DOSSIER

La Gran Guerra, cuatro miradas después de un siglo. A modo de introducción

 

José Rilla

Universidad de la República
(Uruguay)
joserilla@gmail.com

Este bienio que va terminando en 2018 comenzó con la evocación de la revolución de Octubre y se cierra ahora con el final de la Gran Guerra, transformada veinte años más tarde en la Primera Guerra Mundial. Más allá de esta coyuntura conmemorativa nos hallamos en el tiempo del centenario de la revolución y la guerra, pórtico del siglo XX en el Occidente ensanchado por la segunda globalización. Es más o menos sabido que guerras y revoluciones hubo muchas en los años iniciales del siglo (en Iberoamérica, en Asia), y sin embargo, aquéllas centenarias han venido a ocupar el espacio central de las reconstrucciones del pasado significativo, de lo que queda de su memoria y de la historiografía usada públicamente. Los avances indudables de la ciencia histórica contemporánea volcada a indagar en otras fuentes, en otros espacios geográficos, empeñada en descentrarse respecto a la mirada noratlántica y europea no deberían llevarnos a olvidar la crucialidad de aquel debut secular.
La Gran Guerra fue “moderna”, “total”, “mundial-global”, “civil” , “democrática”; fue un ensayo general y calamitoso que ambientó prácticas de larga vigencia en el resto del siglo como la economía dirigida, la política monetaria como distribuidora de recursos e incentivos, la incorporación masiva de las mujeres de las nuevas clases medias al mundo laboral y público. Es entonces, claramente, una ventana por donde mirar y reevaluar nuestro “olvidado siglo XX”. “Moderna” en tanto expresó un estadio del desarrollo productivo y tecnológico, pero también un horizonte de expectativa vinculado a la ciencia, al progreso, y a los vínculos entre ambos subproductos. Su capacidad destructiva propia de las economías más sofisticadas puso a prueba a la modernidad misma y alentó un ciclo de pesimismos “antimodernos” que recorrió el mundo de Occidente. “Total” porque no conoció los límites de la destrucción y violencia que se proponía, porque nada quedaba afuera del foco de la devastación, de la movilización de recursos humanos y materiales, simbólicos y culturales. “Total” porque desde entonces, más que antes, germinó esa idea con la que las masas se nacionalizaron y socializaron en la política, la convicción en tantos sentidos inquietante de que todo era posible. “Mundial y global”como ninguna hasta entonces dada la estructura de la política internacional, de las comunicaciones, de la economía articulada por un imperio comercial, financiero y de servicios que pronto vería su final, y un poco más tarde su relevo.
Desde un enfoque menos evidente, aunque en absoluto irrelevante, la guerra fue leída más tarde por la historiografía como un desgarro entre europeos enfrentados con furia, y que perdieron con ella la centralidad secularmente acumulada. Fue“civil”, acuciantemente movilizadora, destructiva de tramas sociales y disciplinas económicas que trascendían el encuadre del Estado nacional. Sin embargo esta perspectiva tuvo algo de sorprendente para las dirigencias europeas contemporáneas que habían cerrado el siglo XIX en medio de arreglos y parentescos que no traían necesariamente el presagio de un conflicto general y que el mundo no conocía desde los tiempos de la derrota de Bonaparte. Y finalmente, sin que este recuento agote las posibilidades de un balance general, fue una guerra “democrática”, aunque solo en el sentido remotamente furetiano que confundió el orden social vigente hasta entonces y puso a unas sociedades que iban en tránsito a la configuración ciudadana y política, en condiciones de juzgar a sus mandantes, de discutir el significado mismo del conflicto.
El final de la guerra y la inmediata posguerra ambientaron ilusiones que poco tiempo después serían enterradas. La ilusión restauradora de una Europa burguesa, que vio aflojadas sus jerarquías tradicionales, la ilusión de la diplomacia moral que regulara las relaciones internacionales y pusiera a la guerra fuera de la ley (como se pergeñó en Locarno), la ilusión de una economía global estable, de pagos fluidos y recuperación de circuitos comerciales. En otro plano, la expectativa no menos ilusoria de proliferación de un ímpetu revolucionario que se apagaría en el encierro de Rusia y la dictadura bolchevique, pero que transmutaría pronto, en otros ámbitos, en el cauce aterrador de la “revolución fascista”. (Hay razones para pensar, por el contrario, que la Guerra Fría en tanto organización de un conflicto de trazas bipolares e ideológicas, tuvo su origen allí, entre Brest Litovsk y Versalles). Así pues, a cambio de las ilusiones precarias de posguerra el mundo fue hacia rumbos perturbadoramente inestables, lejos de la paz y de la recuperación. La gripe hizo estragos de muerte, globales al extremo y más letales que la guerra misma; el orden social perforado en las trincheras fue afirmado a sangre y fuego aunque sobre bases endebles; los Estados deficitarios apañaron y conocieron la inflación y la hiperinflación, el licuado de los ahorros y salarios; los revolucionarios como Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron muertos en las calles, o como Antonio Gramsci, presos, o como Nguyen Tat, rechazados en Paris y arropados en Moscú.
