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Desde el antijudaísmo cristiano al antisemitismo: la expulsión de los judíos de España en 1492

From Christian Anti-Judaism to Anti-Semitism: The Expulsion of Jews from Spain in 1492

Adriano Prosperi
Scuola Normale Superiore, Italia

Desde el antijudaísmo cristiano al antisemitismo: la expulsión de los judíos de España en 1492

Prohistoria, vol. 31, 2019

Prohistoria Ediciones

Recepción: 10 Diciembre 2018

Aprobación: 06 Febrero 2019

Resumen: A partir de la distinción entre antijudaísmo, antisemitismo y antisionismo, la expulsión de los judíos de España –acontecimiento trágico para la vida de innumerables personas– es revisitado y analizado, comparativamente, con el racismo fascista italiano. Evitando caer en simplificaciones y respuestas atemporales, en el artículo se examinan la actitud casi servil de la elite intelectual y la sordera colectiva de la abrumadora mayoría del pueblo italiano, respecto de las “Leyes raciales” de 1938. Se ponderan, asimismo, ciertos rasgos comunes entre la población española del siglo XV y la italiana del XX. Finalmente, se reflexiona sobre la situación dramática de los migrantes que, en la actualidad, van en busca de libertad y trabajo, relacionándolos con sucesos pasados y con los muchos consejos y lecciones que ofrece la historia.

Palabras clave: Antijudaísmo, antisemitismo, antisionismo, discriminación, migraciones.

Abstract: Based on the distinction between anti-Judaism, anti-Semitism and anti-Zionism, the expulsion of Jews from Spain -a tragic event for the lives of countless people- is revisited and analysed, comparatively, with Italian fascist racism. Avoiding simplifications and timeless responses, the article examines the almost servile attitude of the intellectual elite and the collective deafness of the overwhelming majority of the Italian people with respect to the “Racial Laws” of 1938. Certain common traits between the Spanish population of the 15th century and the Italian population of the 20th century are also considered. Finally, it reflects on the dramatic situation of migrants who are currently in search of freedom and work, relating them to past events and to the many tips and lessons offered by history.

Keywords: anti-Judaism, anti-Semitism, anti-Zionism, discrimination, migrations.

1 - El año 1492 de la era cristiana tiene un lugar especial en la historia. No solamente en la historia que se narró y se narra actualmente en la cultura europea. Aquello sucedió en el trasfondo de la ciudad de Granada, en la península ibérica. Una historia celebre y demasiado celebrada en la historiografía europea del pasado. El marco de los eventos es conciso. En la noche entre el sábado 31 de diciembre de 1491 y el 1 de enero de 1492, Granada pasó de las manos del emir musulmán Boabdil al católico Fernando de Aragón, que, junto a su esposa, Isabel de Castilla, disponían de una decisiva hipoteca para la construcción del futuro reino de España. La celebración de la “reconquista” de la península ibérica se completaba, así, con la supresión del último reino islámico. Le siguieron, ese mismo año, dos decisiones de los soberanos españoles: el acuerdo estipulado con Cristóbal Colón para la expedición que lo llevó al descubrimiento de América y el edicto de expulsión de la minoría judía residente en España. El ejemplo español fue imitado rápidamente por la monarquía portuguesa. Y en el curso del tiempo fue una vez más la expulsión de los moriscos a sancionar el derecho exclusivo de los cristianos blancos a vivir en la península ibérica. Mientras tanto, el descubrimiento de América y la “ruta de las indias” portuguesa, abrían el futuro a los procesos de expansión y poder. Las consecuencias de estos actos tuvieron gran impacto y dejaron una huella profunda en la historia de las culturas, no solo ibérica, sino de todas las que circundan la cuenca del Mediterráneo y las costas del Atlántico. Para evocarlo se necesitaría contemplar –al interior de las diversas culturas que fueron involucradas– los reflejos de ese giro epocal. Aquí bastará indicar cómo la cultura cristiana europea y la judía concibieron y definieron el significado de 1492.

