Elena C. Scirica
Universidad de Buenos Aires
Universidad Nacional de las Artes
(Argentina)
El proceso de cambios que experimentó Argentina en los años sesenta implicó, entre otros aspectos, modificaciones en la vida cotidiana, en los modelos familiares, en los roles de género y en la moral sexual. Al respecto, este artículo analiza el modo en que dos núcleos laicos católicos autodefinidos como tradicionalistas enlazaron su estrategia contrarrevolucionaria con la defensa de la familia “natural” y la autoridad paterna. Para ello, analiza los fundamentos discursivos de los hombres aunados en la revista Cruzada –quienes luego constituyeron la Sociedad Argentina de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad (TFP)– y de aquellos ligados al boletín Verbo, órgano de difusión de la Ciudad Católica (CC). En esta aproximación, que incluye un análisis comparativo, se plantea que su postura reactiva a la modernidad no ocluyó la creación de novedosos dispositivos contrarrevolucionarios. Al mismo tiempo, tampoco omitimos las paradojas que generó el protagonismo del laicado en el proceso de secularización católica, en tanto merma de la autoridad eclesiástica. Esto remite, a su vez, a las complejidades y ambigüedades de los procesos de cambio que usualmente se han identificado con la modernización.
Palabras Clave: Cruzada; Verbo; familia; secularización católica; anticomunismo
The process of changes that took place in Argentina during the 1960s implied, among other aspects, transformations in daily life, family models, gender roles and sexual morality. In this regard, this article analyzes the way in which two lay groups of Catholic Church self–defined as traditionalists linked their counterrevolutionary strategy with the defense of “natural” family and paternal authority. To achieve this goal, it focuses on the discursive representations of men in the magazine Crusada –who later constituted the Argentine Society of Defense of Tradition, Family and Property (TFP)– and Verbo, organ of Catholic City (CC). This comparative analysis highlights its reactive posture to modernity which did not occlude the creation of innovative counterrevolutionary devices. The paradoxes generated by the role of the laity in the process of Catholic secularization- and at the same time, in undermining ecclesiastical authority- have not been left out. This also refers to the complexities and ambiguities of the processes of change that have usually been identified with modernization.
Keywords: Cruzada; Verbo; family; catholic secularization; anticommunism
Los embates desarrollistas en la Argentina de los años sesenta estuvieron atravesados por recurrentes crisis cíclicas, conflictos sociales, tensiones políticas y mutaciones culturales. Sobre todo en las grandes ciudades, donde se visibilizaron mayores cambios en la vida cotidiana, en las relaciones entre géneros, en la moral sexual y en los modelos familiares. Estas prácticas estuvieron acompañadas por la emergencia de culturas juveniles –principales protagonistas de los impulsos innovadores–, así como por un creciente protagonismo de las mujeres en los espacios públicos. Aspectos, todos ellos, asociados en forma habitual con un mentado proceso de modernización sociocultural frente al cual –se ha postulado– reaccionaron con vigor sectores tildados de reaccionarios o integristas. Al respecto, este artículo aborda el modo en que dos núcleos laicos anticomunistas, autodefinidos como tradicionalistas, enlazaron su estrategia contrarrevolucionaria con la defensa de la familia “natural” y la autoridad paterna. Así, analizaremos los fundamentos discursivos de los hombres aunados en la revista Cruzada1 –que a la postre constituyeron la “Sociedad Argentina de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad” (TFP)– y de los aglutinados en torno del boletín Verbo, órgano de enlace de Ciudad Católica (CC). En este tratamiento realizaremos un análisis comparativo que incluye una proyección trasnacional, pues ambos grupos establecieron vínculos o constituyeron ramificaciones de emprendimientos semejantes de otros países. ¿Qué similitudes o diferencias presentaron ambos círculos en sus perspectivas sobre la familia, las relaciones de género y el lugar asignado a lo femenino y masculino? ¿Qué estrategias propusieron en pos de su cometido? ¿Sus discursos y prácticas fueron meros estertores del pasado llamados a ser superados? O, tal vez, ¿se articularon con otras voces y planteos presentes en la época, en la que no puede considerarse que hubiera un rumbo de cambios predefinido?
A partir de estos interrogantes, en este artículo planteamos, a modo de hipótesis, que su declamada postura reactiva a la modernidad –a la cual asociaban con la autonomía de los sujetos respecto de una “Verdad” trascendente cuyo dogma emanaba de la Iglesia Católica Apostólica Romana– no ocluyó la creación de dispositivos contrarrevolucionarios que ampliaron la autonomía del laicado. Así, ese protagonismo en el manejo de los asuntos “temporales” pudo haber contribuido, paradojalmente, a cierto proceso de secularización católica, en tanto merma de la autoridad eclesiástica.
Para analizar estas problemáticas, primero retomaremos en forma sucinta los sentidos atribuidos a la modernización y su empalme con la secularización. Después haremos una mención a los “años sesenta” para luego abordar las bases religiosas y las consecuentes perspectivas sobre la familia y los roles de género postulados en Cruzada y Verbo –principal corpus documental de este trabajo– situándolos en el escenario político, social y cultural argentino. Ello nos permitirá reflexionar sobre el modo en que estos núcleos establecieron un paralelismo o extensión entre orden familiar y orden social, así como también sobre el modo en que el género –en tanto conocimiento sobre las diferencias sexuales producido por las sociedades– opera como un aspecto central de las relaciones de poder (Scott, 1990).
La noción de “modernización” –tanto en su cualidad de proceso de cambio efectivo como en su acepción de teoría de análisis sobre la evolución de las sociedades contemporáneas– adquirió enorme relevancia en las décadas de 1950 y 1960, al fragor de la Guerra Fría y los procesos de descolonización. Para ese entonces, las consideraciones sobre las posibilidades y condiciones de cambio social por una vía no revolucionaria alentaban perspectivas optimistas en organismos internacionales, equipos gubernamentales y cientistas sociales. Sobre todo de los países noroccidentales, a los que tomaban como referentes empíricos de dicho proceso. En parte tributario de formulaciones iluministas, en parte alumbrado por concepciones decimonónicas imbuidas de la idea de progreso, grosso modo se trataba de una tesis o paradigma de desenvolvimiento de las sociedades que contemplaba pasajes desde un primigenio estadio tradicional –de base rural, agraria, preindustrial, articulado con lazos jerárquicos, comunitarios, normas de acción prescriptivas y fundamentos mágicos o religiosos– hacia una pujante sociedad moderna y desarrollada –urbana, industrial, tecnificada, pluralista, democrática, fundada en acciones electivas y racionales de individuos autónomos– con estructuras diferenciadas y especializadas que tomaban distancia de los marcos de creencias tradicionales.2 En este derrotero, se consideraba que el despliegue del pensamiento racional y científico, junto al avance material, ocasionarían un declive de la ligazón con el pasado, así como con sus instituciones, prácticas y cosmovisiones religiosas. De tal guisa, los estudios sociológicos de los años sesenta establecían un vínculo directo entre modernización y secularización.3
Ese consenso se nutrió tanto de análisis previos –entre los que sobresalían las tesis weberianas sobre el “desencantamiento del mundo” operado a partir de la supresión de creencias mágicas o misteriosas– como de la confianza en que la pérdida del “dosel sagrado de las sociedades”4 desplazaría a las instituciones y símbolos piadosos, a la vez que anularía los presupuestos religiosos en la interpretación del mundo y las prácticas concomitantes a ellos.
Esos postulados, sin embargo, debieron ser revisados a la luz de la pervivencia, revitalización e incluso surgimiento de nuevas creencias y hábitos devotos en las últimas décadas, amén de los actuales embates fundamentalistas.5 Al respecto, resulta apropiado el interrogante planteado por José Casanova (2007), atinente a
en qué medida es posible disociar las reconstrucciones analíticas de los procesos históricos de diferenciación de las sociedades occidentales europeas de las teorías generales de la modernidad que establecen la diferenciación secular como proyecto normativo o requisito global para todas las sociedades ‘modernas’ (p. 3).
Reflexión que remite al carácter etnocéntrico y europeísta de ese enfoque, así como a los designios universales del proyecto del estructural funcionalismo que, en términos macro, contenía la misma teoría de la modernización. Además de que conlleva el riesgo de presuponer un sentido evolutivo y teleológico de la historia, apologético del derrotero liberal occidental (Acha, 2012). De allí la importancia de abordar la problemática a partir del estudio específico de cada caso sin considerar que necesariamente tenía un rumbo pautado de antemano.
