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Historias conectadas: notas para una reconfiguración de Eurasia en la modernidad temprana

Connected Histories: Notes Towards a Reconfiguration of Early Modern Eurasia

Sanjay Subrahmanyam
Universidad de California, Estados Unidos

Historias conectadas: notas para una reconfiguración de Eurasia en la modernidad temprana

Prohistoria, núm. 33, 2021

Prohistoria Ediciones

Recepción: 19 Diciembre 2019

Aprobación: 20 Abril 2020

Resumen: Se presenta una traducción del seminal artículo de Sanjay Subrahmanyam. En 1997, el historiador del sudeste asiático sintetizaba su propuesta metodológica para el abordaje de los albores de la modernidad y de sus profundas transformaciones culturales. Se trata de las “historias conectadas”, una perspectiva superadora del análisis comparativo y de su tendencia a reproducir recortes geográficos apriorísticos y anclados habitualmente en los marcos del Estado-nación moderno. Las historias conectadas reconocen los puntos de contacto –epicentros históricos– donde se produjeron diálogos e intercambios entre unidades políticas y culturales, cuya influencia reverberó a nivel local, regional y global.

Palabras clave: Historias conectadas, modernidad, Eurasia, circulación de ideas.

Abstract: Spanish translation of the fundamental paper, “Connected Histories” by scholar Sanjay Subrahmanyam. In 1997, he published a discussion of his methodological proposal for the study of the early modern period and the major cultural transformations that it purported across the globe: he called it “connected histories”. It conveyed an innovative perspective that sought to overcome the limitations of the more traditional comparative approach as it had been implemented in particular in the context of Southeast Asia, that is, normalizing geopolitical frames projected from the modern nation-State. Through connected histories, the author pinpoints areas of contact –historical epicenters– where ideas, people, and things circulated, prompting deep, mutual influence that resonated at the local, regional and global level.

Keywords: Connected histories, early modern period, Eurasia, circulation of ideas.

La mayoría de los japoneses aún hoy creen que el universo político-cultural del período Edo estuvo fundamentalmente determinado por el cierre del país. También piensan que la apertura de Japón puede reducirse al desarrollo de intercambios con Occidente, después del nacimiento del régimen Meiji. Es difícil para ellos imaginar que Japón se desarrolló en relación con otros países asiáticos, ya que no suelen apreciar las culturas asiáticas (Tanaka, 1995: 281).

I

Este artículo es una respuesta un tanto indirecta a un “ensayo temático” escrito por un historiador conocido del Sudeste Asiático, interesado en la historia comparativa.[1] El ejercicio de Víctor Lieberman busca comparar seis países, Birmania [Myanmar], Siam [Tailandia], Vietnam, Francia, Rusia y Japón, y establece doce factores en base a los cuales elaborar teóricamente un “cálculo de integración” (Lieberman, 1997: 463-546).[2] En una versión anterior del ensayo, ya había propuesto fuertes paralelismos entre las experiencias de estos países en torno a una formulación neo-gerschenkroniana de centros y anillos, donde los anillos cuentan con la “ventaja del atraso relativo”. Dejando de lado los detalles, vemos que esto representa una teoría neo-cíclica, ya que los centros eventualmente deben convertirse en áreas periféricas, a medida que los anillos desarrollan características “avanzadas” rápidamente.

Se puede responder de varias formas a este extenso proyecto, altamente ambicioso y de gran alcance. Comencemos por observar que en este artículo al menos (en contraste con otro publicado por él hace unos años en las páginas de esta revista), Lieberman presta relativamente poca atención al sur de Asia (una de mis principales áreas de especialización) y, como en el anterior, ninguna atención en absoluto para Iberia, mi otra principal área de interés (Lieberman, 1991: 1-31). Al cerrar el artículo presenta un análisis bastante esquemático de la India, en parte yuxtapuesto a su discusión anterior sobre China.[3] Dada la limitada incursión de Lieberman en la modernidad sudasiática, uno podría pensar que en este contexto la tarea pendiente del especialista se ha reducido a dos cuestiones simples: hacer esas comparaciones que eluden a Lieberman y reubicar el sur de Asia (como un todo o en partes) en su esquema organizativo. Pero esperar tal ejercicio podría ser optimista, dada la notoria contumacia de los sudasianistas y su conocida falta de interés en proveer material para la construcción de modelos de análisis a los no especialistas. Por lo tanto, lo que intentaré presentar aquí no son las piezas sudasiáticas faltantes en el rompecabezas de Lieberman, sino una visión bastante diferente del problema de la comparación del período moderno, un conjunto de reflexiones que espero desarrollar y realizar parcialmente en dos trabajos en curso (Subrahmanyam, 2004).

Mi preocupación en general (como implícitamente es la de Lieberman) se centra en un período que los especialistas de muchas regiones diferentes (y no solo de Europa occidental) han comenzado a llamar, con mayor comodidad y confianza, la “primera modernidad” [early modern period]. El alcance cronológico de este período obviamente necesita alguna definición. Propondría provisionalmente una definición bastante más generosa que la habitual, argumentando que la “primera modernidad” en Eurasia y África al menos (siendo un problema más complejo en América precolombina) se extendería desde la mitad del siglo XIV hasta la mitad del XVIII, con un énfasis relativamente importante en el período posterior a 1450. Para quienes aprecian las delimitaciones de orden político, se podría sugerir perversamente que la reformulación de las políticas de Eurasia en el contexto de la gran empresa de Amir Timur Gurgan (1336-1405) serviría como un conveniente punto de partida, aunque obviamente algo simbólico.[4] Por supuesto, se podría elegir una fecha anterior, digamos a finales del siglo XII, para señalar el Gran Momento Mongol. Pero hay razones para sentir, en general, que esto sería realmente un abuso de la noción de “primera modernidad”, ¡provocando el rechazo de medievalistas de todo el mundo! Al mismo tiempo, es importante (y aquí me asocio con Lieberman en algunos aspectos) desvincular la noción de “modernidad” de una trayectoria europea en particular (Grecia, Roma clásica, la Edad Media, el Renacimiento y, por lo tanto, “La Modernidad”...), y plantear que representa un cambio más o menos global, con muchas fuentes y raíces diferentes, e inevitablemente, muchas formas y significados diferentes según la sociedad desde la cual lo observemos.

Sin embargo, algunas obvias características unificadoras están presentes. Para empezar, el período moderno define un nuevo sentido de los límites del mundo habitado, en buena medida porque es fundamentalmente una era de viajes y descubrimientos, de redefinición geográfica. Hubo varios intentos, a menudo desde perspectivas y puntos de partida conflictivos, de hacer retroceder los límites del mundo tal como los conocían diferentes pueblos alrededor de 1350. En lugar de tomar los viajes de exploración europeos como el único enfoque o el más importante, debemos tener en cuenta que el período es testigo de la expansión de varias culturas de viaje, así como del desarrollo concomitante del género de la literatura de viajes, ya sean que se exploraran rutas terrestres (transaharianas, trans-Asia Central) o marítimas.[5] La noción de “descubrimiento” se aplica tanto a los viajes de Zheng He por el océano Índico a principios del siglo XV como a los de Cabral o Magallanes un siglo después. Estos viajes solían ir acompañados por cambios trascendentales en las concepciones del espacio y, por lo tanto, de la cartografía; de ellos surgieron también nuevas etnografías empíricas muy significativas.[6]

El período de la primera modernidad también presenta otros cambios. Entre ellos se destaca la intensificación del conflicto estructural de larga duración inherente a las relaciones entre las sociedades sedentarias agrícolas y urbanas, por un lado, y los grupos nómadas (cazadores, pastores, etc.) por el otro.[7] Esta tensión, que en los últimos años ha sido señalada por historiadores con orientación ecológica, representa un paradigma dentro del cual abordar cuestiones relacionadas con la frontera y la innovación agrícola, la demografía, la urbanización y los patrones de asentamiento urbano, así como con los viajes, el descubrimiento y la colonización entendidos como conductores de un cambio ecológico de dimensiones globales.[8] Obviamente, el equilibrio entre sociedades sedentarias y nómadas difiere de un continente a otro y de una región a otra. Sin embargo, en lugar de plantear la cuestión simplemente en términos del ostensible conflicto entre sociedades no europeas que habían alcanzado algún tipo de equilibrio ideal, de Edad de Oro, entre sedentarios y nómadas, y una Europa en expansión que de alguna manera había salido de esta tensión (debido a su desafortunada “modernidad”), puede ser más útil argumentar que en este período se produjeron conflictos más bien universales en cuanto a estilos de vida y modos de utilización de los recursos. A su vez, es obviamente necesario vincular estas preguntas con el tema de los flujos globales de comercio (productos básicos, metálico), sus dimensiones y sus implicaciones tanto para los productores como para los consumidores. Entre otras cuestiones, en ese período surge un comercio de esclavos sin precedentes (tanto en el Atlántico como en otros lugares), a la vez que se desarrollan nuevos cultivos comerciales con significativas consecuencias sociales tanto para los productores como para los consumidores, en particular el té y el café, pero también el opio, que se comercializaba antes, pero cuya producción se expande considerablemente.

