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Los avatares de una reforma ante un federalismo en cuestión. Gobernar y legislar sobre los Territorios Nacionales en la descomposición regeneracionista del orden conservador (1910-1916)

The Vicissitudes of a Reform in the Face of a Federalism in Question. Governing and Legislating on National Territories in the Regenerationist Breakdown of the Conservative Order (1910-1916)

Lisandro Gallucci
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
Universidad Nacional de San Martín, Argentina

Los avatares de una reforma ante un federalismo en cuestión. Gobernar y legislar sobre los Territorios Nacionales en la descomposición regeneracionista del orden conservador (1910-1916)

Prohistoria, núm. 34, pp. 193-220, 2020

Prohistoria Ediciones

Recepción: 10 Diciembre 2019

Aprobación: 02 Marzo 2020

Publicación: 31 Mayo 2020

Resumen: La reforma electoral promovida por Roque Sáenz Peña ha representado el principal objeto de interés de la historiografía sobre el periodo entre 1910 y 1916. Menor atención se ha dado a otras cuestiones que los contemporáneos sin embargo consideraban entre los problemas de mayor importancia. Es el caso de los que se identificaban en torno al régimen federal, objeto de numerosas controversias políticas e intelectuales. Aquí se busca contribuir al tema a partir de una de las aristas específicas del federalismo argentino como fue de la condición institucional de los Territorios Nacionales y su eventual admisión como nuevas provincias.

Palabras clave: Federalismo, Reformismo, Regeneracionismo, Territorios Nacionales, Argentina.

Abstract: The electoral reform promoted by Roque Sáenz Peña has been the main subject of interest in Argentine historiography on the period between 1910 and 1916. Less attention has been given to other issues that contemporaries nevertheless considered to be problems of the utmost importance. Such is the case of those they identified in the Argentine federal regime, giving rise to several political and intellectual controversies. These pages aim to shed light on one of the issues of Argentine federalism of that period, such as the institutional condition of the National Territories and their eventual admission as new provinces.

Keywords: Federalism, Reformism, Regenerationism, National Territories, Argentina.

“Valiéndome de un símil, tal vez impropio del asunto, comparo el empeño de mantener la Constitución federal, al de un hombre que quisiera usar el traje que le hicieron cuando niño. Las instituciones que corresponden a las condiciones del país en que rigen, son el traje que está bien al cuerpo. Las que llevan treinta o cuarenta años de prueba y ensayos estériles, no están bien, y como el cuerpo no puede amoldarse a la medida de la ropa, es prudente buscar una ropa que esté bien al cuerpo” (Rivarola, 1908: 380-381).

Con esas palabras buscaba Rodolfo Rivarola ofrecer, en su Del régimen federativo al unitario (1908), una imagen descriptiva del estado en que observaba al régimen federal argentino. Según el rosarino, quien poco más tarde fundaría la Revista Argentina de Ciencias Políticas, el régimen federal constituía un molde institucional que la nación argentina se había visto obligada a adoptar, debido a la fragmentación política que marcó la primera mitad del siglo XIX, pero que al iniciar la nueva centuria se revelaba como una fórmula arcaica que obstaculizaba los de todas formas intensos progresos alcanzados por la sociedad.

No más positiva era la mirada que, en el año del Centenario de la Revolución de Mayo, José Nicolás Matienzo ofrecía en El gobierno representativo federal en la República Argentina (1910). Para el jurista tucumano, graduado al igual que Rivarola en la Universidad de Buenos Aires, el cuadro general de las provincias argentinas, piezas fundamentales de dicho régimen, era penoso. “Casi siempre afligidas por el déficit de sus presupuestos”, podían ser parangonadas a “esos nobles pobres que, a falta de gobiernos, ostentan títulos y pergaminos sin aplicación a las necesidades de la lucha por la existencia” (Matienzo, 1910: 344). Si las provincias podían invocar perfectas cartas de su autonomía, carecían al mismo tiempo de los medios materiales que les permitieran hacerla efectiva. Ese “sobrante inútil de soberanía” –en la expresión de Matienzo (1910: 344)– no las libraba de caer en una creciente dependencia de las finanzas nacionales, pagada con la sumisión de los gobernadores al presidente. Pero aunque fatuas, esas autonomías mantenían presencia en la política electoral y parlamentaria, permaneciendo como partes con las que todos los gobiernos federales se veían obligados a lidiar, distrayendo así la acción oficial de más provechosos fines.

Como es posible observar, las metáforas a las que tanto Rivarola como Matienzo recurrían eran coincidentes en brindar un cuadro negativo. En uno y otro caso, se buscaba poner en evidencia una profunda inadecuación de las formas jurídicas a la realidad, que solo podía tener consecuencias nocivas para la vida de una república moderna. Cierto es que más allá de sus notas coincidentes, las miradas que Rivarola y Matienzo ofrecían sobre la condición del régimen federal diferían en la apreciación de las causas de esa realidad, como también en las soluciones que cada uno proponía ante la misma. Si el primero preconizaba la sustitución del régimen federal por uno unitario, el segundo rechazaba en forma explícita esa alternativa extrema para advertir, en cambio, que la mayor centralización por la que abogaba podía ser alcanzada dentro del mismo molde federal. Pero no obstante las diferencias que sería posible identificar entre las consideraciones que ambas figuras realizaban acerca del estado del federalismo (Roldán, 2015), lo que aquí interesa advertir es que ambos veían en este una dimensión sombría de la vida nacional que contrastaba con los radiantes panoramas que de ella ofrecían otros con motivo del Centenario (Devoto, 2010). El entonces generalizado optimismo respecto del porvenir, ánimo al que ni Rivarola ni Matienzo escapaban, tampoco impedía el reconocimiento de otros opacos aspectos del orden institucional vigente. Sin duda, la cuestión del sufragio era la que concitaba mayor atención entre los observadores de la escena política (De Privitellio, 2011a). En ella encontraban no solo el signo más nítido de la insuficiente virtud cívica que endilgaban a la ciudadanía, sino también el problema con cuya resolución podría finalmente lograrse una plena correspondencia entre las instituciones representativas y la sociedad que debían representar. Acaso uno de quienes mejor ilustraba esa mirada era el propio Roque Sáenz Peña, quien poco antes de convertirse en Presidente de la Nación en 1910, celebraba que su candidatura se diera al calor de una “hermosa exigencia de la verdad institucional” que permitiera “colocar a nuestro país en la realidad republicana” (1910: 34, 39).

La presunción de que esa “verdad institucional” que la nación debía descubrirse a sí misma podía surgir del ejercicio obligado del sufragio por parte de un sufragante que había todavía que crear, denota en todo caso la convicción de Sáenz Peña en esa empresa de regeneración política y moral de la república. Una abundante historiografía ya se ha ocupado de explorar las motivaciones, las premisas y los resultados de la reforma electoral que quedó ligada a su nombre (Botana, 1998 [1977]; Castro, 2012; De Privitellio, 2011b; Devoto, 1996; Persello y De Privitellio, 2009). Pero si bien la cuestión electoral ocupaba un lugar central en la mirada del reformismo nucleado en torno a Sáenz Peña, no puede decirse que fuera ese el único desajuste advertido entre las instituciones políticas y la sociedad civil.[1] Cabe entonces preguntarse si para Sáenz Peña las deficiencias del régimen federal que contemporáneos como Rivarola y Matienzo resaltaban en sus obras conformaban en sí mismas un obstáculo en el camino a aquella “verdad institucional”, o si eran en cambio concebidas como simples derivaciones de la cuestión electoral que la reforma también lograría remediar. Responder a la cuestión no resulta sencillo toda vez que Sáenz Peña, a más de una discontinua trayectoria política, no hizo del federalismo un objeto de reflexión sistemática. Si bien su pasado en el alsinismo y sus propias intervenciones como diputado en la legislatura bonaerense han sido señaladas como evidencias de una acendrada convicción federalista (Ravina, 2008), lo que aquí interesa explorar es el modo en que su concepción de la nación y su mirada sobre el estado del federalismo condicionaban la forma de entender las autonomías provinciales. Para esto se propone poner foco en apenas uno de los múltiples problemas manifiestos en el federalismo argentino hacia el Centenario, como fue el representado por la admisión como nuevas provincias de los Territorios Nacionales, dependencias del Estado federal que conformaban casi la mitad de la superficie argentina. Esto no implica sugerir que dicha cuestión haya sido la más decisiva de las entonces enfrentadas por el régimen federal. De todos modos, ofrece una vía de acceso válida para analizar, primero, las medidas que el gobierno de Sáenz Peña formuló en relación con los Territorios, dado que, en segundo término, permiten entender cómo era concebido el futuro reconocimiento de esos espacios como nuevas provincias, todo lo cual remitía, en tercer lugar, a cierta concepción de la calidad provincial en particular y del régimen federal en general, aspectos estos últimos apenas explorados en la historiografía sobre el saenzpeñismo.