¿Tiene sentido, entonces, remitir a la secularización? Consideramos que sí, siempre y cuando se la adopte no como marco teórico prescriptivo sino como una herramienta conceptual para la formulación de interrogantes y la problematización de los análisis históricos. Lo cual implica considerar su complejidad y su cualidad inherentemente “conflictiva” (De la Cueva Merino, 2015). Ello tanto porque lo es en los debates académicos contemporáneos, como por el hecho de que también lo fue en el pasado. Cuestiones a las que contribuyeron tanto las expectativas –positivas o negativas– adscriptas a la secularización, como la multidimensionalidad del fenómeno y la ambigüedad con la que se empleó el término. Según deslindó Karel Dobbelaere (1981), una importante dimensión del vocablo refiere a la diferenciación de esferas “seculares” que, en forma progresiva, se autonomizan de los valores, orientaciones e instituciones religiosas.6 Desde esta perspectiva, signada por la experiencia histórica de la cristiandad católica europea, se ha enfatizado en la importancia de la reforma protestante, el consecuente pluralismo religioso y la constitución de espacios y campos autónomos (vg. política, ciencia, economía, etc.) regidos por sus propias racionalidades. Así, la religión institucionalizada pierde su capacidad para regular el ordenamiento mundano y pasa a competir con otras esferas que también brindan sentido a las conductas humanas y a la vida en sociedad, lo que se articula con la
desacralización o desencantamiento del mundo.
Junto con ese horizonte interpretativo, otro nivel de análisis remite a la secularización interna u organizacional. Es decir, el proceso de cambios que se produce en las confesiones religiosas, ya sea por rechazo, reacción o adaptación frente a los nuevos escenarios. Lo cual incluye la redefinición –o merma, según algunos analistas– de la autoridad religiosa dentro de las mismas organizaciones confesionales (Chaves, 1994).7 Finalmente, al fragor de estos procesos, Dobbelaere también ha indicado una tercera dimensión, concerniente a un declive de las creencias y prácticas religiosas individuales.
Más allá de la identificación de esos tres niveles –ubicados en los planos societal, organizacional e individual, respectivamente–, también se ha subrayado la tendencia a la “privatización” de la religión. Esto es, una retirada desde el ámbito público hacia el privado, consecuente con el pasaje de su otrora función estructuradora a otra meramente inspiradora a nivel individual (Luckmann, 1973 y Berger, 1971). Pero esta perspectiva ha generado polémica, al punto de que investigadores contemporáneos postulan que en la actualidad se asiste a un proceso de “desprivatización” de la religión (Casanova, 2007).
Estas acotadas y sintéticas menciones, que visibilizan el carácter complejo y problemático de la secularización, también evidencian la necesidad de resituar su análisis. Con ello aludimos al corrimiento de la perspectiva estrecha, teleológica y eurocéntrica inherente a la díada modernización–secularización como norma prescriptiva universal. En su lugar, se presenta más enriquecedor el abordaje de las contingencias históricas de los procesos de recomposición de lo religioso al fragor de las transformaciones operadas en las sociedades (Hervieu-Léger, 2004). 8
La mención de los años sesenta suele evocar una época de cambios significativos en los planos políticos, sociales, económicos y culturales, incluyendo los cánones estéticos y artísticos, además de las transformaciones en la vida cotidiana. Esa evocación, pues, no remite a una década en el sentido cronológico estricto. En una perspectiva amplia, algunos autores delimitaron esos años tomando como parámetros el auge de los movimientos de descolonización y la revolución cubana en América latina, acompañado por la emergencia de movimientos contestatarios en las urbes de las grandes metrópolis (Cossalter, 2017; Jameson, 1997; Mendoza, 2016). Para ese enfoque, el período se inauguró en los años cincuenta y se extendió hasta comienzos de los setenta, cuando se opacaron o desvanecieron las perspectivas liberadoras precedentes. Horizontes liberadores que, no obstante, se habían desplegado a la par de la transnacionalización de la economía y la cultura.
En alusión a esos años, en su estudio sobre los escritores intelectuales latinoamericanos y la relación cultura-política, Claudia Gilman (2003) apeló a la noción de “época” para referirse a una particular convergencia de “coyunturas políticas, mandatos intelectuales, programas estéticos y expectativas sociales” (p. 36). Pero dentro de ese magma, amplio y difuso, se produjeron importantes desplazamientos signados por singularidades y especificidades locales. Para el caso argentino, en un ya clásico estudio sobre el surgimiento de una nueva izquierda intelectual, Oscar Terán (1993) se refirió a los “sesenta” como el período comprendido entre 1956 y 1966, años marcados por la apertura del “campo cultural” tras la deposición del gobierno peronista, hasta su clausura con el golpe de Estado que dio origen a la autodenominada “Revolución Argentina”. Así, su delimitación temporal quedó estampada por acontecimientos político institucionales, en la medida en que –consideró con sagacidad– “las condiciones de la producción intelectual destinadas a dar cuenta de la realidad nacional fueron altamente sensibles a los acontecimientos políticos (…) la política se tornaba en la región dadora de sentido” (p.12). En ese decurso, Terán (1993) reconoció la presencia de un proceso de “modernización” coartado por los sectores “tradicionalistas” (pp. 149-172). Es decir, por núcleos portadores de una “sensibilidad integrista” y un discurso “reaccionario” con antecedentes en el “venero antimodernista del catolicismo” que podrían haber permanecido como “piezas extemporáneas”. Pero –sostuvo– no lo fueron en la medida en que ganaron predicamento en esferas de poder y, específicamente, en las Fuerzas Armadas atemorizadas ante el avance del comunismo, al cual oteaban detrás de todas las tendencias que corroían los valores y jerarquías establecidas, socavando así las bases del ser nacional. Estas consideraciones, secundarias en lo atinente al propósito rector de su obra, habilitan retomar el planteo de la disyuntiva modernización versus tradicionalismo. En efecto, si bien el empleo de esas categorías puede oficiar como una herramienta metodológica que presenta bocetos y pistas de análisis, conlleva también supuestos analíticos que, como antes señalamos, ameritan ser problematizados teniendo en cuenta que la trama no estaba claramente circunscripta ni predeterminada de antemano. Estudios actuales referidos a la vida cotidiana han evidenciado que “las expectativas y horizontes transformadores se entrecruzaron e interactuaron con formas sedimentadas de conservación y reforzamiento del statu quo genérico, sexual y familiar” (Cosse, Felitti y Manzano, 2010, p.10). De allí que las innovaciones, ya fueren fruto de nuevos impulsos o de la visibilización o potenciación de otros precedentes, se forjaron al calor de amplios debates que evidenciaron temores y búsquedas de imposición de sentido. Nos referimos, así, a los dilemas planteados por la percepción de cambios en la vida cotidiana, en los modelos familiares, en las relaciones entre géneros y en el creciente lugar ocupado por las mujeres en el espacio público. Cuestiones y prácticas vivificadas sobre todo en los sectores medios de las grandes ciudades, donde se extendían, con diferente alcance, las nuevas pautas de sociabilidad y consumo al fragor de los impulsos desarrollistas. En particular, entre los y las jóvenes que, en forma creciente, desplegaban formas identitarias específicas autonomizadas de las de las generaciones precedentes. No resulta casual que estos sectores hayan sido los principales destinatarios de las políticas de control social impulsadas desde el Estado y propiciadas por grupos conservadores con incidencia en medios de comunicación, partidos políticos y organizaciones civiles, amén de las asociaciones y dispositivos del catolicismo, con las cuales se suele asociar en forma exclusiva a los guardianes de la moral (Felitti, 2009; Manzano, 2009 y 2010). Asociación atendible, no obstante, si se tiene en cuenta que la Iglesia Católica ha tenido un lugar central en el espacio político y social argentino. Así –tal como sintetizó Juan Cruz Esquivel (2013), en sintonía con Fortunato Mallimaci–, su empeño en erigirse como fuente dadora de valores trascendentes para la nación, su renuencia a desligarse de asuntos que otrora estuvieron bajo su control e injerencia, su despliegue de mecanismos para cristianizar la sociedad y materializar su presencia activa en el espacio público, junto con el reconocimiento, por parte de los poderes políticos, de su importancia para garantizar la gobernabilidad, contribuyeron a que no se produjera una reclusión de lo religioso a la esfera privada, tal como habían vaticinado las primigenias teorías de la secularización.
