Artículos

Sobre la historia de la cultura en Argentina

On the History of Culture in Argentina

Ana Clarisa Agüero
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

Sobre la historia de la cultura en Argentina

Prohistoria, núm. 37, 1-28, 2022

Prohistoria Ediciones

Recepción: 01 Septiembre 2021

Aprobación: 12 Noviembre 2021

Publicación: 20 Diciembre 2021

Resumen: Nacido como intento de balance de la historia cultural contemporánea, el texto parte de la paradoja de una máxima presencia de la nota “cultural” y una mínima consistencia disciplinar específica. Sugiere que, desde los años noventa y por razones no sólo historiográficas, el impacto de las nuevas historias culturales noratlánticas favoreció un corte con ciertos desarrollos vernáculos anteriores, discontinuos pero expresivos de la prolongada pretensión integradora de la historia cultural. Y que aquella interrupción (que remonta) tuvo un costo formativo y proyectivo, que aconseja establecer un diálogo tenso con ese legado y estrechar el lazo con las otras historias.

Palabras clave: Historia de la cultura, Historia Cultural, Pasado - Presente.

Abstract: Born as an attempt at assessing contemporary cultural history, this work departs from the paradox of a maximum presence of the “cultural” note and a minimum of specific disciplinary consistency. It suggests that, since the nineties, and for reasons not only historiographical, the impact of the new North Atlantic cultural histories encouraged a cut with prior vernacular developments, discontinuous but expressive of the prolonged integrative pretension of cultural history. And also, that the interruption it surmounts had both a formative and a projective cost, which makes it advisable to establish a tense dialogue with that legacy and to strengthen ties with the other histories.

History of culture; Cultural History; Past - Present

Keywords: History of culture, Cultural History, Past - Present.

Sobre la Historia de la cultura en Argentina[1]

Pese a la presencia masiva y dispersa de la “cultura” en las últimas décadas, también en historiografía, en nuestro país la historia cultural reviste una débil consistencia como campo o disciplina.[2] Contrasta en esto con las historias económica, política o social, pero también con otras con las que por momentos se solapa, como la historia del arte o la historia intelectual, de mayor institucionalización o protagonismo relativos. Dado que los deslindes son bastante idiosincráticos, el asunto podría parecer irrelevante mientras se verifique cierta producción atenta al vasto dominio simbólico; algo que efectivamente ocurre bajo otras etiquetas o como inflexión de otras historias. Pero la persistencia de unas historias declaradas “de la cultura” o “culturales”, aun si discontinua, también indica cierta voluntad disciplinar que merece ser atendida. Nacido como intento de balance contemporáneo, este texto partió de esa aparente paradoja por la cual, a una presencia profusa y casi universal de la cultura, no corresponde una afincada historia cultural; de allí derivan sus principales conjeturas, que guiaron la mirada tanto hacia el presente como hacia el pasado.

Desde los años noventa, la historiografía argentina registró el impacto de las “nuevas historias culturales” noratlánticas, que alentaron a buscar un plus simbólico en las más variadas historias. Con todo, creo, sus enfáticas operaciones de corte tendieron a resentir el vínculo con un pasado vernáculo de cierto interés, entre otras cosas porque había conducido una larga expectativa integradora de la historia cultural. Como aquellas “nuevas historias” expresaban procesos más vastos (salidas a “crisis” disciplinares y vuelcos culturales también ritmados por una “crisis de la política”), su impulso coincidió con la multiplicación de las demandas patrimoniales, identitarias, memoriales o turísticas, que presionaban la disciplina más en el sentido del presente y la fragmentación que en el del proyecto y la acumulación. A contrapelo, los apartados Uno a Ocho remontan el pasado vernáculo siguiendo los hilos de la “historia de la cultura” y la “historia cultural”, nociones nativas a las que acuerdo cierta vocación disciplinar. El recorrido conduce a los años cuarenta/cincuenta y ochenta, entre los que se registran interrupciones, continuidades larvadas y retornos por dosis, que reclaman revisión. Ciertas figuras y experiencias conocidas son consideradas allí desde este ángulo.

Sintomática de nuestras dificultades de acumulación, aquella discontinuidad tuvo, estimo, un costo en términos formativos y proyectivos. El cuadro consolidado desde comienzos de siglo, favorable a muchas hibridaciones con ganancia,[3] lo fue menos a una específica acumulación problemática, metodológica o conceptual (es decir, no apenas un enfoque o un instrumental sino una disciplina, también más acorde a los dilemas de la historiografía en general). Antes que inventariar el inasible universo de las historias de inflexión cultural de estos años, los apartados Nueve a Trece buscan situar el impacto culturalista y señalar algunos de los grandes movimientos que marcaron la práctica de la historia cultural.

Forzosamente parcial y situado, el texto intercala algunos excursus internacionales, tendientes a proponer otras coordenadas. Obra de una practicante, su cierre puede leerse como el convite a establecer un diálogo tenso con aquel legado transmitido a medias y a estrechar el lazo con las otras historias; todo en el sentido de recuperar conciencia disciplinar, voluntad integral y ánimo proyectivo, algo central para cualquier historiografía de cierta ambición.

Uno. En 1940 apareció en Buenos Aires Plenitud de España. Estudios de historia de la cultura, reunión de textos del dominicano Pedro Henríquez Ureña provenientes de tres décadas. El libro se alimentaba y recortaba del mundo del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, de la filosofía y la “historiografía filosófica” de Wilhelm Dilthey y Benedetto Croce, de la creciente gravitación de la escuela histórico-cultural en antropología y del largo dominio de los programas humanistas.[4] Colocado en primer término, “España en la cultura moderna”, de los treinta, reinscribía el conjunto en una polémica contra las “nociones corrientes sobre historia de la cultura”, adjudicadas a una divulgación humanística que reproducía fórmulas del siglo XIX, dominadas por el nacionalismo y las jerarquías civilizatorias. Ajena a la “hermandad de los pueblos en el trabajo constructor de la civilización” (Henríquez Ureña, 1940: 9), a la “visión amplia de la cultura” de la Ilustración y a la reválida alemana de lo exótico y diverso, a ella atribuía la dificultad para una historia de la cultura de España, forzada a desmentir las lecturas que la habían condenado a ser la nota católica y contra-reformista de una civilización (la del Renacimiento) que se realizaba en otro lado. Los demás estudios podían leerse ahora en esa clave, como reválidas de un legado literario, filosófico o jurídico español que Croce o Marcel Bataillon habrían comprendido muy bien.

Ya en 1947, al año siguiente de la muerte de Henríquez Ureña, el Fondo de Cultura Económica de México publicó su Historia de la cultura en la América Hispana, obra sinóptica y compacta cuyo título no parecía deber justificarse y que, con envidiable economía de líneas, trazaba una historia del subcontinente hasta 1945. Sobre el sustrato de la unidad idiomática, del que derivaba un factor de continuidad entre España y América pero también una cambiante jerarquía de centros culturales, editoriales, etc., esa historia replicaba el ensayo hecho antes en “Cultura española de la Edad Media”, yendo de la filosofía a la música, la ciencia, la arquitectura o la plástica y consignando un sinfín de movimientos y figuras (algunas muy próximas, como Alejandro Korn o Francisco Romero). El libro se abría con un capítulo destinado a “Las culturas indígenas”, que invocaba la evolución de la etnografía y la arqueología –a más de la sociología y la historia– en los últimos treinta años. Con esto, al intento de ofrecer una evolución “general” del continente e incluirlo en aquella objetada historia de la cultura occidental (como antes a España), Henríquez Ureña añadía el subrayado de desarrollos y alianzas disciplinares que, aunque suelan desestimarse, marcaron buena parte de las tempranas historias culturales europeas y fueron muy relevantes en la cristalización de una “historia de la cultura” en nuestros países. Antes había destacado ya la capacidad de Roger Fry o Leo Frobenius, figura de la escuela histórico-cultural etnológica, para extraer “maravillas hasta de la obra de pueblos humildes” (1940: 9), algo acorde a aquella idea “amplia de la cultura” que añoraba del siglo XVIII. En tanto, figuras como José Imbelloni (Epítome de Culturología, 1936) o Fernando Márquez Miranda (“Fritz Graebner y el método etnológico”, 1941) propalaban aquí esos modelos.

La Historia de la cultura…, fue luego integrada a la “Colección Popular” del FCE y tuvo ocho ediciones entre 1947 y 1966. Como Plenitud de España, debe ser remitida a un público que no ha cesado de ampliarse desde fines del siglo XIX, no sólo por la expansión de las competencias lectoras sino, también, por el lugar creciente que la cultura adquirió en esas décadas. En Argentina, el espacio del modernismo, de las reivindicaciones “espirituales” y “generacionales”, de las revistas culturales, incluso el persistente humanismo de cátedra de las escuelas nacionales,[5] no podrían comprenderse fuera de esa acumulación de estratos diversos, hechos de desencanto ante las dimensiones “fenicias” del país o la capital aluviales, de reacción ante las claves “positivas” de interpretación de lo social o de asimilación a los sentimientos de crisis difundidos capilarmente frente a las coyunturas guerreras. De los cuales, por lo demás, Paul Valéry había ofrecido una temprana expresión (“La crisis del espíritu”, 1919), de mucho predicamento entre algunas de las figuras que aquí interesan (Acha, 1999).