De esta manera, un primer apartado brinda una descripción general de los problemas que hacia el Centenario se advertían en el régimen federal, a los que entonces vinieron a agregarse las primeras iniciativas para hacer de algunos Territorios nuevas provincias. La segunda sección se ocupa de analizar las principales medidas que el gobierno de Sáenz Peña ensayó ante las dificultades identificadas en el gobierno de aquellos extensos espacios, mientras que en la tercera se pone foco en el proyecto de reforma de la ley de Territorios que el Poder Ejecutivo de la Nación elevó al Congreso en 1914. En el cuarto segmento se explora el nuevo intento del gobierno, ya a cargo de Victorino de la Plaza, de lograr la sanción de aquella reforma, cosechando sin embargo otro fracaso. Por último, se ensaya una reflexión sobre la forma en que la convicción de Sáenz Peña –y acaso de sus seguidores– en la existencia de un “alma nacional” que debía ser regenerada, condicionó su percepción del federalismo argentino y, en consecuencia, su modo de imaginar la formación de nuevas provincias.

El federalismo argentino hacia el Centenario

Los debates en torno al régimen federal argentino no comenzaron hacia 1910. Al menos desde su adopción constitucional en 1853, dicho sistema fue objeto de frecuentes querellas, no de índole puramente especulativa, sino ligadas al proceso de formación del Estado nacional. Las mismas comprendieron el emplazamiento de la capital federal, la delimitación de competencias fiscales, administrativas, judiciales y militares entre la nación y las provincias, sin olvidar el recurrente asunto de la intervención federal a estas últimas (Alonso y Bragoni, 2015; Bragoni y Míguez, 2010). La resolución de esas diferentes cuestiones llevó a dar forma a un cierto tipo de federalismo, al que algunos actores contemporáneos denunciaban como una mera fachada bajo la que operaban poderosas tendencias centralistas que debían ser combatidas, incluso en forma violenta, pero al que otros, más conscientes de las limitaciones impuestas por la realidad de sus provincias, apostaron por adaptarse al descubrir en el fortalecimiento del Estado federal algo más ventajoso que un intransigente celo autonomista. Pese a todo, como José Carlos Chiaramonte y Pablo Buchbinder (1992) señalaron al recorrer los planteos de las principales figuras del pensamiento constitucional de la segunda mitad del siglo XIX, esas intervenciones dieron sustento a una defensa cada vez más intensa del federalismo. Así lo sugiere, entre otros indicios, que al iniciar el siglo XX, propuestas como la formulada por Rivarola no encontraran mayor recepción en los sectores dirigentes de la época.

Las miradas que hacia el Centenario se desplegaron sobre el federalismo presentaron, sin embargo, algunas notas particulares. De acuerdo a Darío Roldán, el debate en torno al régimen federal “se acompañó con una evaluación del funcionamiento del conjunto de las instituciones a medio siglo de la adopción de la Constitución reformada” (2015: 223). De esta manera, aunque las posiciones entonces expresadas no dejaron de nutrirse de los planteos de figuras intelectuales del siglo previo, el escenario presente hacia 1910 hizo que perdieran actualidad controversias como la relativa a la preexistencia de la nación o de las provincias, y que los diagnósticos sobre el federalismo se enlazaran de forma más estrecha con juicios en torno a la cuestión electoral, en la que diversos actores veían condensarse los males que, tanto a nivel nacional como provincial, afectaban la legitimidad de las instituciones representativas.

En la terminante mirada de Rivarola, la vigencia de un sistema electoral mayoritario, en combinación con una organización federal del sistema representativo, hacía que las elecciones no funcionaran como fuentes de genuina legitimación política y que las provincias detentaran unas autonomías solo imaginarias. En esa Argentina que se disponía a celebrar el Centenario, denunciaba Rivarola a propósito de las elecciones presidenciales, “no se cuentan los votos del pueblo; se cuentan los gobernadores. Quien tenga en su apoyo al gobernador cuenta con la unanimidad de los electores” (1908: 92). Las provincias no parecían para el rosarino más que figuras jurídicas vacías, solo útiles para dar a sus gobernadores un poder elector que transaban en el Colegio Electoral con los aspirantes a la Presidencia, o bien en el Congreso de la Nación con quienes ya estaban al frente del Ejecutivo nacional. Así, lejos de propender al equilibrio de poderes como en el caso de los Estados Unidos –donde no dejaba Rivarola de advertir también tendencias centralizadoras–, el régimen federal había conducido en Argentina a “la supremacía del Poder Ejecutivo” (Rivarola, 1908: 103).

No muy diferente era el cuadro ofrecido en 1909 por un destacado protagonista de la vida política que estaba además muy lejos de rechazar el federalismo. Para Joaquín V. González, entonces senador por La Rioja, las legislaturas provinciales “se han convertido en rodajes secundarios de un mecanismo electoral extraño a la provincia misma, y en que los Gobernadores han dejado de ser representantes autónomos e independientes de un Estado”, de lo cual concluía que “de aquí a la fórmula de la Constitución de 1826, de la Nación Argentina organizada en unidad de régimen, no hay sino la distancia ilusoria de las palabras” (1914: 56). Sin acompañar a Rivarola en su voto por el régimen unitario, González coincidía con aquel en reconocer que la nación llegaba a su Centenario siendo testigo de la extinción del federalismo, del que solo quedaban formas constitucionales huecas, meros engranajes de una maquinaria electoral que corroía la legitimidad de los poderes representativos. En El juicio del siglo (1910), obra en la que esbozaba un balance de la experiencia histórica argentina que revelaba de todos modos su confianza en un futuro promisorio, el riojano apuntaba contra “los abusos continuados que la política de los partidos oficiales comete, como medio de monopolizar los resortes electorales en toda la República” (González, 1913: 241). Y sin embargo, a tono con el optimismo que lo invadía al repasar los progresos alcanzados por la nación al cumplir su primer siglo, González afirmaba que esa tendencia unitaria era producto de “la imperfecta educación política del pueblo y sus clases gobernantes”, y que una progresiva elevación cultural pondría fin a esas distorsivas costumbres (1913: 242).

Los efectos corruptores que sobre la vida republicana tenía aquella mutua colaboración entre los gobernadores y el presidente, eran también resaltados por Matienzo: “para que éste les deje hacer y les proteja en el interior de sus provincias, ellos le dejan hacer y le sirven de auxiliares en el orden de la política nacional [...] en todo lo que atañe a la renovación del congreso y de la presidencia” (1910: 211). En la lógica de ese pacto no demasiado tácito que según Matienzo dominaba la política argentina desde 1880, “lo que el presidente requiere de aquellos funcionarios [los gobernadores] no es más que una participación en los provechos ilícitos del poder electoral que ellos usurpan a los ciudadanos de su respectiva jurisdicción” (1910: 211). La conclusión a la que arribaba era que el régimen representativo federal consagrado en la Constitución, en realidad, “no garante al pueblo contra los gobiernos, sino a los gobiernos contra el pueblo” (Matienzo, 1910: 341). Un argumento no solo similar al de Rivarola, sino además útil para despejar de obstáculos jurídicos las intervenciones federales a las provincias y al que Matienzo seguiría apegado como Procurador General de la Nación durante casi toda la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen.

