Artículos

La organización de la violencia militar en el siglo XXI

The Organization of Military Violence in the 21th Century

Siniša Malešević
Escuela de Sociología, Universidad de Dublin, Irlanda

La organización de la violencia militar en el siglo XXI

Prohistoria, núm. 35, pp. 191-221, 2021

Prohistoria Ediciones

Recepción: 05 Septiembre 2020

Aprobación: 15 Noviembre 2020

Publicación: 12 Enero 2021

Resumen: El artículo analiza las bases sociológicas de la violencia militar en el siglo XXI. En la primera parte, se debaten críticamente los tres enfoques contemporáneos que son dominantes en la explicación de la violencia organizada: a) la perspectiva del declive de la violencia, b) el enfoque de las “nuevas guerras” y c) la aproximación del desplazamiento tecnológico. Se sostiene que, a pesar de sus indiscutibles fortalezas, estas perspectivas no proporcionan una interpretación adecuada de los cambios sociales contemporáneos. En particular, se cuestiona su énfasis en la ruptura radical en el carácter de la violencia militar contemporánea en comparación con otros periodos históricos. En la segunda parte el artículo se desarrolla una visión alternativa, sociológica y de larga duración, centrada en el papel de los poderes coercitivos, ideológicos y micro-interactivos en la transformación de la violencia militar. En oposición a las tres perspectivas dominantes, se argumenta que la violencia organizada en el siglo XXI se ha transformado pero exhibe aún mucha más continuidad con los tres últimos siglos de lo que se viene asumiendo. Concretamente, se enfatiza el impacto a largo plazo de tres procesos históricos que han dado forma a la dinámica de la violencia militar: la burocratización acumulativa de la coerción, la ideologización centrífuga y el envolvimiento de micro-solidaridades.

Palabras clave: Coerción, Ideología, Solidaridad Grupal, Poder Organizativo, Violencia Militar, Guerra.

Abstract: The essay analyzes the sociological foundations of military violence in the 21st century. The first part of the article engages critically with the three dominant contemporary approaches in the study of organised violence: a) the decline of violence perspective, b) the new wars theories and c) the technological displacement approach. It argues that despite their obvious merits, these three perspectives do not provide an adequate interpretation of recent social change. In particular, it contests their emphasis on the radical discontinuity in the character of the contemporary military violence when compared to the previous historical periods. Hence, to remedy this –in the second part of the article– it develops an alternative, a longue durée, sociological interpretation centred on the role of organisational, ideological and micro-interactional powers in the transformation of military violence. In contrast to the three dominant perspectives, it argues that the 21st-century organisation of military violence has changed but it still exhibits much more organisational continuity with the last two centuries than usually assumed. More specifically, the argument centres on the long-term impact of the three historical processes that have shaped the dynamics of military violence: the cumulative bureaucratisation of coercion, the centrifugal ideologisation and the envelopment of micro-solidarity.

Keywords: Coercion, Ideology, Group Solidarity, Organizational Power, Military Violence, War.

Introducción

La guerra y otras formas de violencia organizada despiertan un interés reciente tanto en el público como en la academia.[1] Hay gran cantidad de literatura sobre las organizaciones militares y sobre el modo en que sus dinámicas internas dan forma a los conflictos armados y viceversa. Buena parte de la investigación de los últimos años ha tratado de resolver si se está transformando la violencia militar de manera dramática y sin precedentes. Entre las respuestas encontramos un conjunto de investigaciones que sostienen que vivimos en el periodo más pacífico de la historia de la humanidad y que todos los indicadores apuntan a que la violencia se está convirtiendo en algo del pasado. En profundo desacuerdo, otras argumentan que los conflictos recientes han generado más miseria y tormento que muchos de sus predecesores y sostienen, a su vez, que cabe esperar una proliferación de conflictos en el futuro cercano. Habría una última corriente que desafía ambas explicaciones moviendo la mirada hacia las nuevas tecnologías militares. Según esta visión, la violencia militar está experimentando un cambio sin precedentes pero el cambio tiene menos que ver con las motivaciones humanas que con la naturaleza de los avances tecnológicos que, supuestamente, transforman los conflictos armados “para bien”. Las tres perspectivas arrojan luz sobre las transformaciones en la violencia militar pero generalmente carecen de un marco sociológico más amplio sobre el cambio histórico. En otras palabras, en lugar de tratar los conflictos violentos como fenómenos esencialmente sociológicos, se tiende a reducir esta complejidad a un conjunto limitado de variables: las propensiones biológicas, la economía globalizada, la superioridad tecnológica o la influencia de movimientos intelectuales.

Este artículo desafía los enfoques dominantes y articula una interpretación alternativa firmemente anclada en la tradición de la sociología histórica.

El texto identifica las debilidades de las tres perspectivas más influyentes y desarrolla una explicación de ciclo largo que explora las transformaciones de la violencia militar en el contexto más amplio del cambio histórico. Al dirigir la atención a tres procesos históricos –la burocratización acumulativa de coerción, la ideologización centrífuga y el envolvimiento de micro-solidaridades– se muestra que, a pesar de los cambios, la organización de la violencia militar no ha experimentado una transformación histórica sin precedentes. En su lugar, el ciclo largo permite poner en evidencia la continuidad organizacional allí donde otros ven discontinuidad absoluta.

La violencia militar en el siglo XXI

Hay acuerdo entre los investigadores sobre el hecho de que la institución de la guerra se ha transformado en las últimas dos o tres décadas. El cambio principal sería el paso de los conflictos inter-estatales al dominio abrumador de las guerras civiles. Se señalan también cambios en la escala, la frecuencia y la dinámica de los conflictos contemporáneos. No hay consenso, sin embargo, sobre aspectos como el alcance temporal o permanente del cambio, las causas de estas transformaciones o sobre si dichos cambios indican que nuestros descendientes vivirán en un mundo menos violento. Las respuestas que se vienen ofreciendo a estos interrogantes se articulan en torno a tres enfoques distintos: a) el enfoque del declive de la violencia; b) las teorías de las “nuevas guerras”; y c) el enfoque del desplazamiento tecnológico. Las tres ofrecen interpretaciones opuestas. La primera y la segunda son optimista y pesimista, respectivamente. La tercera oscila entre lo optimista y lo pesimista.

Quienes representan la perspectiva del declive de la violencia –como Pinker (2011), Gat (2013), Goldstein (2011), Mueller (2009), Morris (2014) y Horgan (2012)– argumentan que el número de muertes en conflicto ha descendido dramáticamente en los últimos cincuenta años y que esto es parte de un declive de largo recorrido en todas las formas de violencia organizada. Para Pinker (2011) esta tendencia histórica se desarrolló en el contexto de un proceso de civilización apuntalado por la “revolución humanitaria” y la extensión mundial del discurso de los derechos humanos. En su explicación evolucionista, compartida por Morris (2014), la violencia es un requisito biológico innato que obligó a los primeros humanos a ser altamente agresivos para sobrevivir. Gracias al desarrollo de la civilización y al incremento de la capacidad policial de los Estados, la violencia fue gradualmente reduciéndose en el último milenio. Basándose en Elias (2000 [1939]), Pinker argumenta que el proceso de civilización estimuló la expansión del poder del Estado, del comercio, de los niveles de alfabetización e hizo emerger instituciones cosmopolitas, contribuyendo a una pacificación de la violencia. En consecuencia, sostiene, todas las formas de violencia han disminuido “en periodos prolongados de tiempo” y “hoy podríamos estar viviendo en la era más pacífica de la existencia de nuestra especie” (Pinker, 2011: 21).[2]

Sin compartir la visión psico-evolucionista de Pinker y Morris, otras investigaciones sostienen tesis del declive similares. Así, Mueller (2009) y Goldstein (2011) enfatizan el papel del cambio en las normas sociales a partir de la Segunda Guerra Mundial [II GM]. Sostienen que las organizaciones internacionales como la Organización de Naciones Unidas (ONU), la Unión Europea (UE) y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) fueron decisivas en la institucionalización de las normas que deslegitimaron la conquista territorial, convirtiendo en ilegal la modificación violenta de las fronteras de los Estados. En la misma línea que Pinker, identifican el papel fundamental de las organizaciones humanitarias y los movimientos sociales en la promoción de los principios humanitarios y la resolución no violenta de los conflictos. Para Goldstein (2011) el declive de la guerra está en parte vinculado con la eficacia de las operaciones de paz. Todos comparten la visión de que la institucionalización normativa ha contribuido a que en el siglo XXI seamos testigos de menos guerras, más localizadas y más cortas, y a que los conflictos violentos sean más pequeños que en siglos anteriores.

El enfoque de las “nuevas guerras” desafía las interpretaciones anteriores. Según esta aproximación, la violencia organizada no está en declive, sino que adopta distintas formas, muchas de las cuales generan más destrucción y más sufrimiento humano. A diferencia de Pinker y Mueller que ven la expansión permanente del poder del Estado como el mecanismo central de la pacificación de los impulsos violentos, los análisis de las “nuevas guerras” como los de Kaldor (2013, 2007), Munkler (2004), Bauman (2006, 2002) y Duffield (2001) sostienen lo contrario. El cambio en las formas de guerra de interestatales a intraestatales se fundamenta en la creciente debilidad del poder del Estado a nivel mundial. Para Kaldor (2007) el final de la Guerra Fría estimuló distintos tipos de conflictos respecto de las guerras interestatales del siglo XIX y XX. En su lugar, las “nuevas guerras” son descentralizadas, caóticas, a menudo desterritorializadas y dirigidas hacia civiles. Donde el enfoque del declive ve éxito, el enfoque de las “nuevas guerras” ve fracaso. Por ejemplo, Pinker (2011: 682-683) sostiene que la proliferación global de “comercio amable” estimula la paz, en la medida en que “una vez que la gente tiene incentivos para el intercambio voluntario, se anima a comprender las perspectivas del otro con el fin de lograr un mejor acuerdo (“el cliente siempre tiene razón”)”. En contraste directo, para Kaldor (2007) y Bauman (2006) la globalización alimenta el conflicto: el ansia neoliberal de fuerza de trabajo barata, de recursos y de mercados, contribuye a desestabilizar los ya débiles estados, creando con ello las condiciones de emergencia de nuevas guerras. En esta explicación, el comercio desigual y explotador erosiona la soberanía de muchos Estados que, en última instancia, puede conducir a la pérdida de monopolio del uso legítimo de la violencia y a la emergencia de señores de la guerra capaces de privatizar el poder coercitivo.

