Artículos
Juan Manuel de Rosas, “como un eco insondable”. Acerca de algunas apariciones del cintillo punzó en la campaña bonaerense y el extraño caso de las boas coloradas, 1852-1862
Juan Manuel de Rosas, “Like an Unfathomable Echo”. About Some Appearances of the Red Badge in the Buenos Aires Campaign and the Strange Case of the Red Boas, 1852-1862
Juan Manuel de Rosas, “como un eco insondable”. Acerca de algunas apariciones del cintillo punzó en la campaña bonaerense y el extraño caso de las boas coloradas, 1852-1862
Prohistoria, núm. 36, 1-34, 2021
Prohistoria Ediciones
Recepción: 06 Junio 2021
Aprobación: 15 Octubre 2021
Publicación: 04 Noviembre 2021
Resumen: Analizamos una serie de episodios acontecidos entre 1855 y 1862 en diversos pueblos ubicados a lo largo de la extensa frontera de la provincia de Buenos Aires, en los que las autoridades alertan, acusan y juzgan a paisanos por el uso de la divisa punzó o por dar gritos de “¡Viva Rosas!” en lugares públicos. Nos preguntamos por el sentido de estas manifestaciones y de las acciones desplegadas para reprimirlas, con la intención de responder a la pregunta acerca de cómo operó en diversos espacios una prohibición que fue produciendo una economía moral del recuerdo y del olvido.
Palabras clave: Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, Memoria, Transgresión, Prohibición.
Abstract: In this article we will analyze a series of episodes that took place from 1855 to 1862 in several towns located along the extensive border of the Province of Buenos Aires. In these events, the authorities would warn, accuse and judge countrymen who wore red silk badges or shouted out "Viva Rosas!" in public places. We consider the meaning of these forms of expression and the actions deployed to repress them, with the intention of answering the question about how prohibition led to a moral economy of memory and forgetfulness.
Keywords: Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, Memory, Transgression, Prohibition.
En la sala tranquila
cuyo reloj austero derrama
un tiempo ya sin aventuras ni asombro
sobre la decente blancura
que amortaja la pasión roja de la caoba,
alguien, como reproche cariñoso,
pronunció el nombre familiar y temido.
La imagen del tirano
abarrotó el instante,
no clara como un mármol en la tarde,
sino grande y umbría
como la sombra de una montaña remota
y conjeturas y memorias
sucedieron a la mención eventual
como un eco insondable.
Fuente: J. L. Borges, “Rosas”, Fervor de Buenos Aires, 1923
Reflexiones iniciales en torno a la proyección del rosismo
Hace poco más de sesenta años se publicaba en Rosario un libro que, por muchos motivos, es testimonio de un momento de la cultura académica argentina posperonista: Proyección del rosismo en la literatura argentina (Prieto, 1959). El volumen, resultado de un seminario que coordinó Adolfo Prieto, expresaba la consciencia del éxito que gozaba la temática rosista en diversos ámbitos, particularmente a partir del derrocamiento de Perón, suceso que sus opositores filiaron tempranamente con el fin del gobierno de Juan Manuel de Rosas en 1852. La retórica unitaria, que proclamaba el fin de la tiranía y el comienzo de la libertad, parecía particularmente adecuada en 1955 para dotar de sentido al golpe de estado que exilió a un líder que no había perdido el apoyo popular. Por el contrario, la persistencia de su recuerdo en la memoria de los sectores populares mostraba el fracaso de las medidas destinadas a desperonizar la sociedad y a excluir definitivamente a Perón y al peronismo del juego político. Probablemente, fue la evidencia del fracaso de esa censura la que llevó en 1959 a Prieto a preguntarse por la persistencia del rosismo después de que Juan Manuel de Rosas fuera derrocado y partiera al exilio en febrero de 1852.
En los últimos años, la historiografía sobre ese periodo se ha enriquecido notablemente explorando diversas aristas, promoviendo nuevos debates y renovando las interpretaciones tradicionales que durante décadas fueron notablemente fieles a los argumentos que rosistas y antirosistas produjeron respectos a las virtudes y vicios del régimen (Ternavasio, 2021). Sin embargo, más de medio siglo después, la pregunta por su permanencia en la cultura conserva su vigencia y su indagación sigue quedando pendiente, como lo señalan Raúl Fradkin y Jorge Gelman en la última gran empresa biográfica dedicada a Rosas y su época, Juan Manuel de Rosas. La construcción de un liderazgo político (Fradkin y Gelman, 2015). A qué se debe que esa pregunta sobre la proyección del rosismo, para ponerlo en los mismos términos de Prieto, no haya estimulado, en los últimos sesenta años, esfuerzos tan ambiciosos para responderla como el que propuso el Seminario de 1959. Tal vez a la atención privilegiada que concitó una de sus manifestaciones más célebres, el denominado “revisionismo histórico” y, sobre todo, a que las razones de su éxito se encontraron demasiado rápidamente en las virtudes que el propio revisionismo reconoció para sí: dar a la luz una historia que había permanecido oculta; o a que su éxito se atribuyó a la tardía recepción por parte del peronismo proscripto, que halló en el derrocamiento de Rosas un remoto paralelo para identificar las causas y los responsables históricos de su caída (Cattaruzza, 2003; Goebel, 2013). Por su parte, Tulio Halperín Donghi ponderó como una de las principales virtudes del revisionismo su capacidad de “reorientar el rumbo de acuerdo a exigencias cambiantes y complejas” (Halperín Donghi, 1970: 93). Pero si ello era así, no se trata entonces de indagar en el revisionismo, cuyo dudoso mérito era ser demasiado fiel a sí mismo, sino en las razones por las que diversas franjas de una cambiante opinión pública se inclinaron persistentemente a buscar en aquella etapa de la historia argentina respuestas a sus frustraciones o un polo de positividad para sustentar sus expectativas. Es decir, menos que el éxito de los revisionismos, es preciso explicar la persistencia de la figura de Rosas y del rosismo en la búsqueda de sentido a un pasado que una y otra vez retorna en un ciclo pendular.
Si ampliamos la mirada a un periodo más largo, rápidamente descubrimos que esa historia no solo nunca estuvo oculta sino que poco se innovó después de lo escrito durante los años en los que Rosas ejerció su gobierno en Buenos Aires. En esa etapa, el héroe del desierto defensor de la soberanía nacional y el monstruo sediento de sangre –las dos imágenes que tensionaron su figura, su tiempo y su posteridad– ya habían nacido.
Así, lo que se revela como importante no son los argumentos esgrimidos sino la persistencia del rosismo o, si se quiere, de una polarización social y política que encontró en el rosismo y en algunos de sus símbolos un medio a través del cual construir identidades y alinear los bandos en la batalla política y cultural; o un antecedente a partir del cual denunciar las injusticias que sufrían los sectores bajos, la pérdida de libertades bajo regímenes autoritarios o las amenazas que se cernían sobre la nación y la nacionalidad. En la cristalización de ese arsenal simbólico, los años siguientes a Caseros fueron cruciales para su plasmación en el colectivo social, como si cristalizara en ese momento un “código moral” del recuerdo y el olvido. Fue durante esos años cuando se establecieron los bordes dentados de una experiencia colectiva organizada en torno a una narrativa que contenía ya sus posibles desvíos e impugnaciones (Eujanian, 2015).
Para la exploración de esta construcción colectiva que trasciende al personaje y su sistema de gobierno proponemos un enfoque atento a indicios de la persistencia menos de Rosas mismo que de una tensión en la trama, de un trauma, de una cesura en el curso de la historia resultado de la censura que se impuso sobre el recuerdo de ese pasado después de Caseros (Prieto, 1959: 14). Durante esa década las prohibiciones se ejercieron con más o menos éxito de diversos modos: a través de amnistías, leyes de olvido y fusión de partidos; distinguiendo responsables, víctimas y victimarios; judicializando el pasado en el juicio a los mazorqueros y al propio Rosas; prohibiendo el uso del cintillo punzó por el decreto de julio de 1853; y, sobre todo, construyendo bastante eficazmente el consenso de que cualquier reivindicación de ese pasado reciente merecía la inmediata condena de la opinión y el castigo moral de quienes fueran sospechosos de adherir al tirano caído en desgracia.
Si en El pasado en el péndulo de la política el foco estuvo puesto en las relaciones entre las representaciones del pasado y los procesos políticos y culturales que afectaron a Buenos Aires y su relación con el resto de las provincias entre 1852 y 1861; en este caso, propongo explorar una dimensión que, en diversos aspectos, ha sido considerada vacante: las resonancias del rosismo y sus divisas entre los sectores populares de la campaña de Buenos Aires.