Los acontecimientos aparecieron, entonces, bajo la luz de la profecía cristiana y fueron leídos sobre la base del libro profético del Nuevo Testamento, el Apocalipsis. La conquista y cristianización de la última franja de Europa en mano islámica, el bautismo impuesto a los judíos y el descubrimiento de nuevos pueblos se presentaron como el inicio de la fase conclusiva de la predicación apostólica del Evangelio: era el signo de que se estaba acercando el fin de los tiempos. La presión violenta sobre los judíos fue parte de la torsión apocalíptica de la visión cristiana de la historia. Los judíos fueron tolerados en la sociedad cristiana como testigos de la verdad de las profecías. Su resistencia a la conversión fue interpretada como el castigo divino por la muerte de Cristo: el signo de que Dios había endurecido su corazón. Debían ser los últimos en convertirse. Esa sería la señal de la proximidad del retorno de Cristo para el juicio universal. En ese sentido, hechos precisos aparecieron con una distinción entre aquellos que esperaban los signos nefastos del fin de los tiempos y los que presagiaban felices el futuro, cuando el Anticristo fuese vencido y la paz y justicia reinara entre la gente.

En la cultura judía, el signo que marcó el recuerdo de aquel año fue, en cambio, totalmente negativo. Estuvo dominado por la expulsión de los judíos de España. Por ejemplo, en la obra histórica de Joseph ha-Cohen, Emeq ha-bakha (El valle del llanto, 1560), la narración de los sufrimientos y lutos de quienes eligieron el exilio se vincula con la noticia de la maldición echada por los judíos sobre la tierra de Occidente (Sefarad). Fue un evento dramático, una experiencia terrible para una gran multitud. Ante el edicto de Fernando de Aragón, que imponía una drástica decisión –bautizarse o dejar su país, aquel en donde los judíos se habían asentado antes de Cristo–, un pueblo judío fiel a la propia religión rechazó el bautizo y afrontó la tragedia del exilio. Dejaron todo, vendiendo sus bienes a enjambres de especuladores y se emplazaron el camino para llegar a los puertos de embarque, asediados por muchedumbres hostiles y predicadores preparados para bautizar a quienes, agotados, se resignaban a volver atrás. Dificultades y enfermedades diezmaron a los exiliados. “Escaparon donde el viento los llevaba –escribió Joseph ha-Cohen– y padecieron sufrimientos inauditos”.

Con la expulsión de los judíos, Fernando de Aragón hizo de una pluralidad de pueblos, lenguas y culturas, un estado compacto basado en la convicción de ser un pueblo “puro” de la contaminación judía y de tener unos “Reyes Católicos”. Una ideología de la cristiandad política capaz de unificarse en la aversión al judío y en la convicción de ser un pueblo elegido. Por esto, Fernando de Aragón no tuvo otra cosa que seguir la campaña de fanatismo religioso antijudío desarrollada por los frailes y que se adaptó a la hostilidad popular contra los judíos, debido a que se ocupaban de las funciones administrativas como recoger los impuestos y otras tareas de tipo financiero prohibidos a los cristianos.

Unos privilegios sacros, un pueblo adherido al poder por un vínculo religioso: este fue un modelo duradero en la historia de la época que da inicio a la que nosotros llamamos “edad moderna”. Desde aquí nace la solución que fue encontrada cuando la explosión del movimiento religioso conducido por Martín Lutero amenazó con una disgregación social incontrolable. ¿Si cada cristiano era libre en la conciencia, cómo se podía obligar a un pueblo entero a obedecer una ley común? La solución fue encontrada cuando con la Paz de Augsburgo, en 1555, se aprobó el principio indicado por los juristas con una fórmula latina: Cuius regio eius religio; en otras palabras, la obligación de la población de un Estado a seguir la religión del soberano. La victoria de este principio se tradujo en una gran cantidad de traslados de población, pues para los disidentes se abrió el camino de la emigración. Hasta un Estado como Francia, dotado de una secular tradición monárquica y de una gran densidad territorial, se disgregó también a través de las guerras internas entre la Liga Católica y los calvinistas o “hugonotes”. Desde ahora en adelante, el diseño de Europa se fragmentó en potencias protestantes y potencias católicas. Y esa división se tradujo en los territorios de los imperios fundados en América, así como también en la promoción de las grandes campañas de cristianización de los pueblos extra-europeos por parte de la Iglesia católica romana y de las iglesias anglicana, calvinista o luterana.

