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Indicios y conjeturas. La formación de un historiador original
Indications and conjectures. The background of an original historian
Indicios y conjeturas. La formación de un historiador original
Prohistoria, núm. 28, 2017
Prohistoria Ediciones
Recepción: 25 Agosto 2017
Aprobación: 20 Noviembre 2017
Resumen: El trabajo explora en diferentes tramos de la vida de Juan Carlos Garavaglia las claves que permitan componer una explicación de la originalidad de su obra. Transita por la biografía personal e intelectual, lo cual conduce de las características de su hogar natal hasta los problemas que le interesaban en sus últimos escritos, pasando por su formación en el Colegio Nacional de Buenos Aires, su temprano interés por la militancia, su precoz incursión en la divulgación histórica, su dilatada labor en el mundo editorial, su formación en la Universidad de Buenos Aires, la formación de sus agendas de investigación y sus exilios.
Palabras clave: Juan Carlos Garavaglia, historia económica y social, Universidad argentina, editoriales , años setenta.
Abstract: The following article explores, by several moments of the life of Juan Carlos Garavaglia, the clues to compose an explanation of the originality of his work. It goes through the personal and intellectual biography, which involve from the characteristics of his birth home to the problems that concerned him in his last writings, passing by his education in the Colegio Nacional de Buenos Aires, his early interest for militancy, his also early incursion in the historic dissemination, his extensive editorial work, his apprenticeship in the Universidad de Buenos Aires, the conforming of his research agendas and his exiles.
Keywords: Juan Carlos Garavaglia, economic and social history, Argentine University, editorials , seventies decade.
Imposible eludir la tristeza al escribir estas líneas pero la tarea me resulta tan dolorosa como necesaria. ¿Cómo afrontarla? Opté por poner cierta distancia y ensayar una exploración aunque más no fuera muy tentativa e incompleta, por cierto: acercarme al Juan Carlos que no conocí, el Juan Carlos de aquellos años en que se formó como historiador.[1] La tarea está impulsa por un deseo: incitar a los jóvenes historiadores a frecuentar sus textos e invitarlos a reflexionar sobre una pregunta que varias veces se me planteó: ¿cómo fue posible la formación de un historiador tan fecundo y tan original? Hoy toca ocuparme de Juan Carlos pero en rigor, la cuestión que me interesa abordar, ameritaría una indagación mucho amplia y sistemática en la medida que todavía carecemos de una reconstrucción precisa de la formación de toda una camada de historiadores en esos mismos años y que como Juan Carlos contribuyeron decididamente a abrir renovadas sendas y delinear nuevos perfiles a nuestra historiografía. Entre ellos, a los que también nos dejaron en los últimos meses como Raúl Mandrini, Ana María Lorandi y mi amigo y maestro Daniel Santamaría.
A los estudiantes y jóvenes historiadores, a ellos que están buscando cómo encontrar su propio camino y definir sus propios problemas, están dirigidos estos apuntes pues estoy convencido que reflexionar al respecto les puede resultar particularmente fructífero. Se trataría, me atrevo a sugerirles, de invitarlos a que lean con atención la vasta saga de textos que materializan la contribución historiográfica de Juan Carlos. Pero al afrontar esa lectura les recomendaría eludir la tentación de atender solo a sus conclusiones y, sobre todo, de replicar sus conclusiones; se que se trata de una sugerencia exigente dada la consistencia de las evidencias que acostumbraba aportar y la lógica implacable de la argumentación de la que solía hacer gala, atributos que pueden advertirse con nitidez ya en sus primeros textos. Más sugestivo y más enriquecedor sería, en cambio, que emprendan una lectura menos complaciente, una lectura que les permita rastrear cómo fue pensando y planteando los problemas que lo apasionaron, las sendas que fue escogiendo para develarlos y, al mismo tiempo, que no pasaran por alto las múltiples sugerencias que sus textos contienen para transitar caminos que - todavía hoy - están prácticamente inexplorados. Lo dicho se afirma en una impresión que mantengo desde la primera vez que lo leí y que con el tiempo no dejó de reafirmarse: Juan tenía una escritura que era, a la vez, rigurosa y generosa pues más allá de la aridez del tema que estuviera tratando –y algunos fueron bien áridos, por cierto– sabía dialogar con sus lectores, encontraba la manera de combinar con destreza el rigor metodológico y el afán polémico y solía dejar abiertos sugestivos interrogantes. Fue, me parece muy claro, un firme partidario de la “historia-problema”, un modo de hacer historia que marcó fructíferamente a más de una generación de historiadores y que sería tremendamente erróneo pensar que está pasado de moda a pesar del tiempo transcurrido en que fue propuesta como programa de renovación historiográfica.
Aquí, en consecuencia, no intentaré reseñar la vastedad de sus contribuciones como historiador. Sin embargo considero que hay algo que no puedo dejar de subrayar: ellas resaltan apenas se las pone en el contexto de la historiografía argentina del último medio siglo. Hoy resulta evidente que nuestro campo historiográfico se ha hecho mucho más amplio, más profesional y más internacional y que puede dar cuenta de una acumulación sólida y significativa de nuevos conocimientos sobre los más variados temas. Juan Carlos y esa camada de historiadores que se formaron en aquellos años tuvieron un papel decisivo en que esas transformaciones fueran factibles. Sin embargo, creo que también puede reconocerse que en los últimos tiempos nuestra historiografía tiende a desplegarse sin grandes debates que la estructuren y orienten sus desarrollos. Y no porque no haya desacuerdos pues ellos se tornan claros y evidentes apenas algún historiador intervienen en la escena pública. En ese contexto, las contribuciones de Juan Carlos resultan singulares no solo porque exploró una variedad inaudita de temas o porque ensayó múltiples formas de aproximación; también porque mantuvo persistentemente el afán polémico ocupándose de problemas que eran relevantes para la historiografía pero también para el conjunto de la sociedad.
Sabido es que realizó contribuciones decisivas sobre la historia del Paraguay, México y América Latina, tanto para la época colonial como para el siglo XIX, un atributo de muy pocos historiadores argentinos. Impulsó, a su vez, una profunda renovación de la historia agraria rioplatense y particularmente de la pampeana, cuestionando los tópicos del sentido común que imperaban tanto en el campo historiográfico como en el imaginario nacional. Ambos atributos, creo imprescindible subrayarlo, estaban unidos en forma intrínseca y en buena medida delinean lo singular y lo más característico de su contribución.