A continuación voy a describir algunos episodios que acontecieron a lo largo de la frontera bonaerense durante esa década, en los que las autoridades alertan, acusan y juzgan a paisanos por el uso de la divisa punzó o por dar gritos de “¡Viva Rosas!”. En el primer apartado me detengo en un caso ocurrido en Carmen de Patagones en 1855, porque su impacto en la comunidad nos ofrece la oportunidad de incorporarlo a una trama social y política compleja. A partir de él podemos observar algunas de sus peculiaridades para identificar, en un segundo apartado, aquellos rasgos que comparte o en los que difiere respecto de los episodios que, con menos repercusión, ocurrieron en Zárate, Lobos, Carmen de Patagones y Chivilcoy.[1] A partir de ellos, nos preguntamos por el sentido de estas manifestaciones y también de las acciones desplegadas para reprimirlas. Si por parte de las autoridades el objetivo era clausurar el pasado reciente o ampararse en su censura con el fin de resolver conflictos locales, personales o políticos, así como ofrecer una oportunidad para mostrase atentos agentes del orden en una campaña siempre sospechada de conspirar a favor de la Confederación; ¿cuál era la función que le atribuían los vecinos que ocasionalmente apelaron a los símbolos prohibidos? ¿La resistencia al nuevo orden, la nostalgia por un tiempo ido o, en un sentido más proactivo, expresaba las aspiraciones de un cambio político en el corto plazo?
Sin duda, los hechos más o menos aislados ponen de manifiesto que los símbolos atribuidos al antiguo régimen estaban vigentes, pero su significado y los usos que se les asignaban son menos claros. Por otro lado, podemos observar que si las circunstancias son propias de un tiempo y un lugar, la manera en la que se desarrollan los hechos, las voces y el contenido moral de las acciones guardan notables similitudes, como si los actores estuvieran condenados a asumir un papel y repetir un libreto que dejaba poco espacio a la improvisación.
La pregunta que orienta el recorrido que propongo es cómo operó en diversos espacios una prohibición que fue construyendo una memoria sin recuerdos, imponiendo una economía moral del recuerdo y del olvido en la que los símbolos fueron despojados de la experiencia social y política colectiva que poco antes los había cargado de sentido.[2] En el último apartado intentaré ofrecer una respuesta unificada a este problema.
Episodios I
El primer caso que analizamos se produjo en Carmen de Patagones a fines del problemático año de 1855 en el Estado de Buenos Aires. A los conflictos con la Confederación Argentina, se agregaban las divisiones políticas internas y las invasiones indígenas en la frontera. En ambos sentidos, Carmen de Patagones se hallaba en una situación que mostraba ciertas particularidades. Al relativo aislamiento respecto de Buenos Aires, a la que accedía solo por mar, se sumaba su ubicación en el límite sur de una extensa, fluida e inestable frontera que no había logrado recuperar la estabilidad alcanzada durante el segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas en la provincia (Ratto, 2003 y 2008; Davies, 2013; Barcos, 2017). Por otro lado, las tensiones generadas por una transición que requería formalizar acuerdos con quienes hasta febrero de 1852 habían acompañado el gobierno de Rosas, se agregaban las discordias provocadas por el levantamiento liderado por el general Hilario Lagos en la campaña, entre diciembre de 1852 y julio de 1853 (Barcos, 2012). Todo ello afectaba y atravesaba las relaciones entre los grupos propietarios de más temprano asentamiento en el partido. Sin duda, como han mostrado Mariana Canedo e Ignacio Zubizarreta, las elecciones municipales que por la nueva ley electoral debían realizarse en 1855 activaron tensiones preexistentes y, probablemente, favorecieron el surgimiento de nuevos alineamientos políticos (Canedo, 2019; Zubizarreta, 2018). En este contexto, cuánto pesaban los recuerdos del pasado reciente o, mejor aún, qué se podía hacer con esos recuerdos en este nuevo escenario político. De hecho, las elecciones previstas ese año para el mes de marzo fueron una y otra vez postergadas en muchos partidos bonaerenses, entre ellos, el de Carmen de Patagones. Uno de los motivos, de acuerdo a las justificaciones que el diputado Emilio Agrelo –el fiscal que llevó adelante la acusación a Juan Manuel de Rosas en el juicio de primera instancia– utilizó en su proyecto de postergación, era que en muchos partidos el gobierno había quedado en mano de ladrones y mazorqueros y los jueces de paz advertían que si se realizaban elecciones el gobierno “quedaría en mano de los mismos hombres que antes”.[3] La prevención no se refería exclusivamente a los rosistas, cuyo apoyo se repartió entre Lagos y Buenos Aires, sino en un sentido más general contra quienes habían acompañado el movimiento de Hilario Lagos que en su conformación, motivaciones, objetivos y sentido de pertenencia trascendía la figura del ex gobernador en el exilio aun cuando apelaba a algunos de sus símbolos (Barcos, 2012: 11).
Con estos antecedentes, la “aparición” del “cintillo punzó” en un baile que se realizó en Carmen de patagones el 7 de octubre era el testimonio de la irrupción de un pasado reciente que venía a alterar el orden público. Benito Crespo, juez de paz de Patagones que había asumido el cargo en marzo del mismo año, esperó hasta el 14 de noviembre para informar a Valentín Alsina, ministro de gobierno del Estado de Buenos Aires, que cinco individuos se habían presentado a un baile luciendo el cintillo punzó en sus sombreros. Le enviaba también el sumario, con los testimonios de acusados y testigos, y le solicitaba indulgencia para “los muchachos honrados”, que no pertenecían a ningún partido y que habían actuado en estado de embriaguez.[4]
Así ponía fin a un asunto que el 8 de octubre había justificado la convocatoria a una “reunión secreta” de la Comisión Municipal. De ello surgen una serie de preguntas preliminares, ¿por qué le daba trascendencia provincial a un suceso local que en el momento no tuvo mayores consecuencias? ¿Por qué el juez había tardado tanto en informar al gobierno y, cuando lo hizo, la decisión de ponerlos en libertad ya estaba tomada y asumida su inocencia? Por otro lado, el caso nos ofrece la oportunidad de responder a la pregunta acerca de qué podía significar el cintillo para los acusados, los asistentes al baile y las autoridades. Finalmente, más allá de lo que el cintillo representaba, hasta qué punto no era expresión de otras tensiones y una excusa para la resolución de otros conflictos. El sumario levantado por el juez y las actas de las sesiones de la Comisión Municipal de Carmen de Patagones aportan algunos indicios para responder a esas preguntas.
El 8 de octubre, el alcalde del cuartel del sur, José María Marinho, había notificado al juez que el día anterior había tenido lugar un baile en la casa de Marcelino Calvo. Durante el evento, al que también había asistido el comandante Julián Murga con varios acompañantes, se presentaron algunos hombres con un cintillo punzó en el sombrero. El alcalde consideró preciso prevenir al juez de ese encuentro “por el estado de los asuntos políticos en el que se hallaba el partido y la presencia del comandante Julián Murga” que, según Marinho, era quien había autorizado el uso de la divisa punzó, cuyo “motivo secreto” desconocía. El juez solicitó al alcalde que “recoja con reserva todos los nombres que han aparecido con cintillo; que trate con igual reserva de averiguar todas las alocuciones o conversaciones que hayan habido en tal lugar; qué objeto tendría más o menos tal demostración y en qué pudiera fundarse; que también averigüe el nombre del transeúnte del que me habla y sus señas; y que parte tuvo en ella la comitiva que fue del norte”. Era evidente por la línea que seguía la investigación que tanto para el juez como para el alcalde el episodio del cintillo era el indicio de una conspiración política contra las autoridades, de la que el comandante del fuerte era el principal responsable.
En su segundo informe, del 15 de octubre, el alcalde del sur aclaraba un poco más el desarrollo de los hechos y la participación del comandante en ellos. Todo había comenzado la noche del 7 de octubre al sur del río en la pulpería de Juan Iribarne, un francés de 22 años de edad que en poco tiempo acumuló una importante fortuna, cuando Santos Ávila, Remigio y Severo Cisnero, Feliciano García y Adelino Aloe se pusieron en el sombrero un cintillo punzó. Posteriormente se dirigieron al baile y allí “se sorprendieron de estar solos” y se lo quitaron. Nada podía decir respecto a los motivos que llevaron al uso del cintillo, pero sí que se había escuchado al comandante hablar mucho de “los Crespo” mientras otros presentes se burlaban de ellos. Según este relato, los cinco paisanos asistieron al baile convencidos de otros vecinos lucirían el cintillo punzó, lo que por algún motivo no sucedió. Por otro lado, no era claro si la decisión de usar la divisa era de ellos o habían sido inducidos por otras personas y si el uso suponía la adhesión a un partido contrario a las autoridades de Carmen de Patagones o, incluso, del gobierno de Buenos Aires. De cualquier modo, aclaraba el alcalde, el cuartel sur a su cargo “estaba tranquilo”.
Esa tranquilidad parecía indicar que se había tratado de un hecho aislado, que no produjo ningún altercado o alteración del orden público. Sin embargo, el juez decidió llevar adelante una investigación, convocar una reunión urgente de la Comisión Municipal y recomendar al alcalde que actuara con moderación por las “delicadas circunstancias en las que se encuentra este juzgado”.