Dos. Valéry asoma en La formación histórica (1933), de José Luis Romero (1909-1977), texto que oponía a la “crisis espiritual” el cultivo de una “conciencia histórica” a la que la historiografía tendría poco que ofrecer. Según Devoto (2009), allí se expresaba más el intelectual que el historiador, aunque esa distancia con la historia político-institucional de la Nueva Escuela no haría sino acrecentarse durante su carrera en La Plata, rematada por la tesis sobre los Gracos. El vuelco al medioevo coincidirá así con la creciente definición del lugar y alcance de la cultura en el proyecto de Romero: algo que en cierto modo va del énfasis en la “ciencia histórica” a la “perspectiva histórico-cultural”, un modo de mirar una totalidad antes alumbrada por otras disciplinas.

Con un pie aún en la antigüedad, algo de la señalada inquina asoma en un texto breve sobre Heródoto (1939), del cual subrayo apenas dos cosas.[6] Por un lado, el énfasis en las condiciones técnicas del trabajo del historiador, que valoriza la filología, la arqueología, la epigrafía y la diplomática como vías de acceso a los “testimonios voluntarios e involuntarios”.[7] Por otro, la idea de que, frente a esos medios cambiantes, lo que “iguala a los auténticos historiadores” es “la posesión de una concepción de la vida histórica”, umbral para “una comprensión profunda de los supuestos espirituales”. Habitado por Dilthey y Croce, el postulado contornea así una comunidad definida antes por la estatura disciplinar que por cualquier orientación particular: de Heródoto a Mommsen, Pirenne, Gustave Bloch o Burckhardt.

Un salto a las Bases para una Morfología de los contactos de cultura (1944) permite ver cómo la ahora “ciencia histórica” se sitúa respecto de una totalidad, la cultura, cuyo dominio la excede. Asentada en la distinción entre ciencias de la naturaleza y el espíritu, la que aquí separa ciencias empíricas y sistemáticas abre un renovado diálogo con la filosofía y la etnología, a las que atribuye la definición de la cultura desde el siglo XVIII: su aparición como entidad distinta al mundo natural y la constatación de una diversidad concreta que, expresando el universal de la cultura, es el verdadero objeto de la comprensión.[8] Es de notar que, frente al aporte de las ciencias sistemáticas (vg. la Kulturmorphologie sistematizada por Spranger, 1936), el papel de la historia resta muy discreto, limitándose a la “faz descriptiva” de las totalidades culturales, en tanto “etapas de un desenvolvimiento” (Romero, 1944: 11). Si las menciones a Burckhardt, Meyer o Huizinga remiten genéricamente a los procedimientos de las ciencias del espíritu, el último se une a Cassirer o el propio Dilthey como ejemplo de los “ensayos limitados” de la “ciencia histórica” por lidiar con la cultura. De hecho, aquí no se habla aún de historia de la cultura sino de la historia frente a la cultura, entendida como totalidad social. Por lo demás, esta Morfología también interesa porque participa de una de las iniciativas con que la Institución Cultural Española abona el humus culturalista: una pequeña colección que, del lado argentino, añade las colaboraciones de Bernardo Canal Feijóo (Proposiciones en torno al problema de una cultura nacional argentina) y Raúl Cortázar (Confluencias culturales en el folklore argentino), como parte de una larga discusión sobre la cultura, la lengua y la comunidad.

Esa noción amplia de la cultura se prolonga en una de las primeras incursiones de Romero en un tema nacional. Como subraya Myers (2015), su Historia de las ideas políticas en Argentina (1946) se abre señalando que, como las doctrinarias, las formas de “pensamiento político de una colectividad” revisten alto interés histórico; incluso los “remedos de ideas”, cuyas “deformaciones” son un significativo “hecho de cultura”. A diferencia de otras historias de ideas, “en el campo de la historia de la cultura” el historiador no podría discernir tajantemente las expresiones “pulcras y perfectas de las elementales y bastardas”. Una unidad, entonces, pero también una diversidad interna, cultural y social, colocada en el centro de un proyecto preciso.

Hay, creo, más continuidad que la que suele acordarse entre esa idea y la que alentó el proyecto de Imago mundi. Revista de historia de la cultura (1953-1956), aunque aquí, en parte por su modo de construcción, la amplitud se expresara más en la extensión de las disciplinas consideradas que en términos sociales. En las condiciones planteadas por el peronismo y sus cesantías, la cultura promete reunir lo que la especialización devolvía: un discreto conjunto de historias disciplinares (Halperin, 1986). La experiencia ha sido muy considerada (Terán, 1988; Acha, 1999; Devoto, 2009), también en cuanto a las expectativas que pudo abrigar; esto es, si a más de como “universidad en las sombras”, mayormente ligada a la política por la vía de la parábola, Imago mundi se pensó como universidad “de relevo” para la Argentina postperonista, según sugiere el protagonismo de muchos de sus integrantes tras 1955.[9] Pero a los fines de este recorrido quizás interese más notar que, en simultáneo, Romero inauguraba en la uruguaya Universidad de la República, que lo había acogido la década anterior, el Seminario de Historia de la Cultura; seminario al que pronto se ligaría una “sección” orientada a investigación, luego conducida por Juan Oddone.[10]

Esa continuidad remarca el interés disciplinar de Imago mundi, complementaria pero distinta a aquel mundo de la cultura no o anti-peronista del que varios participaban –Sur en especial–. Una común inquietud histórica y un “humanismo” que se pretendía alternativo al cobijado por el peronismo, sedimentaron esa breve “convergencia” de estudiosos de diversas proveniencias. Y si esto implicó el privilegio de las formas calificadas de la cultura, aquella concepción amplia volvía a la revista por muchos lados, desde la sección “Textos y documentos para la historia de la cultura”[11] a las crónicas de eventos internacionales o bibliográficas que Devoto señala como efectivas vías de actualización, e incluyen Arqueología, Antropología, Etnografía y Etnología.[12]

Los dos artículos programáticos de Romero siguen una ruta semejante. El primero es el que define la historia de la cultura antes como perspectiva que como área (Romero, 1953); es decir, no como un campo de fenómenos y cuestiones sino como un ángulo capaz de develar el juego entre el orden fáctico (los hechos políticos o de otro orden, puntuales o difusos) y el orden potencial (las representaciones de ese orden fáctico y el juego reflexivo entre esas representaciones). Esa relación –que reabsorbe las dimensiones constituida y constituyente, objetiva y subjetiva, rastreables en los treinta vía Valéry o Simmel– es ofrecida como clave de una mirada compleja del pasado, capaz de modular los aportes específicos; mirada que no recusa la política aunque sí su exclusividad fáctica, y que si tiende a pensarse como la más comprensiva posible, como historia sin más (Terán, 1988: 5), es también por lo que debe a la noción de totalidad cultural legada por la etnología. Así los hilos discretos provistos por las historias “del arte y la arquitectura”, “de la ciencia”, “del derecho”, etc., son convocados por un plan integral, cifrado en el juego entre órdenes diversos y ya más afín a las historias culturales “clásicas”.

El segundo texto recurre en el asunto: habría un significado “impreciso o vulgar” y otro “estricto y técnico” de la historia de la cultura (Romero, 1954), siendo el primero restringido (la producción calificada o legítima) y el segundo, el que interesa al historiador, amplio. Éste implica “todo lo que es acción y creación del hombre: la reflexión metafísica tanto como la acción económica, la lucha por el poder tanto como la creación estética o la investigación científica. Es, pues, –agrega– la acepción de la palabra cultura usual desde Rickert y ya muy elaborada filosóficamente”. Pero, además, el abordaje sólo sería histórico en tanto se oriente al “análisis y la interpretación de la sucesión de las mutaciones culturales, grandes o pequeñas […] una relación inestable entre quienes crean la cultura […] y la cultura misma”. Hay así deslizamientos de peso respecto de las Bases de 1944: de aquella “descripción” que agotaba las potestades de la historia a la “interpretación”; de las etapas de un desenvolvimiento a la mutación en sí, sede del juego entre el orden fáctico y potencial; finalmente, de la sujeción a la morfología a la independencia de la historia. Así señalará el riesgo de que aún “los mejores ensayos […] realizados hasta ahora en el campo de la historia de la cultura” (Burckhardt sobre el Renacimiento, Huizinga sobre el tardo-medioevo o Cassirer sobre la Ilustración), tomando por dadas entidades que es preciso establecer, incurran en desvío morfológico.[13] El razonamiento se nutre de la apuesta comprensiva de Dilthey y, más que antes, de la “concepción historiográfica” y el “sentido de la vida histórica” defendidos por Croce.

