

Dossier
“Un auténtico desafío de la historia”: la recepción de Teología de la Liberación. Perspectivas en la Vía Chilena al Socialismo, 1970-1973
“A true challenge of history": the reception of Teología de la Liberacion. Perspectivas in the Chilean Road to Socialism, 1970-1973
Avances del Cesor
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
ISSN: 1514-3899
ISSN-e: 2422-6580
Periodicidad: Semestral
vol. 22, núm. 33, 2025
Recepción: 16 diciembre 2024
Aprobación: 04 agosto 2025
Publicación: 05 diciembre 2025
Resumen: A través del análisis de publicaciones elaboradas al interior del mundo católico chileno en el curso de la Vía Chilena al Socialismo, este artículo se propone interpretar históricamente el uso del concepto liberación como objetivo de la acción religiosa y horizonte de cambio social. Junto a ello, analizar e interpretar la recepción que la obra del teólogo peruano Gustavo Gutiérrez Teología de la Liberación. Perspectivas tuvo en el campo teológico nacional, destacando el carácter temprano y polémico de dicha recepción. Por un lado, los autores adherentes a la Unidad Popular vieron en la Teología de la Liberación un apoyo político y doctrinal a su compromiso con la causa del Socialismo y la historia de América Latina. Por otro lado, sus críticos interpretaron una indebida centralidad de la acción política, el debilitamiento de la naturaleza trascendente de la reflexión teológica y una amenaza de fractura de la unidad de la Iglesia.
Palabras clave: Teología de la Liberación, Catolicismo, Unidad Popular, Chile.
Abstract: Through the analysis of publications produced within the Chilean Catholic world in the course of the Chilean Road to Socialism, this article aims to historically interpret the use of the concept of liberation as an objective of religious action and a horizon for social change. In addition, it will analyse and interpret the reception of the work of the Peruvian theologian Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas within the national theological field. The early and controversial nature of this reception will be highlighted. On the one hand, authors adhering to the Unidad Popular government saw in it a political and doctrinal support for their commitment to the cause of socialism and the history of Latin America. On the other hand, its critics interpreted it as an undue centrality of political action, a weakening of the transcendent nature of theological reflection, and a threat to the unity of the Church.
Keywords: Liberation Theology, Catholicism, Unidad Popular, Chile.
Introducción
El inicio de la Vía Chilena al Socialismo supuso para amplios sectores de la comunidad católica chilena una serie de temores y esperanzas de carácter antagónico que marcaron al periodo que concluiría el 11 de septiembre de 1973 como cargado de una intensa politización de agentes tradicionalmente poco expuestos a la luz –y las sombras– de la acción y la reflexión política explícita a la vez que inscrita en el espacio público.[1] En ese contexto, grupos de sacerdotes ocuparon un lugar de enorme visibilidad, así en relación al mundo externo a la propia Iglesia, como en su intramuros. Siendo un tema frecuente y documentadamente visitado en las últimas décadas por la historiografía del continente (Andes y Young, 2016; Campos 2016; Fernández, 2017a; Jo, 2005; Löwy, 1999; Martin, 1992; Pérez, 2016; Ramírez, 2006; Ramminger, 2019; Restrepo, 1995; Touris, 2021;Zanca, 2021), lo que aquí interesa es analizar –desde una perspectiva que busca conjugar la historia intelectual, la historia conceptual y la historia política– el tipo de exigencias que se le hacían a la Teología como disciplina en este marco de cambios estructurales; a la vez de qué tipo de utilización se hacía del concepto de Liberación, entendiendo que la convergencia de ambas entidades se formalizaría de algún modo con la articulación de la Teología de la Liberación a inicios de la década de 1970.
Para ello, se ha consultado una serie de publicaciones emanadas del vasto campo de la opinión pública católica del periodo, entre las que destacan revistas con marcado sello intelectual –Mensaje, Teología y Vida–; otras de corte pastoral, como Pastoral Popular; y la voz de la Jerarquía, a través del boletín Iglesia de Santiago. Con ello, se ha privilegiado en este análisis el juicio y opinión de agentes consagrados e institucionales del catolicismo chileno del periodo. En su estructura, el artículo cuenta con dos secciones: una referida al uso del concepto Liberación en los marcos de la opinión pública católica del periodo; otro, por la recepción efectiva de Teología de la Liberación. Perspectivas, así como su ampliación a las teologías de la liberación.
Como se analizará en las páginas que siguen, ese proceso de convergencia entre Liberación y la teología local –cristalizado a fin de cuentas por la recepción de la obra de Gutiérrez– se daba en un escenario marcado al menos por tres factores de profunda incidencia: por un lado, el sistemático acercamiento de sectores del catolicismo chileno –laicos y consagrados– al marxismo y las organizaciones de izquierda en el país, tanto a través de las Ciencias Sociales y el auge de su desarrollo en el país –en alguna medida intencionado con el apoyo de la Iglesia Católica– como debido a la presencia católica en los sectores más desprotegidos de la sociedad y en las organizaciones de trabajadores (Beigel, 2011, Fernández, 2017b). Un segundo aspecto que debe referenciarse es la agitación institucional que, con motivo del Sínodo de la Iglesia de Santiago realizado entre 1967 y 1968, caracterizaba al catolicismo chileno, que a través de esa plataforma de participación y debate había analizado y hecho públicas tanto las críticas que a su interior se manifestaban en relación al uso de la autoridad y la cercanía a los sectores dominantes, como la vocación de profecía que debía de animar su inmersión en el mundo, según los dictados del Concilio Vaticano II y su aplicación a partir de Medellín (Fernández, 2019). Finalmente, y particularmente a lo largo de la segunda parte de la década de 1960, la percepción pública de la cercanía de la Iglesia Católica –tanto a nivel institucional como del laicado– con el gobierno democratacristiano de Eduardo Frei Montalva era un hecho que exponía a la Jerarquía a la crítica cruzada desde los partidos de la Derecha y la Izquierda de injerencia política y clericalismo (Schnoor, 2019; Fernández, 2017c).
