traía performativamente a la vista no era solo rebelde, era también víctima de un progreso cuyo carácter benéfico se ponía implícitamente en entredicho.
Como mostré en otro sitio, el criollismo popular fue vector de memorias y de visiones sobre el pasado que se plantaban en disidencia respeto de la historia que se enseñaba en las escuelas, tanto como del optimismo que celebraba el progreso nacional. Para la historia oficial, los caudillos y el partido federal eran objeto de una fuerte condena. Pero las novelas y poemas de gauchos rebeldes de consumo popular frecuentemente se entrelazaban con una reivindicación del montonero gaucho, la hueste de los federales, e incluso con la de los últimos caudillos de ese partido (Adamovsky, 2019: 133-52). Algunos de los centros criollos parecen haber planteado lúdicamente en el carnaval algo similar. Lo sugiere, por caso, que uno de ellos haya elegido Los Montoneros (1901) como nombre, o que otro, llamado Juventud de Flores (1900), haya marchado con trajes colorados de la época de Juan Manuel de Rosas, o que los disfraces de “mazorquero” y “dama federal” fuesen una opción para los niños.[31] Finalmente, como veremos más adelante en este artículo, también en los centros criollos hubo una evocación constante de los indios como parte del mundo gaucho evocado.
Sabemos que el fenómeno del criollismo popular estuvo asociado, en el cambio de siglo, a posicionamientos políticos más bien contestatarios o al menos antioligárquicos. Una cantidad nada desdeñable de escritores de historias de gauchos matreros y de payadores fueron radicales, anarquistas o socialistas y, como ya mencioné, el anarquismo fue la primera corriente política que sacó provecho de la figura del gaucho (Adamovsky, 2019: 87-88). ¿Hay trazos de esa orientación en el criollismo de carnaval? Los datos que tenemos son escasos, pero algunos apuntan en ese sentido. Rezagos de la Pampa, uno de los centros criollos más importantes y perdurables, tenía como integrantes destacados a los hermanos Miguel C. Figoli y Sócrates S. Figoli, ambos payadores.[32] El segundo era muy conocido como payador anarquista. Los centros criollos de carnaval no parecen haberse ocupado de cuestiones políticas de manera explícita, pero al menos en un caso, en 1903, la prensa reportó que ocho gauchos de carnaval sostuvieron un diálogo muy animado en el que refirieron a la “acción deficiente de los poderes públicos”.[33]
La costumbre de salir en carnaval con agrupaciones gauchescas se expandió muy pronto a otras regiones. En Rosario parecen haber tenido un ciclo similar al porteño: las hubo al menos desde 1872 y a comienzos del nuevo siglo abundaban los disfraces de Moreira y los centros criollos.[34] En Salta estos últimos aparecieron a más tardar en los primeros años del nuevo siglo (Cáseres, s/f) y también abundaron en los pueblos de la provincia de Buenos Aires (Bisso, 2014). En lo que respecta al carnaval porteño, se presentaron regularmente agrupaciones gauchescas al menos hasta fines de la década de 1950 (Romero, 2013: 213 y 223).
Cocoliches
Una figura absolutamente central en los centros criollos es la de Cocoliche. Se trata de un personaje risible, el italiano que está convencido de que es un gaucho auténtico e intenta pasar como tal, aunque su modo de hablar y su vestimenta no del todo lograda delatan su origen.
Hijo legítimo del criollismo popular, el personaje había nacido en 1890 en el circo de los Podestá de un modo totalmente casual, cuando un peón calabrés de la compañía que hablaba muy mal el castellano participó brevemente en una escena del drama Juan Moreira. Como el público festejó las pocas palabras que dijo, poco después la obra pasó a incluir un actor profesional que se ocupaba de representar el papel que el calabrés había creado involuntariamente. Se aparecía en escena montando un caballo pésimo, vestido al estilo gaucho, pero de manera estrafalaria, y decía sus parlamentos en un dialecto que se escuchaba como el de un italiano llegado hace poco que estuviese intentando pasar por gaucho. Había nacido Cocoliche, el tano que presumía de ser un “criollo de ley” que generó carcajadas durante generaciones (Adamovsky, 2019: 83-85).