En estas circunstancias, la familia constituyó el foco de encendidos debates. Al respecto, diversos investigadores han puntualizado su cualidad como objeto polémico, en tanto espacio de experiencia efectiva para cada sujeto, pero a la vez objeto de conocimiento y de políticas públicas en torno de las cuales numerosos agentes –Estado, Iglesia católica, asociaciones civiles, medios de comunicación, entre otros– buscaron –y buscan– intervenir con orientaciones prescriptivas y performativas (Vázquez Lorda, 2007). Lo cual recuerda que el formato y los modelos familiares devienen de procesos de construcción socio-histórica, dentro y a través de los cuales se articulan formas de poder que buscan objetivarse y naturalizarse (Scott, 1990).
Como es sabido, el golpe de Estado de septiembre de 1955 inauguró una nueva etapa en la Argentina (Spinelli, 2005). Los protagonistas de la insurrección cívico-militar calificaron de totalitario al régimen depuesto y aspiraron –sin éxito– a borrarlo de la escena política. Sin embargo, traspasado el umbral de acuerdo básico –el derrocamiento de Perón– la heterogeneidad de las fuerzas políticas e ideológicas del conglomerado triunfante resultó evidente. Una expresión de ello, en términos institucionales, fue la renuncia del presidente provisional Eduardo Lonardi –de orientación nacionalista católica– y su reemplazo por el general Pedro Eugenio Aramburu, de tendencia “liberal”. En el escenario de proscripción e incertidumbre política que acompañó las disyuntivas de esos años, diversos actores sociales y miembros de los equipos gubernamentales apelaron a la Iglesia para paliar su déficit de legitimidad (Giorgi y Mallimaci, 2012; Valobra, 2013). Al mismo tiempo, desde diversos espacios del catolicismo –cuyo ahínco militante se había reforzado al fragor de su actuación en los comandos civiles frente al “ataque a la familia” y los arrebatos anticlericales que acompañaron los últimos meses del gobierno depuesto– surgieron nuevos emprendimientos aglutinados en torno de soportes impresos que obraron como medio de encuentro, socialización y articulación de perspectivas. Entre ellos, tras la deposición de Lonardi, en diciembre de 1955 salió a la luz la revista Combate, cuyo mentor fue el pensador nacionalista Jordán Bruno Genta. Su primer editorial indicaba que “Conscientes de la descomposición masónica y comunista que ya amenaza la existencia misma de la Patria, nosotros, católicos, nacionalistas y jerárquicos, emprendemos la lucha por Cristo y por la restauración de la Patria en Cristo”.9 En junio del año siguiente comenzó sus ediciones el semanario Azul y Blanco, presidido por Marcelo Sánchez Sorondo. Diferenciándose de la orientación gubernamental, el impreso puntualizaba que “hoy el país se nos aparece dividido, partido en dos sectores sociales antagónicos e irreconciliables”, frente a lo cual apostaba “Por una nueva fraternidad entre los argentinos han de luchar los católicos en esta hora sombría de la vida nacional. Una fraternidad que no puede ser sino cristiana, sino católica, porque católica es la religión de nuestro pueblo”.10 Un mes después, en julio de 1956, apareció el primer número de Cruzada. Sus redactores se presentaban como “católicos y argentinos (…) buscamos la supremacía de la Verdad, y queremos para [la patria] una política de contenido popular, que se adhiera a la esencia del ser nacional y se confunda con las más prístinas tradiciones; una política católica que deje a salvo los derechos de Dios y de su Iglesia, y estructure la ciudad cristiana en función del bien común”.11
Si bien estos medios se reivindicaban nacionalistas y católicos, diferían inicialmente tanto en su énfasis sobre estos aspectos claves de su identidad, como en su perspectiva sobre el movimiento depuesto, los sectores a los que apelaban y los espacios por los que circulaban. Así, el dirigido por Genta contenía un férreo antiperonismo y orientaba su arenga a pequeños sectores católicos, sobre todo militares –en particular, de la Fuerza Aérea–, por lo que su circulación fue muy limitada. Azul y Blanco, en cambio, reivindicó la línea política de la efímera primera presidencia de la “Libertadora” –en cuyo elenco participaron varios de sus redactores–, a la par que ensalzó la protección de lo “nacional” en el marco proscriptivo y liberalizador del gobierno de Aramburu, lo que le valió una enorme popularidad. En cuanto a Cruzada, si bien en sus primeros números adscribió al lema lonardista “Ni vencedores ni vencidos” y buscó difundir su prédica en sectores más amplios, su prosapia y su énfasis católico totalizador, junto con lo novel del equipo redactor y lo selecto de sus espacios de pertenencia, fueron distintivos que no contribuyeron a una circulación mayor.
En marzo de 1959, en circunstancias algo diferentes –bajo el gobierno desarrollista de Arturo Frondizi–, comenzó a editarse Verbo. En este caso, durante sus primeros años evitó pronunciarse sobre disyuntivas políticas concretas. En efecto, su propósito era constituirse en una central de formación doctrinaria católica para irradiar la vida social. El boletín, pues, no era un fin en sí mismo, sino un medio de enlace de una “minoría activa” que debía difundir “la luz de la Verdad, para iluminar todos los problemas y animar todas las soluciones” (…) no compite ni se excluye con ninguna obra buena, sino que, al revés, se complementa con todas. La formación doctrinaria en el orden cívico social ¿a quién le sobra? El estudiar VERBO ¿a quién le impide ser miembro de tal obra apostólica, o cual movimiento político?”12
Junto con los impresos señalados, en esos años surgieron muchos otros con similares o distintas orientaciones. Pero la importancia de los dos últimos mencionados reside, en nuestra perspectiva, en que en torno de ellos se estructuraron círculos de formación y acción que no sólo trascendieron al mero soporte impreso, sino que tuvieron cierta perdurabilidad13 y, fundamentalmente, que en ambos casos se articularon en redes trasnacionales de orientación contrarrevolucionaria –como indicaremos más adelante–.
Estos círculos laicos, organizados de acuerdo con modalidades propias, eventualmente tuvieron vinculaciones personales con determinados miembros de la Iglesia pero actuaron por fuera de sus estructuras. Su participación en el vasto movimiento católico –es decir, desde las múltiples instituciones, organizaciones e individuos que comparten esa identidad confesional, más allá de su vinculación con la estructura eclesiástica (Zanotto, 2012)14– se dio a través de colaboraciones en revistas, asistencia a conferencias, concurrencia a retiros espirituales o membresía en determinadas asociaciones identificadas con ese credo. Ello coadyuvó a la consolidación de importantes redes interpersonales que contribuyeron a la construcción de criterios de análisis comunes y al desarrollo de una opinión pública católica (Zanca, 2006). En dichas redes, las publicaciones periódicas –entre otras instancias– obraron como mediadoras o articuladoras de determinadas perspectivas, a la par que los vínculos tejidos entre sus redactores o editores propulsaron amistades, identificaciones, enconos y exclusiones (Altamirano, 2013).
Su auto representación como defensores de la tradición, su convencimiento de la imperiosa necesidad de restaurar las verdades eternas en todas y cada una de las esferas de la vida del hombre –considerando siempre la anterioridad y superioridad de las leyes divinas sobre las humanas– y su certidumbre de que ellas se encontraban en las formulaciones emanadas por los pontífices, los situaban en un horizonte religioso integralista, intransigente y contrarrevolucionario.15 En tal sentido, no sólo se aferraban a una unidad dogmática que pretendía ser aplicada en todos los ámbitos de la sociedad contemporánea, sino que rechazaban cualquier tipo de innovación dentro y fuera de la Iglesia. En su perspectiva –común al amplio arco de los católicos intransigentes–, la unidad cultural de Occidente, forjada en la Edad Media, fue quebrada por la Reforma, primero, y por la Revolución Francesa, después, constituyendo ambos sucesos partes de un proceso único signado por el avance de la Revolución Anticristiana, contra la cual era imperioso luchar. De allí que los redactores de los impresos en estudio se reivindicaran como contrarrevolucionarios. En el caso de Cruzada, su actitud de combate en procura de “santificar, sacralizar y reconquistar para Cristo y su Iglesia todas y cada una de las estructuras políticas, sociales y económicas”16 estaba presente en el título del impreso, que expresaba el propósito de los articulistas de asumir el combate contra los infieles. En el caso de Verbo, enfatizaron en forma constante que “La Revolución no es sólo el laicismo en las escuelas, ni la disolución en la familia, ni el odio a la autoridad civil, ni la persecución religiosa, ni el trastrueque del mundo del trabajo. Es todo eso; pero es algo más. Es el afirmar que tanto el orden social como el individual se han de establecer sobre los derechos del hombre y no sobre los derechos de Dios. ¿Sus etapas? Renacimiento, Reforma, Revolución francesa, Comunismo”.17
Justamente, ambos núcleos consideraban que en los tiempos actuales ése último constituía el contendiente mayor, actuando por infiltración a escala planetaria. Así, detrás de las nuevas costumbres, prácticas y orientaciones que cuestionaran la estructuración jerárquica de la sociedad vislumbraban las maniobras disolutas del comunismo.