Es decir, el contexto de recepción así de la Teología de la Liberación como corriente de pensamiento teológico, como de la obra en específico de Gustavo Gutiérrez (1928-2024) puede caracterizarse como marcado por la aplicación concreta de algunos de los temas que tal corriente tocaba: la cercanía con los oprimidos, la naturaleza profética del catolicismo, la primacía de la realidad secular latinoamericana como lugar desde el que pensar y actuar el cristianismo. Todo ello bien podía resumirse en el uso que se daba al concepto de Liberación en el marco de la victoria democrática –por primera vez en la historia– de una coalición de partidos marxistas empeñados en la construcción del Socialismo.[2]
“O conmigo o contra mí”: uso del concepto de Liberación y las controversias en torno a la politización sacerdotal
En fecha tan temprana para esta discusión como octubre de 1970, el teólogo chileno Segundo Galilea (1928-2010) planteaba un diagnóstico de la situación del catolicismo en América Latina que –entre una multitud de factores que iban desde la necesidad de mayor participación laical, la democratización de la Iglesia, la incorporación activa de las religiosas, las relaciones con el marxismo y un largo etcétera– daba cuenta de algunas de las variables que parecen pertinentes de recordar aquí, en términos de que las relaciones entre función profética, cambio histórico, liberación y acción política quedaban de manifiesto como urgentes en el contexto continental, marcado por el auge de las opciones revolucionarias de transformación social y la consiguiente agudización de la represión en contra de éstas. Del mismo modo, era un contexto marcado por una acelerada secularización, entendida como la concentración de hombres y mujeres en los asuntos temporales de la vida histórica, y por ello la postergación o “espiritualización” del cristianismo como factor de esta misma vida histórica. En ese cuadro, la Iglesia latinoamericana “adquiere por primera vez una conciencia colectiva de su identidad original y de su vocación propia. Nace el sentido de una Iglesia local latinoamericana”. Complementariamente, la interpretación y orientación eclesial sobre la realidad adoptaba “el punto de vista de ‘leer los signos de los tiempos’ latinoamericanos, a partir de la realidad histórica y del mundo.” Finalmente, ello derivaba en que
la Iglesia adquiere una conciencia más aguda de su misión profética en el actual momento histórico. Misión que es concebida como la trasmisión de una gran mística evangélica al gran movimiento de liberación, como la denuncia profética de todo aquello que atenta a la vocación integral del hombre latinoamericano, y como un servicio desinteresado a todo lo que lo promueve. Esta misión profética tiende a definirse en un compromiso efectivo por la causa de los pobres y oprimidos, y en enfrentamientos eventuales con los poderes tradicionales. La Iglesia Latinoamericana entra en el terreno de la ‘teología política’.[3]
Utilizando conceptos muy similares, el boletín de la Iglesia Católica de Santiago iniciaba el año 1971 publicando un artículo titulado “La liberación cristiana”, en el que haciéndose claro eco de Medellín, se reconocía el carácter estructural de las condiciones que obstaculizaban la liberación de los oprimidos del Continente, contexto ante el que “surge la necesidad urgente de cambios estructurales profundos, que permitan la creación de un hombre nuevo y el advenimiento de una sociedad más justa y fraterna.” En ese marco, “la liberación es concebida como superación de toda esclavitud y como vocación a ser hombres nuevos, creadores de un mundo nuevo.” Este hombre nuevo tomaba como símil al “Señor resucitado”, y era entendido como aquel “que dice relaciones nuevas con Dios, con los hombres, con el mundo” y que “es verdaderamente hijo de Dios, hermano de los hombres y señor de las cosas.” Así, “el hombre es enteramente libre cuando puede hacer libres a los demás, cuando puede construir libremente su historia, cuando puede llevar al mundo hacia su liberación completa.” Solo ahí, en ese trazado de alcance trascendental, “es verdaderamente ‘señor’ a imagen de Cristo ‘Señor de la historia”.[4]
De ese modo, desde la cumbre de la Jerarquía católica chilena –considerada en aquel entonces como la más progresista del continente– se advertía claramente el alcance de esta convocatoria a la liberación y lo que ello significaba. Pues bien, en este sentido fue sintomática del tipo de problemas y contradicciones que suponía la apertura de la Vía Chilena al Socialismo la editorial que, a inicios de 1971, publicaba la revista de la Compañía de Jesús en Chile, Mensaje, en la que junto con renovar su compromiso con las transformaciones sociales que el país emprendía y reforzar su lealtad a la Jerarquía, hacía una declaración que de algún modo preveía uno de los flancos que la Teología de la Liberación pronto verificaría como núcleo de conflictos al interior del mundo católico: la incidencia política de los agentes consagrados. En una tradición de activa y muy visible opinión político-contingente de la revista –fundada a inicios de la década de 1950– en esta ocasión los jesuitas se comprometían a procurar mantenerse “por encima de sectarismos”, que asociaban a los muchas veces “miopes y egoístas” intereses de los partidos políticos.[5]
