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“Cuidar la familia, forjar la nación”. La institución matrimonial y el modelo de familia. Argentina, Siglos XIX-XX*
“Protect the family, forge the nation”. The marriage Institution and the Family Role Model. Argentine, 19th-20th Centuries
“Cuidar la familia, forjar la nación”. La institución matrimonial y el modelo de familia. Argentina, Siglos XIX-XX*
Prohistoria, núm. 27, 2017
Prohistoria Ediciones
Recepción: 20 Diciembre 2016
Aprobación: 30 Mayo 2017
Resumen: Este artículo describe y analiza los antecedentes institucionales y los debates y conflictos en torno a la aprobación de ley de matrimonio civil en Argentina, sancionada a fines del siglo XIX que constituyó un perdurable punto de llegada en la convergencia entre la Iglesia y el Estado en el sostenimiento del modelo de familia. Los cambios políticos y sociales que impulsaron la sanción del matrimonio civil así como la persistencia civil del vínculo matrimonial indisoluble –herencia del matrimonio sacramental– expresan las bases del consentimiento alcanzado por la elites políticas y eclesiásticas para hacer del matrimonio no solo una institución civil sino un modelo de orden familiar, sostenido por casi cien años por las leyes nacionales, en el marco de las amplias trasformaciones de todo orden que atravesaron la sociedad argentina.
Palabras clave: Matrimonio civil, divorcio , modelo de familia, laicidad , Iglesia , Estado.
Abstract: This article describes and analyzes the institutional background, the debates and conflicts around the approval of civil marriage law in Argentina, sanctioned at the end of the XIX century, that constituted an enduring arrival point in the convergence between church and state in the upholding of the family role model. The political and social changes that motivated the approval of the civil marriage such as the civil persistence of the binding bond of matrimony –an inheritance of the sacramental marriage– expresses the grounds of consent reached by the political and ecclesiastical elite to make the marriage not only a civil institution but a family role model, sustained for almost a hundred years by the national laws, in the context of big transformations of all order that went through Argentinian society.
Keywords: Civil marriage, divorce , family role model, Church and State, laicism.
El matrimonio y la familia no constituyen, como es sabido, los términos excluyentes ni necesarios de una misma ecuación. Sin embargo, desde lo normativo y también en el plano simbólico, la institución del matrimonio contiene un modelo, un ideal de familia que da cuenta de lo deseable, de lo socialmente aceptable, de lo permitido y de lo vedado en distintos momentos y contextos socioculturales. En la Argentina el derrotero jurídico seguido por esta institución no fue excepcional. El pasaje del matrimonio católico al civil se produjo, como en muchos otros países latinoamericanos, en las últimas décadas del siglo XIX en el marco de los procesos de laicización que acompañaron la consolidación de los Estados Nacionales. Más allá de esta coincidencia, las condiciones propias de la sociedad de entonces, los motivos por los cuales ese cambio legal fue promovido tanto como resistido y las bases del consentimiento alcanzado por la elites políticas y eclesiásticas para hacer del matrimonio no solo una institución civil sino un modelo de orden familiar en un contexto de amplias trasformaciones sociales, culturales y demográficas, justifican su análisis particular.
La ley de matrimonio civil, sancionada en 1888, fue la última del grupo de leyes conocidas como laicas porque con ellas (la habían antecedido la ley de educación común y la de registro civil) el Estado asumía como propias funciones largamente administradas por las instituciones eclesiásticas. Hasta entonces, como consecuencia de la conquista y la colonización española, la doctrina católica había proporcionado las normas, el ritual y las pautas sociales del matrimonio, considerado uno de los siete sacramentos. Los requisitos e impedimentos establecidos por el derecho canónico incorporados al derecho hispánico y luego al Código Civil Argentino, fueron el persistente fundamento legal de la familia legítima.
Con todo, ese marco normativo fue crecientemente tensionado por las variadas transformaciones que acompañaron la formación del Estado Nacional y el desarrollo de la economía capitalista durante el siglo XIX. En primer lugar, la revolución y la independencia trajeron, entre sus tantas consecuencias, la desorganización de las jurisdicciones civiles y eclesiásticas heredadas de la época colonial. Además, los problemas de competencia entre ambas jurisdicciones, si bien contaban con una larga tradición se profundizaron a partir de entonces. El orden político que comenzó a constituirse, asentado en una concepción de la soberanía inmanente y no trascendente, provocó a la vez redefiniciones y reacomodamientos en las formas de articular las relaciones entre el poder civil y eclesiástico. El matrimonio, como institución en la cual se asentaba legalmente la familia, involucraba la asignación de roles entre hombres y mujeres, las relaciones de autoridad entre padres e hijos, las condiciones de legitimidad de los nacimientos y los derechos de herencia y se hallaba atravesado por el parentesco y por las diferencias estamentales, raciales, sociales y religiosas. Todos estos asuntos de enorme trascendencia para el orden social, estaban bajo la égida de la jurisdicción eclesiástica e iban a demandar una intervención creciente del poder civil. En segundo lugar, la llegada desde principios de siglo de inmigrantes no católicos y su progresivo arraigo primero en Buenos Aires y luego en otras regiones del país fue creando las condiciones que justificaban un cambio en la legislación y se convirtió en un abierto desafío de la mano del proceso de creciente pluralización étnica y religiosa que provocó la inmigración europea, promovida por el Estado argentino desde mediados de siglo.