Pero, una pregunta resulta insoslayable: ¿qué era lo que unía el estudio del comercio, la yerba mate, el trigo y el maíz, a Yapeyú, Tepeaca y Areco, los ponchos, los ganados, los mercados, las relaciones de producción, las tecnologías, la agrimensura, los ecosistemas, la fiscalidad, la demografía, la formación de los estados y las naciones, los rituales, la justicia, los pueblos, la guerra o la política? ¿Es posible reconocer un “gran tema” que los hilvanara? Cada vez que se lo pregunté, solo me respondía: “una cosa te lleva a la otra”. Pero desde mi punto de vista sí tuvo un “gran tema”: la historia de los campesinos latinoamericanos y con ellos, las historias de los hombres y las mujeres del común. Desde esta clave se advierte mejor su singularidad. ¿Era posible pensar la historia argentina haciendo foco en los campesinos? Sin duda, era una herejía para una vastísima y arraigada tradición... ¿Podía pensarse de un modo radicalmente diferente la historia pampeana desde esa clave? Conviene recordar que la misma posibilidad fue recibida con enorme reticencia, cuando no con abierto rechazo. No es esta la ocasión para discutirlo pero sí para subrayar es que Juan pudo hacerlo porque tenía la mente abierta y los ojos bien entrenados tras haber examinado el Paraguay y México rurales. Podría decirse que pensó la historia argentina como historia latinoamericana, nada sencillo en un país acostumbrado a imaginarse blanco, europeo y excepcional, un país que se veía (¿se veía?) casi como si estuviera colocado en un lugar equivocado del mapa...
Entonces, la pregunta que se impone es, ¿cómo se formó un historiador tan singular? Y al respecto me atrevo a proponer una conjetura como posible respuesta: Juan se movió en una zona de cruces y de múltiples circulaciones en un contexto histórico que no solo los hacía posibles sino también perentorios. Como recordaba Marc Bloch –un autor amado y admirado por Juan– a propósito de un proverbio árabe “Los hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres.”[2] Por eso, ese tempo de agudas tensiones y de múltiples esperanzas debe ocupar un lugar central en una reflexión de este tipo. Al escrutarlo algo resulta demasiado evidente de inmediato: la atracción que ejercían las realidades latinoamericanas y con ella los necesarios replanteos de los modos de mirar a la Argentina pasada y presente. Sin considerar esta dimensión que resultaría imposible comprender las nuevas maneras de acercarse a la historia.[3]
Acercarse a ese tiempo, entonces, es imprescindible para imaginar cómo fue la formación política, intelectual e historiográfica de Juan Carlos. Y, para rastrearla podemos apelar a un testimonio de primera mano: su entrañable Una juventud en los años sesenta,[4] un libro que es generoso regalo a las nuevas generaciones en el cual Juan Carlos expuso su itinerario y se expuso al juicio de las generaciones posteriores.[5] No voy a destruirlo mediante una glosa apurada y apretada y solo tomaré de él algunos de los indicios que brinda pero el joven lector podrá aprovecharlo más y comprenderlo mucho mejor poniéndolo en diálogo con otros textos y con otros testimonios.[6] Me parece una estrategia de lectura necesaria en la medida que un rasgo característico de sus búsquedas historiográficas es que no fueron solitarias y si bien las hizo a su manera también es evidente que le gustaba combinar su pasión en solitario en el archivo como el trabajo y la escritura compartida.
La lectura de ese libro deja en claro que Juan fue construyendo su manera de pensar la historia apelando a muy diversos insumos, respondiendo a múltiples incitaciones y que la fue refinando y enriqueciendo aunque nunca adjuró de la matriz forjada en esos años. Esa matriz era a la vez empírica y teórica: empírica, porque tan pronto como en setiembre de 1967 comenzó su largo e ininterrumpido romance con el Archivo General de la Nación cuando apenas era un estudiante de los primeros años de la carrera de Historia de la UBA; y teórica porque –como reconoció y no se cansaba de repetirlo– “Pasaron más de cuarenta y cinco años y sigo creyendo que la vida material marca límites muy concretos al accionar humano y que toda historia es en el fondo, historia social y como tal se halla impregnada de vida material.”[7]
Obviamente podría ser fructífero emprender un rastreo de las lecturas que fueron jalonando su formación e identificar las marcas reconocibles en sus textos. Y en esas memorias el lector encontrará indicaciones bien precisas como, por ejemplo, el impacto que le produjo la lectura del famoso artículo de Fernand Braudel sobre la larga duración cuando estaba comenzando sus estudios.[8] Sin embargo, no creo que el interrogante que me importa aquí pueda responderse apelando exclusivamente a un listado de lecturas o identificando filiaciones intelectuales aun cuando sin ellas, por cierto, no podría responderse.
Hijo de un padre artista y de una madre abogada laboralista, hijo de una pareja andariega por América latina, aprendió en ella su amor por la cultura y por nuestra América y comenzó a forjar su sensibilidad social y política. Sus memorias nos lo muestran en el cruce de mundos aparentemente desconectados: la vida en un barrio popular porteño como Barracas, las idas y vueltas a Morón y muchos días de campo en San Vicente en los años 50. Esos cruces de mundos que solemos separar artificiosamente deben haber dejado marcas. ¿Alcanzaban para forjar un gran historiador? Seguramente no, pero la pregunta es, ¿cuánto de esos cruces y de la atmósfera que respiró fue marcando su tarea posterior como historiador? No casualmente una de las anécdotas con que empiezan sus memorias fue el entredicho entre su padre y la mujer santiagueña que lo cuidaba y al que asistió cuando era un niño: ella había hecho un modesto altar a Evita lo que provocó la airada reacción paterna y en sus memorias evocó el entredicho del mismo modo que hizo en muchos de sus mejores textos: recuperando las palabras cargadas de historia de esa digna mujer que se resistió diciendo: “Señor, le recuerdo que en este país la esclavitud se acabó con la Asamblea del año 13”.[9] Quizás ya estaba aprendiendo su modo de hacer historia y aunque no figurara en su CV no lo había olvidado…
Sabemos que la vida en Barracas se cruzó también con el paso trunco por “el Colegio” –el Nacional Buenos Aires–, instancia decisiva en su formación, forja de relaciones perdurables y de su inmersión en la política. Luego vino su breve exploración por la carrera de Derecho, primero en La Plata –y una cercana relación con Silvio Frondizi– y después en la UBA, experiencias de las cuales debe haber extraído tanto su sensibilidad para afrontar la historia de la justicia como la necesidad de incursionar en una lectura crítica del marxismo.[10] De cualquier manera la experiencia decisiva no parece haberse producido sino hacia 1965 asistiendo a clases de J. L. Romero y T. Halperín Donghi en Filosofía y Letras: fue entonces que se decidió, “lo que deseaba más que nada era “ser historiador” y no “estudiar historia”.[11] ¿Fue ese deslumbramiento el que hizo posible una vocación tan temprana y decidida? Así parece haberlo creído aunque su mismo recuerdo permite advertir que la suya no era una recepción pasiva: las clases de Halperin sobre la economía europea de los siglos XVI o XVII lo dejaban “patitieso” y salió de ellas convencido que era ese tipo de historia el que quería practicar pero referido al pasado de la Argentina y de América Latina. Quizás haya que escrutar más a fondo ese juego de influencias, aperturas de horizontes intelectuales y recepciones activas para entender mejor los múltiples y contradictorios efectos de la renovación historiográfica que estaba en curso en los años sesenta. Como fuera, Juan estaba preparado para tener una recepción tan activa. ¿Cómo? De lo aprendido en “el Colegio”, seguramente. De su tránsito por el Derecho, también. Pero además porque ya hacía tiempo que se había desatado su voracidad por la lectura de la historia: como recordó, al terminar el secundario había leído “a todos los revisionistas”. Convendría no pasar por alto ese recuerdo pues en ellos encontraba mejores preguntas que respuestas y muchas de ellas reaparecerán repetidamente en sus escritos, aun los muy posteriores. Leer mucho y leer de todo parece haber sido una de las claves de su primera formación.