Evidentemente, ello no significaba ni que la publicación, ni que los cristianos y cristianas dejasen de intervenir en política, en tanto como unas páginas más adelante el sacerdote Percival Cowley (1933-2020) anotaba, el conjunto de la institución católica –desde el saber teológico hasta el laicado– debía estar más atenta “de la encarnación de la palabra que de la mantención de ciertos ‘valores eternos’, que, por lo mismo, no salen de la categoría de la abstracción y resultan absolutamente inoperantes en la historia y en la vida de los hombres.” Por ello, un punto de tensión en la comunidad católica estaba representado por aquellos que “aprisionados por la letra, impiden la operación del Espíritu y, en esta forma, llegan a ser, también ellos, carne o cuerpo muertos”. Por ello, “no es posible seguir pensando que pueda darse un cristianismo real en la mera búsqueda de una perfección y santidad interiores. Incluso una práctica sacramental que no significara un mayor compromiso con el mundo sería terriblemente contradictoria”.[6] El mismo objetivo de dotar de legitimidad a la acción política cristiana y, más allá de ello, reflexionar sobre el alcance trascendental e inspirado de dicha incidencia en lo temporal, se evidencia en el breve artículo que, en el mismo número de Mensaje publicaba el también teólogo de los Sagrados Corazones Beltrán Villegas (1919-2019), en el que consideraba que el ánimo que la inspiración del Evangelio imprimía a cristianas y cristianos suscitaba “vigorosas energías para la acción”. Y esta acción era producto de una fe que “impulsa a realizar, aquí y ahora, en toda la medida posible, aquello que constituye el objeto de su esperanza trascendente”.
Esta indicación es de particular importancia en lo que aquí se quiere discutir, en tanto Villegas puntualizaba que si bien esta esperanza “de preferencia se sitúa en la esfera que se suele llamar ‘profana’”, entiende a ésta como “un esfuerzo anticipador” de una esperanza que se sitúa “simultáneamente” en una realización “reservada para una etapa meta-histórica”. Muy sintéticamente, la acción política contingente de las y los cristianos inspirados por el mensaje evangélico significaba “el descubrimiento de que el futuro absoluto de la esperanza se nos ofrece como un desafío del presente”.[7]
Muy similar era la expectativa que un conjunto de sacerdotes ligados al mundo universitario expresaban al inicio de la Unidad Popular, al momento en que reconocían que “lo que nos atrae es el valor ético que está subyacente a la concepción socialista”, en la que “los hombres quedan unidos en el quehacer común de crecer juntos hacia su pleno desarrollo”, labor la cual, en el caso de la participación cristiana en el proceso, debía estar inspirada por la creencia de que “la realidad no se agota en lo que puede captar y fijar nuestra mirada corta a lo inmediato, sino que está en tensión hacia la Realidad futura, ya actuante en el Hombre Nuevo, Jesucristo vivo, Señor de la Historia”.
El alcance trascendente de esta acción se reafirmaba unas páginas más adelante, al momento en que se proponía que “el cristiano no puede confundir ninguna realización temporal, por liberadora que sea, con la Liberación definitiva de la Humanidad, vivida hoy en fe, destinada a manifestarse un día, en la Vuelta de Cristo.” La relación entre el plano temporal y el sagrado se volvía así convergente: “Y si en Él está la Liberación definitiva, en nuestras manos está el romper una a una todas las cadenas que impiden al hombre ser hombre.” Para ello resultaba indispensable un mayor protagonismo de la Iglesia en el proceso de construcción del socialismo, anunciando de forma más clara “la Buena Nueva de la liberación de los oprimidos”, revelando “su dignidad y grandeza de hombres”, ayudándolos “a ser los autores de su propia liberación” a la vez que “les revelara la profundidad de la liberación de Cristo”.[8]
Una primera aproximación a lo que –desde el campo de los sacerdotes quizás más directamente comprometidos con el mundo popular y el proyecto de construcción del socialismo en Chile, agrupados en la publicación Pastoral Popular– eran las tareas de la Teología en tan particular contexto puede encontrase en la breve reflexión que los sacerdotes José Sánchez y Juan José Jansen daban a conocer en la primera parte de 1971, titulada “La Iglesia y el futuro del socialismo en Chile”, y que tenía como objetivo “que la Iglesia no sea un obstáculo en la nueva situación política y social que poco a poco se va configurando”, y más allá de ello, “que la Iglesia chilena sepa desarrollar su misión y que el cristianismo vivido para los chilenos esté presente como luz y fermento de una nueva sociedad en la marcha de la humanidad hacia la recapitulación de Cristo”. En esa senda, la función que los sacerdotes citados proponían a la teología tenía que ver con su capacidad de incidir en una dimensión “político-teológica”, que suponía oponerse a dos tendencias posibles: la “desaparición” de la Iglesia como producto del compromiso de los cristianos con la construcción del socialismo, entendido éste como la “realización del Cristo total”; o de forma antagónica a ello, la aspiración a una “Iglesia apolítica”, dedicada a “celebrar los viejos valores de una moral individualista y de un culto sin relación a la realidad temporal”. A su juicio, ambas tendencias se daban en Chile a inicios del gobierno de la Unidad Popular, y ante ellas la intencionalidad política de la Iglesia y su vertiente teológica no debía de disminuir, en tanto