Tres.Excursus. En 1860, Burckhardt explicaba el surgimiento de ese “proceso total” que fue el Renacimiento como “un nuevo ambiente espiritual que, irradiando de Italia, llega a convertirse en atmósfera vital para todo europeo culto. Lo que aquí podría ser objeto de severa crítica –decía– sería su carácter impopular, el divorcio, que en este momento surge necesariamente, entre cultos e incultos”. Siendo duradero, ese divorcio no le parece en Italia “tan rudo e implacable como en otros países. El más grande de sus poetas-artistas, Tasso, está al alcance de los más pobres”. Más aun, allí “no sólo los sabios sino el pueblo, al mismo tiempo, toman partido por la antigüedad de una manera objetiva, pues constituye el recuerdo de la propia grandeza” (Burckhardt, 2014: 136-137). Los pasajes vienen de “La resurrección del mundo antiguo”, y aunque muestran cómo esta Kulturgeschichte recoloca las divisorias sociales, no podría decirse que las ignore. De hecho, en el sustrato del Renacimiento italiano habría una inédita “equiparación de clases”, alimentando la formación de una “sociedad general”. La omnipresencia de los vestigios de la Roma imperial/universal (“constante paralelo de la vida italiana”) nutre el “supuesto moral previo” y extendido de un enorme pasado.

Volcado a un momento anterior, que quiere leer en sus propios términos, el Huizinga de El otoño de la edad media señalará en 1919 que, en el contrastado espacio franco-borgoñón del tardo-medioevo, “las ideas políticas [son] las de la canción popular y el libro de caballería”. Descartado un abordaje político o económico de cualquier partidismo, su “psicología histórica” lo lleva a intuir “un oscuro presentimiento de la lucha de clases” en el odio a los ricos (Huizinga, 2016: 22-39). Marc Bloch (1928), reseñista de la segunda edición alemana del libro, apreciará la “rara capacidad” del holandés de percibir las diferencias entre aquella época y la propia, algo que le interesa en especial. Con todo, objetará la visión unitaria que domina la obra: “de manera insistente se menciona la sociedad de entones como un todo único, o poco menos. Sin embargo, ¿acaso se puede concebir una psicología colectiva que no encuentre ninguna diferencia entre las clases sociales?”. Así, antes del manifiesto de los Annales pero después de Los reyes taumaturgos (es decir, entendiendo bien qué eran las representaciones colectivas), Bloch presentaba de manera muy sencilla una de las grandes objeciones conflictivas y estructurales a aquella tradición de historia cultural: su deriva unitaria e idealista y su correlativa desatención de lo social. Como de esas discusiones suelen llegarnos los resultados, a veces muy diferidos, por ahora retengo que parte del mundo de referencias disponible en los cincuenta argentinos se disolvió, encapsuló o devino patrimonio de los europeístas.

Cuatro. En 1988, Oscar Terán mostrará cierta extrañeza ante la marca histórico-cultural de Imago mundi, como si fuera preciso despejar por qué allí, buscando al Romero historiador social, al renovador, se hallaba una declinación poco congruente. Su conjetura recogía la asociación entre crisis y cultura propuesta por la revista, al tiempo que vinculaba la inquietud histórico-social al fin del peronismo y el deseo de entenderlo. Para Acha (1999), era difícil que cualquier renovación disciplinar partiera de aquella noción de entreguerras, también poco apta frente a una juventud que iría del existencialismo al marxismo y emprendería una creciente radicalización. En todo caso, la extrañeza de Terán, marcada por su propio paso por la cátedra de Historia Social, señala tanto las interrupciones de aquella experiencia histórico-cultural cuanto una bisagra nominal de ciertas consecuencias.

Como es conocido, tras el derrocamiento del peronismo y luego del paso de Romero por el rectorado de la UBA, éste alienta la creación de la cátedra de Historia Social, primero en Sociología (1957) y luego en Filosofía y Letras (1959). Desde la perspectiva de Luis Alberto Romero (2005: XIII), aquella fue una designación “ocasional” que su padre hubiera cambiado de buen grado por la de “Historia de la cultura”, aunque también es posible que incidieran tanto el ámbito en que nacía –la carrera de Sociología, en consorcio con Germani– como la voluntad de sincronizar con las historiografías centrales, en un marco de creciente internacionalización (Devoto, 2009).[14] Que entonces parecieran designaciones intercambiables sin demasiada tragedia comulga con la atención a las duraciones largas, a ciertas estructuras, e incluso con una creciente identificación entre cultura, sociedad y totalidad en el propio Romero. En definitiva, lo que la materia sugería eran grandes transformaciones de la humanidad, algo que en otras latitudes tenía un paralelo en unas historias culturales en clave civilizatoria. Pero en ese espacio, prolongado en el Centro de Historia Social, comenzaría un movimiento crecientemente comunicado con los desarrollos centrales, capaz de impactar en otras ciudades e identificado de allí en más con la renovación historiográfica. Dado su sello social, no sorprende que la curva de la historia cultural siga tan de cerca la de la historia de la historiografía, cuya caída Devoto (2007: 185) reenvía a la voluntad de asociar historia y ciencias sociales y a las sospechas de arcaísmo e idealismo que suscitó en la posguerra.

En todo caso, esto no fue gravoso para el propio Romero, que pudo encadenar sus inquietudes en novedosos diálogos. Así, señala Gorelik (2009), en el mismo momento en que aparecía Imago mundi Romero llegaba a una primera definición del proyecto al que consagraría buena parte de los años siguientes: la concentración en el “mundo urbano”, como manera fluida de transitar de Europa a América a través de la “ciudad occidental” y como fenómeno capaz de reunir “unidad” y “diversidad” de la cultura. En sentido semejante, Luis Alberto Romero (2005: XV) reconoce en Latinoamérica, las ciudades y las ideas (1976), remate de esa búsqueda, la expresión elocuente del “punto de vista histórico-cultural” definido por su padre en tiempos de Imago mundi. Pero ese reconocimiento no parece haber estado disponible en los años ochenta, cuando la cesura visible en Terán pesaba más que la acumulación.[15] Si los sesenta habían consagrado la identidad entre renovación e historia social, o económico social, la renovación ulterior, la del retorno democrático, mayormente retomaría desde allí.

Cinco. Otro excursus. Quizás poner Imago mundi en otra serie ayude a recalibrar un proyecto que pareció envejecido a poco de nacer. Porque es sugerente advertir que, mientras Romero esperaba algo de las historias disciplinares, Eric Auerbach (1952) veía en la especialización y estandarización culturales el mayor límite a una filología humanista, en el sentido goethiano de la “literatura mundial” (como disfrute universal de la diversidad). Poco después, Schorske (1981) iniciaba su proyecto sobre Viena, buscando conjurar la hiperespecialización y la ahistoricidad que dominaban la academia y la sociedad estadounidenses, de las que el renovado interés por aquel fin-de-siècle le parecía un síntoma. Humanismo y especialización se conjugan así de maneras diversas, aunque las salidas lo sean menos. Para el primero, el camino es elegir fenómenos rastreables en el tiempo y el espacio, que “irradien” y hablen más que de sí mismos (¿y es algo muy distinto la “ciudad occidental”?); para el segundo, se trata de unir lo que se presenta separado, indagando la evolución de cada campo e integrándola en una mirada transversal, de conjunto.

Lo que acerca estas incomunicadas expresiones de un cierto momento es, estimo, el no haber cortado amarras con el horizonte integral de las historias culturales “clásicas”. A su modo, Imago mundi reunió parte de las referencias que hoy no podría ignorar sin pérdida, al menos para saber de qué se aparta, ningún historiador cultural. “Es una larga tradición la que conduce hasta Jaeger, Huizinga, Bataillon o tantos otros historiadores de la cultura que son hoy, sin disputa, los más significativos de nuestro tiempo”, dice Romero en 1953 (13). Pero como Burckhardt, Warburg o el contemporáneo Fritz Saxl, para los más esas variadas referencias, más que transmitirse, debieron retornar.

Seis. Mientras la historia económica y social se renovaba en ciertas ciudades argentinas (Buenos Aires, Rosario, Córdoba), en parte gracias al vínculo con Francia, tanto la historia cultural como las viejas historias de ideas entraban en ese agotamiento merced al cual, señala Myers (2015), irían ingresando en dosis otros estímulos. Rápidamente devenida “área de retardo” historiográfico,[16] la historia de la cultura añadiría a eso la acumulación de una serie de notas que, provenientes de diversos momentos, abonarían su identidad con el conservadurismo político. Se tratara de aquellas viejas historias culturales europeizantes y su divulgación, del humanismo escolar cobijado por el peronismo, de las simpatías fascistas de algunos etnólogos culturalistas o de las sonadas expresiones de un clasicismo de derechas, parece claro que una cierta acumulación de sentidos en esa dirección acompañó su pérdida de protagonismo disciplinar.

En Córdoba, como mostró Diego García (2010), la renovación sesentista afincada en el Instituto de Estudios Americanistas irá abiertamente a contrario de la historia cultural, dominante en un grado recientemente institucionalizado. Con Ceferino Garzón Maceda como figura tutelar, la primera desplegó un programa de historia económica, demográfica y social que congregó tradición documentalista local, internacionalización e innovación. La independencia del vínculo con Francia, y con Braudel en particular, es una de sus notas, por lo que García identifica en Romero el destinatario de algunas tempranas expresiones anticulturalistas. Es probable que ellas tuvieran también uno más próximo en Jaime Culleré (1909-1989), ex-colaborador de Imago mundi, Decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades entre 1957 y 1958 y duradero titular de Historia de la cultura desde esos años.

