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Modernidad: ¿Son diferentes los tiempos modernos?
Modernity: Are Modern Times Different?
Modernidad: ¿Son diferentes los tiempos modernos?
Prohistoria, núm. 29, 2018
Prohistoria Ediciones
Recepción: 20 Enero 2018
Aprobación: 30 Marzo 2018
Resumen: En años recientes, la “modernidad” ha sido objeto de considerable debate entre los historiadores. Este artículo evalúa algunos de esos debates y argumenta que la modernidad es un concepto problemático porque implica una completa ruptura con los modos de vida tradicionales. El artículo realiza un estudio de términos clave apoyado en Ngrams de Google, que indican que modernidad, tiempos modernos y tradicional –en inglés y en otros idiomas– tienen una historia propia. Un breve análisis de la transición desde la auto-orientación al equilibrio hacia la auto-orientación a la estimulación demuestra que la modernidad no es necesaria para el análisis histórico.
Palabras clave: Modernidad , Tiempos modernos, Tradicional , Historia del yo.
Abstract: “Modernity” has recently been the subject of considerable discussion among historians. This article reviews some of the debates and argues that modernity is a problematic concept because it implies a complete rupture with “traditional” ways of life. Studies of key terms are undertaken with the aid of Google Ngrams. These show that “modernity,” “modern times,” and “traditional” –in English and other languages– have a history of their own. A brief analysis of the shift from a self oriented toward equilibrium to a self oriented toward stimulation demonstrates that modernity is not necessary to historical analysis.
Keywords: Modernity , Modern Times, Traditional , History of the self.
Modernidad, como concepto, tiene vínculos cercanos con el desarrollo de la Historia como una disciplina universitaria en el mundo Occidental. En años recientes, los académicos han llamado la atención sobre las formas en que la narrativa de la modernidad ha distorsionado la escritura de la historia, especialmente de aquellos lugares ubicados fuera de Europa. Como sostuvo estupendamente el historiador bengalí Dipesh Chakrabarty: “Hay una forma peculiar mediante la cual todas estas otras historias tienden a convertirse en variaciones de una narrativa maestra que podría llamarse la historia de Europa”1. Así, Europa establece el patrón de modernidad; todos los demás lugares son comparados a ella, y casi siempre como carentes de algo, esto es, a la zaga en términos de desarrollo histórico. A su vez, Sebastian Conrad ha mostrado cómo historiadores japoneses de la segunda posguerra han seguido el modelo europeo de periodización: “Los conceptos y la terminología de la comprensión histórica –desarrollo, progreso y modernidad– deben su sustancia explicativa a la experiencia europea”.2 En resumen, el concepto occidental de modernidad ha venido a definir a la disciplina histórica para todo el mundo.
Pero los problemas creados por el concepto de modernidad no se limitan al mundo no-occidental. Como argumenta Frederick Cooper, especialista en historia de África, la noción de modernidad tiende a aplanar el tiempo y, por lo tanto, a desalentar el análisis de los conflictos dentro de las sociedades presuntamente modernas en los últimos 200 años, ignorando simultáneamente mucho de lo que ocurrió antes, tanto en Europa como en otros lugares del mundo. De esta forma, confunde ciertos procesos de innegable significancia (urbanización o secularización, por ejemplo) con un período de tiempo particular, por no hablar de un lugar específico: Occidente. Este concepto tiende también a proliferar incluso entre sus críticos, con modernidades alternativas: modernidad colonial, modernidad japonesa, modernidad india, etc. Entonces, Cooper resume el resultado: “El concepto de modernidad, multiplicado, cubre por lo tanto toda la gama, desde una narrativa singular del capitalismo, el estado-nación y el individualismo –con múltiples efectos y respuestas– a una palabra para todo lo que ha pasado en los últimos 500 años”.3
Sin embargo, más allá de todas sus críticas, Cooper se detiene al borde de dar por tierra con el concepto en su totalidad. “Mi propósito”, sostiene, “no ha sido purgar la palabra modernidad y, ciertamente, desechar los problemas que interesan a aquellos que la usan”.4 De forma similar, en el libro donde desarrolla su crítica al Eurocentrismo, Provincializing Europe, Chakrabarty usa el término repetidamente, ya sea como modernidad global, modernidad colonial, modernidad india o modernidad política.5 Esto se debe a que él impugna la dominación europea del concepto, pero no su uso general. En una reflexión reciente acerca de “El enredo de la modernidad”, insiste en que “los historiadores tienen que ser responsables de la carga normativa que la palabra ‘modernidad’… ha traído globalmente”, pero en ningún lado sugiere que tengan que dejarla de lado.6 Escribir historia sin el concepto de modernidad se vuelve una tarea casi imposible. Incluso yo usé el término en el título de uno de mis libros, La invención de la pornografía: la obscenidad y los orígenes de la Modernidad, por lo que difícilmente puedo proclamar haber resuelto este enigma por mí misma.7 Además, he trabajado toda mi vida académica sobre la Revolución Francesa precisamente porque la consideré un evento fundacional de los tiempos modernos. ¿Hay alguna forma de resolver este enredo, como lo llama Chakrabarty?