Finalmente, el 2 de noviembre comenzaron las indagatorias a testigos y acusados. Las preguntas del juez se inclinaron a recabar información acerca de lo qué había sucedido esa noche: cuáles eran los motivos por los que habían decidido ponerse esa divisa y si alguien los había impulsado a hacerlo; si sabían los involucrados que estaba prohibido el uso del cintillo punzó por el decreto de 1853; si alguien les había dicho que se quitaran la divisa; y si alguien había hablado en el baile en contra del juez. En general, los acusados coincidían en afirmar que hasta ese momento no sabían que habían obrado mal, pero en cuanto lo supieron se quitaron el cintillo. También las declaraciones de los implicados y los testigos coincidían, con algunos matices, en cómo se habían desarrollado los sucesos ese día. Horas antes de ir al baile, que daba en casa de Marcelino Calvo como pago de una apuesta que había perdido con doña Felipa Otero, Santo Ávila estuvo bebiendo en la pulpería de Juan Iribarne junto a los otros acusados. Fue Aloe el que llegó con el cintillo en el sombrero y cuando le preguntaron por qué se lo había puesto, contestó que “Ahora es tiempo de libertad y que todo se podía hacer”. Esa frase funcionó como invitación y autorización para que sus compañeros también colocaran la cinta punzó en sus sombreros. Posteriormente se dirigieron al baile, al que también concurrieron el comandante Julián Murga acompañado de otras personas del norte: el capitán Alfredo Seguí, Celedonio García, Pedro García, Francisco Roche, los hermanos Martínez y otros vecinos. Todos coincidieron en que el comandante no los interrogó por el uso de la divisa punzó. Algunos dijeron que sí lo había hecho el dueño de casa y otros que fue el capitán Seguí el que les pregunto “Por qué traían ese signo prohibido”. Para ellos la respuesta de Adelino Aloe fue que “en el norte se usaba” y que “ahora se usa de todo porque es tiempo libre”, mientras que sus compañeros respondieron que “como habían visto a Adelino también se la pusieron”. En cualquier caso, al verse como los únicos que llevaban la divisa punzó, se la sacaron o la tiraron al suelo.
Los inculpados coincidieron en que lo hicieron en estado de embriaguez y que hasta ese momento no sabían que estaba prohibido el cintillo “pero que ahora conoce que obró mal y que le es muy penoso”. Remigio Cisnero dijo que “esa noche estaba tan privado y que no era dueño de sí y por eso se puso el cintillo”, pero ahora que sabía que “había hecho un grande error y le pesaba infinito” y que “si hubiera estado bueno no lo hacía”. Severo Cisnero dijo que llegó a la pulpería cuando los otros tenían ya el cintillo en el sombrero, que nadie lo persuadió y no sabía por qué se lo había puesto, pero que decidió imitarlos por “un capricho nacido del estado en que la bebida había puesto su cabeza” y “estar falto de razón por la bebida”. Feliciano García lo atribuyó al “puro acaloramiento de la cabeza”. Adelino Aloe contestó que “esa noche estaba muy excedido en la bebida y creyendo en su atrevimiento que lo podía hacer…”, que los otros lo imitaron y se fueron al baile, que no sabía que obraba mal, pero que ahora que lo sabía “lo sentía vivamente prometiendo no volver a hacerlo jamás”.
Sin embargo, la declaración del dependiente de la pulpería de Iribarne comprometía a Aloe y sugería que su acto había sido premeditado, ya que Aloe había comprado las cintas el día anterior. Por otro lado, mientras sus compañeros se la habían quitado por orden de Seguí, Adelino, en lo que parecía ser un gesto de rebeldía, se sacó el sombrero y lo puso sobre la mesa sin quitarle la cinta. Tal vez por eso, el juez distinguía el caso de Aloe del resto de los acusados, porque con sus respuestas y sus negativas “había dado mucho que imaginar”.[5] Por otra parte, su rol político más activo se reveló poco después como responsable de entregar al juez una nota firmada por 24 vecinos, en la que se solicitaba que se realizaran las elecciones previstas para ese día, suspendidas por las autoridades ante la certeza de su derrota.[6]
Pero la nota no había sido escrita por Aloe, probablemente la había redactado Andrés Aguirre, cuya firma la encabezaba. Adelino, como el resto de los acusados, era analfabeto y, con excepción de Ávila que había nacido en Tucumán y tenía 55 años, eran jóvenes de entre 17 y 25 años naturales de Patagones. Poco más sabemos de ellos, solo que Severo Cisnero vuelve a aparecer en un caso vinculado al cintillo punzó en 1860 y que murió en 1872 en un confuso episodio que se produjo después de un altercado mientras bailaba en casa de Estanislada Calvo, hermana de Marcelino.[7] Algo más sabemos de Santo Ávila por un suceso que escandalizó al partido unos meses antes, cuando fue abandonado junto a sus hijos por su esposa Feliciana Torres para escapar con dos hombres por tierra al Chubut. El 28 de abril de 1855, un barco la trajo de regreso a Carmen de Patagones y su caso fue tratado por las autoridades locales como un asunto de Estado. Aparentemente “no era la primera vez que se fugaba del poder de su marido con hombres extraños", motivo por el que merecía un castigo ejemplar ya que, según el juez Benito Crespo, su presencia iba a escandalizar a la vecindad de patagones ya que “en Chubut había causado escándalo siendo motivo de que su hermano casi perdiera la vida”. Los municipales acordaron embarcarla en el primer buque que partiera a Buenos Aires para ponerla a disposición del juez del crimen,[8] pero pocos días después, el juez convocó a Santos Ávila para informarle que había decidido recluir a su esposa en una casa para su sujeción, pero que si él la quería –“como había dado pruebas”– la podía llevar en su compañía.[9]
De todos modos, el sumario y las actas municipales indican que no eran los hombres del cintillo en el sombrero la preocupación principal del Juez ni tampoco la aparición de la divisa rosista, sino el baile en sí mismo y algunos de los asistentes. Era evidente para el juez que se trataba de un acto político en su contra. Desde hacía tiempo los bailes cumplían esa función en localidades con “fuerte división faccional”, al igual que las pulperías y el campo de bochas (Garavaglia, 2005: 70-71; Zubizarreta, 2018). Por otra parte, le preocupaba cuál había sido la participación del comandante. Julián Murga había retornado a Buenos Aires después de la batalla de Caseros y apoyó la revolución del 11 de septiembre de 1852 que separó a la provincia de la Confederación Argentina. Posteriormente, se comprometió en la defensa de Buenos Aires contra el sitio que comandó el general Hilario Lagos. Con 24 años y estos antecedentes llegó a Carmen de Patagones para asumir el cargo de comandante militar del fuerte, el 22 de agosto de 1853. No había motivo para que fuera acusado de rosista, pero eso no significa que no hubiera alentado o autorizado el uso del cintillo, que a lo largo de la década de 1850 fue utilizado para conquistar adhesiones entre los sectores populares de la campaña. Al mismo tiempo, había indicios del acercamiento de Murga a familias opositoras al juzgado y, particularmente, con ex funcionarios del gobierno de Rosas, como el ex juez de paz Nicolás García, y algunos adherentes al levantamiento de Hilario Lagos, como Francisco Baraja y Eusebio Ocampo. Las preocupaciones de un complot urdido en el baile se hacen evidentes en la insistente pregunta a todos los declarantes acerca de si habían escuchado conversaciones o críticas al juzgado. Los acusados dijeron que no y algunos testigos que no lo habían presenciado pero que sabían que en alguna habitación de la casa se había hablado de esos temas. Juan Iribarne declaró que si bien no había oído nada que podía considerarse una crítica, sí sabía que en algún cuarto de la casa se había hablado de algunas familias, como los Crespo y los Horno. Marcelino Campos, el dueño de casa, agregó que Murga se quejaba de que el juzgado no lo había auxiliado con caballos en la última incursión de indios. Finalmente, un tal Severino Morón, denunciaba directamente al comandante Julián Murga como el único al que oyó hablar mucho en contra del juez de paz y de otros vecinos: “hablo mal y fuerte contra los Crespo […] llamándolos muy pícaros y que querían mandar siempre; que Marcelino Crespo había usurpado las propiedades ajenas y que cuando invadieron los indios el juez no le quiso dar caballos suficientes”. Por otra parte, ponía en palabras de Murga la respuesta que los acusados habían dado al juez, ya que según su declaración cuando se le acercaron algunas personas para decirle que había invitados con el cintillo, el comandante respondió “que eso no le correspondía a él y que desde que era tiempo de libertad cada uno podía usar lo que quisiera”
Esta declaración precisa algunas cuestiones importantes para comprender el conflicto y el diverso uso que los distintos actores hacen del cintillo. En primer lugar, el argumento de la “libertad” como salvoconducto para el uso del cintillo que el testigo pone en boca de Murga, puede pretender insinuar que fue el comandante el que instruyó a los acusados para que respondan eso en caso que alguien los reprendiese, tal como sucedió. Por otra parte, confirmaba que Murga habló contra los Crespo y cuáles fueron sus temas, entre otros la falta de colaboración contra la invasión de los indios en junio y la apropiación de terrenos utilizando los recursos de su autoridad. De este modo, parece claro que el asunto del cintillo es un episodio que sirvió al juez de paz Benito Crespo para poner en tela de juicio la conducta del comandante por no haberlos amonestado al utilizar una divisa prohibida por el gobierno del Estado de Buenos Aires desde 1853; también le permite acceder a información acerca de la dimensión política que había cobrado un baile al que habían concurrido algunos de los miembros de las familias propietarias más tradicionales de Patagones; y, sobre todo, para poner fin a una disputa que había enfrentado al juez y la comandancia durante meses.