De cualquier modo, cuando para 1966 comenzó la carrera de historia en Filo esa experiencia renovadora estaba a punto de sucumbir.[12] Pese a ello, las marcas de esta experiencia fueron imborrables e incluyeron –no puede obviarse– la fascinación perdurable por Marc Bloch y La sociedad feudal.[13] Pero su formación no iba a depender solo ni primordialmente de la facultad aunque los recuerdos de Juan nos advierten que pese a la oprobiosa situación en que estaba sumergida la vida universitaria Juan supo sacar provecho de ella y, en especial, de las materias de Sociología que cursó.
Lo que resulta claro es que las falencias formativas que ofrecía la carrera universitaria formal debieron ser de alguna manera compensadas y parece bastante claro que lo fueron tanto a través de una red de relaciones personales –entre las cuales los antiguos compañeros del Colegio parecen haber sido centrales– como por su trabajo en la editorial y librería Jorge Álvarez. Aunque allí fuera tan solo “el pibe de los mandados”, Juan estaba en el momento oportuno en el lugar indicado y allí pudo cruzarse con lo mejor de la intelectualidad porteña de entonces.[14] Fue también de alguna manera una escuela para dos amigos y editores (Guillermo Schavelzon, que fundaría Galerna y Daniel Divinsky, que formaría Ediciones de la Flor) y una experiencia que en Juan tendría productivos efectos a posteriori. Ser historiador y editor, dos pasiones que no habría de abandonar.
Trabajaba en la librería, estudiaba en la Facultad y a poco de andar se vinculaba con la CGT de los Argentinos haciendo “algunas changas” para el periódico CGT que dirigía Rodolfo Walsh. Ese ambiente le aportó una estadía también formativa en la cárcel de Ezeiza así como los cursos que comenzaba a dictar en sindicatos, gracias a los contactos que les facilitaba Arturo Jauretche. Y vía Carlos Olmedo –su antiguo compañero de colegio–, se acercó a Cristianismo y Revolución, revista que había comenzado a publicarse en 1966. Así, para 1969, Juan –de formación agnóstica y ascendencia judía– incursionaba en el ambiente católico post-conciliar. ¿Qué hacía? María Elena Barral me acercó un aviso publicado en el Nº 13 de la revista: en ella, el Centro de Estudios Camilo Torres anunciaba su curso semanal que iba a comenzar el 7 de abril de 1969; la clase del lunes se dedicaría a “Economía y problemas regionales argentinos” (Eduardo Jorge), el martes a “Historia social del imperialismo” (Nuncio Aversa), el miércoles a “El peronismo: hechos y perspectivas” (Jorge Gil Sola) y el jueves Juan Carlos era el responsable de la clase dedicada a Historia Argentina. Veamos los contenidos programados (e imaginemos la cara que pondría Juan si supiera de esta exhumación pública…): “El Virreinato. La revolución y la guerra civil. Rosas. El gobierno de los estancieros y la intervención extranjera. Caseros. La organización nacional. El ochenta y la inserción en el mercado mundial. Radicalismo e Irigoyenismo. La década infame. La segunda guerra mundial y el surgimiento del Peronismo.” Nada muy original, por cierto, pero todo eso debe haber tenido que abordar estos contenidos en solo un rato pues esa misma noche Emilio Jáuregui debía abordar el tema “Movimientos de liberación. China y Vietnam”. El viernes, el curso cerraba con otra tema: “La hora de la acción”, título tomado de las palabras de Medellín.[15]
Para entonces encontramos las que parecen haber sido sus primeras publicaciones. Por un lado, una reseña del libro de Pedro Santos Martínez Las industrias durante el virreinato, 1776-1810 que apareció en Desarrollo Económico.[16] De este modo, vemos que mantenía algún tipo de relación con una revista que no solo era un espacio central de las nuevas ciencias sociales sino también desde donde continuaban los esfuerzos de renovación historiográfica que hasta 1966 habían tenido como epicentros las universidades de Buenos Aires, Rosario y Córdoba y que la misma revista había acogido.[17] Fue también un espacio para la discusión y difusión de nuevas lecturas históricas. La reseña de Juan no era un hecho aislado: por el contrario, en el Nº 36 de 1970 pueden encontrarse no solo artículos de la más novedosa historia económica sino también reseñas de libros que habrían de tener notable difusión.[18] Este somero inventario no pretende ser exhaustivo sino que apunta a subrayar la porosidad del ambiente intelectual en el que Juan se estaba formando y la difusión que ya estaban teniendo distintas vertientes historiográficas internacionales.