Estas transformaciones están igualmente acompañadas por complejos cambios en la teología política (para tomar prestada una frase de Ernst Kantorowicz), cuestión oscurecida por el enfoque exclusivo en el surgimiento del Estado-nación y las ideologías del “nacionalismo”. El constructo moderno del Imperio Universal obviamente tiene raíces clásicas (e incluso mitológicas), pero fue reelaborado considerablemente en los nuevos escenarios geográficos y políticos de la época. Así, por un lado, tenemos la tradición Gengis Kan-Timúrida, que informa gran parte de lo que ocurre en Asia Occidental, el Imperio Otomano, Irán, el norte de India y Asia Central; una parte de este legado también está presente en China. En la América precolombina y en África meridional y central, existían igualmente nociones de un imperio universal, relacionadas con las cosmologías indígenas (como en el sur de Asia o las “políticas galácticas” del sudeste asiático) (cf. Gruzinski, 1985; 1988). Los grandes proyectos de un imperio universal encarnados por los Habsburgo españoles (que miraban hacia las raíces clásicas, especialmente el Sacro Imperio Romano), más tarde incluso liderados por las principales empresas comerciales y, finalmente, por Gran Bretaña, deben relacionarse con estas otras nociones de imperio, a veces preexistentes y autónomas. Varios autores en los últimos tiempos han abordado las bases tecnológicas e institucionales de la formación de imperios (la guerra, la “revolución militar”, los mercados financieros, la contabilidad, el mantenimiento de registros escritos, etc.), pero han prestado mucha menos atención a los constructos simbólicos e ideológicos subyacentes (en particular, las visiones milenaristas del imperio).[9] Esto puede ser por vergüenza ante esta aparente contradicción, o ser un remanente de teleologías ilustradas ingenuas. Pero uno de los puntos a desarrollar (y que es tratado brevemente por Lieberman, aunque en un contexto bastante diferente) es la coexistencia de estas formas aparentemente arcaicas de articulación política como los imperios con la noción de una “modernidad” emergente –comportando un retorno, por llamarlo de algún modo, sobre el tema abordado (aunque no de manera totalmente satisfactoria) por Joseph Schumpeter en su obra clásica sobre el imperialismo–.

El período moderno también plantea una serie de cuestiones clave que pueden abordarse desde la “antropología histórica”. Por lo tanto, es de gran interés examinar cómo las nociones de universalismo y humanismo emergen en varios vocabularios y, sin embargo, cómo estos términos no unieron al mundo moderno, sino que condujeron a formas nuevas o intensificadas de jerarquía, dominación y separación. Esto puede leerse en cierto sentido como la “paradoja de la Ilustración” revisada (con o sin la . mayúscula, sin duda). Una cuestión que se desprende es la de volver a examinar lo que queda (después de más de medio siglo de debate) de la conocida hipótesis de Burckhardt, en relación con la nueva noción de individuo que surge con la modernidad.[10] Esto requeriría, entre otras cosas, una exploración de la literatura y las formas literarias del período, no solo en la Europa del Renacimiento y post-Renacimiento, sino en otras partes del mundo. También se indican algunos vínculos con la literatura sobre “historia social de la medicina”, ya que existen algunos vínculos fuertes entre el saber médico y biológico y las concepciones del individuo.[11]

Tomando todas estas preguntas juntas, se hace evidente que nos enfrentamos con una agenda mucho más amplia aun que la de Lieberman y, lo que es peor, ni siquiera es exhaustiva. Igualmente significativo para nuestros propósitos es que esta agenda es transversal al enfoque propuesto por Lieberman, quien realmente busca restar importancia al carácter global y conectado del período a fin de cosificar ciertas entidades nacionales. Sin embargo, el autor ha reconocido en parte esta crítica y en respuesta a ella ha tratado de diluir sus hipótesis hasta el punto de tener más excepciones y reservas que postulados claros. En este sentido, conviene realizar una breve retrospectiva. Hace aproximadamente una década, quien escribe aquí se encontró embarcado, sin muchas ganas, en un ejercicio comparativo que buscaba vincular y comparar las historias de India e Indonesia desde el 1500 hasta el presente, como parte del Proyecto Cambridge-Delhi-Leiden-Yogyakarta [CDLY] (Marshall, van Niel, et al., 1988). Navegando esas poco exploradas aguas, el hecho más sorprendente fue precisamente la gran falta de trabajo comparativo serio que uniera siquiera las dos regiones adyacentes del sur y el sudeste asiáticos, fuera de algunas grandes y compendiosas obras de síntesis que envejecían con rapidez, especialmente la de J. C. van Leur y en menor medida la de J. S. Furnivall. El proyecto no fue un gran éxito, para decirlo sin rodeos, pero algunos de los participantes en el tercer congreso del CDLY (“El Antiguo Régimen en India e Indonesia”), se dedicaron a producir obras de síntesis generalmente informadas por la noción de “sistemas-mundo”: basta revisar Asia Before Europe de K. N. Chaudhuri (1990), o el primer tomo de Al-Hind de André Wink (1990) para tener una idea de este tipo de trabajos. En el mismo contexto, otros más cautelosos y más firmemente anclados en el empirismo anglosajón, como C. A. Bayly, produjeron obras de alcance global como Imperial Meridian (1989).

Una breve comparación entre estas tres obras, las de Chaudhuri, Wink y Bayly, puede instruirnos sobre una forma alternativa de abordar los problemas que las presentes reflexiones tratan de abordar. Las tres son obras de considerable erudición, pero están planteadas desde ángulos muy diferentes. Wink busca examinar un espacio que él define como el “mundo indo-islámico”, que incluye buena parte del sudeste, sur y oeste de Asia. Desde su lectura, la noción clave es la de “islam”, un aglutinante que mantiene unido su “sistema-mundo” (y en esto Wink sigue a Marshall Hodgson, y en menor medida a Maurice Lombard y a D. S. Richards). El tratamiento es en gran medida mono-causal y materialista, en el sentido de que el crecimiento del comercio (que en realidad se afirma en lugar de demostrarse) se presenta como el único motor del cambio del sistema.

En contraste evidente con la visión lineal de Wink sobre la inexorable marcha del islam y el protagonismo del comercio, se encuentra la masiva comparación de varias civilizaciones asiáticas antes de 1750, que es predominantemente estructural. El aparato teórico manifiesto en este caso es muy ecléctico, pero subyace un enfoque que utiliza evidencia anecdótica para presentar una visión sorprendentemente estática de Asia antes de que se produjera el “impacto europeo”. Chaudhuri más que Wink asume la división tradicional de Asia en subregiones y define rasgos estructurales para cada una, llegando incluso en algunas versiones preliminares del trabajo a “tramar” esas características utilizando la teoría de conjuntos. El trabajo ha tenido una recepción mixta, pero incluso a sus admiradores les resultaría difícil encontrar argumentos históricos claros en él (en lugar de estructurales, esencialistas).

Finalmente, Imperial Meridian de Bayly es aparentemente el menos ambicioso de los tres, en efecto es el más tradicional en su construcción y alcance general, pero en muchos aspectos es el más sutilmente discutido. A pesar de una serie de errores menores, el argumento principal es que hubo una transformación a escala global, manifiesta en diversos impulsos hacia el cambio que interactuaron entre sí dando por resultado, entre otros, el Imperio Británico de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Cabe señalar que esto sigue siendo macro-historia pintada con trazo grueso, pero queda mucho por discutir, y en este sentido se destacan una serie de afirmaciones tanto sobre la economía política de la metrópolis como sobre la naturaleza multilateral de la causalidad.[12]

Considerando los trabajos referidos antes además de muchos otros, parecería obvio que nos encontramos en una situación mucho mejor que hace una década en cuanto a ubicar la historia moderna del sudeste asiático en un contexto comparativo más amplio. Una razón notable de esto es que los especialistas que estudian el sudeste asiático, como Anthony Reid, el propio Lieberman y Denys Lombard se han comprometido a abrir las puertas de la comparación y proyectar el antiguo sudeste asiático moderno, por así decirlo, en un escenario mundial. Esto es significativo, incluso cuando las escuelas anglosajona y francesa abordan el problema de manera bastante diferente (a pesar del gesto genuflexo de Reid hacia Braudel). En mi opinión, las generalizaciones son demasiado importantes como para dejarlas en manos de generalistas especializados. Sin embargo, son los generalistas los que en este siglo han solido proponer las “grandes” hipótesis de la historia moderna, ya sea el gran proyecto de estudio comparativo de la civilización de Max Weber, o la sociología histórica de Barrington Moore, Perry Anderson, Immanuel Wallerstein o Jack Goldstone.