Cocoliche le dio nombre a un estilo de habla plebeya que lo precedía, también llamado cocoliche, y que plasmó el proceso de hibridación cultural que estaba aconteciendo en el bajo pueblo. Las composiciones en ese dialecto fueron muy habituales en el circuito de escritores y editores de historias de gauchos matreros para consumo popular. Varios impresos baratos del género lo retomaron, incluyendo al menos tres que lo situaban así como era, medio gaucho y medio italiano, en el contexto del carnaval (Rolleri, 1902; Alma Nativa, s./f.; Profesor Ortega, 1900). Pero antes de ser nombrado así, el estilo de habla ya aparecía retomado en los carnavales: al menos dos canciones de la comparsa Progreso del Plata, en 1870-1871, estaban compuestas de ese modo.[35]
Volviendo al personaje, Cocoliche fue infaltable compañero del gaucho de carnavales; algunos de los centros criollos, de hecho, desfilaban liderados por sus cocoliches. En 1900, junto a Rezagos de la Pampa se presentaba un "inimitable napolitano" que causaba "hilaridad" con sus "improvisaciones y sus diálogos en italiano y en gallego".[36] Los Parias del Desierto, La Corrida, La Pialada, entre otros, tenían también sus cocoliches.[37] Además, algunas agrupaciones se dedicaban enteramente al personaje, como Cocoliche acriollati (1901), Cocoliche llegando a la cosecha (1906) o Cocoliche y su familia (1901).[38] Este último, conformado por un cocoliche y cuatro gauchos, realizó una actuación que incluyó el baile del malambo y una zamba compuesta y cantada por el cocoliche.[39] Y por supuesto, el personaje también abundaba como máscara suelta.[40] Como el disfraz de gaucho, fueron frecuentes en el carnaval porteño hasta la década de 1950.[41]
Aunque algunos estudiosos interpretaron la figura de Cocoliche como una expresión de xenofobia, la mayoría coincide en que, lejos de eso, la risa que generaba servía más bien para liberar tensiones y como modo de aceptar a los inmigrantes a través de una burla humorística que, más que agredirlos, los incluía. Ni gaucho cabal ni ya un italiano de Italia, ni totalmente argentino ni del todo extranjero, en su propia indefinición Cocoliche le otorgaba un lugar al gringo (al menos al que estaba decidido a integrarse) en la escenificación del mundo gaucho que funcionaba como representación privilegiada del “nosotros” popular argentino. A medio camino entre lo local y lo extranjero, su figura mostraba tanto la tendencia a la integración de lo segundo, como su permanencia como parte de lo primero (Seigel, 2000; Cara-Walker, 1987).
Indios
El otro personaje que con frecuencia acompañaba al gaucho era el indio. Como vimos, el disfraz de indio también estuvo presente tempranamente en los carnavales. Al principio, el tono parece haber sido más el del grotesco y los tipos de “indios” aludidos, variados. En 1868 dos irlandeses “vestidos como indios patagónicos con pieles inmensas” causaron sensación en los bailes del teatro Colón, lo mismo que un carnicero italiano, que marchaba por las calles como “indio norteamericano, con arco y flechas”.[42] Ilustraciones de disfraces del carnaval de 1870 y 1872 incluyen indígenas pampeanos a caballo.[43] En años posteriores reaparecen algunas menciones a “indios”, sin que sepamos de qué tipo. En 1883, en un baile del exclusivo Club del Progreso, un "grupo de indias" causó impresión por "lo extraño del traje y la ruidosa algarabía".[44]
La primera comparsa de temática indígena se anunció en 1877 con el nombre de Habitantes del Brasil. Su representación de lo nativo era particularmente agresiva: vestían con caretas de mono e imitaban los movimientos de un primate. El anuncio de su actuación motivó la intervención del Ministerio de Relaciones Exteriores, que les pidió que cambien de nombre para no tener problemas con las autoridades del Brasil.[45] Los integrantes accedieron y ese mismo año recorrieron el corso redenominados Habitantes del Chaco, haciendo “gestos grotescos” y arrojando pasto seco y alfalfa a los transeúntes; entre sus víctimas estuvo el Ministro de Guerra, Adolfo Alsina, cuyo carruaje quedó sepultado en pasto entre las carcajadas del público.[46] Al parecer actuaron también los dos años siguientes. No encontré datos de su condición social, pero que el Ministerio les hubiese cursado un amable pedido y que Alsina tuviese que soportarlos sugiere que eran jóvenes de clase acomodada. En la lista de agrupaciones de 1878 figura otra de la que nada sabemos, pero cuyo nombre hace pensar que no trataba a los nativos mucho mejor: Los Indígenas de las Cloacas.[47]