Sea que la perversión del federalismo apareciese, como en Matienzo, como un secuestro de la representación popular por parte de los gobernadores, lo que exigía dar a la nación los medios legales para intervenir en amparo de esa representación; sea que, como en González, esa degradación fuese advertida como una dinámica donde los estados provinciales “van desapareciendo en su entidad política, absorbidos por el poder central en todas sus manifestaciones de existencia propia” (González, 1914: 48), el estado general del federalismo argentino llevaba a los contemporáneos a poner en cuestión la misma condición provincial. La posición más radical era la de Rivarola (1908), para quien varias de las provincias existentes debían ser federalizadas o bien anexadas a otras. Menos extremos, otros estudiosos no eran menos críticos. Para Manuel Montes de Oca, una provincia que no contase con la capacidad financiera para costear sus gastos no podía en rigor ser considerada tal, aunque el criterio no había sido respetado porque “la unidad nacional demandaba una desviación de los principios del derecho federal” (1910: 237), esto es, reconocer la autonomía de entidades en realidad incapaces de sostenerla. Un testigo directo de esa realidad como González, quien había sido gobernador de La Rioja y más tarde Ministro del Interior en la segunda presidencia de Julio A. Roca, no podía sino admitir que varias provincias se mantenían gracias a “las subvenciones de la Nación, que tanto amenguan la independencia política y a veces hasta el decoro colectivo de la provincia” (1914: 112), aunque no renunciaba a sostener que la entidad provincia “es un estado autónomo” (1914: 118). Esta definición era suscripta por Juan González Calderón, entonces un joven profesor de derecho en la Universidad de La Plata, quien en su Introducción al derecho público provincial (1913) caracterizaba a las provincias como “unidades políticas autonómicas [...] preexistentes e indestructibles” (1913: 47). No obstante, González Calderón encontraba necesario insistir en que la autonomía no debía derivar de títulos legales sino de la capacidad de bastarse a sí mismas, condición que, cuando no era efectiva, configuraba un escenario en el que “las provincias subvencionadas se convierten en tributarias del gobierno federal, fallando quizá por su base misma –la capacidad económica– la autonomía política del régimen federal” (1913: 93).

En este contexto, caracterizado por diagnósticos negativos sobre el estado del federalismo argentino, aparecieron los primeros reclamos por el reconocimiento de algunos Territorios Nacionales como nuevas provincias. De acuerdo a la ley de 1884 que les dio definitiva organización institucional, tales unidades, bajo la administración provisoria del gobierno federal, podrían ser admitidas como provincias luego de que hubiesen alcanzado una población superior a sesenta mil habitantes.[2] Hacia 1907, la gobernación de La Pampa fue la primera en superar dicho umbral, lo que condujo a algunos pobladores a iniciar gestiones en favor de una inmediata elevación al estatus de provincia y, poco después, a las primeras iniciativas parlamentarias que proponían tal cambio de estatus.[3] Si bien el fracaso de estas tempranas propuestas ha sido sin más contemplado como prueba del carácter presuntamente restrictivo del orden político vigente hacia el Centenario (Navarro Floria, 2009; Ruffini, 2007), parece más apropiado advertir que la cuestión del eventual reconocimiento de un Territorio como provincia se presentaba, como lo indican los testimonios más atrás recogidos, en un contexto de crítica del estado del régimen federal y, todavía más, de revisión de la propia calidad provincial. La idea de que todo se reducía a un deliberado bloqueo a la admisión de nuevas provincias, impide dar cuenta de los cambios que en esos años se introdujeron en el gobierno de los Territorios, como asimismo de otros que no se hicieron efectivos pero ofrecen elementos para comprender las dificultades de esa transformación.

Los Territorios y la regeneración de la nación

Un indicio de que la actitud ante los Territorios estaba cambiando hacia el Centenario lo ofrece la decisión de la Cámara de Diputados de la Nación de crear, en 1910, a partir de una iniciativa del diputado Escobar, una Comisión de Territorios Nacionales de carácter permanente, a la que se asignó la función de estudiar todo lo relativo a la legislación sobre dichos espacios y dictaminar sobre todos los proyectos de ley tocantes a ellos.[4] Asimismo, las visitas presidenciales buscaron mostrar una renovada atención hacia los Territorios. En marzo del mismo año, apenas dos días después de celebradas las elecciones de electores presidenciales, el candidato Roque Sáenz Peña aceptó la invitación del presidente José Figueroa Alcorta –un aliado por su común oposición al roquismo, o lo poco que quedaba de él (Castro, 2012: 250)– de integrar la comitiva oficial que viajó para dar inicio a las obras del dique sobre el río Neuquén e inaugurar un ramal ferroviario entre las localidades rionegrinas de San Antonio y Valcheta, en lo que representó la primera visita presidencial a los Territorios patagónicos después de las que realizara Roca en 1899 (Navarro Floria, 2007). En marzo de 1911, ya en condición de presidente, Sáenz Peña emprendió un nuevo viaje hacia el extremo sur del país, visitando algunas localidades portuarias de la Patagonia y la propia Isla de los Estados. Semanas más tarde, en su primer mensaje al Congreso, señalaba que “tenía prometido a los Territorios Nacionales mi cuidadosa solicitud” y que a eso se debía el “apresuramiento que he mostrado por adquirir el contacto personal con las necesidades de las gobernaciones.”[5] La promesa de una nueva época que también continuaría el rumbo de progreso ya establecido, se hacía así extensiva a aquellas regiones, donde “al recorrer nuestras costas hasta la extremidad del Continente, una sensación de inmensidad parecíame dilatar el concepto de la patria, junto con el sentimiento de su grandeza y soberanía.”[6]

Esto no significaba que Sáenz Peña concibiera su agenda hacia los Territorios en completa ruptura con los gobiernos precedentes. Una evidencia de esto la ofrece la continuidad de Ezequiel Ramos Mexía al frente del Ministerio de Obras Públicas, quien había logrado en 1908 la sanción de una Ley de Fomento de los Territorios Nacionales, que dispuso un ambicioso plan de obras públicas para el desarrollo de esos espacios.[7] Pero el mantenimiento de ciertas políticas no podría considerarse signo de una mera continuidad ya que, en todo caso, se inscribía dentro de la precisa noción que Sáenz Peña tenía de la sociedad argentina y de la misión regeneracionista que asignaba a su presidencia (Botana, 2010). Como ha señalado Luciano de Privitellio apropósito de la reforma electoral, la imagen que ese reformismo tenía de la sociedad remitía a una unidad trascendental obstruida por el particularismo de intereses menudos, convicción desde la cual “Sáenz Peña tampoco dudaba de que la única idea que verdaderamente identificaba el alma de la nación era aquella de la cual él mismo y sus amigos políticos eran voceros” (2011a: 153). Era en ese horizonte de regeneración cívica de la nación, que prometía liberarla de artificiales divisiones infiltradas por minorías de igual condición, donde se inscribía la política de Sáenz Peña hacia los Territorios.

Aun si la idea de que estos no habían sido verdaderamente incorporados a la nación ya era un lugar común antes del Centenario, cobró un nuevo tenor en esos años, durante los cuales la cuestión nacional se instaló como una de las principales preocupaciones de numerosos actores políticos e intelectuales (Devoto, 2005). La convicción de que los poderes públicos debían lograr la incorporación de esa abultada población extranjera llevó a muchos observadores a enfatizar la importancia de la educación primaria y del servicio militar obligatorios como instrumentos de nacionalización de esos contingentes, medios a los que Sáenz Peña añadiría un sufragio también obligatorio. Desde esas perspectivas, los Territorios aparecían como regiones donde la fuerza de la nacionalidad tendía a disminuir, tanto por las distancias en general enormes que los separaban del resto del país como por la importante presencia de población extranjera en la mayoría de ellos.