Para quienes representan este enfoque, las guerras son subproductos del colapso del Estado al que induce la globalización. Se entienden como un desarrollo parasitario en el que los líderes de milicias paramilitares utilizan las diferencias religiosas y culturales y los restos de los aparatos del Estado para llevar a cabo campañas genocidas contra los civiles que están bajo su control. Aunque reconocen que las muertes en combate han descendido en las últimas décadas, subrayan otras formas de violencia que han aumentado significativamente. A diferencia de Pinker o Gat que prestan escasa o ninguna atención a las bajas civiles, las teorías de las “nuevas guerras” destacan el aumento constante de muertes civiles por malnutrición, malas condiciones sanitarias, ansiedad severa y otros factores que no pueden capturar las principales bases de datos sobre conflictos bélicos. Es más, como indican los datos de ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados), hay más individuos desplazados por guerras en el mundo hoy que en cualquier otro momento de los últimos veinte años. En 2015 había 59,5 millones de refugiados.[3] Por tanto, para estas teorías, la violencia no está en declive sino que ha adoptado distintas formas y, como tal, es previsible que aumenten a medida que la globalización neoliberal se expande.

La perspectiva del desplazamiento tecnológico difiere de los dos enfoques anteriores al cambiar el foco de las interacciones humanas a la tecnología. Aunque se acepta que la guerra está experimentando una transformación muy relevante, se parte de la centralidad de las nuevas tecnologías a la hora de dar forma a la dirección de las guerras contemporáneas y futuras (Singer, 2010, 2009; Singer y Friedman, 2014; Dolman, 2015, 2010; Virilio, 2006, 1997; De Landa, 1991). Aquí el debate sobre las bajas humanas tiende a ser irrelevante toda vez que los desarrollos científicos, tecnológicos y en la ingeniería permiten la producción y distribución masiva de dispositivos no humanos. Una versión inicial de este enfoque, como la de Virilio y De Lanada, enfatizaba las conexiones inherentes entre los avances tecnológicos y el cambio social. Virilio (2006) sostiene que “la historia progresa a la velocidad de los sistemas de armamento” mientras que De Landa (1991) traza la convergencia gradual de humanos con máquinas hacia lo que denomina la “máquina de guerra”.

En su versión reciente, esta línea se centra en los desarrollos de la cibernética, la robótica, la farmacología y la nanotecnología. En su muy influyente libro, Singer (2010) sostiene que se está produciendo una revolución en el modo en que la tecnología militar influye en la guerra. Profundizando en la robótica, mantiene que la escala del cambio tecnológico es similar a la que siguió al descubrimiento de la pólvora. La clave argumental es que la guerra en sí misma es susceptible de transformarse a medida en que la tecnología aumenta la distancia emocional y física de los campos de batalla. Con la proliferación de los sistemas no tripulados como los drones, se requerirá una menor participación humana en el combate. La robótica puede reducir el número de bajas humanas pero, además, puede convertir la guerra en más frecuente y menos humana. Aunque el uso militar de la robótica no es nuevo, en la última década se ha incrementado sin precedentes el uso de vehículos aéreos controlados por remoto. Se estima que al menos 50 estados tienen estos dispositivos y que alrededor de 12.000 drones de uso militar están en poder de los Estados Unidos. Como señala Coker (2013: 23, 147): “En la Fuerza Aérea Norteamericana (USAF) hay más pilotos de dron que de F16” para concluir que “los robots estarán luchando contra robots en 2035”.

Además de los drones que se usan, entre otras cosas, para misiones de reconocimiento y ataques aéreos “de precisión”, la robótica está cada vez más presente en la marina (diseños avanzados para submarinos no tripulados) y en el ejército (sentryguns, patrullas robóticas motorizadas, detectores no tripulados de minas, autonomous sniper systems). La expansión de la investigación en nanotecnología se está centrando también en el diseño de nano-robots y de máquinas en miniatura capaces de entrar en el torrente sanguíneo o en el sistema pulmonar de una persona. Los avances en cibernética militar son aún mayores. Muchos gobiernos tienen fuertes inversiones en programas de ciberguerra centrados en la prevención de ciberataques, la neutralización de satélites y redes informáticas enemigas o la recolección de inteligencia y espionaje. Algunas guerras recientes, como las que han implicado a los Estados Unidos en Afganistán e Irak, y el conflicto de 2008 entre Rusia y Georgia fueron precedidos por ciberataques. La guerra cibernética se ha extendido a actores no estatales como muestra la infiltración del MI6 en las páginas web de Al Qaida o el intento de ISIS de atacar la red eléctrica de los Estados Unidos (Bender, 2015). También aquí se pasa de la intervención humana directa, al conflicto mediado tecnológicamente. Pero el desplazamiento tecnológico de los seres humanos fuera de los campos de batalla se interpreta de manera diferente. Hay quien como Arkin (2011) sostiene que como los “sistemas de armas autónomas” pueden ser programados para no causar daño a humanos, las nuevas tecnologías pueden conducir a formas de guerra más éticas y menos destructivas. Otros son más escépticos y alertan sobre que en otras épocas los cambios tecnológicos devinieron invariablemente en el incremento en la capacidad destructiva de la guerra (Coker, 2013).

Estas tres explicaciones contienen interpretaciones diferentes e incluso excluyentes. Todas contribuyen a una mejor comprensión de las transformaciones de la violencia militar contemporánea. Pero en la medida en que ofrecen diagnósticos incongruentes, es esencial evaluar brevemente cada uno de ellos. El principal valor del enfoque del declive de la violencia es que identifica patrones de cambio reciente en la dinámica bélica. Es cierto que las tres últimas décadas han asistido a una reducción de las guerras de todo tipo y que hay una disminución en el número de bajas en los campos de batalla. No obstante, en términos históricos se trata de un periodo muy corto sobre el que no se pueden hacer proyecciones plausibles de largo plazo. Como plantean sus críticos, la noción de Pinker de “la larga paz” es una ilusión estadística. Cirilo y Taleb (2017) demuestran que una menor frecuencia en las guerras no implica necesariamente mayor moderación. Al contrario, podrían sugerir “menos pero más profunda desconexión de los medios. El hecho de que las bombas nucleares exploten con menos frecuencia que las granadas normales no significa que sean más seguras”. Es más, la visión del declive opera con un argumento funcionalista profundamente anclado en la epistemología idealista (Malešević, 2014: 70) y, como tal, no puede explicar por qué la violencia se redujo en la segunda mitad del siglo XX y a principios del XXI y no antes, a pesar de que la “revolución humanitaria” estaba plenamente desarrollada mucho tiempo atrás. La explicación deja sin resolver la causalidad entre los valores dominantes de inspiración ilustrada y el declive de las guerras (Malešević, 2017; 2013b).

El enfoque de las “nuevas guerras” es convincente en sus críticas al reduccionismo de los números de bajas en el campo de batalla. En la medida en que los conflictos civiles han desplazado a los conflictos interestatales, la idea de “batallas dirigidas” y “líneas fijas de defensa” se ha convertido en quimérica. Ciertamente, los conflictos generan más pérdidas civiles, desplazan forzosamente poblaciones y las pérdidas oscilan desde la matanza directa a las muertes por malnutrición, ansiedad, deterioro de las condiciones de salud, etc. Pero este enfoque sobrevalora el papel de la globalización neoliberal en las guerras contemporáneas. La debilidad del poder del Estado, la privatización de la violencia o la liberalización económica no son fenómenos históricos nuevos. El final del siglo XIX y la primera parte del XX se caracterizaron por condiciones sociales y económicas similares y, sin embargo, tuvieron resultados muy diferentes: en lugar de conflictos civiles, predominaron las guerras interestatales y las de conquista colonial. También la supuesta “novedad” de las guerras puede someterse a crítica. Muchos conflictos civiles del siglo XIX tuvieron características similares: ataques dirigidos a civiles, el recurso al terror, el dominio de “señores de la guerra”, el paramilitarismo y la privatización de la violencia (Newman, 2004; Kalyvas, 2001).

El enfoque del “desplazamiento tecnológico” es igualmente útil al subrayar el nivel de recurso militar a la ciencia, a la tecnología y a la industria. Aunque los avances tecnológicos marcaron profundamente la forma de hacer la guerra en la Edad Moderna y Contemporánea, la dependencia de tecnología altamente sofisticada se ha acelerado en las dos últimas décadas. Ciertamente la tecnología da forma a las relaciones sociales, los patrones de lucha, la logística, la estrategia y la táctica militar, pero no determina las relaciones humanas. Para evitar el determinismo tecnológico es esencial reconocer, no solo que la tecnología da forma a las relaciones sociales, sino que las relaciones sociales también influyen en la tecnología. Los seres humanos nunca han sido usuarios pasivos de la tecnología y esta incluye a los dispositivos militares: los conciben, los transforman y los adaptan para adecuarlos a las relaciones sociales. La idea de que la técnica superior puede dejar obsoleta la presencia humana en la guerra se basa en la asunción errónea de que es la tecnología, y no la acción social, la que moldea los resultados de las guerras. Dicha visión ha estado presente en todos los momentos de la historia en los que se ha innovado tecnológicamente y, a pesar de ello, las interacciones humanas siguen siendo centrales en el desarrollo de las guerras (Coker, 2013: 294-295).