Por lo que sabemos hasta aquí, el episodio trasciende el viejo conflicto entre poderes locales y provinciales, que durante muchos años caracterizó la dinámica política del partido (Ratto, 2008). En todo caso, el comandante filió su autoridad a un grupo de personalidades locales enfrentadas a otras redes intrafamiliares cuyo referente político tenía asiento en el juzgado de paz desde 1852, cuando Manuel Álvarez reemplazó a Nicolás García. Precisamente, García formó parte de una lista opositora para las elecciones programadas para el 23 de diciembre de 1855. Aun cuando se postergaron en varias oportunidades y con diversas excusas, no pudo el juez impedir que triunfaran sus adversarios, entre los que se encontraban todos los que acompañaron al comandante al baile del 7 de octubre.[10]
Como anticipamos, solicitó indulgencia para los pobres vecinos ignorantes que actuaron “sin viso alguno de maldad”, pero respecto a los demás puntos que surgen del sumario se eleva la causa al Superior Gobierno. Esos demás puntos se referían al comandante Julián Murga, que pocos días antes había sido reemplazado por el comandante Benito Villar. En esa misma notificación del 14 de noviembre el juez agregaba un dato que hasta ese momento no había sido señalado, para justificar su proceder ponía el episodio del cintillo en un contexto político más amplio, el del conflicto entre Buenos Aires y la Confederación liderada por Urquiza. En este nuevo sentido, la aparición del cintillo en el baile, las palabras del comandante y su renuencia en amonestar a los acusados constituían una serie de acciones que se inscribían en una conspiración cuyo antecedente había sido la “revolución sofocada” en la ciudad de Buenos Aires de la que lo había alertado la correspondencia oficial. Por eso, “su primer impresión fue grande, imaginando que pudiera tener alguna relación esta manifestación con aquel movimiento…”. Pero esa “revolución sofocada” le había sido notificada en julio, muchos meses antes del episodio del cintillo. En aquel momento, había provocado la renuncia de Irineo Portela, el ministro de gobierno acusado también por su ineficacia para impedir los ataques de indios en la frontera. Pero más allá de las justificaciones del juez de paz, la lectura del acta de la Comisión Municipal y el sumario revelan la dimensión local del conflicto como más adecuada para comprender sus acciones. Ello explica mejor su proceder con “reserva” y su retraso en levantar el sumario y notificar al gobierno para evitar alterar el orden público en las circunstancias críticas en las que se encontraba en esos días una parte del vecindario. Temía Crespo que quienes fueran arrestados, sumariados o requeridos en juicio, aprovecharan que Murga se encontraba tan irritado por la noticia de su destitución y buscaran “apoyo en la fuerza y se amparase de la misma comandancia, trayendo a este pueblo una verdadera crisis”. De este modo, parece ser el “estado delicado en que se hallaban en aquella época las relaciones entre este juzgado y la autoridad militar” lo que lo llevó tanto a agitar la denuncia a quienes se habían colocado las divisas en el sombrero para desprestigiar más a Murga, como a actuar con reserva hasta la llegada del buque de guerra que debía traer al nuevo comandante “y pudiese el juzgado tomar la actitud conveniente”.
Esa dimensión local del conflicto como contexto de interpretación del episodio del cintillo, se revela aún más si volvemos al 8 de octubre. Ese día, el juez convocó solo a algunos miembros de la Comisión Municipal a una “sesión secreta”,[11] para notificarlos acerca de lo que había sucedido la noche anterior y acordar con ellos que “era indispensable guardar el mayor silencio sobre lo ocurrido y las miras ulteriores para evitar cualquier conflicto entre ambas autoridades”. La reserva excluía a dos miembros de la Comisión Municipal, Francisco Baraja y Eusebio Ocampo, que no fueron invitados por su “sistemática oposición y hostilidad” con el juez, al que “no solo habían contribuido a ridiculizarlo en tiempo de la comandancia del sr. Murga publicando los pensamientos y delicados procederes del juzgado, y dando de ellos conocimiento a la comandancia que no debía saberlos”. Según Crespo, Baraja compartía con el comandante los planes del juzgado y lejos de cooperar con la autoridad civil que lo había elegido “se había ligado a la militar con tanta amistad que…”, lo acusaba de poner a unas familias contra otras al condenar la actitud de Marcelino Crespo por juntar firmas en el vecindario para elevar al gobierno un reclamo contra el comandante. Por todo ello se acordó que solo se los convocaría a las reuniones de la Comisión Municipal en caso de mucha necesidad.[12]
Si nos atenemos a las actas, el recelo del juez con Baraja y Ocampo se hallaba motivado en su posición de evitar la ruptura con la comandancia, por lo que habían señalado la inconveniencia de la nota que Marcelino Crespo había hecho firmar a varios vecinos en la que se reclamaba a Murga por la ausencia de guardias y partidas en la frontera. Pero las tensiones eran mayores de lo que las actas permiten develar y, en este sentido, el episodio del cintillo se transforma en el momento culminante de una escalada del conflicto del juzgado con la comandancia y con un grupo de familias acomodadas del partido, en cuyo trasfondo podemos encontrar la política a seguir respecto a la cuestión indígena y las concesiones, derechos y peticiones de tierras que eran atendidas por el juez y la Comisión Municipal.
Si bien las tensiones parecen haber comenzado un año antes, cuando la Comisión le pide a Murga que se ocupe de mantener el orden de sus soldados en el pueblo (Zubizrreta, 2018: 116), se agudiza a partir del mes de marzo por cuestiones relacionadas con la defensa de la frontera amenazada por los ataques de indios.[13] Geraldine Davies Lenoble estudió las conflictivas relaciones del juzgado con la comandancia que se recriminaban mutuamente no hacer lo suficiente para contener los ataques y robos de ganado (Davies Lenoble, 2013). Dicho conflicto y las invasiones de indios fueron los temas que dominaron las sesiones de la Comisión Municipal entre marzo y agosto de 1855. Durante esos meses, mientras Murga, con el apoyo de Baraja y Ocampo en la Comisión, se quejaba por la indisciplina de los vecinos convocados a la Guardia Nacional y la escasa provisión de caballos, entre otros recursos necesarios para fortalecer la defensa;[14] el juez y otros hacendados, con apoyo del resto de los municipales, reclamaban al comandante la construcción de fuertes y el envío de partidas para contener los malones y el robo de ganado. El punto máximo de tensión se produjo con el malón del mes de junio y la iniciativa de Marcelino Crespo de juntar firmas para formalizar las quejas contra el comandante a través de una nota dirigida al gobierno de Buenos Aires. Si bien la nota finalmente no fue enviada, porque se acordó que ello provocaría una ruptura con la comandancia, las relaciones no pudieron restablecerse. Después de una amenaza de renuncia, Benito Crespo se mantuvo en el cargo, mientras que los aliados de Murga en la Comisión Municipal, Baraja y Ocampo, fueron informalmente desplazados y el comandante fue reemplazado por las autoridades del Estado de Buenos Aires.