2 - En torno a 1492 se ha pensado ampliamente en la cultura histórica europea, analizando solamente un episodio: la expedición de Cristóbal Colón autorizada por Isabel de Castilla en la Granada cristianizada y en el mismo año de la expulsión de los judíos. Era una memoria gloriosa: Adam Smith consideró esa fecha como el inicio de un mundo nuevo, y la historiografía europea recogió esa sugerencia colocando a 1492 en el comienzo de la edad moderna. En cambio, el otro recuerdo, la expulsión de los judíos de la península ibérica, debió esperar hasta el siglo XX. Fue solo después de la enorme tragedia del antisemitismo y de la Shoah que re-emergió el problema de las migraciones de judíos y moriscos expulsados de la península ibérica. Ha contribuido a esto también, el inicio de otra tragedia en el Mediterráneo, como aquella de las migraciones desde África hacia Europa. Así, a distancia de siglos, y no a partir de las opiniones de los historiadores, sino con los hechos de la historia real, se ha presentado la actualidad de este antiguo suceso. No es una casualidad que, en el 2014, luego de una larga gestación, el Parlamento español aprobara la ciudadanía a todos los descendientes de los judíos del exilio. Es un pequeño indicio de la urgencia de releer la historia europea que encontró su camino después de la Shoah. Y así, nuestras culturas se encontraron ante el problema de dar cuenta del antisemitismo que produjo seis millones de víctimas en los lager nazis, y tuvo una colaboración del fascismo italiano con las leyes raciales de 1938, así como también del gobierno francés de Vichy con las redadas en contra de judíos.

Sobre este problema quisiera proponer aquí algunas consideraciones relativas al vínculo entre el acontecimiento de 1492 y la historia del racismo fascista italiano. El problema para un italiano es tratar de entender cómo fue posible que, en el país del Renacimiento y del Humanismo, se llegara al racismo fascista y a la promulgación de las “Leyes raciales” de 1938 sin que haya existido una revuelta colectiva. Después de la Segunda Guerra Mundial, Italia renacida como República se liberó de ese recuerdo, atribuyendo esas leyes al influjo del nacionalsocialismo de Hitler y tendiendo un velo sobre nuestras responsabilidades, del pueblo y del Estado italiano. Hoy, en nuestro país, los trastornos sociales y políticos nos revelan que el racismo y la xenofobia pueden convertirse en una enfermedad colectiva y, por ejemplo, originar mayorías políticas y gobiernos populistas. Verificamos así la verdad de un judío alemán suicida en el exilio, Walter Benjamin, cuando escribió en su Tesis de Filosofía de la Historia que se intuía el pasado en un momento de peligro, como un paisaje a través de la luz de un rayo, y se mira lo sucedido porque el enemigo no ha cesado de vencer. Y por esto tampoco los muertos están seguros.

Mirando ese paisaje remoto iluminado por el rayo de la Shoah, nos preguntamos sobre qué relación existe entre el antijudaísmo y el antisemitismo, o entre el edicto de 1492 y el decreto del Estado fascista italiano. Y nos preguntamos esto porque en un tiempo histórico en donde parece asomarse un nuevo antisemitismo como componente menor de un general despertar de instintos de odios hacia el otro –el migrante, el “negro”, entre otros– se necesitaría obtener de estas condiciones, la capacidad de reconocer en la historia que evocamos los síntomas a combatir. Ante vicisitudes históricas de feroz injusticia, viles e irremediables, no basta con pedir disculpas a los muertos, se necesita justicia para los vivos.