Por lo tanto, vale la pena hacer una advertencia desde el principio. Los estudios de área pueden devenir rápidamente en provincialismo y a menudo vemos una insistencia, llevada a los límites de lo absurdo, en plantear la unidad del “sudeste de Asia”, del “sur de Asia” o lo que sea que uno estudie. En el segundo caso, se hacen llamamientos a la “casta” y otras “constantes de civilización” milenarias como focos comunes de definición. Es como si estas unidades geográficas de análisis convencionales, que el intelectual perezoso toma fortuitamente como a prioris, de alguna manera se volvieran reales y abrumadoras, cuando son en efecto resultado de procesos intrincados (incluso turbios) de relaciones académicas y no académicas. Habiendo contribuido a crear estos monstruos de Frankenstein debemos alabarlos por su belleza en lugar de reconocer a regañadientes su limitada utilidad.[13] Así, cuando Anthony Reid comienza su Southeast Asia in the Age of Commerce, tomo I, (siguiendo el ejemplo de John Smail) planteando que el sudeste asiático es una región bien definida por una serie de características físicas, étnicas, culturales y lingüísticas de larga data, y que por lo tanto tiene derecho a una “historia autónoma”, todavía no convence al lector escéptico. Uno se pregunta si tal argumento, hecho de manera contundente en términos de absolutos, es en verdad necesario para justificar la elección de un marco geográfico particular, que después de todo no es más que un dispositivo fortuito. Conviene tener en cuenta que cualquier viajero vietnamita que se encontrara en Arakan a fines del siglo XVII se habría sentido tan perdido como si estuviera en Hugli, mientras que muchos notables bengalíes se hallaron cómodos en la corte Magh.

Por lo tanto, una reflexión colectiva como esta puede parecer, al principio, una ocasión útil para salir de nuestras especializaciones y comparar notas, tal vez incluso para reorientar nuestras agendas de investigación y “afinar nuestros violines” (como dicen los franceses). El dispositivo a mano, si deseamos liberarnos de nuestras camisas de fuerza autoimpuestas y regodearnos en el fracaso, es sin duda el propuesto en el documento temático de Víctor Lieberman: tomar las unidades geográficas tal como vienen del saber convencional y luego proceder a un nivel más alto de comparación utilizando estas unidades como bloques de construcción. Esto nos remite a viejos ejercicios que realizaron en este mismo sentido Perry Anderson, Barrington Moore, Eric Jones e incluso Braudel (especialmente en su Capitalismo y civilización). Entonces, Lieberman propone que aceptemos, según corresponda, unidades como las que proporcionan los estudios regionales, o incluso más convencionalmente, las fronteras de los estados nacionales de hoy en día. Así, trabajando desde unidades como “Birmania”, “Siam”, “Vietnam”, “Rusia”, “Francia” y “Japón” deberíamos intentar generar una serie de postulados generales. Lieberman cada tanto argumenta que, además, toda Eurasia se puede dividir en dos bloques: las “zonas centrales” o “núcleos” y las tierras circundantes o “anillos” que él mismo examina. Este esquema es visto como un avance, aún cuando los académicos franceses se sientan un tanto consternados ante la idea de que el Gran Hexágono constituía un territorio “anular” de menor centralidad que, por ejemplo, el Kurdistán.

Sin embargo, este ejercicio, tal y como se desarrolla, llama a reflexionar. Desde mi propia perspectiva, es sorprendente que la fuerza clave de la formulación de Lieberman no sea revisionista, sino más bien conservadora, a saber, comparar el sudeste asiático con lo que hoy se consideran los “grandes jugadores” de la historia moderna, Japón y Europa occidental (el caso de Rusia es ciertamente más complejo), en detrimento de otras comparaciones dentro de Asia. Como él mismo observa conciliadoramente, puede parecer que el propósito de este ejercicio es decir que Birmania o Laos son tan importantes para el mundo moderno como los países del noroeste de Europa, es decir, valorizar estas áreas (que hoy se consideran “marginales”) al compararlas con áreas de investigación “seria”. A partir de su comparación de los territorios “anillo”, como los define, emergen cuatro proposiciones generales:

1. el período de la primera modernidad en estas tierras se caracteriza por un paso constante de la fragmentación local a la consolidación política.

2. un impulso hacia la centralización y el crecimiento de los aparatos coercitivos estatales acompaña este proceso.

3. la estandarización de la cultura y la etnicidad dentro de cada dominio son concomitantes.

4. comercialización y “revolución militar” también van de la mano para interactuar con las características mencionadas anteriormente.

Se pueden plantear directamente dos objeciones. Estos cuatro procesos característicos, ¿son igualmente verdaderos para las áreas estudiadas por Lieberman? Claramente no, a pesar de que los dados están cargados a favor de Lieberman, ya que ha elegido los ejemplos más compatibles con su argumento. ¿Y son más ciertos en el caso de estas áreas tomadas en conjunto que en los casos de las áreas excluidas? ¿No podrían aplicarse igualmente a España y Portugal, a los Países Bajos o a Irán bajo los safávidas y los kayares? Incluso el caso de la India parece estar más cerca de algunas de estas proposiciones que lo planteado por Lieberman (Alam y Subrahmanyam, 1994: 189-217).

También vale plantear el escepticismo metodológico con respecto a los ejercicios comparativos que se basan en la aceptación de lo que parece ser la sabiduría convencional general en cada una de las historiografías de las áreas consideradas. Estos especialistas de área se encontrarán apenas “encajados” en un panorama general, o bien, totalmente excluidos del mismo; y en este sentido no será realmente posible un verdadero compromiso dialéctico entre los especialistas del área y el generalista (incluso aquel que lo sea temporalmente). ¿Existe una alternativa metodológica realista, una que no requiera que uno se convierta en un especialista “en todo”? Probablemente hay varias, y en lo que queda de este artículo, me concentraré en una alternativa, a saber, la de las “historias conectadas” en lugar de las “historias comparativas”. Resumiré aquí los argumentos que se desarrollan con mayor extensión en otros lugares, y que surgen de una serie de interacciones con especialistas en historia de Asia central y Asia occidental, así como de un largo período de reflexión sobre el Golfo de Bengala como un locus o punto de confluencia de la primera modernidad. Para ello, sin embargo, debemos abandonar la perspectiva del desarrollo que nos llega desde dos padres (Marx y W. W. Rostow), y que considera que las únicas preguntas válidas son Quién Triunfó y Quién Falló de entre una lista de Estados nacionales modernos, en el largo camino hacia el capitalismo industrial.

II

Al contrario de lo que presumen implícitamente los “estudios de área”, una buena parte de la dinámica de la historia de la primera modernidad fue proporcionada por la interrelación entre lo local y lo regional (lo que podemos llamar el nivel “micro”) y lo supra-regional, aun en tiempos globales (lo que podríamos llamar el nivel “macro”). Para el historiador que está dispuesto a rascar debajo de la superficie de sus fuentes, nada resulta ser lo que parece en términos de permanencia y arraigo local. Metodológicamente, esto plantea un problema no solo para el patriotismo local, sino también para el fragmentacionismo metodológico (el émiettement, si se quiere) proclamado desde los tejados por algunos de nuestros colegas posmodernistas como la única alternativa a la Gran Narrativa de la Modernización. Por desgracia, estos posmodernistas han olvidado convenientemente aquí que toda su carga teórica se basa en la universalización de ciertas intervenciones más bien limitadas y específicas de los filósofos de una tradición particular (occidental, naturalmente) en relación con otras de la misma tradición, e incluso peor, que es basado en la suposición de que ciertos Grandes Procesos Históricos (la Ilustración, el Colonialismo) elegidos arbitrariamente (¡y generalmente malvados!) tienen una base objetiva que inexplicablemente se niega a otros.

¿Cómo podrían lo local y específico haber interactuado con lo supra-local en nuestros términos? Consideremos el Golfo de Bengala en los siglos XVI y XVII. Aunque no es un mar cerrado, las áreas litorales del Golfo constituyen una unidad de interacción mucho más interrelacionada en este período que el océano Índico en su conjunto. Dentro de esta zona podemos presenciar, por un lado, el desarrollo de redes de intercambio comercial (comercio entre la costa de Coromandel en el sudeste de India y Bengala, y Birmania, Mergui y la costa malaya) y, por otro lado, un nexo significativo creado por las élites militares, los cortesanos y los especialistas religiosos que cruzaban el golfo regularmente. Sin embargo, al leer el relato de Lieberman sobre Siam, se percibe poco y nada de la importancia de este nexo del Golfo de Bengala para sociedades como las de Ayutthaya o Arakan.[14] Después de todo, incluso el embajador del shah Sulaiman, Muhammad Rabi’, deja en claro en su Safîna-yi Sulaimânî, escrito en la década de 1680, que la influencia persa en Ayutthaya se efectuó a través de las redes comerciales del Golfo de Bengala. Por esta razón, si partimos de la historia convencional, poco y nada captamos sobre el gobernante arakanés Thirithudhamma (r. 1622-1638) quien habitualmente llevaba su correspondencia diplomática en persa, y que se jactaba en sus cartas de que su poder provenía no solo de los firangis (francos, en este caso portugueses y lusoasiáticos), sino también de los telangas (tropas de la meseta del Decán).[15] Es como si un juego de luces intermitentes obligara al historiador del sudeste asiático a escribir, por un lado, de la agricultura, y por el otro lado del comercio europeo, como si todo contacto con el exterior en el mundo de la primera modernidad se limitara a las relaciones con los europeos. Los comentarios de Yuko Tanaka, citados en el epígrafe de este artículo, obviamente son relevantes no solo para Japón. En mi opinión, no tiene mucho sentido hablar de Asia sudoriental continental como si en este período estuviera aislada del mundo indio, aunque los asiáticos del sudeste teman que este sea el comienzo de una nueva formulación de la “Gran India”.