La Iglesia tiene que intentar salvaguardar ahora sus tradiciones culturales y ‘religiosas’, para, con ellas, evitar que eventualmente no tenga lugar una total y absoluta desaparición de la individualidad personal bajo un estado totalitario. Pero ante todo se impone fidelidad para con el Socialismo frente a una oposición burguesa y reaccionaria. El Evangelio exige tomar partido por los pobres, lo cual actualmente solo es posible utilizando el camino político. Para ello no olvidemos que los criterios políticos de la teología han de ser críticos. En el recinto capitalista es esto fácil: la crítica se puede formular antagónicamente. En el Socialismo (al menos en su etapa inicial) ha de formularse esa crítica inmanentemente: se debe medir la ‘praxis’ socialista en razón de sus fines, esto es: la crítica ha de ser eminentemente práctica.[9]
Esa crítica práctica debía dirigirse en lo fundamental a impedir “la corrupción y la burocratización”, amenazas permanentes para el socialismo que llevaban además a la divinización del Estado, error absoluto posible de ser conjurado por la “labor crítico-política de una Comunidad Cristiana” para la que “el Estado jamás podrá convertirse en ‘kirios’.” En ese plano, los sacerdotes citados definían ámbitos específicos de intervención práctica de la Iglesia en la construcción del socialismo, iniciando por la búsqueda de un “hombre nuevo”, promoviendo un “cambio de la ‘conciencia’ del pueblo”, en particular a través de la creación de un “sentido de solidaridad” consistente en lo inmediato en el rechazo a las prácticas egoístas de consumo propias del capitalismo.[10]
Casi al mismo tiempo, desde la Fundación Obispo Manuel Larraín (institución de marcado tono progresista) se publicaba un breve opúsculo en el que se buscaba contextualizar históricamente las relaciones mantenidas por el mundo católico con el socialismo, así en Chile como en el Continente –en explicita relación con la Revolución Cubana–. En lo que aquí interesa, en sus páginas finales los autores hacían una convocatoria directa a cristianas y cristianos a unirse activamente al proyecto de la Unidad Popular, entendido como “un auténtico desafío de la historia” en el que debían “enrolarse en el ejército de los que luchan por la liberación del pueblo, participando así desde el centro del proceso, en la construcción de una patria mejor.” Este sumarse activo y decisivo de los cristianos a las tareas de la construcción del socialismo era “la única que permite aportar y criticar con propiedad la orientación del proceso”, impidiéndose con ello ser “juez al término de la jornada” ni la reclamación de un “lugar en el momento del éxito.” Así, involucrándose en la lucha, el cristiano “será actor y juez y, por lo mismo, por derecho propio se tendrá lugar y participación en el resultado obtenido.” (Condamines, Santelices y Torres, 1971).
La elaboración teológica de este tipo de formulaciones tuvo desde sus inicios a Gustavo Gutiérrez entre sus protagonistas en Chile, en tanto el sacerdote peruano participó de la jornada de reflexión pastoral de la que emanó la Declaración de los 80, un manifiesto de apoyo al gobierno de la Unidad Popular y antesala directa de la articulación de Cristianos por el Socialismo, en abril de 1971, que generó gran revuelo y fue recordada por la siguiente frase: “ser cristiano es ser solidario. Ser solidario en estos momentos en Chile es participar en el proyecto histórico que su pueblo se ha trazado.” De acuerdo al teólogo Pablo Fontaine, fue junto a Gutiérrez que se elaboró no la Declaración, pero sí sus fundamentos teológicos, que parecen importantes de citar aquí en extenso:
Rechazo de una teología dualista que distingue dos planos: uno de una fe desencarnada, que se mueve en el terreno de los principios (corresponde más bien a una fe nocional que a una fe de compromiso personal); por otra parte, diversas opciones políticas, cabiendo todas con igual derecho en la Iglesia.
Afirmación de que, por el contrario, hay una sola historia, dentro de la cual Dios va realizando la liberación de su pueblo. Según esto, para muchos cristianos hoy día, la liberación de Cristo, aquella por la cual murió, pasa concretamente por el movimiento liberador del Tercer Mundo, aunque no se agote en él.
La concepción dualista da como resultado un tipo de Iglesia que más bien detiene los cambios, a pesar de los buenos deseos de muchos de sus miembros, y un tipo de vida cristiana partida en dos, en que la fe es muy limpia, pero sin eficacia.
La concepción de ‘una sola historia’ le da todo su realismo y actualidad a la Muerte y Resurrección de Cristo y hace resaltar mejor el carácter histórico de la Palabra que se manifiesta a través de los hechos salvadores.
