Artículos. Sección especial
Giros y transiciones. Notas sobre la Historia Cultural en la Argentina
Turns and Transitions. Notes on Cultural History in Argentina
Giros y transiciones. Notas sobre la Historia Cultural en la Argentina
Prohistoria, núm. 37, 1-8, 2022
Prohistoria Ediciones
Recepción: 10 Noviembre 2021
Aprobación: 15 Enero 2022
Publicación: 10 Febrero 2022
Resumen: La historia cultural argentina constituye una zona de indagación híbrida y de fronteras epistemológicas difusas que se configuró a partir tanto de sensibilidades que antecedieron al giro cultural europeo como de lecturas heterodoxas, traducciones locales y adaptaciones críticas de la noción antropologizada de lo cultural. A diferencia de lo que ocurrió en el hemisferio norte, donde la New Cultural History se transformó en la aglutinadora de la actividad académica y terminó por eclipsar a la historia social, en la Argentina la historia cultural funcionó como un agregado más que como un reemplazo de otros modelos analíticos.
Palabras clave: Nueva Historia Cultural, Historia socio-cultural, Giros europeos, Traducciones vernáculas.
Abstract: Argentine cultural history constitutes an area of hybrid inquiry with blurred epistemological boundaries that was shaped by both sensibilities that preceded the European cultural turn and heterodox readings, local translations and critical adaptations of the anthropological turn. Unlike what happened in the northern hemisphere, where the New Cultural History became the unifying element of academic activity and ended up eclipsing social history, in Argentina cultural history has functioned as an addition rather than a replacement for other analytical models.
Keywords: New Cultural History, Sociocultural History, European turns, Vernacular translations.
En la Argentina, la Historia Cultural es un terreno de indagación extenso en el que conviven temas, instrumentos analíticos y problemas heterogéneos; se trata de una zona de indagación en la que el abordaje de lo cultural se superpone y se entrecruza con otras formas de hacer historia. Los solapamientos parecen responder no solo a los difusos bordes epistemológicos de la historia cultural sino también a que la versión vernácula de la historia intelectual expresa una concepción más cercana a una “historia cultural de las ideas” (Burke, 2007: 160) que a las manifestaciones ortodoxas de los giros que se registraron en las academias norteamericana y europea a fines del siglo pasado. Esa concepción se refleja en las páginas de la revista Prismas de la Universidad Nacional de Quilmes, que a lo largo de sus casi veinticinco años de existencia ha estimulado la publicación de trabajos que podrían incluirse tanto en los campos disciplinarios de la historia conceptual, la historia de los intelectuales y la historia de las ideas políticas, como en el de la historia cultural.
Sin embargo, la indeterminación de la historia cultural vernácula también responde al hecho de que las “otras historias” (la social, la política y en menor medida, la económica), sin renunciar a su especificidad disciplinar, se impregnaron –aunque con marcado eclecticismo– de los instrumentos analíticos y los andamiajes conceptuales propuestos por el giro cultural.[1] Así, por ejemplo, tras una etapa de enclaustramiento producto del predominio de los enfoques socioeconómicos, en el tránsito entre los siglos XX y XXI, la historia política se revitalizó al incorporar un programa culturalista con perspectivas que defendían la relevancia interpretativa de los rituales, de los vectores de significación y del lenguaje “como fuente de dominación simbólica” (Bourdieu, 1982: 34).[2] Por su parte, la historia económica (tal vez, con mayores reservas que las que expresaron las otras formas de hacer historia)[3] cedió una porción de su terreno a la indagación de los significados asignados al acto de consumir. Entonces, las perspectivas viraron desde los mercados y los patrones de consumo masivo hacia la experiencia del consumo entendida como un mecanismo que configura y expresa identidades individuales, familiares, sociales y políticas.[4]
La historia social que –inspirada en los modelos interpretativos del marxismo británico y el estructuralismo francés– a fines del siglo XX, había producido una verdadera renovación de la historiografía local, tampoco se mantuvo a resguardo de los vientos culturalistas que soplaban con creciente intensidad desde el hemisferio norte. De la preocupación por lo que un individuo tiene en común con sus contemporáneos, del estudio de la regularidad de los comportamientos que se revelaban en la cuantificación y las series, y de la supuesta operatividad de la noción de clase, la historia social desplazó su foco hacia lo singular y lo diverso, y aceptó las novedades analíticas que reivindicaban una historia cultural de lo social y reconocían el poder de la cultura (entendida como un sistema coherente de símbolos y significados) como fuente de la compresión histórica.