Ese tipo de reflexiones no eran novedosas. Formaban parte de un acervo extendido que ubicaba a la familia –heterosexual, monógama, jerárquica y fundada en el matrimonio indisoluble– como pilar central del orden. En ese magma, la Encíclica Casti Connubii, emitida por Pío XI en 1930, robusteció las argumentaciones opuestas a la emancipación femenina, al disfrute del cuerpo –aún en el seno del matrimonio– y al relajamiento de pautas de autoridad en el interior del hogar. En forma concomitante a este tipo de alocuciones –cuyos preceptos, huelga señalarlo, se hallaban en tensión con las prácticas efectivas imperantes en el espacio familiar–, numerosos actores proyectaron sus temores y expectativas respecto de los nuevos hábitos desplegados, sobre todo, por los y las jóvenes de sectores medios de las grandes ciudades. Basta recordar, al respecto, las campañas moralizadoras protagonizadas en la ciudad de Buenos Aires por el comisario de policía Luis Margaride, en 1960, o la creación de la Organización Americana de Salvaguarda Moral (en adelante, OASMO), en ese mismo año, por mencionar sólo dos iniciativas conservadoras de sectores que obraron por fuera de la institución eclesiástica (Felitti, 2009; Manzano, 2009 y 2010).
Cruzada fue impulsada por un grupo de jóvenes estudiantes varones que se aprestaban a seguir la carrera de Derecho.18 No se trató de un boletín masivo sino de un impreso modesto, mensual, sin avisos publicitarios, sostenido por el tesón de sus redactores, varios de los cuales provenían de familias patricias. Esa pertenencia social, así como la vehemencia con que difundían sus convicciones –entendidas como expresión de las verdades eternas aplicadas a la actualidad–, les permitieron visibilizarse y constituirse en un espacio específico de enunciación. No resulta casual que apenas comenzara a publicarse recibiera salutaciones y entablara intercambios con Azul y Blanco, que brindó una cálida bienvenida al flamante mensuario, que por su parte marcó acercamientos aunque también diferencias puntuales.19
En sus taxativas tomas de posición, los redactores de Cruzada enarbolaban su lugar de “hijos fieles de la Iglesia Católica” frente a lo que consideraban posturas desviadas, equívocas o incorrectas. Su estilo polémico y frontal fue un nodo distintivo con el que buscaron ganar un espacio específico de reconocimiento. Así, casi desde sus inicios enfrentaron rechazos de otros espacios, los que inicialmente provinieron de actores con mayor impronta laica y liberal.20
Los partícipes de Cruzada estaban convencidos de que era imperioso actuar para evitar el avance del comunismo, última avanzada de la Revolución Anticristiana. “Hemos, pues, entablado un compromiso de honor con la Verdad, un desposario de virilidad que nos determina a vivir, más aún, a morir por ella (…). Más valdrá teñir con nuestra sangre el blanco y azul de la bandera, que verla reemplazada por el trapo rojo de extrañas ideologías envilecedoras; preferimos la viril dignidad del mártir a la apoltronada y femenina timidez del beatón”.21 Al mismo tiempo, en forma habitual, uno de sus redactores, Andrés de Asboth, concluía sus notas con la conocida frase “No llores como una mujer, por algo que no supiste defender como hombre”.22
En forma naturalizada, esas alocuciones –como muchas otras– establecían una asociación directa entre la hombría, la virilidad, el vigor físico, el deber, el sacrificio y el heroísmo, cualidades propias de ponderadas virtudes militares, por contraposición con la actitud pasiva e inerte asignada a lo femenino. De tal guisa aparecían objetivadas sendas construcciones modélicas de la masculinidad, vinculada al espacio público, con una actitud proyectiva hacia el mundo, y de la femineidad, coto de la reclusión y la esfera privada. Por lo demás, la revista dedicó muy pocos títulos específicos a la problemática familiar, a la situación de las mujeres y a la dimensión de género. Sin embargo, esas cuestiones formaban parte del basamento y núcleo central de sus consideraciones sobre la organización social. Ello era así en tanto partían del reconocimiento del carácter sagrado de la familia, “piedra básica de la estructura cristiana de la sociedad”.23 De allí que la misma no sólo constituía la “cuna de los niños, sino de la Patria, de su fuerza y de su gloria”.24 En este sentido, en diversas notas referidas al problema de la autoridad, la propiedad, las relaciones obrero patronales o incluso el peligro que implicaba para el continente la irradiación de la revolución cubana, se tomaba como punto de partida el alejamiento del orden natural, al que se consideraba sustentado en la familia patriarcal y la heteronormatividad.
Este mismo sustrato quedó plasmado en los escasos artículos abocados específicamente a la familia, donde un autor expresaba que “La salvación de la Patria reside en la Restauración de Nuestro Señor Jesucristo en la cultura, la política y la economía, lo cual depende en gran medida de Su Restauración en la familia, célula fundamental de la sociedad”.25 Desde esta perspectiva, el cuestionamiento al matrimonio, considerado su base sacramental, era entendido como obra de la Revolución Anticristiana –vehiculizada por la masonería y el comunismo–, que pregonaba el hedonismo y aprobaba adulterios, divorcios, literatura de iniciación sexual y otras tantas formas de perversión de las costumbres.
Estos argumentos no eran nuevos. Pero tal como indicara Olga Echeverría (2006) en su estudio sobre la exclusión de género en los intelectuales autoritarios de las primeras décadas del siglo XX, “recuperaron y resignificaron el modelo patriarcal ante el impacto que les causaba una sociedad atravesada por los cambios privados, públicos y políticos y lo convirtieron en instrumento político” (p. 140). En forma contrastante, otras publicaciones de identidad católica, como Criterio, expresaban reacomodamientos y aperturas a las innovaciones culturales en curso. Así, por ejemplo, dicha publicación reprodujo sendas notas críticas a las funciones de la Comisión Nacional para la Calificación y Autorización de los Espectáculos Públicos, que establecía la censura hacia la producción artística y cinematográfica que atentara contra el pudor, la preservación de la familia y la honestidad, entre otros motivos.26 La publicación de esas notas, que le valió el cuestionamiento del cardenal primado, Antonio Caggiano, evidencia el carácter heterogéneo, complejo y poroso del universo católico y de la prensa portadora de esa identidad confesional.
Por su parte, el enfoque de los redactores de Cruzada –con escasos matices y en sintonía con las consideraciones del pensador contrarrevolucionario brasileño Plinio Corrêa de Oliveira– era categórico respecto del relajamiento de las pautas de orden y autoridad. Ellos asociaban el origen de la Revolución con el despertar del orgullo y los apetitos mundanos. Su corolario, en la mujer, era que “ataca la autoridad del marido y del padre y desarrolla el tema del individualismo femenino (…) La proclamación de la igualdad implica la negación de desigualdades fundadas en el derecho natural”.27 De allí que diversas notas destacaban la “virtud de la obediencia (…) antídoto contra la soberbia”28 y enfatizaban en la necesidad de “vigorizar la autoridad de los padres sobre los hijos, de los maestros sobre los alumnos, de los patronos sobre los obreros, del poder público sobre todos”.29 Enunciados que traslucen un paralelismo –o extensión– entre orden familiar y orden social (Mc Gee Deutsch, 2005, pp. 17-18).