Una serie de medidas da cuenta de esa preocupación por lograr una efectiva integración de los Territorios a la nación, imaginada por Sáenz Peña como una unidad de carácter espiritual. La continuación de obras de fomento en los Territorios respondía a necesidades materiales como el transporte de personas y bienes, o la puesta en producción de los recursos allí disponibles, pero en última instancia eran contempladas como medios para alcanzar esa indivisible unidad de la nación.[8] En su mensaje al Congreso de 1912, ya promulgada la reforma electoral, Sáenz Peña resaltaba “la importancia cada día más grande de los Territorios, llamados a ser otras tantas provincias de la República”, señalando además su interés “en apresurar su advenimiento a ese alto rango, dándoles las garantías que han menester para desarrollarse y prosperar”.[9] Con el propósito de conocer mejor la realidad de las gobernaciones, Sáenz Peña anunció en esa ocasión la realización de un nuevo censo de población de los Territorios Nacionales. Ordenado en junio de 1912 y concretado entre septiembre y diciembre del mismo año, resultó en una población nominalmente censada de 293.372 individuos –de los cuales 109.499 eran extranjeros–, una proporción sin duda pequeña de los alrededor de siete millones y medio de habitantes con que contaba entonces el país.[10] Tan magra población para una extensión equivalente a casi la mitad del territorio argentino, a lo que se añadía que los extranjeros conformaban más de un tercio de aquella, no hacía sino confirmar a Sáenz Peña la presunción de que el “espíritu nacional” debía ser robustecido y que esto exigía una intervención más activa y eficaz de los poderes públicos en esas regiones.

La creación de la Dirección General de Territorios Nacionales (DGTN), en 1912, respondió a ese propósito. La medida era novedosa, aunque no constituía una alternativa desconocida al menos en los círculos interesados por la organización de las instituciones estatales.[11] Con la nueva oficina, instituida dentro del Ministerio del Interior conducido por Indalecio Gómez, el gobierno apuntó a concentrar la administración de los Territorios en una única repartición, en respuesta a las críticas que señalaban la variedad de organismos intervinientes en el manejo de las gobernaciones como uno de los principales obstáculos para su poblamiento y desarrollo. Un primer paso en esa dirección se había dado en 1911, con un decreto presidencial que dio a los gobernadores superintendencia sobre todos los empleados de la administración territorial, buscando así reducir la intervención de otros ministerios que no fueran el del Interior.[12] La creación de la DGTN profundizó esa estrategia de concentración administrativa como medio para agilizar el gobierno de los Territorios. Su primer director fue Isidoro Ruiz Moreno, quien permanecería en el cargo hasta 1920, cuando pasó a cumplir funciones de asesoría letrada en el organismo.

Concretado el censo de 1912, la primera tarea importante de la DGTN, se encomendó a la oficina la preparación de una reunión de todos los gobernadores de Territorios, con el objeto de que ofrecieran su parecer sobre los cambios que evaluaba el Ministerio del Interior en vistas a la reforma de la ley de Territorios prometida por Sáenz Peña en su mensaje presidencial. La Conferencia de los Gobernadores de los Territorios Nacionales tuvo lugar en la Casa de Gobierno de la Nación, entre marzo y abril de 1913, con la participación de los demás ministerios a través de funcionarios designados por sus respectivos ministros.[13] En el mensaje con que inauguró la conferencia el 10 de marzo, el ministro Gómez señaló que se trabajaba en una nueva ley de Territorios para dotarlos de una organización administrativa más eficiente, que propiciara el desarrollo de la capacidad gubernativa necesaria para su futuro reconocimiento como nuevas provincias. En base a su propia experiencia como ministro del Interior, pero también a partir de los panoramas trazados por los gobernadores y al más reciente informe producto de una gira de estudio que había ordenado realizar desde La Pampa a Santa Cruz, Gómez concluía que “la acción gubernamental no solo es deficiente para llenar sus fines, sino, divergente, inarmónica y frecuentemente contradictoria. [Y que] en tales condiciones no es de extrañar que a los territorios les falte la capacidad de gobernarse.”[14]

Más allá de la variedad de cuestiones abordadas durante la conferencia, que razones de espacio impiden comentar en detalle, lo que interesa advertir es que las mismas apuntaban a mejorar la administración de los Territorios y promover así el desarrollo de las capacidades de gobierno necesarias para su futura autonomía.[15] Un primer objetivo en ese rumbo consistía en hacer de la DGTN el ámbito de formación de un personal especializado en los asuntos territoriales, de modo que fuera posible, por una parte, que cualquier gobernador estuviese capacitado para asumir la dirección de dicho organismo y, por otro lado, poner al personal de la repartición en contacto con la realidad de las gobernaciones, apuntándoles comisiones puntuales o designándolos al frente de cargos en los Territorios. Se trataba, en palabras del propio Ruiz Moreno, de “propender a que se haga una carrera administrativa en los Territorios, que será una especialidad en el sistema administrativo”.[16] Posteriores medidas adoptadas por el Poder Ejecutivo dan cuenta de la decisión de avanzar en ese sentido.[17] La idea de concentrar el manejo de los Territorios en una oficina y de hacer de ella un ámbito de profesionalización del personal asignado a tales espacios, parecía responder a las sugerencias del español Julio Navarro Monzó, a quien se había encomendado la referida gira de estudio por las gobernaciones del sur, según el cual era necesaria la creación de un Ministerio de Territorios que cumpliera la función “que en las potencias coloniales europeas tiene el Ministerio de Colonias o el Ministerio de Ultramar”.[18] Si tales modelos ofrecían ejemplos de una administración profesionalizada, lo cierto es que ello no suponía abandonar la idea de que los Territorios debían dar lugar a nuevas provincias, como afirmaba el propio Navarro Monzó al señalar que en algunos de ellos era necesario “ir preparando desde ya el camino para un self-government que no puede hacerse esperar, cuando mucho, más de una década”.[19]

Al clausurar la conferencia, el 5 de abril, el ministro Gómez subrayaba que uno de los principales resultados de la misma era que los gobernadores “se han comunicado, han formado una especie de espíritu colectivo”, lo que lo llevaba a imaginar que “la dirección central recibirá así un espíritu común que se comunique con ella y podrá dirigir los movimientos con mayor sencillez y mayor eficacia.”[20] Pero más allá del deseo de armonizar las acciones del Ministerio y de las gobernaciones territoriales, la celebración de la conferencia respondía al interés de la cartera del Interior de hacer que su proyecto de reforma de la ley de Territorios pudiera ser presentado ante el Congreso de la Nación como el fruto de una meditada consulta a los gobernadores y a los agentes de otros ministerios.

Las formas de una reforma

El 6 de mayo de 1913, en el que resultaría su último mensaje al Congreso, Sáenz Peña declaraba su compromiso con “los anhelos expresados por los señores Gobernadores en la conferencia a que han sido invitados”, añadiendo que entre las medidas que el gobierno preparaba figuraría, en primer lugar, el proyecto de reforma de la ley de Territorios.[21] Se buscaba así concretar una reforma que, si bien con diferentes formas, había sido infructuosamente promovida por dos gobiernos previos.[22] Durante los meses siguientes, marcados por el deterioro de la salud del presidente, que lo llevó en octubre a licenciar el cargo en favor de De la Plaza, el ministerio conducido por Gómez avanzó en el diseño del proyecto. Sin embargo, la presentación ante el Congreso solo se hizo efectiva el 9 de septiembre de 1914, a un mes de la muerte de Sáenz Peña y transcurridos seis meses de un completo cambio ministerial que implicó el reemplazo de Gómez por Miguel S. Ortiz como titular de la cartera del Interior. Pese a estas modificaciones en el gobierno, el proyecto de reforma finalmente elevado al Congreso guardaba clara correspondencia con lo tratado en la conferencia de gobernadores de 1913. Acaso la continuidad de Ruiz Moreno al frente de la DGTN explique la consonancia entre las propuestas formuladas durante el ministerio de Gómez y las formalizadas con Ortiz. Como sea, la correspondencia del proyecto presentado por De la Plaza y Ortiz con los lineamientos trazados durante el ministerio de Gómez, parece confirmar una continuidad con el rumbo que Sáenz Peña había dado a su presidencia (Scherlis y López, 2005).

