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La república en el reflejo de la justicia real. Un enviado de México en Madrid, 1624-1626

The Republic in the Reflection of Royal Justice. A Mexican Envoy in Madrid, 1624-1626

Gibran Bautista y Lugo
Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, México

La república en el reflejo de la justicia real. Un enviado de México en Madrid, 1624-1626

Prohistoria, núm. 35, pp. 281-302, 2021

Prohistoria Ediciones

Recepción: 15 Febrero 2021

Aprobación: 20 Abril 2021

Publicación: 15 Mayo 2021

Resumen: La extraordinaria actividad de un comisionado de la Audiencia Real de México enviado a la corte de Madrid revela los matices y complejidades del gobierno de la justicia en las Indias Occidentales durante el siglo XVII. Las condiciones del nombramiento, las tareas en Castilla y los bienes y actividades económicas del comisionado, permiten comprender que, al representar a los magistrados reales, el doctor Hernán Carrillo Altamirano representaba los intereses del reino al que pertenecía y en los que se fincaba la autoridad de los oidores. Finalmente, el caso aporta elementos sobre la diversidad de agentes concurrían en las cortes reales.

Palabras clave: Proximidad y Distancia Judicial, Comisionado Indiano, Audiencia Real de México, Reino de México, Inventarios de Bienes.

Abstract: The unusual activity of Mexico’s Royal Court commissioner sent to the court of Madrid, reveals the nuances and complexities of the justice’s government in Spanish America during the XVII century. Furthermore, the conditions of the appointment, the tasks in Castile and the Commissioner’s wealth and economic activity allow us to understand that, by representing the royal magistrates, Dr Hernán Carrillo Altamirano represented the interests of his realm and in which the judge’s authority rested. Finally, the case provides elements on the diversity of agents concurred in the royal courts.

Keywords: Judicial Proximity and Distance, Hispanic American Commissioner, Mexico’s Royal Court, Kingdom of Mexico, Inventories of Goods.

Febrero de 1624. En la sala del Acuerdo de las Casas reales de México, los principales miembros de la Audiencia real dieron licencia a Hernán Carrillo Altamirano para ir a los reinos de Castilla y acudir al rey y al Consejo de Indias en su nombre.[1] Con este acto, quienes representaban la justicia real en la capital de Nueva España nombraban quién los representara ante la fuente de la justicia real en Castilla. El caso expresa una interesante iteración especular de la jurisdicción real que merece alguna explicación. El contexto de aquel nombramiento podría parecer suficiente para justificarlo, pero no basta para comprender sus implicaciones jurídicas y sociales.

En efecto, un mes antes, los oidores se habían hecho con el gobierno del reino al calor de un alzamiento general en la ciudad de México que provocó la caída del virrey Diego Pimentel, marqués de Gelves.[2] Durante los días sucesivos, la Audiencia se dio a la tarea de legitimar su autoproclamación como gobernadora provisional hasta que el rey nombrara nuevo representante. Una serie de consultas a las principales corporaciones del reino y a los vecinos más conspicuos de la ciudad afianzó a los oidores en su posición. La vuelta al orden, según la gran mayoría de los consultados, dependía de su continuidad como cabeza del gobierno, dado que la animadversión hacia el virrey era tan grande que su regreso pondría en peligro la precaria paz.[3] Para el marqués de Gelves, los oidores eran rebeldes, instigadores del alzamiento en su contra que tenían el propósito de despojarle del gobierno.[4] La Audiencia real, que había tomado el gobierno de facto mediante aclamación popular en el marco del alzamiento, se proponía, ahora, desconocer de iure al nombrado por el rey para representar su majestad en Nueva España, con base en un acuerdo general de las corporaciones del reino. Así pues, resultaba urgente y necesario comunicar esa realidad política local a quienes tomaban decisiones en el seno del Consejo de Indias y, en última instancia, en la Cámara real.

Como se puede apreciar, las consultas jugaron un papel central en la neutralidad que los miembros de la Audiencia intentaban afirmar; las opiniones a favor de su continuidad en el gobierno instrumentaban la distancia y desarraigo de los jueces que aseguraba la conservación de la justicia, en el sentido multidimensional que Darío Barriera ha explorado para su función entre jueces y solicitantes (Barriera, 2019: 602-607).[5] Para mayor contundencia, entre los consultados hubo quienes, con vehemencia teatral y judicial, en nombre del rey como su señor natural, exigían a los oidores no desamparar al reino.[6]

El propósito de esta contribución es demostrar que, en la función de representar a los representantes de la justicia real, el enviado de los altos jueces viajó a la corte de Madrid para abogar, en realidad, por los derechos y privilegios de la ciudad de México y su reino. Para apuntalar el argumento, en primer lugar expongo las extraordinarias condiciones en que ocurrió el nombramiento de Carrillo Altamirano. En segundo lugar, abordo las principales actividades de su delegación en la corte de Madrid y sus conexiones con otros agentes y procuradores. En tercer lugar, con base en su extenso inventario de bienes, explico los intereses que movían al extraordinario representante de los oidores, que traslucen tanto el papel del delegado en la capitalidad de México y los diversos ámbitos sociales y materiales que encabezaba, como la proximidad de sus representados, los jueces, con la comunidad de lazos e intereses que encarnaban al reino.[7] Los vínculos que tramaban la vida y cuitas de Carrillo Altamirano eran, junto a muchos otros, la base de poder que permitió a los oidores afirmar su autoridad en el marco de la rebelión contra el virrey de Nueva España.

Si el caso presente es extraordinario por la iteración de su representación jurisdiccional, también parece constituir una anomalía para la historiografía sobre enviados a las cortes de las monarquías ibéricas en la época moderna. En pleno auge, los estudios sobre embajadores, procuradores y agentes han profundizado en el papel de los representantes de corporaciones, especialmente las urbanas, en las que las ciudades, es decir, los ayuntamientos han tenido atención estelar (Bravo Lozano, 2002; Cardim, 2012: 43-53; Cardim y Krauze, 2016: 47-97; Herrero Sánchez, 2019: 319-332). Se ha transitado de los estudios tradicionales de los procuradores a las cortes castallenas, hacia aquellos que ponen atención en los enviados a la corte del rey, especialmente Madrid, con propósitos específicos o en momentos de conflicto (Thompson, 1989: 191-248; Fortea, 2008). De la mano de los estudios sobre la naturaleza de la integración territorial de las monarquías, se ha puesto atención en los embajadores de capitales de los reinos, especialmente los italianos (Álvarez-Ossorio, 1998, 221-250; Mauro, 2014: 25-50). Los procuradores de las Indias Occidentales constituyen ya todo un conjunto de gran interés, en el que son referenciales los estudios sobre los procuradores de los cabildos catedrales, las ciudades españolas, así como de las repúblicas de indios (Mazín: 2007, 2017; Díaz Serrano, 2012: 1049-1107; Bahena, 2020; Cunill y Quijano, 2020). Se han señalado las diferencias entre embajadores, procuradores, agentes de negocios y agentes en corte, aspecto indispensable que es necesario profundizar (Gaudin, 2017). Inclusive se ha puesto atención, en alguna medida, a las representaciones formales e informales ante consejos y en el laberinto de la corte en que se perdían los ríos de solicitantes.