Con estas convicciones, el círculo aglutinado en torno de Cruzada incluyó, durante sus primeros años, colaboraciones o menciones de figuras destacadas de la intransigencia católica y del nacional catolicismo.30 Además, a partir de su quinto número, promovió la participación de laicos en el movimiento de origen francés Ciudad Católica, a la par que publicó en castellano extractos de la revista Verbe.31 Esa suerte de apertura, sin embargo, fue muy limitada tanto por la rigidez de sus convicciones como por su acercamiento al abogado y pensador contrarrevolucionario Plinio Corrêa de Oliveira, creador de Tradição, Família e Propriedade (TFP).32
Si bien en “Revolución y Contrarrevolución” –publicado en 1959, en el número 100 de la revista brasileña Catolicismo, y luego editado en forma autónoma como libro– Plinio Corrêa de Oliveira (1908-1995) remitía al bagaje doctrinario de pensadores contrarrevolucionarios clásicos,34 su abordaje destacaba los factores “pasionales” y su influencia en los aspectos ideológicos. En efecto, Plinio consideraba que la igualdad absoluta y la libertad completa constituían los valores metafísicos de la Revolución, valiéndose de las pasiones del orgullo –que odia la jerarquía y conduce al igualitarismo– y la sensualidad o “impureza” –que rechaza las limitaciones y tiende hacia el liberalismo–. Así, denunciaba que el apetito por los “placeres terrenos”, había allanado el camino a la rebelión contra la autoridad, el odio a la superioridad y el cuestionamiento a la desigualdad. Esos impulsos habrían inspirado las tres grandes oleadas revolucionarias de Occidente. La “Pseudo-Reforma”, que implantó el espíritu de duda, el liberalismo religioso y el igualitarismo eclesiástico; la “Revolución Francesa”, que implicó el triunfo del igualitarismo religioso y político, y el “Comunismo”, que trasladó esas máximas al terreno social y económico.
Corrêa de Oliveira (1970) señalaba que la Revolución era un proceso único –aunque se metamorfoseaba– y se desplegaba a través de una “crisis de las tendencias”, afectando las costumbres, mentalidades y expresiones artísticas; pasaba al “terreno ideológico” y se extendía a los “hechos”, plasmados en “la transformación de las instituciones, de las leyes y de las costumbres, tanto en la esfera religiosa cuanto en la sociedad temporal” (p. 79). En su perspectiva, pues, el proceso revolucionario abarcaba un amplio abanico de comportamientos y perspectivas. Entre ellas, huelga decirlo, la “igualdad en el trato social: tal como entre los más viejos y los más jóvenes, patrones y empleados, profesores y alumnos, esposo y esposa, padres e hijos, etcétera” (p. 116).
Frente a ello, la segunda parte del impreso postulaba la imperiosa necesidad de una re-acción orientada a aplastar (sic) la Revolución, acudiendo a todos los medios de propagación de que se dispusieran.
“Revolución y Contrarrevolución” obró como base doctrinaria y operativa de la TFP de Brasil, fundada en 1960. En los años siguiente esta asociación se expandió por diversos países a partir de la creación de entidades similares que compartían propósitos, criterios, modalidades organizativas y el liderazgo de Plinio, aunque en principio fueron concebidas como “cohermanas y autónomas”.
Según su historia oficial, el lema TFP unificaba los tres valores neurálgicos del orden y pilares constitutivos de la civilización (Ibarguren y Viano, 1990). La “tradición” significaba la transmisión intergeneracional de realizaciones enmarcadas en los valores cristianos. La “familia” era el ámbito por excelencia para esa transmisión, a la vez que aseguraba la perpetuación de las “estirpes”, con su consecuente legado de bienes materiales y espirituales. La “propiedad”, finalmente, era entendida como el patrimonio acumulado que permanecía en la familia a través de la herencia.
En su trama argumentativa, la TFP retomaba alocuciones pontificias. De hecho, la Iglesia Católica emitió numerosas encíclicas en defensa de la familia “natural” (Felitti, 2007), a la vez que orientó a cierta prensa católica en el mismo sentido e impulsó iniciativas para resguardarla (Acha, 2000), como los valores promovidos por la rama femenina de la Acción Católica y, sobre todo, de las Ligas de Madres y Padres de Familia (Vázquez Lorda, 2012). Como corolario, cualquier ataque a la familia jerárquica, patriarcal, monógama y heterosexual constituía una acometida contra el orden natural y la civilización occidental. Pero cabe puntualizar dos aclaraciones. Por una parte, dentro del amplio universo católico coexistían múltiples voces –cuyos matices emergieron acicateados por la apertura discursiva que acompañó la convocatoria al Concilio Vaticano II– con perspectivas no necesariamente enmarcadas en esas encíclicas, publicaciones o ligas. Sólo por mencionar un ejemplo, cabe recordar el contrapunto ya mencionado entre el cardenal Caggiano y el director de la revista Criterio a raíz de la censura cinematográfica reglamentada en 1961. O la descalificación de los articulistas de Cruzada hacia Jaime Potenze, colaborador estable de aquella publicación, por no hallarse encuadrado en las máximas que estos últimos postulaban como católicas.35 E incluso las controversias, plasmadas en la misma Criterio, con dos perspectivas diferentes sobre el rol de la mujer.36 Lo cual habilita reflexionar que la reproducción de documentos oficiales de la institución eclesiástica no convierte a un impreso en una correa de transmisión de las ideas de la jerarquía, de cuyo carácter compacto u homogéneo cabe precaverse.37 Por otra parte, la perspectiva patriarcal no era de exclusivo patrimonio eclesiástico sino que formaba parte del amplio magma de concepciones imperantes en la época con corolarios efectivos en la vida cotidiana y en los dispositivos del poder político.38
El vínculo inicial de los redactores de Cruzada con el círculo aglutinado en torno de Plinio se produjo a partir del acercamiento e invitación prohijado por los brasileños, que pronto deslumbraron a los argentinos (De Beccar Varela, 1997, pp. 102-103.). Ese lazo quedó visibilizado en la revista a través de menciones a “Revolución y Contrarrevolución” y, a partir de julio de 1962, el impreso argentino se presentó como el “agente oficioso de Catolicismo en Argentina”.39
Más allá de los contenidos que propalaba, lo singular de Cruzada y sus seguidores fueron las acciones realizadas para promocionar sus apuestas (Scirica, 2014). Ellas incluían, junto con la publicación y difusión de la revista, la elaboración de folletos específicos; afiches; solicitadas en los grandes periódicos; recolección de firmas en apoyo a sus propuestas; colocación de pancartas y reparto de volantes en espacios cada vez más variados. Desde 1966, los miembros de este círculo desplegaron sus campañas de difusión portando símbolos de distinción característicos de TFP. Finalmente, en 1967, el grupo aglutinado en torno a Cruzada creó la asociación civil “Sociedad Argentina de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad”. Entre fines de los años sesenta y los setenta, la versión argentina de ese núcleo continuó con sus estrategias de difusión, a la vez que articuló algunos de sus principales cometidos –campañas contra la reforma agraria, o contra la “infiltración marxista en el seno de la Iglesia”– junto con otras seccionales de la TFP, sobre todo de Brasil, Chile y Uruguay.
En ese decurso, tal como lo rememoró un otrora partícipe del núcleo, se forjó una suerte de “culto a la personalidad” de Plinio y de reconocimiento a su madre –doña Lucila– con un ensalzamiento a sus virtudes marianas.40 En simultáneo, en tanto la adscripción al grupo implicaba un compromiso vital, las mujeres –cuya pertenencia a TFP estaba vedada– eran vistas con desconfianza o desprecio. Ello se vinculaba, aunque no se explicitaba, con la necesidad de evitar la tentación. Algo similar podía presentarse con la familia en caso de que no apoyara la causa contrarrevolucionaria en los términos propalados por esta organización.
En Mayo de 1959 apareció el primer número de Verbo en la Argentina. Esta revista obró como expresión y órgano articulador de la contrarrevolucionaria “Ciudad Católica” (CC), cuya raíz era francesa. Su origen se remontaba a 1946, cuando Jean Ousset –un antiguo militante del nacionalismo integral y colaborador del gobierno de Petain–, fundó la Cité Catholique y en forma concomitante impulsó el boletín Verbe.
La visión del creador de la CC se entroncaba con la de los pensadores contrarrevolucionarios franceses y la de los católicos sociales del siglo XIX, a los que conjugaba con el halo político de Maurras. Su “obra doctrinal más lograda”,42 Pour qu’il règne (1957 y 1959), fue contemporánea a “Revolución y Contrarrevolución”, y era más amplia y profusa en menciones a fuentes eclesiásticas y teóricos contrarrevolucionarios. Sin embargo, poseía una estructura similar en cuanto planteaba las fuerzas que posibilitaban el avance de la Revolución y luego esgrimía una estrategia para combatirlas.
La primera parte del escrito postulaba el reinado de Cristo sobre este mundo, así como la obligación de los laicos de luchar por su restauración. La siguiente sección, mucho más extensa, analizaba las “corrientes de pensamiento y acción” contrarias a su presencia. Esto es, el “naturalismo” –enemigo en el orden de las ideas” (Ousset, 1980, p. 69) –, y la “Revolución” –enemiga en el orden de las fuerzas humanas–. Si bien apuntaba a Satanás como “el primer enemigo, el primer revolucionario” (p. 90), Ousset se explayaba en el avance de las sectas heréticas y su eclosión con la Reforma, la presencia de la Masonería, la impronta de la Ilustración, del laicismo y el “actual despliegue marxista-leninista” (p. 85), ayudado por una suerte de “quinta columna” (p. 191), el catolicismo liberal, así como por la defección de los católicos.
