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Pensar espacialmente la diócesis de Buenos Aires (siglo XVIIprincipios del XIX): abordajes historiográficos y herramientas de investigación
Thinking Spatially about the Diocese of Buenos Aires (17th Century - Beginning of the 19th Century): Historiographic Approaches and Research Tools
Pensar espacialmente la diócesis de Buenos Aires (siglo XVIIprincipios del XIX): abordajes historiográficos y herramientas de investigación
Prohistoria, vol. 31, 2019
Prohistoria Ediciones
Recepción: 20 Diciembre 2018
Aprobación: 25 Febrero 2019
Resumen: La investigación acerca de la Iglesia rioplatense ha sido estimulada por otros campos historiográficos, como los estudios agrarios, la historia de la justicia, la historia misional o de los espacios fronterizos, entre otros. Un sondeo acerca de estas interacciones muestra que si, por un lado, permitieron complejizar sus abordajes, por el otro, desatendieron, con frecuencia, la articulación de los espacios locales con las jurisdicciones más amplias. Este descuido no es exclusivo de los trabajos más recientes y la mayoría de “las historias de la Iglesia” han referido a la diócesis de manera muy laxa e insuficiente. Este artículo privilegia el estudio de los dispositivos religiosos en la construcción del obispado de Buenos Aires y propone una cartografía que ayude a restituir los perfiles históricos del territorio diocesano.
Palabras clave: Diócesis , historiografía eclesiástica, cartografía , dispositivos religiosos.
Abstract: Research on the Church in Rio de la Plata has been stimulated by other historiographical fields, such as agrarian studies, the history of justice, the history of missions or border areas, among others. A survey of these interactions shows that if, on the one hand, they made their approaches more complex, on the other hand, they often neglected the articulation of local spaces with the broader jurisdictions. This neglect is not exclusive to more recent work, and most of the “histories of the Church” have referred to the diocese very laxly and insufficiently. This article privileges the study of the religious devices in the construction of the bishopric of Buenos Aires and proposes a cartography that helps to restore the historical profiles of the diocesan territory.
Keywords: Diocese , ecclesiastical historiography, cartography , religious devices.
Introducción
La investigación acerca de la Iglesia rioplatense ha estado asociada –y de alguna manera, estimulada– por otros campos historiográficos cercanos, como la historia rural social y económica, la historia de la justicia, la historia indígena, misional o de los espacios fronterizos, entre otros. Desde las dinámicas propias de cada uno de estos núcleos temáticos “aparecían” intermitentemente las instituciones, agentes o prácticas religiosas de cuyas características, funciones o modos de intervención sabíamos muy poco hasta hace algunas décadas. Se contaba, no obstante, con una serie de estudios realizados por historiadores católicos, laicos o sacerdotes, en su mayoría con pretensiones de apologizar la acción de la Iglesia, los obispos o los curas, quienes iniciaron un camino de identificación de fuentes y de reconstrucción de episodios donde se resaltaba su influencia en la historia de la nación y sobre cuyas características volveremos más adelante.[1] En consecuencia, solo conocíamos aspectos formales del funcionamiento de algunas de las más altas instituciones o autoridades de la Iglesia diocesana y poco o nada sobre las más modestas parroquias rurales, de indios o de españoles.
Los casi cotidianos conflictos que atravesaban a estas instituciones quedaban afuera de la mayor parte de esta historiografía con excepción de aquellos que involucraba a la élite política y de algunos momentos de alta conflictividad hacia finales del período colonial como pudo ser la expulsión de los jesuitas o los intentos borbónicos de resituar a la Iglesia al interior de la monarquía. La historia de la Iglesia católica se acercaba así a la historia política “secular” solo en contadas oportunidades. El papel cotidiano de otras instituciones y agentes religiosos, como los párrocos o las parroquias, en la construcción del orden social y político no estaba considerado como una dimensión de análisis relevante que contribuyera a comprender los procesos centrales de la historia social y política del período y de la región.
A este estado de cosas contribuían distintas situaciones y quisiera mencionar solo dos entre ellas. En primer lugar, la enorme distancia y ausencia de diálogo, que persiste en buena medida hasta la actualidad, entre las versiones laudatorias (muchas de ellas cimentadas una adscripción confesional y militante) de la historia de la Iglesia y la historiografía que se desarrollaba en los medios académicos “laicos”. Mientras las primeras se preocupaban por demostrar la intervención de la Iglesia en los principales acontecimientos del pasado nacional –y al mismo tiempo construían el mito de la ´nación católica’–, los segundos desestimaban sin demasiada argumentación los estudios sobre el mundo religioso e institucional católico.
Incluso hasta hace no mucho tiempo, cuando en el camino de la investigación desarrollada en el marco de las universidades nacionales se cruzaban curas, monjas, cofradías, limosneros, obispos o diezmos las actitudes podían variar desde una impostura secularizante –abonada por un tipo progresismo anticlerical– que rápidamente los sacaba del medio, hasta otra que les reconocía un tipo de persistencia tan ahistórica que también terminaba retirando a la acción eclesial del terreno de la interpretación de nuestro pasado y nuestro presente. En estas últimas versiones, con frecuencia, la centralidad del catolicismo se daba por supuesta y, en la misma operación, se lo apartaba de la necesidad de una investigación rigurosa y específica. Abundan, en este sentido, las expresiones del tipo “no podemos desconocer la importancia de la religión católica…” que elevaban esta actuación al rango de obviedad y, al mismo tiempo, prescindían de un análisis acerca de las formas concretas que asumía esa influencia sobre todo en las áreas rurales, periféricas o de la baja burocracia colonial. Vale decir, que esta actitud poco considerada frente a la relevancia del fenómeno religioso no ha desparecido, aun frente a la flagrante constatación de la enorme influencia de las religiones cristianas –evangélicas o católicas– (o del islamismo en los procesos políticos árabes contemporáneos) en las dinámicas políticas del mundo actual en general y de nuestra región sudamericana en particular.