Lo peculiar es que para procesar este conflicto se apeló a la condición de rosistas y mazorqueros de los opositores, pero los alineamientos políticos del presentes no se correspondían de modo absoluto a los del pasado reciente: si bien es cierto que Baraja y Ocampo apoyaron el levantamiento de Lagos, que Murga combatió, y que el antiguo juez de paz durante el rosismo, Nicolás García, era una de las figuras más connotada de ese grupo, también lo es que entre 1836 y 1850 Benito Crespo cumplió funciones de comisario cobrador (Ratto, 2008: 63).[15] Por su parte, Francisco Seguí que nunca fue involucrado en los hechos y habría sido el único que amonestó a los hombres del cintillo y le pidió que se lo sacasen, estuvo exiliado con su familia en Montevideo durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas en Buenos Aires, pero regresó antes de su caída para combatir en sus filas a las órdenes del coronel Ramón Bustos en la batalla de Monte Caseros. Sin embargo, nadie lo acusó de rosista, porque el pasado pesaba de modo diverso conforme a las posiciones que ocupasen en el presente. Por otra parte, es cierto que los rumores de un posible retorno de Rosas circularon durante esos meses y que Bahía Blanca o Montevideo podían ser los puertos elegidos para iniciar la contraofensiva,[16] pero nada de ello surge de las fuentes y sí, en cambio, se menciona la “revolución sofocada” en Buenos Aires por parte del Juez para justificar la investigación que llevó a cabo.[17]
En cambio, observamos que fueron las disputas políticas y por la ocupación de terrenos, que afectaban los vínculos entre las familias de asentamiento más temprano en el partido, las que se trasladaron a la Comisión Municipal y produjeron su fractura. Esta institución reciente, presidida por el juez acompañado de vecinos (cuya elección venía siendo postergada), definía los derechos sobre los terrenos, reclamos de herederos, peticiones de nuevos solares y disputas por los lindes entre propietarios de terrenos adyacentes, entre otras cuestiones relativas a propiedades obtenidas por concesiones, con títulos de validez dudosa. Durante el año 1854 y los primeros meses de 1855, la Comisión Municipal había sido bastante activa en reclamos sobre derechos de terrenos. Algunos de esos reclamos provenían de Benito Crespo,[18] antes de reemplazar en el cargo a Marcelino Crespo con el que compartía el lazo de pertenecer a una de las familias propietarias más importantes y antiguas del Partido.[19] Una vez en el cargo, los conflictos postergan estas cuestiones hasta que el 3 de noviembre de 1855, el mismo día que el juez presentó el sumario a la Comisión Municipal, se trató la concesión de un terreno que hasta ese momento había pertenecido a la comandancia del Fuerte.[20] De este modo, podemos ver que por la importancia que tiene el control del juzgado y la Comisión Municipal para la asignación de terrenos y la resolución de disputas entre vecinos, esa institución local es la caja de resonancia de diversos conflictos de intereses personales, familiares y políticos. Provisoriamente los Crespo ganan la pulseada, logran el reemplazo de Murga y, en el corto plazo, el desplazamiento de los municipales opositores. Sin embargo, pocos meses más tarde, la situación política se invierte cuando la lista opositora triunfó después de vencer todos los obstáculos impuestos por el juzgado para imponer una lista única o, en caso contrario, impedir la realización de las elecciones.
En este contexto, ¿qué significados podía tener el uso del cintillo? Para el comandante Murga podía ser un modo de ganar apoyo entre los sectores populares de la campaña y puede explicar su actitud condescendiente con el uso de la divisa punzó. Para el Juez, su apelación a la prohibición por el decreto de 1853 era un modo de filiarse a las autoridades del Estado y desprestigiar a los opositores políticos, sobre todo a Murga, con el que estaba enfrentado por el manejo de la defensa de la frontera. Por otro lado, ¿qué representaba el cintillo para los acusados? Nada dicen las fuentes al respecto, a pesar de que es una pregunta que el juez reitera al alcalde, a testigos y acusados. Su respuesta es eludida por cada uno de ellos apelando a la estrategia de la embriaguez. Menos que su significado, lo importante es el uso que se puede haber hecho de ella para desprestigiar al comandante y dirimir conflictos locales.[21] Ello no significa que no podamos conjeturar respecto del sentido que le podían atribuir a dichos actos en situaciones precisas, pero llegados a este punto debemos admitir que sus significados no solo son diversos para acusados, testigos y jueces, sino que esa pluralidad de significados habita en el interior de cada uno de ellos. En principio suponía cierta adhesión a la causa federal, como una difusa identidad política que se suponía opuesta a las autoridades de Buenos Aires y a sus aliados locales, así como a la también difusa identidad unitaria que habían combatido y demonizado durante décadas.
Por otro lado, ¿podía significar una reivindicación de la figura o del gobierno de Juan Manuel de Rosas? Y, si de eso se trataba, ¿qué significaba ese recuerdo del pasado reciente? El recuerdo de una época en la que Rosas representaba un freno contra los abusos de autoridades y patrones (Fradkin, 1999: 183 y 184) o un cierto igualitarismo plebeyo (Di Meglio, 2009: 277) podía convivir con una idea de federalismo que, más allá de Rosas, confrontaba con los unitarios a la vez que sostenía la defensa de los derechos de la provincia, sin que ello significara necesariamente ver a Urquiza como un enemigo. Aun cuando pueda sostenerse que “la antigua fidelidad popular al federalismo fue reemplazada paulatinamente por la identificación de la ciudad, y la provincia toda, con la tradición unitaria y liberal” (Di Meglio, 2010: 18), la cronología de este proceso debe ser estudiada. De todos modos, sus ritmos fueron distintos en la ciudad que en la campaña y en los diversos partidos de acuerdo con experiencias políticas previas, como lo observa Barcos para el caso de la Guardia de Luján (Barcos, 2012: 11). Por otra parte, para los antirosistas, el cintillo representó sin matices el símbolo de la tiranía rosista, aun cuando Urquiza, entre otros, lo ligaría a la tradición federal (Eujanian, 2015: 62-71). Pero más allá de esas diferencias relativa a los sentidos que se le podía atribuir a determinados símbolos y palabras, lo cierto es que si antes de 1852 la acusación de unitario podía servir para zanjar disputas personales (Di Meglio, 2009: 275), el mismo uso se le dará a la acusación de rosista o mazorquero después de 1852, invirtiendo la polaridad de los términos.
Finalmente, ¿a qué se refería la expresión “ahora es tiempo de libertad”? y ¿desde cuándo? Claramente no remitía a Caseros como el fin de la “tiranía”, sino en todo caso a un hecho más reciente, la paz sellada entre Buenos Aires y Lagos, una vez culminado el sitio y amnistiados los combatientes; y también al nuevo clima político surgido a partir de la Constitución del Estado de Buenos Aires, jurada en mayo de 1854. Por otro lado, suponía la posibilidad de utilizar una fórmula de los vencedores para reclamar su propio derecho a expresarse libremente.[22] Lo claro es también que el recurso muestra sus límites, ya que no se amparan en ella cuando declaran ante el juez, sino que se escudan en la ebriedad para justificar un acto que ahora saben que es prohibido, del que se sienten apenados y que prometen no volver a hacer más. De todos modos, en un sentido más estricto, la pregunta es ¿por qué asociaban los acusados el retorno de la libertad con el derecho a ponerse el cintillo punzó?, más allá de si esa expresión provenía de Murga o la recuperaban de un contexto en el que muchos se presentaban como libertadores –Urquiza, los revolucionarios del 11 de septiembre en Buenos Aires, Hilario Lagos. Tal vez, aun considerando el sentido irónico de la fórmula, o mejor aún por ello mismo, no ocultaba cierto tinte de rebeldía contra las autoridades. La consigna de la libertad y el color punzó, asociados, suponían la posibilidad de reivindicar ciertas lealtades que estaban prohibidas por quienes reclamaban para sí haber recuperado la libertad que había sucumbido durante la “tiranía”. La picardía de Aloe, su ironía y la del grupo de paisanos que se dirigieron a un baile con el cintillo punzó en el sombrero, consistía en rebelar el carácter ambiguo de la noción de libertad y su inflexión paradojal al poner de manifiesto que se asentaba sobre una prohibición, la del símbolo de una identidad política antagónica respecto de las autoridades de Buenos Aires y repudiado, como hemos visto, por las autoridades locales. Mientras que para ellas, el cintillo punzó era el símbolo de un todo que incluía el pasado reciente y el antagonismo presente con Urquiza y la confederación. Situaciones similares se produjeron en diversas localidades de la campaña durante esos años, aunque con menos repercusiones porque no estuvieron inmersas en una maraña de disputas personales y políticas, Tal vez por ello queda más explícito el sentido que el cintillo tiene como transgresión a una prohibición.
Episodios II
El 18 de septiembre de 1856, el juez de paz de Zárate Gregorio José de Quirno informó al ministro de gobierno de Buenos Aires, D. Vélez Sársfield, que el ex sargento mayor Dioniso Sagasti “de la época de Rosas” había estado dando vivas a Rosas en la fonda de don pedro Arrayagaray, en la que se encontraba “medio embriagado” junto a Fermín Ramos y al súbdito sardo Don Pedro Lanza. El juez los mandó arrestar, pero se encontró con la resistencia de Dionisio Sagasti, que se negó a entrar en la cárcel porque “esa prisión no era para su carácter, y que aun cuando el juez mandase toda la partida no lo harían entrar”. El juez juzgó que no era conveniente hacer uso de la fuerza, ya que el carácter duro de Sagasti podía conducir a desgracias mayores, por lo que decidió llamarlo a su presencia e intimarlo al arresto en su propia casa “hasta dar cuenta al gobierno para que resolviera”.[23]
Como un año antes, en Carmen de Patagones, el Juez atribuía la gravedad del hecho a las circunstancias que atravesaba Buenos Aires amenazada por la Confederación; pero a diferencia de aquel caso, en el que el juez aludía a la prohibición del uso de cintillo punzó por el decreto julio de 1853, no estaba claro qué ley había violado el ex sargento al gritar “¡Vivas!” a Rosas. Por otro lado, todo el suceso se describía sin mayor conflicto hasta el momento que habían querido encarcelar a Sagasti, cuya reacción había sido digna antes que violenta. El ex sargento de Rosas reclamaba el mismo respeto que alguna vez había gozado entre los mismos hombres que hoy querían apresado, “hasta hoy he sido su amigo, pero desde este momento me declaro su enemigo”, le respondió al juez antes de retirarse del juzgado.[24]
Un día después, Sagasti dejó de lado ese repentino sentimiento de orgullo y pidió disculpas al juez de paz al que llamaba su “querido amigo”, que si se había expresado mal y lo había ofendido de alguna manera el día anterior es porque en ese momento tenía una gran borrachera, por lo que le pedía a quien siempre le había dispensado su amistad que sepa disimular en esta ocasión esa falta de su compatriota.