A lo largo de sus ochenta y cinco artículos, el proyecto apuntaba a introducir diversos cambios en el régimen de Territorios. El primero consistía, como señalaba el mensaje con el que De la Plaza y Ortiz acompañaban la iniciativa, en “centralizar, bajo una misma dirección, todo lo que se refiere a la administración y fomento de los territorios”,[23] con el propósito de volver más eficiente su gobierno y de permitir la formación de un funcionariado también especializado, intentando emular la experiencia de otras naciones que manejaban sus dominios coloniales o territoriales a través de una única agencia. En esa línea, la DGTN aparecía como el organismo en el que el Ministerio del Interior concentraría el tratamiento de todo lo relativo a los Territorios, nada de lo cual suponía abandonar la idea de que estos debían en algún momento alcanzar estatus provincial, aun si –como se verá enseguida– se planteaban nuevas condiciones para operar dicho reconocimiento.

Esta reorganización venía acompañada de una revisión de la extensión de algunos Territorios, con miras a volver más eficaz su administración. En lo que representaba una de las innovaciones más grandes respecto de anteriores proyectos de reforma de la ley de Territorios, se proponía la formación de tres nuevas gobernaciones: Los Lagos, que comprendería el suroeste de Neuquén, el oeste de Río Negro y el noroeste de Chubut; San Martín, sobre gran parte de la porción oeste de Chubut; y Patagonia, con las márgenes sur de Chubut y norte de Santa Cruz. Pero acaso el aspecto más distintivo de la reforma que había comenzado a delinearse antes de la conferencia de gobernadores de 1913, cuando Sáenz Peña se encontraba todavía al frente del gobierno, radicaba en una inédita clasificación de los Territorios. En forma consecuente con el llamamiento que había hecho a los legisladores para que “vigilemos y auscultemos la intensidad del sentimiento nacional”,[24] el proyecto establecía tres categorías según la cantidad de pobladores argentinos radicados en ellos. La primera comprendería aquellos Territorios con más de cuarenta mil habitantes argentinos, la segunda a los que tuviesen más de diez mil pobladores argentinos, y la tercera quedaría integrada por las gobernaciones que no alcanzasen esta última cantidad.

Esta clasificación constituía un aspecto central del proyecto de reforma, en tanto definía las instituciones representativas disponibles en cada categoría. Los Territorios con menos de diez mil pobladores argentinos continuarían gobernados por un gobernador designado por el Ejecutivo nacional con acuerdo del Senado, mientras aquellos que superasen dicha cifra tendrían un consejo territorial electivo, al cual se reconocería capacidad para sancionar medidas relativas a asuntos locales, en general orientadas al fomento económico. Las gobernaciones de primera categoría eran en cambio las únicas en las que podría establecerse una legislatura electiva, con facultades para dictar normas sobre, entre otros aspectos, el ejercicio de profesiones, los servicios de policía y de educación común, la fijación de divisiones administrativas y la disposición de expropiaciones. Estas legislaturas podrían además votar, a propuesta del gobernador, los impuestos y otras contribuciones creadas para cubrir los gastos públicos, como también votar el presupuesto girado por el mismo funcionario. No obstante esto, se confería al gobernador la facultad de disolver las legislaturas, previa autorización del Ejecutivo nacional, cuando se lo creyera necesario en circunstancias de especial gravedad. De esta manera, como se explicaba en el mensaje de presentación del proyecto, las categorías de Territorios constituían “gradaciones porque deberán pasar sucesivamente”, en un camino de progresiva autonomía.[25]

Si bien el modelo de un tránsito gradual hacia el estatus provincial ya estaba presente en la ley de 1884, el proyecto de 1914 apuntaba a superar la desacreditada fórmula demográfica que a tal efecto disponía aquella normativa. En primer lugar, la posibilidad de acceder a la calidad provincial sería solo exclusiva de los Territorios de primera categoría, que debían además contar con una población total de al menos cien mil habitantes. A esto se añadía, en segundo término, la condición de haber transcurrido al menos cinco años de normal gobierno, lo que implicaba el regular funcionamiento de la legislatura territorial, a la que correspondería “solicitar directamente al Congreso de la Nación la sanción de una ley que habilite el Territorio para convocar una asamblea que dicte una Constitución.”[26] Una vez sancionada esta última, debía ser sometida a la aprobación del Congreso, y en caso de resultar rechazada, se establecía un plazo mínimo de tres años hasta poder iniciar nuevas gestiones para la elevación a provincia. Todo esto implicaba que, además del aumento del umbral demográfico y de la calificación nacional de esa demografía, se incluía además un periodo de ejercicio de una autonomía que, aun si limitada, era concebida como testimonio de capacidad para el gobierno propio.

Estas cláusulas apuntaban menos a bloquear la admisión de nuevas provincias, que a responder al desafío de traducir en la ley los factores imaginados como causantes de la mutación de una división administrativa en una persona política. Este problema estaba en el centro de la mirada de los observadores interesados en la cuestión de los Territorios, como sucedía entre los juristas de la época, que suscribían un generalizado rechazo hacia la fórmula demográfica establecida en 1884 y para quienes la transformación de esos espacios en organismos autónomos solo podía resultar de un desarrollo progresivo de la personalidad política propia de las provincias (Gallucci, 2020). El asunto cobraba aún más notoriedad para los funcionarios que elaboraron el proyecto de 1914, y de hecho los condujo a introducir otra importante novedad, a saber, la declaración de los Territorios de primera y segunda categoría como “personas jurídicas”.[27] La atribución de esta calidad a esas gobernaciones significaba reconocer su existencia como algo más que meras divisiones administrativas y como algo menos que personas políticas. Esta existencia intermedia era también un modo de dar cuenta de la diferenciación que las gobernaciones presentaban al cabo de tres décadas de vida institucional. Pero la clave de esa personalidad intermedia no radicaba en ninguna evaluación de capacidad económica o gubernativa, sino en lo que la mirada del saenzpeñismo aparecía como un factor aún más decisivo: el arraigo del “espíritu nacional”, del que la cantidad de pobladores argentinos era un índice imperfecto, si bien quizá no más que cualquier otro.

El rediseño institucional propuesto se completaba con cambios en otros dos aspectos relevantes. El primero consistía en conceder a los Territorios representación en el Congreso de la Nación, mediante delegados electivos que se incorporarían a la Cámara de Diputados, con la facultad de intervenir en los debates pero no en las votaciones. La iniciativa innovaba menos de lo que insistía en una fórmula que contaba con varios antecedentes –entre ellos el propio proyecto elaborado en 1883 por el gobierno de Roca, base de la ley 1.532–, que consistentemente tropezaron ante el obstáculo constitucional que significaba que solo las provincias podían tener parte en la formación de los poderes federales. La única novedad que el proyecto de 1914 introducía en la materia radicaba en otorgar a los delegados territoriales las mismas inmunidades y asignaciones que los diputados de la Nación, aun sin ser propiamente pares de estos.

Más significativas eran, en cambio, las modificaciones propuestas en el régimen municipal de los Territorios. Mientras que la ley 1.532 permitía la formación de concejos municipales en toda localidad que contase con más de mil habitantes –en un ejido de ocho mil hectáreas–, el nuevo proyecto elevaba ese umbral a dos mil pobladores, contabilizados en una superficie de dos mil quinientas hectáreas. Para el caso de aquellas localidades que no registrasen tal mínimo de población, se preveía en cambio la formación de juntas de fomento, siempre que reuniesen al menos quinientos habitantes en la misma superficie. Los miembros de ambos cuerpos –seis en los concejos y tres en las juntas– se definirían mediante elecciones, en las que podrían participar todos los vecinos, varones y mayores de edad, que acreditasen al menos un año de residencia en la localidad y que figurasen en el padrón local –sobre el que regían las leyes electorales sancionadas en 1911 y 1912– con la incorporación de aquellos vecinos que, por ser extranjeros, no integraban listas de enrolamiento militar. El proyecto innovaba también con la creación de comisiones locales electivas para atender las necesidades de la vialidad vecinal, las que podrían formarse allí cuando, dentro de un radio de cien kilómetros cuadrados, hubiese más de trescientos pobladores. A través de estos distintos ámbitos institucionales se aspiraba, como se señalaba en el mensaje firmado por De la Plaza, a que “desde las simples comisiones viales en lugares donde no haya núcleos apreciables de población hasta el municipio autónomo de las ciudades y demás localidades de importancia, haya una serie de organismos donde el pueblo vaya capacitándose gradualmente para llegar al gobierno propio.”[28]