Por su parte los historiadores “católicos” confiaban poco en la sensibilidad de sus colegas “laicos” para abordar los temas de historia eclesiástica. Guillermo Furlong, quien además formaba parte de las instituciones académicas, resumía con contundencia hacia 1943 los avatares de estas discordancias:
“Más preocupación por la historia eclesiástica hubo en los modestos historiadores de Provincia que en los grandes historiadores nacionales. Ni Vicente Fidel López, por ejemplo, ni Bartolomé Mitre creyeron de su deber el ocuparse de la actuación de la Iglesia en los acontecimientos patrios. No dejan ciertamente de consignar algunos hechos que atañen de cerca al acontecimiento o al héroe, pero es estudiada en ellos y buscada la prescindencia de todo lo referente a la Iglesia. Tal vez fue un acierto el que así obraran, ya que de ocuparse de la parte que la Iglesia había tenido en la formación de nuestra nacionalidad, lo habrían hecho con tanto desacierto como cuando se ocuparon de España y de sus realizaciones históricas”.[2]
Felizmente hubo entre estos últimos, incluso el mismo Furlong, quienes sumaron al reconocimiento del papel de la Iglesia, un interés histórico y realizaron importantes contribuciones que, como veremos más adelante aún forman parte de un material de consulta imprescindible. Y también desde las universidades y el sistema científico nacional, en las últimas tres décadas, se motorizaron investigaciones específicas centradas en algunos de los sujetos, instituciones o prácticas religiosas que renovaron parcialmente la historiografía sobre el catolicismo en la región con intensidad variable según las regiones y los períodos.
Como consecuencia de esta renovación, los curas y las parroquias fueron, por ejemplo, algunas de las instituciones y de los agentes analizados más sistemáticamente, en abordajes que, por su parte, mostraron el potencial de las investigaciones sobre la historia de la Iglesia para la comprensión del conjunto de la historia social. La ampliación de la historiografía eclesiástica vino así a enriquecer y complejizar el entendimiento de problemáticas más amplias. De esa manera, la dimensión religiosa de la sociedad va cobrando una relevancia creciente dado sus significados intrínsecos, pero también por explicar –o contribuir a explicar– de modo más fértil algunos procesos y fenómenos históricos no directamente vinculados a la esfera de lo religioso.
En las siguientes páginas se señalan, en primer lugar –y de manera extremadamente simplificada–, algunos de los recorridos trazados en dirección a las problemáticas religiosas y eclesiásticas del obispado de Buenos Aires para luego revisar el modo en que las “historia de la Iglesia”, a lo largo del siglo XX, se refirieron al mismo territorio diocesano. Luego proponemos una redefinición e historización de los perfiles de este mismo espacio en distintos momentos significativos del tramo “monárquico” de su existencia, el primero de su historia[3] y proponemos un ejercicio cartográfico planteado como un insumo para un tipo de investigación donde la dimensión espacial y territorial se encuentre problematizada.
Algunos caminos que llevaron a la Iglesia
Aunque casi ninguno de ellos haya sido concebido como programas de investigación planificados y sincrónicos, algunos itinerarios historiográficos pusieron en evidencia la importancia de la agencia religiosa y eclesiástica. Como veremos, también condicionaron el modo de pensar estos problemas, de definir las escalas, e inclusive de incluir o excluir sujetos y ámbitos.
Uno de los derroteros –que partió de la historia rural bonaerense–, del cual ya hemos hablado en otras oportunidades,[4] “descubrió” y “recortó” a las parroquias, a las cofradías y a los curas rurales. Este recorte posibilitó mostrar su importancia en los procesos de articulación y control social, integrar a las sedes y autoridades religiosas en los dispositivos de los gobiernos locales y comprender el papel fundacional de los mismos en la construcción de un orden político provincial en el siglo XIX. Estas reconstrucciones permitieron unir la historia tardocolonial con la de la revolución y las décadas subsiguientes y reconocer el rol de algunas figuras provenientes del mundo religioso y clerical como soportes del cambio político: en las elecciones, en la prensa, en la guerra o en las legislaturas. A su vez estos estudios incorporaron a determinadas instituciones –como las hermandades y las cofradías– en la reflexión sobre los ámbitos sociabilidad (religiosa, pero en instituciones integradas mayoritariamente por laicos y laicas, en este caso), las estrategias de los grupos de poder locales como “notables” de los pueblos, las formas de resolución de conflictos en la arena infrajudicial y los ámbitos de experimentación de la práctica política-electoral en contextos antiguo-regimentales.
Pero este recorte que permitió “sacar” a estos agentes e instituciones de los claustros y restituirlos al mundo social y político del que hacían parte, a su vez minimizó la relevancia de pertenencia a jurisdicciones específicas, diluyó sus lazos con las altas autoridades político-religiosas o desconoció la circulación de sus carreras en cartografías más amplias (rioplatenses, americanas y de las monarquías ibéricas).[5]
Por otra parte, desde la historia de la justicia se ha producido un significativo acrecentamiento de los conocimientos disponibles sobre las instancias locales de administración de justicia y hemos reconocido en ellas el papel de los agentes eclesiásticos. Sin embargo, aún es frecuente la omisión de precisiones acerca de si el rol fundamental de los curas en estas pequeñas comunidades y su articulación con las élites locales se debía a las tareas anexas al ministerio sacerdotal o si, además, sus acciones vinculantes estaban ligadas al ejercicio de funciones netamente judiciales, en virtud de la acumulación en algunos de ellos de los oficios de párroco y juez eclesiástico.[6]
La historia misional, indígena y/o de las fronteras –un vastísimo y policéntrico campo de estudios– también ha permitido, entre otros aspectos, reconocer las especificidades y diferencias de las formas de autoridad local en los pueblos de indios o reducciones y el variable rol de misioneros o curas doctrineros así como el tipo de vínculo establecido con los líderes indígenas.[7] Las investigaciones centradas en las misiones jesuíticas de los guaraníes resaltan por su solidez[8] y cuestionan fuertemente la idea de las reducciones como espacios cerrados, administrados únicamente por la autoridad jesuita.[9] Pero los espacios misionales no se limitaron al área guaranítica. Por el contrario, con diversos agentes y objetivos, se extendieron por casi todas las zonas del obispado bonaerense. Esta fue una de las derivaciones de la sobrevaloración de las misiones jesuíticas del noreste: invisibilizar —incluso para los autores de raíz confesional— la extensa red reduccional que diversas órdenes religiosas tejieron en otras áreas del Río de la Plata. Afortunadamente, algunas investigaciones comenzaron a desandar el camino truncado, entre ellas, las de Silvia Ratto[10] en las que analiza muchas de las funciones cumplidas por los “pueblos de indios” (mantener un rol de avanzada defensiva en zonas de casi nula presencia militar, servir de enclaves para la apropiación de recursos a usufructuar por la población nativa, constituirse en un reservorio de mano de obra para los vecinos hispano-criollos y emplearse como sedes para los intercambios interétnicos). Esta aproximación parecería no dar lugar para el tratamiento de cuestiones eclesiásticas, más allá de ciertas menciones al papel desempeñado por los religiosos a cargo. Sin embargo, a lo largo del texto la autora desgrana un conjunto de problemáticas íntimamente vinculadas al catolicismo, sin apartarse por ello de su objetivo principal. Vale mencionar, entre otros: las implicancias religiosas de las relaciones entre españoles e indígenas, expresadas, por ejemplo, en la mutua asistencia a ciertas ceremonias y festividades; los ajustes que las órdenes religiosas tuvieron que hacer en el interior de las misiones luego de la expulsión de los jesuitas; y las diferentes receptividades que tuvo el proceso evangelizador según la parcialidad indígena a la cual se dirigiese.