Además, las explicaciones tecnológicamente deterministas carecen de una comprensión sociológica de los conflictos. Por ejemplo, el argumento de que cabe esperar las guerras futuras excluyan a los humanos e incorporen únicamente robots se construye sobre una visión muy simétrica del acceso a la tecnología. No todos los seres humanos tendrán los recursos para adquirir autómatas. Como muestran los conflictos recientes de Afganistán, Irak y Siria, los drones no luchan contra otros drones, sino que atacan seres humanos. Si es que alguna vez ocurre, el desplazamiento tecnológico será potencialmente estatificado de manera que Estados ricos y poderosos se enfrenten a enemigos tecnológicamente más débiles que no puedan adquirir tecnología militar tan avanzada. Mientras que en el futuro algunos cuerpos humanos estarán menos expuestos a la destrucción física de lo que lo están hoy, es difícil imaginar cómo, o siquiera por qué, todos los humanos tendrían que desaparecer de la guerra. Si la guerra es una extensión de la política por otros medios, es difícil vislumbrar que quienes buscan el poder puedan pasar sin el uso de la violencia contra otros humanos. Los avances tecnológicos crean nuevas oportunidades para hacer la guerra de manera más humana, pero también generan nuevos medios de destrucción.

¿Qué está ocurriendo con la violencia militar en la actualidad?

Las tres perspectivas dominantes sobre el cambio en la violencia militar arrojan luz acerca del fenómeno. Pero al centrarse en un periodo relativamente corto de tiempo, destacan la ruptura sobre la continuidad. Es especialmente pronunciado en la tesis de las “nuevas guerras” y en la del desplazamiento tecnológico, ya que ambas subrayan la novedad de las guerras recientes y las tendencias futuras. Aunque el enfoque “del declive” tal y como lo articulan Steven Pinker e Ian Morris pretende someter a examen la transformación de la violencia en periodos más largos de tiempo, también está esencialmente centrado en el mundo contemporáneo, especialmente en los últimos cincuenta años. No obstante, para hacer un argumento convincente sobre la trasformación de la violencia militar es vital analizarlo en lapsos más prolongados. Como he defendido en otros trabajos, la violencia militar es un fenómeno histórico complejo que se evalúa mejor en la observación de largo recorrido (Malešević, 2017; 2016; 2013a; 2010). He demostrado el papel central de tres procesos históricos: la burocratización acumulativa de coerción, la ideologización centrífuga y el envolvimiento de micro-solidaridades grupales. Me he centrado en los poderes organizacionales e ideológicos y en cómo estas macro fuerzas resuenan en las redes de solidaridad micro-grupal. Cuando se estudia la violencia militar a partir de estos procesos, se puede dibujar un paisaje de la realidad social muy distinto al que ofrecen las tres perspectivas anteriores. Más que una ruptura clara, lo que se demuestra es una continuidad en el desarrollo de la violencia militar en los últimos siglos.

Poder organizacional y violencia

En la percepción popular, a menudo reforzada por el neo-darwinismo, los seres humanos siempre han librado guerras. Low (1993:13), por ejemplo, sostiene que la guerra es “tan vieja como la humanidad”. Pero como demuestra buena parte de la investigación arqueológica y paleontológica, la violencia colectiva se desarrolló ciertamente tarde en la historia de la humanidad (Malešević, 2017; Fry y Sorderberg, 2013; Fry, 2007). Los recolectores, que constituye el 98% de nuestros predecesores, eran generalmente nómadas, igualitarios, tenían formas de agrupación altamente móviles y fluidas que disuadían de la violencia interpersonal y no tenían medios organizativos e ideológicos para la violencia colectiva. Durante buena parte de nuestra prehistoria la violencia se identificaba con lo “otro” no humano: predadores carnívoros, plantas venenosas, insectos, otros animales, cambios ambientales impredecibles y demás. Hay muy escasa evidencia indiscutible sobre el hecho de que los humanos lucharan contra otros humanos en tanto grupo antes de los últimos 12.000 años. Ni las osamentas ni las pinturas rupestres muestran la presencia de violencia colectiva en la prehistoria. Por ejemplo, cuevas del Paleolítico y del Mesolítico bien conservadas como Altamira, Lascaux o Chauvet-Pont-d’Arc representan ejemplos de violencia, pero exclusivamente contra animales, no contra humanos (Guthrie, 2005: 422). Ocurre lo mismo en los enclaves arqueológicos más antiguos con posibles bajas humanas que fueran resultado de violencia, tales como los de Sudáfrica (Kasies River, 90.000 a. C.), La República Checa (Predmosti, 50.000 a. C.) o Italia (San Teodoro, 40.000 a. C.), generalmente contienen uno o dos humanos a lo sumo. En cierto sentido es comprensible, ya que la violencia prolongada no puede ser iniciada ni emprendida sin algún tipo de soporte institucional. Así que no es un accidente histórico que la institución de la guerra emerja a la vez que la división compleja del trabajo, los estilos de vida sedentarios, la agricultura y las formas elaboradas de estratificación social: a inicios del Mesolítico (10.000-12.000 a. C.) (Malešević, 2017; 2010; Fry, 2007). Sencillamente no hay violencia militar ni guerra sin organización social.

Como he argumentado previamente esta es una relación de interdependencia –no solo es el poder militar dependiente de la presencia de organizaciones sociales estables, sino que las propias organizaciones son entidades inherentemente coercitivas (Malešević, 2017; 2010)–. Puesto que todas las organizaciones sociales complejas conllevan algún tipo de división del trabajo, de delegación jerárquica de tareas y responsabilidades, de disciplina, control o sanción ante la falta de cumplimiento con las normas, tienen que recurrir a la coerción para lograr los objetivos organizativos. Este soporte coercitivo de la organización era notorio en la historia antigua en la que las guerras, el trabajo forzado, las persecuciones religiosas, las masacres, la esclavitud y la servidumbre dieron forma a las relaciones sociales tanto doméstica como en el espacio inter-estatal. Una vez que el poder organizacional se constituye, se refleja en un incremento de la capacidad militar. Aunque no todos los sistemas políticos históricos estaban excesivamente inclinados a la guerra, la violencia militar fue la columna vertebral de las primeras civilizaciones –desde la Mesopotamia sumeria, el antiguo Egipto, la China India y Grecia antigua al mundo romano. Hasta tal punto fueron la guerra y el poder militar decisivos en la emergencia de las primeras sociedades de jefatura que algunas de ellas, como las gobernadas por Genghis Khan y Atila el Huno, prosperaron a través de continuos ataques contra civilizaciones sedentarias de su época–. Tanto en las entidades políticas sedentarias como en las sociedades de jefatura, ampliamente nómadas, el poder organizativo era el corazón de las capacidades militares.

Otro aspecto importante del poder organizacional es su carácter isomorfo. Como han documentado los representantes de la Escuela de Standford, las organizaciones exitosas tienden a ser imitadas y replicadas: desde constituciones relativamente uniformes, a sistemas racionalizados de censo, economías orientadas al desarrollo o sistemas estandarizados de educación o servicios (Meyer et al., 1997; 1992). Aunque Meyer se centra en instituciones contemporáneas en las que estas prácticas son rutinarias, el argumento en parte es válido para muchos contextos pre-modernos. Es cierto que la imitación institucional se intensifica con la Modernidad, en la medida en que los modelos burocráticos reemplazaron a los sistemas patrimoniales de autoridad, pero se puede trazar el isomorfismo organizacional hasta muchos sistemas pre-modernos.

Desde los antiguos imperios, ciudades estado, janatos, confederaciones tribales y monarquías compuestas, los gobernantes trataban de reproducir modelos organizacionales y tecnológicos que habían funcionado con éxito. En el ámbito militar, particularmente, las innovaciones tecnológicas (estribo, carro, pólvora, hierro, pica, catapulta, brújula, por ejemplo) y las nuevas formas de organización (instrucción, códigos de prácticas, flexibilidad de la unidad, prácticas estandarizadas de entrenamiento, etc.) se difundieron entre sistemas políticos. Por supuesto, antes de la Edad Moderna fue un proceso lento y desigual. En algunos casos, las invenciones tardaron siglos en generar un uso masivo y tuvieron que ser “reinventadas” en otras partes del mundo (por ejemplo, la pólvora y la brújula en China y en la Europa moderna). Pero allí donde se intensificaron los conflictos militares, el recurso a nuevas tecnologías y formas de organización fue esencial, no solo para la victoria sino para la propia supervivencia. Ejemplos típicos son el Período de los Reinos Combatientes (también conocido como Período de las Primaveras y los Otoños) en la antigua China y el periodo de la revolución militar en Europa occidental (1450-1700) (Childs, 2005; Tinbor-Hui, 2005). Los descubrimientos pioneros en la esfera militar estimularon cambios en las estructuras de organización civil también. No es un accidente que la mayoría de las invenciones organizativas usadas en el sector civil a lo largo de la historia fueran inicialmente generadas con fines militares: la división del trabajo, el conocimiento experto, las nuevas formas de comunicación y transporte, hasta la industria, la tecnología y la ciencia (Hirst, 2001; Giddens, 1986). Meyer acierta plenamente respecto de que el isomorfismo organizacional se fortalece y se hace más profundo en la Modernidad y especialmente en los dos últimos siglos. Pero debemos reconocer que esa expansión organizacional tiene raíces mucho más antiguas y coercitivas.