El juez parece creerle, o elige creer que la causa de su falta era producto de la bebida, pero el problema es que ya había notificado al gobierno que el día 20 le ordenó levantar sumario y enviar al acusado a Buenos Aires para que quede preso en la cárcel pública a su disposición. Inmediatamente el juez se apresuró a trasmitirle a Vélez Sarsfield el pedido de disculpas de Sagasti y agregaba que el ex sargento desde Caseros se había dedicado a su trabajo, absteniéndose de todo objetivo político. Por eso había decidido dejarlo en libertad y solicitaba la indulgencia del gobierno.
No sabemos por qué motivos ni Vélez Sarsfield ni Quirno Costa se ocuparon en acusar a Ramos y Lanza, que acompañaban Sagasti en la fonda de Arrayagaray. Toda la atención la concentraba en quien había sido comandante durante el rosismo. Incluso, el ministro amonestaba al juez por preguntarle cómo proceder, recordándole “lo que en carta privada le tiene dicho el gobernador del Estado acerca de este individuo” (26 de septiembre). De este modo, una tensión se rebela entre el juez y el gobierno sobre su detención, los peligros que representa Sagasti para unos y las prevenciones que deciden al juez a solicitar clemencia y dejarlo en libertad. No era la posición respecto a Rosas lo que los distinguía, ambos eran considerados firmes opositores, víctimas de confiscaciones y exilio.[25] Por otra parte, el sargento había mostrado en 1839 que no estaba dispuesto a aceptar humillaciones para él y sus hombres cuando defendió a seis soldados que habían desertado del campamento de Barrancosa cansados de los maltratos a los que los sometía el teniente Fernando Sánchez (Salvatore, 2003: 258-260). El caso, analizado por Ricardo Salvatore, es una muestra de la reacción de los subordinados al castigo ilegítimo y abusivo que suponía para ellos una humillación. Tal vez eso fue lo que sintió Sagasti cuando quisieron meterlo en una cárcel que consideraba indigna "a su carácter". Para Sagasti, como para otros que proferían gritos de “viva Rosas” y “mueras a los salvajes unitarios” o que se colocaban el cintillo prohibido, se trataba de la recuperación de una dignidad amenazada por el nuevo orden. La justificación de esos actos por el estado de embriaguez en el que se encontraban ponía en evidencia la impostura de someterse a un nuevo código moral determinado por un nuevo consenso aprendido del castigo a los mazorqueros cuyos cuerpos fusilados fueron exhibidos en distintas plazas de Buenos Aires en 1853. Al menos ese era el objetivo de aquel castigo, disciplinar a antiguos rosistas a través de la visualización de las consecuencias que podían tener quienes apostaran a viejas identidades y lazos políticos. Pero, por otra parte, las autoridades locales parecían no estar demasiado dispuestas a alterar el statu quo en su jurisdicción, por lo que luego de una primera reacción, en la que actuaban un simulacro de castigo y denunciaban el hecho al gobierno, se apresuraban a perdonar y aceptar la “estrategia de la embriaguez” como atenuante o, mejor aún, como un modo no solo de minimizar o evadir el castigo sino de diluir lo político del acto que había provocado la acusación.[26]
Algo similar sucedió en Lobo cuando el 31 de diciembre de 1858 Tomás Cabello, un labrador de 33 años nacido en Montevideo, recorrió la plaza con una cinta punzó en el sombrero y “dando vivas y mueras”.[27] Fue detenido por el comisario, que al rato tuvo que meter preso también a don Ángel R. Millán, porque se presentó también borracho a pedir cuentas al comisario por la detención de Cabello. Es probable que estuvieran bebiendo juntos cuando arrestaron a Cabello y que ambos hayan estado dando “vivas” a Rosas. Sin embargo la justicia parece haber distinguido inicialmente al labrador del propietario de tierras, al que no detuvo hasta que se presentó ebrio a reclamar por su compañero de copas en los festejos del fin de año. Se levantó un sumario y el juez concluyó que correspondía liberarlos ya que habían actuado en estado de embriaguez y “muchos vecinos respetables de este pueblo” solicitaron que los dejen libres.[28]
Si, a diferencia del caso de Carmen de Patagones, el episodio no se transformó en un conflicto mayor es porque no había ningún motivo para que el juez se encarnizara con ninguno de los acusados. Mientras que en Patagones lo que sucedió en el baile habilitó al juez para acusar al comandante frente al Gobierno de Buenos Aires de haber autorizado el uso de la divisa prohibida y de ese modo dirimir el conflicto que mantenían desde tiempo antes. De modo similar actuó Quirno Costa, el juez de paz de Zárate, pero en un contexto diferente a los sucesos de 1856. Tres años después, había sido ascendido a prefecto cuando le informaron que cuatro individuos procedentes de Buenos Aires habían recorrido las calles del pueblo “cantando a gritos en honor del tirano Rosas”. El 29 de marzo de 1859 le escribió al ministro de gobierno, el coronel B. Mitre, denunciando al comisario y al juez de paz que nada habían hecho para reprimir “tan singular suceso”, levantar un sumario e informar al gobierno.[29] El juez era Natalio Matos,[30] que en la causa de 1856 había sido testigo de los “¡Vivas!” del ex sargento Sagasti, de modo que conocía aquel hecho y sus consecuencias, por lo que probablemente quiso evitar mayores complicaciones. Por su parte, con su reclamo, Quirno Costa no hacía más que mostrar su adhesión al gobierno de Buenos Aires en un momento en el que el enfrentamiento militar con el ejército de Urquiza parecía inevitable y, al mismo tiempo, exponer a las autoridades locales del Partido.
Cuando a los pocos meses el ejército de la Confederación Argentina ingresó a la provincia de Buenos Aires autorizó el uso del cintillo punzó con el objetivo de ganar apoyos en la campaña. Sin embargo, después de la victoria en cepeda el 23 de octubre y del Pacto de San José de Flores el 11 de noviembre, los jefes militares nacionales “habiendo cesado los motivos por los que se había autorizado el uso del cintillo punzó” se apresuraron a ordenar su abolición como un gesto de buena voluntad ante las autoridades porteñas que identificaban su uso no solo con el pasado sino con Justo José de Urquiza.[31]
De todos modos, pocos meses después esa orden era desobedecida por Evaristo Cortés que, el 12 de febrero de 1860, lucía orgulloso el cintillo en su sombrero. Había estado jugando a las bochas en el patio de una pulpería de Carmen de Patagones y a cada tiro decía “solo que Dios fuera un salvaje la erraré”. Al finalizar el juego ingresó a la pulpería de Elías Ocampos en la que se encontraban el sargento Wilches y Severo Cisnero. Éste último tenía experiencia respecto a las consecuencias que podía traer el uso de ese símbolo en público, pero nada parece haber dicho a Evaristo, ni tampoco es mencionado en el sumario como testigo. Como en 1855, Evaristo dijo que “se lo ponía porque somos libres”, haciendo más explícito el recurso a la libertad en contra de quienes decían haberla recuperado después de años de tiranía. Pero la diferencia es que Evaristo fue más allá con la provocación, llamaba “salvajes a todos los asuntos de que hablaba […] haciendo alarde del cintillo que llevaba”. Uno de los testigos, Alejo García, le pidió que se lo sacara “porque comprometía a todos”, a lo que Evaristo respondió “que no se lo sacaba, que si había algún salvaje que se lo viniera a sacar” y que “a él no le iba a hacer nada Llavallol [en referencia al gobernador de Buenos Aires] que ese color era hermoso y no como el otro”, probablemente aludiendo al celeste, color identificado con los unitarios. Finalmente avisaron al teniente alcalde Félix Rial que allí había un hombre con cintillo, “y habiendo venido éste, lo arrestó”.