A pesar de que en la Argentina de fines del siglo XX y comienzos del XXI, el influjo de los giros lingüístico y antropológico y el desembarco de la historia cultural crearon una ilusión de originalidad, no es difícil reconocer antecedentes locales más remotos a partir de los cuales reconstruir una genealogía de aquel tránsito.[5] Como afirman Víctor Brangier y María Elisa Fernández en la introducción del libro Historia cultural hoy. Trece entradas desde América Latina, si el deslizamiento hacia un nuevo paradigma fue el resultado de la elaboración de lecturas “endémicas en conexión con enfoques exógenos” (Brangier & Fernández, 2018: 10), el puente entre lo interno y lo externo fue posible gracias a la existencia de una “sensibilidad culturalista” que la región cultivó mucho antes de que tuviera lugar el giro cultural europeo; y que en el caso argentino se expresa en los estudios pioneros de José Luis Romero sobre la cultura urbana y las mentalidades.
Pero, al margen de los antecedentes, ¿qué es lo que distingue a esa nueva forma de hacer historia, que en el cambio de siglo despertaba entusiasmo no sólo entre los historiadores noveles, sino también entre quienes hasta entonces habían practicado una historiografía que no reparaba en la importancia analítica de lo simbólico para comprender las claves que dan sentido a la dinámica social? Sus rasgos más característicos replican aquellos que marcaron a la versión original de la Nueva Historia Cultural en el hemisferio norte, a saber: la indefinición y fragmentación temática. Sin embargo, en la versión local parece más acuciante la ausencia de un centro articulador de los temas y problemas estudiados. Es posible que esta carencia obedezca a que, en la Argentina, la historia cultural impregnó a la historiografía con su mirada y con su forma de reunir evidencias e interrogar al pasado, pero no llegó a transformarse en la aglutinadora de la actividad académica. En el Norte, en cambio, el nuevo paradigma declaró agotado el modelo de la historia social y, promoviendo el giro hacia lo cultural, se encaminó a la colonización epistemológica e institucional del campo historiográfico.
En la academia local, el descentramiento del relato histórico ha sido señalado como uno de los principales efectos adversos del tránsito de la historia social a la historia cultural, porque esa mudanza habría redundado en una cantidad de estudios empíricos que no se conectan bien entre sí ni aportan a una nueva narrativa general de la historia argentina (Adamovsky, 2012: 166). Sin embargo, desde una mirada más complaciente, que piensa a la historia cultural como agregado y no como reemplazo de otros abordajes posibles, podría argüirse que los fragmentos no amenazan con pulverizar el pasado, porque cada recorte condensa una visión global de la historia.
Sin embargo, más allá del elogio o de la crítica, en la actualidad resulta difícil desconocer la existencia de una forma de mirar al pasado que, desde un programa culturalista flexible y ecléctico, interpela a todas las dimensiones de la historiografía argentina. Esa zona de indagación, que no constituye un campo puntual ni tiene un objeto de estudio delimitado, se configuró a partir de recepciones y traducciones heterodoxas más que de transferencias lineales de postulados y enfoques originados en las academias del hemisferio norte. Pero las traducciones no fueron hechas en el vacío, sino en un terreno abonado por otras recepciones que antecedieron a los giros europeos, como la historia de las mentalidades, la historia social británica y la microhistoria italiana, tradiciones que, desde otros paradigmas, ya habían señalado la relevancia de los influjos mutuos entre la sociedad y la cultura.
Hacer historia desde los márgenes del mundo académico habilitó las lecturas en clave local y la adaptación de andamiajes conceptuales e instrumentos analíticos a las necesidades y características propias de la historiografía argentino. Pero, al mismo tiempo, permitió eludir los combates fragosos que se desplegaron en las academias francesa y anglosajona, y desalentar las aspiraciones hegemónicas con las que el nuevo paradigma había hecho su entrada en la escena europea. En los ochenta y los noventa del siglo pasado, los cultores de giro lingüístico de las academias del Norte –como señalamos más arriba– libraron una batalla intelectual e institucional para desplazar a la historia social de su lugar dominante. En cambio, en la Argentina no solo no se registraron aquellos combates, sino que lo cultural se acopló a las formas preexistentes de estudiar el pasado sin fomentar un cambio de orientación dramático como el que describió Patrick Joyce en Inglaterra, donde todos los que “antes éramos historiadores sociales, comenzamos a ser historiadores culturales” (Aurell, Balmaceda & Burke, 2013: 302).[6]
Pero no sólo las batallas europeas no se reeditaron en la Argentina, tampoco se entablaron aquí los diálogos interdisciplinarios que en Europa y los Estados Unidos promovieron un fecundo maridaje entre historia y antropología interpretativa;[7] ni resonaron los sustanciosos debates sobre los procedimientos narrativos que –como afirmaba Ginzburg– “son como campos magnéticos, porque provocan preguntas y atraen documentos potenciales” (Ginzburg. 2010: 266). Sin embargo, aún sin esa reflexión sobre la escritura de la historia y sobre la capacidad imaginativa del historiador, los que sí aparecieron fueron los “documentos potenciales”, porque el deslizamiento desde lo social a lo cultural provocó una visible ampliación del archivo que, a su vez, impuso una renovación de la forma en la que se interroga al pasado.[8]