Córdoba sería un buen laboratorio para evaluar las aludidas torsiones disciplinares e ideológicas, en parte porque, siendo Garzón Maceda un antiguo líder reformista, con eras de radicalización, Culleré no parece enteramente ajeno a aquel gran espacio político y cultural.[17] Docente del Colegio de Monserrat, es a la vez un historiador con producción, algo que contrasta con la ulterior deriva “de cátedra” de la historia cultural. Así, “Las tres vertientes de la historia de la cultura”, artículo de Imago mundi (Nº 5, 1954) luego expandido a libro, expone sin desentonar el diálogo genético con otras disciplinas: la etnología en especial, la filología entre las de impacto metodológico y la filosofía como sustento teórico. Reseñista de Arnold Toynbee (Nº 6, 1954), Culleré ayudaría a pensar las “civilizaciones” del humanismo escolar. Como sus programas en el grado a ponderar si Historia de la Cultura jugó aquí un rol análogo a Historia Social en Buenos Aires: uno panorámico, centrado en las grandes transformaciones de la humanidad o las civilizaciones, aunque asediado por la renovación.

Esta inquietud alentó una sumaria encuesta, que ofrece ciertas pistas del lugar de la historia cultural en las carreras de historia del país, entre los sesenta y los ochenta. En Córdoba, la Historia de la Cultura que había comenzado siendo obligatoria y doble devino una y optativa, al parecer tras el retorno democrático. La Universidad del Nordeste, que no tenía Historia Social, incorporó Historia de la Cultura como obligatoria en 1983, en lo que parece más un epígono de la dictadura que una avanzada de la era democrática. Enclave renovador muy marcado por Buenos Aires pero rápidamente emancipado de ella, Rosario (entonces Universidad Nacional del Litoral) no habría tenido ni una ni otra sino hasta el retorno democrático, cuando se instauró una Historia Social General, pensada como espacio de circulación de docentes e invitados. La Universidad Nacional del Centro parece haber tenido Historia de la Cultura hasta la normalización de 1984/85, momento marcado por los retornos del exilio, en que se instauró una Historia Social General en primer año.

Aunque la mayoría de las carreras no registra esa tensión,[18] entre las que sí Historia Social General no domina el panorama pero aumenta su presencia con las renovaciones de postdictadura, abonando, si se quiere, su identidad progresista. Historia de la Cultura, en cambio, aunque escasa, es preexistente y debilita su presencia o su obligatoriedad desde el retorno democrático. En todo caso, en un ciclo mediano cuyo inicio podría datarse en la promesa de Imago Mundi, el lugar de la historia cultural en la currícula habría sido no sólo muy modesto sino también fácilmente asimilable a un residuo disciplinar (lo que también pudo llevarse el humanismo y el universalismo de sus expresiones “clásicas”); un “área de retardo” y una suerte de refugio intemporal ante las inclemencias de un mundo que iba de dictadura en dictadura. Largamente ausente o rutinariamente cultivada entre mediados de los cincuenta y los ochenta, lo que allí pudo haber de nutritivo pareció olvidarse incruentamente. Pero como la formación lleva una cierta demora frente a la producción, serán precisamente esos años ochenta los que registren una novedosa reactivación histórico-cultural.

Siete. No sorprende que el conocido balance propuesto por Halperin Donghi en 1986 (que se abría ajustando los motivos croceanos de la concepción historiográfica y la contemporaneidad de la historia) fuera ante todo relativo al curso de aquella policéntrica renovación sesentista, de carácter económico y social, desarticulada por veinticinco años de política argentina. Más allá de sus cedazos, la atención a los derroteros institucionales, nacionales e historiográficos de esos años no obligaba a demasiado en términos de historia cultural; tampoco a este antiguo integrante de Imago Mundi, revista para la que había leído, reseñado y comentado arduamente pero de cuya orientación se alejaría con la misma decisión (Devoto, 2015: 21).

Por vía negativa, algo asoma en su agria consideración del Primer Congreso de Historia Argentina y Regional (1971), marcado por una apertura temática que ocultaba mal la pobre cosecha general. Más relevante que eso parece una observación que podría ofrecer una clave para pensar ese momento de la historiografía cultural: según Halperin, hay entonces otras disciplinas humanas y sociales ofreciendo vías de renovación a la historia. Así, a los estudios literarios de Adolfo Prieto o David Viñas y las aproximaciones a las ideas de Gregorio Weinberg o José Carlos Chiaramonte[19] se habrían eslabonado los de Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo (Ensayos argentinos), reactivando una mirada histórica del hecho literario; o los de José Aricó, Natalio Botana o Hugo Vezzetti, más atentos a la especificidad de las ideas (Halperin 1986: 517-518). Los ejemplos podrían ampliarse o ajustarse, pero lo central aquí es el señalamiento de ese vuelco hacia la historia desde otras disciplinas; movimiento inverso al de Imago Mundi del cual, en consorcio con ciertas zonas de la historiografía social, saldrán efectivamente parte de las nuevas historias culturales. Decir que, en este caso, la renovación vino en gran medida desde fuera de la historia implica decir que vino de historias disciplinares (de la literatura, la filosofía, la arquitectura o el arte) que hallaron en la cultura un primer horizonte integral. De esa voluntad, que vuelve a reunir un campo de problemas (digamos la vida simbólica) con un tipo de mirada, surgirán los mojones firmes de los años ochenta, en parte anudados a la nueva politicidad que acompañó el retorno democrático. Su geografía es muy concentrada, como si se tratara de una refundación deseada, por los fueros y acelerada que sólo puede darse sobre los resortes sociales, institucionales y editoriales de la capital. Su mayor proximidad, incluso su protagonismo en la creación de un mundo de referencias que aún es el nuestro, no implica que ese momento haya resuelto del todo los problemas de transmisión y acumulación que nos son habituales. Conviene, por lo tanto, reunir algunas de sus expresiones.

Ocho. Además de como eslabones histórico-literarios, Sarlo y Altamirano interesan porque expresan la experiencia de Punto de Vista. Revista de cultura, iniciada en 1978. Como formación, ésta incluyó entonces a María Teresa Gramuglio (eslabón de hitos generacionales y culturales más vastos), Ricardo Piglia (alejándose de la historia), el mencionado Vezzeti e Hilda Sabato (señalada en aquel balance por su investigación económica pero capaz de incursionar en todas las áreas de la disciplina). Como vector de actualización, alentó el ingreso o consolidación de un mundo de lecturas ligadas al materialismo cultural, la historia social, la sociología de la cultura: entrevistas, textos, reseñas y referencias a/de Raymond Williams, Richard Hoggart, Eric Hobsbawm, E.P. Thompson, Pierre Bourdieu o, más tarde, Roger Chartier, entre ellos.[20] Dado el protagonismo de Punto de Vista en la repolitización de los ochenta, parece indudable que su presencia contribuyó a modular el signo de la cultura en sentido progresista; algo que también venía pasando entre los exiliados (por ejemplo en Controversia), donde el desastre argentino comenzaba a procesarse en la “imbricación entre cultura y política” (Gorelik, 2008). A la vez, incidió en los procesos disciplinares, incluidos los relativos a la definición de ciertos campos y problemas que aquí interesan en especial (culturas “altas” y “populares”, “cosmopolitismo” y “nacionalismo” entre ellos).[21] Así, en Una modernidad periférica…, Sarlo recurrirá en una inquietud antes disparada por Williams y Hoggart (1979: 9) (“¿cómo definirlos? […] se ocupan de historia de las ideas, historia cultural, sociología de la cultura popular y de los medios de comunicación, literatura…”), anotando sobre su propio trabajo: “No sé a qué género del discurso pertenece este libro: si responde al régimen de la historia cultural, de la intellectual history, de la historia de los intelectuales o de las ideas” (1988: 9).[22]

También desde 1978 pero en sede estrictamente histórica, el Programa de Estudios de Historia Económica y Social Americana (PEHESA) reunió a un conjunto de investigadores muy dispuestos a introducir inflexiones culturales e intelectuales a esas historias. Así el análisis de los sectores populares que interesaba a varios de ellos iría abriéndose en el sentido de unas prácticas y experiencias específicas, y la entreguerra y la participación política ganarían densidad cultural.[23] Forman allí Leandro Gutiérrez, Luis Alberto Romero, Hilda Sabato, Juan Carlos Korol y Ricardo González, a los que se vinculan Juan Suriano y Beatriz Sarlo.

Muy próximo a estos desarrollos se dibuja otro vector. Se trata del grupo de arquitectos que, reunido en torno a Francisco Liernur y estimulado por ciertos desarrollos venecianos, iniciaría en los tempranos ochenta un decidido vuelco a la historia. La visita del historiador de la arquitectura y el arte italiano Manfredo Tafuri, en 1981, defensor de un tránsito a la historia tout court, catalizó ese proceso que, en condiciones muy especiales, internacionalizó los marcos de referencia e implicó un estrecho diálogo con la historia social, en especial con el PEHESA. De las experiencias del Departamento de Análisis Crítico e Histórico de La Escuelita y el Programa de Estudios Históricos de la Construcción del Habitar en la SCA (desde 1982/83) decantará un grupo de historiadores que (de las cañerías y la vivienda a los debates políticos o expertos, las representaciones extendidas o el arte, el paisaje o la ciudad) conducirá una noción amplia de cultura, con marcada ambición teórica y a creciente distancia de la historia disciplinar (ver Tafuri et al, 2019).[24] Entre ellos, Graciela Silvestri, Anahí Ballent, Fernando Aliata y Adrián Gorelik.