Podemos empezar desarrollando una historia del término en sí, esfuerzo que solo esbozaremos aquí preliminarmente. A pesar de que la palabra modernidad puede ser rastreada en inglés desde 1635, de acuerdo al diccionario de Oxford, un recurso digital como Colecciones en línea del siglo XVIII arroja solo dos referencias, y una sola en inglés para toda la centuria. En la primera mitad del siglo XIX, el novelista Honoré de Balzac usó algunas veces el término en francés, modernité, pero en la década de 1870, el famoso Dictionnaire de la langue française de Littré podía referirse todavía a este término como un neologismo.8
Una serie de Google Ngrams puede brindar mayor especificidad a esta cuestión. La figura 1 parece mostrar que el uso en inglés de modernidad (modernity), como término, se extiende realmente recién después de 1960 y más aún, luego de 1980. Pero las apariencias pueden engañar, especialmente cuando se trata de la representación visual de una gran base de datos. Si preguntamos por modernidad en inglés entre 1800 y 1900 (figura 2), vemos un despegue nítido entre 1890 y 1900, y si indagamos entre 1890 y 1960 (figura 3), tenemos un retrato más matizado del siglo XX: un aumento continuo del uso del término entre 1890 y la década de 1930, luego un estancamiento e incluso una declinación hasta mediados de los años 1950 (por razones que pueden o no ser obvias, ¿se debe al impacto de la Segunda Guerra Mundial?), y más tarde, a partir de allí, un incremento enorme, tal vez debido a la influencia de la teoría de la modernización. Un Google Ngram de modernity (modernidad), marxism (marxismo) y modernization (modernización) (figura 4) sugiere que el concepto de modernidad recibió un impulso de las dos teorías sociales de la modernidad más importantes, el marxismo y la teoría de la modernización, pero después tomó vida propia en los años 1980, creciendo incluso más rápidamente mientras aquellas comenzaban a declinar.
El punto clave es que modernidad, como término, solo se volvió prominente en inglés hacia fines del siglo XIX y durante el siglo XX. Algo similar puede registrarse en francés, alemán y español, aunque en estos últimos casos cualquier duda acerca de Google Books se vería magnificada dado el menor tamaño de sus bases de datos. Aun así, un panorama de la situación francesa, por ejemplo, muestra un vasto incremento después de los años 1960, mientras que una visión más matizada del período 1850-1950 indica que en francés el quiebre se produce más temprano, en la década de 1880 e incluso en la de 1870, lo cual parece verosímil dadas las políticas modernizantes llevadas a cabo por la Tercera República. En alemán, Modernität, aumenta a expensas de Neue Zeit (Nuevos Tiempos), pero ambas palidecen en comparación con Neuzeit (Tiempos Modernos), que se difunde a partir de los años 1840, incrementándose notablemente su uso desde la década de 1980 en adelante.