De este modo, tanto la ampliación de las capacidades estatales, producto del proceso de centralización política, como los cambios sociales y culturales que provocó la inmigración masiva, contribuyeron a poner en cuestión la exclusividad del matrimonio religioso. Sin embargo, una vez establecido, el matrimonio civil lejos de significar una ruptura con las premisas que el matrimonio sacramental implicaba para el orden familiar, fue calcado sobre ese molde. El modelo de familia establecido por la Iglesia católica y los valores que lo informaban, es decir, su condición de institución patriarcal, monogámica y heterosexual, asentada en un vínculo indisoluble, se integraron sin cambios a la ley civil y formaron parte de los dispositivos con los cuales las elites políticas al frente del Estado Nacional, procuraron establecer bases sólidas y estables para la configuración de un orden social profundamente conmovido por las consecuencias de la llegada masiva de extranjeros, en las últimas décadas del siglo XIX.[1]
Este trabajo propone analizar los antecedentes institucionales y los debates y conflictos en torno a la aprobación de ley de matrimonio civil en Argentina cuya sanción a fines del siglo XIX estableció un perdurable punto de llegada que se expresó, durante los cien años posteriores, en la convergencia entre la Iglesia y el Estado en el sostenimiento del modelo de familia. La indisolubilidad civil del vínculo matrimonial heredada del matrimonio sacramental fue sostenida por las leyes nacionales hasta 1987. En esos casi cien años no faltaron intentos de establecer el divorcio vincular, ni cambios sociales y culturales reconocibles en las relaciones familiares. Las resistencias y fracasos, y aun la corta vigencia del divorcio establecido en 1954, hacen más notable la impronta de esa convergencia.
Es necesario aclarar que aun cuando nos referimos a la Argentina gran parte de nuestro análisis, sobre todo para la primera mitad del siglo XIX, responde a la situación del área rioplatense y especialmente a Buenos Aires, para una época en que el Estado Nacional no se había constituido. Con todo, el orden político cambió en las últimas décadas del siglo XIX. La ley de matrimonio civil fue sancionada por el Poder Legislativo Nacional en un contexto de marcada centralización política del Estado Federal. Las legislaturas provinciales, en uso de sus de sus facultades, aprobaron sin mucha demora esta reforma del Código Civil. De ahí que consideramos apropiado mantener la referencia nacional, aunque sin desconocer que no es aplicable a todo el periodo.
En el laberinto de las jurisdicciones civiles y eclesiásticas
La sociedad rioplatense, el área litoral y especialmente Buenos Aires y su campaña eran un área de frontera. El puerto, las migraciones internas, y la frontera abierta facilitaban la movilidad de la población, una característica que se mantuvo desde la época colonial. A partir de 1810, la revolución y la guerra agregaron a aquellos elementos de largo plazo otros que tendrían una no desdeñable persistencia como las levas y la movilización de las tropas entre las provincias, consecuencia de la conflictiva historia política de las décadas siguientes. La condición de transeúnte, distinta a la del vecino con casa poblada y derechos y obligaciones políticas –tales como la ser elector y miembro de las milicias– da cuenta de esa movilidad.[2] Aun la propia vecindad, limitada al ámbito urbano en tiempos coloniales, fue ampliando progresivamente sus contornos. En un escenario como ese, en el cual no resultaba sencillo contener a los sujetos en las categorías políticas y socio-raciales, establecidas por la ley y las costumbres, la familia no siempre era la consecuencia del matrimonio prescripto por las leyes. Las uniones de hecho y los nacimientos ilegítimos, sobre todo en la campaña, parecen haber sido una realidad extendida.[3]
En este entorno social, las autoridades civiles surgidas después de la independencia, buscaron con distintos recursos e instituciones aumentar el control sobre la población. En Buenos Aires, superada la crisis que provocó la caída del poder central, el gobierno provincial encaró, en los primeros años de la década de 1820, un conjunto de reformas para organizar el Estado y la sociedad provincial. Como parte de este reordenamiento, el ministerio de gobierno solicitó al presidente del Tribunal de Justicia la elaboración de un Proyecto de ley conveniente a la moral pública y al justo deslinde las autoridades civiles y eclesiásticas en materia de matrimonio.[4] En mayo de 1824, en respuesta a una solicitud similar, el Provisor presentó a las autoridades civiles el reclamado proyecto de ley.[5] Los fundamentos de la propuesta del prelado aludían a una situación que preocupaba por igual al poder civil y al eclesiástico. Según el Provisor, en la provincia centenares vivían separados de hecho, las tres cuartas partes no habían buscado el juicio eclesiástico que avalara su situación y tampoco habían recurrido a la justicia civil para que castigara al responsable del “despojo causado al matrimonio”. La parte restante, sostenía, demandaba la actitud mediadora de la autoridad eclesiástica solo para sostener sus disputas, “burlando el celo de la autoridad” y se valía del auxilio de los párrocos sin resultados satisfactorios. El remedio propuesto en el proyecto de ley atribuía en primer término a la justicia secular la tarea de reunir a los que vivían desunidos sin juicio de la iglesia y establecía que a la jurisdicción civil le correspondía entender en las quejas entre casados producidas “como injurias de legos contra lego cuando son motivadas de sevicia por malos tratamientos”, era también de su incumbencia castigar “al delincuente”. Eventualmente, podría “si lo halla de necesidad, depositar a la consorte provisional e interinamente en un lugar de seguridad” pero en este punto reservaba a la jurisdicción eclesiástica la resolución definitiva, atada a la causal de divorcio. Finalmente, proponía “No se admitirá en el tribunal eclesiástico demanda alguna de divorcio por sevicia, sin que se acredite por la parte actora tener ocurrido por el mismo motivo a la potestad civil, haberse castigado o corregido al delincuente y no haber tenido enmienda”.