Uno de los aspectos centrales del poder organizacional es su naturaleza inherentemente coercitiva. Las organizaciones se desarrollan, se expanden, se contraen y desaparecen, dependiendo de su capacidad para mantener y hacer crecer su capacidad coercitiva. Aunque quizá es menos perceptible para las organizaciones empresariales o religiosas, es innegable en el sector militar: los ejércitos que no pueden convencer a sus soldados de luchar o que no tienen estructuras militares viables, pierden las guerras y se desintegran. Esta capacidad coercitiva ha sido crucial en la expansión del poder militar a lo largo de siglos. Como han demostrado Tilly (1985), Mann (1986; 1993), Giddens (1986) y Hirst (2001), la coerción militar fue el mecanismo clave en la formación del Estado. En la medida en que las minorías organizadas demostraron capacidad para dominar a las mayorías desorganizadas, las poblaciones recolectoras se fueron incorporando a estructuras estatales estables. Aunque los imperios pre-modernos y las ciudades-estado tenían poderes infraestructurales débiles, iniciaron procesos de “envolvimiento” por la vía de los cuales individuos comunes fueron forzados a intercambiar libertades individuales por protección estatal (Mann, 1993). Con la expansión gradual del poder estatal este proceso se reforzó a través de formas legalmente sancionadas de “chantaje político”: los administrados participaban en guerras y pagaban impuestos a cambio de algún tipo de derechos de ciudadanía y protección frente a otros Estados. Una vez en marcha, estos procesos se fueron auto reproduciendo de modo que guerras y estados se constituyeron mutuamente. Para librar guerras cada vez más grandes y devastadoras los Estados tuvieron que elevar los impuestos y movilizar enormes cantidades de reclutas. De la interacción de estos dos procesos resultó la continua expansión de las capacidades organizacionales de los Estados (Tilly, 1985). Aunque Mann y Tilly se centran en el poder del Estado, la expansión organizacional coercitiva ha afectado históricamente a muchas otras formas de organización.[4] Muchas organizaciones contemporáneas tienen mayores capacidades coercitivas-organizacionales comparadas con sus predecesoras pre-modernas. Ello pone de manifiesto una característica fundamental del poder organizacional –su naturaleza acumulativa–.

Decir que, en términos históricos, el poder organizacional coercitivo ha sido acumulativo no implica que responda a algún tipo de proyecto evolutivo o teleológico. Al contrario, no hay nada inherentemente expansionista en las organizaciones sociales. Es casi obvio que a lo largo de la historia las organizaciones, incluyendo las militares, los estados, las entidades religiosas o las económicas se han desintegrado o se han incorporado a otras organizaciones. Aun las más grandes formas de gobierno, como Roma, el imperio mongol o el otomano, han colapsado como lo han hecho muchas entidades religiosas, organizaciones empresariales y una gran variedad de organizaciones militares. Mientras que las organizaciones individuales desaparecen, se amalgaman dentro de otras, se dividen en más de una entidad o simplemente se autodestruyen, el poder organizacional como tal no ha dejado de crecer en los últimos 12.000 años (Malešević, 2017; 2013a; 2010). Desde sus inicios en el primer Mesolítico, las organizaciones sociales complejas y estables han sido los vehículos más eficientes de poder político, económico, cultural y militar. La posesión de aparatos organizativos complejos ha demostrado ser una ventaja para el mantenimiento del orden social de amplias cantidades de individuos. Además, el control de organizaciones concretas ha sido decisivo para la expansión de un poder tanto interna como externamente. Este es el caso de las organizaciones militares toda vez que el control de los medios de destrucción es, a menudo, más importante que el control de los medios de producción. El amplio y continuo aumento de la capacidad organizativa del Estado en los últimos tres siglos es deudor de su capacidad para monopolizar el uso legítimo de la violencia en sus territorios (Mann, 2013; Hirst, 2001; Tilly, 1985; Weber, 1968). El poder de las organizaciones militares aumentó a medida que se integraban mejor en los aparatos políticos y económicos de lo Estados modernos. El desarrollo de sistemas de tecnología, transporte y comunicaciones, junto con la profesionalización del reclutamiento, del abastecimiento, del entrenamiento y de las técnicas de combate, hicieron de los ejércitos estatales organizaciones más funcionales.

A medida que los estados se centralizaron y burocratizaron en sentido weberiano, también lo hicieron los ejércitos. Procesos similares pueden observarse también fuera de las estructuras estatales: las organizaciones revolucionarias, las redes terroristas, las asociaciones insurgentes y muchos otros actores no estatales han incrementado sus capacidades militares a través del desarrollo organizativo (Malešević, 2016; della Porta, 2013). Para ser eficiente contra las capacidades organizativas expansivas de las maquinarias militares modernas, las organizaciones terroristas también tuvieron que mejorar sus capacidades organizativas. Con el tiempo, dichas organizaciones desarrollaron mejores sistemas de reclutamiento, entrenamiento, financiación, promoción, abastecimiento de armas o toma de decisiones. Esto es válido también para otros actores militares no estatales. Todo ello apunta a que la capacidad organizativa del poder militar ha sido, en su mayor parte, acumulativa. Aunque históricamente ha habido altibajos y oscilaciones locales y regionales, las organizaciones militares como tales continúan expandiéndose y creciendo. El hecho de que algunos Estados contemporáneos hayan reducido sus presupuestos militares o tengan ejércitos más pequeños que en el pasado no implica que sus capacidades coercitivas hayan menguado. Al contrario, es un signo fiable de que un aparato concreto del Estado es organizativa y coercitivamente tan fuerte, que puede operar de manera efectiva sin la movilización masiva de ciudadanos. Con el aumento continuo del poder organizativo-coercitivo no hay necesidad de desplegar formas excesivas de violencia. Las imágenes sangrientas de gente quemada o hervida viva que uno puede asociar a las épocas medievales no eran indicador de la fortaleza del Estado sino de su debilidad. Es precisamente porque los órdenes políticos pre-modernos carecían de las capacidades organizativas para controlar grandes poblaciones, que tenían que utilizar formas cruentas de violencia para disuadir de las acciones no deseadas (Malešević, 2010; Mann, 1986).

En cambio, lo Estados modernos penetran en las sociedades civiles y tienen la capacidad de controlar y castigar actos contra el Estado sin necesidad de hacer un uso excesivo de la violencia. Por eso, los largos periodos de paz experimentados en el siglo XXI no deben ser interpretados como signo de un declive inevitable de la violencia. Por un lado, no es históricamente nuevo, pues muchas partes del mundo han vivido grandes conflictos violentos durante décadas –desde Europa occidental y central entre 1870-1913 a América del Sur a lo largo de buena parte del XX hasta distintas partes de Asia en el siglo XVIII–. Por otro lado, estos episodios (temporales) reflejan un creciente aumento del poder organizacional y coercitivo de los ejércitos modernos y otras organizaciones. Es cierto que las últimas décadas hemos asistido a un descenso del número de muertes en combate. Pero esta no es la mejor vara para medir el peso del poder coercitivo. Las bajas militares son solo un segmento de los complejísimos procesos que dan forma a las acciones militares y a otras formas de coerción. El declive en el número de bajas humanas tiene poco que ver con la revolución humanitaria de Pinker y mucho más con la capacidad de los Estados y actores no estatales, para lograr objetivos militares con menos soldados y con tecnología y ciencia más sofisticada. El enfoque del desplazamiento tecnológico acierta en que los avances tecnológicos hacen a los poderes militares menos dependientes del reclutamiento masivo (Fazal, 2014). Los nuevos desarrollos tecnológicos en medicina, electrónica, computación y tecnología militar contribuyen a reducir la cantidad de bajas a ambos lados de las líneas de defensa. Pero esto no significa que el poder coercitivo esté menguando. Al contrario, las nuevas tecnologías y la sofisticación organizativa hacen la violencia militar más potente que nunca. Sin tener en cuenta el arsenal nuclear que puede destrozar el planeta entero en cuestión de minutos, un amplio conjunto de Estados tiene a su disposición armas convencionales que también pueden matar millones de personas en poco tiempo. El gasto militar a nivel mundial ha experimentado un aumento creciente y continuo en las últimas dos décadas y ahora está en 1.756 trillones de dólares por año, lo que lo convierte en el gasto “más alto que en cualquier año entre el final de la II GM y 2010” (SIPRI, 2013: 2). Los teóricos de las “nuevas guerras” aciertan cuando plantean que un descenso de las bajas en el campo de batalla no implica el descenso de otras formas de violencia. Las guerras recientes tienen menos bajas directas pero muchísimas más pérdidas indirectas. Por ejemplo, ACNUR documenta que la población desplazada ha aumentado dramáticamente en las últimas décadas de 37,5 millones en 2004 a 43,7 en 2010 y a 59,5 en 2015, “el número más alto jamás registrado”.[5] Todo ello indica que hay más continuidad que discontinuidad en la violencia militar. Aunque pueda cambiar de forma y usar nuevas formas de tecnología y organización, no hay signos de que su poder coercitivo esté en declive. Al contrario, parece que la capacidad organizativa que la sostiene está en continua acumulación progresiva. Por ello me refiero a este proceso en marcha como burocratización acumulativa de la coerción

Poder ideológico y violencia militar

El elemento básico de la violencia militar es la coerción. Implica la capacidad externa de infligir violencia sobre los adversarios en tiempos de guerra o crisis. También supone la capacidad interna de implementar sin resistencia las decisiones a través de una cadena de mando jerárquica. En este sentido, las organizaciones militares tienen mucho más capacidad coercitivita que otras organizaciones sociales. Pero ninguna organización social puede operar por un tiempo prolongado sin algún grado de legitimidad. Hasta el régimen militar menos popular tiene que desarrollar algún tipo de narrativa para justificar la usurpación de los aparatos del Estado.