Un lugar especial ocupa uno de los ámbitos que, a fines de los ochenta, reunió parte de esas energías que Halperin sólo había podido olfatear. Desde 1988, año del texto sobre Imago Mundi,[25] Oscar Terán (1938-2008) impulsa el Seminario de Historia de las ideas, los intelectuales y la cultura,[26] en el Instituto Ravignani. Ámbito regular de discusión específica para investigadores de diversas proveniencias y orientaciones, éste acompañará la formación de varias generaciones. Filósofo de formación, antiguo alumno de la cátedra de Historia social,[27] expresivo de la rearticulación de cultura y política, y también de la revisión de los antecedentes, Terán abría así un espacio central. La propia designación señalaba una distancia con el rótulo (y el ángulo) heredado por la materia que dictaba en filosofía: Pensamiento argentino y latinoamericano (Palti, 2017).

Es sugerente que el programa creado por Terán en la Universidad Nacional de Quilmes, en 1994, naciera como de Historia y Análisis Cultural, al cabo una conjugación de historia y morfología que situaba en la cultura un ámbito de máxima comprensión.[28] El nombre fue reemplazado en 1996 por el de Programa de Historia Intelectual, algo que, sin limitar forzosamente los fenómenos de interés (pero inclinando más a las ideas y los intelectuales), pareció venir a subrayar una marca de perspectiva de ese gran laboratorio instalado en Bernal. Esto sugiere la “arqueología” de Jorge Myers (2015), uno de sus miembros, que asocia el nombre a la opción por un contextualismo capaz de abrigar formas muy variadas de historia intelectual, entre ellas unas que podrían considerarse “culturales” según criterios más clásicos. En 1998, dentro de ese grupo pero anudando todos los desarrollos hasta aquí considerados, aparecerá La grilla y el parque, de Adrián Gorelik, una historia cultural urbana de la Buenos Aires finisecular, de acusada voluntad integral. Allí asoma un diálogo con Romero que será creciente y productivo, y en breve hallará su clave en la identificación de una tríada central para la historiografía cultural urbana del continente, completada por Richard Morse y Ángel Rama (Gorelik, 2000).

Menos conectada a esos vectores, la figura de José Emilio Burucúa anuda historia del arte, la cultura y la modernidad europea, con impacto en esas varias dimensiones. Alumno de la joven carrera de Historia del arte de la UBA tras el golpe de estado de 1966, momento crítico para las universidades, rescata de su recorrido el magisterio de Héctor Schenone y la impronta de Adolfo Ribera, así como la alta conexión con los historiadores tout court (Ángel Castelán y Abraham Rosenvasser, entre ellos).[29] Tras unos años en la Patagonia y una estancia florentina con el historiador Paolo Rossi, Burucúa es protagónico en la universidad del retorno democrático, donde defiende su tesis doctoral sobre las artes figurativas en Galileo, concursa Historia Moderna y conduce el Departamento de Historia en años importantes. Si de allí saldrá un discreto linaje de historiadores de la cultura europea, también asociado a la cátedra de Historia de la literatura del Renacimiento, otro se dibuja en el ámbito de la historia del arte, en el que será central para varias generaciones.[30] El creciente lugar que la figura de Aby Warburg adquirió en el trabajo de Burucúa acompaña bien esa doble orientación, por momentos, declinada a favor de la historia cultural o la historia tout court.

Planificada desde 1988, según se lee en el editorial de Juan Suriano, y quizás como una bifurcación del PEHESA, en 1991 apareció también Entrepasados. Revista de historia. Sólidamente afincada en la disciplina, tendencialmente social, muy hospitalaria a variadas renovaciones que traducía, ponía en debate y reseñaba, fue también el vector de una sensible intensificación del diálogo con la historia social británica y norteamericana (de Hobsbawm, Thompson y Raphael Samuel a Daniel James y Florencia Mallon), ya muy habitada por inquietudes culturales en torno a los problemas de identidad, memoria y género.[31] El gesto se extendía a los microhistoriadores italianos (Edoardo Grendi y Carlo Ginzburg en especial), a Robert Darnton o Chartier, y anudaba diálogos que iban desde el Prieto de El criollismo en la Argentina a la terna Silvestri-Sarlo-Gorelik, guionistas de un video-ensayo sobre Buenos Aires a partir de las que consideraban sus disciplinas: la historia urbana y la historia cultural. Signada por la inquietud de reunir miradas históricas sobre el pasado argentino, la revista advertía que esto implicaba cruces disciplinares y que, en especial, la sección dedicada a entrevistas ocasionalmente “[excedería] el territorio de la historia para situarse en el más vasto de la cultura”; bisagra ambigua pero muy efectiva y visible, de impacto amplio y difuso en tres generaciones de historiadores que trabajarían entre la historia social y la cultural.

Desde comienzos de los ochenta, entonces, una serie de vectores mayormente provenientes de otras disciplinas tuercen hacia la historia. En general consagrados a Argentina y América Latina, y en creciente consorcio con las zonas más dispuestas de la disciplina, se despliegan hacia el corazón del campo, donde comienzan a ofrecer referencias irrecusables para la historia de la cultura o las ideas.[32] Es un movimiento muy concentrado geográfica y socialmente, que a veces revela sus tránsitos en las designaciones (“historia/sociología y análisis cultural”, “historia y cultura”), pero que va abriendo algo distinto de las meras inflexiones culturales de las otras historias (rápidamente extendidas) y persistirá distinto del impacto culturalista general desde los noventa: es el espacio para una consideración histórica de la dimensión simbólica, que no reniega de voluntad integral ni declina interrogantes fuertes. El punto es explícito en la valoración que Sarlo hace de Carl Schorske y Marshall Berman, anclada en su búsqueda de “un cierto sentido de unidad, de relación, incluso de causalidad […] frente a la crisis de las perspectivas globales” (Sarlo, 1988: 7).[33] De este mezclado momento deriva también un sensible cambio de signo de la cultura, algo que debe tanto a su nuevo lugar en la recomposición democrática cuanto a las muchas historias culturales noratlánticas que venían irradiando, dando por sentado su carácter progresivo: sea porque un renovado consorcio con la antropología parecía abrir el horizonte histórico-cultural a los sectores subalternos; sea por su articulación a postulados de diversidad y tolerancia culturales (elementos actualizados pero, sugerí, no precisamente nuevos).

Nueve. Último excursus. A 1989 y el libro compilado por Lynn Hunt (New cultural history) se asocia esa fórmula, proclamada desde los Estados Unidos como desplazado eco de otras nouvelles histoires (Burke, 2000). Ése fue también el año de la encuesta de los Annales sobre la “crisis de las ciencias sociales”, en la que Roger Chartier condensó su propio programa: “de la historia social de la cultura a una historia cultural de lo social” (Chartier 1999: 53). Según señalaría más tarde, aquella fórmula, en cuyo lanzamiento había participado, tuvo la virtud de visibilizar un movimiento que venía teniendo lugar en las prácticas mismas (Chartier, 2004). A grandes rasgos, éste representaba una doble repulsa, tanto frente a la vieja Kulturgeschichte cuanto a la serie de revisiones que, tempranamente y desde matrices materialistas o estructurales, más o menos conflictivas, intentaron anclar socialmente los fenómenos culturales. Procedentes o no, las objeciones a la primera fueron bien resumidas por Burke: ausencia de sociedad, sobreentendida unidad cultural, idea unidireccional de legado, cultura restringida a elites y obras, registro anacrónico. Las dirigidas a las segundas hacían, ante todo, a las derivas deterministas de la imposición de clasificaciones sociales a los fenómenos simbólicos; de allí, por ejemplo, la voluntad de Chartier de componer objetos en el cruce de textos, producción de impresos y prácticas de lectura, capaces de definir su propia área social.

La referencia a Burke y Chartier no es casual, no sólo porque sean autores muy leídos en Argentina, y en cierto modo “ordenadores” del complejo panorama de la historia cultural, sino también porque constituyen miradas muy sobrias de un movimiento que, en su máxima amplitud, los incluía. Así, admitido que el renovado consorcio con la antropología era un dato de la “nueva historia cultural”, el segundo no dudará en recordar el lugar de El queso y los gusanos, de Ginzburg (1976), en cualquier genealogía. Y, ciertamente, si ese vínculo tuvo en EEUU un capítulo central entre Darnton y Geertz, o si pudo ser una de las vías de contestación a las mentalités francesas, Ginzburg había reunido muy temprano elementos clave: Menocchio como intelectual y puerta de entrada a un mundo de creencias populares y referencias letradas, apropiación creativa, circulacionismo cultural, historia y antropología. Muy temprano, también, porque convivía con el retorno del Bloch menos atendido, el de Los reyes taumaturgos, leído ahora en clave de antropología histórica (Le Goff, 2017).