Esta visión de la ‘fe-compromiso político concreto’ está presente en grupos cada vez más amplios de cristianos latinoamericanos. Estos consideran que la historia de nuestro continente y estudios muy serios sobre la materia, muestran que esta liberación no puede hacerse por un camino capitalista o neocapitalista…
Para quien ve las cosas así, el compromiso revolucionario no es libre, sino que es la traducción necesaria de su fe en la acción.[11]
El desarrollo específico de estos postulados lo llevaba a cabo el mismo Gutiérrez en un artículo que Mensaje publicaba en la medianía de 1971 y que era un adelanto del aún no aparecido libro Teología de la Liberación. Perspectivas. El texto –titulado Iglesia y Mundo: crisis de un sistema teológico– sometía a crítica el esquema dual que suponía la creencia en la división entre Iglesia y Mundo, o si se quiere, entre las finalidades de la institución religiosa y las contingencias de lo temporal, estimando que esta división solo beneficiaba a los sectores conservadores y favorecidos por un statu quo de opresión y miseria. Así, “la distinción de planos sirve para disimular la real opción política de la Iglesia: por el poder establecido.” Comprendida así la implicancia política de la teoría de la dualidad Iglesia-Mundo, Gutiérrez elaboraba una superación positiva de la misma a partir del reconocimiento del carácter secularizado del mundo, que no solo justificaba la consabida “autonomía” de lo temporal, sino que mucho más allá, explicaba una nueva comprensión teológica de la relación entre historia y salvación. Así, a juicio del peruano la versión del concepto de secularización no debía limitarse a la idea de “un desprendimiento de la tutela religiosa, como una desacralización”, sino que podía proyectarse como “el resultado de una transformación en la autocomprensión del hombre”, el que se concebiría como “una subjetividad creadora” que “toma conciencia de ser agente de la historia, responsable de su propio destino”. De ese modo, “esta nueva autocomprensión del hombre trae necesariamente una forma diferente de concebir su relación con Dios”.
Así, “la secularización es un proceso que no solo se aviene perfectamente con una visión cristiana del hombre, de la historia y del cosmos, sino que favorece una mayor plenitud de la vida cristiana, en la medida en que ofrece al hombre la posibilidad de ser más plenamente humano.” Esta transformación en la relación Iglesia-Mundo que la secularización promovía permitía, siempre de acuerdo a Gutiérrez, que, con respecto a la institución eclesial, “hoy muchos cristianos –y no cristianos– se preguntan si debe, por ejemplo, usar el peso social de la Iglesia para acelerar el proceso de transformación de las estructuras sociales.” Es decir, invertir efectivamente la doctrina que proponía la neutralidad política y su ejecución en exclusiva a través del laicado y la mediación de la conciencia de éstos a partir de valores evangélicos, definiendo a la acción política activa y dirigida al cambio social como una función de cumplimiento eclesial de esos valores evangélicos. En ese nuevo contexto, mujeres y hombres de Latinoamérica “en la lucha revolucionaria, se liberan, de una manera u otra, del tutelaje de una religión alienante que tiende a la conservación del orden.” Era esa tarea, entonces, la que la Iglesia continental debía integrar dejando de lado la antinomia entre “temporal-espiritual, sagrado-profano” o “natural-sobrenatural”, entendiendo todo el proceso histórico –y en particular el de cambio histórico que se percibía en el contexto de inicios de la década de 1970– como “una afirmación de la vocación única a la salvación”, o en otras palabras, “la construcción de una sociedad justa tiene valor de aceptación del Reino o, en términos que nos son más cercanos: participar en el proceso de liberación del hombre es ya, en cierto modo, obra salvadora”.[12]
Como hasta aquí no es difícil colegir, el énfasis en el aspecto práctico que la concepción del “hombre nuevo” suponía para la reflexión cristiana derivaba más temprano que tarde en el papel político específico que no solo la comunidad cristiana en general, sino sus agentes consagrados y consagradas debían cumplir en el contexto latinoamericano. Justamente esa siempre tortuosa definición era la que buscaba explorar el teólogo Segundo Galilea, a juicio de quien el problema no debía abordarse desde la doctrina, sino desde la pastoral, en tanto “en teoría teológica no hay incompatibilidad entre el ministerio sacerdotal y las actividades temporales, incluida la política”. Así enmarcada pastoralmente, era la labor de la religiosa o el sacerdote latinoamericanos “pronunciarse y tomar posición sobre asuntos sociales, económicos, culturales muy concretos en que está en juego la liberación del hombre y la causa de los oprimidos, que es la cara histórica de la causa del Evangelio.” Esta relación con la acción y la opinión política Galilea la situaba en una posición de independencia con respecto a organizaciones políticas partidistas, “para mantener su libertad de crítica profética ante cualquier ideología o situación contingente. El profeta debe ser libre y la palabra de Dios no debe estar atada. Los partidismos políticos atan, limitan la libertad de crítica.” De modo complementario, “la independencia política facilita en el sacerdote su vocación de signo de la universalidad de la Iglesia y en su misión de crear fraternidad entre sus hermanos.” Los riesgos que suponía una opción distinta –es decir, la de la directa y militante acción política sacerdotal– eran varios: “el sacerdote se expone a ser utilizado políticamente –por falta de competencia– o a olvidar la trascendencia de su misión –por falta de responsabilidad ministerial”, así como “la tentación de abandonar el trabajo abnegado y de fe de la formación de un laicado, para reemplazarlo por la acción temporal directa.”