Continuemos con un ejemplo simple que nos lleva más al oeste. Durante el transcurso de una campaña en Afganistán a mediados de 1581 –es decir, en el año 989 del calendario hegiriano, que es seguido por la mayoría de los musulmanes del mundo– el gobernante mogol Jalal al-Din Muhammad Akbar comenzó a interrogar al jesuita catalán Antoni de Montserrat* (por entonces misionero en su corte) sobre asuntos relacionados con el milenio, es decir, sobre “el Juicio Final, si Cristo sería el Juez y cuándo ocurriría”. El propósito subyacente era complejo, y seguramente residía en parte en el deseo de Akbar de desentrañar tanto las diferencias teológicas como los puntos en común entre su propia rama heterodoxa del islam y la versión jesuita del cristianismo. Montserrat, quien, como otros miembros influyentes de su orden, creía firmemente en los portentos, informa en su Mongoliecae Legationis Commentarius que respondió que el Día del Juicio era un misterio divino, que, sin embargo, sería conocido por ciertos signos, a saber, “guerras y rebeliones, la caída de reinos y naciones, la invasión, devastación y conquista de nación por nación y reino por reino: y estas cosas vemos suceden con mucha frecuencia en nuestro tiempo” (Hosten, 1914: 513-704; Banerjee y Hoyland, 1922). La insinuación en la última frase es bastante general, y debe haber hecho eco en una corte donde los versos milenaristas atribuidos a Nasir-i Khusrau y a otros gozaban de amplia circulación. Más tarde, se cuenta que Akbar preguntó si el evangelio mencionaba a Mahoma, a lo que Montserrat respondió insistiendo en que no, por ser aquel un falso profeta. Montserrat escribe que luego Akbar caviló en voz alta, con fingida ingenuidad: “claro que Mahoma no puede ser el que aparezca en el fin del mundo como el adversario de toda la humanidad (es decir, a quien los musalman llaman Dijal),” refiriéndose a la idea del masîh al-dajjâl, el Anticristo que aparece en algunas leyendas islámicas montado en un asno al final de los tiempos.

Este incidente trivial comienza a cobrar importancia cuando se coloca en su contexto regional y supra-regional más amplio. Ya que una coyuntura milenarista operó en buena parte del Viejo Mundo en el siglo XVI y fue el telón de fondo de discusiones como la de Akbar y Montserrat, que tomaron lugar solo once años antes del año 1000 AH (1591-1592). En este momento muchos musulmanes en el sur y el oeste asiático, así como en el norte de África, esperaban ansiosamente señales de la proximidad del fin del mundo, mientras el monarca más católico, Felipe II de España, escribía con tristeza: “si esto no es el fin del mundo, creo que debemos estar muy cerca; y, ojalá, que sea el fin del mundo entero, y no solo el de la cristiandad” (Parker, 1995: xvi).[16] Al hablar de conexiones supra-locales en el mundo moderno tendemos a centrarnos en fenómenos como los flujos globales de metálico y su impacto, las armas de fuego y la llamada “Revolución Militar”, o la circulación de renegados y mercenarios. Pero las ideas y las construcciones mentales también fluían a través de las fronteras políticas en ese mundo, y aun cuando encontraron una expresión local específica nos permiten ver que no estamos tratando con historias separadas y comparables, sino conectadas. El hecho de que Akbar y Montserrat hayan podido conversar sobre el inminente Fin del Mundo (o qiyâmat, desde un punto de vista indo-persa) refleja varias cosas. En primer lugar, señala la presencia notoria de las órdenes misioneras católicas europeas que, impulsadas en parte por la Contrarreforma, llegaron a las cortes asiáticas y africanas, y por lo tanto fueron un elemento de circulación en la Eurasia moderna, junto con mercenarios, renegados, diplomáticos, monjes budistas y sufíes. De hecho, a fines del siglo XVII se encuentran agustinos y jesuitas tanto en Birmania como en Camboya, quienes nos proporcionan información valiosa sobre las historias locales (especialmente la política de las élites) en ese momento. Cualquier consideración sobre la construcción del estado en la modernidad temprana que descuide el aspecto de la circulación de la elite se pierde uno de los temas clave que caracterizan el período: un cambio en la naturaleza y la escala del movimiento de las élites a través de las fronteras políticas. Además, la conversación Akbar-Montserrat muestra la permeabilidad efectiva entre “zonas culturales” que a menudo se asumen cerradas, y la existencia de vocabularios que atravesaban las tradiciones religiosas locales, en este caso el islam heterodoxo de orientación sunita de Akbar y el celoso cristianismo de la Contrarreforma de Montserrat. Estos vocabularios eran en parte “seculares” (en el sentido, al menos, de que cruzaban fronteras sectarias) y también se inspiraban en un conjunto de historias y mitos que se remontaban a la época medieval. Finalmente, la situación de la conversación en sí no carece de interés, ya que tuvo lugar cuando Akbar realizaba una expedición para reprimir las ambiciones de su medio hermano Mirza Muhammad Hakim, gobernante de Kabul y su rival en el subcontinente indio, en el marco de la disputa por el legado de los “conquistadores del mundo” Gengis Kan y Timur. El triunfo de Akbar y la muerte de Mirza Hakim en 1585 marcaron la victoria de un orden timúrida menos orientado hacia Asia central, menos propenso al reconocimiento de privilegios y que buscaba delinear una teoría de la soberanía con una base social mucho más amplia que cualquier otra que hubiera existido en el dominio de los estados indo-islámicos.[17] La conversación sobre el mesianismo, por lo tanto, representa una de las muchas corrientes ideológicas presentes en la corte de Akbar en este momento crucial de transición.[18]

La noción de “la primera modernidad” está de este modo vinculada, no directamente, pero en algunos aspectos indirectos importantes, a un dominio transformado de interacción global que tiene que ver con cuestiones tan diversas como el legado de Gengis Kan y Timur, la Contrarreforma y su empuje proselitista en el extranjero, así como los llamados Viajes de Descubrimiento. De hecho, en los últimos años se ha demostrado que las aspiraciones milenarias ayudaron a conducir a Colón en su viaje hacia el oeste, y que incluso puede haber habido un paralelo curioso e irónico entre ese milenarismo y la visión apocalíptica de algunos de los pueblos indígenas americanos con quienes los españoles se encontraron después de 1492. Ahora parece que Colón estaba muy influido por el pensamiento apocalíptico franciscano de la llegada del milenio, tanto que pidió ser enterrado en el hábito de esa orden religiosa (Hamdani, 1979: 39-48; Phelan, 1970). Por lo tanto, los Grandes Descubrimientos realizados hacia el oeste, que durante mucho tiempo fueron considerados como los marcadores del nacimiento de la modernidad y de una sensibilidad verdaderamente universal, ahora son abordados por los historiadores como el producto no solo de los avances en las técnicas de navegación y el conocimiento geográfico, o del impulso materialista para adquirir riquezas (como Vitorino Magalhães Godinho argumentó consistentemente en el caso portugués), sino también de una visión vergonzosamente “medieval” del mundo, que tenía tanto en común con Joaquín de Fiore como con Copérnico (cf. Magalhães Godinho, 1990).[19] No solo Colón sino también el monarca portugués Dom Manuel (r. 1495-1521) y algunos de sus principales ideólogos y agentes, como Duarte Galvão y Afonso de Albuquerque, formaron parte de este curioso mundo mental colectivo.

De hecho, a medida que el siglo XV del calendario cristiano se acercaba a su fin, el poder de los signos y portentos de la llegada del milenio no disminuyó; fueron meramente modificados, y aparecieron en formas sin precedentes. Así, el siglo XVI vio el surgimiento de nuevas condiciones materiales dentro de las cuales podría surgir el milenarismo y propagarse como una corriente que abarcaba un gran espacio geográfico y, a la vez, como un fenómeno que tenía manifestaciones locales específicas e incluso únicas. La metáfora de la circulación monetaria, aunque inevitablemente defectuosa, puede ser útil aquí ya que en el siglo XVI también se produjeron dramáticos cambios en los flujos globales de metálico, a medida que una vasta red interconectada de plata circundaba al mundo. Y, sin embargo, las consecuencias de este fenómeno difirieron entre las distintas sociedades. La inflación y la inquietud social que se observaron en la península ibérica encontraron apenas un pálido reflejo en los dominios otomanos, mientras que la India parece no haber experimentado prácticamente inflación alguna. El milenarismo, como el dinero, nos permite abordar un problema de dimensiones globales, pero con una manifestación local bastante diferente.[20] Esto significa, a su vez, que no podemos intentar una “macrohistoria” del problema sin embarrar nuestras botas en las ciénagas de la “microhistoria”.