A lo largo de la historia, gobernantes y líderes militares se han apoyado en doctrinas para legitimar su derecho a gobernar. La combinación de coerción con religión, mitología, ideología política o credos imperiales fue a menudo necesaria para mantener su control del poder. Antes de la Modernidad, lo habitual era que la coerción sobrepasara a la ideología, pero los gobernantes tenían que justificar su posición a la nobleza. Por ejemplo en la medida en que los dirigentes del Sultanato de Mameluko (1250-1382) eran descendientes de un ejército de esclavos, los sistemas vecinos se negaban a reconocer su legitimidad y disputaban su derecho a gobernar. Cuando el sultán Baybars se acercó al Rey Hetum I de Armenia fue rechazado por su origen humilde: Hetum llamó a Baybars “perro y esclavo” (Broadbridge, 2008: 13). De modo similar, el derecho a gobernar los reinos europeos pre-modernos y modernos estaba determinado por el linaje y por el principio de derecho divino de los reyes.

Un legado fundamental de las revoluciones francesas y americana fue el desmantelamiento de las formas tradicionales de legitimidad política. El inicio de la Modernidad lo marcaron transformaciones estructurales, pero también el cambio gradual de la no sujeción de los gobernantes a ninguna forma de autoridad terrenal, la idea de que la soberanía política residía en el pueblo. Buena parte del análisis se asentó en los cambios organizacionales que extendieron derechos a grandes cantidades de individuos (por ejemplo en Francia la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 1789 o en Estados Unidos la Bill of Rights). Pero lo que es igualmente importante es que esta transformación produjo una bifurcación ideológica sin precedentes. Es decir, que el reconocimiento institucional de que todos los miembros de una comunidad política son iguales moralmente y de que deben tener el mismo derecho a elegir a sus representantes,[6] abrió el espacio para nuevos marcos ideológicos.

Si los dirigentes no tienen la legitimidad de un dios y si todos los miembros de una nación son nominalmente iguales, perseguir distintos proyectos políticos y distintos grupos de intereses resulta no solo posible sino inevitable. Dicho de otro modo, a través del desmantelamiento del Antiguo Régimen, la Modernidad contribuyó a politizar a individuos corrientes, generando visiones en conflicto sobre el presente y el futuro deseable. Como las decisiones políticas requerían la legitimidad popular, la articulación de marcos relativamente coherentes y comprensibles sobre el orden social deseable para el público, se volvió esencial. En consecuencia, la Modernidad catalizó una cacofonía ideológica en la que las ideologías se convirtieron en mecanismos sociales para la legitimación y la movilización de masas. No es casual que las doctrinas políticas más conocidas y difundidas –el liberalismo, el socialismo, el conservadurismo, el anarquismo, al racismo o el fundamentalismo religioso– nacieran con la Modernidad. El cambio en las condiciones sociales estimuló la proliferación de discursos en conflicto, pero también la ampliación creciente de públicos ideológicamente orientados. El espectacular aumento de los índices de alfabetización, combinado con la estandarización de las lenguas vernáculas, la centralización y la expansión masiva de los sistemas educativos, la explosión de medios de comunicación, panfletos y libros asequibles, contribuyeron a la formación de la esfera pública, al desarrollo de la sociedad civil y a la gran ideologización del individuo moderno (Malešević, 2013; Gellner, 1983; Mann, 1986; Giddens, 1986). Así, lo específico de los órdenes sociales modernos es que generan y mantienen más poder ideológico que sus predecesores. Frente a los imperios modernos como la Dinastía Ming en China, el Califato Abasida o la Dinastía Chalukya en India, que no tenían los medios organizativos ni los ideológicos para penetrar sus sociedades, lo Estados modernos son gigantes ideológicos y organizacionales. Si los imperios tradicionales eran sistemas políticos de “trono” (Hall, 1985), en los que las élites básicamente presidían sociedades diversas que no podían penetrar, los órdenes sociales modernos se definen por su interdependencia organizativa e ideológica. En este sentido, la ideologización es un proceso que requiere de los aparatos del Estado y de la sociedad civil, ya que ambos están imbuidos de gran capacidad ideológica. En la medida en que el control de los aparatos del Estado depende permanentemente de la legitimidad popular, y en la medida en que los actores no estatales requieren de la movilización masiva, las doctrinas y prácticas ideológicas se convierten en piedra angular de la vida social y política moderna.

Todo esto es especialmente perceptible en la violencia militar. Como los gobernantes tradicionales generalmente no podían confiar en sus gobernados, su poder militar quedaba confinado a alianzas temporales con aristócratas. Por eso sus poderes organizacionales e ideológicos eran limitados: no podían armar a sus gobernados sin correr el riesgo de que se volvieran contra sus señores y el apoyo ideológico para sus empresas militares era escaso. La Modernidad, en cambio, proporciona amplios espacios para la movilización de masas y la legitimación de la violencia. Y los poderes organizacionales extensos incrementan las capacidades militares. Por consiguiente, los tres últimos siglos han asistido a una expansión continua de la industrialización militar, una mayor integración entre ciencia, tecnología y sector militar y una expansión creciente de las capacidades infraestructurales vinculadas al sector militar (transporte, comunicaciones, logísticas, etc.) (Hirst, 2001; Giddens, 1986). Además, la expansión organizacional ha sido clave en la estimulación y canalización del apoyo ideológico para el uso de la violencia organizada. Mientras que en el mundo pre-moderno los gobernantes no tenían medios organizativos, “saber hacer” ideológico, ni siquiera interés en movilizar grandes cantidades de población para ello, la guerra contemporánea requiere precisamente de la participación y apoyo público. Con mayor penetración ideológica e ideologización popular creciente, el uso de la violencia militar se vinculó con el logro efectivo de marcos ideológicos concretos. Y mientras que en el pasado alguien podía convertirse o abandonar su tierra para evitar ser asesinado, en la Modernidad una persona es asesinada por ser quien es (Smith, 1999).

Puesto que los marcos ideológicos de la Modernidad están a menudo anclados en el discurso de la ciencia, la ética universal y el racionalismo, tienden a abrazar el purismo doctrinal y la rigidez ideológica. Frente a los sistemas de creencias tradicionales que eran en buena medida teleológicos, los proyectos políticos contemporáneos, incluidas las retóricas salafistas o el fundamentalismo cristiano, están en realidad anclados al mundo terrenal. Aunque algunas doctrinas normativas tienden a proyectar amenazas y enemigos muy distintos, la lógica con la que operan es muy similar: la existencia del enemigo es una amenaza a nuestra propia supervivencia. De la Revolución Francesa a las guerras más recientes en Siria e Irak, los discursos ideológicos muestran gran continuidad y similitud. No es casual que los revolucionarios franceses y los líderes del Estado islámico (ISIS) recurran a discursos similares. Louise Saint Just como al-Baghdadi hablan de “infligir una justicia severa e inflexible” cuando recurren a las matanzas masivas de sus enemigos. Para Saint Just la República Francesa post revolucionaria “consiste en la exterminación de todo lo que se le opone” (Malešević, 2013b). Para al-Baghdadi las guerras de Irak y Siria “son las guerras de cada Musulmán en cualquier lugar, y el Estado islámico es esencialmente la vanguardia de esta guerra. No es más que la guerra de la gente del fiel contra el infiel” (Independent, 15/5/15). Pero este tipo de fanatismo no se limita a movimientos radicales sino que, generalmente, integra los discursos movilizados por los Estados y es aceptado por los públicos en tiempos de conflicto. Durante la II GM, tanto las actividades militares norteamericanas como las soviéticas se justificaban en términos de una lógica “total”. La destrucción atómica de Hiroshima y Nagasaki, junto con el bombardeo masivo de Tokio y otras ciudades japonesas, fueron bastante populares entre el público norteamericano. Las encuestas demuestran que el público apoyaba lanzar más bombas y que todos los japoneses debían morir (Hixson, 2003: 239). El presidente Truman lo refirió así en relación con la destrucción de ciudades japonesas: “cuando lidias con la bestia, la tienes que tratar como a una bestia” (Alperovitz, 1995: 563). Entre los soviéticos las actitudes eran similares para apoyar las matanzas de civiles alemanes y la destrucción de Japón. Resonaron en los discursos de Stalin, quien se refería a “la aniquilación de todos los enemigos” incluyendo a los “traidores” domésticos: “aniquilaremos sin piedad a cualquiera que por su acciones y pensamientos (sí, también pensamientos) amenaza la unidad de este estado socialista” (Midlarski, 2011: 134).

Lo que diferencia las ideologías modernas de los sistemas tradicionales de pensamiento son sus ambiciones absolutas que, a menudo, se basan en la idea de que están en posesión de verdades definitivas y que tienen el acceso indisputable a los parámetros de lo que constituye la justicia. Aunque muchos discursos proto-ideológicos contienen las semillas de este razonamiento, es solo en la Modernidad cuando los desarrollos organizacionales permitieron tanto la proliferación de discursos ideológicos concretos, como una mayor capacidad de penetración social.

A pesar de que en las últimas décadas la escala del derramamiento de sangre se redujo, ello no indica necesariamente un declive en la violencia organizada. Más bien al contrario, a mayor capacidad organizacional y mayor penetración ideológica, la violencia queda mejor fijada y legitimada y es, por ello, menos visible en el contexto contemporáneo. Esto es válido por igual para los Estados modernos y para muchas organizaciones no estatales. Aunque solo en la Modernidad pudieron los Estados monopolizar el uso de la violencia en sus territorios, las organizaciones no estatales se expandieron aumentando sus capacidades coercitivas y legitimadoras para controlar a sus miembros (Foucault, 2003; 1975).