No obstante, un Google Ngram no puede explicar por sí solo por qué modernidad emerge hacia finales del siglo XIX o por qué su uso pega un salto desde la década de 1980 en adelante. Podemos preguntarnos, ¿tiene esto alguna relación con el imperialismo europeo de finales del siglo XIX? Hacia esa época, tanto europeos como estadounidenses asistieron al gran impacto que sus formas de pensar la vida moderna tenían sobre otros pueblos. Mientras tanto, en casa sus gobiernos estaban desarrollando programas de educación masiva para acompañar el desarrollo de la cultura de masas en transporte y medios de comunicación. Al mismo tiempo, la emergencia del término en ese momento histórico puede reflejar también la sensación de que muchos, en las naciones modernas como Francia, todavía no se habían vuelto modernos; por ejemplo, los campesinos de regiones periféricas fueron educados e incluso forzados a aprender el francés como lengua nacional. Al respecto, el subtítulo de un influyente libro de Eugene Weber sobre este proceso es La modernización de la Francia rural.9
Para introducirme en el proceso –o al menos en el ritmo– mediante el que europeos y estadounidenses vieron sus propias formas de vida como distintivamente modernas, he elegido rastrear la expresión modern times (tiempos modernos). En inglés, su uso se incrementa hacia fines del Setecientos y alcanza un punto alto realmente a mediados del siglo XIX (figura 5). Luego, modernidad comienza a sobrepasarlo.
La práctica de la historia está afectada de manera fundamental por este sentido de la diferencia de los tiempos modernos. Como disciplina académica, la historia tomó forma en la Europa Occidental en el preciso momento en que los habitantes de este continente y sus acólitos americanos estaban empezando a pensarse a sí mismos como modernos, esto es, viviendo en tiempos que eran diferentes, en lo fundamental, a los previos. Estos últimos ahora eran asociados, en mayor medida, a lo tradicional (traditional) o a las actitudes y prácticas pre-modernas (figura 6). Así, la Historia moderna se convirtió en un punto de referencia cada vez más frecuente en el siglo XVIII (figura 7).
La alianza entre la historia y los tiempos modernos ha probado ser altamente problemática a través del tiempo, creando un arrastre hacia la teleología, el presentismo e incluso cierta indiferencia hacia el pasado más distante. En este sentido, la historia es vista como liderando ineluctablemente el triunfo de la modernidad sobre la tradición, y lo que precede a los tiempos modernos es visto generalmente como inmutable y, por lo tanto y en última instancia, con menor interés.
Por otra parte, los problemas con este esquema de tiempos modernos no se limitan a su pasado o presente imperialista, esto es, a sus efectos sobre los pueblos no-occidentales. Reinhart Koselleck y François Hartog han mostrado que también distorsiona la comprensión europea de su propia historia.10 A finales del siglo XVIII, en gran medida como resultado del Iluminismo y de la Revolución Francesa, y a partir de allí cada vez más comúnmente, se hizo posible ver a los tiempos modernos como una ruptura con el pasado. En alemán, esta noción de quiebre en el tiempo fue expresada por Neue Zeit, un término que aparece a principios del Ochocientos y, unas décadas más tarde, por la referencia a Neuzeit, o la era moderna. Según Koselleck, en esta nueva concepción del tiempo, el pasado ya no ilumina el presente como proveedor de ejemplos a seguir, sino que este toma su significado del futuro hacia el cual se dirige ineluctablemente.