Ahora bien, después de la Shoah cualquiera que ha buscado reconstruir los antecedentes históricos y los fundamentos culturales del antisemitismo, se ha encontrado ante una bifurcación entre la perspectiva vertiginosa de milenios y el limitado horizonte contemporáneo de trágicos episodios que se deben reconstruir. El caso del antijudaísmo es el más importante, pero no el único entre aquellos que investigan la historia de formaciones culturales de larga duración. Y cada vez se corre el riesgo de ceder a la seducción invencible de la repetición. Porque aquello que se repite es la figura del judío como víctima. Y el judío es tal en nombre de su fe que lo divide de la religión dominante, pero también de su falta de una estable colocación, por ser errantes. Se trata también de medir el aumento de la violencia que se usa en contra de él. Es verdad que, en la inmóvil repetición de discriminaciones y persecuciones, se usa fijar un salto de calidad en el paso desde el antijudaísmo religioso al antisemitismo, desde la diferencia religiosa a la diferencia natural, de sangre y raza. Pero esto no es un paso desde una idea a otra. Como ha escrito Isaiah Berlin, “las ideas no nacen solamente de las ideas; no existe partogénesis en la historia del pensamiento”.[1] Aun menos puede existir en la historia de los hechos sociales.

Épocas diversas, palabras, cosas y distintas personas que nosotros podemos unir bajo la categoría única de la persecución de la minoría judía en Europa. Pero estamos en un problema si debemos definir con precisión qué eran los judíos españoles de los siglos XV y XVI ante los ojos de sus perseguidores, o bien en qué se diferenciaban de los perseguidores del siglo XX. No es fácil instituir una comparación entre épocas muy diversas, entre lo antiguo –la península ibérica de los siglos XV y XVI– y lo moderno, la Italia fascista de Mussolini. Es evidente inmediatamente para quien aspire a la exactitud historiográfica, que esos episodios se deberían colocar bajo dos etiquetas muy distintas. De un lado tenemos un episodio terrible pero que pertenece a la historia del antijudaísmo religioso de sello cristiano. Del otro, en cambio, algo que se sitúa en la zona moderna del antisemitismo, de un odio en contra de judíos considerados distintos de la raza de los arios. Y deberíamos prestar atención a la cuestión de cómo nace la palabra “raza”, que a pesar de su aspecto pseudocientífico y en contra de la tesis de origen de ratio de Leo Spitzer, tuvo origen –como ha demostrado Gianfranco Contini– del francés antiguo haras, un término que indicaba el establo de los caballos, el lugar en donde se reproducían los animales.

Mientras tanto, registramos el hecho de que hay diferencias importantes en la historia que arriesga de aparecer como un horrendo continuo de la historia occidental: aquello que contempla en los judíos un chivo expiatorio, en una sucesión de diversos hechos y distintas ideologías que parece destinada a resurgir continuamente. No solo las palabras para distinguir los fenómenos son numerosas, sino también las cosas son distintas. Recuerdo, por ejemplo, que luego del atentado parisino del 2015 contra Charlie Hebdo, Pierre-Antoine Taguieff intentó subrayar un punto de la situación, distinguiendo entre el antisemitismo racial nazi y fascista, de derecha, y el antisionismo, es decir, la oposición contra el sionismo como superpotencia mundial y oculta, una nueva configuración antijudía difundida en la izquierda. Y hoy asistimos temerosos al surgimiento de huellas de un retorno de la llama del antisemitismo: un fenómeno aún marginal, que sucede en el contexto de una general clausura en relación con los extranjeros y del distinto, haciendo florecer tendencias identitarias y aislacionistas. Por este motivo, debemos mirar a la cara al pasado y a las aberraciones realizadas en la “madera deformada de la humanidad”, como Immanuel Kant definió la incapacidad humana de seguir la línea recta de la razón y de la conciencia moral.

Existe un historiador que ha intentado reconstruir una historia universal del antijudaísmo, David Nirenberg, lamentablemente ausente en este encuentro. Su investigación ha sido sin duda una vasta pesquisa que abraza milenios, tomando como punto de partida el antiguo Egipto, aventurándose en los vértices del pensamiento europeo para encontrar la tenaz huella del prejuicio antijudío y también descendiendo en los abismos de la persecución, en donde el prejuicio de grandes pensadores se tradujo en discriminaciones y violencias. Ante diseños como el suyo, se corre el riego de ceder a la seducción de la repetición, de lo atemporal representarse en una verdadera y propia patología que encontramos en el pensamiento de los doctos, de los jefes religiosos y políticos, pero también en las vísceras de la vida de la sociedad.