Por su parte Miriam Moriconi, ella sí encuadrada en los estudios sobre la Iglesia y la religiosidad, analizó algunos de estos pueblos de indios con preocupaciones, si se quiere, complementarias. A partir de matrículas de indios de confeccionadas por los curas doctrineros se detuvo en la dinámica que adoptaron luego de la expulsión de los jesuitas y cuando se encontraron bajo la administración de mercedarios y franciscanos. Su análisis pone de relieve un tipo de agencia que involucraba múltiples aspectos de la vida de las reducciones. En un trabajo más reciente Moriconi reconstruye los itinerarios de los indios calchaquíes en la frontera sur santafesina y las modulaciones de las dispositivos, móviles y variados, que buscaron controlarlos y fijarlos.[11]
La diócesis en las historias de la Iglesia
Aunque, breve e incompleta, la exploración sobre estas interacciones historiográficas muestra que si, por un lado, ellas permitieron complejizar sus abordajes, por el otro, desatendieron, con frecuencia, la articulación de los espacios locales con las jurisdicciones más amplias. Sin embargo este descuido no es exclusivo de los trabajos más recientes. Con algunas excepciones, como veremos, “las historias de la Iglesia” a lo largo de casi todo el siglo XX han referido al territorio diocesano de manera muy laxa e insuficiente.
Tributarios de los paradigmas estatalistas (nacionales y provinciales) sus límites y perfiles han quedado atrapados por estructuras inexistentes en el momento de su concreción, al tiempo que la mayor parte de las referencias asumían el carácter de marco de un espacio homogéneo y vacío al mismo tiempo. Sin ninguna pretensión de realizar un ensayo sobre la historiografía sobre el catolicismo propongo revisar algunas de sus páginas referidas a los territorios diocesanos.
La obra de Rómulo Carbia[12] inaugura este tipo de historias eclesiásticas del Río de la Plata –que luego se irán presentando como: de la Iglesia en la Argentina, de la Iglesia Argentina, de Argentina católica– en 1914. Se encuentra organizada a partir de las figuras de los obispos (retratados en hojas de calidad superior) y se da cuenta de sus principales “obras”, de las visitas diocesanas, de la situación de curatos y reducciones, de la labor evangélica y episcopal, de la “situación material del obispado” o del “estado religioso/político y económico de la provincia”. Se detiene en distinto tipo de conflictos (con el Cabildo, con el Gobernador o con los padres jesuitas) y en las razones que los desencadenaron (diezmos, primicias, ceremonial, derechos parroquiales, contrabando, etc.).
Cada gestión episcopal recibe una síntesis y su balance y este tratamiento invisibiliza los prolongados años de sedes vacantes, y por lo tanto el papel del Cabildo Eclesiástico y de las órdenes religiosas. El territorio del obispado queda definido a partir de sus límites geográficos en el momento de su creación: “al Norte el río Paraná [reducción de Santa Ana], al Sur la Patagonia, hasta el confín interoceánico, al este la frontera de Río Grande, y al Oeste una línea que partía de la Esquina de la Cruz Alta, frontera del Tucumán”.[13] Algo similar sucede con otras contribuciones, como el libro Iglesia y Estado en la Argentina de Juan Casiello[14] publicado en 1948, en el cual las referencias a los obispados se reducen a los momentos de creación de nuevas diócesis. Este autor cuando se detiene en el punto “La organización eclesiástica hasta la revolución de Mayo” menciona la incorporación de Cuyo a la diócesis de Tucumán en 1776 y la creación de la de Salta en 1806 y agrega: hasta esos años “ninguna variación sufrió la jurisdicción eclesiástica”.[15]
Juan Carlos Zuretti,[16] por su parte, miembro fundador de la Junta de Historia Eclesiástica (JHE), docente de universidades nacionales de Tucumán, Rosario y La Plata, de la UCA, del Consudec y de los seminarios de San Isidro y de La Plata, discípulo de Furlong, escribió en 1945 otra Historia Eclesiástica Argentina, apenas tres años después de la creación de la JHE que presidiría muchos años después, entre 1981 y 1990. Tomando la versión ampliada de esta obra, del año 1972, las menciones a los obispados de la actual Argentina se realizan en términos de definiciones abstractas, sin referencias a la forma específica que asumieron en estas latitudes. Así en la sección correspondiente a El régimen eclesiástico escribe:
“La iglesia posee diferentes categorías de autoridades, que fueron implantadas en Indias. Territorialmente, se distinguieron tres grandes jurisdicciones: las parroquias, pequeños distritos de población española o indígena, asignados a un templo a cargo de un cura párroco; los obispados o diócesis que comprendían un vasto territorio a cuya cabeza se hallaba el obispo, y los arzobispados cuya sede metropolitana era cabeza de una provincia eclesiástica formada por varias diócesis”.[17]
La Historia de la Iglesia en la Argentina de Cayetano Bruno,[18] compuesta por doce tomos publicados a lo largo de quince años, desde 1966, resalta por la masa documental a partir de la cual trabaja, proveniente de distintos archivos nacionales y extranjeros que incluyen desde el Archivo Secreto Vaticano al Archivo General de la Nación, en Buenos Aires, pasando por el Archivo de Indias, en Sevilla; el Archivo de la Compañía de Jesús, en Roma y el Archivo Histórico Nacional, en Madrid.