A fines de 1878 comenzó la denominada “Conquista del Desierto”, la gran avanzada militar por la que el Estado argentino ocupó la enorme extensión de tierras pampeanas y patagónicas que hasta entonces permanecía como territorio indígena. Miles de nativos perecieron bajo los rifles del Ejército o fueron capturados, servilizados y deportados. El tiempo de la “amenaza indígena” llegaba a su fin. En ese contexto, los carnavales de 1879 vieron aparecer la primera comparsa cuyo nombre no deja dudas de que representa a indígenas argentinos: se llamaba Familia de Pincen, en referencia al poderoso cacique pampa que acababa de haber sido apresado luego de años de luchar contra los blancos. La comparsa incluía “bonitas cautivas”, hasta ayer un drama que ahora sí podía tornarse en comedia en el espacio carnavalesco.[48] Los diarios refieren que hubo comparsas de “indios” de nuevo en 1880; posiblemente también celebraban, con la mueca cómica, el fin de una era.[49]
A partir de este momento se abre un período en el que la prensa no registra indios en los carnavales (un hiato parecido al que vimos en referencia a los gauchos). Es interesante notar que ninguno de los casos hallados hasta aquí presenta una interrelación entre la máscara india y la gaucha; ambas están presentes en carnaval, pero circulan por carriles diferentes. Incluso si lo indio y lo gaucho, en la vida real de la campaña bonaerense, se traslapaban y conectaban de mil maneras (el propio Pincen vestía como gaucho al momento de su captura).[50]
Los falsos indios volverían a ocupar un lugar prominente en la fiesta en la segunda mitad de la década de 1890, ahora claramente indios locales y muy estrechamente asociados a los gauchos de los centros criollos. El primer indicio es el de una agrupación llamada Indios Charrúas Civilizados (1895-1899), que aparecía como una más en los listados de centros criollos.[51] En 1899 actuó Indígenas Civilizados (puede que sea la misma: los diarios alteraban muchas veces los nombres al transcribirlos), “mezcla de gauchos, payasos e indios con lanzas y macanas”.[52] Ese mismo año un conjunto de máscaras vestidos como “indios” realizó “ejercicios gimnásticos y un simulacro de combate con lanza".[53]
Las crónicas del carnaval de 1900 detallan la proliferación de agrupaciones de indios:
“... los malones en plena calle, las algazaras espeluznantes de los pampeanos con melena cerdosa, vinchas rojas sobre las frentes bronceadas y lanzas emplumadas con las que amenazaban a los curiosos y asustaban a los chiquillos; con las pechadas de sus potros y los bárbaros loncoleos y los gritos desabridos de 'matando cristiano' y todos los gerundios de la pampa salvaje. La aparición deleitó primero y aterró después. Empezó por un ensayo y terminó por trasplantar las costumbres más ásperas del desierto sobre las calles de Buenos Aires”.[54]
La Prensa acompaño esta descripción de una imagen ilustrativa:
Entre la lista de centros criollos de ese año figura, con nombre alusivo a los indios, Los Rezagos de la Nación Tehuelche.[55] También en 1900 y en 1901 marcharon Los Despreciados, que consistía en 18 personas vestidas como los "antiguos indios salvajes, es decir, plumas en la cabeza y alrededor de la cintura, con los demás elementos necesarios para su vida de lucha y costumbres del desierto". Cantaron una serenata sin referencias étnicas.[56]
Los ejemplos continúan en años posteriores. En 1901 el centro criollo La Querencia (que salió al menos hasta 1906) apareció acompañado de "un grupo de indios sometidos", mientras que Indios Leales combinaba un grupo de disfrazados de indígenas con al menos un “gaucho”.[57] En 1902 Los Gauchos e Indios Leales "hicieron un simulacro de batalla".[58] Al año siguiente otro grupo de máscaras llamado Indios y Gauchos escenificaron un combate en el hall del diario La Prensa, "los primeros con lanzas y boleadoras y los segundos con dagas, ponchos arrollados en el brazo... La pantomima resultó de gran efecto... Quedaba vencedor y único sobreviviente el cacique, después de dominar a su más bravo rival, un gaucho como luz para manejar el cuchillo. El hijo de este, un paisanito, termina la tragedia dando muerte al victimario de su padre".[59]
Luego de 1903 las menciones parecen ser menos. Enrique Puccia sostiene que la policía prohibió las agrupaciones de “indios salvajes” (no dice cuándo) por los disturbios que causaban las peleas entre ellas cuando se encontraban en las calles (Puccia, 2000: 184). No pude confirmar la existencia de tal prohibición, pero es una posibilidad. En cualquier caso, algunas siguen apareciendo en años posteriores. En 1905 uno de los centros criollos se llamaba Las Tolderías.[60] A comienzos de la década siguiente encontramos a Los Indios del Desierto y al centro criollo Toldería Pampeana, este último interesante porque combinaba la presencia de gauchos, un cocoliche y lanceros indios de cara tiznada.[61]
Fray Mocho, 7/2/1913, p. 62.