Por otro lado, ese mismo año Juan reseñó el libro de León Pomer La Guerra del Paraguay. ¡Gran negocio! que apareció en el Nº 5 de una revista muy diferente, Los Libros. Esta decisiva publicación no era tampoco una revista destinada específicamente a la historia aunque no dejaba de prestarle atención a lo que se estaba produciendo tanto en Argentina como en el exterior así como a algunos de los debates que sacudían al campo historiográfico. Los libros era dirigida por H. Schmucler y financiada por G. Schavelzon y la editorial Galerna y reunía también a R. Piglia, C. Altamirano y B. Sarlo y era un foco de difusión de nuevas perspectivas y en ella escribían comentaristas de muy diversa procedencia.[19]
Sin embargo, no todo pasaba fuera de la Facultad y en 1970 se graduó como Licenciado en Historia con una tesis titulada El comercio virreinal: 1779-1784 y lo hizo bajo la dirección de Antonio J. Pérez Amuchástegui: había iniciado una incursión en campo temático que continuaría con decisión en los años por venir. Retrospectivamente Juan aclaró que empezó indagando el comercio porque “las cuestiones relacionadas con la producción me parecían algo inaccesibles todavía” aunque “Lo que realmente me interesaban eran los procesos productivos y tardé bastante en poder entrar en esas aguas.”[20] La primera aclaración era de alguna manera inevitable en la medida que atestigua que el tema de tesis era pensado en el marco de un debate teórico y metodológico que era central por entonces; la segunda, en cambio, es menos ajustada a la realidad porque –como veremos– no se demoró demasiado en sumergirse en esas aguas. Como fuera, ambas referencias son interesantes para ir reconstruyendo los modos en que Juan fue definiendo sus objetos de interés, ajustando el foco de observación y delineando sus estrategias de investigación.
Al repasarla se advierte que Juan pensaba ese, su “primer trabajo”, como parte de un estudio más amplio que debía abarcar al menos el periodo comprendido entre 1778 y 1809. Para abordar el crítico periodo del comercio colonial Juan se internó en el examen de los libros diarios de la Aduana de Buenos Aires y Montevideo –y para ello incursionó en los archivos de ambas ciudades– así como los Libros de Registro de Caudales, los Registros de Navíos, los Libros de Almojarifazgo y la correspondencia del Virrey. ¿A qué autores tomaba como referencia, por entonces? Ante todo, a Manfred Kossok y a Pierre Vilar pero también a Ravignani, Levene, Villalobos, Studer, Coni, Halperin Donghi, Burgin, Haring, Romano, Hamilton, o Vicens Vives… Y, por supuesto, en ese primer trabajo ya aparece nítida la vocación por medir la magnitud y la intensidad de los fenómenos con precisión, los cuadros y los gráficos que lo acompañarán el resto de su vida y el interés por desentrañar las modalidades y circuitos del comercio pero, sobre todo, los actores sociales intervinientes apoyado en un universo amplio de lecturas que de alguna manera le permitía moverse en lo más sólido que había disponible en la historiografía argentina de entonces y en algunas referencias insoslayables de la historia económica internacional.[21] Mucho, seguramente demasiado, para una tesis de Licenciatura se diría hoy… pero de alguna manera su consulta sugiere una moraleja aleccionadora: una intensa experiencia de investigación en la etapa formativa puede permitir fructíferos resultados pues en ella ya se advierten temas y problemas a los que volverá en los años siguientes.
Ello sugiere una precoz madurez intelectual que no parece posible asignar solo al talento personal sino también a los ambientes en los cuales Juan se movía y de los cuales abrevaba. Si se les presta atención se puede registrar que fueron diversos, porosos y comunicados por múltiples canales. ¿Cómo eran? Si el libro de Juan nos ayuda a reponer algo de sus texturas los cuadernos de Piglia nos ayudan a calibrar un mundo intelectual en ebullición sin firmes anclajes institucionales: así, en agosto de 1969 anotaba: “Malos tiempos: crisis del MLN, izquierda liberada, la moda del estructuralismo…” Y para 7 de setiembre de 1970: “Hago una traducción de Fannon para Cuadernos Rojos. ¿Cuándo es legítima la violencia? Esa es la pregunta actual”. Al día siguiente, otra anotación no menos jugosa: “Absurda discusión sobre literatura y política en Los Libros, con Funes [Santiago], Germán G. [García], Toto [Schmucler] y David [Viñas], cómo salir de la posición meramente testimonial por la que el escritor hace saber que está de acuerdo con las buenas causas”. Y el domingo 13: “A las siete de la tarde vino Roberto Jacoby, largas y violentas discusiones políticas sobre posibles caracterizaciones del grupo Montoneros. Todos se han vuelto peronistas.”[22] El cuaderno de Piglia, entonces, nos ayuda a reponer la atmósfera y el vértigo que la atravesaba y el libro de Juan ofrece múltiples indicios de las incertidumbres y las búsquedas que traía consigo.
En ambos textos y en las revistas que entonces pululaban se reconocen sin dificultad la inestabilidad de los grupos y de las pertenencias. Entre ellos encontramos a Juan y a muchos otros miembros de una camada de historiadores de muy diversas procedencias, filiaciones y trayectorias personales, intelectuales y políticas. Camada y no grupo pues no había ni estructura institucional o política de pertenencia aunque sí algunas notas comunes. Y una sobre todo: una atracción hacia la historia económica y social imbuida de una apertura de horizontes intelectuales y en varios la atracción por la historia colonial americana. Pero, por entonces, habían tomado caminos distintos: desde Córdoba, A. Arcondo había marchado a hacer su postgrado en París y Carlos S. Assadourian estaba en Chile. J.C. Chiaramonte se movía entre Rosario y Paraná.[23] Mientras E. Tandeter y Juan estaban en Buenos Aires y a poco habrían de protagonizar un proyecto temerario que resultaría decisivo y no solo para él.
El vértigo se apoderó de la Facultad y de la cátedra donde se desempeñaba y tendría que intervenir no solo ante la creciente agitación estudiantil sino también en las disputas políticas e ideológicas que la sacudían. Una de las más célebres fue la que enfrentaba a las llamadas cátedras “nacionales” y “marxistas”, una confrontación que alcanzó su climax en 1971. La disputa tenía varias aristas pero una era particularmente intensa y significativa: la apropiación de Gramsci.[24]
En esa Facultad que hervía Juan hacía sus primeros palotes como ayudante en la cátedra que estaba en el centro de las disputas de la carrera de Historia: Introducción a la Historia, de Pérez Amuchástegui. La cátedra se partía, los ayudantes imponían su propia bibliografía y a lo largo de 1971 el conflicto fue creciendo hasta estallar abiertamente antes de terminar el año: irrupción de la policía, más de un centenar de detenidos y una nueva estadía en la cárcel de Devoto mientras una bomba sacudía la casa del titular.[25]
La revista Los Libros se hizo eco de esas disputas y los documentos que se reprodujo nos ayudan a acercarnos a las ideas y argumentos que se estaban elaborando en el grupo en que Juan se movía. El Nº 23 de noviembre de 1971 estaba dedicado al tema “Universidad y lucha de clases” y comenzaba con un documento de la Agrupación 29 de mayo de docentes de la Facultad en el que se definían como “docentes antimperialistas revolucionarios”. Dejaban en claro que habían adoptado esa denominación porque consideraban que el Cordobazo había sido un punto de ruptura y aunque postulaban que no había contradicción con el 17 de octubre tampoco había “una continuidad lineal”; de este modo postulaban que el Cordobazo recogía y superaba “la tradición del 45” y se convertía en “una piedra de toque para la constitución de un nuevo bloque histórico antimperialista revolucionario”. Tarea compleja y desafiante y, si se quiere, ambiciosa para un grupo docente: impulsar un reagrupamiento político e ideológico “a fin de superar antinomias que, como las de marxismo-peronismo, no recortan correctamente en términos de la contradicción entre revolucionarios y contrarrevolucionarios”; para ello, querían replantear la relación tradicional “entre profesor y discípulo”, realizar una tarea teórico-práctica que lograra vincular ciencia y política de un modo nuevo y alternativo a los del “cientificismo” y el “populismo” y articular la lucha docente y estudiantil. Era una búsqueda de resultado incierto, situada en una zona de cruces y en franca tensión que de alguna manera expresa los dilemas del trayecto de Juan desde el ambiente de Cristianismo y Revolución al que ofrecía la nueva agrupación docente.