En este análisis, la Revolución avanzaba a partir del rechazo de la “verdad”, la propagación del “error” y la “mala voluntad de los hombres”, sin situar como causa primordial a los factores “pasionales” realzados por Plinio. Ello no implicaba que Ousset se desentendiera de la “corrupción moral”, que en su perspectiva constituía uno de los “caracteres satánicos de la Revolución”. Pero la interpretaba como un corolario del naturalismo y la emancipación del pensamiento.
La tercera parte de la obra albergaba esperanzas en el triunfo de la “verdad”, no sólo por razones de fe, sino, sobre todo, por el deber de los cristianos de obrar como soldados de la contrarrevolución. Finalmente, la última parte, suprimida en las ediciones sucesivas –pues se editó en forma autónoma como libro– fundamentaba y proponía un modus operandi para librar el combate que las circunstancias demandaban. Para ello apelaba a la incorporación de personas con sólida formación doctrinal e insertas en distintas redes sociales, institucionales, políticas y culturales, que tuvieran capacidad para concertar emprendimientos, conectar obras, orientar acciones, vinculadas a través de una aceitada organización celular (Ousset, 1969, p. 62). En contraste con la operatoria visible de TFP, pues, la CC prohijaba una tarea sigilosa. Ousset enfatizaba en la importancia de una acción multiforme, sin sacar a la gente de su ambiente. Todo ello implicaba “restablecer el poder temporal cristiano del laicado”, teniendo siempre presente que a ellos compete “la gerencia de las cosas temporales”.
A partir de estas premisas, y con convicciones apuntaladas en los Retiros Ignacianos, esta organización buscó imbuir a las Fuerzas Armadas en la doctrina de “Guerra Revolucionaria” para que libraran el combate con el “comunismo”, asimilado a las fuerzas satánicas del mal.
Con su organización celular, la CC se expandió desde Francia a otros países. En la Argentina, el grupo se creó a partir de la iniciativa del sacerdote Georges Grasset (CPCR), miembro de la CC y cercano a Ousset. Entre las personas que ese clérigo convocó estaba Cosme Beccar Varela (Hernández, 2007, p. 53), a la sazón secretario de redacción de Cruzada. Ese nexo, así como los artículos de promoción de la CC publicados por esta revista en 1957 y 1959, brindan indicios de una cercanía de posiciones.44 No obstante, ese acercamiento fue efímero y a la postre no cuajó.
En lo referente a la familia, la CC –al igual que Cruzada, TFP y un amplio arco de discursos y opiniones que excedía a estos círculos–45 postulaba que se trataba de la célula básica de la sociedad, fundada sobre el sacramento del matrimonio y la autoridad de los padres, pilar jerárquico formativo para los hijos. En ese marco laxo de coincidencias, Verbo –a tono con su busca de complementariedad de obras, proporcionando una doctrina sin sacar a la gente de su ambiente– aludió a un encuentro de su director con la Comisión Directiva cordobesa del Movimiento Familiar Cristiano.46 Asimismo, respecto de la planificación familiar y el uso de píldoras anticonceptivas, el boletín recordaba que “La Doctrina cristiana enseña (…), que las propias personas privadas no tienen otro dominio sobre los miembros de su cuerpo fuera del que corresponde a los fines naturales de los mismos”,47 lo que conducía a rechazar cualquier método que obstruyera las facultades reproductivas. Con otro planteo, aunque con corolarios similares, otra nota afirmaba que “un desbordado sexualismo realiza el más lamentable decaimiento de lo que puede unir a un hombre y a una mujer (…) Quebranto de una sexualidad normal por el sexualismo”.48
En sentido estricto, la CC visualizaba la pretensión de cambios en los modelos familiares o en los patrones morales como obra de la masonería y el marxismo, en tanto ambos tenían “el ideal común de la felicidad terrestre”. Por lo tanto, resultaba imperiosa la acción del laicado para la “restauración” de Cristo Rey. Lo cual requería, a tono con la impronta maurrasiana de este núcleo, una estrategia acorde con la situación imperante.49 Así, por más que las escasas notas firmadas en Verbo fueran de varones, la presencia femenina en el espacio público fue tenida en cuenta en la modalidad operativa del grupo: “El objetivo propio de LA CIUDAD CATÓLICA es la formación doctrinaria de hombres y mujeres de todos los ambientes y condiciones sociales; quienes luego harán penetrar esa doctrina en los ambientes e instituciones que actúan”.50 La alusión a las mujeres no era un mero accidente, ya que aparecía en distintos números, e incluso una figuró como secretaria de redacción de Verbo.51 Esta inclusión, aunque muy relativa, contrastaba con la marginación plena de que eran objeto en otros círculos, como Cruzada y TFP.52 Pero se trataba de una presencia menor y en tensión con los roles de domesticidad y de reclusión al espacio privado que prefería asignárseles. En efecto, aunque se reconocía la creciente participación femenina en el espacio laboral y público, también se consideraba que ella constituía “un primer paso hacia la esterilidad voluntaria”.53 Cabe interrogarse si esta inquietud por el trabajo femenino en desmedro de su función reproductora, no ocultaba también el temor por una creciente independencia económica de la mujer y su impronta en su mayor autonomía en general, lo que reduciría la autoridad masculina, tanto efectiva como simbólica.54 De este modo, mientras una nota sobre la “formación de cuadros” señalaba la importancia de la capacitación de hombres y mujeres para su cometido como apóstoles sociales, otra del mismo número convocaba a Ejercicios Espirituales que, en el caso de las señoritas, giraban en torno a “¿Matrimonio o vida religiosa?”.55
A partir del interés por las disyuntivas atravesadas en la Argentina de los años sesenta, y en el marco de una investigación más amplia sobre núcleos laicos contrarrevolucionarios, nos propusimos abordar el papel que dos de esos círculos asignaron a la familia y el modo en que enlazaron sus perspectivas con sus principales apuestas y temores.
En los casos aquí analizados, sus mentores y partícipes postularon como primordial el resguardo de la familia “natural” –lo que coincidía con una perspectiva conservadora extendida en amplios espacios– y cuestionaron cualquier alteración de sus pilares. Más aún, consideraron que la difusión de nuevas prácticas y patrones “antinaturales” eran disolventes del orden y constituían una expresión más del avance de la “revolución anticristiana”, prolegómeno del comunismo. Con estas perspectivas, tuvieron una valoración positiva de la morigeración sexual, en tanto era concebida como una evidencia del control sobre el propio cuerpo y, por extensión, del mantenimiento del orden social. Pero si bien ambos grupos compartían esta visión general, la relevancia que asignaron a esta disputa, las propuestas que enarbolaron y el lugar que cada uno de estos grupos de sociabilidad asignaba a las mujeres diferían entre sí.
Los hombres reunidos en torno de Cruzada y, a la postre, de TFP, que visualizaban en los “apetitos mundanos” el germen de la “Revolución”, censuraron in totum todo desliz o práctica que insinuara algún tipo de descarrilamiento, sin detenerse en propuesta alguna. Su énfasis en el lugar recluido y pasivo de las mujeres –la membresía en Cruzada y TFP era exclusivamente masculina– se hallaba casi al límite de la misoginia. Como paradoja, su defensa del ensalzamiento de la Familia –con mayúscula, en tanto lema de TFP– contrastaba con su mirada sobre la familia –con minúscula, en tanto existencia real– de la cual debían alejarse si era necesario para concentrarse en su misión de cruzados. En este sentido, la retórica familiarista de TFP entraba en colisión con las prácticas que propiciaba entre sus propios miembros, a los cuales sí reconocía como “familia de almas”, distinguiéndolos de la familia efectiva de la cual provenían.
Por su parte, los miembros de CC y Verbo coincidían en el carácter sagrado del matrimonio, la autoridad paterna, el rol doméstico de la mujer y la defensa del “orden natural” frente a las fuerzas disgregadoras de la Revolución. Lo cual evidencia, dicho sea de paso, que el género –en tanto conocimiento de las diferencias sexuales producido por las sociedades– constituye un aspecto central de la organización social y de las relaciones de poder. Sin embargo, insinuaron herramientas prácticas para contener o revertir esos cambios –al menos, en un plano declamativo–. En este sentido, sus reflexiones parecían estar más en sintonía con las mismas inquietudes que, en ocasiones, ponderaba la institución eclesiástica. Como hemos puntualizados, la Iglesia ideó y estimuló mecanismos de incorporación y encuadramiento del laicado femenino a través de dispositivos que, si bien defendían postulados patriarcales, posibilitaban su participación en el espacio público.