[6] Si bien el proyecto no pasó de ahí su interés no resulta solo de la descripción del cuadro social y familiar que contiene, es al mismo tiempo un buen antecedente de un asunto clave cuyo peso iría en aumento. La necesidad de delimitar las competencias de la jurisdicción civil y eclesiástica en asuntos tales como el matrimonio, de ineludible repercusión social, fue un problema a resolver y su incidencia fue en aumento a lo largo del siglo tanto por la voluntad del poder civil de hacer efectivo el reconocimiento de la soberanía única del Estado, como por la necesidad de dar respuestas a los problemas prácticos que quedaron atrapados en el laberinto judicial heredado de la época colonial. La desarticulación de las jurisdicciones eclesiásticas a causa del desmembramiento territorial y de la reconfiguración de los nuevos Estados independientes, impactó de modo directo en la acción de los tribunales eclesiásticos. Las diferencias en torno a cómo debían tramitarse las apelaciones en las causas mixtas que, como el divorcio, requerían la intervención de los jueces eclesiásticos, seguían causando problemas entre ambos poderes hacia mediados de siglo. En 1856, el obispo de Buenos Aires, Mariano Escalada se negaba a seguir el procedimiento establecido en la provincia muchos años antes para dar lugar a la apelación presentada por Isabel Prestamero en una causa de divorcio. Un decreto del año 1834, establecido por gobernador Viamonte, había resuelto el asunto poniendo por delante criterios de soberanía “territorial” según los cuales en las apelaciones de segunda y tercera instancia se debía recurrir al diocesano más cercano –es decir de Buenos Aires a Córdoba y luego a Salta– toda vez que la Sede Metropolitana de Charcas ya no formaba parte del territorio del Estado. Aquel decreto y la solución que establecía se habían mantenido por veinte años. Sin embargo, un nuevo Obispo significó un cambio de orientación en las relaciones con la Santa Sede que en la segunda mitad del siglo XIX se encaminaba hacia la centralización de su propio poder. Escalada, sin desconocer las dificultades que ocasionaban “la distancia y la incomunicación con el Metropolitano” para cumplir lo prescripto por las leyes de la Iglesia, consideraba que el decreto de 1834 no podía ser reconocido porque la reforma de los tribunales que allí se establecía solo emanaba de la autoridad civil. Ante el requerimiento del gobierno respondía:
“Esta dificultad me ha obligado a recurrir a la Santa Sede pidiendo la modificación del Breve de Gregorio XIII (que establecía como tribunal superior la sede metropolitana) y en su lugar una resolución que concilie todo. Esperaba alguna respuesta para dirigirme sobre el particular al Exmo. Gobierno porque sin ella nada puede hacerse. Esta ha sido la causa porque a mi pesar está pendiente el pleito de D. Isabel Prestamero y algún otro semejante.”[7]
El litigio siguió en pie, y su definición siguió los devaneos del juego de poderes que disputaban su supremacía. Ante la resistencia del Obispo a aplicar el decreto provincial el asesor del Fiscal de Estado, que intervenía por la damnificada, se preguntaba “será preferible que los matrimonios disidentes queden indefectiblemente desligados, la prole abandonada, la fortuna desatendida, el honor atacado, la conciencia intranquila”.[8] Así planteada la cuestión no era menor. De todos modos, dos años después de que el Estado interviniera en la causa, la respuesta de la Santa Sede restablecía la jurisdicción del metropolitano de Charcas como tribunal de apelación, abonando el principio del poder supranacional de la Iglesia. En el plano institucional, estos pleitos que afectaban el orden familiar tanto como el reconocimiento de la soberanía del Estado, fueron sentando precedentes para una solución política, aunque sin alterar por el momento las concepciones sociales y jurídicas sobre el matrimonio.
En el mismo sentido, actuó la presencia de inmigrantes europeos de religión protestante durante la primera mitad del siglo. Desde antes de la independencia, con las Invasiones Inglesas de 1806-1807, los residentes británicos en la ciudad de Buenos Aires, introdujeron la espinosa cuestión de las diferencias de religión. El tema actuó como primer acicate para poner en cuestión el monopolio católico en materia matrimonial, pero ese cuestionamiento fue limitado al comienzo. De momento, las respuestas fueron parte del sinuoso recorrido en el deslinde de las atribuciones civiles y eclesiásticas, que reconoce distintos momentos y coyunturas más o menos favorables. El primero de esos momentos fue consecuencia de la tolerancia y la libertad de cultos, establecidas en Buenos Aires en 1825. Un cambio sustantivo para la vida religiosa de los protestantes que empezaron a recibir a sus pastores y a construir sus templos en el territorio provincial.[9] Igualmente, como está dicho, con o sin libertad de cultos las leyes que consagraban como único posible el matrimonio sacramental permanecieron inalteradas en todo el país. Las alternativas de los “disidentes” para casarse eran limitadas. Antes de 1825, en los casos en que ambos contrayentes coincidieran en su condición de extranjeros y protestantes cabía la posibilidad de esperar la llegada de un buque de bandera inglesa. Algunos matrimonios se realizaron de ese modo. A partir de entonces las representaciones consulares y la llegada de los primeros pastores facilitaron esas bodas, por fuera de las leyes locales. Más complicada era la situación si los novios pertenecían a diferentes cultos. Los matrimonios mixtos, estaban prohibidos por el derecho canónico y por las Leyes de Partida. No había más opción para el matrimonio legal que la conversión al catolicismo del contrayente no católico o la obtención de la dispensa por parte de la autoridad religiosa, previa aceptación de las condiciones establecidas por el derecho canónico que incluía el compromiso de educar a los hijos en la fe católica. El trámite estaba lejos de ser sencillo tanto por razones doctrinarias –la inconveniencia de esos matrimonios era una posición tradicional– como de disciplina eclesiástica –las concepciones acerca del poder jurisdiccional en el seno de la Iglesia y su relación con el poder civil eran motivo de jugosas controversias, reavivadas desde el siglo XVIII. Con todo, la libertad de cultos animó a algunos miembros prominentes de la colectividad británica y norteamericana, casaderos con jóvenes muchachas de la elite porteña, a solicitar la dispensa por impedimento de religión ante el Provisor a cargo de la diócesis de Buenos Aires –en sede vacante desde la muerte del último obispo español, en 1812–. La cuestión entraba en el corazón de los debates que habían agitado la opinión unos años antes, con motivo de la Reforma General del Clero.[10] En principio, la facultad de dispensar en estos casos estaba entre las reservadas a la Santa Sede, con la cual se mantenía la incomunicación diplomática a causa del no reconocimiento de la Independencia. El escollo fue por entonces más bien una oportunidad. La controversia acerca de la competencia de las autoridades eclesiásticas locales para conceder la dispensa y aun las diferencias entre los prelados sobre conveniencia de estos matrimonios se saldaron a favor de los solicitantes. Por un tiempo, se generó un clima de cierta liberalidad en el otorgamiento de la dispensa eclesiástica, facilitando en la práctica los matrimonios entre católicas y protestantes de la alta sociedad porteña. Es decir, de un reducido pero influyente sector de la comunidad mercantil, en la época de inmigración temprana.