En el número siguiente de la misma revista (el 24, de comienzos de 1972) se publicaba otra declaración de la Agrupación 29 de Mayo de la cátedra de Introducción a la Historia de noviembre del año anterior con un título bien sugestivo: “Frente a una historia que no es la nuestra”, un texto al que Juan aún muchos años después lejos estaba de considerar un panfleto. En él se relataba que habían sido 126 los estudiantes y docentes detenidos y puesto bajo proceso criminal en el “fuero antisubversivo”, se retomaba aquella declaración anterior que denunciaba al mismo tiempo “el despotismo de la fábrica y el autoritarismo de la enseñanza” y relataba que a través del cuerpo de delegados los estudiantes llevaban dos meses dando “una batalla continua contra una cátedra que fue durante muchos años una isla de tranquilidad académica” y que derivó en la negativa del 90% del alumnado a rendir el examen parcial de octubre. Esa “tranquilidad” se había acabado y estos docentes disidentes de la cátedra eran activos protagonistas de un cuestionamiento que no solo impugnaba el “chirle eclecticismo” del programa de la materia sino que advertían que llevaba a “concebir toda la historia como historia del pensamiento”, a negar “que exista en la historia un proceso objetivo regido por sus propias leyes” y los llevaba a reinvindicarse como marxistas y postulaban su voluntad de construir “una nueva cultura crítica, revolucionaria”.[26]
Desconocemos que intervención específica puede haber tenido Juan Carlos en la redacción de estos documentos pero aun así permiten aproximarse al ambiente en que se movía al despuntar la década del 70 y a las búsquedas en la que estaba inmerso, búsquedas que a un mismo tiempo apuntaban a definir una acción política práctica y el tipo de historia a desarrollar para la elaboración de una nueva cultura. Es obvio, también, que esas búsquedas no podían quedar circunscriptas a la docencia universitaria aunque en ella quedara cada vez más cerca de las “cátedras marxistas”. De alguna manera, esas evidencias permiten también comprender la iniciativa principal que habrá de emprender por entonces.
Juan –que había entrado al mundo editorial en Jorge Álvarez– dio un paso decisivo cuando junto a Enrique Tandeter decidieron fundar su propia editorial: Signos. A esta decisión parecen haber llegado después de intentar asociarse con Galerna y de la Flor y de intentarlo con la recién inaugurada sucursal de Siglo XXI de México. Pero Signos fue conformada en asociación con el grupo de Pasado y Presente cuya revista si bien no era específicamente de historia pretendía influir en la construcción de una nueva historiografía más allá de los límites del proyecto renovador que en los años previos se había desplegado en los ámbitos universitarios.[27] Ese grupo ya había intervenido en Córdoba en la fundación de la editorial EDUCOR[28] y para 1968 empezaba a publicar también allí los Cuadernos de Pasado y Presente, que se continuaron en Buenos Aires entre 1970 y 1976, primero desde Signos y luego desde Siglo XXI Argentina.[29] Al parecer fue Tandeter quien le presentó a Aricó y con él Juan no solo enriqueció su arsenal intelectual sino que aprendió la difícil tarea de editor. De este modo, Aricó, H. Schmucler, S. Funes, Garavaglia y Tandeter desde Signos empezaron a publicar los Cuadernos “y los libros que nos gustaban a todos nosotros”[30]; y a ellos se agregaron Jorge Tula y Alberto Díaz con quien Juan estaba por entonces encarando un proyecto de investigación.
Aunque breve, la experiencia de Signos merece ser recuperada aunque haya quedado en la memoria diluida entre otras ilustres experiencias editoriales que la precedieron o la continuaron. Para nuestro tema es importante pues nos permite acercarnos más a las expectativas de Juan en ese tiempo. En este sentido, resulta imprescindible apelar a un artículo de Diego García que echa luz al respecto así como a las evidencias que suministra la revista Los Libros. El artículo de García muestra que Signos llegó a publicar casi una veintena de libros durante su breve existencia, entre marzo/abril de 1970 y mayo/junio de 1971, cuando se fusionó con Siglo XXI. Su plan editorial inicial era muy ambicioso y solo en parte se llevó a cabo, aunque buena parte de esos libros constituyeron luego el fondo editorial de Siglo XXI. Ese plan contemplaba varias colecciones: 1) de “Historia” (con autores como Dobb, Rudé, Hobsbawm, Boutruche, Coubert, Kula y Kautsky pero también Romero y Assadourian); 2) “Economía y Sociedad” (con Gunder Frank y Touraine, entre otros); 3) “Rhesis” (con Levi-Strauss, Todorov o Foucault); 4) “Filosofía para científicos” (Althusser, Balibar o Badiou, por ejemplo); 5) “Pensamiento fundamental” (Marx y Derrida); 6) “Aire libre” (Sartre, Walsh, Onetti, Balzac); 7) “Historia inmediata” (Delich y Murmis-Portantiero): 8) “Pasado y presente literatura” (Bataille, Mallarme, Burroughs); 9) y los Cuadernos y Ediciones de Pasado y Presente. García aclara que solo se llegaron a publicar un 30% aunque muchos fueron publicados de inmediato por Siglo XXI luego de la fusión y que también se publicaron otros que no estaban contemplados en el plan inicial. El listado que ofrece muestra que también se inició otra colección que no estaba prevista: “Ensayos” (con libros de Delich y Lechner). Para nuestro tema es importante señalar que García recupera una carta de abril de 1969 del director de la sucursal Buenos Aires de Siglo XXI a través de la cual podemos saber que “tres muchachos, estudiantes de historia ofrecen una suma de pesos para que la sucursal se convierta en una editorial” y que en la lista de posibles títulos predominaban los de la editorial francesa Maspero; pero, un año más tarde –mayo de 1970– informaba que habían formado Signos y esperaban que Siglo XXI distribuyera sus libros. La información es importante porque nos confirma que el proyecto editorial ya estaba en marcha cuando todavía eran estudiantes y que no había sido imaginado inicialmente como independiente. Como fuera, la nueva editorial aparecía en 1970, cuando Tandeter y Garavaglia ya estaban graduados y Aricó y Schmucler fijaban su residencia en Buenos Aires: el primero, sería el gerente, Garavaglia y Aricó los editores y Schmucler el responsable de la difusión. Sin embargo, luego de acordar la fusión con Siglo XXI, el grupo de Signos sería encargado de la edición teniendo la oportunidad de concretar así buena parte de su proyecto inicial.[31]