Como algunos de sus precedentes la mayoría de los tomos –con excepción de los que se centran en algún acontecimiento, tema o proceso en particular[19]– se refiere a la historia de las distintas diócesis existentes en el actual mapa de la Argentina. Y el criterio de periodización considera prioritariamente las gestiones episcopales, aunque también toma en cuenta las sedes vacantes lo que permite poner de manifiesto la actuación de otros actores: los provisores y de los cuerpos colegiados (Cabildos catedralicios o Senado del Clero). Esa heterogeneidad que se advierte en el tratamiento de la jerarquía eclesiástica continúa con la descripción de las distintas instituciones, jurisdicciones y agentes al interior de cada gobierno diocesano y la fórmula que elije para hacerlo es una suerte de diagnóstico, bastante preciso, del “estado de la diócesis en época del obispo…” tal o cual y para elaborarlo toma en cuenta la situación del clero regular y del secular, la situación de las reducciones y de las parroquias. Este tratamiento muy particularizado da como resultado un tipo de relato donde los obispados no son siempre iguales y se transforman al ritmo de las fundaciones de parroquias, reducciones o conventos.
Por último, veamos una contribución más reciente que es, a su vez una de las últimas versiones disponibles de la historia de la Iglesia en Argentina escrita por Roberto Di Stefano y Loris Zanatta,[20] una obra recibida por muchos de quienes se iniciaban en la investigación sobre este campo como una bocanada de aire fresco. Se trata de una obra (al menos su primera parte hasta 1830, escrita por Di Stefano) que, en particular, ponía el foco en uno de los actores de clave de esa historia: el clero, sobre todo el clero secular, materia que organizaba la tesis doctoral que el autor venía de defender apenas dos años antes, en 1998.[21]
Pasadas casi dos décadas de su publicación, hay que destacar que se trata de una obra escrita en el mismo momento en que buena parte de las investigaciones, que hoy pueden mirarse como parte de la renovación de esta área de estudios, se encontraban en curso. En este sentido, su formato “manual” al tiempo que obligaba a detenerse en determinadas precisiones conceptuales de una enorme utilidad para quienes se acercaban a un conjunto de contenidos de que revestían una cierta complejidad, obligó a cerrar quizás prematuramente, algunas problemáticas que luego merecieron investigaciones más atentas.
Así, una sección se ocupa de las estructuras del gobierno diocesano y explica las funciones del arzobispado, el cabildo eclesiástico, las sedes vacantes y considera los conflictos entre obispos y capitulares. Otra, se detiene de las parroquias y analiza, entre otros aspectos, el acceso a los beneficios, los ingresos de los párrocos o las tierras asociadas. En general, luego de las definiciones y explicaciones acerca de los modos de funcionamiento de las instituciones eclesiásticas, se toman ejemplos a modo de ilustración de distintas regiones de lo que luego será la Argentina. Es decir que buena parte de los apartados se destinan a explicar el funcionamiento de determinadas instituciones y al hacerlo en términos de definiciones más o menos abstractas, no necesariamente se informa sobre la dinámica histórica particular de las diócesis rioplatenses.
En esta primera parte del libro, hasta mediados del siglo XIX, el clero secular es el protagonista y las referencias al clero regular se circunscriben a los jesuitas y en particular las reducciones guaraníes. En el mismo sentido, la escasa atención prestada a los frailes de las distintas órdenes, sobre todo luego de la expulsión de los jesuitas, impide reconocer la importancia cuantitativa del clero regular que en los años previos a las reformas de Rivadavia. De este modo, clero regular y secular, obispos y curas, obispos y religiosos no encuentran demasiados puntos de intersección. Y el papel de los dispositivos, agentes y prácticas religiosos en los procesos de institucionalización, no merece un tratamiento detallado porque el foco del análisis está puesto en otro tema: los clérigos “particulares”. Se trata de los eclesiásticos que no servían ninguna parroquia de la estructura diocesana y de un tema que organiza una de las interpretaciones centrales del autor sobre “abundancia de clérigos y escasez de párrocos”.[22] Las características de este grupo –los clérigos ordenados a título de capellanía o beneficio privado–, poco o nada articulado con las parroquias, capillas u oratorios que contribuyeron a estos procesos de institucionalización y que configuraron perfiles diocesanos históricos, retira a este problema de la indagación. Y a estos clérigos particulares se los confina a las lógicas de las familias que patrocinaban determinadas devociones y financiaban su culto y a sus estrategias patrimoniales que incluían el vínculo con la Iglesia a quien ofrecían sus hijos mayores –sus primeros frutos– para el servicio religioso. Como en el caso de Zuretti o Carbia, las diócesis aparecen en sus momentos de creación y/o división y su dimensión es tan imprecisa como la siguiente expresión con la que se refiere a la de Asunción “abarca territorios enormes que llevará siglos colonizar”.[23]
La mayoría de estas historias eclesiásticas no incluyen mapas y mucho menos cartografías. Los libros que sí los cuentan entre sus páginas elaboran dibujos aproximados de la superficie que ocuparon tomando como base los límites de la actual Argentina y, la mayoría de las veces, también los límites interprovinciales (ver Mapa 1). La diócesis de Buenos Aires ocupa en estas representaciones toda la Patagonia, la Mesopotamia, la mayor parte de La Pampa y Santa Fe, Uruguay y el sur de Brasil. Es un espacio homogéneo y vacío a la vez, donde solo merece localizarse la sede episcopal.