Sin embargo, Peter Fritzsche arguye que, irónicamente, al principio este cambio dio a la escritura de la historia un rol mucho más importante que el tenido hasta entonces. Al tornarse opaco, el pasado requería una formación académica más seria para tratarlo. Paralelamente, también atrajo a una mayor cantidad de gente. Y esto porque la Revolución Francesa había traído al pueblo al escenario de la política, y los historiadores, por lo tanto, tuvieron que prestarle atención en sus textos. De esta manera, los géneros de escritura histórica proliferaron, siendo la novela histórica uno de los ejemplos más notables. Así, la idea de lo moderno como una ruptura con el pasado ayudó a dar vida tanto a la disciplina académica como a la popularidad de su escritura. A través de la reconfiguración del pasado, la mera sugerencia de los tiempos modernos abrió un nuevo rol para la historia.11
A pesar de esto último, el desarrollo conjunto de los tiempos modernos y la escritura de la historia corrió eventualmente a un callejón sin salida, especialmente cuando la modernidad entró en escena. Habiendo alguna vez energizado la escritura de la historia (alrededor de 1800 y por unas décadas más), se comprobó que su connivencia con la idea de tiempos modernos como una ruptura en el largo plazo fue debilitadora. El pasado perdió su opacidad y se volvió subordinado crecientemente a la búsqueda obsesiva de nuevas formas de comprensión, nuevas interpretaciones y supuestas historias nuevas.12 Con el tiempo, esto se tradujo en la disminución de la atención a lo pre-moderno, a la vez que crecía el énfasis en las raíces directas e incluso inmediatas del presente.
Durante el siglo XIX y gran parte del XX, la mayoría de los estudiantes de historia se dedicaron a la Antigüedad y el Medioevo, pero hoy en día muchos, aún no graduados e incluso los que sí lo están –por lo menos en Estados Unidos– prefieren estudiar las últimas dos centurias. Lo mismo para la escritura de la historia. Los alumnos –y los investigadores– son más propensos a conocer los textos más recientes y a ignorar casi por completo el trabajo de historiadores previos a 1950, y especialmente a aquellos anteriores a 1900. Con una atención creciente sobre el presente, y a su vez indiferencia para con los escritos históricos precedentes, la disciplina se ha vuelto, pareciera, cada vez menos orientada hacia el pasado. Se ha hecho presentista junto con la cultura Occidental misma.13
Entonces, ¿es inevitable el uso de modernidad? Como con muchas cosas en la vida, la respuesta es sí y no. Desde que historiadores y críticos literarios indios, japoneses, entre otros no occidentales, usan el término con facilidad y lo inclinan hacia sus propios propósitos, difícilmente pueda ser apropiado para un historiador occidental anunciarlo como prohibido. Los elementos teleológicos del concepto necesitan ser desarraigados, ya que la historia del mundo no debe ser vista marchando ineluctablemente hacia la modernidad a través de un proceso homogeneizador de modernización o globalización.
Un trabajo reciente de Andrew Shryock, Daniel Smail y su equipo, sobre historia profunda, ofrece un camino para reducir la dimensión del término modernidad sin descartarlo por completo. Ellos sostienen que toda la historia humana “está marcada por saltos decisivos en población, flujos de energía, eficiencia, niveles de organización política y grados de conectividad”.14 El salto desde comunidades contabilizadas en decenas de personas a otras de miles puede ser tan significativo, por ejemplo, como uno de millones a cientos de millones, y podría requerir modificaciones más complejas y trascendentes en las interacciones humanas.
Por lo tanto, afirman que necesitamos metáforas más apropiadas que aquellas implementadas por la modernidad: take off (despegue), por ejemplo, o la que ellos discuten en detalle, la curva J, según la cual todo lo previo es plano e inmutable comparado a lo que viene luego del avance. Tanto la figura 1 como la 2 son ejemplos de la curva J. Smail y equipo abogan por el reemplazo de las metáforas históricas actuales de avances, por ejemplo, el nacimiento de lo moderno, por algunas como redes, árboles, espirales, integración a escala y fractales (un fractal es un patrón que se repite a escalas cada vez más pequeñas o más grandes).15
La idea de usar esas metáforas es insistir en que las escalas menores (esto es, eventos, estructuras y patrones de interacción humana desarrollados en el pasado distante) no son borradas por la emergencia de las mayores. A medida que las escalas –por ejemplo, de organización política– crecen, añaden nuevos niveles de comportamiento con nuevos actores sociales y contextos mayores, pero no borran las más pequeñas, como las familias, los clanes, las ciudades, o incluso los estados-nación, como algunos han temido con la extensión de la globalización. La modernidad no es el punto de referencia del desarrollo humano; es solo un paso en un camino cuyo resultado está lejos de ser incuestionable.