Un conjunto similar del barrio de Barracas, Los Criollos de la Selva, con cocoliche y gauchos incluidos y con simulacros de combates indígenas, apareció todavía en el carnaval de 1923.[62] Y por supuesto, en todos estos años abundaros los indios como máscaras sueltas.[63]
En mi trabajo al respecto sostuve que uno de los atractivos que tuvo el criollismo popular en el cambio de siglo es que permitía reponer la presencia de lo no-blanco como parte de la nación, en un contexto en el que las élites proponían, por el contrario, que la Argentina era un país racialmente blanco y étnicamente europeo. En las historias de gauchos rebeldes, el héroe habitaba un mundo criollo del que también formaban parte indígenas, mestizos y afrodescendientes. Más aún, el gaucho mismo era frecuentemente representado como un mestizo de tez oscura. En este juego de impugnación implícita de los discursos blanqueadores, las figuras del indio y del gaucho, que inicialmente habían sido retratadas como totalmente diferentes y hasta enfrentadas, se fueron acercando hasta dar lugar incluso a hibridaciones como la de Patoruzú, acaso la historieta más popular de la Argentina, en la que era un indio tehuelche que sin embargo hablaba como gaucho y encarnaba los valores gauchescos, quien encarnaba la voz de lo argentino (Adamovsky, 2019: 96-100).
¿En qué medida la representación carnavalesca de los indios participó de este proceso? Como vimos, los indios más tempranos y los que ponían en escena jóvenes de élite no tenían nada que ver con el gaucho (ni muchas veces eran siquiera indios locales). Seguramente la aparición de la primera comparsa de temática “pampeana”, La Familia de Pincen (1879), pueda interpretarse como la mueca victoriosa y burlona de una sociedad que derrota a un enemigo temido por largo tiempo y se apropia de su “salvajismo”, ahora convertido en juguete lúdico. Que, dicho sea de paso, también podía ser el sentido de las comparsas de gauchos de la élite, que aparecen cuando los gauchos montoneros y mazorqueros federales eran ya un recuerdo del pasado. La irrupción de los centros criollos en la década de 1890 marca un cambio en ese escenario. Sin lugar a dudas, el carnaval permitió desde entonces la conexión entre las figuras del indio (ahora local) y el gaucho, ambas presentes como parte de una misma agrupación. En ese sentido, la fiesta pudo haber colaborado en el proceso general de hibridaciones y articulaciones étnicas que el criollismo popular vehiculizó. Algunos de los nombres elegidos –Gauchos . Indios…, Charrúas (pero) Civilizados, Criollos (pero) de la Selva– parecen aportar a esa superposición entre lo propio y lo otro.
Sin embargo, no está tan claro que la incorporación de indios en las comparsas de gauchos sea comparable a la de los cocoliches. Estos eran personajes risibles, en una risa que los integraba. Aquellos permanecían más bien como caracteres amenazantes: iban armados de lanzas, profiriendo gritos, asustando a los niños. Que gauchos e indios escenificaran falsos combates habla claramente de que permanecían como figuras antagónicas. Que, como en el caso de la agrupación Indios y gauchos, el temible cacique fuese derrotado a último momento por el último gaucho que quedaba en pie (además un niño), puede interpretarse como reaseguro del triunfo de la civilización sobre la barbarie.
Así y todo, puede que los centros criollos hayan participado en la readmisión del indio, por vía del gaucho, como figura del mundo popular argentino. No solo por hacerlo visible lúdicamente como parte del mundo criollo en el espacio del carnaval, sino también, acaso, por los atributos que compartía con el gaucho. Ambos representaban la bravura: los indios mataban y morían, pero también lo hacían los gauchos matreros que tanto admiraban las clases populares. Como vimos, las peleas escenificadas también podían enfrentar a dos agrupaciones de gauchos. Por lo demás, la destreza a caballo, la fiereza en la pelea, el valor, la masculinidad, la enemistad con los militares, conectaba a unos y otros. También el maquillaje: ambos podían aparecer de cara tiznada, lo que, por contraste, los diferenciaba del ideal del argentino blanco. El tizne era, para unos y otros, carta de autenticidad nativa.
¿De candomberos a gauchos?