De forma sintética, para el teólogo chileno, los sacerdotes no debían ser “militantes políticos”, sino “místicos políticos”, capaces de mostrar la presencia divina a aquellos “cristianos comprometidos y revolucionarios” que, conforme avanzaban en su implicancia político-social, tendían a percibirla como “eclipsada” o limitada a una figura de lo “religioso y devocional”. El agente consagrado debía, entonces, “acompañar a estos cristianos, mostrándoles la presencia de Cristo y de su plan salvador a través de este quehacer, revelándose en esta ‘noche religiosa’ al Dios de la historia.” Para todo ello se requería “un nuevo lenguaje apostólico, más concreto y profético que magisterial y evocador de principios.”[13]
Ya el mismo Galilea había expuesto, poco antes que si bien no podía hablarse de un “cristianismo revolucionario” o con cualquier apellido que se le quisiese poner –en tanto no era una ideología y sí una fe en Cristo muerto y resucitado, una fe pascual–, sí debía entenderse que la espiritualidad cristiana, el ser cristiano, estaba históricamente condicionado. Y en ese momento, una de esas formas de condicionamiento era la revolución, por lo que podía establecerse “la hipótesis de una ‘espiritualidad cristiana’ o de un cristianismo para tiempos de revolución”. Y la función de este cristianismo nuevo era “acompañar eficazmente los cambios, dándoles a éstos nuevas energías y nuevos horizontes”. Así, “esta espiritualidad permitirá que el cristiano sepa ‘evangelizar’ los valores de la actual situación, sepa aplicar las exigencias del Evangelio al movimiento revolucionario, para salvarlo, humanizándolo y centrándolo en su verdadera vocación pascual.” Justamente en esa dinámica pascual era que Galilea comprendía, leía los “signos de los tiempos” que marcaban la revolución: “resurrección (liberación) y fraternidad (reconciliación)”.[14] Con más detalle:
Tener una espiritualidad cristiana del cambio significa actuar siempre bajo la exigencia de que la meta final es la liberación y la reconciliación, y empeñarse en crear actitudes y valores que permitan que ello sea realmente posible. Significa crear un dinamismo en el cual la muerte –toda transformación social, incluso la revolución violenta– no tienen sentido sino en miras a una nueva vida, a un nuevo hombre, a una nueva sociedad. A una resurrección liberadora y creadora de fraternidad. Esta liberación debe llenar todas las dimensiones del hombre y de la sociedad y alcanzar a ambos (no ser solo personal o social). En fin, significa hacer que este mecanismo sea reconciliador. La actitud espiritual del cristiano comprometido en los cambios revolucionarios, aun en los que siguen una dialéctica de lucha de clases, es la de empeñarse en que éstos desemboquen en la reconciliación. Esta reconciliación fraternal de adversarios y grupos será la prueba de que la resurrección liberadora fue eficaz, al crear una comunión fraternal. Probará también que el cambio auténticamente revolucionario es pascual.[15]
De esa forma, el teólogo chileno daba cuenta de la profunda historicidad de la existencia cristiana en América Latina, y al hacerlo, conceptuaba el compromiso revolucionario y la acción política de él derivado como aspectos posibles de ser animados por el cristianismo. Y esa relación histórica entre revolución –incluida en ella la violencia y la lucha de clases– se definía por su inscripción en la dinámica pascual de resurrección-fraternidad, que en la práctica derivaba en la acentuación del carácter solidario del cristianismo continental. Sí, solidario, tal como lo habían advertido antes los 80 sacerdotes en su Declaración. Galilea era igualmente explícito: “esta solidaridad es histórica, y en América Latina está hoy marcada por el partido de los pobres”.[16]
Muy en línea con estas orientaciones –en el sentido de la promoción de un activo y antagónico papel político por parte de los cristianos en general y los sacerdotes en particular– en agosto de 1971 un grupo de creyentes que firmaban como “cristianos miembros del pueblo oprimido” publicaban una larga arenga destinada a inclinar la acción política católica hacia el conflicto contra la burguesía y el apoyo irrestricto al pueblo trabajador, por medio de una “práctica revolucionaria” dirigida a la “liberación de los explotados”. Así, en sus primeros párrafos afirmaban estar “conscientes que la tarea fundamental es contribuir a organizar y movilizar todas las fuerzas vivas de la revolución para destruir totalmente a los explotadores como clase dominante”, en tanto, “la tarea histórica es la conquista del poder por y para los trabajadores”, ya que éstos tenían “el derecho y el deber de ser sujeto y Señor de la Historia”. Este posicionamiento era denominado “compromiso en la liberación”,[17] y derivaba de modo explícito en la ubicación de los cristianos comprometidos en un bando específico en la lucha de clases:
Hay que optar por los constructores de unidad, la clase trabajadora, es la única manera de redimir al hombre del pasado de sus frustraciones, de redimir al hombre presente porque nos estamos liberando y de construir el hombre futuro, no dividido, no quebrado, y con nuestras propias manos.