De modo que donde las tres perspectivas dominantes sobre la violencia militar ven una discontinuidad sin precedentes, encontramos bastante continuidad. Los defensores “del declive” pueden tener razón en que las bajas en el campo de batalla han descendido en las guerras recientes. Los teóricos de las “nuevas guerras” pueden también acertar en que los conflictos contemporáneos producen más daño civil que las anteriores. Podríamos incluso compartir la tesis del “desplazamiento tecnológico” de que las invenciones generan nuevas realidades militares. Pero ninguno de estos cambios indica una ruptura significativa, organizacional o ideológica, en el modo en que opera la violencia militar. Más bien al contrario, la situación presente es el reflejo de un proceso que ha estado en movimiento durante mucho tiempo. A pesar de los vaivenes históricos, el poder organizacional como tal se ha expandido desde el principio de los estados prístinos y otras formas primarias de autoridad organizada. También muchas proto-ideologías estuvieron fermentándose a lo largo de milenios. El inicio de la Modernidad no abolió la violencia, como esperaban los ilustrados, sino que intensificó la expansión organizativa e ideológica que, en última instancia, estimuló la capacidad para la destrucción violenta. En este sentido, hay una trayectoria ascendente en el carácter de la violencia organizada. Hubo un cambio del tipo de violencia: se produjo un desplazamiento gradual desde la violencia medieval, excesivamente cruel y escasamente eficaz en términos militares, hacia las sangrientas guerras modernas, con una alta eficacia militar y generadoras de enormes pérdidas (por ejemplo, la II GM). Recientemente podemos observar otro cambio gradual en el paso de los altísimos índices modernos de muertos en combate a tipos de poder militar con mayor capacidad de penetración coercitiva e ideológica (Malešević, 2017; 2014). Así que, además de la acumulación burocrática de coerción, las organizaciones sociales modernas siguen siendo dependientes de otro proceso histórico en marcha –la ideologización centrífuga.

Micro-solidaridades y acción violenta

La violencia militar masiva y sostenida es inconcebible sin organización y algún tipo de legitimación. Las guerras, revoluciones, insurrecciones, genocidios, terrorismo y muchas otras formas de violencia colectiva se definen por la presencia de organizaciones sociales y de discursos ideológicos específicos que legitiman el uso de la violencia. Obviamente, todas las organizaciones dependen de la acción individual de sus miembros. Esto incita a preguntarse, por qué consienten los humanos el uso de la violencia organizada contra otros individuos y por qué, en el caso de las organizaciones militares, toman parte en la acción violenta. El representante máximo del enfoque del “declive” de la violencia, Steven Pinker, argumenta, en la línea neo-darwinista, que los humanos son criaturas intrínsecamente violentas, algo que supuestamente comparten con el resto del mundo animal. En sus propias palabras: “la mayoría de nosotros […] estamos programados para la violencia” (Pinker, 2011: 483). Bajo esta interpretación, las organizaciones militares solo reflejan impulsos biológicos e innatos en los que las guerras y otras formas de violencia organizada son medios para el logro de recursos y para la auto-reproducción de un organismo. Es más, para Pinker, el declive de la violencia se basa, por una parte, en la extensión de las ideas humanitarias y, por otra parte, en la habilidad de los Estados para controlar los impulsos violentos de los individuos. En cambio, las perspectivas de las “nuevas guerras” interpretan la violencia como algo que no aparece de manera natural en los humanos, sino como resultado de un capitalismo neoliberal que da rienda suelta a su sed de beneficio. Para la representante clave de este enfoque, Mary Kaldor, la violencia es el medio del poder económico, a menudo utilizado a través de “la política de la identidad” para dividir y gobernar. Para contrarrestar esta tendencia Kaldor (2003) propone desplegar instituciones cosmopolitas construidas sobre la idea de pertenencia a una única comunidad moral. Si para Pinker los humanos son inherentemente violentos, para Kaldor la humanidad se define por su propensión universal a la compasión. En esta explicación, una vez que las condiciones de violencia económica son reemplazadas por una “sociedad civil global”, la humanidad se distanciará de las guerras.

A pesar de que son prácticamente excluyentes en su explicación de la violencia, ambas perspectivas operan con una visión simplificada y escasamente sociológica de la acción humana. Mientras que Pinker reduce lo social a lo biológico, Kaldor mezcla lo normativo con lo explicativo. Sin embargo, para entender en profundidad las complejidades sociales de la violencia es necesario prestar atención a las dinámicas micro de la acción social. Décadas de investigación sobre el comportamiento humano en contextos micro de violencia demuestran que esta tiene su propia lógica. En lugar de ser el reflejo de lo biológico o de la imposición de formas externas de adoctrinamiento, los actos violentos requieren de acción social prolongada. La mayoría de los actos de violencia no se cometen por individuos aislados sino por grupos de personas que se reconocen y se aprecian unos a otros. En la medida en que el despliegue de la violencia se produce frecuentemente contra normas universalmente compartidas o rituales de interacción normales, la violencia no es fácil y, salvo que sea canalizada por organizaciones concretas, tiende a ser desorganizada, corta y poco eficaz (Collins, 2008; Bourke, 2000; Grossman, 1996; Holmes, 1985).

Como demuestra Collins (2008: 370-412), incluso en contextos organizados como las organizaciones militares en la guerra, las fuerzas policiales o las bandas, los episodios violentos generalmente incluyen un número reducido de participantes. La evidencia disponible sobre las guerras del siglo XX indica que la gran mayoría de los soldados nunca ha matado a un combatiente enemigo y que la mayor parte de las matanzas ocurrió por un grupo de individuos altamente motivados en cada pelotón. Igualmente, la mayoría de los oficiales de policía o de miembros de bandas violentas nunca ha matado a un ser humano y los actos de violencia son en general emprendidos por “un núcleo de violentos”. Así que para comprender qué motiva a los individuos a tomar parte en la violencia, es crucial desmitificar la percepción popular de que es fácil perpetrar violencia. Si este fuera el caso, no habría necesidad de emplear la variedad de métodos que se usan para movilizar a los individuos para ir a la guerra. La historia muestra que las organizaciones militares han tenido que recurrir a la coerción, a la propaganda, a los incentivos económicos, al chantaje emocional y a muchas otras técnicas para hacer luchar a los soldados. Esto no significa afirmar que los humanos tengan una aversión natural a la violencia. Al contrario, en la medida en que son seres complejos, interactivos y con capacidad de aprendizaje, tienen el potencial tanto para la violencia como para la compasión. Esta dualidad de la acción es muy obvia en las relaciones entre humanos y animales: mientras que unos animales son amados y cuidados, otros son cotidianamente sacrificados para la alimentación. Los humanos son seres plásticos a quienes generalmente desagrada la violencia pero son capaces de aprenderla ¿aprehenderla? como parte de la acción social en compañía de otros. Collins (2008) está en lo cierto cuando sostiene que la mayor parte de las formas de violencia incluye grupos y no individuos. Incluso cuando los individuos solitarios emprenden la violencia, a menudo se descubre que se desarrolló en referencia a o con la ayuda de otros ¿más? relevantes. Desde las misiones suicidas a los asesinatos, los francotiradores, pasando por las autoinmolaciones de protesta y hasta la violencia revolucionaria, los lazos sociales fuertes determinan generalmente las motivaciones que hay detrás de los actos individuales (Sageman, 2004; della Porta, 2013; Collins, 2008; White, 2000; Turner, 2007). Esto es válido tanto para la violencia a pequeña escala, como el vigilantismo o el asesinato político, como para la violencia masiva de las guerras, revoluciones y genocidios. En todos los casos, se puede encontrar una acción social intensa que hace posible la violencia.

Pero hay una diferencia sustancial entre los grupos pequeños, en los cuales los individuos generalmente se relacionan en interacciones cara-cara, y los compuestos de gran cantidad de individuos anónimos. Mientras que los grupos pequeños pueden iniciar e implicarse en formas de violencia ad hoc, esto es casi imposible para entidades a gran escala que requieren mayor coordinación y planificación. Es decir, las guerras, revoluciones, genocidios y otras formas de violencia colectiva requieren de la presencia de poder organizacional. La violencia militar es inconcebible sin organizaciones complejas necesarias para todos los segmentos de la actividad militar: reclutamiento, suministro, armamento, estrategia, táctica, información, reunión, moral, etc. Además, a diferencia de los grupos violentos pequeños que no necesariamente tienen que identificarse con una doctrina ideológica, la mayoría de las organizaciones militares duraderas requieren de cemento ¿sustento? ideológico para su cohesión. Aunque algunas organizaciones que emplean la violencia son más abiertamente ideológicas que otras (por ejemplo ISIS, Al-Nusra o los Tigres Tamiles) e incluso cuando no hay enfoque ideológico definido, todos los estilos militares tienen que buscar formas de justificar el uso de la violencia.