Yo quisiera moverme en un camino distinto. Me propongo hacer uso de la historia comparada siguiendo el modelo propuesto por Marc Bloch. Fijar analogías y diferencias entre un punto y el otro de la cadena histórica del odio antijudío, en dos países con historias cruzadas y en el contexto de la misma tradición religiosa, puede ser necesario también para escapar a la sensación de que la historia de las persecuciones en contra de los judíos sea algo inmóvil e inmutable. Lo sucedido puede ocurrir nuevamente porque ha sucedido, observó una vez Primo Levi. Pero no hay nada de fatal en el resurgimiento de formas de aversión entre grupos humanos, entre culturas. Como tampoco existe en la agresión de conocidas enfermedades, esas que se combaten con las vacunas. Nos preguntamos cuál es la vacuna cuando las viejas enfermedades de la aversión regresan para ocupar el horizonte, como sucede ahora. No hay duda de que, junto al rechazo claro, tanto en el plano de la vida civil, como de las reglas políticas, debe existir también un estudio atento del fenómeno para poder descifrar los componentes.

La pregunta es, por lo tanto, qué se puede recoger de la misa comparando la España de los Reyes Católicos con la Italia fascista. Una comparación entre el antijudaísmo ibérico que condujo a la obligación del bautismo y a la expulsión en 1492, y el antisemitismo racial de 1938. Fue un gran historiador del judaísmo, Yosef Hayim Yerushalmi, que señaló que una barrera mental de diferencia natural, de sangre, entre cristianos y judíos fue erigida en la España de los siglos XV y XVI. En contra de la tesis que vinculaba el antisemitismo antes que la aparición de la palabra, es decir a fines del siglo XIX alemán, Yosef Yerushalmi,[2] propone retroceder cuatro siglos y examinar el caso de los estatutos de “limpieza de sangre” con los cuales la España de fines del siglo XV y XVI, bloqueó el acceso a los puestos de prestigio a los descendientes de judíos, instituyéndose además feroces tribunales y encendiendo las hogueras.

Pero también en los avatares de la difícil fascistización del Estado, reconstruida en un reciente y fundamental ensayo de Guido Melis,[3] las leyes raciales fueron un experimento extremo de obtener ese estrecho vínculo entre pueblo y régimen, hasta entonces perseguida con muchos tentativos en el contexto de una Italia unificada en el Risorgimento. Y también en este caso tenemos singulares analogías con el caso español: un jefe político hábil para disimular, como observó Maquiavelo (y también Mussolini fue un disimulador, en la larga fase de tránsito desde el “antisemitismo de los imbéciles”, heredado desde la juventud socialista, al antisemitismo racial); y una función importante de la Iglesia en difundir hostilidades colectivas en contra de los judíos.

Si buscamos entender por qué las leyes raciales encontraron una reacción colectiva que, cuando no estuvo distraída, fue de sustancial consenso, se necesita emplazar un componente cristiano-católico no marginal para la masa de los italianos, sin distinción de clase. Para las reacciones del mundo de la elite intelectual, valen las expresiones de intenso catolicismo en donde los académicos de las instituciones italianas llenaron los formularios de la investigación ministerial. Se les preguntaba si eran de fe judía y si tenían ascendientes judíos. Entre ellos se encontraban altos magistrados, cardenales, docentes de universidades, escritores, lo mejor desde el punto de vista de la cultura y del prestigio social. Sus respuestas estuvieron marcadas por la exageración y la servil adaptación al modelo humano del fascista católico. Respondieron no solo que no eran judíos, sino que tenían un catolicismo heredado desde tiempos inmemoriales por sus familias. Serviles y listos a expulsar de sí mismos la mancha del judaísmo. Re-emergieron luego de la Liberación y regresaron para ascender por las escaleras del saber y del poder. Pero si estos fueron los miembros de la elite, con la sola y aislada excepción de Benedetto Croce, aquello que constituye materia obligada de análisis en el laboratorio del historiador es el otro componente de este proceso: la masa mayor e indistinta del pueblo italiano.