Esta opción por una clase, la clase trabajadora, es opción contra la otra clase, la clase dominadora. Entre estas dos porciones es imposible la conciliación o incluso el querer asumir una posición de neutralidad. Quienes consciente o inconscientemente lo plantean o tratan de ponerlo en práctica, son objetivamente cómplices del explotador, significa plantearse que el pueblo nunca va a ser sujeto y Señor de la Historia y por lo tanto nunca va a ser posible construir la verdadera unidad entre los hombres. Cristo-Pueblo plantea duramente: o conmigo o contra mí.[18]
De ese modo, el grupo de cristianos comprometidos con la construcción del socialismo que daban a la luz estos planteamientos exponían –sin duda conscientes de la polémica que sus postulados generarían, como Pastoral Popular advertía– algunos de los factores centrales para una reflexión teológica en torno a la liberación, que como se ha subrayado era el concepto aglutinador al ser anclado al pueblo y su tarea histórica. El compromiso político revolucionario era así el modo de ser auténticamente cristiano y cualquier interpretación contraria a ello era errada, interesada, antagónica al interés objetivo de los oprimidos que debían liberarse. Y ello se demostraba no solo con la lógica política de la lucha de clases, también con el relato bíblico y la instalación de la figura del hombre nuevo en el horizonte contingente de la historia, de forma muy similar como en el mismo periodo se llevaba a cabo en otros países del continente, particularmente en Argentina (Ruderer, 2024).
De forma si se quiere más matizada pero igualmente explícita, la revista de la Compañía de Jesús en Chile dedicaba una de sus editoriales de fines de 1971 al problema de la revolución, y lo hacía en una narrativa que retrotraía la discusión a 1962, fecha en la que Mensaje había publicado un muy polémico volumen dedicado a la Revolución en marcha, que analizaba el fenómeno a escala continental y, en lo más sustantivo, reivindicaba la participación de cristianas y cristianos en la revolución, fenómeno que debía de conceptualizarse desde el cristianismo para llenarla de sentido e impedir su deriva violenta y totalitaria (Botto, 2018; Fernández, 2017b).
Casi 10 años más tarde –e inmersos en un proceso de alcance revolucionario como la Vía Chilena al Socialismo– los jesuitas de Chile mantenían su convicción de que “todo auténtico cristiano ha de enfrentarse al hecho de la revolución en marcha y esforzarse para que esta revolución se haga sin odio, sin violencia, respetando los derechos fundamentales de la persona humana.” Y en esa dimensión, la revolución aparecía como “tremendamente urgente”, en tanto “se requiere un cambio profundo e integral de estructuras, hoy y no mañana, que dé la respuesta al jadeante e impaciente jadear de las masas.” Ese cambio supondría sin duda “renunciar a no pocas de nuestras cómodas y agradables ‘libertades’ si es preciso asegurar así la libertad, la liberación de la gran mayoría”. Ese escenario de urgencia y licitud de la revolución obligaba entonces al cristiano a imprimir su impronta en el proceso, que estaba definida por la inyección de esperanza, en tanto “una revolución desesperada está condenada al fracaso.” Esta esperanza cristiana no debía ser confundida con la utopía, ya que “el utopista sueña. El que espera combate realmente sabiendo que por grandes que sean los obstáculos saldrá adelante.” De forma complementaria, “el cristiano debe aportar también con amor. Con su ejemplo e influencia debe impedir que la revolución se deshumanice; debe despojarla de venganzas, de resentimientos, de ambiciones, de afanes de lucro, de violencia inútil, de injusticia”.[19]
Así, el contexto inmediato de recepción de Teología de la Liberación estaba, en el caso chileno, marcado intensamente tanto por la agudización de la politización de muchos agentes consagrados, como por la apertura de un proceso de acelerado cambio histórico y una persistente polémica al interior del campo católico en torno no solo a los alcances de ese contexto histórico, sino que en lo profundo al papel que en él jugaban cristianas y cristianos. En ese conjunto de dilemas y coyunturas, la apelación a la teología, su orientación, sus interpretaciones e incluso su función en la práctica fue una constante. Teología de la Liberación. Perspectivas no haría sino profundizar la controversia.
Teología de la Liberación. Perspectivas: expectativas y críticas
Tras la mención del artículo de Gustavo Gutiérrez que adelantaba algunos contenidos de su aún inédita Teología de la Liberación que antes se anotaba, la primera cita explícita a dicha corriente teológica se halla en la última parte del extenso análisis que el teólogo Pablo Fontaine (1925-2024), de los Sagrados Corazones, hacía en torno a los últimos 20 años de la Iglesia Católica chilena, que al momento de situar a ésta en los marcos de la Vía Chilena al Socialismo consideraba se abría “un camino, aquí como en toda Latinoamérica, a una Teología de la Liberación, es decir a una reflexión a partir de la praxis revolucionaria, confrontada con el Evangelio” que debía impulsar a la Iglesia a mantener “una mayor cercanía con los sectores proletarios”, dejando atrás su vínculo “con los señores de la tierra” y los empresarios industriales” y alentando a cristianas y cristianos a “aportar con modestia, pero con firmeza, la dinámica de su Esperanza y la fuerza de su Evangelio”.[20]
El interés de Mensaje por la Teología de la Liberación se vio reforzado por la temprana publicación de un análisis de la bibliografía inmediata sobre la corriente, entendida como capaz tanto de “dejar de ser un pensamiento puramente reflejo, eco siempre pobre del pensar europeo”, como de representar “una palabra crítica a la luz de la fe” que “da razón de la esperanza vivida por la comunidad cristiana, en particular por aquellos que se comprometen en el proceso político de liberación”.[21] De modo muy sintético, el jesuita Fernando Montes (1938-) –quien redactaba el artículo– indicaba