Pero en el extenso catálogo historiográfico no figuran, al menos no explícitamente todavía, los enviados de Audiencias reales. Ello confirma su carácter extraordinario, inusual, anómalo. Resulta pertinente, entonces, indagar las claves ordinarias que expliquen la actividad de Hernán Carrillo Altamirano como representante de la Audiencia real de México, en las muy extraordinarias condiciones en que tuvo lugar. El estudio de este caso pretende abonar en la compresión sobre el carácter permanentemente provisional y configuracional de la autoridad real sobre los territorios de la monarquía, así como en los grados de autoorganización relacional que establecía las condiciones de posibilidad local y regional del gobierno y la justicia.

La necesaria ocurrencia de enviar un representante que explicara las decisiones de los oidores de México, revelaba los alcances de su proximidad práctica con los intereses de quienes daban forma al reino, fundamento efectivo y condición de posibilidad de cualquier ejercicio de gobierno y justicia, como lo había hecho evidente la rebelión. El enviado de la real Audiencia era la cifra de toda distancia y de toda proximidad.

Condiciones de un inusual nombramiento

Un mes después del levantamiento general de la ciudad de México que derrocó al virrey marqués de Gelves, la Audiencia real gobernaba en su lugar (Bautista y Lugo, 2020: 143-183). Los oidores llevaban a cabo una campaña de recolección de testimonios a favor de su permanencia en el gobierno y en detrimento del virrey. Recluido en el convento grande de San Francisco por temor a la furia de los vecinos y con guardias armados que vigilaban su celda, su integridad y, al mismo tiempo, daban cuenta a los oidores de sus visitantes, el marqués de Gelves deplegaba una febril actividad epistolar dirigida al rey y a sus Consejos de Estado e Indias.

En el álgido conflicto entre las competencias jurisdiccionales de los representantes de la justicia real y el representante de la persona real, los miembros de las principales corporaciones de México, así como los nobles, patricios y otros vecinos prominentes de aquella capital indiana se decantaron por la continuidad de sus negocios y privilegios, que los oidores aseguraban en el gobierno del reino tras la crisis abierta por la rebelión. Así, una vez obtenido aquel respaldo bajo la forma de testimonios judiciales ante escribano recabados en sucesivas tandas de declarantes, los oidores decidieron hacer llegar la ingente documentación al Consejo de Indias y a su consulta ante el rey en persona. Tras la lucha por la conservación de la autoridad en Nueva España, jueces gobernadores y virrey derrocado competían por dominar la comunicación con la corte de Madrid. Sobre el terreno del papel y de las rutas, sus esfuerzos se traducían en la rapidez con que movieran la pluma y en el trote arriero de las carretas portadoras de sus letras, cosas y agentes para alcanzar los navíos de registro que arribaban a Veracruz en primavera. Pero, en aquella vorágine, elegir el medio mejor de presentar la información y asegurar su entrega al ministro adecuado era un asunto que merecía el mayor cuidado; pues si la distancia geográfica imponía todo tipo de rigores, la que imponía el conflicto de jurisdicciones y el juego de la corte era aún más determinante.

Así, para lograr su objetivo, los jueces gobernadores tomaron la poco acostumbrada decisión de enviar ante el rey, en su nombre, a uno de sus principales oficiales reales, natural y vecino de la ciudad de México, quien destacaba por su probada lealtad y los años de servicio a la Audiencia real. Desde 1598, poco después de obtener su primer grado en la Real Universidad de México como bachiller en Cánones, Hernán Carrillo Altamirano había entrado al servicio de la justicia real en el alto tribunal, prestando sus conocimientos en leyes y cánones como abogado de pobres.[8] A partir de su ingreso prosiguió una constante carrera dentro de la Audiencia real en la que acumulaba oficios y confianza; después de ejercer como abogado se le admitió relator, a la par que se graduaba de bachiller en Leyes. Una vez que obtuvo los grados de licenciado y doctor en Cánones, en 1608, fue nombrado protector general de indios.[9] Durante los años siguientes actuó como veedor en pleitos por tierras, solicitudes de mercedes de caballerías de tierra y estancias de ganado tanto de individuos, indios o españoles, como de corporaciones, sobre todo de cabildos indios; así como juez pesquisidor en las minas de Pachuca.[10] En 1615 fue nombrado abogado en el Juzgado de bienes de difuntos; tres años después representó al estado del Marqués del Valle en unos pleitos relativos al Hospital de la Concepción y, en 1620, fue nombrado procurador de la Audiencia eclesiástica encabezada por el arzobispo Juan Pérez de la Serna ante la Real Audiencia.[11]

Al calor de las movilizaciones contra el virrey de Nueva España, el 15 de enero de 1624, Carrillo Altamirano había acudido al llamado de los oidores y se había puesto al frente de una de las tres compañías organizadas para ocupar el palacio real. Con su capitán por delante, aquellas milicias ciudadanas consumaron el asalto final contra el gobierno de Gelves en nombre de Felipe IV y la fe de Cristo (Bautista y Lugo, 2020: 127-128). Esas acciones fueron el corolario de un largo y estrecho vínculo con los integrantes de la Audiencia real. Un acto de lealtad a los oidores que venía alimentado por la inquina del experimentado canonista mexicano contra el virrey, quien un par de años antes lo había despojado de sus oficios en el alto tribunal, para dárselos a otro. Era natural, pues, que los oidores de aquella hora encontraran en el canonista mexicano el procurador idóneo para presentar su versión de los hechos ante el Consejo de Indias y, con alguna suerte, ante alguno de los ministros más cercanos al rey. El 13 de febrero de 1624 el tribunal real nombró a su enviado y le otorgó licencia para embarcarse a los reinos de Castilla en el primer navío de aviso que zarpara de San Juan de Ulúa.[12] Al registro de aquella disposición se sucedieron las precauciones legales que tomaba el representante de los oidores, con el fin de asegurar su regreso y protegerse en Castilla de los efectos que pudiera acarrearle aquel complicado encargo.