Pero hay algo más en Burke y Chartier, que acaso resonó menos que el llamado culturalista general. Me refiero a su sostenida voluntad integral, global, muy afín a historias culturales anteriores. Defendiendo el interés de las “series de discursos” foucaultianas, Chartier creyó preciso anotar que lo tenían pese al riesgo de “mutilar la ambición totalizadora de la historia cultural, atenta a las reconstrucciones globales” (1999: 61). Algo después, Burke objetará, nada menos que a la Viena de Schorske, el no concluir articulando las varias dimensiones de su análisis: “La razón de ser de un historiador cultural –dice– es revelar las conexiones entre las distintas actividades”. El lugar de la historia cultural parece jugarse entonces en un concreto desafío: “evitar la fragmentación sin volver al engañoso supuesto de la homogeneidad de una sociedad o un periodo dados. En otras palabras, revelar la unidad subyacente (o, al menos, las conexiones subyacentes), sin negar la diversidad del pasado” (Burke, 2000: 240, 252).

Diez. El suelo al que arriban las “nuevas historias culturales” en los años noventa participa del proceso de culturización general de las sociedades occidentales, signado por la conversión de la cultura en recurso y por la multiplicación de los motivos patrimoniales, identitarios, turísticos y memoriales (Hartog, 2007). Su particularismo es menos el del motivo humanista de la diversidad y la tolerancia que el de un pluralismo ofrecido como consuelo a otras desesperanzas, como la desindustrialización y el desempleo. De allí su deuda con la “crisis de la política”, fórmula con que algunas izquierdas señalaron el impacto ideológico-moral de un desajuste más general, derivado de la uniformación capitalista del mundo.[34]

Pero esas historias llegaron, además, a un territorio en el cual ni el Renacimiento era un objeto privilegiado de análisis (lo que en parte eximía del trato forzoso con las historias culturales clásicas) ni la historia cultural había gozado de un desarrollo continuo, capaz de ofrecer un panorama de su propia evolución. Su impacto más general, difuso y descualificado, parece inseparable de esas condiciones, y actuó en el sentido de culturizarlo todo, al precio de declinar voluntad proyectiva e integral, diálogo con el legado y afianzamiento disciplinar.

Once. Quizás un corte en torno al año 2000 permitiría captar simultáneamente varios movimientos que marcan el presente de la historia cultural e interesan a su balance y perspectivas: a) el aludido impacto de una culturalización general de gran escala; b) la proyección de los vectores vernáculos más firmes de los años ochenta, ahora en parte enclavados en las universidades del conurbano (UNQ, San Martín) y a una escala más vasta, merced a la multiplicación de publicaciones, postgrados, direcciones y redes en torno a ciertos motivos –historia intelectual, del arte, etc.–; c) los efectos de una internacionalización de formaciones muy intensificada en los años noventa (por vía francesa o norteamericana), que implica a otra generación, centros de retorno o reinserción múltiples y que, como el mercado editorial, expande los motivos de la nueva historia cultural. Se amplían los afincamientos en el conurbano (Gral. Sarmiento, Tres de Febrero) y en ciertas universidades medianas (Santiago del Estero, Tucumán, La Plata, Córdoba, Santa Rosa) se advierte un nuevo tuerce hacia la historia desde otras disciplinas, como las letras, la sociología o la antropología, al que las nociones de “campo intelectual” o “campo cultural” tienden un puente.

Sólo algunos ejemplos. El segundo movimiento, del que adelanté ciertos datos, puede ilustrarlo una figura como Burucúa. En 2001, Corderos y elefantes, consagrado a la sacralidad y la risa en la modernidad clásica, se eslabona al problema también clásico de la relación entre culturas letradas y populares. Estimo que respecto de él se define el punto de partida: “cuando se trata de la historia cultural, parece siempre difícil apartarse demasiado de los dos grandes paradigmas que aún dominan la escena en la segunda mitad del siglo XX”, esto es, el “globalizante” de Burckhardt y el “agonal” de Marx (Burucúa, 2001: 19-20). Frente a ellos, desarrollos más próximos, en especial una historiografía francesa impactada por las teorías de la recepción, habrían abierto el camino para una consideración más ajustada de los fenómenos de circulación, apropiación y recreación culturales. Burucúa acuerda, pero enfatiza el motivo de la “convergencia”, ligado a una idea cooperativa de la historia propia del modelo holista, que despliega en un registro marcadamente erudito.

Si allí el diálogo con los antecedentes es decisivo, la creación del Centro de Historia Cultural e Intelectual “Edith Stein” (UNSAM, 2004) está más marcada por el presente historiográfico. Eadem utraque Europa (2005), revista consagrada a las Europas en el mundo, precisa en su primer número, con firma de Burucúa, el sello del centro: una opción por la historia cultural renovada desde los años setenta, ejemplificada por Chartier, y por el tipo de historia intelectual practicado por Quentin Skinner. La convivencia de las nociones de “historia cultural e intelectual” sugiere una distinción de hecho entre las ideas y otros fenómenos simbólicos; y que ésta se diera en quien más había persistido en una idea holista de la cultura no deja de ser un síntoma de los amojonamientos disciplinares dados desde los ochenta. A la vez, ofrecía una bisagra a las nuevas generaciones, en parte representadas en los textos que acompañaban Corderos y elefantes, provenientes de discípulos de Burucúa desde su era en la UBA. Europeístas que nutren la parte de la historia cultural contemporánea más naturalmente inclinada a dialogar con tradiciones viejas y nuevas.

Pero en los mismos años se manifiesta también el impacto del tercer movimiento, de internacionalización de formaciones, y no es casual la contemporaneidad entre el surgimiento del centro Stein y las jornadas organizadas en 2004 por Marta Madero y Sandra Gayol en la UNGS, luego condensadas en Formas de historia cultural (2007).[35] El libro, en que resuena Burke, incluye a Burucúa y a Chartier, con la gran pregunta: “¿Existe una nueva historia cultural?”. La inquietud convivía con estrictas historias culturales e inflexiones culturales a otras historias (una común atención a las palabras, los sonidos, las imágenes), reunidas por la expectativa de un plus de comprensión.[36] Por lo demás, no deja de ser notable que una parte de la historia cultural argentina de esos años admita dos tipos de reconstrucción: una que parta de las figuras, grupos y textos que la enarbolaron; otra que parta de Chartier y siga sus variadas recepciones. Eduardo Hourcade, en Rosario, es su reseñista antes de ser su dirigido;[37] Lila Caimari, tesista en Sciences Po de Paris, cede a Los orígenes culturales de la revolución francesa; algo después, Gustavo Sorá retorna fundiendo historia y sociología del libro y la edición.

En Caimari, que vuelve al espacio metropolitano, el desplazamiento es sensible tras su doctorado (1997), y se opera sobre un suelo sociocultural de matriz francesa, como juego constante y creciente entre “prácticas” y “representaciones” (del castigo o el control; del delito, la policía o la ciudad). Si esto está en Apenas un delincuente (2004), en Mientras la ciudad duerme (2012) se expresará como partido por una “historia cultural muy imbricada con lo social”. La ambición de los objetos construidos se prolonga en sus trabajos más recientes sobre vastos sistemas de vapores, telégrafos, corresponsales y noticias, todos –subrayo– con mucha herencia.

Ese panorama, que combina los desarrollos vernáculos de los ochenta con los recorridos internacionales multiplicados desde los noventa, también se descentra. Afincada en Santiago del Estero, en 2013 Ana Teresa Martínez ubica algunos de sus textos en la senda de la “historia cultural”; el puente lo han tendido trabajos que, como Los hermanos Wagner (2003, en co-autoría), se interrogaban sobre un pasado “campo intelectual” local a partir de la sociología, la arqueología y la filosofía. Publicado por la UCA santiagueña, el libro fue reeditado en 2011 en la colección dirigida por Altamirano en la UNQ. Otro ejemplo, el programa que Sorá impulsa en Córdoba en 2006, con el nombre de “Cultura escrita, mundo impreso, campo intelectual” (tan habitado por Bourdieu como por Chartier). Éste tuvo entre sus fundadores a dos historiadores cordobeses que habían emprendido ya en 2000 el viaje al Seminario de Historia de las ideas, los intelectuales y la cultura conducido por Terán. Aunando licencias de escala y vocación integral, el grupo no tardó mucho en incluir una historiadora del arte dirigida por Burucúa y reunir filósofos o historiadores con direcciones quilmeñas; en 2012 pasó a designarse Programa de Historia y Antropología de la Cultura.