El 13 de febrero de 1860 se presentó ante el juez de Paz Bernabé García. Evaristo Cortés decía ser de Buenos Aires, albañil y soltero. Como los acusados de 1855, también era analfabeto y como ellos se escudó en su estado de ebriedad, pero menos como excusa para pedir perdón, que como un modo de desconocer la acusación. Nada recordaba de lo que había hecho o dicho el día anterior. Por eso, cuando el juez le preguntó si sabía que había faltado a los decretos vigentes y “a la mente del gobierno actual”, respondió que sabía que había hecho mal pero que nada recordaba, que nadie lo había autorizado o inducido a ponerse el cintillo, “que solo había sido por el licor que tenía en la cabeza” y que como “era muy trabajador y que solo tomaba los días de fiesta”, esperaba alguna consideración.[32]
El último caso que vamos a analizar, sucede dos años después en Chivilcoy cuando se había consolidado la integración de Buenos Aires a la Confederación Argentina. Su particularidad es que, como en el caso de Carmen de Patagones de 1855, el episodio revela una trama local más compleja. El 6 de junio de 1862, el alcalde de Chivilcoy denunció ante el juez de paz Norberto Villegas, que en el pueblo se habían puesto en venta unas boas de lana coloradas “con el mashorquero lema ‘Mueran los salvajes unitarios’ y ‘Viva la Confederación’”. Habían sido halladas en manos de Pedro Duvio, dueño del café en el que también se encontraba “ostentando la boa colorada un mashorquero de apellido Luna”. Consultado por el alcalde acerca de cómo la había conseguido, Duvio respondió que se la había comprado al hijo de Augusto Krause. Éste, a su vez, reconoció que había traído de Buenos Aires alrededor de 22 boas coloradas que compró por diez pesos la docena a un tal Lozano en presencia de dos importantes propietarios y funcionarios locales, Manuel Villariño y José Inda. Tenía la intención de quitarle los lemas “mashorqueros” antes de venderlas y le dio ese trabajo a su hijo Otto, el futuro fundador de la Escuela Industrial. Pero el niño de apenas seis años las había llevado al Café de Duvio y la había vendido a un peso sin antes quitarles las leyendas rosistas. De todos modos, agregaba Krause en su declaración ante el juez, “solamente por seducción del dueño de casa, Sr. Duvio, pudo haber pasado la boa a su poder sin haberle dado cuenta”.
¿Quién era el responsable de la circulación de símbolos prohibidos?, ¿el dueño del café, el niño, su padre? Por otra parte, sabemos por los testigos que los presentes, entre ellos el sargento mayor Luís Espinosa, encargado de la comandancia militar, habían gritado “mueran los salvajes unitarios”. Pero se aceptó la declaración del dueño del café de que se trataba de una farsa de “algunas personas decentes y amigos todos del gobierno”, entre los que se encontraba el comandante, que miraba “con desprecio los letreros”.[33]
El juez de paz, en el informe al ministro de gobierno al que adjuntaba las declaraciones y una de las boas coloradas, coincidía con el criterio del alcalde de que se trataba de un asunto “que a juicio del que firma puede ser de consecuencias, ya que el trapo colorado ha sido siempre motivo de división de las masas de la campaña y por lo menos es imprudente introducir trapos con lemas federales en estas circunstancias, y en pueblos en los que no es la mayoría la gente de principios…”. El episodio, que parecía ser nada más que un malentendido, había llegado demasiado lejos.
Augusto Krause había nacido en Sajonia el 30 de agosto de 1811. Allí se graduó de pastor evangélico y adquirió una sólida formación intelectual, fundó un instituto de educación para ciegos y dirigió durante 14 años el Instituto Psiquiátrico de Merceburgo. En 1851, poco antes de que Rosas abandone el Gobierno de la provincia de Buenos Aires, llegó al país y, al poco tiempo, entabló relación con Manuel Villariño, miembro de una de las poderosas familias de Chivilcoy, que le propuso trasladarse al recién fundado poblado con su familia. En pocos años adquirió prestigio como productor agrícola, industrial y colaborador en la redacción de la ley de tierras de 1857. Su principal impulsor, D. F. Sarmiento, ese mismo año dio un discurso en el que definió a Chivilcoy como un ejemplo de civilización y progreso, por sus avances en la producción agrícola. En él destacó a Krause como un ejemplo de sacrificio e innovación.
“…llegó no hace dos años á Chivilcoy acompañado de su esposa, el hermano de su esposa, una hermana más de ésta con su marido, y un niño. Así llegaba al desierto, nuestro Far West, la primera familia alemana, inocente de costumbres, escasa de recursos, pero rica de perseverancia, inteligencia y ánimo firme de establecerse en el país de su adopción”.[34]
A comienzos de la década de 1860, la imagen del farmer que había llegado al país para introducir la civilización en el Far West del desierto argentino comienza a desdibujarse en el contexto del episodio de las boas coloradas. En ese momento estaba a cargo de la mesa de tierras públicas de un partido de la frontera en expansión con gran cantidad de tierras disponibles y cuyo valor estaba en aumento (Barcos, 2018). No era la primera vez que cuestiones relativas a la repartición de solares y chacras, la mesura de los terrenos, tasación y venta provocaron conflictos que involucraron a funcionarios de tierras, jueces de paz, autoridades municipales y provinciales. (Andreucci, 2009: 95-116). A poco de asumir en 1862, Norberto Villegas, juez y presidente de la Municipalidad de Chivilcoy, lo acusó por el desorden que había en encontrado en la Casa de Tierras y las infracciones a la ley de tierras de 1857. Lo acusaba del mal y la mala fe con que procedía tanto en el desempeño de sus deberes como recaudador de rentas municipales y como encargado de llevar los registros de tierras públicas, empleos por los que cobraba $1200 de sueldo municipal, 4% de lo recaudado por ventas, $400 del gobierno provincial por llevar el registro de tierras y un 4% de las rentas del estado.[35] Según informaba el juez al ministro, era necesario evitar inmediatamente que “continuara estafando a los vecinos y desprestigiando las leyes”.[36]
Como en 1856, cuando en Zarate nadie se preocupó por los acompañantes de Sagasti y toda la atención se había concentrado en el ex sargento de Rosas; o en Carmen de Patagones, cuando el juez pretendió acusar al comandante mientras liberaba a los jóvenes del cintillo en el sombrero, alegando que se trataba de muchachos honrados, trabajadores e ignorantes; en Chivilcoy tampoco nadie pareció preocuparse por el “reconocido mashorquero Luna”, ni indagar más sobre los gritos rosistas que se escucharon por parte de los vecinos que se encontraban en el café, entre ellos el responsable de la comandancia. El alcalde solo reclamaba la citación de Krause a quien acusaba de sembrar “una mala semilla en este partido de la campaña” en “despecho de nuestros enemigos y del gobierno de las instituciones”; y el juez sostenía la denuncia por la irresponsabilidad de introducir un símbolo que siempre fue de división en las masas. En su defensa Krause acusaba al juez y presidente municipal por haberlo destituido con malicia, utilizando artificios y promoviendo calumnias, algo similar a la protesta de Julián Murga en Carmen de Patagones. Como éste, su ostracismo fue breve, ambos recuperaron sus respectivas posiciones pocos años después. La razón es que a diferencia del resto de los vindicadores de Rosas, Murga y Krause habían construido fuerte vínculos entre las familias locales y las autoridades del estado provincial y nacional.
Objetos con imágenes y leyendas rosistas, con el tiempo, circularon como objetos dignos de colección. Muchos objetos con imágenes y leyendas rosistas permanecieron en manos de las familias, guardados, e incluso ocultos por temor, desinterés o con fines secretamente vindicatorios. Con el tiempo formaron colecciones y, en el último cuarto del siglo XIX, poblaron algunas de las salas más visitadas de los museos históricos como testimonios de una tiranía que, tal vez paradójicamente, ingresaba por esa vía al patrimonio nacional (Carman, 2013; Blasco, 2012). Mientras que en 1862 su exhibición podía expresar la adhesión a una causa o nostalgia por el líder caído, cuyo juicio y condena había concluido recientemente (Eujanian, 2015: 111-217). Pero lo más interesante del sumario es que muestra el exacto momento en el que el símbolo sobre el que pesaba una prohibición moral y política es censurado cuando intentaba ser resignificado como bien de consumo. Es así que cuando el mercado estaba a punto de arrojar al pasado un símbolo del rosismo, la autoridad política y la justicia lo retienen en el presente no solo porque continuaba siendo un asunto sensible en la campaña, como dicen los informes y notas intercambiadas entre las autoridades locales y provinciales, sino porque podía ser utilizado para afectar la reputación de algún vecino y dirimir a través de él alguna disputa.
Reflexiones finales: prohibición, transgresión, castigo, perdón
Hacia 1870, Rosas todavía parecía ser un “dios tutelar” y su espíritu díscolo aún sobrevivía entre los gauchos de la campaña a los que Cunningham Graham más de una vez dice haberles oído en la frontera sur “después de clavar su facón en el mostrador de la pulpería, y de despachar de un trago un vaso de caña, gritar Viva Rosas” (Graham, 1914: 5). Recuerda especialmente al gaucho viejo de larga cabellera gris que en la pulpería del Yi, cerca de Bahía Blanca, sacó de repente su cuchillo y “empezó a golpear en el mostrador y en los muros gritando: “Viva Rosas; mueran los unitarios salvajes’, y echando espumarajos por la boca…” (Graham, 1914: 47 y ss).
Todos los clientes del local se alarmaron. Algunos sacaron también sus cuchillos para defenderse, otros desamarraron sus caballos por si era necesario salir al galope. El pulpero cerró las ventanas y apiló botellas vacías en el mostrador para lanzarlas en caso de alboroto, cuando de repente el viejo que había amenazado de muerte si no gritaban “¡Viva Rosas!”, se sentó rendido por un profundo abatimiento: “…el cuchillo se le cayó de las manos al anciano, y él mismo, tambaleando hacia un asiento, se desplomó en él silenciosamente, meciéndose de adelante para atrás y murmurando algo incoherente entre la barba. Los gauchos envainaron sus cuchillos, y uno de ellos dijo: Es ño Carancho; cuando está en pedo se acuerda siempre del difunto; déjale en paz” (Graham, 1914: 52-53).