En la década del treinta, las cosas iban a cambiar como consecuencia de la designación del obispo Mariano Medrano y de las relaciones más fluidas con Roma que, a su entender, hacían innecesaria la costumbre de dispensar localmente. Allí comenzó un segundo momento. El nuevo obispo, doctrinariamente contrario a los matrimonios mixtos, se propuso además impedir un recurso que afectaba su autoridad, que era el de recurrir al ministro protestante para realizar la boda y sortear de ese modo el obstáculo impuesto por la nueva coyuntura. Dos innovaciones institucionales surgieron en aquel momento a través de las cuales el Estado de Buenos Aires daba una respuesta parcial al problema legal de los matrimonios que involucraban a personas no católicas, específicamente protestantes y que, como hemos dicho, por lo general se vinculaban con miembros de la elite porteña. La primera fue consecuencia directa del conflicto provocado por la anulación de la boda entre el comerciante norteamericano Samuel Lafone y María Quevedo, sustanciada según el rito presbiteriano, en 1832.[11] Un año después la legislatura estableció que los matrimonios mixtos debían realizarse con la dispensa por impedimento de religión tanto de la ley civil –Ley 15, Titulo 2, Partida 4°– que establecía el matrimonio religioso, como de la ley canónica. Lo notable es que la doble dispensa se mantuvo hasta que entró en vigencia el primer Código Civil argentino, en 1871.
La segunda respuesta, producto de la misma coyuntura en la cual el obispado se mostraba muy activo, fue la creación de los registros cívicos para las bodas celebradas entre extranjeros, protestantes o católicos. En este caso la intervención del poder civil fue motivada por las denuncias de bigamia, convenientemente agitadas por el obispado porteño para impugnar los casamientos celebrados por los ministros protestantes. También en este caso fue el gobernador Viamonte quien solicitó a la Cámara de Justicia Provincial un proyecto sobre el procedimiento a seguir para obtener la información de libertad, necesaria para contraer matrimonio. Los registros cívicos para los pastores y las bodas entre extranjeros no católicos requerían tramitar ante las representaciones consulares las pruebas de soltería así como publicar por varios días el pretendido matrimonio. En el caso de los extranjeros católicos la responsabilidad de obtener la prueba y el registro recaía sobre los párrocos. Según los considerandos del decreto provincial, el objetivo era
“evitar los inconvenientes que la experiencia ha manifestado de la facilidad con que se celebran matrimonios de diferentes creencias, haciéndose estos muchas veces de modo clandestino, ante ministros incompetentes y disolviéndose después al arbitrio privado de los contrayentes, con gravísimos perjuicios de la moral pública y de la prole, resultando dobles matrimonios, prohibidos siempre entre los pueblos civilizados.”[12]
Para 1857, un decreto del gobernador de Buenos Aires Valentín Alsina, reafirmaba la responsabilidad de los párrocos y los pastores, como agentes de la administración provincial, para llevar los registros de estado civil de los habitantes.
Ignoramos cuan efectiva fueron estas respuestas para evitar los casos de bigamia que denunciaba el obispo.[13] Lo cierto es que la libertad de cultos obligó a buscar soluciones ad hoc para contener de algún modo los matrimonios que las leyes prohibían como los mixtos, o que no contemplaban como los de las personas no católicas, y en este caso solo fueron considerados los protestantes, una comunidad en crecimiento en la ciudad, que involucraba las más de la veces a un sector sensible para las autoridades por su preminencia social. La ausencia de todo marco legal no solo afectaba el honor y la reputación de hombres y mujeres sino también la legitimidad de los nacimientos y los derechos de herencia. Por otra parte, estas normas solo regían en Buenos Aires y difícilmente su alcance fuera más allá de la ciudad. En el resto del país el matrimonio sacramental y la dispensa eclesiástica seguían siendo la única posibilidad.[14] Todavía en 1860 un sacerdote cordobés le informaba al nuncio apostólico Marino Marini que en toda la diócesis no había templos protestantes, ni se conocía otra religión que la católica.[15]
Debates y certezas sobre el matrimonio civil y el modelo cristiano de familia
En la segunda mitad del siglo ciertas condiciones iban a cambiar como consecuencia de la voluntad de las elites políticas e intelectuales de promover la inmigración europea en respuesta a lo que consideraban un doble problema: la escasez de mano de obra y el carácter que juzgaban “primitivo” de la población nativa. La metáfora del “desierto” y la complementaria antinomia entre “civilización y barbarie” fueron los potentes mitos que cristalizaron aquella ideología. En sintonía con ese consenso alcanzado por las llamadas elites liberales, la Constitución Nacional de 1853 incorporó como un principio fundamental el fomento a la inmigración y estableció la libertad de conciencia y la libertad de cultos, extendiendo su alcance a todos los territorios de la Confederación. Entre los derechos reconocidos a los extranjeros estaba el de “testar y casarse conforme a la leyes”. Si tales definiciones abrían la puerta para un cambio en la legislación respecto del matrimonio, al mismo tiempo la ambigüedad del texto constitucional en cuanto al lugar asignado a la religión católica en el Estado dejaba abierto un ancho campo para la indefinición y las controversias futuras. En efecto, sin reconocer al catolicismo como religión oficial, se mantuvo su predominio por la vía del sostén del culto y de su exclusividad como culto público. Más importante aún, la Iglesia permaneció unida al Estado por el ejercicio del Patronato, lo cual justificaba, además, la condición excluyente de pertenecer a la religión católica para ejercer la presidencia y vicepresidencia de la Nación.