Doce. Una lectura distante y diagonal puede al menos ilustrar el paisaje general. Parto de Prismas. Revista de historia intelectual, cuyo protagonismo como canal histórico-cultural ha sido señalado. Además de derivada, la muestra es aleatoria e implica todo lo que de estructural tiene un estado de campo en un país monocéntrico como el nuestro. Pero veamos el Nº 3, de 1999: 8 reseñas, de las cuales una corresponde a un libro que se declara de historia cultural; es un 12,5 %, al que acaso podría añadirse la reseña de una “antropología social y cultural”.[38] El resto tiene una alta especificidad respecto de las ideas políticas o filosóficas y los desafíos de la historia intelectual. Diez años después, Nº 13, 18 reseñas de las cuales sólo 2 evocan la cultura como unidad o adjetivación pero 6 acercan “estudios subalternos”, “lectores”, “modernidades”, “ciudades letradas”, “folklore” y “alta sociedad” (entre un 11.11 y un 44,00%, según se atiendan la criba nativa o analítica). Podría decirse incluso que, en este número, la cultura toma por asalto el índice, comprendiendo textos sobre los recorridos y proyectos historiográficos de Huizinga y Auerbach, un dossier sobre “cultura y política en Brasil” y la traducción de “Poder, representación, imagen”, de Louis Marin. Ya en 2015, en el Nº 19, donde las reseñas se han multiplicado, sobre 26 libros hay 6 que incluyen el término “cultura” como una de sus variables (ligada a política y vivienda; sociedad y poder; política y sexualidad), como referencia a culturas particulares (“judía”, “argentina”) o como mutación específica (“cambio cultural”).[39] Un 23,07 %, que las referencias a textos relativos a representaciones sociales o estéticas, viajes, sexo e inconsciente, políticas de la historia, cultura de masas e industria cultural llevan a 57,68 %. Algo semejante ocurre entre los libros fichados[40] y, podría decirse, dialoga bien con la culturización que, por la vía de la ampliación del área social o de las entidades espaciales, marca a una segunda generación del propio centro.

Más en simultáneo que en forma convergente, la cultura pareció ofrecer, como antes los estudios regionales, una nueva vía de dignidad historiográfica a los espacios locales o provinciales. Desde 2010, los dossiers y compilaciones relativos a “campos”, culturas, experiencias o identidades locales se multiplicaron (en Tucumán, Córdoba, Santa Rosa, Salta, Santiago del Estero, Bahía Blanca, entre otras), desde variadas matrices y en general concebidas como cruces de cultura, política y sociedad. Algunos privilegiaron una clave de lectura histórico-cultural, problematizaron la cuestión de las escalas y la dinámica cultural en geografías más vastas, e incluso subrayaron el convite a la innovación no central (la promesa del scarto periferico, inseparable de la revisita del legado –Castelnuovo y Ginzburg).[41] Siendo parcelas de un universo más variado, interesan a cualquier historia de la cultura en Argentina que quiera ser más que una sumatoria de partes (Agüero y García, 2013).

Trece. Si la culturización de la historiografía argentina de los últimos treinta años es clara, ésta mayormente asume la forma de inflexión a otras historias: una mayor atención a la dimensión simbólica de la vida social, en la que se deposita la expectativa de un plus de comprensión. Son menos los estrictos proyectos de historia cultural, e incluso los acuerdos sobre lo discutible común,[42] de lo que en conjunto derivan tanto el carácter descentrado y casi irrepresentable de la nota “cultural” cuanto la débil consistencia disciplinar señalada al comienzo. El panorama parece muy marcado por el impacto de las “nuevas historias culturales” centrales desde los noventa, que remití a una culturización más vasta, a su vez muy tributaria de los desencantos de la política. Ese impacto, creo, tendió a borrar que la historia cultural tenía un pasado, también aquí. El recorrido intentó recuperar dos momentos significativos de ese pasado, los años cuarenta/cincuenta y los ochenta, que reunieron un conjunto de experiencias y referencias significativas para la práctica de la historia cultural. Si entre ambos se sugiere un curso sinuoso, con interrupciones y abandonos, no es claro que el momento más próximo, proyectado en vectores aún activos y central en la composición de un mundo de referencias histórico-culturales, no haya sido interferido también por las “nuevas historias”, al menos en la ambición que más lo comunicaba con otras declaradas historias culturales: la de una aproximación integral al pasado, tentada por diversas vías.[43]

Más allá de las continuidades institucionales (y sin duda más allá de la multiplicación del significante “cultura” en centros, proyectos y programas de todo el país), lo que se sugiere es un problema de transmisión y acumulación muy propio de las culturas periféricas, que representa una pérdida para una historia cultural de ánimo proyectivo. Ciertamente, el texto llama a recuperar un diálogo tenso con ese pasado disciplinar, cuyo borramiento tiene también secuelas formativas: porque, por ejemplo, aceptar que el vínculo con la antropología es un legado de las “nuevas historias”, o que ellas abrieron el interés por las culturas populares, implica olvidar la antigua alianza de historia cultural y etnología, o las muchas incursiones en la pluralidad y diversidad de las culturas tanto en Europa como en Argentina. Si esa autoconciencia parece relevante para una práctica de cierta ambición, menos claro resulta que la señalada debilidad disciplinar de la historia cultural (y hablo aquí de problemas, categorías o métodos, no de genéricos enfoques o instrumentos) deba ser contestada con una mayor organicidad. En todo caso, ésta sólo tendría sentido en la medida que recogiera el largo convite integral de sus antecedentes y configurara una zona de discusión y un borde de pretensión relativamente específicos (porque, para nosotros, ninguna historia cultural corresponde ya a toda la historiografía).

El otro llamado provisorio va en el sentido de esa historiografía en general, con la que la historia cultural precisa dialogar más estrechamente, tanto para alimentarse de su acumulación cuanto para contribuir a resolver sus dilemas. Como se sabe, ni la fragmentación ni la caída de tensión histórica le son exclusivas, por mucho que dialoguen con aquel impulso culturalista que, quizás, esté haciendo ya su curva descendente. Recuperar voluntad integral y problemática exige esa mayor intimidad, en el sentido de una ganancia menos empírica que disciplinar. Y aquí, la ambición de la historia cultural también se mide en su capacidad de ser simplemente historiografía.