Aunque la acción micro y macro varía sustancialmente en términos organizativos e ideológicos, hay también algo que comparten: las micro-solidaridades grupales. En grupos pequeños de interacción cara-cara, el sentido de pertenencia es la piedra angular de la acción social. Las redes de amistad y de parentesco han sido tradicionalmente definidas como mecanismos de implicación en la violencia. Este hallazgo se relaciona por igual con bandas violentas, unidades terroristas, células insurgentes o estilos de vigilancia vecinal. En todos los casos son los lazos afectivos, la realización ética y la responsabilidad micro-grupal lo que se revela como conductores clave para la cohesión del grupo (Sageman, 2004; della Porta, 2006; White, 2000; Malešević, 2013a; 2015). Aunque esto es menos visible en el caso de las macro-organizaciones, también estas se construyen y se mantienen alrededor de lazos emocionales y cognitivos similares. Obviamente las organizaciones compuestas por millones de individuos (los ejércitos chino o ruso, por ejemplo) no pueden desarrollar esos lazos íntimos entre sus miembros como hacen los grupos pequeños de interacción cercana. Pero todas las organizaciones de gran escala que recurren a la violencia utilizan la energía de la micro-solidaridad. No lo hacen de manera directa, sino a través de procesos organizativos e ideológicos que, cuando tienen éxito, hacen que se parezcan a las pequeñas (Thornborrow y Brown, 2009). En muchos sentidos, la coherencia interna y la eficacia externa de las grandes organizaciones militares se basa en su capacidad para imitar el discurso y las prácticas de apego a nivel micro, un proceso que llamo “envolvimiento de las micro-solidaridades” (Malešević, 2017; 2015). Puesto que los seres humanos son criaturas emocionales y simbólicas, que tienden a la realización cognitiva, afectiva y moral a través de lazos personalizados, es esencial para las organizaciones sociales, incluyendo las militares, hacer resonar estos sentimientos y formas de cognición. Por ello, en los últimos 12.000 años, las organizaciones militares han sido propensas a tejer formas de apego grupal sobre los micros universos de la amistad, la familia y los pares. Mientras que, con notables excepciones, los sistemas políticos pre-modernos no tenían ni las capacidades organizativas ni ideológicas para penetrar este microcosmos, los órdenes políticos y militares modernos han perfeccionado los mecanismos para penetrar este micro mundo.

En los últimos trescientos años, con los aparatos del Estado moderno, las organizaciones militares han desarrollado numerosos roles nuevos: el monopolio del uso de la violencia sobre territorios soberanos, la introducción de sistemas de conscripción de masas, el registro obligatorio de ciudadanos (certificados de nacimiento obligatorio, documentos de identificación, pasaportes, etc.), la mejora del control policial y judicial sobre la ciudadanía, el uso de redes avanzadas de comunicación y transporte para centralizar el control desde la capital a las regiones y provincias, la introducción de distintas formas y programas de vigilancia y censura o la capacidad fiscal (Mann, 1986; 1993; Malešević, 2017; 2010). En línea con el diagnóstico weberiano, a medida que los ejércitos se transformaron gradualmente de modelos patrimoniales a formas legal-racionales de organización, también se tornaron más formales, anónimos y burocráticamente distantes. En consecuencia, para mantener la sujeción de la sociedad se volvió capital que las organizaciones militares se apropiaran de los discursos y las prácticas de micro-solidaridad. Para lograrlo, la expansión del poder organizacional debió acompañarse del aumento de las estructuras ideológicas, incluyendo la expansión de los sistemas educativos de masas controlados estatalmente, el aumento sin precedentes en las tasas de alfabetización, el desarrollo de la sociedad civil, los medios de comunicación y la creciente interdependencia entre Estado y sociedad. En tal situación, el poder ideológico tuvo los recursos y el estímulo para encapsular las redes de micro solidaridad.

El resultado a largo plazo de este proceso fue una mayor integración de los poderes ideológicos y organizativo-coercitivos con los componentes emocionales, éticos y cognitivos del micro-mundo. Es decir, penetrando en la base, las organizaciones militares lograron fundir lo nacional con lo local, lo macro con lo micro y lo organizacional con lo personal. Con ello, en lugar de definirse a sí mismas como entidades burocráticas implicadas en la destrucción de otras entidades (otros ejércitos o estados, por ejemplo), abrazaron el lenguaje y los rituales vinculados con la familia, el parentesco y la amistad. Así, las instituciones militares despliegan tópicos nacionalistas, religiosos o cualquier otro recurso ideológico para representar los ejércitos como “bandas fraternas” que luchan para preservar “el honor de sus madres y hermanas”. En esta retórica, las organizaciones formales como los Estados o los ejércitos, pierden sus frías propiedades burocráticas y se convierten en “patrias” –“motherland”, “fatherland”, “homeland”– “nuestros bravos muchachos y muchachas” y demás. En este contexto, el éxito de la penetración ideológica y organizativa debe ser medido por la normalización popular y la naturalización que no tolera el cuestionamiento serio de las categorías producidas organizativa e ideológicamente. Es a través de este proceso de ideologización centrífuga y de burocratización acumulativa de coerción como se encapsulan las micro-solidaridades y se integran en el funcionamiento cotidiano de la maquinaria militar. Resulta crucial, entonces, constatar que este proceso ha experimentado una expansión continua en los últimos trescientos años y que, independientemente de que ejércitos y Estados estén o no implicados en guerras, sus capacidades ideológicas y burocráticas para la sujeción no han dejado de expandirse.

Es cierto que en las últimas décadas asistimos a un declive en el número de bajas militares y en el número de guerras a nivel mundial. Sin embargo, ello no ha tenido impacto en la continua expansión de los aparatos militares burocráticos e ideológicos de los Estados más poderosos. Incluso en el periodo posterior a la Guerra Fría, sostenido por las ideas thatcheristas del Estado mínimo, tanto los aparatos militares como estatales de Estados Unidos y Reino Unido han crecido (Mann, 2013). Igualmente China y Rusia tienen estructuras organizativas e ideológicas miliares mejores que sus predecesores en los años 1980, teniendo Rusia una burocracia cinco veces mayor que toda la que tuvo la URSS (Gudkov, 2015).[7] Obviamente el tamaño de los aparatos ideológicos y burocráticos no implica necesariamente una mayor eficiencia. Pero indica mayor penetración en la vida diaria y por tanto demuestra que el poder coercitivo no está menguando. Con este crecimiento continuo de los poderes ideológicos y organizativos y su mejor incrustación ¿intromisión? ¿injerencia? en las redes de micro-solidaridad, la violencia militar tiene más potencial para expandirse que para reducirse como plantean Pinker y otros. Pero esta expansión tampoco parece seguir las teorías de las “nuevas guerras” y del “desplazamiento tecnológico”. Más que indicar una discontinuidad profunda con el pasado, las tendencias presentes apuntan a un aumento continuo del poder militar en el siglo XXI.

Conclusión

A menudo la violencia militar se entiende como un medio para el logro de objetivos políticos o económicos concretos. Desde Maquiavelo (1997[1532]) y Clausewitz (1997 [1832]) hasta Kenneth Waltz (2008) y John Mearsheimer (2001) la academia ha sobrevalorado la instrumentalidad política y económica del poder militar. Aunque Clausewitz sabía que “la niebla de la guerra” genera sus propias e impredecibles dinámicas, sostenía obstinadamente que la violencia es la sirvienta de la política. Pero para poder entender cómo opera la violencia militar a lo largo del tiempo y del espacio es preciso reconocer su singular dimensión sociológica y organizativa. En la medida en que la guerra es, sobre todo, una institución humana dependiente de la relación simbiótica entre tecnología, organización, ideología y solidaridad, sus dinámicas cobran forma a través de la combinación contingente de estos factores. Las tres perspectivas más importantes para aproximarse a la violencia militar, como he señalado, niegan esta complejidad histórica de la violencia colectiva. Al centrarse en una única dimensión, sobrevaloran el papel de la tecnología, de la economía o de la biología en la transformación del poder militar. En consecuencia, ven rupturas radicales donde en realidad hay continuidad organizacional, ideológica y micro-interactiva en el modo de operar de la violencia militar en el siglo XXI. La conclusión es que aunque la violencia militar se apoye en la tecnología más sofisticada, los sistemas económicos complejos o incluso las propensiones biológicas, las guerras pueden librarse con escasa tecnología, muy poca producción económica y unos principios muy básicos. Pero no hay guerra sin organización. De su emergencia hace 12.000 años hasta el día de hoy, la guerra ha cambiado sin cesar en paralelo con las formas de organización que la sostienen. Por ello, lo realmente fascinante de la violencia militar no es que cambie con el tiempo, como inevitablemente ocurre, sino que sus bases organizacionales permanecen estables y siguen creciendo y expandiéndose a lo largo de los siglos. En este sentido, el siglo XXI no es la excepción, sino la regla.

Bibliografía

Alperovitz, Gar (1995). The Decision to Use the Atomic Bomb, New York: Albert Knopf.

Arkin, Ronald C. (2011). “Military Robotics and the Robotics Community’s Responsibility”, en Industrial Robotics, 38 (5): 1973.

Bauman, Zygmunt (2002). Society under Siege, Cambridge: Polity.

Bauman, Zygmunt (2006). Liquid Fear, Cambridge: Polity.

Bender, Jeremy (2015). “‘They’d love to do damage’: The FBI says ISIS wants to go after one of America’s biggest vulnerabilities”, en Business Insider UK. Disponible en: http://uk.businessinsider.com/isis-and-hacking-us-power-grid-2015-10?r=US&IR=T.

Bourke, Joanna (2000). An Intimate History of Killing, London: Granta.

Broadbridge, Anne (2008). Kingship and Ideology in the Islamic and Mongol Worlds, Cambridge: Cambridge University Press.

Childs, John (2005). “The Military Revolution I: The Transition to Modern Warfare”, en Townshend, Charles (ed.) The Oxford History of Modern Warfare, Oxford: Oxford University Press.

Cirillo, Pasquale y Taleb, Nassim (2017). “On the Statistical Properties and Tail Risk of Violent Conflicts”, en Physica A: Statistical Mechanics and its Applications [in press].

Clausewitz, Carl von (1997 [1832]). On War, Ware: Wordsworth.

Coker, Christopher (2013). Warrior Geeks, London: Hurst.

Collins, Randall (2008). Violence: A Micro-Sociological Theory, Princeton: Princeton University Press.

De Landa, Manuel (1991). War in the Age of Intelligent Machines. New York: Swerve Editions.

Della Porta, Donatella (2013). Clandestine Political Violence, Cambridge: Cambridge University Press.