En las décadas siguientes la cuestión de la inmigración y las facilidades que el Estado debía conceder a los extranjeros que decidían afincarse el territorio argentino fueron el principal argumento de quienes creían conveniente un cambio en la legislación. Juan Bautista Alberdi, inspirador del texto constitucional, así como del “proyecto civilizatorio” que hacía de las bondades de la inmigración uno se los pilares fundamentales de la modernización, se había anticipado en Las Bases. Allí sostenía la necesidad de suprimir los obstáculos que la ley civil imponía a los matrimonios mixtos, a su juicio los más deseables. Sin embargo, pasaron varias décadas hasta que su deseo se vio cumplido. Mientras tanto, el crecimiento de la inmigración y las controversias entre católicos y liberales en torno a la libertad de conciencia –en el marco creado por la aparición del Syllabus (1864) que condenaba desde la perspectiva de la Iglesia Católica los errores de la modernidad– fueron definiendo un nuevo escenario en el cual se dividieron las aguas del debate sin impactar directamente sobre las leyes y mucho menos sobre las concepciones arraigadas acerca de la familia.
El primer intento, fallido, de establecer el matrimonio civil en Argentina se dio en la provincia de Santa Fe, donde las colonias agrícolas habían atraído a un gran número de extranjeros no católicos desde los años cincuenta. La ley aprobada por la legislatura provincial en 1867 –en un clima de alta tensión entre católicos y liberales por el conflicto entre la Iglesia Católica y la masonería– establecía las condiciones en que debía celebrarse la boda –ante el Juez de Primera Instancia o, en su ausencia, ante el Presidente de la Municipalidad, con la presencia de dos testigos y sin perjuicio de la consagración religiosa del rito al que pertenecieran los cónyuges– fijaba las causas de nulidad, los impedimentos reconocidos por la ley civil, la gratuidad de trámite y disponía que los párrocos no podían conceder el sacramento religioso sin que los contrayentes exhibieran ante él el acta de la celebración civil. Más significativo aún, precisaba que el matrimonio establecido conforme a la ley era indisoluble y válido aun sin consagración religiosa. Podemos adelantar que en términos similares se sancionó en 1888 la ley nacional, que corrió con mejor suerte que la santafecina. En aquella pionera ocasión el gobernador Nicasio Oroño fundamentó el proyecto ante la legislatura en dos razones principales. Por un lado, la necesidad de “hacer efectivas las garantías constitucionales” para los inmigrantes que habitaban la provincia “acabando con el absurdo de imponer a los extranjeros, de creencias diferentes a las nuestras, como condición para el ejercicio de los derechos civiles de casarse, la condición de abjurar de su religión”. Por otro, la soberanía del Estado, “ya es tiempo (...) de que el pueblo o sus delegados reivindiquen sus derechos transferidos por una legislación imprevisora a tribunales que no nacen de su propia soberanía, única fuente racional y legal de los poderes públicos que deben intervenir en los registros del estado civil”.[16] De momento, ambos argumentos, que volverían a estar presentesen el futuro, no alcanzaron para vencer la ruidosa oposición liderada por el obispo de Paraná, José María Gelabert y Crespo. El gobernador renunció y quienes lo sucedieron derogaron la ley que rigió por poco tiempo. Pero el debate que dividió a la sociedad provincial tanto como a la opinión nacional iría delineando el horizonte de posibilidades de acuerdo con las concepciones corrientes acerca del vínculo matrimonial que sustentaba la familia, más allá de su condición estrictamente sacramental.
En Buenos Aires, asiento de los poderes nacionales y caja de resonancia en cuestiones que como esta tomaron alto voltaje, los argumentos a favor y en contra se ventilaron en periódicos y folletos. Uno de esos escritos que circuló en el año 1867 bajo el titulo El Matrimonio Civil, la Iglesia y el Estado en la República Argentina, sostenía la necesidad de que el poder civil instituyera definitivamente el matrimonio civil, como condición del ejercicio pleno de su soberanía:
“Una de las anomalías que constituye una monstruosidad en el Estado, subordinando a otro poder legislativo y judicial en el recinto de su propia soberanía, las necesidades de la codificación y de la emigración, es la vieja legislación española que despoja de la facultad de legislar y autorizar el matrimonio, que es su base, para transferir esta primera raíz de la sociedad y del Código Civil al Poder Eclesiástico, que es la delegación de un poder extranjero, de quien recibe su investidura y en cuyo nombre gobierna” y concluía, “El poder legislativo y judicial sobre el matrimonio, no puede ejercerse por otras autoridades que las del Estado, ni su autorización y archivos que constituyen el Estado Civil, ni ser llevados por otros empleados que los civiles, instituidos para dar fe de la vida civil.”[17]
Para el autor, se trataba fundamentalmente de deslindar la jurisdicción civil de la eclesiástica, que era impropiamente ejercida por la Iglesia. Reforzaba su argumento criticando a la vez las consecuencias prácticas: el poder eclesiástico en la Argentina cumplía mal la función civil aumentando el desorden y la arbitrariedad, y exigiendo para hacer efectivo un derecho que la Constitución reconocía, que los extranjeros “disidentes” renunciaran a su religión o de lo contrario se sometieran a la “excepción odiosa y humillante de implorar la dispensa de dos soberanos” tal como sucedía en Buenos Aires desde los años treinta. De este modo, se impedía, siempre según el autor, el mayor beneficio que se esperaba de esos migrantes de origen germano y anglosajón, que era el efecto civilizatorio de su arraigo.[18] Un tópico, como hemos anticipado, muy conocido en la opinión liberal de aquel tiempo.