Aportes recientes, fundamentalmente referidos a la diócesis de Córdoba, han tomado a la diócesis como problema y jurisdicción para el siglo XVIII y XIX. Laura Mazzoni recupera la importancia de la jurisdicción diocesana y de las gestiones episcopales en la estructuración política del espacio cordobés a fines del período colonial[24], Valentina Ayrolo considera algunos aspectos de la misma para la primera mitad del siglo XIX[25] y Milagros Gallardo para la segunda mitad del siglo XIX, quien produjo además una interesante y original cartografía a partir de las visitas diocesanas.[26] En este sentido merece resaltarse que los estudios sobre la diócesis cordobesa, mucho más atentos a las jurisdicciones diocesanas pueden haberse sido favorecidos –descontando la pericia de las historiadoras citadas– por una serie de factores: no haber “traspasado” los futuros límites nacionales (como sucede en el caso de la diócesis de Buenos Aires con la Banda Oriental), o, incluso, la existencia misma y accesibilidad a su archivo diocesano (y dentro de él a las visitas de los obispos).
Para la diócesis de Buenos Aires desde hace algunos años hemos comenzado a elaborar una cartografía específica[27] y en la actualidad contamos con los primeros resultados de la georreferenciación de la visita diocesana del obispo Lue y Riega desarrollada entre 1803 y 1805 que se presentan al final de este trabajo (ver Mapa 2).[28] Vale destacar que se trata de la única visita de estas características que se conserva para los siglos iniciales de este obispado y el original se encuentra en el Archivo Arzobispal de Santa Fe.[29] Como puede verse en este Planteo general, en la base de datos se han localizado todos los espacios religiosos visitados por el obispo Lue y Riega quien recién se hacía cargo de la diócesis. En ella se han diferenciado los dispositivos religiosos según se trate de parroquias o de pueblos de indios y hemos tratado de recuperar el nivel más bajo de institucionalización eclesiástica a partir de la localización de capillas y oratorios dependientes de pueblos de indios o de parroquias.[30] Este mapa busca perfilar las características de este territorio diocesano a comienzos del siglo XIX y su diversidad interna tanto en términos de concentración como de tipos de dispositivos religiosos y contrasta bastante con el Mapa 1 que representa el dibujo de una ilusión. Esa ficción, plasmada sobre un mapa de jurisdicciones –países y provincias– inexistentes (en 1620 o en 1805) lleva un título que no engaña “Demarcación aproximada de las diócesis del territorio argentino al crearse la de Buenos Aires (año 1620)”. La realidad se alejaba bastante de este dibujo y su forma, en este caso, la de la Diócesis de la Santísima Trinidad del Puerto de Santa María de Buenos Aires, fue transformándose a partir de una historia en la que intervinieron diversos agentes, prácticas e instituciones. Algunos de sus trazos se presentan en las próximas páginas.
Ampliar la escala temporal y espacial para reconocer los perfiles diocesanos
Vale la pena pensar en una escala más extensa tanto espacial como temporal para intentar reconstruir algunos perfiles del territorio diocesano efectivamente controlado en distintos momentos del período colonial.[31] La historia de este territorio, cambiante y móvil, se proyecta a principios del siglo XVII, 1620, en una región extremadamente marginal del imperio español. En estos confines meridionales –como en la gran mayoría de las tierras de la corona española– los dispositivos religiosos de encuadramiento social estuvieron destinados en primer término a la población indígena: las parroquias de indios o doctrinas en las zonas de población densa y las misiones o reducciones en las regiones fronterizas. Solo las principales ciudades contaban con parroquias destinadas a la población española y algunas de ellas contaban con otro tipo de curato, el curato de naturales. Las parroquias rurales destinadas a la población hispano-criolla fueron un fenómeno más tardío, de las primeras décadas del siglo XVIII, y ellas acompañaron –en algunas zonas como institución casi exclusiva, como veremos enseguida– los procesos de poblamiento y colonización interna los cuales, en la mayoría de los casos, expulsaban o exterminaban a población indígena que hasta entonces se encontraba fuera del dominio colonial. Así, a medida que la Corona española incorporaba nuevas tierras a su dominio, debía organizar aquellos dispositivos más apropiados para reducir a la población “bajo cruz y campana” la cual debía, en la misma operación, convertirse en vasallos de la Corona y obedientes feligreses. Y estos dispositivos variaron en tipo e intensidad según la época y la población a las que se encontraban destinados.
Durante este primer momento se verifica un tipo de poblamiento hispano-criollo alrededor de los ríos y de las ciudades más importantes, muy disperso y se pueden ver zonas muy extensas fuera del control colonial. En estos años iniciales de la colonización española la estructura predominante era la reducción y sus destinatarios los indios seminómades sobre todo los guaraníes del Paraguay. Las reducciones estaban en manos de franciscanos y jesuitas y se pueden reconocer algunas diferencias entre ellas entre las que solo destacamos las más salientes: las primeras eran menos numerosas que las segundas y en su gestión participaban de manera más directa los grupos de poder local. Las reducciones jesuitas eran más (entre 20 y 30 en la segunda mitad del siglo XVII), eran muy dinámicas desde el punto de vista de la producción y mucho más autónomas de los grupos de poder local gracias a la obtención de las exenciones sucesivas del tributo y de los servicios personales durante casi el entero siglo XVII.
En 1730 se creaban las primeras parroquias rurales en el obispado de Buenos Aires destinadas a la población no indígena.[32] Se trata del inicio de la diversificación de estructuras eclesiásticas y la limitación del poder e influencia de los religiosos –los jesuitas, en especial– de mayoría de estas áreas del Obispado y la Gobernación. Los cambios más importantes –en términos de estructuras eclesiásticas– están ligados a los procesos de colonización interna y de institucionalización consiguiente y a la progresiva –y relativa– crisis de las misiones jesuíticas.