Dejemos a un lado el tosco y violento antisemitismo de los cuerpos del ejercicio del poder, como la policía. En los lugares bajos de los interrogatorios de policía, la planta del antisemitismo mussoliniano poseía profundas raíces, como muestran los expedientes de la investigación sobre el núcleo antifascista judío turinés de 1934, publicado por Sion Segre Amar.[4] Es aquí donde encontramos el núcleo del estado fascista, una entidad que se propagó como la solución nueva y definitiva a la forma del Estado, pero que nunca existió. No hablemos del cuerpo eclesiástico, de los cuerpos elegidos como la Compañía de Jesús con su revista La Civiltà cattolica, comprometida desde hacia tiempo en una violenta agresión al mundo judío, hasta los obispos y párrocos, con pocas meritorias excepciones. Este aspecto no ha sido considerado en los estudios. Solo en tiempos recientes tenemos la rigurosa investigación de Giovanni Miccoli, pues la atención se ha concentrado en los romanos pontífices, sus responsabilidades, y el célebre silencio de un pontífice que escribió mucho y lanzó excomuniones en contra de comunistas, pero calló sobre el nazismo y fascismo. De hecho, hay algo verdadero en ese recíproco reconocimiento entre totalitarismo fascista y totalitarismo religioso de la Iglesia a través de un famoso encuentro entre Mussolini con Pío XI en 1931.

Si tomamos sumariamente algunos elementos para indicar al menos el verdadero problema al que nos enfrentamos, cuando se habla de las Leyes raciales de 1938, es la sordera colectiva de la abrumadora mayoría del pueblo italiano. Se responde en general citando un título de la biografía de Mussolini de Renzo De Felice, “Los años del consenso”. Las imágenes de las películas “Luce” sobre las masas enfervorizadas ante el anuncio de Mussolini de las leyes raciales, como las de Trieste, colocan ante nosotros la simple pregunta: ¿por qué? Había algo en ese consenso que expresaba un sordo sentimiento de hostilidad y venganza que no era un dato improvisado ni fruto de una servil adhesión a la palabra “jefe”. Y es por esto que la reaparición no fue superficial y distraída.

Junto a la continuidad de sentimientos y prácticas que suministraron contribuciones a la agresión sumatoria de hostilidad antijudía latente en Italia, desde la convicción de una insuperable diferencia de religión, pero también de prácticas sociales, alimentada pasiva o activamente por la Iglesia en todos sus ganglios, a la tradición anticapitalista y, por lo tanto, anti bancaria y anti ricos del llamado “socialismo de los imbéciles” y que, hoy, de nuevo el imbécil goteo del antisemitismo como el antisionismo es difundido en las polémicas instrumentales en contra de Soros o contra el Estado de Israel. Esto fue el éxito de una propaganda que representó a los judíos como extraños y distintos a los italianos, no ligados a la misma identidad itálica, miembros de una financia hostil y aliados a fuerzas e ideologías subversivas, desde el marxismo al sionismo. Todos detalles que muestran cómo se produjo la acumulación casi imperceptible de otros elementos agresivos que no fueron extraños al origen de la indiferencia y, frecuentemente, de la hostilidad italiana hacia los judíos.

Ahí estaba, más allá de la póstuma pretensión de inocencia colectiva y del rechazo de responsabilidad de Mussolini y de los jerarcas del fascismo. Sobre Mussolini, el instrumento del antisemitismo, además de responder a convicciones antiguas del Mussolini socialista, se ofrecía –no contrariamente como Fernando de Aragón– como el instrumento para crear ese vínculo místico entre jefe y pueblo, y que se buscó por otras vías sin éxito sustancial. La pregunta sobre si había un Estado fascista como nueva forma y superior con respecto al Estado liberal del XIX, así como al del régimen soviético, ha encontrado respuestas dudosas por parte de los historiadores más prevenidos. Ahora, no existe duda de que, desde el éxito de la eliminación de los judíos de la nación italiana, Mussolini se proponía un salto de calidad en el vínculo entre jefe y pueblo. Y debía ser el judío el chivo expiatorio de la unión de sangre y fe, su eliminación debía garantizar el vínculo indestructible y llevar a Italia a las ritualidades sacras del nazismo de las grandes audiencias.