Dolman, Everett (2015). Can Science End War? Cambridge: Polity.

Duffield, Mark (2001). Global Governance and the New Wars, London: Zed.

Elias, Nobert (2000[1939]). The Civilising Process: Sociogenetic and Psychogenetic Investigations, London: Blackwell.

Fazal, Tanisha M. (2014) “Dead Wrong? Battle Deaths, Military Medicine, and Exaggerated Reports of War’s Demise”, en International Security, 39 (1): 95-125.

Foucault, Michel (1975). Discipline and Punish. The Birth of Prison, London: Penguin.

Foucault, Michel (2003). Society Must Be Defended: Lectures at the College de France 1975-1976, New York: Picador.

Fry, Douglas S. (2007). Beyond War, Oxford: Oxford University Press.

Fry, Douglas S. y Sorderberg, Patrik (2013). “Lethal Aggression in Mobile Forager Bands and Implications for the Origins of War”, en Science 341 (6143): 270-273.

Gat, Azar (2013). “Is War Declining – And Why?”, en Journal of Peace Research, 50 (2): 149-157.

Gellner, Ernest (1983). Nations and Nationalism, Ithaca NY: Cornell University Press.

Giddens, Anthony (1986). The Nation-State and Violence, Cambridge: Polity.

Goldstein, Joshua (2011). Winning the War on War: The Decline of Armed Conflict Worldwide, New York: Dutton.

Grossman Dave (1996). On Killing: The Psychological Cost of Learning to Kill in War and Society, Boston: Little, Brown.

Gudkov, Gennady (2015). .Russian Nomenklatura 5 Times Larger, More Privileged. More Dangerous than Soviet Predecessor”, The Interpreter, October 24, 2015; https://www.interpretermag.com/russian-nomenklatura-five-times-larger-more-privileged-and-more-dangerous-than-its-soviet-predecessor-gudkov-says/

Guthrie, R. Dale (2005). The Nature of Palaeolithic Art, Chicago: Chicago University Press.

Hall, John A. (1985) Powers and Liberties, London: Blackwell.

Hirst, Paul (2001). War and Power in the 21st Century, Cambridge: Polity.

Hixson Walter (2003). The American Experience in World War II: The Atomic Bomb in History and Memory, London: Routledge.

Holmes, Richard (1985). Acts of War, New York: Free Press.

Horgan, John (2012). The End of War, New York: McSweeney.

Kaldor, Mary (2003). Global Civil Society: An Answer to War, Cambridge: Polity.

Kaldor, Mary (2007). New and Old Wars: Organised Violence in a Global Era, Cambridge: Polity.

Kaldor, Mary (2013). “In Defence of New Wars”, en Stability 2 (1):4, http://doi.org/10.5334/sta.at

Kalyvas, Stathis (2001). “‘New’ and ‘Old’ Civil Wars: A Valid Distinction?”, en World Politics, 54: 99-118.

Low, Bobbi (1993). “An Evolutionary Perspective on War”, en Zimmerman, William y Jacobsen, Harold (eds.) Behavior, Culture and Conflict in World Politics, pp. 13-55. Ann Arbor: University of Michigan Press.

Machiavelli, Niccolo (1997 [1532]). The Prince, Ware: Wordsworth.

Malešević, Siniša (2010). The Sociology of War and Violence, Cambridge: Cambridge University Press.

Malešević, Siniša (2013a). Nation-States and Nationalisms: Organisation, Ideology and Solidarity, Cambridge: Polity.

Malešević, Siniša (2013b). “Forms of Brutality: Towards a Historical Sociology of Violence”, en European Journal of Social Theory, 16 (3): 273 - 291.

Malešević, Siniša (2014). “Is War Becoming Obsolete? A Sociological Analysis”, en Sociological Review 62 (2): 65-86.

Malešević, Siniša (2015). “Where does Group Solidarity Come from? Gellner and Ibn Khaldun Revisited”, en Thesis Eleven, 128 (1): 85-99.

Malešević, Siniša (2016). “Nationalism and Military Power in 20th Century and Beyond”, en Schroeder, Ralph (ed) Global Powers: Mann’s Anatomy of the 20th Century and Beyond, Cambridge: Cambridge University Press.

Malešević, Siniša (2017). The Rise of Organised Brutality: A Historical Sociology of Violence, Cambridge: Cambridge University Press [edición en español: (2020) El auge de la brutalidad organizada. Una sociología histórica de la violencia, Universitat de València]

Mann, Michael (1986). The Sources of Social Power I: A History of Power from the Beginning to AD 1760, Cambridge: Cambridge University Press.

Mann, Michael (1993). The Sources of Social Power II: The Rise of Classes and Nation States 1760-1914, Cambridge: Cambridge University Press.

Mann, Michael (2012). The Sources of Social Power III. Global Empires and Revolution, 1890-1945, Cambridge: Cambridge University Press.

Mann, Michael (2013). The Sources of Social Power IV: Globalizations 1945-2011, Cambridge: Cambridge University Press.

Mearsheimer, John J. (2001). The Tragedy of Great Power Politics, New York: W.W. Norton.

Meyer, John; Boli, John; Thomas, George y Ramirez, Francisco (1997). “World Society and the Nation-State”, en American Journal of Sociology 103 (1): 144-81.

Meyer, John; Ramírez, Francisco y Soysal, Yasemin Nuhoḡlu (1992). “World Expansion of Mass Education, 1870-1970”, en Sociology of Education 65: 128-49.

Midlarsky, Manus (2011). Origins of Political Extremism: Mass Violence in the Twentieth Century and Beyond, New York: Cambridge University Press.

Morris, Ian (2014). War! What is it Good For?: Conflict and the Progress of Civilization from Primates to Robots, New York: Berghahn Books.

Mueller, John (2009). “War Has Almost Ceased to Exist: An Assessment”, en Political Science Quarterly. 124 (2): 297-321.

Munkler, Herfried (2004). The New Wars, Cambridge: Polity.

Newman, Edward (2004). “The ‘New Wars’ Debate: A Historical Perspective is Needed”, en Security Dialogue. 35 (2): 173-189.

Pinker, Steven (2011). The Better Angels of Our Nature: Why Violence has Declined? New York: Allan Lane.

Sageman, Marc (2004). Understanding Terror Networks Philadelphia: University of Pennsylvania Press.

Singer, Peter Warren (2009). Wired for War: The Robotics Revolution and Conflict in the 21st Century. London: Penguin.

Singer, Peter Warren y Friedman, Allan (2014). Cybersecurity and Cyberwar: What Everyone Needs to Know, Oxford: Oxford University Press.

SIPRI Military Expenditure Database (2013). http://www.pgpf.org/Chart-Archive/0053_defense-comparison#sthash.cgDq2KLF.dpuf

Smith, Roger W. (1999). “State Power and Genocidal Intent”, en Chorbajian, Levon y Shirinian, George (eds). Studies in Comparative Genocide, London: Macmillan.

Thornborrow, Thomas y Brown, Andrew (2009). “Being Regimented: Aspiration, Discipline and Idenity Work in the British Parachute Regiment”, en Organizational Studies 30 (4): 355-376.

Tilly, Charles (1985). “War Making and State making as Organized Crime”, en Evans, Peter; Rueschemeyer, Dietrich y Skocpol, Theda (eds.) Bringing the State Back In, Cambridge: Cambridge University Press.

Tin-Bor Hui, Victoria (2005). War and State Formation in Ancient China and Early Modern Europe, Cambridge: Cambridge University Press.

Turner, Jonathan (2007). Human Emotions: A Sociological Theory, London: Routledge.

Virilio, Paul (1997). Pure War, New York: Semiotext(e).

Virilio, Paul (2006). Speed and Politics, Cambridge, MA: MIT Press.

Waltz, Kenneth (2008). Realism and International Politics, London: Routledge.

Weber, Max (1968). Economy and Society, New York: Bedminster Press.

White, R. W. (2000). “Issues in the Study of Political Violence: Understanding the Motives of Participants in Small Group Political Violence”, Terrorism and Political Violence, 12(1): 95-108.

Notas

[1] Quiero agradecer a Gibson Burrell, Brian Bloomfield, Niall O’Dochartaigh y a los evaluadores sus valiosos comentarios a las versiones iniciales de este artículo.
[2] Nota de la traductora: se ha optado por traducir las citas literales. Para una traducción de Steven Pinker véase: Los Ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones. Madrid: Paidós [traducción de Joan Soler Chic].
[4] Mi crítica a la concepción de M. Mann de poder organizativo, véase en Malešević (2016). En el mismo volumen, la respuesta de M. Mann a mis críticas.
[6] Obviamente, la ampliación de los derechos de ciudadanía estaba aún limitada a los varones blancos propietarios, pero una vez que el nuevo principio fue aceptado, estimuló debates sobre qué constituye “el pueblo” (véaseMann, 1993; 2012).
[7] Como sostiene Gudkov (2015): “…hay cinco o seis veces más burócratas en Rusia con una población de 140 millones que la que había en toda la Unión Soviética con 286 millones de residentes”: http://www.interpretermag.com/russian-nomenklatura-five-times-larger-more-privileged-and-more-dangerous-than-its-soviet-predecessor-gudkov-says/

Información adicional

Publicado originalmente en: Malešević, Siniša (2017). “The organisation of military violence in the 21st century”, Organization, Special Issue: Licence to Kill: the Organization of Destruction in the 21st Century: http://journals.sagepub.com/doi/abs/10.1177/1350508417693854: Publicado originalmente en: Malešević, Siniša (2017). “The organisation of military violence in the 21st century”, Organization, Special Issue: Licence to Kill: the Organization of Destruction in the 21st Century: http://journals.sagepub.com/doi/abs/10.1177/1350508417693854

HTML generado a partir de XML-JATS4R por