Pero la idoneidad de Carrillo Altamirano para representar a los jueces de México en la corte de Madrid no se debía sólo a su lealtad y preparación, sino a su condición de indiano. En las inestables circunstancias posteriores a la caída del virrey, cualquiera de los magistrados (oidores, alcaldes del crimen o el propio fiscal real) que pusiera pie fuera de Nueva España sería retenido, muy posiblemente castigado y, con toda probabilidad, recolocado en otra Audiencia. De hecho y en contraste con las precauciones de los oidores, en otra inusual y simultánea iniciativa, el arzobispo Juan Pérez de la Serna, cabeza de la iglesia mexicana y de su Audiencia eclesiástica, zarpó a Castilla en el mismo navío de registro con objetivos muy similares a los del enviado de los oidores pero, a diferencia de este último, el prelado no volvió a ver a su grey indiana, desautorizado para salir de Castilla, fue nombrado obispo de Zamora, donde murió en 1631.[13]

Aun cuando Carrillo Altamirano era un oficial real de medio rango, no podía ser retenido en la corte de Madrid ni reubicado porque era un hombre casado y, por tanto, arraigado legal y materialmente a México. Para cruzar el océano contaba con la licencia de su esposa, doña María Treviño Poblete, de quien había recibido en dote la muy considerable cantidad de 6 mil pesos.[14] Doña María era hija de Leonor Dueñas y el acaudalado Jerónimo Treviño y Poblete, natural de Ciudad Real, quien llegó a Nueva España con recomendación regia en tiempos del virrey marqués de Villamanrique.[15] Pronto, el nuevo poblador se desempeñó en oficios reales que le reportaron importantes vínculos: tesorero de la real caja de Veracruz, juez repartidor de Indios en aquella provincia y visitador de congregaciones de indios en Pánuco; alcalde mayor de Tulancingo, donde recogió un empréstito al rey para colaborar con los gastos de la Armada Invencible, en fin, corregidor de Oaxtepec, sede de uno de los primeros conventos dominicos de América y del Hospital de la Santa Cruz.[16] El lugar era uno de los más prósperos distritos agrícolas, que conectaban el Valle de Amilpas con el Valle de México por su parte sur oriental, con el camino real a Acapulco.

Aquella meteórica carrera de oficios medios en Nueva España permitió a Treviño casar a su hija con un letrado y descendiente de conquistadores y primeros pobladores como era Carrillo Altamirano, y heredar a doña María casas y solares en la ciudad de México que arrendaba a ministros y canónigos de la catedral metropolitana.[17] Entre sus rentas también se incluían las generadas por las encomiendas de Temoac, Tlacotepec y sus sujetos de Zacualpan y Huazulco, en Tlanalhuac, dentro de la jurisdicción del corregimiento donde su padre había representado la justicia real.[18]

Los intereses y compromisos cifrados en la licencia que doña Ana emitía para permitir a su consorte viajar a Castilla por tiempo de un año y medio contado a partir de su salida de San Juan de Ulúa, aseguraban el regreso del emisario de la justicia real mexicana. Así, los jueces gobernadores se tomaron la libertad de emitir una real provisión por la que nombraban al doctor Hernán Carrillo Altamirano comisionado para ir a la corte de Madrid “a dar quenta a su Magestad y su Real Consejo de Indias, de lo sucedido con el dicho marqués [de Gelves]”, es decir, acercar a los reales oídos y, más importante aún, los de los consejeros y el propio Olivares, su versión de lo ocurrido en la rebelión de enero.[19]

La aceptación de la comisión comportó para Carrillo Altamirano su restitución como abogado protector general de indios y fiscal de diligencias de tierras y estancias. Oficios que desempeñaba en el seno del tribunal y que tantas clientelas le habían procurado, hasta que el marqués de Gelves lo cesó.[20]

El viaje de un enviado desde la corte de México a la corte de Madrid, como el de cualquier procurador, embajador o agente era, en realidad, el traslado y movilización de su microcosmos de vínculos inmediatos. En el caso del comisionado mexicano se trataba de una pequeña cohorte, cuyos integrantes revelan aspectos del carácter abierto y cosmopolita de la capital de Nueva España. Al día siguiente de su nombramiento, Carrillo Altamirano solicitó licencia para que lo acompañasen tres sirvientes y dos esclavos negros.[21]

No se trataba de una gran comitiva. Los cinco hombres que conformaban aquel compacto equipo de servicio eran solteros. No tenían asuntos ni deudas pendientes ante el tribunal de cuentas de la real Hacienda, tampoco ante los contadores de azogues, tributos y alcabalas ni con los contadores de penas de Cámara; certificaban también que no tenían causa ni pleito abierto ante el juzgado de bienes de difuntos ni ante juez ni foro de justicia local, civil, criminal o inquisitorial. Podían viajar, siempre que lo hicieran en el servicio que declaraban y bajo la responsabilidad de su señor.

De los tres criados descritos en la licencia como españoles, al menos uno era de origen portugués, Cristóbal Coello da Costa. Junto a Florián Ladrón y Juan Vélez de Ibarra, de quienes no se sabe más, se hacían cargo del servicio personal del canonista. A la diversidad de los criados, se sumaba la de los esclavos. De los doce que Carrillo Altamirano poseía para el servicio de sus casas principales, seis eran bozales que provenían de África, muy probablemente de los recién llegados de la región bantú en los reinos de Congo y Ndongo (Angola); mientras que los otros seis habían nacido en México, en el seno de la familia extendida del amo.[22] Los dos seleccionados para viajar junto a él debieron tener cualidades y cercanía excepcionales. Probablemente se contaban entre quienes, un mes antes, armados con venablos en plena rebelión, acompañaban a su amo enfundado en cota de malla y morrión, dispuestos para la lucha contra la guardia del virrey.[23] Se conoce el nombre de uno de ellos, Francisco Sosa mulato quien, como otros cinco, habría nacido en casa de Carrillo Altamirano y se había convertido en parte de su guardia personal, con licencia para portar daga y espada.[24]

Así, en el dispositivo de servicio y seguridad que componía el pequeño universo móvil del enviado mexicano, concurrían trayectorias alentadas por la expectativa de la plata americana, derroteros ibéricos de empobrecidos en busca de un nuevo mundo y mejor fortuna, y migraciones forzadas que, como las de muchos otros esclavizados, conectaban mundos distantes, arraigados en el corazón de la ciudad de México. Las urgencias de la feroz lucha por el gobierno real hicieron de este heterogéneo y compacto núcleo encabezado por el canonista mexicano, repositorio transatlántico de las angustiosas esperanzas de los oidores. A las condiciones legales del viaje, se sumaron las materiales, en las que coincidió Carrillo Altamirano con otros agentes y procuradores quienes, como él, buscaban acercar al rey y su Consejo de Indias las versiones que sus corporaciones formulaban sobre lo acontecido en México.