En las áreas rurales de Buenos Aires las parroquias se presentaron como una de las vías privilegiadas de intervención social eclesiástica en la región debido al rol central que jugaron estos dispositivos en el proceso de construcción de un orden institucional y político. Muy cerca de Buenos Aires, a poco más de 200 km, otra región del obispado –los Entre Ríos, la parte suroriental de la actual provincia homónima– experimentó un proceso de institucionalización muy particular hacia finales del siglo XVIII donde también –aunque de un modo diferente– las parroquias –y la religión en general– desempeñarían un rol sustantivo. Allí, su intervención reveló algunas diferencias respecto de aquel primer proceso de despliegue de la red parroquial en Buenos Aires. La instalación de las parroquias surentrerrianas a inicios de la década de 1780 se organizó en un contexto muy diferente al que medio siglo antes registró la creación de las primeras parroquias de la campaña bonaerense. En las zonas rurales de Buenos Aires los párrocos fueron, para la mayoría de los hombres y mujeres, la primera –y tal vez la única– autoridad de un poder institucional conocida a lo largo de su vida; mientras que en Entre Ríos los párrocos no estaban tan solos desde el punto de vista de los dispositivos del gobierno local[33]. Por un lado, había autoridades –judiciales, policiales y militares– previas y, por el otro, el proceso de institucionalización en la región se aceleró por la inmediata instalación de los cabildos y las comandancias militares.[34] En consecuencia en esta región, el papel “fundacional” de las parroquias fue mucho menos evidente dado que pocos años después de su creación, debieron convivir con los cabildos y las comandancias militares. Los párrocos se encontraban lejos de haber asegurado la obediencia de sus feligreses cuando ya se hallaron rodeados de otras autoridades institucionales que buscaban encuadrar su acción.
En el norte de la diócesis el área de las reducciones jesuíticas experimentó un sostenido declive desde mediados de siglo. En torno a 1750 se verifica un aumento de la conflictividad en las reducciones jesuitas como consecuencia de la guerra guaranítica en el contexto de la aplicación del Tratado de Madrid y la disputa en torno a las misiones “orientales”. En términos más generales estas reducciones habían comenzado a perder población por el impacto de nuevo escenario borbónico y esta tendencia se acentuó luego de la expulsión en 1767.
La configuración de la diócesis de Buenos Aires en sus últimos años coloniales revela transformaciones notables en relación a la localización de los dispositivos organizados para la actividad religiosa. Hay más estructuras eclesiásticas en el sur de la diócesis (a diferencia de lo que sucedía en el siglo XVII cuando la mayor concentración de las mismas se daba en el norte) y ellas son más diversas. En los primeros años del siglo XIX la parroquia es la estructura religiosa predominante y el peso de las misiones como dispositivo para reducir a la población bajo cruz y campana se reduce notoriamente.[35]
Por su parte, como algunos años antes se verificaba para las zonas rurales de Buenos Aires y el suroriente entrerriano el proceso de equipamiento político-religioso[36] del territorio se profundizó en la Banda Oriental en la segunda mitad del siglo XVIII y en los primeros años del siglo XIX. Allí, la red eclesiástica se fue ampliando a partir de determinados pequeños polos desde donde irradiaron procesos de institucionalización. Tomás Sansón Corbo[37] muestra la escasa atención que ha tenido el estudio de la Iglesia católica en Uruguay, y sobre todo la del período colonial, la cual en los últimos años no ha acompañado el impulso registrado en Argentina. Nuestros propios trabajos (¿también víctimas de los paradigmas nacionalistas?), si bien no han ignorado la Banda Oriental (que, por supuesto, formaba parte del territorio diocesano), tampoco han despertado un tipo de estudios de las características que contamos para la campaña bonaerense, Santa Fe o, en menor medida, Entre Ríos.[38]
¿Qué vemos en el territorio oriental? Hasta mediados del siglo XVIII encontramos distintas áreas que contaban con algún tipo de presencia eclesiástica territorialmente definida (aunque siempre móvil y cambiante) ya fuera española o portuguesa. La reducción de Santo Domingo Soriano en manos de franciscanos y, por breves períodos por dominicos, experimentó distintos tipos de desplazamientos. Por un lado hubo un traslado físico que se inició en los primeros años del siglo XVIII de la reducción desde la banda occidental del río Uruguay donde había sido fundada en 1664 (sobre el arroyo Yaguarí Miní, en la actual provincia argentina de Entre Ríos) a la isla de Vizcaíno en 1701 y luego, en 1718, al sitio actual en la desembocadura del Río Negro en el río Uruguay.[39] Además soportó otro cambio más notorio en relación a los destinatarios de su emplazamiento en tierras orientales: de reducción de indios a parroquia en 1780 y la concesión de título de villa en 1802. Y por último fue relegada por su vecina Mercedes que surgió a fines del siglo XVIII como un poblado de mayor importancia: su capilla se inauguró en 1790, funcionó inicialmente como ayuda de parroquia, y luego como viceparroquia, de Santo Domingo Soriano. En este último proceso se destaca la actuación del cura Manuel Antonio de Castro y Carega.[40]
La historia de Colonia del Sacramento también era más antigua. Desde 1680 hasta 1777 fue base de operaciones de los portugueses y dependía de la diócesis de Río de Janeiro. Este siglo, sin embargo no fue apacible para los pobladores de la región quienes padecieron los sucesivos intentos de españoles por retomar el control de la plaza, en ocasiones impulsados por las disposiciones emanadas de los tratados de paz entre las potencias imperiales. Tanto bajo la dominación portuguesa como española el pueblo y sus extramuros desarrollaron una importante actividad agrícola-ganadera tanto para el consumo de los habitantes como para el comercio con Brasil y el Río de la Plata. Como modo de frenar el avance portugués en la década de 1760 se va a establecer guardias militares como el Real de San Carlos.[41]
Luego del tratado de San Ildefonso cuando Colonia pasó a manos españolas muy trabajosamente se fue estableciendo una capilla, la parroquia y su cofradía. En estos primeros momentos de dominio español uno o varios eclesiásticos se ocupaban del servicio espiritual de Colonia, la capilla de Rosario del Colla y Real de San Carlos (que conformaban una sola parroquia en 1781). En los últimos años del siglo Colonia se fue definiendo como la sede parroquial.