Pero si en la afirmación de la jurisdicción estatal por encima de otros poderes es posible reconocer cierta fortaleza argumental, cimentada en varias décadas antecedentes de construcción de la soberanía única del Estado, es menos clara la razón que le asiste al principio de indisolubilidad del contrato matrimonial que la ley santafecina establecía y la nacional iba a conservar. En el escrito que comentamos, una vez fundamentada la necesidad de que el Estado asumiera su responsabilidad y las funciones correspondientes en el ámbito civil, se afirmaba que el matrimonio no debía perder la dualidad que lo constituía “Si la Iglesia como poder espiritual no debe ultrapasar la bendición del Sacramento absteniéndose de legislar y juzgar en el terreno civil del contrato, el Estado tampoco puede salirse de esa esfera invadiendo el sacramento o eliminándolo del matrimonio”. La consagración religiosa resultaba imprescindible a los ojos de quien veía una amenaza en “el edificio social carcomido por la indiferencia religiosa y la inmoralidad que es su consecuencia”. El matrimonio, entonces, requería el sacramento precedido del contrato. El párroco estaba obligado a exigir el cumplimiento previo de la instancia civil así como no podía negar su bendición sin arriesgar la pérdida de sus temporalidades. En suma, se proponía un modelo legal que, sujetando a la iglesia a los límites impuestos por el poder civil fuera la expresión de la armonía y consorcio entre la Iglesia y el Estado, conforme al “principio conservador del matrimonio”.[19]
Recordemos, sin embargo, que para la ley santafecina que tanto revuelo estaba causando el contrato era indisoluble y válido aun sin consagración religiosa. Contra esta inconsistencia apuntaba Félix Frías, uno de los voceros de la posición católica, desde las páginas del Correo del Domingo: “Para la iglesia católica el matrimonio civil es igual al concubinato, lo que constituye la indisolubilidad de la unión conyugal es la consagración religiosa” y citaba a Sauzet, jurista francés de la época de Luis Felipe: “suprimir el divorcio y desconocer el carácter religioso del matrimonio, dar a un contrato civil una indisolubilidad religiosa, destruir el efecto y mantener la causa, es una contradicción manifiesta, una insostenible anomalía”.[20] Para Frías, el contrato civil carecía de la condición esencial para asegurar la perpetuidad, citando al girondino Verguiaud afirmaba una conocida posición antidivorcista “el hombre desliga lo que el hombre liga; así es señores, que el efecto natural del matrimonio civil será el divorcio”.[21] Sin embargo, la malograda ley provincial del ´67 así como la ley nacional aprobada 20 años después, invistieron al contrato matrimonial de una pátina sacra, preservando la indisolubilidad del vínculo matrimonial y con él “el principio conservador del matrimonio” que era a la vez el de un sistema de jerarquías y valores en torno a la familia.
La controversia provocada por la ley santafesina fue saldada dos años después por la sanción del primer Código Civil que mantuvo el matrimonio religioso como único válido. Tanto la consagración como los derechos y obligaciones que suponía la institución matrimonial de acuerdo a los cánones, pasaron a integrar el nuevo código de leyes. Su redactor, Dalmacio Vélez Sarsfield, definía al matrimonio como una “institución social arraigada en la costumbre” y expresaba en los fundamentos de la ley que “sólo los que no profesan religión alguna pueden satisfacerse con el matrimonio civil”.[22] Cierto liberalismo moderado, nada extraño en aquellos años, aconsejaba al menos en lo tocante a esta primera institución de la sociedad que las leyes no violentaran las costumbres de un pueblo católico. Por lo demás, “los contrayentes que no fueran de la fe católica debían casarse según las leyes y los ritos de la iglesia a la que pertenecieran”.[23] De este modo, según el redactor del Código, la validez civil del matrimonio religioso resguardaba a la vez el respeto a la libertad de cultos. Los alcances de la nueva ley hacían innecesaria la doble dispensa. Los matrimonios mixtos quedaban bajo la exclusiva jurisdicción de la Iglesia.[24] Así, el derecho constitucional de “testar y casarse conforme a las leyes”, seguía estando en contradicción con la también constitucional libertad de conciencia, al menos en los casos de quienes no profesaran religión alguna o no tuvieran un culto establecido en la república. El primer Código Civil, aprobado por el Poder Legislativo Nacional sin modificaciones ni debates, preservó el derecho canónico en materia de matrimonio, igual que antes las Leyes de Partida. Y recogió también la influencia del Código Napoleónico de 1804 en lo relativo al derecho de familia. Como este, consagró el carácter patriarcal de la familia, la desigualdad jurídica de la mujer casada y la completa subordinación de la esposa y los hijos a la autoridad del hombre.[25]
El matrimonio civil indisoluble, el modelo defamilia donde “late la esperanza de la patria”
En 1888, casi 20 años después de la frustrada experiencia santafecina, el Código Civil fue reformado para establecer el matrimonio civil. Las profundas transformaciones socioeconómicas asociadas a la década del ochenta y el paralelo proceso de consolidación del Estado Nacional, conducido por una elite gobernante que asumía el proyecto “civilizatorio” de sus antecesorescomo condición de la modernización, fueron el telón de fondo para la sanción de la demorada ley. El entonces presidente Juárez Celman fundamentó el proyecto en la necesidad de que las leyes que regulaban el matrimonio se inspiraran en el espíritu liberal de la Constitución Nacional para hacer efectiva la promesa de “asegurar los beneficios de la libertad para todos los hombres del mundo que quisieran habitar el suelo argentino”. Los términos eran los mismos que veinte años atrás. La ley que se aprobó entonces era muy similar a la de 1867. En rigor no modificaba el contenido respecto de los derechos y obligaciones que implicaba el matrimonio para los contrayentes ni para la prole y mantenía la indisolubilidad del vínculo matrimonial, igual que el Derecho Canónico y el Código Civil. El divorcio, seguía siendo contemplado solo como separación de los cuerpos pero se suprimía la competencia de los tribunales eclesiásticos en estas causas.