Una delegación de la justicia real mexicana en la corte de Madrid

Carrillo Altamirano zarpó con rumbo a los reinos de Castilla en el navío de aviso capitaneado por Francisco Cortés, quien sujetó su persona y tripulación a la autoridad del comisionado. Así lo exigía un mandamiento de la Real Audiencia entregado en mano al navegante no bien había fondeado sus barcos en San Juan de Ulúa.[25] Aquella condición que los oidores extendían “a toda la gente del navío”, documenta los esfuerzos de disimulación que los jueces pretendían sobre aquel viaje, a todas luces desacatado; pues en las mismas naves viajaban el arzobispo Juan Pérez de la Serna, formalmente enviado por el cabildo de su iglesia catedral pero sin llamamiento real, y el licenciado Cristóbal de Molina, procurador general nombrado por el cabildo de la ciudad de México (Bautista y Lugo, 2017: 57-80).

Durante las ondulantes jornadas atlánticas, bajo la autoridad moral y espiritual del arzobispo, y la formal y real que revestía al comisionado de los jueces reales, aquellos indianos por naturaleza o adscripción planeaban estrategias para alcanzar los reales oídos, si las impredecibles incidencias de la Mar Océano les permitían desembarcar con vida.[26] Alcanzaron el puerto de Sanlúcar de Barrameda a finales de mayo. Una vez en la corte de Madrid, que alcanzaron a mediados de junio, les esperaban el doctor Baltasar Muñoz de Chávez, procurador general de la Real Universidad de México, antiguo compañero de aulas de Carrillo Altamirano, y Diego Guerra, procurador del cabildo catedral mexicano, ambos estantes en la villa del Manzanares.[27] A los contactos de importancia en los sínodos y entre la nobleza cortesana, se sumaba el carácter de comisión que cada agente comportaba. La autoridad de Carrillo Altamirano era patente, como se trasluce en las cartas del arzobispo a los oidores, en que el prelado daba cuenta del lugar que el comisionado de la justicia mexicana le concedía en la toma de decisiones del grupo.[28]

A pesar de la prisa que los enviados se dieron para difundir sus versiones de lo ocurrido en México como antídoto a las enviadas por el marqués de Gelves, no pudieron evitar el nombramiento y envío de un visitador general, el inquisidor de Logroño, Martín Carrillo y Alderete, quien encarnó la decisión real de perseguir y castigar la rebelión. En este punto y con el tiempo en contra, la paciencia que imponían las comunicaciones conminaba a Altamirano a permanecer en la villa de Madrid a la espera de nuevas instrucciones. El intento de volver “como vino” en mayo de 1625, ilustra hasta qué punto las acciones de la legación mexicana hacían aguas ante la decisión real de enviar un visitador general para averiguar las causas de la rebelión y castigar a los culpables.[29] Pero el oportuno aviso del comisionado, así como las cartas del arzobispo sobre el inminente envío de un nuevo virrey, habría determinado nuevas prevenciones de los oidores en la capital de Nueva España.

Los expedientes de una nueva investigación sobre los sucesos de la rebelión, instruidos por el oidor Alonso Vázquez de Cisneros el 19 de octubre de aquel año de marras, no llegarían a manos del comisionado de la justicia mexicana sino nueve meses después, en julio de 1625, con lo que la estancia madrileña se prolongaba.[30] Mientras en México se desataba la represión contra los acusados de rebeldía, la nueva información recibida de Carrillo Altamirano en el Consejo de Indias el 14 de julio, se sumaba a los esfuerzos de Pérez de la Serna y algunos otros, entre ellos el consejero Francisco Manso y Zúñiga, para imponer una solución a la crisis mexicana por la vía de la negociación, que recalaba en la benignidad real.

Aquel expediente contenía contundentes testimonios de prominentes vecinos de la ciudad, como don Agustín de Valdés y Portugal, así como de miembros de la Compañía de Jesús en México, como el padre Jerónimo Díaz, prepósito de la Casa Profesa, y los padres predicadores Diego Díaz de Pangua y Juan Pérez. Todos convergían en demostrar la culpabilidad del virrey en los hechos que desencadenaron la violencia. Acompañados de cartas particulares como las del jesuita Guillermo de los Ríos, director del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo de México, estos testimonios daban cuenta pormenorizada de los diversos yerros del marqués de Gelves que produjeron el desasosiego; también ofrecían imágenes del grado de descontrol y exacerbación de la violencia el día del levantamiento. El oidor Vázquez de Cisneros recabó las deposiciones con la ayuda clave de los escribanos Diego de Rivera y Andrés Moreno, quienes ejercían usualmente su oficio en el juzgado de provincia de aquella Audiencia.