Si se revisan los números de la revista Los Libros de ese momento se pueden obtener algunos indicios adicionales. El Nº 8 (de mayo de 1970) ofrece un buen ejemplo de un fenómeno generalizado en la cultura de la nueva izquierda en formación pues la revista anunciaba que comenzaba una nueva etapa, la de su “latinoamericanización”. Editada en la editorial Galerna ahora aparecía auspiciada por el Fondo de Cultura Económica, las editoriales Losada, Monte Ávila, Universitaria de Chile y Siglo XXI Editores.[32] Al mes siguiente, su Nº 9 tenía como tema central “La moda del estructuralismo” y contenía un recuadro titulado “Colecciones de historia” en el que se hacía referencia elogiosa a las colecciones que publicaba Presses Universitaries de France y, en especial, a la colección que había comenzado a publicar en español la editorial Labor, La historia y sus problemas; y, al mismo tiempo, informaba que Signos Ediciones estaba preparando el lanzamiento de Señorío y feudalidad de R. Boutruce y páginas más adelante reproducía un fragmento inédito de Marx en español tomado de los Grundrisse anunciando que Signos lo publicaría en breve. De modo análogo, el número 15/16 –de enero-febrero de 1971– comenzaba con un importante aviso de Signos comunicando sus planes de edición para ese año. Veamos cuáles eran y el modo en que era presentado cada uno: “Un documento excepcional. Para meditar un problema aún no resuelto: la relación entre literatura y sociedad” era la presentación de Los derechos del escritor de A. Solzhenitsin; “Dos estudios centrales para la comprensión del proceso Chileno” anunciaba La ideología de la dominación en una sociedad dependiente de A. Mattelart y C. y L Castillo y La democracia en Chile de N. Lechner; “Para una ciencia del texto literario” la antología de T. Todorov Teoría de la literatura de los formalistas rusos; “El pensamiento fundamental” era el modo elegido para De la gramatología de J. Derrida y Lo normal y lo patológico de G. Canguilhem; “La historia” a Teoría económica del sistema feudal de W. Kula; “Una acuciante discusión de América Latina” anunciaba a Capitalismo y subdesarrollo en América Latina de A. Gunder Frank; “La rebelión negra” a Los panteras negras de G. Marine; y “Dos inéditos indispensables” era la manera de concitar la atención sobre El Capital. Capítulo sexto y Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse). A su vez, en los números 17, 18, 19 (marzo, abril y mayo de 1971) el aviso de Signos era el que iniciaba la revista y anunciaba la aparición de El Capital. Libro I. Capítulo VI (inédito) del siguiente modo: “Aquí se reúnen los hilos dispersos de la ´Biblia de la clase obrera´. Una lúcida avalancha de ironía y sarcasmo sobre las ideologías en las cuales la cruda realidad del modo de producción y distribución burgués se refleja subvertida. Por primera vez editado en español en traducción directa del alemán”. Además se anunciaban otras novedades y en el mismo Nº 17 se incluía una reseña de H. Spalding de Capitalismo y subdesarrollo en América Latina publicado por Signos.
Como es sabido junto a Alejandro Orfila formaron Siglo XXI Argentina. A. Díaz, íntimo amigo de Juan, años después recordaría bien la circunstancia: lo que Juan y Enrique aportaron era un montón de libros que ya pensaban editar en Signos para intervenir en el debate político e historiográfico. Aunque no la integraba formalmente Díaz se reconoce como una suerte de “socio intelectual” de la efímera Signos y su recuerdo precisa que la motivación era publicar libros necesarios.[33] Y, sabido es, entre los socios fundadores de la editorial estaban J. L. Romero, S. Bagú y J.C. Portantiero.
Era claro que la intervención en el mundo editorial adquiría ahora otras dimensiones y debe haber ampliado significativamente tanto los horizontes intelectuales como la red de relaciones de Juan Carlos. Recurramos otra vez a Piglia quien anotó en su cuaderno el 29 de abril de 1971: “Cena multitudinaria para inaugurar la sede argentina de Siglo XXI. […] En la cena mala comida pero muchos discursos. Encuentros variados y fugaces: Briante, Jitrik, Altamirano, Mario Benedetti, et. al. Circulación múltiple que terminó con varios amigos en el bar La Paz, con Schmucler, Tandeter”.[34] Esa “circulación múltiple” es una central para comprender esa atmósfera y las posibilidades que habría. En ella está inmerso Juan.
La fusión entre ambas editoriales no convertía a los integrantes de Signos en actores secundarios. Por el contrario, en agosto de 1971 el Nº 21 de Los Libros incluía en su última página un aviso importante de la nueva editorial, Siglo XXI Argentina Editores. Se anunciaba que ella venía a “acompañar el proceso transformador de América Latina” y junto a su logo –hoy famoso– se incluía la leyenda de los avisos de Signos (“Signos para un mundo que se piensa”) y junto a las novedades se informaba que la gerencia y producción seguían en el domicilio de Signos (Viamonte 1536 piso 1º) y la de administración y ventas donde funcionaba la sucursal de Siglo XXI (Tacuarí 1271). Entre esas novedades estaban Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse), de K. Marx, Estudios sobre el desarrollo del capitalismo de Maurice Dobb (en el que tanto trabajó Juan y que con tanto amor lo recordaría siempre) y La multitud en la historia de G. Rudé.