Por último el paisaje norte-misionero –como lo denomina María Inés Moraes en un giro interpretativo que incluye tanto la dimensión geográfica como socio-étnica– también había experimentado procesos de territorialización y poblamiento desde comienzos del siglo XVII.[42] Como lo plantea la autora, las fundaciones jesuitas en el Alto Uruguay comenzaron estos años y se sucedieron durante las siguientes tres décadas a uno y otro lado del mismo río. Si bien se trata de una etapa caracterizada por la inestabilidad territorial de esos pueblos, sus habitantes constituían el brazo armado de la Corona española contra los portugueses de Colonia del Sacramento o contra los grupos de “indios infieles”, eran la mano de obra en las construcciones militares, integraban los contingentes fundadores de los pueblos, o eran desertores de las Misiones.[43] En especial, el pueblo de Nuestra Señora de los Reyes de Yapeyú fundado en 1627 controló administrativa y económicamente la porción norte del territorio del actual Uruguay, durante un largo período.
Con la fundación de Montevideo este proceso de profundizó: en 1730 una capilla comenzaba a cumplir funciones de Iglesia matriz y, en la década siguiente, los franciscanos y jesuitas fundaron un hospicio (en 1740, que en 1760 pasa a ser Convento de San Bernardino) y una residencia (1746). A partir de 1780 se multiplican las fundaciones parroquiales, en particular luego de las dos visitas diocesanas de Fr. Sebastián Malvar y Pinto en 1779 y de Benito de Lue y Riega en 1804. Al norte de Montevideo la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe en Canelones (creada en 1775) contaba en 1787 con cuatro capillas (Santa Lucía, San José, Minas y Pintado, algunas de ellas, viceparroquias) y en el extremo norte la fortaleza de Santa Teresa contaba con su capillita y casa para el capellán.
En el cuarto de siglo que va entre 1779 y 1804 se fundaron media docena de parroquias/viceparroquias: San Fernando de Maldonado y San Carlos de Maldonado en 1780 (este última luego contará con su ayuda de parroquia en Rocha); San Isidro de Las Piedras en 1780 (que había sido viceparroquia de Montevideo)[44]; la capilla de Pando que es a la vez ayuda de parroquia de San Isidro de Las Piedras y Guadalupe de Canelones y la parroquia del Espinillo (desmembrada en 1782 de la de Víboras[45]) la cual en 1801 encontraría una nueva sede en Nuestra Señora de los Dolores de San Salvador como resultado de la mudanza de la población a tres leguas de la ubicación anterior.[46]
Luego de la visita del obispo Lue se creaban más curatos: la Santísima Trinidad de los Porongos, San Rafael de Cerro Largo (en la guardia en la Villa de Melo), Paysandú (antiguo oratorio dependiente de Soriano),[47] Nuestra Señora de Concepción de Minas y San José y Nuestra Señora de Luján del Pintado (que había sido hasta entonces viceparroquia de Canelones desde 1782).
En vísperas de la revolución de Mayo pueden reconocerse en territorio oriental distintas áreas de antigua y más reciente colonización en el oriente de Yapeyú, Santo Domingo Soriano/Espinillo, Colonia/Rosario del Colla, Montevideo/Las Piedras/Canelones, Maldonado donde se van desplegando micro-redes parroquiales y una importante presencia de oratorios. Tanto para la formación de capillas y oratorios como para la erección de parroquias fue central la intervención de las comunidades en formación que las solicitaban a los obispos, en general durante sus visitas, o a través de sus vicarios o delegados. Entre 1797 y 1824 se registraron casi dos docenes de este tipo de solicitudes, y ya se contaban otras tantas en las décadas previas. En ellas, como fundamentos de las peticiones, se insistía en las enormes distancias que separaban a los caseríos de las sedes parroquiales más cercanas, la imposibilidad de cruzar ríos o arroyos durante largos períodos para asistir a misa y cumplir con el precepto pascual o los impedimentos de salud para trasladarse a las capillas más cercanas. De modo complementario, había que ofrecer soluciones: era necesario mostrar, sobre todo en el caso de los oratorios públicos, la necesidad de asistencia espiritual para una población que excediera la red familiar. Y esto era común en ciertas propiedades rurales que disponían de una cantidad de trabajadores, arrendatarios o agregados durante buena parte del año. El oratorio de Trápani, en el partido de Migueletes (cerca de Peñarol) donde funcionaba un saladero se contaban cuarenta trabajadores, más la familia y los que trabajaban las labranzas y la huerta y en el de Antonio Baltasar Pérez (en Arroyo Seco, actual Montevideo) tenía panadería, chacra y horno de ladrillos, además de nueve hijos y treinta esclavos.[48]
También debían asegurar la “viabilidad” del proyecto: básicamente que esa población era capaz de mantener a un cura o capellán que administrara “con decencia” el servicio religioso. En este punto cabe destacar que muchos oratorios se encontraban en mejores condiciones materiales que algunas sedes parroquiales. El oratorio público de la estancia de las Cañas contaba con:
“capilla de diez y siete varas de largo y cinco y media de ancho, toda de piedra bien labrada y techada de madera de lapacho con azotea de cal y ladrillo, con una sacristía de cinco y media varas de ancho y cuatro de largo, de la misma fábrica, y la hallé decentemente adornada con mesa de altar y tarima sin comunicación a las viviendas del uso doméstico y además provista de decentes ornamentos para celebrar, Ara consagrada, Cáliz y Patena con manteles de altar y demás requisitos necesarios para el Santo Sacrificio de la Misa…”[49]
Como planteamos más arriba la visita diocesana era la gran oportunidad para llevar a cabo la petición y que ella llegara a buen puerto. En Paysandú, los pobladores aprovechaban la del obispo Lue y Riega en 1803 para solicitar la erección del curato y argumentaban:
“Los vecinos y habitantes de Paysandú y la campaña que media entre los ríos Negro y Uruguay ante VSI con nuestro más profundo respeto y en la vía y forma que más haya lugar decimos que contando entre los particulares beneficios de Dios la venida de VSI a estos parajes con motivo de su Santa Visita es muy especial el tener oportunidad para acogernos a su celo pastoral y representar la gravísima necesidad en que nos hallamos de pasto espiritual y sacramentos a fin de que la notoria caridad de VSI se sirva proveer esta capilla de un párroco o cuando menos entretanto se erija el Partido en Curato, de un sacerdote suficientemente autorizado para la dirección espiritual de nuestras almas.