Como lo ha señalado el historiador otomanista Cornell Fleischer en su gran ensayo, “A Mediterranean Apocalypse”, utilizando la noción de una coyuntura milenaria se puede demostrar que los ritmos de la historia de las costas norte y sur del Mediterráneo moderno estaban unidos no solo por el clima y la geografía, las fuerzas económicas y las rivalidades políticas (como planteó Fernand Braudel), sino también por ciertos rasgos culturales comunes, incluido un sentido compartido de expectativa milenaria en el siglo después de Colón (Fleischer, 2018: 18-90). Basándose en fuentes primarias otomanas y vinculándolas a una variedad de fuentes secundarias del Mediterráneo europeo, que van desde los escritos sobre Savonarola en Florencia al célebre molinero de Carlo Ginzburg, hasta las expectativas milenarias de la corte de Felipe II de España demostradas por Richard Kagan y otros, Fleischer sugiere hábilmente que todo el espacio Mediterráneo operaba en una coyuntura milenaria en la Era de Carlos V y Felipe II.[21] Si bien esto es sin dudas válido, argumentaré que puede ser igualmente fructífero ver el milenarismo otomano en relación con procesos similares más al este (especialmente en el Irán safávida, la India mogol y el Decán), y al mismo tiempo sugeriré que en el extremo oeste de Eurasia, Portugal, también se debe incluir en el cuadro para una comprensión completa del Mediterráneo.

Una mirada extensiva sobre el Imperio Otomano, Irán y el norte de África revela que en el contexto del año 1000 A.H., las expectativas en estas áreas no fueron uniformemente apocalípticas. Más bien, se movían de manera optimista en torno a la posibilidad de reordenar el mundo conocido a través de la intercesión de un mujaddid (o “renovador”); así, al menos un célebre reformador religioso de finales del siglo XVI y principios del XVII en India, el jeque Ahmad Sirhindi de la orden sufí de Naqshbandi, asumió el título de mujaddid-i alf-i sânî (“Renovador del Segundo Milenio”). La idea del mujaddid fue en paralelo, pero no reemplazó, otra idea con profundas raíces en la historia islámica, a saber, la noción del imam Mahdi, el Oculto o el Esperado, que emergería para reformar el mundo radicalmente. Los textos canónicos describen al imam Mahdi de esta manera: que sería un descendiente del Profeta y, por lo tanto, un miembro del clan Quraishi, que sería un cierto Muhammad Mahdi y que cuando llegara, también aparecería Cristo (Isa Masih). Una vez que todos los hombres hubieran sido conducidos al islam por la intervención del Mahdi, comenzaría el Día del Juicio.

A veces se ha afirmado, de forma algo errónea, que solo los chiitas creen en el Mahdi. Esto parece ser incorrecto, incluso cuando algunos sunitas ortodoxos han argumentado de manera similar en varias instancias. Podemos considerar el ejemplo de Marruecos a mediados del siglo XVI, donde el gobernante Muhammad al-Shaikh, segundo de la dinastía Sa’di de los sayyides del Atlas del Sur, se dio a sí mismo el título de “al-Mahdi”. Los admiradores del hermano mayor de Al-Mahdi, Ahmad al-A‘raj, ya habían dicho que este había sido prometido por el Profeta y el Dador de la Ley (sâhib al-sharî‘a) como “el que aparecería en el fin de los tiempos”. Cabe destacar que sus oponentes, los wattásidas, reaccionaron a su desafío acusándolos de chiitas, si bien es mucho más probable que estas ideas milenarias hayan sido traídas a su corte por los musulmanes andaluces.

De hecho, como ha demostrado Cornell Fleischer, el estado más sunita, el Imperio Otomano, tuvo un coqueteo prolongado con el mahdismo a mediados del siglo XVI, particularmente durante los reinados de Yavuz Sultan Selim [Selim I] (r. 1512-1520) y su hijo el sultan Süleyman (r. 1520-1566). El autor cita un texto compuesto después de la conquista de Anatolia oriental, Siria y Egipto por Selim en 1517, donde se utiliza una serie de epítetos grandiosos para describirlo, que van desde “auxiliado de Dios” hasta “el maestro de la conjunción” y “sombra de Dios” (zill Allâh). Un relato retrospectivo posterior, de la década de 1550, fue mucho más allá: en este texto de Lutfi Pasha, titulado Tawârîkh-i Âl-i ‘Osmân, se describe a Selim como el mujaddid de la época y como un conquistador mundial. Lutfi Pasha cita con evidente aprobación dos cartas dirigidas a Selim, aparentemente escritas por el ulema sunita de Transoxiana, que se refieren a él de manera bastante inequívoca como mahdi-yi âkhir-i zamân (“último mesías de la era”), y como qudrat-i ilâhî (“fuerza divina”). Fleischer plantea con cierto detalle que la naturaleza de las ambiciones y la autopercepción de Süleyman cambiaron bastante entre los años 1520, cuando llegó al trono, y los años 1560. En la primera mitad de su reinado, el sultán otomano parece haber sido fuertemente influenciado por las corrientes milenarias heredadas del reinado anterior, y había pasado a designarse a sí mismo Sâhib-Qirân, “maestro de la conjunción” (un título derivado, paradójicamente, del antiguo enemigo de los otomanos, Timur) y también mujaddid.

Al mismo tiempo, el vocabulario utilizado en las comitivas de Selim y Süleyman debe entenderse en el contexto de lo que sucedía justo al este, en particular su larga rivalidad con los safávidas, una dinastía con pretensiones mesiánicas bastante manifiestas. El fundador de la dinastía, el shah Isma‘il, al asumir sus títulos reales en 1501 emergió rápidamente como una figura rodeada de un aura escatológica.[22] Identificado por él mismo y por sus seguidores con las prestigiosas figuras de Alí y Alejandro Magno, y en ocasiones incluso con el mismo Dios, la aparición del shah Isma‘il en la escena política iraní hizo olas que llegaron tan lejos como Venecia y Lisboa. Rodeado por sus seguidores qizilbâsh, que vieron en él a un maestro sufí de quien eran discípulos, el shah Isma‘il elaboró un conjunto de rituales que recogían elementos de las prácticas de las órdenes sufíes más antiguas y del rito chamánico. El viajero italiano contemporáneo Francesco Romano escribió sobre él: “algunos dicen que él es Dios, otros que es un Profeta. Todos, y en particular sus soldados, dicen que no morirá y que vivirá eternamente”; otro relator italiano, Giovanni Morosini, escribió a sus jefes en Damasco en 1507 que el shah era “adorado en lugar de un Alí, un pariente y apóstol de Mohamed”. Por supuesto, había un cierto elemento de simplificación inherente a esta descripción. Algunas de las insignias del shah Isma‘il sugieren que adoptó una visión más matizada de su propia posición, como vemos en el calificativo “soberano a quien Dios en su gracia acompañó en el camino” (Shahanshâhi ke khudâ shud be lutf hamrâh ash) que aparece en una de ellas. Además, su propia poesía, aunque no es de la más alta calidad literaria, es significativa por su identificación simultánea con Alejandro, Dios y Alí, y por su uso del seudónimo (takhallus) de Khatâ’i, “el Pecador” (Minorsky, 1942: 1006a-1053a).[23]

Mientras que el reinado del sucesor del shah Isma‘il, Tahmasb (r. 1524-1576), es poco conocido en muchos aspectos, parece certero que en su madurez había comenzado a retirarse de las pretensiones mesiánicas que acompañaron la fundación de la dinastía. Los lazos con los qizilbâsh se fueron relajando gradualmente y los antiguos seguidores sufíes turcomanos del shah Isma‘il se mantuvieron a cierta distancia del reinado. El interregno disputado y sangriento que siguió, y especialmente el gobierno del shah Isma‘il II (1576-1577) y sus consecuencias, vieron el recrudecimiento de los rumores y las fuerzas políticas milenaristas.[24] Sin embargo, y esto es significativo, tales grupos adherentes a ideologías milenarias ahora estaban en gran medida en contra del estado, generalmente apoyando a los pretendientes que decían ser el shah Isma‘il II milagrosamente retornado de entre los muertos. El más importante de estos episodios data de 1580-1581 (988 AH), cuando un qalandar (o derviche) llamado Muzawwar desafió a los gobernadores regionales safávidas afirmando ser el shah muerto. Este movimiento alcanzó a tener unos 20.000 partidarios, y finalmente fue aplastado de manera brutal por la fuerza militar. Otros movimientos similares aparecieron en los siguientes años, aunque con un apoyo popular más limitado (Savory, 1971: 461-473).