En estas estrategias disímiles incidía, es probable, el tipo de estrategia desplegada por estos círculos. La TFP, ponderada como un espacio específico de formación, organización y difusión, tenía una membresía excluyente. La CC, planteada como un espacio de formación doctrinaria orientado a la articulación y concertación de obras contrarrevolucionarias, requería mayor ductilidad para sus propósitos.
Pero si retomamos los interrogantes planteados al comienzo del trabajo, queda pendiente evaluar si se trataron de meros círculos extemporáneos, simples estertores del pasado llamados a desvanecerse o ser superados conforme avanzara el proceso de modernización y secularización. En nuestra perspectiva, pensarlo sólo de ese modo ocluye la comprensión de la trama experimentada en esos años, con todas sus riquezas, complejidades y ambigüedades. Tal vez una primera impresión, por ejemplo, llevaría a situar al grupo Cruzada-TFP como más “tradicionalista” que Verbo-CC. Pero una segunda mirada podría colegir que, al menos en las reflexiones y propuestas concretas sobre la familia, este segundo grupo se hallaba más a tono con los enunciados de la doctrina social de la Iglesia y sus orientaciones pastorales. Cabe tener presente, a su vez, que ambos círculos se definían como obras laicas. En tal sentido, sus mentores demarcaron el rol de los poderes espirituales, exclusivos del clero, y temporales, cuyo cuidado, organización y gobierno competía a los seglares debido al carácter práctico del combate que debían realizar. Con este propósito, buscaron adoptar en forma eficaz todos los dispositivos tecnológicos, comunicacionales y organizativos de la sociedad contemporánea. A su vez, su constitución como círculos laicos o civiles, no encuadrados dentro de la Iglesia, no sólo les brindaba una enorme capacidad de maniobra sino que, desde esa posición, se arrogaron la detección de “errores” y denunciaron actitudes “enemigas” dentro de la propia Iglesia, sin quedar sometidos a la censura eclesiástica. Así, si bien decían actuar en nombre de la “Verdad” –e incluso en sus revistas apareció rubricada, por períodos, la mención “con las debidas licencias”–, ellos se colocaban en el lugar de intérpretes de la doctrina legítima. Ello ocasionó controversias con otros sectores del movimiento católico, a los que impugnaron e incluso les desconocieron su legitimidad religiosa. Lo cual trae a colación no sólo la vastedad de posiciones en su interior, sino también la envergadura de una esfera de opinión pública católica laica que obraba con creciente autonomía respecto de los marcos jerárquicos de la institución. En tal sentido, cabe plantear que su propio despliegue contribuyó al proceso de secularización interna de la Iglesia, en tanto redefinición o merma de la autoridad religiosa.
Recibido: 28-12-2017
Aceptado: 26-06-2018
Publicado: 07-12-2018
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Zanca, J. (2010). La fe de Prometeo. Crítica y secularización en el catolicismo argentino de los años cincuenta. Prismas, 14, 1, 95-116.
Zanotto, G. (2012). Tradição. Família e Propriedade (TFP): as idiossincrasias de um movimento católico no Brasil (1960-1995). Passo Fundo: Méritos.
1. La mayor parte de los números de esta revista fueron facilitados por el investigador brasileño Ianko Bett, quien para la realización de su tesis doctoral se entrevistó con Cosme Beccar Varela (h) y accedió a esta publicación. Al respecto, agradezco la enorme generosidad de Ianko.
2. El interés por el cambio social, el conflicto y la integración constituyeron un núcleo central de las ciencias sociales, por lo que la producción bibliográfica al respecto es casi inabarcable. Para expresiones sintéticas sobre la teoría de la modernización, véase: Smelser (1968); Eisenstadt (1992) y Lipset (1959). Para la Argentina, resulta innegable el influjo, entre otros, de Germani (1969). Una reflexión crítica de las tesis primigenias de modernización: O’Donnell (1972). Sobre el clímax desarrollista en Argentina, Altamirano (1998).
3. Una apretada síntesis de estas perspectivas en De la Cueva Merino (2015) y Esteban (2011).
4. Con ese término, Berger (1971) remitió a un ordenamiento objetivado basado en la sacralidad; un “cosmos sagrado” que garantizaba la integración de las sociedades antiguas. En ellas, la religión contribuía al mantenimiento del orden social, en tanto legitimaba los significados de la actividad humana, a la par que operaba naturalizando el mundo social, las instituciones y los roles desempeñados por cada uno.
5. Si bien hubo voces críticas al paradigma de la secularización, recién adquirieron resonancia a fines de los setenta. En la actualidad, las tesis secularizadoras están sometidas a un intenso debate. Berger (1999) revisó su postura primigenia y planteó, en cambio, una desecularización del mundo.
6. Las diferentes dimensiones del fenómeno de la secularización fueron analizadas también por Casanova (2007).
7. Análisis y aplicación de esta perspectiva en Zanca (2008).
8. En la Argentina, además de los análisis realizados desde la sociología de la religión, entre los que descollan los de Fortunato Mallimaci y Juan Cruz Esquivel, hay un novel acervo de trabajos históricos. Ayrolo, Barral y Di Stefano (2012); Di Stefano (2011); Di Stefano y Zanca (2016); Lida (2007); Zanca (2010).
9. Nuestra definición (diciembre 1955). Combate 1, p.1. Instituto Bibliográfico Antonio Zinny (IBAZ), Buenos Aires.
10. Honor de llamarse católico (julio 1956). Azul y Blanco, 1, p. 1. Biblioteca Nacional (BN), Buenos Aires.
11. Editorial: Nuestra Beligerancia (octubre 1956). Cruzada, 4, p.1. Archivo Personal de Ianko Bett (APIB).
12. Vida de la Ciudad Católica (marzo 1960). Verbo, 10, p. 54. Hemeroteca de la Universidad Católica Argentina (HUCA), Buenos Aires.
13. Verbo se publicó, aunque con variaciones, hasta mediados de la década de 1990. Cruzada se editó hasta 1969, cuando fue reemplazada por Tradición, Familia, Propiedad como periódico oficial de TFP argentina hasta 1976. En ese año comenzó a llamarse Pregón de la TFP y se editó hasta 1984.
14. Mallimaci (2011) emplea el término “catolicismos” para dar cuenta de la multiplicidad imperante en su interior.
15. Emile Poulat (como se citó en Esquivel, 2013), se refirió al catolicismo integral como “romano, intransigente, integral y social. Romano en primer lugar: el papado está en la cabeza y el corazón. Intransigente, por oposición al liberalismo y al comunismo, en tanto ideologías de la sociedad moderna. Integral, dicho de otra manera, rechazando la reducción a prácticas culturales y a convicciones religiosas, y preocupado por edificar una sociedad cristiana según la enseñanza y bajo la conducta de la Iglesia. Social, en varios sentidos: porque, tradicionalmente, penetra toda la vida pública; porque ha adquirido una esencial dimensión popular, en fin, porque el liberalismo económico de la sociedad moderna ha suscitado la cuestión social donde la solución exige una amplia movilización de las fuerzas católicas” (p. 24).
16. De Mayo a nosotros (mayo 1960). Cruzada, 18, pp.1-3 (APIB).
17. ¿Qué es la Revolución? Separata que apareció en forma constante en todos los números desde su aparición, en mayo 1959, hasta Junio/Julio 1966. HUCA, Buenos Aires.
18. Los miembros iniciales del equipo eran Federico Ezcurra, Jorge Labanca (quien en 1960 reemplazó a Ezcurra como Secretario de redacción, acompañando en esa tarea a Cosme Béccar Varela [h.], que ocupó ese cargo en forma constante), José Luis Bravo, Andrés de Asboth, Félix Dufourq y Juan Carlos Clausen. También también hubo artículos recurrentes de Rodrigo de Nájera, Augusto José Padilla, Manuel A. A. Gondra y Carlos A. Díaz Vélez, entre otros.
19. Cruzada (01 de agosto de 1956). Azul y Blanco 9, p. 4; Azul y Blanco (octubre de 1956). BN, Buenos Aires; Cruzada 4, p. 5 y 10; Sarmiento y Azul y Blanco (octubre de 1956). BN, Buenos Aires; Cruzada 4, p. 3 (APIB).