“Ni esta súplica es de aquellas que suelen concebirse y hacerse solamente en fuerzas de buenos deseos y sin bastante fundamentos para concederse. Los que tienen para hacerla los representantes son tan sólidos y urgentes como notorios a todo el mundo que extienda la vista sobre la población de este terreno, que considere sus productos más que competentes para congruar un párroco, y lo que es de un peso infinito, el hambre de la palabra divina y santos sacramentos que padece un número crecido de fieles cristianos que pagan sus diezmos a la Iglesia y son leales vasallos del Rey a quien satisfacen sus derechos y a quien sirven y han servido siempre de buena voluntad a costa de su hacienda y de su misma vida.”[50]
En efecto Lue visita Paysandú cuando aún era oratorio en la jurisdicción de San Domingo Soriano el 6 de junio de 1803 cuando le renovaba a un capellán las licencias para celebrar, predicar y confesar personas de ambos sexos hasta abril del año siguiente. Y al final de la visita, en noviembre de 1805, ya era parroquia con cura vicario interino, notario eclesiástico y mayordomo de fábrica.[51]
En la misma dirección, los vecinos de Gualeguay dos décadas antes solicitaban al obispo Malvar durante su visita en 1779 la erección de varias capillas en distintos parajes. Para ello ofrecían su trabajo y manifestaban sus temores al acaparamiento de tierra por parte de grande terratenientes: “siempre estamos temerosos de que después de trabajar nos expulse de las tierras como continuamente estamos recibiendo amenazas de Dn. Agustín Wright.”[52] Los vecinos estaban al tanto del nombramiento de uno de ellos, como comandante de Wright, y temían que este hiciera “lo que al dicho le parezca con la superioridad y como la experiencia acredita que otros poderosos han expulsado a otros vecindarios dejando sus casas corrales y todo trabajo personal”. [53]
Por eso recurrían a Su Ilustrísima: “ahora estamos tan consolados y esperanzados en el Paternal amor y caridad del Illmo. Sor Obispo nos tome bajo su poderosa protección a fin de que no seamos expulsados de dichas tierras.” [54] Ofrecían su trabajo y manifestaban:
“que en caso necesario estamos prontos a comprar nuestros terrenos esperando será el precio de las expectativas tanto por primeros pobladores y poseedores y haber sido dichas tierras limpiadas de los infieles a costa y mención y derramamiento de sangre de nuestros antepasados y aún parte de nosotros hasta dejarlas diáfanas y poder poblar los cristianos.”[55]
La instalación de las capillas se presentaba también como un medio para afirmar sus inseguros títulos. Se trataba de una forma de evitar la apropiación de las tierras por parte de los grandes hacendados. La capilla o la parroquia operaban en este contexto como una suerte de dique de contención frente a las ambiciones expansionistas.
A modo de cierre
Los testimonios de los pobladores de la Banda Oriental y occidental del río Uruguay ofrecen la oportunidad para reflexionar en torno a los sujetos que intervienen en la construcción de la diócesis de Buenos Aires en el período colonial. Tomando muy libremente la categoría de Leonardo Boff se podría hablar de un proceso de eclesiogénesis.[56] Si bien la “eclesiogénesis” de Boff surgió como una herramienta para explicar, pero sobre todo para impulsar, la experiencia de las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs) desde fines de la década de los setenta, la categoría hace referencia a la construcción (reinvención y renacimiento, en el caso histórico más reciente) de una Iglesia desde los laicos, desde el pueblo o “desde abajo”, donde se buscaba una parcial prescindencia del sacerdote y se hacía lugar a una vivencia de la fe comunitaria y congregacional. Un pueblo que se hacía Iglesia, pero apelando a los recursos institucionales que ella ofrecía a través de sus agentes, instituciones y prácticas. En el caso de las solicitudes de oratorios o parroquias se buscaba atender a las necesidades espirituales de una comunidad en formación y suplir (ya no, desplazar del centro de la escena) la ausencia de curas permanentes.
Como hemos visto la diócesis de Buenos Aires no fue igual en los dos siglos que tomamos aquí para analizar algunos de sus perfiles, los cuales tampoco coinciden con los límites nacionales ni con los espacios provinciales, pese a los esfuerzos de buena parte de la historiografía especializada para situarlas en esos marcos carentes de su sentido actual en aquellos siglos coloniales. La dinámica de estos dispositivos no podía avizorar las futuras fronteras nacionales o provinciales como se comprueba en tantos casos de dispositivos móviles, como la reducción de Santo Domingo Soriano (que se trasladó desde la banda occidental a la oriental del río Uruguay) o la capilla de San Nicolás de los Arroyos (que funcionaba como viceparroquia de Rosario)
Las últimas líneas de este trabajo han hecho foco precisamente en dos de los sujetos que participaron en el diseño de la diócesis –los obispos y las feligresías–, al tipo de vínculo que establecieron y a los instrumentos que en sus manos organizaron los perfiles territoriales: las visitas y las solicitudes de erección de oratorios, capillas y parroquias. Volviendo al aporte de Bruno, su Historia de la Iglesia en la Argentina bajo la forma de “la diócesis de Buenos Aires en época del obispo…” reponía la existencia de esta diócesis histórica.
El derrotero de la visita ofrecía la oportunidad para el encuentro de la máxima autoridad del obispado y un pueblo de fieles en proceso de conformación. Los lazos instaurados entre la comunidad y la autoridad episcopal de referencia creaban el territorio diocesano, un espacio ritualmente delimitado por deambulación, y al mismo tiempo creaban la Iglesia. Así, el circuito de la visita puede estar regido por una lógica englobante de la inclusión, proceso por el cual la Iglesia en tanto institución es creadora del espacio social pero sus límites y sus formas son definidos progresivamente a la vez por prácticas sociales y de culto y, en ocasiones, en conflicto con otros polos. El movimiento, era doble: de la máxima autoridad definiendo si jurisdicción y de los fieles en comunidad ofreciendo los recursos para esa institucionalización y estableciendo formas históricas específicas que asumirían en los espacios que se encontraban a su alcance en términos de organización y financiamiento. Estas interacciones dan como resultado perfiles diocesanos en constante reformulación, una eclesiogénesis.[57]
Agradecimientos
Agradezco los comentarios y sugerencias de los evaluadores de Revista Prohistoria
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Notas