La resistencia de la opinión católica, liderada por el Arzobispo de Buenos Aires monseñor Aneiros, se hizo escuchar en el Parlamento –donde llegaban las cartas de los obispos en defensa de la ley divina y canónica– y en la prensa, pero esta vez no alcanzó para evitar el desenlace. Por lo demás, superados los desencuentros del momento, el equilibrio alcanzado tendría larga vida. De una parte, en la ley estaba implícito un modo de vinculación entre la Iglesia y el Estado que suponía la primacía de la soberanía estatal en el control de la población y en la regulación de los actos civiles y la consecuente separación de la jurisdicción civil respecto de la eclesiástica, pero no su total autonomía. El Estado no se desentendía de la acción eclesiástica, los párrocos solo podían suministrar el sacramento del matrimonio a quienes se hubieran casado antes por civil. Una forma no solo de subordinar la conducta de los sacerdotes sino también de garantizar el cumplimiento de la nueva ley por parte de la población. De otro lado, la posición asumida por la Iglesia dio cuenta de la adaptación al nuevo escenario. El Arzobispo porteño recibió del Vaticano la respuesta tranquilizadora. Si bien para los católicos la única unión valida era la sacramental, se admitía que los fieles concurrieran ante la autoridad competente para la realización de un “acto meramente civil”, luego de lo cual debían cumplir con la iglesia y hasta tanto vivir separados. Al mismo tiempo, se sugería que los párrocos no debían admitir fácilmente a quienes no estuvieran en condiciones de casarse de acuerdo con las leyes del Estado. La oposición cerrada dio paso a la aceptación de las nuevas condiciones que si bien no habían podido evitarse, al mismo tiempo no significaban un cambio sustancial respecto de la significación social del matrimonio y la familia por él regulada, como soporte privilegiado del orden social.[26]
Justamente, ese orden social se transformaba aceleradamente como consecuencia del crecimiento exponencial del proceso inmigratorio que se hizo sentir en todo el país y que cambiaría la composición demográfica, étnica y social, sobre todo en los centros urbanos de la región pampeana. En la Ciudad de Buenos Aires, asiento de los poderes nacionales, más del 50% de la población era de origen extranjero hacia fines del siglo XIX. Las consecuencias de este vertiginoso cambio poblacional fueron múltiples. El optimismo dio paso a cierto desencanto y las prevenciones sobre los riesgos que implicaba la extranjerización de la sociedad argentina y sus consecuencias sociales y políticas se hicieron comunes en buena parte de los hombres de estado y de los intelectuales de aquel tiempo. La importancia de la familia “bien constituida”, primera institución de la sociedad, custodia de los valores morales y primera escuela de buenas costumbres y de respeto a la autoridad, especialmente la masculina, se convirtió en un tópico que, con matices no menores, atravesó los clivajes ideológicos.
El primer debate legislativo de una ley de divorcio vincular y su desenlace en la Cámara de Diputados en 1902, es buen ejemplo del modo es que se fue arraigando ese modelo llamado tradicional y que sin embargo, se reinventaba en un contexto novedoso. No era la primera vez que aparecía el divorcio vincular en el Parlamento argentino. Pero a diferencia de su antecedente –uno de los proyectos de ley de matrimonio civil, presentando por el diputado Balestra en 1888, incluía el divorcio– el proyecto del diputado Olivera, de extracción liberal y conocida postura anticlerical, fue debatido ampliamente en la Cámara de Diputados y tuvo amplia repercusión. Movilizó apoyos a favor, especialmente de socialistas y liberales, y en contra no solo de los sacerdotes que hacían campaña de oposición sino de distintos grupos civiles que presentaron sus peticiones a la comisión de legislación. El proyecto parecía tener el mejor pronóstico. El tratamiento contaba con la venia del Poder Ejecutivo. Los liberales tenían mayoría y buenos oradores como el propio Olivera, aunque es necesario considerar que bajo ese rótulo, que agrupaba un núcleo de coincidencias básicas sobre el rumbo que debía seguir el país, también existían notables diferencias en torno al lugar del catolicismo y al lugar de las instituciones católicas en la sociedad y en el Estado, que se acentuaron en esa etapa de profundos cambios.[27]
Los argumentos que dividían las aguas apuntaban a dos cuestiones principales. Por un lado, las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Los obispos, aprovechando las ambigüedades del texto constitucional y asimilando el sostén del culto católico por parte del Estado a la condición de religión oficial, plantearon la inconstitucionalidad de la ley. Los promotores del divorcio, no solo rebatieron ese argumento en el reciento sino que promovían la completa separación de ambas poderes. Un tema presente en los debates por la laicidad, de los cuales el que acompañó este proyecto de ley puede considerarse un cierre de época. Por otro lado, los argumentos de unos y otros respecto de los efectos del divorcio y su impacto para el orden familiar, que todos postulaban proteger. De una parte, quienes se oponían, planteaban que el divorcio era un vehículo de destrucción que no haría más que estimular comportamientos disolventes para la familia establecida y que dejaría desprotegidas a las mujeres y los niños (omitiendo de hecho que la mayoría de las solicitudes de divorcio eran presentadas por mujeres). De otra, quienes promovían la ley ilustraban con cifras que en los países donde existía el divorcio, a los que calificaban de civilizados, no aumentaban las separaciones y que el divorcio era reparador más que destructor del orden familiar porque la indisolubilidad del vínculo matrimonial condenaba a muchos hombres y mujeres que no podían volver a casarse, al celibato o a vivir fuera de la ley. Además, el proyecto del diputado Olivera, se proponía reparar una desigualdad contenida en el código penal que castigaba el delito de adulterio en el caso de las mujeres y era considerado causal de divorcio, en tanto que toleraba el adulterio masculino, toda vez que en este caso se fijaban condiciones difícilmente comprobables. La pretendida igualdad entre los sexos apuntaba a un núcleo duro del orden familiar y social celosamente custodiado por las leyes, pero la desigualdad jurídica de las mujeres casadas excedía en mucho la cuestión del adulterio y fue perdurable.[28]