Conviene detenerse en el carácter de este foro, vehículo por el que se recibió el segundo paquete de testimonios enviados a Madrid. Se trataba de un tribunal de primera instancia encabezado, generalmente, por el alcalde del crimen de nombramiento más reciente. Fundaba su ejercicio en una atribución otorgada por cédula real al tribunal mexicano tanto como al limeño en 1563, a imagen de la que tenían las Audiencias de Valladolid y Granada (Arenal Fenochio, 1995: 39-64).[31] La cotidiana recepción de demandantes en esta instancia, que se abría martes, jueves y sábados en una esquina de las casas reales, entraba en competencia con los alcaldes ordinarios del cabildo secular y los corregidores, así como frente al provisor de la Audiencia episcopal. En la práctica, escribanos, receptores y jueces de provincia expandían cotidianamente su influencia y la jurisdicción de estos últimos al ofrecer, por una parte, soluciones a los vecinos de México sobre casos que ocurrían fuera de la ciudad, en sus posesiones comarcales y por otra, paso privilegiado a la segunda instancia en las salas de la Audiencia real. Era el juzgado de provincia foro a ras de tierra, en que la distancia de los jueces se difractaba en diversas condiciones de proximidad individual, más allá y más acá de las corporaciones, tanto con los poderosos, como con los menesterosos de la ciudad (Barriera, 2013: 133-154).[32]

Las informaciones de los jesuitas y otros, recogidas por los escribanos de provincia, esgrimían un argumento central: el gobierno de los jueces de México fue el único remedio para conjurar la violencia de la llamada plebe, provocada por Gelves; lejos de ponderarse como desacato, su acción oportuna se presentaba como servicio al rey, pues conservaba la autoridad real en medio de la crisis.[33] De ello se hacía eco Carrillo Altamirano ante el Consejo de Indias. Su comisión, en combinación con las diligencias de los otros representantes de la ciudad, la Universidad y la Iglesia de México sirvieron de base para el viraje de la política real sobre la rebelión mexicana (Bautista y Lugo, 2020: 170-176).

Mientras el tiempo corría inexorable, el comisionado de los jueces del alto tribunal mexicano se daba a la tarea de otros “negocios graves e de importancia”[34], entre los que figuraba su propia promoción. Así, en enero de 1625, los oidores que habían enviado a Carrillo Altamirano a la corte de Madrid, refrendaban su parecer a favor de su comisionado con base en una información de méritos y servicios presentada por el canonista en 1611, en la que pretendía una plaza de oidor, alcalde del crimen o fiscal real en México, o de oidor en las Audiencias de Guatemala o Guadalajara.[35] Al traslado de aquella vieja relación, Carrillo Altamirano sumó, ya estando en Castilla, los testimonios de nuevos servicios realizados durante los últimos 13 años, los de sus ascendientes, que se remontaban a la conquista de México, y los de su suegro, rico ciudadrealeño emigrado a Indias como nuevo poblador, con el fin de actualizar sus pretensiones ante los miembros de un Consejo de Indias que se inclinaba por la causa que lo había llevado a la corte del Manzanares.[36]

Al final del índice de aquella relación de documentos, el secretario de Consejo de Indias, presumiblemente Fernando Ruiz de Contreras, incluyó la mención a un decreto en que el rey mandaba a ese sínodo consultar la posibilidad de una plaza de oidor o de alcalde de corte para el pretendiente, anexo al memorial que presentaba.[37] Fórmula general de respuesta regia a las consultas cotidianas o rendija ilusoria en coyuntura tan extraordinaria como su comisión, la solicitud de Carrillo Altamirano, como todas las de su generación de nacidos en las Indias y de estirpes conquistadoras, se estrelló en aquel “laberinto de corte”, presa de la ausencia de respuesta y relegada al polvo del olvido. Harían falta algunas décadas más para que la llave del dinero abriera la puerta a esas aspiraciones, fundadas en un sentido de reino de pleno derecho que, desde finales del siglo XVI, sistematizaban los indianos en idearios escritos en ambos lados del Atlántico. Como el memorial que en 1599 escribió Gonzalo Gómez de Cervantes al doctor Eugenio Salazar, oidor del Consejo de Indias; o el famoso tratado de justicia distributiva publicado en 1609 en Valladolid, por el agustino Juan Zapata y Sandoval.[38]

El tamaño de las aspiraciones del canonista mexicano se correspondía con el lugar que ocupaba en los negocios de su tierra y la creciente importancia que ésta tenía para el conjunto general de la monarquía. Sus esperanzas y confianza en una respuesta positiva del monarca se justificaban, también, dadas las específicas circunstancias en que debió verse y distinguirse a sí mismo en aquella villa manida de pretendientes venidos de todas partes. Como comisionado de la Audiencia real, Carrillo Altamirano encabezaba una legación que tenía en Pérez de la Serna su dirigente moral. En la corte de Madrid, uno y otro representaban la confluencia de dos jurisdicciones, la de la arquidiócesis de México y la de la justicia real de provincia y de segunda instancia, que desbordaban la ciudad pero se inscribían dentro de lo que se entendía por Nueva España, en la que se contenían otras provincias episcopales y otras jurisdicciones. Su colaboración atisbaba un ámbito regional, en el pleno sentido de regnum, que bien podía dibujarse en los contornos del arzobispado o en los alcances de los jueces de la Audiencia. Esta imagen jurisdiccional se correspondía con la trama de intereses que enlazaban las localidades de esta región y que tenía su centro en la ciudad de México. En ella se encontraba inmersa la vida de Carrillo Altamirano; sus actividades productivas, bienes y valores constituyen una muestra peculiar del macizo tejido social que, en última instancia, sostenía a los oidores en el gobierno.

Intereses entreverados

El fundamental estudio de José Francisco de la Peña sobre la formación de la oligarquía de Nueva España hasta principios del siglo XVII, reveló para la investigación contemporánea los valiosos inventarios de bienes instruidos por diversos ministros y virreyes, especialmente en América, en el marco de la reforma de la moral impulsada por don Baltasar de Zúñiga y el conde de Olivares (de la Peña, 1983).

La sistematicidad de aquel estudio seminal sigue siendo referente para comprender las tendencias económicas en Nueva España, en el tránsito del siglo XVI al XVII. Con base en esos inventarios, de la Peña demostró hasta qué grado eran acertadas las ponderaciones de Gómez de Cervantes y legó para la historiografía económica muy interesantes análisis sectoriales. No obstante, hoy se puede advertir que la interpretación general que oponía la decadencia de los beneméritos hijos de encomenderos y refugiados en los cabildos, frente a la bonanza de los nuevos mercaderes ocupando los circuitos mineros, sesgó hasta cierto punto la matriz documental del estudio. Uno saldo de esa interpretación fue la exclusión del expediente de Hernán Carrillo Altamirano, cuya información descompone las clasificaciones de la oligarquía indiana ofrecidas por de la Peña.