Por supuesto, tampoco podemos obviar otras decisiones editoriales trascendentales: los Cuadernos de Pasado y Presente (algunos de los cuales como el Nº 20 Formaciones económicas precapitalistas de Marx con prólogo de Hobsbawm tuvieron enorme influencia historiográfica) y una colección muy original para ese momento en el mundo de habla hispana: “Historia de los movimientos sociales” que además de Rudé luego incluiría libros de Hobsbawm y Rudé, R. Hilton o Ch. Hill.[35] También, imposible soslayar, la publicación de libros decisivos de autores argentinos y que definieron las agendas posteriores: ante todo, Revolución y guerra de Tulio Halperin en 1972, un título evocador tanto de su contenido como de la época en que aparecía - y que según me relató Juan habría sido sugerido por Pancho Aricó-; y, el año anterior Estudio sobre los orígenes del peronismo, de Miguel Murmis y Juan C. Portantiero.
Excede por completo las posibilidades de estas líneas examinar la enorme contribución de esta editorial al configuración de la nueva cultura de izquierda y de la nueva historiografía en formación. Pero alcanza con subrayar que se convirtió epicentro de una renovación del pensamiento crítico y en órgano de difusión de nuevos modos de hacer historia. Sin duda, debe haber sido una experiencia enormemente enriquecedora para Juan Carlos y para sofisticar su instrumental teórico y metodológico. Ante todo, porque suponía una manera de mirar la historia en estrecha relación con las ciencias sociales y humanas y las más diversas formas del pensamiento crítico. También porque junto a una muy marcada influencia de la cultura francesa se advierte que ocupaba un lugar destacado la historia social británica. Visto retrospectivamente es tentador conjeturar que por entonces la Argentina pudo haberse transformado en epicentro de la emergente “historia desde abajo” en el mundo de habla hispana. Por lo pronto y por diversos caminos por la lectura de Hobsbawm, por ejemplo. En 1963 en Córdoba, el Nº 2/3 de los Cuadernos de Pasado y Presente incluía un texto suyo que venía a oficiar como auténtico artículo-programa que expresaba con claramente el tipo de historia que se buscaba propiciar, “Para el estudio de las clases subalternas”.[36] Para entonces, Chiaramonte había sido atraído por la versión italiana de ese famoso texto se encargaba de difundir en Rosario y Paraná versiones ad hoc de Las revoluciones burguesas.[37] Al año siguiente en los cuadernillos de la cátedra de Historia Social de la UBA traducido por Tandeter se publicó En torno a los orígenes de la revolución industrial y este libro fue parte del plan editorial de Signos y lo publicó Siglo XXI. Sabido es que Hobsbawm visitó a la Argentina en 1969 y en 1970 en el Nº 36 de Desarrollo Económico una incluía reseñas de Captain Swing de Hobsbawm y Rudé (de E. Tandeter) y de Rebeldes primitivos de Hobsbawm (de C. Lagunas). Obviamente, la recepción no podía estar al margen de las polémicas y disputas existentes y aunque en sus memorias Juan no entró en detalles al respecto es sugestivo su recuerdo de una discusión que mantuvo con Roberto Carri pues este había sido muy duro con Hobsbawm en una clase (había dicho que parecía “una tía inglesa a la hora del té”).[38] Como se advierte y a pesar que desde estos grupos este tipo de historiografía era leída con atención y difundida con entusiasmo, parece bastante claro que no terminó por marcar la historiografía argentina sino hasta muchos años después. Las razones que puedan explicarlo son diversas y no es este el momento de examinarlas pero no puede dejar de señalarse el impacto que simultáneamente tenía “la moda del estructuralismo” y en especial la obra de Louis Althusser que la misma editorial Siglo XXI se encargó de instalar. Es posible también que el prestigio creciente de la escuela de Annales –y en especial de Braudel– haya incidido decididamente entre muchos de los jóvenes historiadores argentinos de entonces y habría de vehiculizarse a través de la influencia de otro ilustre visitante de esos años, Ruggiero Romano y su manera de pensar y enfocar la historia económica.[39] En todo caso, en ese momento de inflexión político y cultural, de aperturas y búsquedas diversas, la asociación entre Signos, Pasado y Presente y Siglo XXI abría líneas de trabajo y reflexión que contenían muchas posibilidades diferentes y que, si vistas retrospectivamente se advierte que no estaban exentas de tensiones, es muy probable que en ese contexto pudiera parecer que podían ser de alguna manera compatibles. Como fuera, el peso abrumador de las perspectivas estructuralistas parece haber terminado por ser decisiva; al menos, ese fue el diagnóstico que muchos años después ensayó Tandeter para quien si bien muchos jóvenes estudiantes siguieron con interés la renovación historiográfica de los primeros sesenta y se iniciaron en la exploración de los documentos coloniales luego “la clave fundamental del momento fue la lectura althusseriana de Marx”.[40] Reflexiones semejantes hizo Juan Carlos en varias ocasiones pero es dudoso que esa fuera la perspectiva de ambos en ese tiempo.
Lo que no deja de llamar la atención es que mientras Juan Carlos debe haber estado intensamente sumergido en esta apasionante tarea de editor, no era lo único de lo que se ocupaba. Todo estaba en curso y a extrema velocidad y mientras Juan se dedicaba a la militancia política y la acción editorial al mismo tiempo incursionaba en una audaz apertura teórica y metodológica pero no dejaba de escrutar fuentes y archivos. Fue, por entonces, que empezó a publicar sus primeros textos y traerlos a colación resulta revelador.