A partir de ese universo documental vasto y heterogéneo examinado desde perspectivas novedosas, se conformó una zona de indagación tan extensa como despareja, donde los abordajes eclécticos coexisten con perspectivas que se inscriben de manera más rigurosa en los presupuestos teóricos y las prescripciones metodológicos de la historia cultural. El análisis de los usos políticos y sociales de la escritura en los grupos letrados; los estudios sobre la edición, los autores, los públicos, las formas de producción y de circulación y las prácticas de lectura; las imágenes y la mutación de sus funciones a través del tiempo; la invención de imaginarios urbanos y la interrogación sobre las formas en que la ciudad y la cultura se afectan mutuamente, constituyen expresiones más “fieles” de la hermenéutica culturalista. En cambio, en paralelo, las representaciones, los lenguajes y los significados se suman como una dimensión de análisis más a prácticas historiográficas híbridas en las que lo cultural se entrelaza con las dinámicas sociales y políticas y con las relaciones de género. El influjo material y simbólico del consumo en la configuración de identificaciones políticas e identidades obreras durante el primer peronismo; la indagación de las representaciones de la mujer trabajadora porteña que plasmaron los folletines y el celuloide en la Argentina de entreguerras; o la sexualidad, el afecto y las pasiones en el mundo de los trabajadores y las clases populares constituyen apenas un puñado de ejemplos de un extenso elenco de autores que, a la luz de nuevos instrumentos analíticos, recuperaron la larga tradición de los estudios sociales de la cultura popular argentina. Esta confluencia refleja en gran medida el estado general de una historiografía que, aunque siempre alerta a las novedades que llegaban del Norte, demostró escaso dogmatismo en sus lecturas y se inclinó hacia el sincretismo teórico. El resultado –sobre el que el desembarco de la historia cultural tuvo un ascendiente apreciable– es una disciplina densa y polifónica, que se ha distanciado del confort de las divisiones tajantes para ensayar abordajes capaces de iluminar cómo los objetos de estudio coexisten y se entrecruzan con una multiplicidad de actores, contextos, identidades, subjetividades, lenguajes, experiencias y emociones.
En la reciente incorporación de las emociones al análisis histórico vuelven a constatarse tanto la mudanza de identidad de los objetos de estudio como el desenfado teórico de los historiadores locales. Si la historia cultural no tuvo aquí la forma de un giro rupturista sino la de una transición atemperada, algo similar parece ocurrir con el giro afectivo y la historia de las emociones. En el último lustro, un puñado de investigadores locales, cuyas biografías intelectuales siguieron los caminos clásicos de la historia social y la historia cultural, se adentraron en el terreno resbaladizo de la vida emocional. Lo hicieron animados por la convicción de que, lejos de constituir expresiones de la irracionalidad o simples datos de color, las emociones son constitutivas de la vida social y cultural; pero también desafiados por el reto de abordar objetos de pesquisa fluidos, culturalmente mediados e históricamente cambiantes.
Como había ocurrido con el desembarco de la historia cultural, la llegada de la historia de las emociones al mundo académico argentino también provoca una ilusión de originalidad. Sin embargo, como entonces, ahora tampoco resulta difícil reconocer antecedentes locales. Inscriptos en otros debates y, sin duda, hijos de intuiciones brillantes, Por qué la quiero tanto. Historia del amor en la sociedad rioplatense de Carlos Mayo y la recepción argentina de Historia de la Sensibilidad en Uruguay de José Pedro Barrán confirman que el terreno estaba bien abonado cuando las emociones vinieron a reclamar un lugar en la historia cultural y un papel en la explicación del cambio histórico.
Todavía es muy temprano para predecir qué ocurrirá con el estudio de las emociones, aunque los enfoques adoptados por quienes se ocupan de ellas sugieren que, a diferencia de lo que ocurrió en las academias de origen, donde la institucionalización rápida de la última década y media contribuyó a delimitar de un campo con fronteras claras (Bjerg, 2019), en la historiografía argentina, las emociones, esos objetos esquivos, ubicados en un lugar impreciso entre la biología y la cultura, entre el cuerpo y el lenguaje, posiblemente se transformen en una categoría de análisis más de la historia cultural de lo social y de lo político, como antes había ocurrido con la clase, el género y los símbolos. Las emociones sumarán densidad al terreno informe de la indagación cultural que desde hace varias décadas florece en la Argentina, no como la emulación de las rupturas y los giros europeos, sino como el resultado de la circulación, las traducciones y las adecuaciones intelectuales de una forma de hacer historia foránea a la singularidad del horizonte de problemas, el repertorio temático y el contexto académico local.
Agradecimientos
Agradezco los comentarios de Adrián Gorelik e Hilda Sábato a una primera versión de este trabajo presentada en el Evento Anual 2021 de la Asaih, así como los recibidos por parte de los evaluadores anónimos de la revista.
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Notas