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Notas

[1] De las muchas personas que acompañaron este trabajo, subrayo, por el tiempo y las deudas, a Fernando Devoto (orientador fundamental), Lila Caimari (gran lazarilla), Marcela Ternavasio, Judith Farberman, Diego García, Adrián Gorelik, Martín Albornoz, Omar Acha, Nicolás Kiatkowski, Flavia Fiorucci y Norma Fatala. Recibí comentarios relevantes en las jornadas y reuniones de AsAIH (gracias a Fabio Wasserman, Marimar Solís y Mirta Lobato), nuestro Programa de Historia y Antropología de la Cultura (IDACOR, UNC/CONICET) y la sección argentina de Passés futurs. Casi cuarenta colegas colaboraron en la encuesta que se menciona; por sus extras, agradezco especialmente a Norma Pavoni, Alejandro Eujanian, Beatriz Bragoni, Daniel Lvovich, Carolina Benedetti y Ernesto Bohoslavsky.
[2] Dato común a otros escenarios, como el francés o el inglés, de los que nos separa el que aquí la historia cultural nunca fuera hegemónica.
[3] Así las señaladas por Caimari (2007) respecto de aquellas historias socioculturales que, partiendo de un “archivo cultural”, lograron articular de manera iluminadora diversos niveles de análisis, o las que atienden en este dossier los trabajos de María Bjerg y Cristiana Schettini.
[4] El primero muy conectado con la iniciativa española, que reúne las figuras de Américo Castro, Amado Alonso, Raimundo Lida y Alfonso Reyes, todas citadas, al igual que Rodolfo Mondolfo.
[5] Puede verse el plan de estudios del cordobés Colegio Nacional de Monserrat (2017: 16-22) en 1927, que a latines, griegos y literaturas suma tres “Historias de las civilizaciones” de cuatro horas. Vale compararlo con los de 1971 (que sustituye esas historias por tres “del arte” de una hora) y 2001 (que asocia “cultura” a las lenguas clásicas, aumenta horas en historia del arte y suma dos “Historias de la cultura”).
[6] Como otros, el texto puede verse en https://jlromero.com.ar/institucional/, sitio impulsado por el Programa Interuniversitario de Historia Política y la Universidad de San Andrés del que me he valido ampliamente. Lo mismo cabe para Americalee, sostenido por el CEDINCI, donde consulté Imago Mundi: http://americalee.cedinci.org/.
[7] Quizás derivada, la distinción aparece el mismo año en Marc Bloch (Ginzburg, 2016: 96-97).
[8] El principal diálogo es con la etnología histórico-cultural, que Romero lee en ediciones originales o en traducciones de la Revista de Occidente, a veces asimilando cosas allí discernidas. Así la “teoría de los círculos culturales” y el método histórico-cultural, genéricamente remitidos a Frobenius, Graebner, Schmidt y Montandon. La Culturología de Imbelloni es señalada como expresión local de esa escuela.
[9] Comenzando por Romero o Vicente Fatone y siguiendo por el uruguayo Gustavo Beyhaut (enviado al litoral por Fatone, que también habría impulsado a Héctor Ciocchini a la Universidad del Sur) o los pocos cordobeses (Alfredo Orgaz, del comité editor, Santiago Monserrat y Jaime Culleré, colaboradores), con mínimas intervenciones en la revista.
[10] Reenvío a las fichas relativas a José Luis Romero (redactada por Juan Bresciano) y Juan Oddone (tomada de Ana María Rodríguez Ayçaguer) en Historias universitarias, del Archivo General de la UdelaR: http://historiasuniversitarias.edu.uy/ .
[11] Allí, por ejemplo, Luis Baudizzone presentó la “Expresión de agravios” del defensor de los acusados por los crímenes de Tandil de 1871, ligados a una experiencia milenarista luego muy considerada.
[12] En ellas Halperin actúa de manera regular, concediendo al menos dos reseñas a Bataillon, y Romero (1955) reseña al Instituto Warburg de la Universidad de Londres: “entre los centros de investigación histórico-cultural más importantes de la actualidad”.
[13] En este punto, la referencia a Huizinga contrasta con una previa (Romero, 1947). Su accidentada recepción puede apreciarse en la reseña de Beyhaut que cierra el ciclo de Imago Mundi (Nº 11/12, 1956), asociándolo a una historia cultural “de ciclos conclusos” (de marca spengleriana) recusada por ambos Romero y, allí mismo, por Halperin. Sobre su vida europea, ver Freijomil, 2009.
[14] Terán y Devoto contrastan el subtítulo de Imago Mundi, “Revista de historia de la cultura”, con el de los Annales desde 1946: “E.S.C. (Economía, Sociedad, Civilización)”.
[15] Anota Luis Alberto Romero (2009): “Por entonces […] yo estaba interesado por algo novedoso: las cuestiones culturales. Creí aprender esto en los historiadores ingleses, como E.P. Thompson o Raymond Williams. Pero releyendo los textos de mi padre, descubrí que todo ya estaba allí dicho, procesado, analizado”.
[16] Tomo libremente la expresión de Ginzburg-Castelnuovo, 1979.
[17] Participó de un Ciclo de Conferencias organizado por Taborda en el Instituto Pedagógico entre 1943 y 1944. Al parecer cesanteado en dos oportunidades, fue Director del Departamento de Historia de la UNC entre 1962 y el golpe de estado de 1966, y de la Escuela de Historia entre 1984 y 1985. Su biblioteca fue donada a la Facultad; vale la pena asomarse: https://ffyh.unc.edu.ar/biblioteca/colecciones/ .
[18] Ni la UNLP, ni la UNL santafesina, ni la UNLuján, ni la UNRC, ni la UNCuyo, ni la UNLPam, ni la UNComahue registran Historia de la Cultura o Historia Social General. La UNT redesignó en época reciente (ca 2007) su Introducción a la Historia como HSG, mientras que el Litoral mantuvo largamente dos Historias del arte como obligatorias e implantó en 1991 una Sociología de la cultura.
[19] Los tres primeros, ex colaboradores de Imago mundi. Weinberg merecería aquí un apartado propio.
[20] Es ejemplar al respecto “Raymond Williams y Richard Hoggart: sobre cultura y sociedad”, doble entrevista de Sarlo que moviliza varias de esas referencias (Nº6, julio de 1979). La revista está disponible en el Archivo Histórico de Revistas Argentinas: https://ahira.com.ar/ .
[21] Ver “Cultura nacional, cultura popular. Definiciones y problemas de la política y la historia cultural en la Argentina” (Nº 18, agosto de 1983), dossier que reúne contribuciones de Sarlo, Altamirano, el colectivo del PEHESA, Jorge Dotti y Carlos Real de Azúa, y registra una renovada presencia de Romero. O el influyente “La historia intelectual y sus límites”, de Sabato (Nº 28, 1986), comentario de La gran matanza de gatos de Darnton, que reconsideraba las “tradiciones diversas, vertientes casi autónomas de producción historiográfica” derivadas de la disolución del objeto hasta allí acordado a la historia intelectual anglosajona. O “Lo popular en la historia de la cultura”, de Sarlo (Nº 35, 1989), que trae a Prieto, Mijail Bajtin, Chartier, Brunner o García Canclini.
[22] Diez años más muestran el eslabón más claro de esta vertiente en la Saítta de Regueros de tinta (1997), que abordando Crítica en la intersección de “literatura, campo cultural y sociedad”, adoptaba una “perspectiva histórica”, postulaba la “reorganización de la cultura” a partir de la prensa masiva y movilizaba todas las referencias que podía reunir ese momento.
[23] Dos ejemplos: “Sociedades barriales, bibliotecas populares y cultura de los sectores populares: Buenos Aires 1920-1945”, de Romero y Gutiérrez (1989), y “Buenos Aires en la entreguerra: libros baratos y cultura de los sectores populares”, de Romero (1990), luego integrados a una compilación de 1995. Desde 1987, Romero dirige la colección “Historia y cultura” en Sudamericana, que transita en 2002 a Siglo XXI.
[24] La revista Materiales comunica esas experiencias; sus números 3 (1983) y 5 (1985) dan una pauta del impacto del Dipartimento de Storia dell’Architettura (DSA) del Istituto Universitario di Venecia (IUAV). Sobre la historiografía arquitectónica y su separación de la artística, ver Silvestri, 2004.
[25] Originalmente presentado en el homenaje a Romero realizado en la UBA ese año.
[26] De las etiquetas ante las que entonces vacila Sarlo, sólo la “intellectual history” se ausenta.
[27] Donde habría descubierto al Braudel de “La larga duración…” (Acha, 2017: 133).
[28] Nace también entonces la Maestría de Sociología de la Cultura y Análisis Cultural, conducida por Altamirano y Sarlo.
[29] Ribera incluía a Burckhardt y Huizinga como referencias generales de Historia del arte III (García, 2020: 261). Rosenvasser, ex-colaborador de Imago mundi, era especialista en la antigüedad oriental.
[30] Pese a su énfasis en el lugar subalterno de la historia del arte frente a la historia tout court (1999), allí aparecerá uno de los hitos de campo más indiscutibles de las últimas décadas: el Centro Argentino de Investigadores en Artes (CAIA).
[31] La revista adelantó en 1992 (Nº 3) la problematización de la entrevista que protagoniza el Doña María. Historia de vida, memoria e identidad política, de Daniel James (2004). El largo diálogo entre Lobato y James en torno a Berisso tuvo una estación en 2003 (Nº 24/25), muy expresiva de la marca socio-cultural. Todo está disponible en https://ahira.com.ar/ .
[32] Una cristalización parcial del movimiento se advierte, en 1990, en las secciones de historia del arte y la arquitectura e historia moderna del balance del Comité Argentino de Ciencias Históricas (Historiografía argentina. 1958-1988. Una evaluación crítica de la producción histórica argentina).
[33] Las referencias son al mencionado trabajo de Schorske, publicado en inglés en 1980 por Albert Knopft y traducido al español en 1981; y a la edición norteamericana de Todo lo sólido se desvanece en el aire, de 1982 (Simon & Schustrer, NY), publicado en español por Siglo XXI de España en 1988.
[34] También la renovada historia política bebe de esto. Por lo demás, siempre es bueno recordar la relectura del mayo francés por Mario Tronti (2016), antes cierre cultural que umbral político de un mundo nuevo.
[35] Madero se había doctorado en Paris VII en 1990, con un trabajo sobre la injuria en Castilla y León entre los siglos XII y XVI, dirigido por Reyna Pastor. Gayol había publicado ya en Argentina su Sociabilidad en Buenos Aires (2000), nacido de una tesis defendida en la EHESS en 1996.
[36] Algo semejante ocurre, diez años después, en Braguier y Fernández, 2018. Poco antes, en cambio, es de notar que la Historia de la vida privada en la Argentina conducida por Devoto y Madero (1999), tan nutrida en historia cultural, se declare historia social.
[37] Artífice de un recordado grupo de historia de las mentalidades, Hourcade (1994) consideraba Libros, lecturas y lectores en la edad moderna (1993) la expresión mayor del aporte de Chartier.
[38] De J. Gilbert, C. LeGrand y R. Salvatore, y F. Neiburg, respectivamente.
[39] Son referencias a trabajos de Ballent y Liernur, Martínez, V. Manzano, A. Dujovne, M. Lida y N. Milanesio. Como sus reseñistas, diversamente comprometidos con el análisis de la cultura.
[40] Reseñas de ediciones de R. Darío y C. Vallejo y libros de Burucúa y N. Kiatkowski, A. Laera, Acha, L. de Sagastizábal y A. Giuliani, M. Goebel, I. Cosse y A. Longoni. Entre las fichas, de R. Sosnowski, P. Bruno, S. Fernández y P. Caldo.
[41] Reseñas de ediciones de R. Darío y C. Vallejo y libros de Burucúa y N. Kiatkowski, A. Laera, Acha, L. de Sagastizábal y A. Giuliani, M. Goebel, I. Cosse y A. Longoni. Entre las fichas, de R. Sosnowski, P. Bruno, S. Fernández y P. Caldo.
[42] Las tensiones entre aproximaciones más o menos materialistas o idealistas, elitistas o antropológicas, abiertas o cerradas, o entre contextualizaciones más textuales o sociales, no ofrecen mayor especificidad.
[43] Comenzando por la construcción de objetos complejos, extensos o sujetos a contextualizaciones múltiples.
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