Me refiero a que en 1970 publicó en Polémica. Primera historia argentina integral, la legendaria colección que editada por el Centro Editor de América Latina bajo la dirección de otra enorme maestra como fue Haydeé Gorostegui de Torres[41], su fascículo “Comercio colonial: expansión y crisis”, claramente tributario de su tesis de licenciatura. Pero muy poco después publicó en la serie que la continuaba (Documentos de Polémica) una antología de fragmentos de fuentes titulada “Reducciones y pueblos de indios” y que anunciaba el centro de sus investigaciones de los años por venir. Lo importante, también, es recuperar la centralidad que adquirió el CEAL en hacer conocer y en incentivar los productos de una nueva historiografía en formación y en el desarrollo de una cultura latinoamericanista en la Argentina y sus implicancias políticas. La dictadura instaurada en 1976, por cierto, no tendría ninguna duda al respecto.[42]
Y que al menos en su mente ese proyecto estaba madurando febrilmente se advierte en sus dos tareas principales como historiador que emprendió durante el frenético 1972 de la Argentina: por un lado, su ponencia al Congreso de Americanistas reunido en Roma al que accedió por invitación de Tulio Halperin Donghi y de la derivó su "Las actividades agropecuarias en el marco de la vida económica del pueblo de indios de Nuestra Señora de los Santos Reyes Magos de Yapeyú, 1768-1806" publicado en 1975 y que aparecía dedicado “a la memoria de Manolo B. [Belloni], Diego F. [Frondizi] y Carlos. O. [Olmedo]”, compañeros habían caído durante 1971.[43] Por otro lado, ese año estuvo ocupado en la compilación del famoso Nº 40 de los Cuadernos de Pasado y Presente dedicado a los Modos de producción en América Latina y que apareció ¡en mayo de 1973! Como es sabido contaba con un prólogo suyo y artículo inédito “Un modo de producción subsidiario: la organización económica de las comunidades guaranizadas durante los siglos XVII-XVIII en la formación regional altoperuana-rioplatense”. Su enfoque era completamente innovador pero Juan no eludía reconocer sus deudas: la idea de subsidiario provenía de una observación de Tandeter, reconoció en la nota inicial. Ese cuaderno no puede ser pasado por alto ni en el análisis de la trayectoria de Juan ni en los debates que sacudieron a la historiografía americanista: fue un texto decisivo que tuvo 12 ediciones entre 1973 y 1989 por más de 21.000 ejemplares. El texto era oportuno y de alguna manera urgente, como todo parecía serlo por entonces. La discusión sobre los argumentos de A. Gunder Frank venía creciendo desde antes, al menos desde que en 1965 se publicara su Capitalismo y subdesarrollo en América Latina. Ese mismo año en el Nº 38 de Desarrollo Económico había sido R. Romano quien se había encargado de criticarlo y al año siguiente desde las páginas de Los libros era H. Spalding era el que se encargaba de hacerlo.[44] Para entonces Rodolfo Puigross reeditaba una versión ampliada de su De la colonia a la revolución[45]y entraba en abierta polémica con Frank mientras desde Ruggiero Romano hasta E. Laclau y C.S. Assadourian hacían también lo suyo pero desde una perspectiva que se centraba en el “hecho colonial”. Desde entonces no dejó de acrecentarse hasta llegar a su punto culminante en el Congreso Internacional de Americanistas que se reunión en México en 1974. Para algunos en ese debate Chiaramonte radicalizó la propuesta de Garavaglia de las “formaciones económico-sociales no consolidadas” aunque cuestionó la noción misma de formación.[46]
Sin embargo, al mismo tiempo Juan estaba tomando decisiones aún más trascendentes: al menos, en su recuerdo la abrupta finalización de su experiencia en la cátedra de Introducción a la Historia “fue un aliciente para pensar seriamente la posibilidad de buscar una forma de compromiso más alta”. Lo que estaba sucediendo a lo largo de 1972 así parecía determinarlo y la decisión parece haber madurado durante su viaje al Congreso de Roma en setiembre de ese año, previa escala en Madrid y sus intercambios con quienes estaban organizando Siglo XXI España. Al regreso mientras había avanzado en sus contactos con las FAR el posicionamiento político a adoptar fue motivo de intensa discusión en “nuestro grupo en Siglo XXI” que se sentía bien representado y expresado en el editorial que iniciaba el Nº 1 de la nueva época de Pasado y Presente y desde el cual este grupo anunciaba que se acercaba a las posiciones de FAR y Montoneros. Era el momento de “hacer algo” y que se algo estuviera “relacionado con lo que sabía hacer”, recordaría Juan. Pero ese algo, ya no podía ser tan solo el de la intervención cultural e historiográfica para forjar una nueva cultura crítica. Así fue, y vía Paco Urondo conoció a Ernesto Villanueva quien hizo posible su nombramiento en la Universidad Nacional del Sur. Con esta decisión se abría una nueva etapa y se cerraba su participación activa en Siglo XXI.[47]
¿Estaba formado como historiador cuando inició su intensa experiencia en Bahía Blanca? ¿Lo estaba cuando tres años después marchó al exilio y recaló en París para hacer su doctorado en la EHESS bajo la dirección de R. Romano? Estas preguntas quizás estén fuera de lugar y mal planteadas pues ¿acaso alguna vez puede darse por terminada la formación de un historiador?; ¿termina alguna vez la formación de un historiador tan original y prolífico? Si pegamos un salto en el tiempo algo podrá advertirse de inmediato: su primer gran libro, Mercado interno y economía colonial sin duda se nutrió de esa enriquecedora experiencia académica parisina; sin embargo, resulta evidente que había comenzado a imaginarlo, a pensarlo y a delinearlo mucho antes. En Una juventud… no dejó de aclarar y reivindicar las clases de latín que había tenido en el colegio y en la facultad para poder escrutar las fuentes jesuitas. A su vez, alcanza con leer su prólogo para advertirlo con nitidez: no solo porque allí hizo referencia explícita a la inspiración que le habían suscitado los estudios de Assadourian o las críticas jugosas e incisivas que E. Laclau había hecho a Gunder Frank, sino también porque dejaba muy en claro dos cuestiones que formaban parte ineludible de su matriz intelectual: primero, su perspectiva y su matriz: “a nuestro entender, lo social la trama que hace inteligible lo económico, y que todo intento de separar esos ámbitos es nada más que el resultado de la incomprensión de una vieja imagen marxiana poco feliz…”. Y segundo, en quiénes pensaba a la hora de apuntar una crítica historiográfica: no pudo allí dejar de evocar a los campesinos paraguayos, a los indios de los obrajes de Puebla o los mineros potosinos.
Espero que quienes lean estas líneas no concluyan que estuve desvariando y que piensen que me olvidé de Juan al hacer referencia a tantos otros nombres y circunstancias. Pero creo haber sido fiel a su manera de pensar este oficio: no puede afrontarse sin un fuerte compromiso personal con la disciplina y con la sociedad de la que se forma parte y frente a la cual la práctica historiográfica adquiere significado; y con una concepción del conocimiento histórico que impone un enorme esfuerzo personal pero que siempre es una construcción colectiva. Y si algo hizo Juan Carlos a lo largo de su vida como historiador fue impulsar emprendimientos colectivos, los mejores para formar buenos historiadores.
Quizás, para comprender mejor cómo fue posible la formación de este historiador tan singular y para poder calibrar mejor su legado, las mejores palabras a las que puedo apelar son las nos regaló Ricardo Piglia en una entrevista de mediados de 2011 cuando acababa de recibir un merecido premio. En una entrevista sostuvo: “siempre digo que los argentinos tenemos el privilegio de tener una tradición literaria riquísima y que todos nadamos en ese río, cada uno a su manera, pero si escribimos es porque antes se ha escrito aquí”.[48] Intenté aquí conjeturar cómo encontró Juan su modo de nadar en este río. Cada uno de nosotros deberá –lo sepa o no– encontrar su propio modo de nadar. Y si alguna vez podrá escribir algo que valga la pena ser leído será porque otros, Juan entre ellos, lo hicieron antes.
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