Una frustrada reforma

Como ya fue mencionado, el proyecto, ingresado al Senado en septiembre de 1914, a poco del cierre del periodo de sesiones ordinarias, no fue tratado por la Cámara. Durante el año 1915, los grupos provincialistas de La Pampa dieron nuevo impulso a su reclamo, presentándose ante el gobierno nacional como los verdaderos intérpretes de una voluntad popular que, de forma previsible, coincidía con sus propias demandas. No obstante las entrevistas que los provincialistas, liderados por el terrateniente Pedro Luro, yerno de Ataliva Roca y ex diputado nacional por la Capital Federal, llegaron a mantener con el propio De la Plaza, quien expresó su simpatía por el reclamo,[29] el año transcurrió sin que el Congreso recibiera proyectos para elevar a La Pampa al estatus provincial. Sin duda pesó que la atención de los actores políticos estaba puesta en las elecciones de abril de 1916. En el mes de junio, ya resuelta la competencia presidencial en favor de la fórmula radical, De la Plaza volvió a enviar al Congreso el mismo proyecto de reforma de la ley de Territorios presentado dos años antes. En el mensaje con el que solicitaba la aprobación de la iniciativa, De la Plaza señalaba que “el tiempo transcurrido y la experiencia acumulada” habían ratificado su convicción de que la reforma “consulta los intereses actuales de los Territorios” y que contribuiría al “mayor progreso y bienestar de los mismos.”[30]

Sin motivo claro, el Senado inicialmente giró la propuesta a la comisión de Agricultura, “debiendo en realidad corresponder –señalaría luego Benito Villanueva, el presidente de la Cámara– a la Comisión de Legislación”,[31] entonces integrada por Octavio Iturbe, Juan Ramón Vidal y Emilio Molina, senadores por Jujuy, Corrientes y Catamarca, respectivamente. A mediados de septiembre, el despacho proveniente de la comisión llegaba al Senado, con pocas modificaciones respecto del proyecto original. La más importante consistía en que la representación parlamentaria de los Territorios se limitaba a los de primera y segunda categoría. La decisión se fundaba, según explicaba el senador Molina, miembro informante de la comisión, en que las gobernaciones de tercera categoría “tienen población diseminada y escasa para hacer elecciones”, y en el antecedente de los Estados Unidos, donde no todos los Territorios federales contaban con tal representación.[32]

El tratamiento del proyecto tuvo lugar en septiembre, faltando menos de un mes para la asunción de Yrigoyen como presidente de la nación. Apenas producido el despacho de comisión, el senador Molina solicitó que fuese discutido a la brevedad, lo que ocurrió cinco días después.[33] Podría conjeturarse que la intención del gobierno consistía en lograr la aprobación de una nueva ley de Territorios que hiciera más difícil su transformación en nuevas provincias, bajo la presunción de que, por esa vía, el futuro gobierno radical podría buscar aumentar su peso en el Congreso.[34] Pero si el cálculo del saliente De la Plaza pudo pasar por evitar que las nuevas provincias dieran lugar a nuevos triunfos del radicalismo, lo cierto es que ni aun cuando este se hizo con la mayoría de los diputados logró el gobierno de Yrigoyen que la Cámara aprobara sus iniciativas de creación de nuevas provincias.[35] Más allá de las inmediatas motivaciones que pudieron haber impulsado a De la Plaza a insistir en el proyecto, interesa detenerse en el tratamiento que el Senado hizo del mismo en 1916 para aproximarse a las razones del fracaso de la nueva tentativa.

En la sesión del 19 de septiembre, al debatirse el proyecto, el senador socialista por la Capital Federal, Enrique del Valle Iberlucea, se adelantó a la exposición de Molina para solicitar que el tratamiento fuese postergado para el año siguiente. Según el senador nacido en España, no solo ocurría que el proyecto llegaba al recinto “en una forma un tanto precipitada” y cuando “faltan pocos días para que tenga lugar el cambio de gobierno”, sino que además entendía que “en general no es defectuosa la ley vigente de los territorios nacionales.”[36] La posición de Del Valle Iberlucea no solo respondía a críticas puntuales, como las que planteaba sobre la falta de fundamento de las nuevas delimitaciones territoriales, las a su juicio excesivas facultades que se pretendía dar a los gobernadores, o los potenciales conflictos que derivarían de conceder a las legislaturas competencias superpuestas a las del Congreso de la Nación, que legislaba sobre dichos espacios. Su desacuerdo obedecía ante todo al enfoque doctrinario del Partido Socialista sobre el federalismo argentino, considerado, en términos similares a los de Rivarola, un régimen que no suponía ninguna efectiva división republicana del poder sino que, por el contrario, propiciaba su retención en manos de oligarquías provinciales. “De acuerdo a las tendencias políticas de mi partido”, señalaba Del Valle Iberlucea, “no creo que sea necesaria la constitución de legislaturas y concejos en los territorios”, aunque sí encontraba útil otorgarles representación en el Congreso.[37] Su silencio acerca de la transformación de los Territorios en nuevas provincias, por entonces reclamada por algunos grupos en La Pampa, derivaba de un rechazo al régimen federal.[38]

Al exponer los fundamentos del dictamen, el senador Molina sostuvo que el proyecto era “bueno y bien estudiado”, porque en su elaboración habían intervenido “estadistas distinguidos y funcionarios con larga experiencia en el gobierno de los territorios”, subrayando además que el mismo establecía los principios que permitirían “preparar para la vida democrática a esos territorios, para que puedan educarse paulatinamente en la vida cívica, para que sin mayor transición pasen a ser provincias argentinas.”[39] Este modo de concebir el pasaje de un tipo de entidad a otra, no era un argumento improvisado por un senador de una modesta provincia del interior para bloquear la admisión de nuevas provincias, sino un razonamiento en perfecta correspondencia con el criterio prevaleciente entre otros actores políticos e intelectuales de la época (Gallucci, 2018). En un sentido similar al que marcaban en sus obras Matienzo, Montes de Oca o González Calderón, quienes reconocían al federalismo como un elemento constitutivo de la nación al mismo tiempo que advertían que muchas provincias habían sido reconocidas como tales sin tener verdadera capacidad autonómica, los Territorios eran imaginados por Molina como una materia con la que sería posible formar “entidades autónomas, organismos lo más perfectos posibles”.[40] Concebidas las gobernaciones como “organismos políticos en formación”,[41] su acceso al estatus provincial debía ser la coronación de un desarrollo de la capacidad autonómica que precisamente, en aquellas visiones críticas del estado del régimen federal, parecía haber faltado en muchas de las provincias existentes.

Según explicaba Molina, una de las principales deficiencias de la ley 1.532 estaba en que las divisiones territoriales fijadas en ella habían sido decididas “apresuradamente, sin conocer la topografía”, lo que había resultado en todo tipo de dificultades administrativas que una redefinición de los límites de las gobernaciones contribuiría a remediar.[42] Conjugada esta reformulación con la calificación nacional de la población territorial, aspectos sobre los que la comisión no hizo modificaciones, la única gobernación que según los datos del censo nacional de 1914 calificaría como de primera categoría era La Pampa, por contar con 64.406 pobladores argentinos.[43] Esto significaba que dicho Territorio, el único que entonces satisfacía el criterio demográfico de la ley 1.532 para ser declarado provincia, no veía cercenada esa posibilidad, dado que además de superar la cifra de sesenta mil argentinos contaba con una población de más de cien mil habitantes. Cabe advertir que horas antes de iniciarse el tratamiento del despacho, según comentaba Molina, la comisión de Legislación había recibido “la visita de varios representantes del territorio de La Pampa”, quienes en virtud de la población y riqueza del Territorio, por lo dictado en la ley 1884 y por contar la gobernación con más de sesenta mil habitantes argentinos, solicitaron “que al tratarse en particular la ley se dejen a salvo estos derechos de la Pampa.”[44] Un hecho significativo no solo porque da cuenta de la receptividad del Congreso hacia las peticiones provenientes de las gobernaciones, sino porque además revela que los grupos provincialistas solo rechazaban la reforma en aquello que afectaba al propio Territorio, sin condenarla porque en otros casos hiciese más lejana la admisión como provincia.