Es probable que los historiadores no vayan a adoptar los fractales o la integración de escala como metáforas para el desarrollo histórico, sin embargo, árboles, redes y espirales tienen su atractivo porque nos posibilitan pensar por fuera de los confines de líneas rectas, flechas del tiempo moviéndose directo hacia la modernidad. La idea es entender que de los eventos del pasado crecieron diferentes ramas, algunas de las cuales se atrofiaron, mientras que otras florecieron, pero que nadie sabía cuál sería cuál al momento que emergieron. Cuando se escribe historia, la retrospección parece omnisciente, mientras que la vida como la vivimos parece bastante oscura e incipiente. Los rumbos hacia el futuro son inciertos y en gran medida impredecibles, por lo que debemos utilizar modernidad junto con los resguardos pertinentes acerca de qué puede suponer tal uso.
Aclaremos que insistir en la incertidumbre del futuro no significa que el tiempo no tiene dirección alguna o que los tiempos modernos no difieren de los tiempos pasados. Pero la diferencia con ese pasado no es categórica, como el uso de modernidad implica, a la manera de un enfrentamiento moderno vs. tradicional. Hay que tener en cuenta que la definición de modernidad es casi siempre ideológica, si no completamente tautológica. Según el Diccionario de Oxford, por ejemplo, es
“una tendencia intelectual o una perspectiva social caracterizada por la desviación de o el repudio hacia las ideas, doctrinas y valores culturales tradicionales, en favor de valores y creencias contemporáneos o radicales (principalmente aquellos del liberalismo y del racionalismo científico)”.16
Entonces, todo depende de cómo sean definidos tradicional y radical, y de cómo la ruptura temporal entre ambos sea determinada. Pero lo tradicional difícilmente pueda ser considerado monolítico e inmutable, y el quiebre con aquello raramente es repentino. Si la modernidad es definida por el auge del secularismo, el uso de la ciencia y la razón como estándares de verdad, el desarrollo de gobiernos representativos y un énfasis creciente en la autonomía individual, entonces consideremos que no aparece simultáneamente de la misma manera en todos los lugares. Esto es aún cuestionado. Es moderno solo en el sentido de que es reciente.
Es posible determinar, por ejemplo, cómo un tipo de régimen emocional, social, cultural o político reemplazó a otro en el siglo XVIII sin explicar cómo se produjo ese cambio de lo tradicional o pre-moderno dejando el camino a lo moderno. Los cambios tienen lugar, pero no son necesariamente mejor entendidos en relación a una narrativa maestra de modernidad. Además, en la medida en que esta es europea, ha pasado por alto generalmente el componente crucial de la interacción global. Una breve mirada a la transición operada desde la auto-orientación al equilibrio en las emociones y fluidos corporales a una auto-mirada guiada por el incremento de los estímulos, deberá servir de ejemplo.