Por lo demás, en el debate legislativo la estrategias de unos y otros se diferenciaron, evidenciando ciertos elementos sensibles del contexto sociopolítico más amplio, en el cual pesaban para entonces los cambios provocados por el aluvión inmigratorio y el sentimiento de amenaza para la cohesión social. Mientras que el diputado Olivera, fundamentando el despacho de la mayoría, abundó en argumentos anticlericales, en la crítica a la postura eclesiástica y a las múltiples causales de anulación admitidas por el derecho canónico, recreando con alta dosis de ironía las batallas discursivas por la laicidad de los años anteriores, el diputado Padilla, por el despacho de minoría, desplazó el eje de ese lugar más convencional para justificar el rechazo al divorcio en las características que definía como propias de la sociedad argentina. Así, en opinión de este abogado de reconocida ascendencia católica, a las condiciones más bien primitivas de la población nativa había que agregar “nuestro carácter de pueblo cosmopolita, que se abre al aliento de todas las razas”. El matrimonio indisoluble se asocia en esta línea a la necesidad de cohesionar la sociedad:
“Por eso debemos cuidar la familia, como el crisol donde se funden la ideas y se unifican las tendencias, manteniendo en ella la fuerza de las propias tradiciones, de las propias ideas, que se imponen y que triunfan, imprimiendo color y forma a la masa. Es allí donde se forja el carácter nacional, es allí donde, si puedo decirlo, late la esperanza de la patria.”[29]
La intervención de Ernesto Padilla tuvo amplio impacto en la prensa porteña y mereció el reconocimiento del presidente Roca. El poder ejecutivo que había avalado o al menos consentido el tratamiento del tema viraba su posición y esto se haría aún más evidente con el resultado de la votación.En contra de lo previsto, el proyecto de ley de divorcio fue derrotado en la Cámara por dos votos. La “ocasional” ausencia de algunos diputados dejó al dictamen de mayoría con 48 votos a favor y 50 en contra.
Epilogo
La línea argumental del diputado Padilla era la expresión de un nuevo contexto en el cual, garantizada la primacía de la jurisdicción estatal en el control de la población, el modelo de familia cristiano, custodiado por ambas potestades, se integraba a los dispositivos homogeneizadores de la sociedad nacional. Así, mientras que desde mediados del siglo diecinueve el imperativo de promover la inmigración europea había impulsado la voces más liberales a favor del matrimonio civil para integrar a los nuevos pobladores sin violentar sus creencias y convertir a esas familias en verdaderos agentes civilizatorios de una sociedad moderna, a principios del siglo veinte,en lo que podría considerarse una paradoja, el resultado de ese proceso de efectiva pluralización étnica, religiosa y también política (el anarquismo y las ideas de izquierda eran estigmatizadas como resultado de la contaminación foránea en una sociedad que se quería armónica, sin atender a los contrates cada vez más notables que provocaba el rápido crecimiento de capitalismo), habilitaba la voces más conservadoras en la defensa de la indisolubilidad civil del vínculo matrimonial. La paradoja era solo aparente, a ambos extremos del camino se asignabaa la familia, definida bajo las premisas del modelo cristiano la función de cohesionar un orden social ideal, aunque ese ideal ya no fuera exactamente el mismo. Para 1902 los debates por la laicidad eran cosa del pasado. La colaboración entre la Iglesia Católica y el Estado argentino comenzó a ser vista como un camino deseable para enfrentar los desafíos que presentaba la vertiginosa transformación de la sociedad.
De ahí en más los intentos de legalizar el divorcio fracasaron en distintas ocasiones. Varios proyectos fueron presentados, sin alcanzar tratamiento. En 1922 se obtuvo despacho de comisión en Diputados y en 1929 en Senadores. En el año 1932 se logró la aprobación de la mayoría de los diputados pero el proyecto de ley cayó, sin ser tratado por la Cámara de Senadores. La ley aprobada en diciembre de 1954, durante el segundo mandato de Juan Domingo Perón, fue impugnada por la oposición política, alineada con la Iglesia Católica en un clima de fuerte polarización, y tuvo corta vigencia. En setiembre de 1955 fue dejada en suspenso sine die por un decreto del gobierno militar que se impuso con el golpe de estado.[30] El asunto no fue retomado por el parlamento en las décadas posteriores caracterizadas por la inestabilidad y la tutela de la FFAA sobre el sistema político. En 1968 la Dictadura del Gral. Juan Carlos Onganía introdujo un cambio en la legislación que recogía a su modo las trasformaciones evidentes en los comportamientos y las formas familiares.[31] Para entonces se reglamentó la separación de común acuerdo –conocida popularmente como artículo 67bis–, que facilitaba los trámites de separación aunque mantenía la indisolubilidad del vínculo.[32]
Así, desde la perspectiva del orden familiar que se pretendía promover, la perduración de una concepción del matrimonio que aun cuando fue reconocido como una institución civil mantuvo la impronta del matrimonio católico y su carácter indisoluble larga e insistentemente sostenido por la ley civil, destaca los consensospor encima de los matices y las diferencias que no estuvieron ausentes. Tanto por la acción de los hombres de la Iglesia –solo en parte por su capacidad de influir en las costumbres y más claramente por su injerencia en las políticas estatales– como muy especialmente por decisión de gran parte de la elites político-partidarias, más allá de las coyunturas y las circunstancias cambiantes, la naturaleza conservadora del matrimonio y el ideal de familia compartido se mantuvo resistente a los cambios sociales y culturales que sin duda transformaron las relaciones familiares. Finalmente, el divorcio vincular se aprobó tardíamente, acompañando el impulso democratizador de la pos dictadura, en una sociedad profundamente transformada. En 1987, año en el que se sancionó la ley, Argentina era uno de los pocos países de la región que mantenía la indisolubilidad del vínculo matrimonial.
Buenos Aires, mayo de 2017.
Referencias
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Notas