Existe una llamativa coincidencia temporal entre la irrupción del disfraz de gaucho matrero desde 1891 y de los centros criollos en 1899 y otro cambio igualmente súbito, que es la veloz desaparición, luego de 1894, de las comparsas “candomberas”, tanto de negros reales como de blancos disfrazados de negros, que habían dominado los corsos hasta ese momento. En otro sitio mostré que ese extraño final tuvo que ver con dos factores. Por una parte, con la presión blanqueadora que se hacía sentir por entonces, procedente de los discursos oficiales que proponían que el “nosotros” nacional era blanco y europeo, que es la misma que empujó a la invisibilidad a la colectividad afroporteña. Por la otra, y en relación con ella, la prohibición intempestiva de las comparsas de estética candombera que la policía decretó, sin previo aviso, a días de iniciarse el carnaval de 1894 y que afectó seriamente las agrupaciones que se preparaban para participar con su estética habitual (Adamovsky, en prensa 1).
En ese mismo trabajo adelanté la hipótesis de que el criollismo de carnaval pudo haber tenido su influencia en ese curso de acontecimientos. El poderoso atractivo de la nueva estética pudo haber restado cultores y público a la candombera. Pero, además, es posible que, de hecho, hubiese ofrecido una alternativa de recambio que resonaba bien entre quienes ya no podían salir con sus tambores y sus atavíos de negro. Es el momento de evaluar la evidencia, a ver si esa hipótesis puede validarse.
Para empezar, los propios contemporáneos notaron la coincidencia temporal. Roberto Lehman-Nitsche observó que hacia 1890, cuando abundaban las “comparsas candomberas”, no había aún “centros criollos”, que de la mitad al fin de esa década las primeras “desaparecen poco a poco, para ser reemplazadas por centros sociales, humorísticos, musicales, etc., cuyos nombres muy poca cosa significan” y que “recién en 1898, más o menos, parece que se fundaban los primeros ‘centros criollos’, sin que yo bien conozca el móvil inmediato” (Lehman-Nitsche, 1962: 382-383). La revista La Mujer notó lo mismo en su crónica del carnaval de 1900: "Lo que parece que desaparecerá casi por completo son las numerosas comparsas de negros de todas las layas […] En cambio, por todos los ámbitos de la ciudad se oyen rasguidos de guitarra".[64]
También hubo quien, en su momento, además de notar la coincidencia temporal, avanzó en analogías, como Ernesto Quesada en 1902, cuando consideró el habla gauchesca de carnaval que ahora se escuchaba por todas partes algo tan ridículo como el “bozal” –la imitación del habla de los esclavos recién llegados del África– que utilizaban hasta hacía poco las comparsas de falsos negros (Quesada, 1902: 102). En efecto, el uso de un estilo de castellano corrompido y asociado a lo plebeyo es una analogía posible. Otra, ya mencionada, es el maquillaje para resaltar lo no-blanco, que compartían las comparsas de falsos negros (y también algunas de negros reales que decidían reforzar así su negritud), algunas de las de gauchos y los falsos indios.
En referencia a esto último, es posible que también hubiese analogías en las canciones que cantaban. Las fuentes documentales son insuficientes para ser conclusivos: conocemos decenas de las que interpretaban las comparsas candomberas, pero casi no contamos con letras de las gauchescas. Es sugestiva, sin embargo, una coincidencia que surge de uno de los pocos fragmentos conocidos. En 1899 la agrupación Indígenas Civilizados, que como vimos combinaba gauchos y falsos indios, cantó un “waltser-danza” con letra y música del payador Santiago Madariaga, cuya primera estrofa decía así "Aquí tenéis los indígenas,/ y tenednos compasión/ que aunque su piel es oscura,/ tienen blanco el corazón".[65] Reclamar el amor de las “amitas” contrapesando el color del rostro con la blancura o virtud del corazón era algo bastante habitual en las letras de agrupaciones de falsos negros. Una de ellas, por caso, cantaba en 1871 los siguientes versos, muy similares: “Los negros que aquí venimos/ A cantar a tu balcón/ Tienen negrita la cara/ Pero blanco el corazón” (Ziegler y Fleitas, 1871: 10). También las comparsas de afrodescendientes utilizaban argumentos similares (Goldman, 2008: 206). Según Enrique Puccia, las canciones de los centros criollos solían poner en boca de los gauchos reclamaciones de amor a las “patroncitas” (Puccia, 2000: 187), una posición de subordinación respecto de la mujer objeto de deseo que sería análoga a las que tanto negros como falsos negros dirigían a las “amitas” blancas (Adamovsky, en prensa 1 y 2). Puede que el masculino “patroncitos” también se usara.[66]