La evidencia de este cambio puede encontrarse en muchos lugares, pero no se ha reunido en su conjunto porque los estudiosos han dirigido su atención a otras cosas, más a la generalización de tendencias sociales que a las experiencias y emociones individuales. El cambio descrito anteriormente no es una evolución consciente que pueda ser explicada por físicos, filósofos o políticos. Su evidencia debe buscarse mediante una combinación de fuentes directas e indirectas, desde cartas personales y comentarios acerca de productos y prácticas nuevos, hasta pinturas y grabados de gente ordinaria. Aquí, solo puede brindarse una pequeña parcela de ese terreno con la esperanza de mostrar, no obstante, que este cambio en la experiencia del yo tuvo consecuencias económicas, sociales y políticas trascendentales.17
En esta línea, el tabaco, el café y el té fueron ingredientes esenciales en la transformación (que yo no quiero etiquetar como modernización). Estos tres productos fueron apreciados al principio por sus usos medicinales. Pero a medida que su consumo se propagó de las clases altas a las clases bajas a finales del siglo XVII y durante el XVIII en Europa Occidental, adquirieron significados más relacionados a sus cualidades placenteras. Podemos ver el caso de la aristócrata francesa Marie de Sevigné, quien en 1675, comparó su perfume favorito con el tabaco: “es una locura como el tabaco; cuando te acostumbras, no puedes vivir sin él”. En sus cartas, hizo comentarios sobre el café constantemente, contando sus esfuerzos por dejarlo, pero volviendo siempre a él en última instancia. Otro ejemplo es el del escritor francés Louis-Sebastien Mercier, quien cien años después, en la década de 1780, se dio cuenta de que “el café se ha vuelto un hábito, y uno arraigado tan profundamente que la clase trabajadora no comienza el día con otra cosa”.18
Estos productos que alguna vez fueron exóticos, sirvieron como correas de transmisión, conectando nuevas sensaciones de deseos individuales con patrones sociales que surgieron en respuesta. La gente común descubrió un gusto por el tabaco, el café y el té, ahora relacionado con la estimulación y el placer más que con la cura de enfermedades. Pero una vez que las clases altas vieron a las clases bajas satisfaciéndose con lo que había sido en una época una actividad de elite, comenzaron a insistir en su distinción social de nuevas maneras. En el siglo XVIII, el rapé se convirtió en una moda, por lo que estos miembros de sectores encumbrados ahora podían separarse de quienes fumaban en pipa, es decir, los sectores populares y los nativos americanos. En este sentido, la gente próspera patrocinó las coffee houses, mientras que los trabajadores de las ciudades, como París, tomaban su café con leche y azúcar de vendedoras ambulantes. El té, por otro lado, fue asociado en un principio con las mujeres y con el consumo doméstico, aunque en Inglaterra también lo ingerían los trabajadores.19
El yo marcado por el deseo, la elección y la búsqueda del estímulo se desarrolló en tándem con una conciencia social en crecimiento. Tomar café, por ejemplo, promovió tanto la elección individual como una nueva forma de socialización. Es así que algunos elegían su coffee house basándose en sus creencias políticas –el Cocoa Tree para los tories y el St. James para los whigs en Londres– y otros iban al que llevaba los periódicos que querían leer. A medida que se propagaron estas nuevas prácticas sociales, las oportunidades de elecciones individuales se multiplicaron.
Luego del incremento de las importaciones de té a principios del siglo XVII, el brebaje estimuló una catarata de demandas, especialmente en el mundo angloparlante, donde su consumo echó raíces en las clases medias y altas como una actividad doméstica. El té de China trajo consigo teteras de porcelana, platos para sostenerlas, cucharas, tazas y platillos de ese origen. Entonces, si consideramos los cambios en el largo plazo ocurridos a partir de la introducción del té en el mundo angloparlante, estos son asombrosos. Bajo su influencia, todas las comidas se volvieron gradualmente actividades domésticas importantes. Comer, se hizo a la vez más social y más individual. Antes que atragantarse en el apuro con un cuchillo, un tenedor o con los dedos, la gente ahora se sentaba a la mesa y comía en platos individuales. A su vez, las mujeres ya no se paraban para servir, sino que se unían a la mesa con los otros miembros de la casa. De esta manera, comer o tomar té fueron indicadores de refinamiento y civilización, como también la participación por igual de las mujeres en estas actividades.20