Recogido en julio de 1622 por don Felipe de Sámano, alcalde ordinario del cabildo secular mexicano, el inventario de bienes del canonista refleja el grado de concentración de actividades productivas, propiedades y capital que podían generar los enlaces matrimoniales entre viejos y nuevos pobladores.[39]

Poco antes de su comisión para representar en Madrid a los representantes de la justicia real en México, las tareas en la esfera de la producción, en la de la circulación de bienes, así como las propiedades declaradas por Carrillo Altamirano, intersectaban en su persona al ganadero del bajío con el inversor mercantil, al productor agrícola de extensos monocultivos con el intermediario regatón que abastecía las ciudades del camino real de tierra adentro, entre México y San Luis Potosí; al obrajero ladrillero que proveía al alarife con el arrendador de locales comerciales en la gran urbe; al prestamista a réditos y, a su vez, deudor de magnates como el marqués del Valle, con el suntuoso consumidor de productos asiáticos.

En efecto, el canonista y diputado de la Real Universidad de México poseedor de “una corta librería de derecho civil y canónico”, también era propietario de una estancia de ganado mayor en términos de la villa de San Miguel, a dos leguas de México hacia el norte, en la que introdujo 200 becerros que reprodujo y comerció; las ganancias de las ventas, algunas de ellas a fiado con intereses, le permitieron pagar los gastos de su graduación como licenciado y doctor.[40]

Mediante compras privadas y composiciones reales, Carrillo Altamirano aumentó aquel sitio en treinta caballerías de tierra. Como muchos otros individuos que tomaron tierras al ritmo de la despoblación indígena, el abogado de los indios acumuló nuevas propiedades mediante los contratos de composición que se implementaron a partir de 1591, como arbitrio real para allegar recursos a la Hacienda real (Peset y Menegus, 1994: 563-599). Poco después se hizo con 24 sitios más para labores agropecuarias; diez de ganado mayor, cinco comprados a particulares y otros cinco por composiciones reales ingresadas en la real caja de México; 13 sitios de ganado menor y una huerta, todo ello en términos de Xilotepec. En aquella gigantesca extensión de tierra, mantenía alrededor de 500 reses, cien cabezas de ganado prieto, otros cien novillos, 40 bueyes y 50 yeguas.[41]

En terrenos anejos a los destinados para las actividades pecuarias, Carrillo Altamirano fundó dos haciendas de labor productoras de maíz y chile, productos fundamentales de la dieta local, que luego hacía introducir en la comarca de México. Otros ranchos, más al norte, en la “provincia de chichimecas”, le reportaban 1.200 fanegas de maíz que se vendían en las minas de San Luis Potosí, y en las diversas villas y ciudades que vertebraban el camino real de tierra adentro.[42] El barbecho y la fertilización, obra de la trashumancia de sus animales, hacían de sus sitios productores ejemplo típico de las haciendas agropecuarias de la región. Aquella actividad condicionaba la colaboración entre ganaderos, quienes adaptaban la vieja corporación de la mesta castellana a los intereses de la producción de carne, cueros, lácteos, yuntas y carretas orientados al mercado interregional que colmaba el vasto espacio abierto entre los reales mineros del norte de Nueva España y el centro comercial y financiero de la ciudad de México (Tutino, 2018; Zamudio, 2013: 35-56).

A la dimensión agropecuaria de sus actividades, Carrillo Altamirano sumó su participación en la producción manufacturera. En particular en la inversión en una fábrica de ladrillos cuyos hornos y casa edificó sobre una caballería de tierra que poseía en términos de Tacuba.[43] Un esclavo capataz coordinaba la producción, que el canonista hacía distribuir con recuas de su propiedad, pues en la hacienda de beneficio, también tenía metidos treinta asnos, caballos y mulas, lo que da cuenta indirecta de su vínculo con los enjambres de arrieros que controlaban el tráfico interregional a nivel de los caminos y descaminos (Hausberger, 2014:65-104). Como se puede conjeturar, el principal mercado de esta producción era estimulado por la actividad edilicia de las urbes, controlada por alarifes y albañiles; en especial México, pero también las villas en torno a la cuenca, como Tepeyacac, y aún las ciudades cercanas del valle de Toluca, y la vertiente sur occidental del valle de México, en donde destacaban Tacubaya, Coyoacán y otros lugares de la jurisdicción del marqués del Valle.[44]

Al aproximarse a sus bienes más cercanos, la declaración de Carrillo Altamirano descubre el movimiento cotidiano del alquiler urbano. En la calle que iba “del relox de Palacio a la ermita de San Antón”, es decir, la antigua prolongación de la calzada sur que venía de Iztapalapa y conectaba el barrio de Xoloco con la plaza mayor[45], poseía el letrado unas casas principales, en las que había hecho construir cuatro accesorias en los bajos y dos tiendas. Se sabe que el arriendo solo de las últimas reportaba rentas anuales por 162 pesos.[46]

En fin, sin contar lo ganado por su salario como relator, abogado y fiscal en la Real Audiencia y otros servicios puntuales; ni las joyas, carruajes, menaje, escritorio y arcabuces, vestidos y ornamentos domésticos y personales en que se armonizaban moda flamenca, lujo chino y textiles de la tierra, las posesiones del doctor Altamirano le permitieron contraer deudas a censo redimible que, hasta la declaración de sus bienes, en 1622, sumaban alrededor de 11.000 pesos; y, a su vez, invertir con diversos tratantes otros 3.000 pesos en créditos a largo plazo (Martínez López-Cano, 1995).[47]

El canonista se jactaba de haber ganado la gran mayoría de sus haberes con industria y trabajo propios. Así, con disimulado encomio ponía de relieve “la buena sangre, ejemplo de buena vida y enseñanza” que recibió como herencia de sus padres, junto a unos escasos 300 pesos, en contraste con los 20.400 pesos que valía la hacienda de labranza y crianza en Xilotepec, y otras tantas cosas y personas esclavizadas que componían la dote de su hija, enlazada en matrimonio con don Bernabé de Cárcamo. Aunque, como se ha dicho, mucho de aquello procedía de las ganancias generadas por la dote de su esposa, doña Ana Treviño, que incorporó la muy considerable suma de seis mil pesos como capital inicial a los haberes conyugales.[48]