Otro aspecto en que el proyecto, según Molina, se mostraba superador de la ley vigente, era que los miembros de las legislaturas serían elegidos por el pueblo del Territorio –no en base a las municipalidades– y, además, que las atribuciones conferidas a esos cuerpos legislativos serían “más o menos parecidas a las de las provincias”, lo que permitiría que sirviesen al desarrollo de las capacidades económica y gubernativa que las provincias –se deseaba– debían tener.[45] Si bien se mantuvo la posibilidad de que las legislaturas pudiesen ser disueltas por el gobernador, previa aprobación del Ejecutivo nacional, Molina sostenía que ello no comprometería la evolución autonómica de los Territorios ya que, como señalaba a los demás senadores, “es de creer que el Ministro del Interior no abusará de esta facultad, mucho menos ahora que vamos a entrar a un gobierno de hombres que proclaman el respeto a la Constitución.”[46] Antes de fallecer en 1919, siendo aún senador, Molina pudo comprobar que ese respeto podía tener muchas formas, y una de las que mostró dio lugar a numerosas intervenciones federales, como la que por decreto presidencial fue ordenada contra su provincia de Catamarca en abril de 1918, con el argumento, suscrito entre otros por juristas como Matienzo, de que la verdad electoral estaba por encima de las autonomías provinciales.

Conclusión

La exposición de Molina no impidió que el Senado siguiera la invitación hecha por Del Valle Iberlucea de postergar el tratamiento de la reforma rescatada por De la Plaza en sus últimos meses de gobierno. Una Cámara en la que el inminente gobierno radical se hallaba en minoría, y que podría haber encontrado conveniente sancionar un proyecto que dificultaría la admisión de nuevas provincias –y un potencial aumento del número de legisladores radicales–, no avanzó sin embargo en su aprobación. La asunción de Yrigoyen pocas semanas después llevó, entre otras cosas, a que la reforma no volviera a ser tratada. Como ya fue señalado, el nuevo gobierno hizo algún intento para admitir nuevas provincias, aunque no logró siquiera el respaldo de los legisladores radicales. Por otro lado, tampoco encaró ninguna reforma integral de la ley de Territorios, no obstante las deficiencias que le atribuían diversos observadores, entre ellos el propio Molina, quien en 1916 advertía a los demás senadores: “va a suceder, si seguimos con la actual ley, que La Pampa llegará a tener doscientos y trescientos mil habitantes y sus riquezas serán mayores que las de seis y siete provincias argentinas y siempre se la tendrá sin admitirla como una Provincia Federal, porque no tiene educación cívica.”[47] Más allá de lo acertado que se revelaría el pronóstico –ningún Territorio sería reconocido como provincia hasta la década de 1950–, las palabras de Molina no derivaban de adjudicar a la población de las gobernaciones una especial incapacidad para el gobierno propio, sino de la presunción de que este sólo podía alcanzarse sobre la base de un progresivo desarrollo de la capacidad gubernativa, a su vez concebida como índice de la evolución de una unidad administrativa en una persona política.

El doble fracaso de la reforma de la ley de Territorios diseñada por el saenzpeñismo invita a revisar, en primer lugar, la validez de los enfoques que reducen las múltiples y complejas aristas de la condición institucional de tales espacios a la efigie de un régimen oligárquico sostenido en una rígida trama de restricciones políticas. Si en consonancia con ese modelo se asume que la reforma buscaba ante todo postergar la admisión de nuevas provincias, no puede sino subrayarse que nunca fue aprobada, ni aun por congresos donde las expresiones asociadas a posiciones conservadoras –y presuntamente restrictivas– eran todavía mayoritarias. Resulta difícil entonces explicar por qué unos actores a los que se imagina fatalmente inclinados a la restricción de los derechos políticos, no dieron su apoyo –en dos ocasiones distintas– a una reforma que en el mediano plazo les habría permitido retrasar la incorporación de nuevas provincias. No parece que el acostumbrado criterio de situar el problema de la formación de nuevas provincias en la galería de las restricciones impuestas por “la lógica del poder oligárquico” (Navarro Floria, 2009: 89), permita una adecuada comprensión de la cuestión. Por otro lado, tampoco parece satisfactorio suponer que quienes desestimaron la reforma lo hicieron convencidos de que era innecesaria para postergar la elevación de los Territorios al estatus de provincias, como en efecto ocurriría en las décadas siguientes. Tal enfoque no solo coloca a los impulsores de la reforma en el lugar de ilusos que desconocían la escena parlamentaria y las inclinaciones de los legisladores, sino que además obstaculiza la comprensión de las circunstancias aquí analizadas, al intentar explicarlas a partir de lo acontecido en las décadas posteriores. Y aun cuando se trata de un enfoque posible, tiende a despojar de incertidumbre a una coyuntura cargada de ella, como fue el caso de la que se abrió entre el ascenso de Saénz Peña al gobierno y el triunfo de Yrigoyen.

Más allá de las motivaciones que inspiraron la reforma –¿acaso tan siniestras como para suponer que no podían ser confesadas públicamente?–, su doble fracaso pone de manifiesto que la formación de las mayorías requeridas para sancionar leyes no era algo que podía darse por descontado, ni aun en un ámbito parlamentario de la homogeneidad social y política que con frecuencia –y cierta exageración– se le atribuye. Como han demostrado los estudios sobre la reforma electoral promovida por Sáenz Peña (Castro, 2012; Devoto, 1996), la aprobación de leyes exigía una activa labor de negociaciones y articulaciones de acuerdos que nadie daba por descontado de la común pertenencia a una clase social, orientación ideológica o procedencia provincial. El fracaso de la reforma de la ley de Territorios no debería por tanto ser considerado reflejo de una opinión compartida por todos los legisladores. Más bien, se ha podido comprobar que legisladores socialistas eran reticentes a la idea de hacer de los Territorios nuevas provincias, mientras que otros de procedencia conservadora o radical elevaban proyectos para otorgar calidad provincial a algunas gobernaciones, aunque sin lograr el respaldo de sus propios copartidarios. Según se espera haber demostrado, las discusiones en torno a la condición de los Territorios se inscribían en un debate mucho más amplio sobre el estado del federalismo argentino, que necesariamente se traducía en una pregunta acerca de aquello que determinaba la calidad provincial. El reformismo nucleado en torno a Sáenz Peña se hizo eco de tales consideraciones y, en una coyuntura en la que asomaban los primeros reclamos en favor de la admisión de nuevas provincias, apostó por una reforma de la ley de Territorios con la que pretendía definir más precisos y firmes fundamentos para operar ese cambio de estatus, que nunca dejó de concebir como necesario. Antes que en una inexplicable voluntad de restringir los derechos políticos de los por otro lado escasos ciudadanos de los Territorios, el proyecto respondió al objetivo de hacer que estos espacios dieran lugar a provincias más verosímiles que muchas de las existentes, donde según los diagnósticos en boga en el Centenario, la combinación de incapacidad económica e incultura cívica constituían el suelo nutricio de situaciones provinciales luego serviles a los impulsos centralizadores del Ejecutivo nacional, convertido así en un gran elector que desnaturalizaba en forma simultánea la democracia y el federalismo. La creación de nuevas provincias sobre bases pretendidamente mejores que las ofrecidas por la ley de 1884, constituía así una dimensión más de la empresa regeneracionista con la que el saenzpeñismo aspiraba a restablecer la “verdad institucional” de la nación.