Una cuarta analogía posible serían las “tapadas” que, como sostuve en otra parte, protagonizaban las comparsas candomberas a fines de siglo. Se trataba de un combate ritualizado: cuando dos agrupaciones se encontraban en la calle se aproximaban y, enfrentadas, comenzaban a tocar sus instrumentos y a cantar de manera estridente, en una competencia de resistencia en la que triunfaba la que conseguía acallar a la otra. Frecuentemente derivaban en enfrentamientos físicos (Adamovsky, en prensa 1). Diversos testimonios confirman que también las agrupaciones gauchescas se enfrentaban de ese modo. Recordando el carnaval de 1900 muchos años después, un testigo recordó una escena que tuvo lugar en un corso popular y que involucró a dos centros criollos, Los Pampeanos y Los Parias del Desierto. Puestos a medirse mutuamente sus “condiciones gauchas”, entraron en una competencia musical y dancística. Guitarreros y zapateadores de una y otra se alternaron en el malambo, hasta que, cansados y al cabo de varias rondas de desafíos, la cosa se transformó en un enfrentamiento real:
“…encendidos los rostros, fieros los ojos, se quedan frente a frente los malambistas. Un movimiento de cabeza y un ligero asentimiento de la parte contraria, han concertado el duelo. No ha de ser a zapateo. Ha de ser a cuchillo. El taura de Palermo se va a medir con el corralero de Matanzas. Minutos más tarde, el pito de un vigilante anuncia el entrevero. Brillan los cabos de plata a la luz de un farol. A veces queda, a veces no, uno de los contendores. Pero el honor del barrio ya está limpio”.[67]
Otros testimonios confirman que había tapadas de gauchos y de candomberos y que eran similares, pero agregan además otros datos interesantes, como que en las comparsas candomberas también participaban falsos indios (Vivanco, 1948; Bolan, 1991) o que los enfrentamientos eran a veces entre agrupaciones gauchescas y candomberas (“El carnaval que agoniza”).
Pero más allá de las analogías y la coincidencia temporal, ¿existen evidencias empíricas de que los cultores de la estética candombera hayan migrado a la gauchesca? Responder esta pregunta no es sencillo, por cuanto los nombres individuales de quienes a fines de siglo cultivaban una y otra –especialmente la primera– son esquivos. Algunos indicios nos dicen, sin embargo, que esa migración pudo hacer sido posible, al menos en algunos casos.
En lo que respecta a los afroporteños, es bien sabido que tenían una relación muy estrecha con el criollismo. Desde muy temprano, aunque ocasionalmente, la prensa afroporteña publicaba poemas gauchescos o elegías del gaucho.[68] Entre los quince autores más prolíficos del criollismo popular del cambio de siglo al menos dos eran negros. Los tres mejores exponentes del arte de la payada –Gabino Ezeiza, Higinio Cazón y Luis García– fueron afroargentinos (a los que habría que agregar unos cuantos más, menos conocidos) (Adamovsky, 2019: 110). Y personas de ese origen participaron activamente en algunas de las primeras puestas en escena gauchescas animadas por entidades tradicionalistas.[69] Hay alguna evidencia de que esa afición por el criollismo se manifestaba también en carnaval. Al menos un miembro prominente de la colectividad, Estanislao Grigera, había salido disfrazado de “gaucho argentino” en el de 1878.[70] Por la misma época la prensa comunitaria informaba que "varios jóvenes distinguidos van a formar una comparsa de gauchos", aunque no es posible determinar si se referían a jóvenes de la propia colectividad o a jóvenes blancos.[71] En un relato autobiográfico situado en 1902, el escritor Héctor Pedro Blomberg recordaba que, siendo niños, él y su criado negro habían salido disfrazados de gauchos en el carnaval y que al año siguiente lo hicieron ambos como parte de una comparsa de afrodescendientes (para lo que Blomberg se tiznó el rostro) (Blomberg, 1928). Ese mismo año también Ernesto Quesada anotó que había afrodescendientes disfrazados de gauchos en carnaval (Quesada, 1902: 53). Y es conocido el dato de que Guillermo Barbieri (el guitarrista de Gardel, que era de ese origen) había actuado de adolescente en carnavales, hacia 1910, como parte del centro criollo Gloria, Patria y Tradición (Puccia, 2000: 284). Fotografías de esos años también muestran niños negros disfrazados de gauchos.[72]
Alguna evidencia también apunta a que blancos que participaban de comparsas candomberas luego se orientaron a las gauchescas o se destacaron en el movimiento criollista. Uno de los personajes de un sainete que Carlos M. Pacheco estrenó en 1923 contaba que había salido de adolescente como parte de una comparsa de falsos negros y que posteriormente se había integrado a un centro criollo, con el que actuaba de cocoliche y con el que también se entreveró en tapadas (Pacheco, 1964: 123). Sebastián Berón, quien luego sería un prolífico autor de historias de gauchos matreros, había escrito el himno de la comparsa de tiznados Negros Azúcares, que salió entre 1875 y 1881 (Soler Cañas, 1963). Y Andrés Cepeda, de repetidos pasos por los calabozos por anarquista y por homosexual, había formado parte en 1894 de la comparsa Africanos del Sud, antes de transformarse en un conocido cantor gauchesco (Puccia, 2000: 303). Finalmente, la prensa refiere que Negros Olivares, una de las últimas comparsas de estética candombera, cantó en el carnaval de 1900 “canciones criollas con acompañamiento de guitarra”.[73]