Con el advenimiento del shah ‘Abbas en Irán a fines de los 1580, la atmósfera milenaria allí tomó un giro decididamente diferente. Las primeras décadas del reinado estuvieron marcadas por conflictos entre el shah y una línea resurgente de sufíes heterodoxos, los nuqtavís. Como lo analizó Kathryn Babayan recientemente, el desafío de los nuqtavis fructificó precisamente porque los safávidas pasaron de su insistencia inicial en ghuluww (es decir, las creencias heterodoxas de carácter milenarista, en su caso), a una forma de imamismo que los llevó mucho más cerca de la sharî‘a.[25] Esto significó abandonar el apego a ciertos personajes legendarios o semi-legendarios de la historia islámica temprana como Abu Muslim y Muhammad ibn Hanafiyya, que habían jugado un papel importante en la visión del mundo safávida. Por su parte, los nuqtavís empezaron a afirmar en la década de 1580 que los shah habían perdido su legitimidad y que un elegido de entre sus propias filas sería quien convertiría la “monarquía espiritual” en una forma de verdadera soberanía (pâdishâhî-yi sûrî). Un gran número de qizilbâsh, que ya venía alejándose de la dinastía safávida, se unieron al nuevo movimiento, lo que llevó a una dramática confrontación a principios de la década de 1590.

En un primer intento por resolver las tensiones con los nuqtavís, el shah ‘Abbas llegó a declararse discípulo del poderoso líder nuqtaví, Darvish Khusrau. Sin embargo, esto no fue suficiente para apaciguar a los nuqtavís, quienes comenzaron a afirmar que en el mes muhárram de 1002 (1593), uno de ellos surgiría como gobernante y desplazaría a ‘Abbas. Una vez que el astrólogo de la corte safávida también anunció que la inminente conjunción de Saturno y Júpiter presagiaba la muerte del soberano gobernante, ‘Abbas decidió resolver el asunto de una manera novedosa. Encarceló o ejecutó a la mayor parte de los nuqtavís, pero eligió a uno de ellos, un tal Yusufi Tarkishduz, en quien abdicó el trono. Por lo tanto, el títere Yusufi fue el que realmente se sentó en el trono durante la desafortunada conjunción astral, mientras que el shah ‘Abbas se presentó simplemente como guardián de las puertas del harén. Una vez que la conjunción hubo pasado, después de un reinado de cuatro días en el que se mantuvo a Yusufi bajo estricta vigilancia, lo sacaron, le dispararon y su cuerpo quedó expuesto en el cadalso para que el público lo viera (Babayan, 1993: 48-64). Así, la profecía se cumplió nominalmente; un sultán murió, ¡pero no fue el shah ‘Abbas! En otras palabras, el milenarismo no era un hecho para ser aceptado de manera fatalista, sino un recurso que una monarquía con tendencias centralizadoras y sin términos medios podría utilizar creativamente.

III

El milenarismo era, por lo tanto, una fuerza para tener en cuenta, y una estrategia política potente y compleja en el siglo XVI, no solo en el Mediterráneo sino más al este, incluso en el sudeste asiático, como argumentaré más adelante. Si a veces se usaba para construir un estado, como con el shah Isma‘il, o para consolidar una fase de rápida expansión geográfica, como con el sultán Selim, en otros momentos se utilizaba para desafiar al estado. Antes de profundizar en la India, puede ser útil detenerse un momento para exponer algunos de los elementos sobresalientes comunes del milenarismo islámico que se extendió en el siglo XVI desde el norte de África y los Balcanes hasta el sur de Asia. El problema central, como hemos visto, fue la inminente llegada del milenio. La espera de una figura mesiánica se vinculó a los sueños de un imperio universal, que en el caso otomano quizás se interpretó de manera un tanto literal, pero en otros casos parece tener un contenido más metafórico (se interpreta “universal” como la conquista de un enemigo quien representaba al mismo tiempo un elemento “complementario”). Tal búsqueda de la conquista universal condujo casi inevitablemente a una reinterpretación de la leyenda de Alejandro, el Conquistador del Mundo por excelencia para el mundo islámico en aquella época.

La versión oriental de la leyenda alejandrina, que pasó del siríaco al persa, y fue elevada a su forma clásica por Nizami Ganjawi en su Sikandar Nâma, generalmente reconoció a Alejandro no solo como Conquistador del Mundo sino como Profeta (Sprenger, Shustari y Ali, 1852-1869). Ciertos elementos de la leyenda presentaban una naturaleza clave. Primero está el vínculo de él con Darío, de hecho, su oponente aqueménide en la historia, que ahora es a menudo visto como el medio hermano de Alejandro. Por lo tanto, la guerra entre ellos es fratricida y constituye un paso importante en la afirmación de Alejandro (Sikandar) como monarca universal y conquistador que une los mundos helénico y persa. Darío es derrotado por Alejandro (de ahí que éste reciba la denominación de dârâ-shikan), y en muchas versiones dos traidores entre sus propios hombres lo apuñalan, esperando ganar el favor de Alejandro (en realidad, Darío fue asesinado por un sátrapa en Hecatompylos, en 330 a.C.). Alejandro mata a los dos traidores y visita a Darío moribundo prometiéndole reinstaurarlo en su trono, pero es demasiado tarde. Este par aparece no solo en el Sikandar Nâma, sino también en el Akhbâr-i Dârâb, o Dârâb Nâma, un fantástico ciclo de historias, que sirvió de base para algunas bellas pinturas del período mogol temprano (c. 1580).[26]

Un segundo elemento de la leyenda se refiere a la sabiduría de los signos, ya que Sikandar se presenta no solo como conquistador sino como vidente. Se le atribuyen una serie de tratados en astrología (Fâl-Nâma). La asociación de Alejandro con Aristóteles no dañó su reputación a este respecto. En términos de representación pictórica, este aspecto de la leyenda a menudo se centra en el llamado árbol waqwâq, o el árbol de la isla Waqwaq. Se dice que Alejandro en sus andanzas llegó a esta isla legendaria, en la que a los monos se les había enseñado a barrer casas y buscar madera, donde el oro era tan accesible que los habitantes hacían sus utensilios con ella, y donde un árbol famoso producía frutos semejantes a cabezas de animales y hombres. En la leyenda, es el árbol waqwâq el que advierte a Alejandro de la inminencia de su propia muerte. La ciencia de los signos y la astrología también ayudan a establecer la conexión entre la leyenda alejandrina y otra pieza clave en el tejido textual del milenarismo del siglo XVI. Se trata del Libro de Daniel (o Kitâb-i Dânijâl), que gira en torno al mito apocalíptico de la interpretación del sueño de Nabucodonosor (cf. Valensi, 1987: 59-70). Muy utilizado por los astrólogos de la corte en el siglo XVI, el Libro de Daniel a menudo se combinaba con, o se leía junto a, textos talismánicos y a los textos de Fâl Nâma que se atribuían a Alejandro. También contribuyó a dar vigencia a la equiparación entre el Imperio Universal que se establecería a la llegada del milenio y el Quinto Imperio que emerge de la interpretación de Daniel.

Un tercer elemento de la leyenda es la búsqueda de la inmortalidad y el Agua de la Vida (âb-i hayât) por Alejandro, para lo cual recibe instrucciones no solo de Aristóteles. Su guía en esta búsqueda no es otro que Khwaja Khizr, el profeta inmortal del verdor, quien lo orienta hasta el final del viaje donde Alejandro finalmente fracasa. Khizr, por otro lado, bebe el elixir y logra su inmortalidad. Por lo tanto, representa una especie de iniciador y guía-profeta, a la vez signo de la venida del Reino Eterno; en el norte de la India del siglo XVI y en el imperio otomano, podemos verlo claramente vinculado a las expectativas milenarias islámicas.