20. Proscriptos en la Facultad de Derecho (octubre de 1956). Cruzada 4, p. 3 (APIB).
21. Nuestra Beligerancia (octubre 1956). Cruzada, 4, p.1 (APIB).
22. Véase De Asboth, A. (junio de 1961). Argelia, tierra vacante. Cruzada 23, p. 4; De Asboth, A. (mayo de 1962). Los católicos y las Naciones Unidas. Cruzada 32, p. 2 (APIB).
23. Iberoamérica, ¿Otra Cuba? (mayo de 1961). Cruzada 22, pp.1-2 (APIB).
24. Alocución de Pío XII citada en “Iglesia y Comunismo” (julio de 1960). Cruzada 19, p. 5 (APIB).
25. Padilla, A. (agosto, 1961). Defensa de la familia cristiana. Cruzada 25, p. 2 (APIB). El subrayado es nuestro.
26. Sobre estos episodios véase Mejía (2005, pp. 228-239).
27. De Nájera. R. (marzo de 1960). Propiedad y autoridad. Cruzada, pp. 2-3 (APIB).
28. Beccar Varela, C. (h.) (abril de 1962). Restauración de la obediencia. Cruzada 31, p. 3 (APIB).
29. Gondra, M. A. (mayo de 1962). Hay que restaurar el principio de autoridad. Cruzada 32, p. 3 (APIB).
30. Cruzada publicó: Castellani, L. (mayo-junio 1957). Sobre la bomba atómica. Cruzada 7, pp. 4-5; Meinvielle, J. (mayo de 1960). El marxismo en Theilard de Chardin. Cruzada 18, pp. 5-6; Meinvielle, J. (agosto de 1960). Desviaciones económico sociales en los católicos. Cruzada 20, pp. 6-7. Asimismo reprodujo textos de Matías Sánchez Sorondo y notas elogiosas de Gustavo Martínez Zuviría: Sánchez Sorondo, M. (marzo de 1960). Democracia. Cruzada 16, p. 7 y Martínez Zuviría, G. (marzo de 1960). Cartas de lectores. Cruzada 16, p. 7 (APIB). La diferenciación como tipos ideales de “nacionalistas católicos”, con una impronta maurrasiana que buscan actuar políticamente por medio de partidos, grupos o movimientos en nombre del catolicismo, y “católicos nacionalistas”, nutridos del dispositivo católico integralista en el que prima esa identidad confesional, en Mallimaci (2011). La “nación católica” como mito portador de una visión esencialista y ahistórica, que identificó a la nación con el catolicismo y el consiguiente rechazo de toda otra perspectiva, vista como ideología disoluta de la nación, fue analizada por Zanatta (1996).
31. Iniciando una campaña (marzo 1957). Cruzada 5, pp. 4-5; El movimiento de ‘la Ciudad Católica’ (abril 1957). Cruzada 6, p. 5; García, J. (mayo 1957) El apostolado seglar y la Ciudad Católica. Cruzada 7, p. 6 (APIB).
32. Un análisis exhaustivo sobre la TFP y su creador, en Zanotto (2012). Un estudio laudatorio, De Matteo (2010). Un acercamiento sintético a la trayectoria y visiones de Plinio y de Jean Ousset, en Scirica (2017).
33. Para evitar la dispersión expositiva, sugerimos profundizar en el tema con las obras de la cita anterior y con Ibarguren y Viano (1990).
34. Plinio citaba a De Maistre, Bonald y Donoso Cortés. Véase Corrêa de Oliveira (1970, p. 128).
35. Cáceres, F. (mayo-junio 1957) ¿Potenze periodista católico? Cruzada 7, pp. 5-6 (APIB).
36. Fabbri, E. (22 de septiembre de 1966). El mundo en la mujer. Criterio 1508, pp. 686-689. BN, Buenos Aires. También comentario crítico en: Carta de lectores (24 de noviembre de 1966). Criterio 1512, pp. 875-876. BN, Buenos Aires.
37. Reflexión de Miranda Lida en su análisis sobre el diario católico El pueblo, retomada por Pattin (2016) para referirse al universo de las publicaciones católicas, cada una de las cuales establece un vínculo particular con las autoridades.
38. Entre otros casos, en 1962 Gonzalo Losada fue condenado a un mes de prisión en suspenso por la publicación de El reposo del guerrero, de Christiane Rochefort. Un redactor de Cruzada celebró esa condena por parte del poder judicial imperante, aunque consideró que las penas por delitos contra el pudor eran leves. Dufourq, F. (julio 1961). La editorial Losada ante la justicia. Cruzada, 24, p. 8 (APIB).
39. Las primeras citas a Revolución y Contrarrevolución pueden verificarse en 1960. Véase Padilla, A. (agosto 1960). Hispanidad y Revolución. Cruzada 20, p. 2 (APIB).
40. Reproduzco lo reseñado en Scirica (2018, p. 10).
41. Normas de Acción (julio 1959). Verbo 33. HUCA, Buenos Aires. Sobre Verbo y la CC, retomo Scirica (2017).
42.Cantero, E. (1994). Catolicismo y Política: Jean Ousset, Maestro Católico de la Contrarrevolución Católica. Verbo, 325-326, p. 466. En: http://www.fundacionspeiro.org/verbo/1994/V-325-326-P-465-478.pdf
43. Vassiere, J. M. (marzo 1967). Amor o sexualismo. Verbo 68, p. 22. HUCA, Buenos Aires.
44. Los números 5, 6, 7 y 8 de Cruzada, de marzo a julio de 1957, dedicaron un amplio espacio a la difusión y promoción del movimiento Ciudad Católica. Según Josefina Amadeo de Beccar Varela, ello se produjo en ausencia de Cosme Beccar Varela (h.), cuando Jorge Labanca, en ese momento al frente de la revista, se unió a Verbo (Amadeo De Beccar Varela, 1997, p. 103). Aún así, dos años después Cruzada recomendaba la revista Verbo, órgano de expresión de la CC. Véase Cruzada 14, p. 6 (APIB).
45. Ver Felitti (2009); Manzano (2009 y 2010) y cita 38.
46. Vida de la Ciudad Católica (septiembre 1961), Verbo 28, p.27. HUCA, Buenos Aires.
47. Nuñez, D. (diciembre 1964) ¿Pueden usarse lícitamente las píldoras anticonceptivas? Verbo 46/47, pp. 29-41. HUCA, Buenos Aires.
48. Vassiere, J. M. (marzo 1967). Amor o sexualismo. Verbo 68. HUCA, Buenos Aires.
49. Verbo publicó por entregas Principios de política familiar de Jean Marie Vassiere –seudónimo de Jean Ousset– con el propósito de hacer operativos los mentados principios a través de reflexiones sobre subsidios para familias numerosas, edificación de viviendas, cargas impositivas y cuestiones afines.
50. Después de nuestra Jornada (enero-febrero 1960). Verbo 9, pp. 3-7. HUCA, Buenos Aires.
51. Menciones a mujeres en CC, en La formación de los cuadros (marzo 1961). Verbo 48, p. 51 HUCA, Buenos Aires; Para una acción en profundidad (julio 1964). Verbo 42, p. 5; Normas para los campamentos (diciembre 1964). Verbo 46/47, p. 46; ¿Qué somos? (marzo 1965). Verbo 48, p. 2. HUCA, Buenos Aires. Laura Panaccio apareció como secretaria de redacción junto con Eduardo V. Ordóñez en (julio 1964). Verbo, 42. HUCA, Buenos Aires. Luego de ello ese lugar fue cubierto por Andrés de Asboth, el otrora redactor de Cruzada que solía concluir sus notas con la alusión a la frase a Boabdil
52. En una entrevista de la revista Siete Días de junio de 1971, Cosme Béccar Varela afirmó que las “actividades de esclarecimiento son impropias de las mujeres”, cuyo papel es “estar en la familia”. Los rugidos del león rampante. Sociedad Argentina de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad (14 de junio de 1971). Revista Siete Días Ilustrados. Recuperado de http://www.magicasruinas.com.ar/revistero/locales/tradicion-familia-propiedad.htm
53. Vaissiere, J. M. (agosto de 1967). Principios de política familiar. Verbo 73, p.18. HUCA, Buenos Aires.
54. Análisis en este sentido, en Echeverría, 2006.
55. ¿Qué somos? (marzo 1965). Verbo 48, pp.3-10; Ejercicios espirituales (marzo 1965). Verbo 48, p. 21. HUCA, Buenos Aires.
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