Ya como neutralistas o aliadófilos, los Estados de Iberoamérica, hacia adentro y en sus relaciones de política exterior, observaron con atención el conflicto mundial que los tuvo siempre como retaguardia pocas veces sobresaltada, salvo con la guerra submarina. La tendencia general, como es sabido, fue en la afirmación del compromiso con los Aliados, incluso esto con un cierto margen de maniobra diplomática. No era esa, entre las posibles, la peor perspectiva si se piensa en la provisión de alimentos y materia prima, en el espacio de mar y tierra para retrocesos y cálculo de los beligerantes directos, en territorios nacionales más clementes desde donde pensar el mundo, la nación, “la civilización” y la modernidad puestas a prueba. Por más global que fuera esta guerra, América la vivió relativamente exonerada del enfrentamiento directo y pudo aprovechar una condición marginal, residual, alternativa incluso.
Este dossier reúne trabajos que apuntan a abordar cuestiones tan diversas como vinculadas: la función mitológica y sucesivamente actualizada del Soldado Desconocido, las reelaboraciones del nacionalismo desde perspectivas y experiencias bien diferentes (del anarquismo, de la opinión pública, de un Estado nacional potente pero periférico), las relaciones económicas en una fase de la globalización que la guerra mundial ratificó de un modo problemático.
Marina Cardozo no sale de Europa aunque se proyecta afuera de ella; sitúa su análisis en la perspectiva mítica que ofrece la figura clásica del Soldado Desconocido, fórmula creada por el régimen liberal, amplificada por el fascismo y conservada luego en democracia de la segunda posguerra. Su texto es un ejemplo de historia cultural de la guerra y la posguerra y una ocasión para el examen del uso del pasado y las políticas de memoria hasta hoy. Así, las conmemoraciones dedicadas al Soldado Desconocido, organizadas en varias naciones participantes del conflicto, consagraron una estrategia de sacralización de la guerra, en el marco de una eficaz política de redefinición de la memoria.
Emiliano Sánchez indaga en las perplejidades que provoca la trayectoria intelectual de un militante-escritor ácrata, el argentino José Emiliano Carulla. A partir de un análisis de sus escritos, redes intelectuales y memorias, estudia un momento clave, su itinerario durante la Gran Guerra, señalado en tres etapas: su participación en la revista ácrata Ideas y Figuras, su labor en Europa como “corresponsal científico” del diario La Prensa durante 1916 y las intervenciones en Vida Nuestra, luego de su regreso a Buenos Aires. Con ese cuerpo documental, Sánchez analiza los posicionamientos de Carulla en torno a la guerra y sus representaciones para comprender por qué un intelectual vinculado al anarquismo se tornó partidario de los aliados y decidió viajar a Francia para empuñar las armas en defensa de la Entente.
José L. Bendicho Beired explora en el impacto de la Primera Guerra en Brasil, para avanzar luego en un cotejo con Argentina. Su asunto es la opinión pública y las implicaciones de la guerra en la política exterior de Brasil, en una nueva configuración del nacionalismo. En efecto, el conflicto mundial dividió a la opinión, impactó sobre la economía y modificó las coordenadas de la conducta internacional del país. La guerra submarina y el hundimiento de barcos mercantes brasileños precipitaron el quiebre de las relaciones de Brasil con el Imperio Alemán. La nueva etapa estuvo marcada por el ingreso del país a la Liga de las Naciones desde la que se ensayaron nuevas estrategias de proyección internacional. El “despertar” del nacionalismo en la vida política e intelectual después de 1914 permitió tanto la formación de una conciencia crítica respecto a Brasil como la emergencia de una derecha autoritaria.
Cecilia Zuleta avanza sobre el tema de las relaciones económicas, comerciales y políticas sacudidas por la Gran Guerra. Tanto México como Argentina fueron campo de batalla de la diplomacia, inteligencia militar, propaganda y espionaje de las potencias centrales y los aliados. Uno de los puntos vitales de las “guerras secretas” de ambas naciones neutrales fue el de las negociaciones por el acceso y control de las materias primas, particularmente de las fibras, entre 1917 y comienzos de 1918, cuando su tráfico a escala global se había complicado y centralizado su racionamiento en manos de los aliados. Las fibras duras fueron esenciales en el desarrollo de la contienda toda vez que proporcionaban materiales para la cosecha y transporte de alimentos a civiles y militares, y que brindaron material indispensable para la guerra. El texto expone una caracterización de los mercados de fibras duras antes y durante el conflicto. Luego reconstruye la “crisis de las bolsas” en la Argentina y la breve misión diplomática mexicana de Luis Cabrera en Buenos Aires, durante el primer trimestre de 1918.