En fin, si la información reunida en esta sección no alcanza para probar que los cultores de la estética candombera migraron a la gauchesca, sí sugiere que ambas tenían amplias conexiones y que la segunda pudo ocupar el lugar que dejó vacante la extinción de la primera. En su contenido herético, la representación del gaucho matrero tenía puntos de contacto con la del negro candombero, que también era contrafigura implícita de los discursos “civilizadores” de la élite. La conexión entre ambas, además, venía por el contraste con (y desmentida implícita de) los discursos blanqueadores que postulaban una Argentina exclusivamente blanca y europea. De hecho, es posible que la mayor indefinición y ambivalencia al respecto del criollismo popular lo volviese más efectivo como modo de minar esas visiones en un momento en el que la presión blanqueadora se volvía más intensa y la presentificación de lo negro/afro menos viable.
Conclusiones
Un observador que visitó algunos de esos centros criollos que florecían en el cambio de siglo sintió que, en torno de la guitarra, se expresaba allí “bulliciosa y alegre” una “patria popular”, “dulce y suave”, diferente de la de las banderas, los recuerdos de próceres y de batallas que se enseñaba en la escuela (Lehmann-Nitsche, 1962: 369-73). En verdad era diferente. Su emblema era el gaucho, mucho antes de que los nacionalistas y el Estado lo hubieran hecho suyo. Pero era en particular el gaucho matrero, insumiso, el Moreira que se alzaba contra la ley del Estado. Su guitarra entonaba melodías folclóricas tanto como tangos. El universo que habitaba era criollo, pero, por vía de Cocoliche y en su tizne moreno y su asociación con lo indígena, también hacía lugar a los recién llegados y a lo no-blanco. El carnaval era una de las ocasiones principales en las que esa “patria popular” se manifestaba colectivamente en las calles.
El atractivo del criollismo popular radicaba justamente en su capacidad de articular los segmentos que conformaban las heterogéneas clases populares del cambio de siglo. No fue tanto (o sólo) una expresión cultural que daba sentido a la experiencia de vida de sujetos pre-existentes –los paisanos en el campo, los criollos en la ciudad, los afrodescendientes, los inmigrantes– como una práctica cultural novedosa que permitió producir un “pueblo” donde antes no existía, un sujeto político que llegó a imaginarse como un todo unificado a partir de su común oposición al mundo de las élites. Fue diferenciándose de ese mundo que los diversos segmentos se articularon entre sí y construyeron un sentido de unidad. En el contexto de las últimas dos décadas del siglo XIX de triunfo de las clases altas que implicó no sólo una mayor desigualdad sino también la exclusión política de las clases populares y la imposición de una cultura, una estética y valores liberales y europeizantes, identificarse con el héroe matrero, disfrazarse de Moreira, imitar el habla del gaucho, actuar sus insumisiones, su coraje brutal y su reclamo de justicia– tenía una dimensión antagónica evidente. Al representarse como pueblo a partir de esas características y esas memorias, la multitud así articulada se afirmaba precisamente en el legado de “barbarie” criolla que las élites venían intentando extirpar (Legras, 2010; Adamovsky, 2019: 85-86). El “nosotros” que el criollismo popular proyectaba era plebeyo e insumiso y –a diferencia del culto al gaucho de los nacionalistas– hacía un lugar al componente extranjero todavía mal integrado (siempre y cuando tuviese intención de acriollarse, claro).
Pero, sobre todo, se relacionaba mal con las clases altas. Puesto a recordar su infancia muchos años más tarde, uno de los tantos hijos de los inmigrantes que llegaron a comienzos del siglo XX lo dejó bien graficado. En su caso, era hijo de una familia de judíos pobres que se habían establecido en un barrio obrero de Buenos Aires. Siendo niño en la década de 1920, recuerda, salía en los carnavales, como se acostumbraba entonces, en pandilla con otros niños del barrio de diversos orígenes étnicos. Más allá de sus diferencias, los unía su condición de clase, que para ellos se expresaba en la antipatía que sentían por los niños de familias “bien”. Con la murga del barrio cantaban: "¡Aquí viene Juan Moreira,/ con su poncho y su cuchilla!/ ¡Retirate cajetilla,/ que te rompo las costillas!" (Serta, 1965: 114). Al identificarse con el gaucho legendario, con su valor puesto ahora a enfrentar a los ricos, ese niño judío y pobre, junto a sus amigos, podían reclamar una pertenencia al “nosotros” (popular) argentino.