El pueblo italiano del siglo XX poseía unos estratos comunes con el ibérico del siglo XVI: una difundida ignorancia con altos porcentajes de analfabetismo, una unidad cultural ofrecida por el catolicismo no como una doctrina sino como una realidad sociológica y antropológica; los sacramentos y los santos patronos, San Genaro y la confesión y comunión pascual, la palabra del párroco y la figura del papa. Este catolicismo estaba bañado de antijudaísmo, reforzado por la Unidad de Italia y por la toma de Roma, alimentado por los jesuitas y por no pocos miembros del clero, empujado hasta la difusión de la funesta leyenda del delito ritual de sangre (monseñor Umberto Benigni) que había alimentado los pogrom en la Rusia del siglo XX. Y los judíos eran ricos, debían pagar. Existió un difundido saqueo de lo que pertenecía a los judíos, que transitó desde las cátedras universitarias a los bienes inmuebles, para terminar con la compensación pagadas a los denunciantes cuando comenzaron los arrestos. Eran frecuentemente ricos (no siempre), pero eso se había creído siempre, no eran cristianos en un país en donde cristiano y ser humano eran sinónimo.

Pero existía también, en la larga historia del pasado de Italia, una continuidad de comportamientos. Basta recordar cuáles fueron los comportamientos populares en la Lombardía de los Habsburgo, es decir en la parte más protegida de Italia en la mitad del siglo XIX. Aquí, las patentes de tolerancia de María Teresa y Juan II habían eliminado las marcas de distinción que los judíos debían llevar. Del mismo modo, habían concedido a los médicos judíos atender a pacientes cristianos, así como a todos los judíos comprar bienes inmuebles. Fue el inicio de una emancipación completada lentamente y no debida a los años de la revolución del ’48. El resultado fue una emancipación que difícilmente se convirtió en integración. En Mantua, por ejemplo, una ciudad que tenía una de las más importantes comunidades judías, hubo graves incidentes entre judíos y el pueblo en el curso de 1842. Entre los agresores emergió la participación de grupos de campesinos. El hecho es que los judíos, desde el siglo XVIII, se habían convertido en arrendatarios de grandes haciendas agrícolas en la zona de arrozales y en empresarios de la industria de la seda. Su función en la vida económica mantovana fue de empresarios capitalistas. Sus hijos estudiaron en la universidad y se convirtieron en hombres activos, incluso en relación con las mujeres cristianas. Sus residencias siempre fueron las más lujosas, “las mejor mantenidas” y “las más bellas de la ciudad”. La hostilidad de los campesinos era la consecuencia de varias premisas: el efecto que tuvo sobre ellos la transformación capitalista de explotación de la tierra que los reducía al nivel de jornaleros y labradores. Y esto sucedió también a través de aquellos –no muy diferente de los campesinos castellanos– que consideraban a los judíos inferiores ante Dios y el mundo. Anticapitalismo y antijudaísmo podían, por lo tanto, entrecruzarse. En la realidad de un país de mayoría campesina esto debía pesar largamente. Y pesó, ciertamente, en el caso del fascismo italiano.

3 - Antes de concluir debo recordar un dato importante. En la comparación entre España e Italia no podemos olvidar la diferencia de tipo cuantitativa. Cuando se habla de judíos italianos se habla de una pequeña minoría. Esto se puede confirmar con el censo de los judíos en agosto de 1938 que, en contra de la propaganda que se refería al repentino aumento desde el extranjero, reveló que los datos del censo general de 1931 seguían siendo cercanos (38.000 aprox.). El uso del censo de minorías reapareció en la crónica italiana reciente, una marca de la precariedad de la frágil memoria colectiva. Aunque en 1938 los datos cuantitativos no expresaron el peso real, cualitativo, de la minoría judía, importante en el plano cultural, profesional y económico, la propaganda los presentó como incapaces de mezclarse, vinculados a un judaísmo internacional hostil a la Italia fascista, incapaces de participar en lo que hoy los creyentes en la religión de la identidad definen como la identidad italiana. Las fases de cómo llegaron al país fueron distintas. Por una parte, estaban presentes desde la época romana, otros llegaron a cuentagotas desde los recorridos de la diáspora. Entre los más conocidos y estudiados, están las familias de banqueros que trabajaron con la protección de papas y señores hasta la violenta ruptura de las bulas del papa Paulo IV Carafa en la mitad del siglo XVI. Aquellos que trabajaron en las ciudades estado del Renacimiento han sido definidos por Michele Luzzati como una “aristocracia del dinero y la cultura”.[5]