Las nuevas formas de escritos impresos como los periódicos, las revistas y las novelas beneficiaron –si de hecho no surgieron de ellos– el gusto por el té y el café, y entre sus lectores también había mujeres. En 1711, The Spectator opinaba, “puede sonar ambicioso decir esto de mí, que he sacado a la filosofía del armario y librerías, de escuelas y colegios, para morar en clubes y asambleas, en las mesas del té y casas de café”. El editor Joseph Addison esperaba en concreto “recomendar estas, mis especulaciones, para todas las familias bien reguladas, que aparten una hora de cada mañana para el té y el pan y manteca; y aconsejo seriamente por su bien, que pidan que este periódico esté servido puntualmente, y que sea visto como parte del equipo del té”. Los nuevos diarios estaban siendo vendidos como accesorios del nuevo brebaje popular.21
El consumo de estas bebidas se democratizó en el siglo XVIII y, a su vez, promovió la democratización de la política. Un estudio de inventarios testamentarios de Annapolis, Maryland, muestra que las mesas del té aparecieron primero entre las herencias de los ricos en la década de 1720, y luego se hicieron su lugar entre las pertenencias de las clases medias en la década de 1740, para más tarde tomar parte en las de los pobres. Por su parte, fuentes y tazas siguieron una trayectoria similar. La popularidad del té en las colonias americanas hizo de él un singular punto de resistencia hacia la autoridad británica.22
Pero no debemos inferir linealmente que la democratización de la política se dio porque la gente común tenía ahora mayor acceso a artículos de consumo. Ocurrió porque aprendieron que a través del consumo su elección tenía importancia, incluso si muchos de ellos estaban optando por lo mismo. Las personas consumían tabaco, café y té por muchas razones, pero arriba en la lista se ubicaba la estimulación. Los trabajadores, en particular, ingerían inmensas cantidades de estas bebidas. De hecho, Mercier lo remarcó para los parisinos, afirmando que, si tomaban café para el desayuno, podían trabajar todo el día aunque no comieran nada más. En Inglaterra, el té altamente azucarado tomó el lugar, por lo general, de una comida para los trabajadores. En consonancia, el consumo de azúcar aumentó de cuatro a dieciocho libras por persona en el curso del siglo XVIII.23
La democratización de la política fue una continuidad de la expansión mutuamente reforzada del yo y de las sociedades en el siglo XVIII. Si la búsqueda de estímulos gradualmente superó a la de equilibrios, lo hizo solo de manera intermitente. Marie de Sévigné, una vez más, nos provee de ejemplos porque vivió el punto culminante del cambio. Trató de navegar entre los efectos que sobre el equilibrio del cuerpo provocaba el café y el recurrente deseo –suyo, de sus hijas y de sus amigos– hacia esta bebida. En noviembre de 1679 le insistió a su hija en que el café calienta y agita la sangre y, por lo tanto, era malo para su frágil salud (mucho más para el modelo de equilibrio). Sin embargo, en abril de 1694, le escribió que el café “va a consolarme por todo [se estaba preparando para una purga]” y “me traerá cerca tuyo”. Las dos versiones del yo estaban en tensión tanto para Sévigné como para muchos otros.24
Por otro lado, las coffee houses proveyeron un tipo diferente de interacción entre la sociedad y el yo, y debido a que eran espacios públicos, se convirtieron en sinónimos con un nuevo público demandante, cuyo impacto luego se propagó a través de toda Europa Occidental. Allí se encontraban los panfletos y los periódicos satíricos de gran tirada del momento y se hacía muy evidente también la temperatura de las discusiones políticas, al punto tal que los gobiernos de Europa mandaron agentes encubiertos para reportar qué se estaba diciendo en ellas. Un caso es el de Carlos II de Gran Bretaña, que intentó suprimirlas sin éxito en 1675. Sus consejeros corrieron la misma suerte cuando quisieron limitar la circulación de noticias. Hallamos otro ejemplo a principios del siglo XVIII, cuando la policía le reportó a Luis XIV de Francia que, mientras los cabarets populares no significaban ninguna amenaza, “en los cafés, la política es discutida por personas descontentas que hablan maliciosamente de los asuntos de estado”. Los sucesores de Luis tenían aún más que temer de los cafés. Las figuras líderes del Iluminismo como Voltaire, Diderot y Rousseau, se encontraban con amigos, discutían de filosofía y jugaban al ajedrez en sus cafés favoritos. El 12 de julio de 1789, el joven periodista Camille Desmoulins se paró arriba de una mesa en el Palais Royal de París y exhortó a su público a tomar las armas para defender la libertad. En este sentido, podría decirse que el café llevó eventualmente a la revolución.25