Por último, el tizne de los gauchos de carnaval, las ambivalencias que hemos visto respecto de las alusiones a lo indígena en los centros criollos y las posibles conexiones entre las performances gauchescas y las comparsas candomberas sugieren que la interpretación de Seigel resulta apresurada. Ya que el cuerpo del gaucho era racialmente ambivalente, el “nosotros” popular que se manifestaba en carnaval no necesariamente contribuía a la visión de la Argentina blanca y europea. Si el disfraz gauchesco pudo colaborar con las presiones blanqueadoras del Estado y las élites intelectuales, no es menos cierto que con mucha frecuencia fue canal de precisamente lo contrario: de la afirmación de un “nosotros” argentino que reponía la presencia de lo no-blanco como parte de la nación.
El carnaval, fiesta de inversión de las jerarquías de todo tipo, imperio de la máscara, ocasión para asumir lúdicamente identidades prestadas y construir colectivos efímeros, fue una arena ideal para esa articulación nacional plebeya. No es casual que el criollismo popular se haya manifestado primeramente allí, tanto como en los impresos baratos o en los circos. La dimensión herética que conllevaba se mostraba en la fiesta de manera particularmente clara. No se le pasó por alto La Nación, que en 1906 anotó que “el carnaval es profundamente subversivo”: si el gobierno “pudiera alguna vez sospechar la suma de ideas de rebelión incluida bajo sus símbolos graciosos o sutiles”, advertía el diario, “prescribiría para los enmascarados las mismas penas que reprimen el delito de conspiración”. La admonición venía especialmente a cuento del disfraz del “Moreira barbudo que va haciendo resonar sus espuelas a imitación de los que, en la fábula del circo, pelearon contra las partidas”, el preferido de los empleados modestos que proyectaban en él deseos inconfesos.[74] La misma rebelión imaginó algunos años más tarde Manuel Ugarte, en una historia ficcional en la que un joven de condición modesta, disfrazado de gaucho en carnavales y poseído por su disfraz, asesinaba a facón limpio a un joven de clase acomodada que pretendía a la misma muchacha que él, también de familia rica, que minutos antes lo había desairado (Ugarte, 1920).
Que el criollismo, tal como se manifestaba en carnaval, articulaba una “patria popular” que no se entendía bien con la que desde el Centenario comenzarían a proponer los intelectuales y luego el Estado, queda probado por la hostilidad que profesaron hacia la fiesta los sectores nacionalistas y tradicionalistas. Al menos desde 1913 esos sectores se lanzaron a postular una visión de la nación que giraba en torno de las tradiciones criollas y gauchescas, en las que veían un ariete contra el “cosmopolitismo”, las ideas izquierdistas que venían con él, y lo que percibían como la excesiva gravitación del elemento inmigratorio. En lo sucesivo, patrocinarían toda clase de evocaciones y performances gauchas. Menos las de carnaval, las que detestaban. Las quejas contra las agrupaciones gauchescas y los disfraces de Moreira, consideradas una tergiversación y burla del gaucho verdadero, contra la mezcla de lo criollo y los cocoliches y del folclore con el tango, fueron permanentes (Casas, 2017: 66-71).[75] La revista Nativa, una de las principales usinas de los tradicionalistas, protestaba en 1926 por la “infinidad de centros criollos” que actuaban en carnaval y exigía que se reemplazara esa costumbre “ridícula” por desfiles de gauchos acompañando al Ejército en días patrios.[76] Algunos años más tarde fueron más allá y pidieron formalmente a la Municipalidad la prohibición del disfraz de gaucho en carnaval.[77] No lo consiguieron en Buenos Aires, pero sí en la ciudad de Balcarce, que hizo la prohibición efectiva en 1935 con un decreto que afirmaba inaudito que se “ridiculizara” a la figura que había contribuido como ninguna a la “formación de nuestra nacionalidad”.[78] En Buenos Aires, las protestas y pedidos de prohibición continuarían en la décadas siguientes.[79] Estaba claro que esa patria popular lúdica y festiva que se manifestaba en el carnaval era diferente de esa otra que imaginaban los nacionalistas, más asociada a los rituales solemnes del Estado.
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Notas