Para finalizar, cabe insistir sobre la centralidad que la cuestión de la nacionalidad tenía en dicha reforma, en la que el número de ciudadanos argentinos era imaginado como una medida de la compenetración del Territorio con el “alma nacional” a la que se buscaba sujetar la admisión de las nuevas provincias. Si Sáenz Peña imaginaba que la reforma electoral restauraría un verdadero federalismo, beneficiando a “las provincias, que habrán de sentir la vida de sus autonomías respetadas por el poder federal” –como señalaba en enero de 1911 al gobernador de Córdoba, Félix T. Garzón (Sáenz Peña, 1915: 71)–, no dejó de insistir, como lo hizo en su último mensaje al Congreso, en que los Territorios “son parte integrante de la soberanía y ejercerla, plena, indivisible y perfecta, es obra de nacionalismo.”[48] Dentro de esta tensión saenzpeñista entre profesiones de federalismo y una concepción indivisible de la soberanía nacional, la cuestión de la admisión de los Territorios como nuevas provincias quedaba supeditada a un entendimiento regeneracionista de la nacionalidad. Ese modo de imaginar la nación, que daba también inspiración a una reforma electoral que decía introducir por primera vez al pueblo argentino en la democracia, conducía a que los problemas del federalismo tendieran a ser imaginados como subsanables mediante el ejercicio puro del sufragio. No habría de pasar mucho tiempo hasta que esa visión se demostrase equívoca.

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Notas

[1] No puede ignorarse, por caso, la creciente atención en torno a la cuestión social (Zimmermann, 1995).
[2] Acerca de dicha normativa: Gallucci (2015).
[3] En 1908, una vez restablecido el Congreso tras el cierre dictado en enero por José Figueroa Alcorta (Castro, 2019), los diputados conservadores Adrián C. Escobar y Benigno Rodríguez Jurado, por las provincias de Buenos Aires y San Luis respectivamente, presentaron al Congreso un proyecto para admitir a La Pampa como provincia, fijando el día del Centenario del 25 de Mayo para el inicio del gobierno autónomo. La falta de tratamiento de la iniciativa los llevó a insistir una vez más en 1910, obteniendo igual adverso resultado. Entre las razones del fracaso cabe señalar el rechazo de parte del vecindario de dicho Territorio, que en 1909 peticionó ante el Congreso para que el proyecto fuese desestimado. En torno a los motivos esgrimidos por tales grupos contra la elevación a provincia: Gallucci (2014).
[4] Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación [DSCD], 1910, 27 de Julio, p. 655.
[5] Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Nación [DSCS], 1911, 12 de Mayo, p. 7.
[6] DSCS, 1911, 12 de Mayo, p. 7. En una carta al gobernador de Tierra del Fuego, Manuel Fernández Valdéz, Sáenz Peña se declaraba complacido en “saber que mi visita a esa gobernación ha reanimado la actividad de los pobladores” (Sáenz Peña, 1915: 242).
[7] Sobre las motivaciones y resultados de dicha ley: Ruffini (2008) y Bandieri (2009).
[8] Según algunos enfoques, esas iniciativas en realidad sólo habrían apuntado “a consolidar un modelo extractivo de vinculación entre los Territorios y el Estado nacional” (Navarro Floria, 2009: 87), y por lo tanto a postergar, en forma deliberada, su reconocimiento como nuevas provincias.
[9] DSCS, 1912, 7 de Junio, p. 38.
[10] Ministerio del Interior. Dirección General de Territorios Nacionales, Censo de Población de los Territorios Nacionales. 1912, Buenos Aires, Guillermo Kraft, 1914, p. 12.
[11] Pocos años antes, Adolfo Orma, profesor de Derecho Administrativo en la Universidad de Buenos Aires y ministro de Obras Públicas durante la presidencia de Manuel Quintana, advertía “ineludible la creación de una dirección general de territorios” (1908: 210).
[12] República Argentina, Boletín Oficial [BO], XIX, nº 5.207, 29/4/1911.
[13] Según algunas miradas, la conferencia de 1913 significó “un espacio de participación y deliberación” (Ruffini, 2010: 2). Una caracterización curiosa, no sólo por la total ausencia de representaciones de vecinos y entidades de los Territorios, sino además porque los gobernadores de tales espacios eran simples funcionarios dependientes del Ministerio del Interior.
[14] Ministerio del Interior de la República Argentina, Primera Conferencia de los Gobernadores de Territorios Nacionales. Marzo y abril de 1913, Buenos Aires, Talleres gráficos de la Penitenciaría Nacional, 1913, p. 20. Entre los grupos provincialistas de La Pampa, las palabras de Gómez fueron tomadas como una insultante negación de la capacidad política de los pobladores del Territorio. La Capital (Santa Rosa), XXI, nº 3.349, 12/3/1913.
[15] La mayor parte de los asuntos tocados consistieron en medidas para la mejora de los servicios de policía, vialidad y comunicaciones, entre otras dimensiones conducentes al poblamiento y progreso de las gobernaciones.
[16] Primera Conferencia, p. 486.
[17] Poco después de concluida la conferencia, un decreto presidencial dictado a instancias de la DGTN, estableció que los gobernadores debían cumplir adscripciones rotativas de dos meses de duración en dicha oficina, con permanencia en la Capital Federal. BO, 28/4/1913.
[18] Primera Conferencia, p. 685.
[19] Primera Conferencia, pp. 687-688.
[20] Primera Conferencia, p. 572.
[21] DSCS, 1913, 6 de Mayo, p. 58.
[22] Se trató de los proyectos de reforma de la ley de Territorios elaborados por los gobiernos de Julio A. Roca y de Manuel Quintana, en 1900 y 1905, respectivamente.
[23] DSCS, 1914, 5 de Septiembre, p. 296.
[24] DSCS, 1913, 6 de Mayo, p. 56.
[25] DSCS, 1914, 5 de Septiembre, p. 296.
[26] DSCS, 1914, 5 de Septiembre, p. 308.
[27] DSCS, 1914, 5 de Septiembre, p. 301. También se otorgaba esa condición a las municipalidades, aunque no se esperaba de ellas ninguna evolución hacia una entidad de mayor jerarquía.
[28] DSCS, 1914, 5 de Septiembre, p. 296.
[29] La Nación, 28/8/1915.
[30] DSCS, 1916, 5 de Junio, pp. 405-406
[31] DSCS, 1916, 31 de Agosto, p. 333.
[32] DSCS, 1916, 19 de Septiembre, p. 429.
[33] DSCS, 1916, 14 de Septiembre, p. 365.
[34] A fines de junio de 1916, Emilio Frugoni Zabala, diputado radical por Santa Fe, había presentado un proyecto que declaraba provincia a La Pampa, pero sin incluir ningún fundamento -ni siquiera se mencionaba la ley de Territorios-, lo que sugiere que su interés pudo radicar menos en la viabilidad de la propuesta que en un gesto a los provincialistas pampeanos. DCSD, 1916, 26 de Junio, p. 529.
[35] Los proyectos de admisión de nuevas provincias promovidos por Yrigoyen –La Pampa, en 1919, y La Pampa y Misiones, en 1921-, no sólo no contaron el respaldo del propio radicalismo, sino que su carácter tardío sugiere que el gobierno radical había encontrado en la intervención federal un mecanismo más eficaz para el incremento de sus bancas (Persello, 2004).
[36] DSCS, 1916, 16 de Septiembre, p. 420.
[37] DSCS, 1916, 19 de Septiembre, p. 423.
[38] Claro está que todo ello sin perjuicio de la adopción de una organización partidaria de tipo federativo (Walter, 1977).
[39] DSCS, 1916, 19 de Septiembre, p. 423.
[40] DSCS, 1916, 19 de Septiembre, p. 426.
[41] DSCS, 1916, 19 de Septiembre, p. 428.
[42] DSCS, 1916, 19 de Septiembre, p. 426.
[43] En la segunda categoría quedarían Chaco (36.416), Misiones (33.205), Neuquén (18.172), Río Negro (14.534), Los Lagos (11.072) y Formosa (10.507); mientras que de la tercera formarían parte Chubut (6.580), San Martín (4.455), Patagonia (3.207), Los Andes (2.355), Santa Cruz (1.981) y Tierra del Fuego (927). DSCS, 1916, 19 de Septiembre, p. 427.
[44] DSCS, 1916, 19 de Septiembre, p. 430.
[45] DSCS, 1916, 19 de Septiembre, p. 428.
[46] DSCS, 1916, 19 de Septiembre, pp. 428-429.
[47] DSCS, 1916, 19 de Septiembre, p. 430.
[48] DSCS, 1913, 6 de Mayo, p. 75.
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