Finalmente, un elemento de gran importancia en la leyenda alejandrina oriental es su protección de la “civilización” frente a las fuerzas “bárbaras”. Concretamente, este es el episodio que se repite en la mayoría de estos textos donde Alejandro (Sikandar) construye un muro de cobre en el borde del mundo para defender a la civilización de las depredaciones de Gog y Magog (ŷajûj wa majûj), otras figuras que permiten rastrear conexiones con el Antiguo Testamento. Sin embargo, el punto crucial que subyace en la leyenda no debe olvidarse. El destino de Alejandro es establecer no solo un reino universal, sino un reino del islam, y Gog y Magog son, por lo tanto, los enemigos del islam. Asimilado a la figura tenue del Zu’lqarnain (“el de los dos cuernos”) en el Corán, Alejandro es, por lo tanto, para los autores persas, indo-persas y otomanos un modelo del islam persa.[27]

También podemos seguir brevemente la trayectoria de la leyenda alejandrina en el sudeste asiático. En el caso de Aceh, vemos la producción del Hikayat Iskandar Zulkarnain en varias versiones malayas que datan de finales del siglo XVI y principios del XVII, y un intento bastante explícito de asimilar la leyenda a la figura del célebre sultán Iskandar Muda (r. 1607-1636), cuyo título y grandioso patrocinio a estos textos (algunos basados explícitamente en modelos mogoles) cuentan su propia historia. En otra parte, Denys Lombard ha analizado este texto con cierto detalle y también lo ha colocado en una perspectiva comparativa al relacionar sus ambiciones conquistadoras con las de los Viajes del eunuco Sun Bao (relatos sobre el almirante chino Zheng He) y Los lusíadas de Camões (Lombard, 1993: 173-186). Concluye que este texto representa el comienzo de un ordenamiento diferente del espacio en el mundo malayo y plantea, a su vez, que puede estar relacionado con una concepción emergente del individuo y de la agencia en las ciudades comerciales del pasisir y otros lugares. Más adelante en el mismo siglo, en la corte de Arakan, Sayyid Alaol escribió en bengalí una versión del Sikandar Nâma. Esta versión retrata a Sikandar como protagonista de un islam vigoroso y totalmente intransigente, que se compara con el patrón de Alaol, el príncipe mogol shah Shuja‘. En la corte de Arakan las crónicas se escribieron en pali, pero se usaba el persa, y el bengalí era el idioma principal de la expresión literaria; así, ha escapado a la atención académica en su mayor parte porque cae entre las grietas que delimitan los estudios de área. Sin embargo, es muy posible que aquí, en los bordes incómodos de nuestras categorías, podamos encontrar pistas importantes que nos ayuden a definir los elementos clave de la conectividad y la transmisión que caracterizan la historia primera modernidad. Después de todo, Arakan también fue un jugador en la red de política interestatal en control de las reliquias budistas en los siglos XVI y XVII. En Arakan, como en Kandy o en la Baja Birmania, tales artefactos y su circulación fueron fundamentales para la definición de la legitimidad del estado, y explican el frecuente intercambio de embajadas, reliquias y sabios monjes budistas entre el sudeste asiático y Sri Lanka.[28]

¿Cómo debemos leer estos materiales en el contexto de una noción más amplia de lo que constituye la historia moderna? Claramente, tenemos la posibilidad de plantear tales preguntas en el contexto de un modelo comparativo en el que los estados individuales operan como bloques de construcción. Por lo tanto, podemos tomar, por ejemplo, la síntesis propuesta por el sociólogo comparativo Jack A. Goldstone (del cual Lieberman se nutre), donde aparece un tratamiento sobre “Ideología, marcos culturales, luchas revolucionarias y reconstrucción del estado” (Capítulo 5), que presenta al lector un modelo de análisis donde el “desmantelamiento del estado”, a menudo acompañado de movimientos milenarios, es el resultado de un desequilibrio malthusiano entre población y recursos a partir de una serie de estados diseñados de manera autónoma. Por lo tanto, la presión demográfica conduce a una crisis fiscal, la crisis fiscal a conflictos dentro de la élite, y estos interactúan con los disturbios populares (centrados inevitablemente en la escasez de alimentos) para producir ideologías de “rectificación y transformación” (Goldstone, 1991).

Además, y más curiosamente, el mundo moderno para Goldstone se divide prolijamente en dos subconjuntos, las sociedades que operan con marcos “escatológicos” y aquellas que lo hacen con marcos “cíclicos”. Concluye, además (pp. 447-448), que solo Irán dentro del mundo islámico se adhirió a “una tensión escatológica”, el chiismo, y que, de otro modo, el “elemento escatológico fue una innovación de la cultura judeocristiana”. Goldstone no saca ninguna conclusión importante de esto para su modelo, que después de todo está construido en base a un materialismo mecanicista que hace que Maurice Cornforth parezca un relativista cultural. Sin embargo, la caracterización es importante en sí misma como una forma de analizar los marcos ideológicos de la primera modernidad. Y, no hace falta agregar, que el mayor esfuerzo de nuestra lectura ha ido en el sentido de argumentar a favor de la contaminación de categorías tan ordenadas: lejos de ser un simple prisionero de la visión cíclica de Muqaddimâh de Ibn Khaldun (como Goldstone afirma sin rodeos), la versión otomana del milenarismo del siglo XVI tenía importantes coincidencias con Irán, India y el Mediterráneo cristiano, por no hablar de algunas partes del sudeste asiático continental e insular.

IV

Retomando el argumento, existieron en la Eurasia de la primera modernidad varias esferas de circulación de mitos poderosos y construcciones ideológicas relacionadas con la formación del estado, los que a menudo trascendieron los límites definidos retrospectivamente por los estados nacionales o los estudios de área. ¿Cómo se desarrollaron estos mitos e ideas?, y los canales por los que circulaban ¿también sirvieron como diques de contención para el surgimiento de otras “tecnologías”? Antes de entrar en esta pregunta es imperativo tener en cuenta que nuestro propósito no es negar la noción de diferencia y reducir el paisaje euroasiático a un terreno uniforme. Incluso si aceptáramos la pintoresca formulación de Frank Perlin de Eurasia como un “paisaje ininterrumpido” antes de 1900, esto no significaría que entendamos la continuidad (la no interrupción) y el cambio (la diferencia) como antónimos (cf. Perlin, 1994).

Mi propósito aquí es más complejo. Es, en primer lugar, desplazar las bases de discusión de la concepción altamente materialista de Lieberman (donde solo cuentan la expansión agrícola, el intercambio comercial, las armas de fuego, los métodos fiscales y las ideologías funcionales) a una concepción bastante más amplia de la historia moderna. Esto refleja en parte mi preocupación como historiador de la economía sobre el uso más bien arrogante del materialismo por parte de colegas, que constantemente se escabullen para encontrar Revoluciones de Precios y pequeñas Edades de Hielo, solo porque estaban de moda hace veinte años en la historiografía europea. El hecho es, como lo mostraba hace algunos años el simposio sobre la “crisis del siglo XVII” en Asia en esta revista (vol. XXIV, No. 4, 1990), que la mayor evidencia presentada por W. S. Atwell, Anthony Reid y John Richards de tal “crisis” es la evidencia tradicional de una crisis política a nivel estatal.[29] Los intentos de vincular esto con motores materialistas gigantescos nos remiten más a Rube Goldberg que a cualquier forma reconocible de ciencia social.

¿Qué subyace a estos materialismos? Existe, en primer lugar, la opción del determinismo geográfico: algunos estados son demasiado pequeños, otros demasiado grandes, otros tienen montañas al norte, algunos al sur, otros son islas, etc. Dado que tales argumentos se utilizan de manera inconsistente y oportunista en su mayor parte, al conocerse el resultado, obviamente queda mucho margen de maniobra una vez que se ha eliminado la geografía. La segunda es la explicación cultural residual, del tipo favorecido por Weber, y que todavía actúa como el fantasma en muchas máquinas.* En este caso, el “fracaso” en lograr ser lo mismo [ser como] (siendo Europa occidental el referente, naturalmente) finalmente se coloca a las puertas de la “cultura” porque no existe otra explicación. Hay, por supuesto, una profunda circularidad en este tipo de razonamiento, ya que no hay dos culturas iguales por definición.

Tomar como punto de partida la noción de conectividad posiblemente nos lleve por un camino diferente. Después de todo, incluso dentro de una “sociedad,” como sea que la definamos, las subunidades constitutivas se comportan de manera diferente en el tiempo histórico, no solo en el sentido de mejor y peor, sino en el sentido de supervivencia y eliminación, o más simplemente de producción de diferencia. Así, cuando la inflación golpeó a España en la última parte del siglo XVI, no todos los sectores de la sociedad española se vieron igualmente afectados por sus efectos negativos; algunos pudieron incluso haber mejorado su situación como consecuencia. Es probable que las diferencias regionales y sociales hayan afectado la respuesta y la creación de este fenómeno.[30] En cierto nivel, el fenómeno global de los flujos de metálico amplifica y vuelve más problemático lo que podemos ver en Iberia. El alcance de las variantes regionales y sociales, así como sus consecuencias en términos de la redistribución de la riqueza resultan más complejos, sin alterar por completo la naturaleza del fenómeno.

El nacionalismo nos ha cegado ante la posibilidad de la conexión, y la etnografía histórica, ya sea en una de sus variantes occidentales del alto Orientalismo o practicada en Oriente, ha ayudado e incitado este desafortunado proceso. El impulso de tal etnografía siempre ha sido enfatizar la diferencia, y especialmente la superioridad posicional del observador sobre lo observado (excepto en situaciones particulares donde el observador “colonizado” había internalizado los valores del otro, y se encontró a sí mismo y a su propia sociedad carentes según esos parámetros).[31] Al mismo tiempo, esta misma etnografía fue el producto de ciertos fenómenos característicamente modernos como la intensificación de los viajes, el deseo de mapear el mundo en su totalidad, y la necesidad de ubicar a cada “especie” humana en su nicho separando lo civilizado de lo incivilizado, o distinguiendo diferentes grados de civilización.