El relato de los haberes y deberes del abogado indiano ofrece pistas para caracterizar la base material que sustentaba la riqueza mexicana de aquel periodo. En primer lugar, la diversidad de actividades productivas que concentraba un vecino de México como Carrillo Altamirano, hace evidente que en los lazos de parentesco se organizaban y dinamizaba la economía, cuya lógica escapa a cualquier intento de análisis sectorial. Como lo ha señalado Assadourian para la América española, la producción de dinero –el binomio minero-mercantil y su transformación tecnológica– orientada al mercado interno que soportaba el intercambio de larga distancia, polarizaba todas las otras dimensiones de la producción (Assadourian, 1979: 233-292). Esto ocurría al menos en las regiones económicas que hegemonizaban Lima y México. En segundo lugar, resulta imposible entender la potencia económica de este patriciado urbano sin renunciar a la presunta oposición entre beneméritos y nuevos pobladores. Como lo demuestra el matrimonio Altamirano-Treviño, la fusión reglamentada de ambos capitales fue la base de la bonanza descrita. En tercer lugar, pero no menos importante, la geografía de las actividades económicas de Carrillo Altamirano, sobre la que se extendían sus lazos débiles y fuertes, es decir, clientelares y corporativos, excedía el ámbito de la ciudad, pero no iba más allá de los límites del arzobispado y de la jurisdicción de la Audiencia; dibujaba, así, una comarca regnícola que no se correspondía con las jurisdicciones urbanas ni con las virreinales. En ello radicaban las claves de la distancia y la proximidad de los jueces mexicanos.

Conclusiones intempestivas

Aun cuando los jueces de la Real Audiencia gobernadora de México en 1624 no trabaron lazos de parentesco con la población de su jurisdicción, su grado de proximidad con los intereses particulares y corporativos podía medirse por la actividad de los oficiales que hacían efectiva su autoridad y daban sentido a su ministerio, simultáneamente, ésta condición aseguraba la formalidad de su distancia en el ejercicio de la justicia. Escribanos, relatores, abogados, fiscales y comisionados, hombres de la justicia real como Carrillo Altamirano hacían funcionar todos los días la administración en que recaía la conciencia del juez. Ellos estrechaban o dilataban unas jurisdicciones permanentemente cambiantes, cuya extensión dependía de la diversidad de calidades, naturalezas y problemáticas de los pleiteantes.

Esto sugiere que, para explicar y comprender las dimensiones de la clientela judicial y el auge posterior de la venalidad de los cargos, no basta con situar y caracterizar los lazos que presuntamente conducirían a la debilidad de la administración judicial (Burkholder y Chandler, 1984). En la complejidad interjurisdiccional y polisinodial en que transcurría la dinámica de la justicia, una fuerza social y política más elemental, no evidente pero avasalladora, aproximaba a los jueces a la tierra e imponía las condiciones de sus facultades. La acción de oficiales medios y bajos, efectiva porque participaban también de los intereses locales y habían nacido en ellos, podía elevar a los jueces al estrado más alto del gobierno del reino o, si faltaba, cortar toda posibilidad de ejercicio y, por tanto, de descargo de conciencia; aun cuando el magistrado o virrey intentara imponer su real nombramiento.

Pero el comisionado de la justicia real también experimentó los límites de la trabazón que representaban sus intereses personales y regnícolas en el atormentado periplo que lo sumió en aquel mentidero de la villa y corte. Si, a la postre, los acusados por la rebelión fueron reincorporados por la benignidad real mediante la desaparición de sus delitos, lo que permite medir el éxito de las gestiones de la legación en que participó Carrillo Altamirano, también conviene recordar que, a nivel individual y en completa correspondencia, los jueces gobernadores fueron cesados durante la visita general de 1626 y no se les reincorporó en la Audiencia real tras la resolución del asunto, en tanto que las aspiraciones profesionales del canonista también fueron cortadas de tajo en el seno de la corte.[49]

Para comprender el interés que su caso puede tener, resulta necesario partir de los marcos jurídicos y jurisdiccionales que habilitaron su acción de representación.[50] El carácter extraordinario de su nombramiento y su misión expresa el modo en que se producían la dinámica de integración de la monarquía, más allá de las doctrinas de agregación y conquista. Al modo en que la justicia real se acomodaba a los límites que imponían las fuerzas del reino, se correspondía el modo en que éstas, por medio de sus agentes, se adaptaban a las condiciones de legitimación que se ganaban en la corte real, con independencia de la voluntad de todos los actores, incluidos los jueces, sus comisionados, el rey y su valido.

Las singularidades de la comisión de Carrillo Altamirano en Castilla y la plasticidad de sus dinámicas económicas indianas muestran hasta qué punto los oidores habían arraigado la dignidad de su magistratura con la configuración de un reino, como el de México, que no figuraba en ninguna demarcación formal, pero que dinamizaba todos los días la economía de una buena parte del mundo, al cobijo de una monarquía local de pretensiones universales.

Agradecimientos

Agradezco las recomendaciones de los evaluadores anónimos de la revista. Trabajo resultado del proyecto UNAM-PAPIIT IN403720. “Iberoamérica global: personas, saberes y cosas de las Indias Occidentales en el mundo. Siglos XVI-XVIII”.