Destaco ese dato de la pequeñez numérica y de la posición social porque me parece importante tener presente la consistencia cuantitativa y la colocación social de la presencia judía. Eran herederos de pequeños núcleos y activas familias en las ciudades italianas de fines del medievo a las cuales se sometieron los grupos; también ellos reducidos numéricamente que encontraron acogida en algunos estados de la península en los tiempos de la expulsión de los judíos sefardíes desde la península ibérica. Nacieron así los centros fundamentales de los asentamientos judíos en Italia: Venecia, Ferrara, Ancona, Livorno, Trieste. Ciudades que, gracias a la contribución de núcleos judíos de alta cultura y gran dinamismo social y económico, construyeron sus riquezas y el nacimiento de tráficos económicos, como, por ejemplo, los judíos portugueses que hicieron de Livorno el mayor puerto del Mediterráneo. Entre los nombres de las víctimas italianas del antisemitismo fascista y nazi, encontramos nombres de familias que mantienen hasta hoy memorias de sus orígenes de migrantes expulsos desde la península ibérica en la época de los edictos españoles y portugueses.

Concluiré con una observación que se basa en la idea de que de la historia se puede aprender, que la historia puede ser una magistra vitae. A partir de los frutos que fueron producidos de estos asentamientos de migrantes expulsos de la península ibérica, se podría también obtener útiles sugerencias de la presente fase de la historia de una Europa rica de bienestar y comercios, pero pobre de población, y en una crisis demográfica siempre más marcada. O bien, hacer notar a un pueblo como el italiano que ha conocido una historia de emigración en masa hacia el resto del mundo y, especialmente, hacia América Latina, que los migrantes en busca de libertad y trabajo deber ser acogidos, como dice la parábola del buen Samaritano en el evangelio de los cristianos, pero también en un preciso artículo de nuestra Constitución. Sin embargo, hay muchos consejos y lecciones del pasado. El problema es hacerse escuchar en medio del tumulto de pasiones y convencimientos irracionales que determinan frecuentemente en modo irresistible la forma de avanzar de las sociedades humanas.

Agradecimientos

Texto presentado con motivo de la traducción al español del libro La semilla de la intolerancia. Judíos, herejes, salvajes: Granada 1492(Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile, 2018), Facultad de Letras, Pontificia Universidad Católica de Chile, 28 noviembre 2018 [n del t.: Agradezco, una vez más, a Adriano Prosperi por la generosidad y la amistad]

Referencias

BERLIN, Isaiah Il senso della realtà. Studi sulle idee e la loro storia, Adelphi edizioni, Milano, 1998

YERUSHALMI, Yosef Hayim Assimilazione e antisemitismo razziale: i modelli iberico e tedesco, La Giuntina, Firenze, 2010

MELIS, Guido La macchina imperfetta. Immagine e realtà dello Stato fascista, Il Mulino, Bologna, 2018.

SEGRE AMAR, Sion Lettera al Duce. Dal carcer tetro alla mazzetta, Giuntina, Firenze, 1994

LUZZATI, Michele “I legami fra i banchi ebraici toscani ed i banchi veneti e dell’Italia settentrionale. Spunti per una riconsiderazione del ruolo economico e politico degli ebrei nell'età del Rinascimento”, Gli Ebrei e Venezia, secoli XIV-XVIII, Milano, 1987

Notas

[1] BERLIN, Isaiah Kant come fonte poco nota del nazionalismo (1972), en BERLIN, Isaiah Il senso della realtà. Studi sulle idee e la loro storia, Adelphi edizioni, Milano, 1998, pp. 358-381.

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