Sin embargo, lo hizo solo a través de una serie de pasos intermedios. El tabaco, el café y el té se volvieron ampliamente disponibles recién en el siglo XVIII. El consumo del café, por ejemplo, se multiplicó por 200 en Europa entre 1700 y 1800, en gran medida gracias a la expansión del cultivo, primero en las colonias holandesas de Java y Surinam y después en las francesas del Caribe.26 Pero, ¿por qué la gente desarrolló un gusto por estos productos? Los crecientes contactos de Europa con el Nuevo Mundo, Medio Oriente y Asia sin duda jugaron su parte, pero esto no lleva inevitablemente a nuevos patrones de consumo. Los precios tenían que bajar debido al incremento de la oferta, pero la oferta no habría aumentado si los consumidores no hubieran desarrollado el gusto por estos nuevos productos. Si lo hicieron, fue porque la gente optó cada vez más por la estimulación, la novedad, la elección individual y el encuentro en espacios por fuera del mercado, la iglesia y la familia. Entonces, los gustos cambiaron a medida que la experiencia del yo cambió y, junto con ellos, lo hicieron las perspectivas sociales. Puede que sea imposible decir cuál se produjo primero, si el nuevo yo o las nuevas prospectivas sociales, pero ambos tenían que ocurrir. Así, la gente aprendió a hacer nuevos tipos de elecciones, al mismo tiempo que la textura de la sociedad se volvió más variada, permitiendo más campo para las opciones individuales.
En resumen, el dominio del yo y el dominio de la sociedad se expandieron juntos. A diferencia de lo que plantea Michel Foucault, quien localiza la fuente de toda energía productiva en el poder, que se expresa generalmente en las instituciones y en sus prácticas, yo la encuentro en los espacios en que cada mente individual se vincula con otras, y en el proceso que crea el dominio colectivo e intersubjetivo de las prácticas y entendimientos conocidos como sociedad. A medida que el dominio del yo y de la sociedad se expandieron, así lo hicieron las perspectivas de nuevas expectativas y comportamientos como beber café, sentarse en las coffee houses y quejarse de las políticas de los gobernantes. La revolución fue producto de la interacción entre individuos crecientemente autónomos, electivos y buscadores de estímulos, y una sociedad cada vez más autónoma y demandante.27
Además, la energía emocional no es fija, como si fuera una especie de constante universal. Ha crecido drásticamente en el mundo occidental en los últimos siglos, cuando el dominio del yo y de la sociedad se expandieron de la mano, reforzándose mutuamente hasta llegar a puntos de tensión y conflicto. Las políticas democráticas o representativas son una importante consecuencia de este crecimiento de la energía y, al mismo tiempo, un refuerzo para su continuo aumento. En este sentido, la democracia se volvió imaginable solo cuando una gran cantidad de individuos pudo hacer reclamos de sus derechos y cuando las sociedades pudieron hacerlos a sus gobernantes monárquicos y aristocráticos, esto es, cuando los individuos y las sociedades en conjunto extendieron el rango de sus reclamos.
Este breve informe podría parecer una variante de la narrativa de la modernización, una que, simplemente, presta mayor atención a los efectos del intercambio económico global en las experiencias del yo. Pero nada se obtiene asociándolo a la etiqueta de modernidad. El cambio de una experiencia o régimen del yo a otros no ocurre de una sola vez o uniformemente. El individuo que busca el equilibrio no es inherentemente tradicional, así como tampoco el buscador de estímulos es intrínsecamente moderno; uno viene antes que el otro, y nada evita una inversión tardía. Si nos detenemos a pensar más de una vez acerca del uso de las etiquetas moderno y modernidad, podremos contar todavía las historias que queramos contar, y si no tomamos los atajos que nos ofrecen categorías dicotómicas como tradicional y moderno, podremos contarlas incluso mejor.
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Notas