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Notas

[1] Archivo General de Indias [AGI], Indiferente, 2077, n.72.
[2] Sobre la rebelión de 1624 en México hay bibliografía ingente: Guthrie (1937); Simpson (1941); Hoskins (1946); Feijoo (1964: 42-70); Jiménez Moreno (1980: 415-425); Stowe (1970); Israel (1975); Boyer (1982: 475-503); Hobermann (1991); McFarlane (1992: 250-269); Martínez Vega (1990); Zárate Toscano (1996: 35-50); Büschges (2010:31-44); A pesar de ello, la referencia tradicional sigue siendo Israel (1980, p.139-163). Los estudios más recientes se ofrecen en Ballone (2017) y Bautista y Lugo (2020).
[3] AGI, Patronato, 223, r.4. “Audiencia de México: informaciones sobre el motín de México”.
[4] AGI, Patronato, 221, r. 11, doc. 8. Véase Bautista y Lugo (2020:143-45).
[5] En este estudio, echo mano de las utilísimas herramientas de análisis elaboradas por Darío Barriera sobre la función de la distancia entre el juez y sus gobernados. La problemática desde un punto de vista jurídico, todavía tradicional, se puede ver en Garriga (2006: 67-160).
[6] AGI, Patronato, 223, r.4, f. 25-27. Testimonio de don Andrés de Tapia Ferrer, vecino de México, descendiente de conquistadores y primeros pobladores.
[7] Como resulta evidente en la formulación de Darío Barriera, las múltiples dimensiones de la distancia caracterizaban sobre todo y más allá de los tratados, su proximidad. Ver Barriera (2019: 608-622), donde profundiza y complejiza los aportes de Métaire (2004).
[8] Archivo General de la Nación, México (AGN), Ramo Universidad (RU), vol. 288, f. 24.
[9] AGI, México 230, n. 5; AGN, RU, vol. 289, f. 211. Doctor en Cánones.
[10] AGN, Reales cédulas duplicadas, vol. 46, exp. 146, f. 263-263v.
[11] AGI, México, 230, n. 5.
[12] AGI, México, 74, r. 6, n. 77.
[13] Tras su salida en abril de 1624, Pérez de la Serna lamentaba constantemente no haber vuelto a la arquidiócesis mexicana, como se desprende de la comunicación que mantenía con algunos miembros del cabildo catedral mexicano, cuando ya encabezaba la curia de Zamora. Ver Archivo del Cabildo Catedral de la Ciudad de México, Correspondencia, 24. Pérez de la Serna a Luis de Aliri, 1628.
[14] AGI, México, 260, n.46, 1622, “Inventario de bienes de Hernán Carrillo Altamirano”.
[15] Sobre la gestión de Villamanrique en Nueva España véase Vicens (2021)
[16] AGI, México, 230, n. 5. Memoria de los papeles que presenta el doctor Hernán Carrillo Altamirano en el Real Consejo de las Indias, para calificación de su persona que se han de juntar con su información de méritos. México, 26 de noviembre de 1624.
[17] AGN, Indiferente virreinal, caja 2542, exp. 22.
[18] AGN, Indiferente virreinal, caja 5559, exp. 26., 1613, ff. 3. AGN, Indiferente virreinal, caja 6257, exp. 17, 1637, ff. 16.
[19] AGI, México, 230, n.5, f. 7.
[20] AGI, México, 230, n.5, f. 2.
[21] AGI, Indiferente, 2077, n. 72.
[22] AGI, México, 260, n.46. Sobre el origen bantú de los esclavizados en las primeras décadas del siglo XVII en la ciudad de México, ver Ngou-Mve (1994).
[23] AGI, Patronato, 224, r.9. “Cargos contra Hernán Carrillo Altamirano”.
[24] AGN, Indiferente Virreinal, caja 3046, exp. 15, año 1616. “Solicitud de Hernán Carrillo Altamirano para que Francisco Sosa, mulato su trabajador, porte daga y espada”.
[25] AGI, México, 230, n. 5, f. 1v.
[26] En carta a los oidores, el arzobispo relató los pormenores del desembarco en Sanlúcar de Barrameda. AGI, Patronato real, 223, R. 1, doc. 27. “Juan Pérez de la Serna a la Real Audiencia, desde la villa de Madrid en 22 de junio de 1624”.
[27] Sobre la actividad de Diego Guerra como procurador de la catedral de México véase Mazín (2007: 215-338)
[28] AGI, Patronato real, 223, R. 1, doc 27. f. 4.
[29] AGI, Indiferente, 2077, n.72, f. 1.
[30] AGI, México, 221, r. 8. 19 de octubre de 1624, “Más informaciones hechas por el Sr. Licenciado Alonso Vázquez de Cisneros, oidor de la Real Audiencia de México, por comisión de ella, en razón del tumulto de gente que hubo en la dicha ciudad, lunes 15 de enero de 1624 años”.
[31] Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias, Madrid, 1681, Libro II, Título XIX, ley II.
[32] Los escribanos de provincia son un ejemplo proteico de la función mediadora, revolucionaria de la escribanía señalada por Herzog (1995).
[33] AGI, México, 223, r. 8. 14 de julio de 1625.
[34] Según refería la licencia asociada a su comisión, AGI, Indiferente, 2077, n.72.
[35] AGI, México, 74, r. 6, n.77
[36] AGI, México, 230, n.50. Información de parte, Hernán Carrillo Altamirano.
[37] Sobre la mecánica de las consultas en general, con énfasis en el Consejo de Castilla, Polo Martín (2018).
[38] El memorial de Gómez de Cervantes fue transcrito y editado en 1944 por Alberto María Carreño, bajo el moderno título de La vida económica y social de Nueva España al finalizar el siglo XVI (Gómez de Cervantes, 1944). Por su parte, la mejor edición del tratado de Zapata y Sandoval sigue siendo la publicada por Carlos Baciero, Ana María Barrero García, José María García Añoveros y José María Soto (Zapata y Sandoval, 2004).
[39] AGI, México, 260, n. 46, “Inventario de bienes de Hernán Carrillo Altamirano”, 14 de julio de 1622.
[40] AGI, México, 260, n.46, f. 113.
[41] AGI, México, 260, n.46, f. 115.
[42] AGI, México, 260, n. 46, f. 116.
[43] AGI, México, 260, n. 46, f. 115v.
[44] Al respecto, resulta central considerar el papel mediador de los gremios en la circulación de materiales especializados, en este caso, para la construcción, tanto como el control negociado que ejercían los alarifes. Sobre lo primero, Olvera Calvo (2011: 7-43). En relación con la proyección de la urbe hispana sobre la base tenochca, Mundy (2015).
[45] La actual calle José María Pino Suárez. La casa de Carrillo Altamirano debió localizarse adyacente al palacio de los condes de Santiago y de Calimaya que, en el siglo XVIII, absorbió los aposentos del antepasado del canonista, el doctor Altamirano, primer administrador del marquesado del Valle, en cuya esquina, todavía hoy, se puede apreciar el monolito prehispánico con las fauces ofidias que fue empleado para su cimentación. En la actualidad ese edificio aloja al Museo de la Ciudad de México.
[46] AGI, México, 260, n. 46, f. 115v.
[47] AGI, México, 260, n. 46, f. 116v.
[48] AGI, México, 260, n. 46, f. 115v. Para hacerse una idea, la dote de doña Ana cubriría más de seis años de salarios de un oidor de México, que por entonces percibía 940 pesos por tercias al año. Véase el salario de los jueces gobernadores de México en AGI, Patronato, 221, r. 16
[49] Sobre la acción represiva de la visita general de Martín Carrillo y Alderete a Nueva España, ver Bautista y Lugo (2020: 187-222). Los marcos normativos de las visitas generales en Arregui (1981).
[50] Por otra parte, el caso de éxito regnícola y fracasos individuales ofrece un desafío a las teorías de rational choice que no terminan por comprender las complejidades de la acción colectiva. Véase Hardin (1995: 26-45).
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