Contrariamente a lo que a veces se sostiene, no veo estos fenómenos como productos peculiares de la expansión europea, aunque los europeos occidentales a menudo estaban en una mejor posición que otros, empíricamente hablando, para llevarlos adelante. Sin embargo, casi cualquier proceso de construcción del imperio en la modernidad también fue un proceso de clasificación, de identificación de la diferencia, ya sea para preservarla (como en el caso del sistema judicial del millet otomano) o para promover una misión civilizadora de aculturación. La ola posmodernista en las ciencias sociales persiste en el error de identificar este impulso de definir, describir y clasificar (y eventualmente diferenciar) con la Ilustración europea, pero de hecho existía fuera de Europa y antes de este movimiento intelectual. Incluso hoy en día nos encontramos, en parte, sus víctimas, y sería absurdo sugerir que podríamos deshacernos de esta pesada herencia por un simple acto de voluntad. Dada la naturaleza fragmentaria del acceso al conocimiento, cada uno de nosotros está condenado en mayor o menor medida a los estudios de área. Permítanme terminar, por lo tanto, con la petición, una vez más, para que no solo comparemos desde dentro de nuestros compartimentos, sino que dediquemos tiempo y esfuerzo a trascender estas divisiones, tanto en la elaboración de la comparación como en la búsqueda de los hilos a veces frágiles que conectaban el mundo, incluso por entonces cuando el globo terráqueo llegó a ser definido como tal. Esto no apunta a negar la voz a aquellos que de alguna manera estaban “fijos” en coordenadas físicas, sociales y culturales, que únicamente habitaban “localidades” en el período de la primera modernidad, y a quienes podríamos buscar con nuestros intrépidos machetes analíticos.[32] Pero si alguna vez llegamos a “ellos” por otros medios que no sean la arqueología, lo más probable es que los encontremos conectados a alguna red, a algún proceso de circulación.

Agradecimientos

Agradecemos al autor haber permitido la traducción y publicación de su original: Subrahmanyam, Sanjay (1997). “Connected Histories: Notes Towards a Reconfiguration of Early Modern Eurasia”, Modern Asian Studies, Vol. 31, Núm. 3, pp. 735-762.

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Notas

[1] Este artículo fue originalmente preparado para el seminario, “El contexto eurasiático de la historia moderna del sudeste del Asia continental, c. 1400-1800”, en el Centro de Estudios del Sudeste Asiático, SOAS, 22-24 de junio de 1995. Una versión preliminar fue presentada en un seminario en la Universidad de Leiden en mayo de 1995. El autor agradece a Peter Carey, W. G. Clarence-Smith, Jos Gommans y David Wyatt por sus comentarios y valiosas reflexiones.

La actual publicación es traducción de: Subrahmanyam, Sanjay (1997). “Connected Histories: Notes Towards a Reconfiguration of Early Modern Eurasia”, Modern Asian Studies, Vol. 31, Núm. 3, Special Issue: The Eurasian Context of the Early Modern History of Mainland South East Asia, 1400-1800, pp. 735-762.

[2] Todas las referencias bibliográficas fueron revisadas y actualizadas por el autor. Entre corchetes se incluyen notas de la traductora.
[3] Sin embargo, el proyecto de Lieberman representa, al menos desde mi punto de vista, un avance considerable respecto de su marco conceptual previo sobre el “ciclo administrativo” (Lieberman, 1984).
[4] Cf. el importante y relativamente reciente trabajo sobre Timur de Beatrice Forbes Manz (1989).
[5] Ver, en este contexto, la colección de ensayos editada por Claudine Salmon (1996); y en especial los trabajos (semi-ficcionales) sobre Japón (Kosugi, Satake y Pigeot, 1993).
[6] La historia de la “antropología temprana” obviamente necesita de revisión, así como los presupuestos implícitos de trabajos pioneros, pero desactualizados, como los de Margaret T. Hodgen (1964). La importante obra de Anthony Pagden (1982) aporta profundidad al análisis, pero no produce un cambio de perspectiva.
[7] Para tener una idea de las complejidades de esta relación a través de un cuidadoso estudio de caso ver el artículo de Joseph Fletcher (1986: 11-50).
[8] Además de los trabajos frecuentemente citados (y criticados) de Alfred Crosby (1972), ver la ambiciosa síntesis de Richard Grove (1994) que presta mucha más atención a Asia que Crosby.
[9] Una excepción es Geoffrey Parker (1995: 245-266).
[10] Para este contexto ver el útil ensayo de Cemal Kafadar (1989: 121-150), quien a su vez recupera a Natalie Zemon Davis (1986: 53-63).
[11] Esta idea fue planteada con fuerza por Frank Dikotter (1995).
[12] Mi libro The Portuguese Empire in Asia, 1500-1700: A Political and Economic History (1993) se inspiró en parte en la obra de Bayly. Hay, por supuesto, una serie de puntos divergentes, tanto estilísticos como sustantivos.
[13] Desde una perspectiva diferente, esto va en paralelo a las observaciones realizadas sobre el estudio de los sistemas medicinales por Francis Zimmermann (1995).
[14] Ver una exposición anterior, con más fundamento empírico (Subrahmanyam, 1990: cap. 4).
[15] He desarrollado estos temas en mayor extensión en otra parte (Subrahmanyam, 1999: 47-85).

* La edición original de este artículo define esta figura como portugués, aunque se trató de un jesuita catalán formado en Portugal [N. de T.].

[16] Se trata de una carta datada en diciembre de 1574.
[17] Existe una discusión más extensa (Subrahmanyam, 1994: 89-101).
[18] En este sentido, las ramificaciones sociales, ideológicas y políticas del movimiento Mahdawi en el norte de India en el siglo XVI son analizadas en el trabajo de Derryl Maclean (2003: 150-168).
[19] Cf. una importante nueva interpretación por Luís Filipe F. R. Thomaz (1994).
[20] Ver el importante ensayo de Cemal Kafadar (1991: 381-400).
[21] Ver, por ejemplo, Richard L. Kagan (1990) y el anterior libro de Donald Weinstein (1970).
[22] La mejor discusión hasta el momento sobre el Irán de principios del siglo XVI es la de Jean Aubin (1988: 1-130). Mi exposición sobre el shah Isma‘il recupera en buena parte este ensayo exhaustivo y bien documentado, aunque también vale la pena consultar varios de los ensayos incluidos en Jean Calmard (ed.) (1993).
[23] Otros versos se pueden encontrar en Tourkhan Gandjei (1959).
[24] Existe una breve reseña sobre este reino y el intento de rehabilitar la reputación de su gobernante (Mazzaoui, 1990: 49-56).
[25] En efecto, mi discusión aquí retoma en gran medida la tesis doctoral de Kathryn Babayan (1993) de la que hay una versión revisada (2003).
[26] El Dârâb Nâma en cuestión es el de Abu Tahir ibn Hasan Musa al-Tarsusi, Museo Británico, Londres, MSS. Or. 4615. Dos pinturas que representan un dragón tragándose al shah Ardashir y la isla de Nigar aparecen reproducidas en la obra de Stuart Cary Welch (1978: 48-51).
[27] He seguido de cerca la síntesis de Mohammad Wahid Mirza (1935: 200-201); pero también ver el trabajo de Peter Gaeffke (1994: 275-284), quien se basa en el texto de Ahmad Sharif (1977).
[28] Cf. una exploración de los rituales budistas en torno a la reliquia del diente sagrado de Kandy y su relación con la formación del estado (Seneviratne, 1978). También, ver los trabajos de Charles E. Godakumbura (1966: 145-162) y de Catherine Raymond (1995: 469-501).
[29] El trabajo más sugerente de toda la colección es el de Niels Steensgaard (1990: 683-697). Es curioso que la inspiración detrás de esta ola “revisionista” en los estudios de historia moderna asiática haya sido en particular el debate inconcluso, y a veces sumamente descabellado, sobre la Europa del siglo XVII, para lo cual ver la obra editada por Geoffrey Parker y Lesley M. Smith (1978).

* Con “the ghost in many machines”, el autor hace referencia a una lectura crítica del dualismo mente-cuerpo de Descartes por el filósofo Gilbert Ryle de mediados del siglo XX. Subrahmanyam lo utiliza de forma metafórica para describir la presencia inmanente de esta lectura en análisis de orden materialista contemporáneos a la escritura del artículo. [N. de T.]

[30] Carla Rahn Phillips (1979: 71-75, passim) presenta un estudio de caso detallado. Demuestra que la “élite burocrática” de esta zona invirtió en tierras, aprovechando que los pequeños propietarios se veían forzados por la crisis a vender las suyas.
[31] Para una excelente (si bien dispar) colección de artículos sobre estos asuntos, ver el volumen editado por Stuart Schwartz (1994).
[32] Cf. en este contexto los pertinentes comentarios de David Ludden (1994: 1-23).
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