Escenas similares se repiten según el testimonio de viajeros en diversos lugares de la campaña como un eco insondable que irrumpía en la memoria de los negros que aún cargaban con el estigma de haberlo apoyado, entre los indios de la frontera y los gauchos que añoraban cierta sensación de justicia (Di Meglio, 2013: 286); y también entre mujeres y hombres de las elites que recordaban con pesar un pasado en el que se había subvertido el orden social (Fradkin y Gelman, 2015; Di Meglio, 2010). Para Eduardo Gutiérrez, era consecuencia de que Rosas “había sobrepuesto a sus paisanos sobre los hombres decentes a quienes trataba con las frases más despreciativas y humillantes”.[37] Sin embargo, para ellos el grito de ño carancho no representaba ya una amenaza a su posición social y a la propiedad, el viejo al final se dejaba caer abatido e impotente en una silla desvencijada de una pulpería del sur, pero sí los obligaba a recordar los peligros que representaba un gobierno que pusiera en entredicho el orden social, las jerarquías y privilegios. Pero qué significaba para él, hasta qué punto no eran esas voces apagadas, efímeras y dispersas la confirmación de la permanencia en la cultura popular de un pasado del que conservaban recuerdos de remotas apariencias de igualdad y protección ante los abusos de comerciantes y estancieros. En qué medida no son resonancias de la política semiótica del Estado rosista (Salvatore, 1996), o indicios de la permanencia de una identidad política proscripta.
De un día para el otro, las creencias sociales, los símbolos en torno a los cuáles habían organizado la vida social, su idea de orden y autoridad, de lo verdadero y lo falso, de amigo y enemigo habían desaparecido y fueron arrojadas a un pasado condenado sin matices. Es ese pasaje el que Adolfo Prieto identifica como el trauma del que surge la sociedad posrosista. Pero no sólo porque emerge de un deber de olvidar ese pasado o recordarlo por la condena sin matices, sino también porque habilita su reingreso como aquello que estaba censurado, que no se puede decir ni representar, de allí su carácter estructurante de la vida social. Es la prohibición la que condiciona el pasaje del viejo al nuevo orden social que se simboliza en el concepto de libertad, que los trasgresores utilizan en su favor para justificar que su acto no puede ser un delito porque en la época de la libertad no puede haber prohibición. Malentendido que debe ser corregido automáticamente por los representantes de la autoridad civil, administradores de la ley y preceptores de la moral y las conductas sociales. Podríamos decir, abusando del sentido que le dio Pierre Bourdieu, que la idea de la libertad restaurada viaja de la ciudad a la campaña, de la prensa ilustrada y la legislatura a los bailes rurales, los campos de bocha y las pulperías de la campaña, sin su contexto pero no sin su significado (Bourdieu, 2000: 160-170). Los paisanos lo utilizan no para defenderse de una acusación, ya que para ello afirman que estaban borrachos, sino para sostener el derecho a utilizar un símbolo prohibido. Eligen un vocablo, lo seleccionan de otros posibles, porque les permite invertir el sistema de valores de las autoridades locales y provinciales; a la vez que exponer su impostura, por proclamar una libertad de opinión que se asienta sobre la prohibición, la censura y la cancelación del pasado reciente.
En El pasado en el péndulo, estudié la legislatura como un espacio en el que el recuerdo y el olvido fueron el resultado de un complejo proceso de negociación y transacción política. Durante esa década, en el plano cultural, político y jurídico se elaboró un consenso respecto de ese pasado: no hay más responsables de los crímenes que se atribuyen a la tiranía rosista que el propio Rosas y los mazorqueros. Mientras que la sociedad porteña, incluido los funcionarios civiles y militares, no tuvo responsabilidad alguna. Todos, quienes permanecieron en Buenos Aires y quienes emigraron, fueron víctimas del terror. Me han preguntado en diversas ocasiones hasta qué punto el consenso trascendió a las elites sociales, políticas y culturales de Buenos Aires. No estoy seguro de poder responder a esa pregunta, pero sí creo que los eventos analizados nos ofrecen una muestra de sus posibilidades, límites y condiciones.
En los diversos casos analizados a partir de sumarios elaborados por jueces de paz de la campaña bonaerense, nos encontramos con la trasgresión a la prohibición de recordar por medio del uso de símbolos. A través de ellos podemos observar una especie de conexión en los discursos de acusados, testigos y jueces que los hacer repetir una y otra vez la misma escena y la misma trama circular: prohibición, transgresión, castigo, perdón. En este sentido, podemos ver que en un contexto represivo no se trata de prestar solo atención a lo que la prohibición censura, niega e invisibiliza sino a lo que la prohibición habilita para que emerja bajo la forma de una transgresión a la norma, instituida mediante una ley o decreto –como el que se prohíbe el uso del cintillo punzo– o incorporada a los usos y prácticas sociales. En este sentido, los actos analizados comportan una rebeldía respecto de esa norma, la transgresión de un límite por la emergencia del recuerdo de un pasado cuya potencia, en el sentido de posibilidad de hacer con o a través de él, es condicionada por los contextos políticos y socio económicos en los que se produce. De cualquier modo, esa emergencia no se reduce a aquello que evoca –un hombre, una idea o una época– sino al acto y el efecto de la misma transgresión, como resistencia a una prohibición y a aquellos que lo prohibieron.
A ella se opone tan solo una condena moral, una amonestación paternal y la actuación de una clemencia a favor de quienes cometieron el delito. Pero eso no significa que no sea percibido como una amenaza al orden social. El cintillo en el sombrero, los “¡Vivas!” y “¡Mueras!” proponen un retorno de lo excluido y censurado, amenazando de ese modo el imaginario orden social de la campaña y la red de vínculos y solidaridades sociales y afectivas sobre el que se asienta: “hasta ayer éramos amigos, pero ya no lo somos más”, le advierte el ex sargento mayor Sagasti al juez de paz. Por ello, al menos en el plano simbólico, deben ser inmediatamente reprimidos. Porque aun cuando sean el reflejo de una nostalgia por un tiempo irremediablemente ido, no dejan de tener un efecto perturbador en una dimensión emocional antes que penal, ya que interviene en una red de relaciones construidas en poblaciones de frontera que tienen una disposición defensiva frente a un afuera, en el que las invasiones de indios representan una amenaza a las vidas y las haciendas. En ese contexto, el evento del cintillo punzó crea una distorsión al interior de esa pequeña comunidad que amenaza con disolver en lo político pero también en lo afectivo los vínculos de los que depende su seguridad interior. Frente a ese riesgo, en un primer momento el castigo busca restablecer el orden, afirmar la norma y fijar nuevamente los límites que los separa de lo que ha sido excluido. Pero en un segundo momento, el castigo revierte en el perdón que se concede a vecinos honrados, que saben que han hecho mal. Pero ese perdón “paternal” contiene, en el orden simbólico, una pena y una amenaza en suspenso por la promesa de que no lo van a hacer más. De ese modo, se restablece la paz civil.
Mientras tanto, nada indica que quienes realizaron esos actos disruptivos de un orden moral en el que estaban penados no fueran conscientes de la transgresión a una norma legal y moral. Por el contrario, la provocación tiene las repercusiones esperadas, al mismo tiempo que parecen saber cómo mitigar sus efectos. La embriaguez, es decir la negación del acto, como justificación de los acusados es refrendada por los testigos y aceptada por los jueces de paz. Funciona como un “salvoconducto” para evadir la cárcel y la condena moral por realizar un acto que se supone condenado socialmente por el orden impuesto desde el 11 de septiembre de 1852. Pero, para que la clemencia los alcance, el crimen debe ser reconocido como individual y excepcional: no sabían que hicieron mal y no lo volverán a hacer porque carecen de motivación o intención, ya que no pertenecen a ningún partido.
No hay interés en indagar por qué lo hacen, qué piensan de Rosas o de su gobierno, qué funciones cumplieron o que servicios prestaron durante ese periodo, si lucharon a su favor o en su contra. Nada se indaga respecto a su pasado. Tampoco nadie se detiene a preguntar por el sentido de la prohibición ni a discutir la norma. Se juzga el acto, no la historia individual y colectiva que lo incorpore en una cadena de sentido que va del pasado al presente. A diferencia del juicio a Rosas y a los mazorqueros, así como también a las denuncias realizadas contra ex funcionarios o sospechosos de pertenecer a alguno de sus círculos, en los que el pasado entraba en revisión en la prensa o la legislatura, en los episodios sumariados de la campaña bonaerense el acto es puro presente, se aísla de su pasado y también de su futuro o de sus consecuencias, de las que carecen por ausencia de motivación o filiación partidaria. Es una memoria que irrumpe como un eco insondable, sin recuerdos y sin futuro.
Rosario, junio 2021
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Notas