Esta teología reflexiona más el hacer que el decir de los cristianos. La praxis, el aspecto activo de la vida cristiana recobra un lugar que había perdido. En lugar de interesarse casi exclusivamente por lo doctrinal, por la ortodoxia, la teología de la liberación, con un sentido muy evangélico, insiste más en una ortopraxis (la verdad del actuar). En la construcción de la historia humana –en este sentido la política es fundamental– y no en otro lugar el hombre se abre al don del Señor y descubre la verdad de su fe. Con tal visión se van superando falsos dualismos que tienden a privatizar la fe, a alejar a los cristianos de la construcción del mundo. Parece innecesario recordar que este hacer de los cristianos, esta tarea de construir un mundo, debe definirse como lucha liberadora, sobre todo en un continente oprimido y explotado, donde no pueden florecer una vida ni una comunidad humana.[22]
El resultado de todo ello era lo que el jesuita denominaba un “vuelco metodológico” que suponía el rechazo a la “reflexión ahistórica y abstracta” y su reemplazo por el hecho de que “la realidad histórica, la praxis liberadora, se convierten en punto de partida, referencia continua y lugar teológico privilegiado.” Coherentemente, la teología dejaba de mantener un “diálogo exclusivo” con la filosofía, y se aproximaba a las Ciencias Sociales, cuyos hallazgos eran “la ‘palabra primera’ sobre las que la teología dice su ‘palabra segunda’”. Los autores que mejor representaban para Montes el nuevo enfoque teológico eran Gustavo Gutiérrez, Hugo Assman (1933-2008) y Juan Luis Segundo (1925-1996) y Teología de la Liberación. Perspectivas le merecía un abierto elogio, en tanto su autor estaba inspirado “en el Evangelio y en la experiencia de tantos hombres comprometidos a veces hasta la muerte con el proceso liberador de América Latina”, inspiración que se complementaba con profunda erudición y la lectura crítica de la teología de su tiempo.[23]
En la misma línea, el chileno destacaba la definición que la obra proponía de la misma teología, entendida “como reflexión crítica de la praxis histórica a la luz de la fe”. De forma programática, el análisis de Montes remarcaba la superación que el uso del concepto de liberación suponía en relación con las previas y alternativas teologías del desarrollo, en tanto el primer concepto “recalca una ruptura con el mundo opresor y sus causas”, acentuándose además “que el hombre debe ser el agente de su propio destino, conquistador de una libertad cada vez más profunda”. Del mismo modo, liberación poseía más “armónicos teológicos”, es decir, precedencias bíblicas. Por todo ello, y como poderosa síntesis del planteamiento de Gutiérrez, Montes destacaba “la afirmación de la existencia de una sola historia”, que posibilitaba la comprensión de “la relación entre liberación y salvación”, relación que derivaba en que “transformar este mundo es situarse en un proceso salvífico” que era protagonizado por el ser humano, quien “destruyendo la opresión, liberándose políticamente, va haciendo posible la reconciliación entre los hombres y con Dios.” Por la misma razón, ello implicaba que “la Iglesia deja de ser el centro, el lugar exclusivo de la acción salvadora de Dios”.[24]
De modo complementario, el seguimiento de la principal publicación teológica de Chile –Teología y Vida, de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile– permite dar cuenta tanto de visiones críticas como de entusiastas apropiaciones. Así, un análisis abiertamente crítico a la obra de Gustavo Gutiérrez se publicaba en la medianía de 1972, firmado por el sacerdote y profesor de teología Maximino Arias (1935-2000), en el que se insistía, entre otros puntos, en ubicar a Teología de la Liberación en una tradición teológica proveniente de la Teología Política, así como en distinguir puntos de fricción –en particular en su relación con la acción política y el marxismo– con las fuentes tradicionales de reflexión teológica. Así, para Arias el contexto específico en que se desenvolvía el trabajo de Gutiérrez era aquel “de la acción práctica de grupos de cristianos comprometidos políticamente con una nueva sociedad libre”, en el ámbito específico de Latinoamérica. Ese solo encuadre suponía un flanco de crítica, en tanto, por un lado, se verificaba la “parcialidad y generalización en el análisis de respuestas políticas anteriores” y se privilegiaba “la praxis de pequeños grupos de laicos y sacerdotes”. Por otro, la generalización a su vez de la entidad ‘Latinoamérica’ implicaba la abstracción de “las nuevas alienaciones surgidas en países que han hecho la revolución (Cuba) o están intentando hacerla (Chile).”[25]
Sobre el mismo punto, es decir, integrando una visión contraria a las relaciones políticas entre cristianismo y marxismo, Arias concluía en este primer acercamiento que la mirada de Gutiérrez ponía “el concepto de liberación en relación con dos obstáculos que parecen fundamentales: alienación de clases y dependencia”, pero dejando de lado el a su juicio hecho de que “respuestas semejantes a las que propone Gustavo Gutiérrez han conducido a grandes fracasos y sin aportar, además, soluciones para una liberación que no solo movilice para destruir sino para organizar y participar solidariamente en la construcción de la nueva sociedad”. La deriva estrictamente política de todo lo anterior Arias lo subrayaba al anotar la que a su entender era una de las características centrales de Teología de la Liberación: al momento de insistir el teólogo peruano en la centralidad de la acción política de los cristianos, restringía ésta a la “política partidista”, situada “en el campo político socialista”, aquel que “cree ver en la lucha de clases una ‘realidad independiente de nosotros y de nuestras ideas o preferencias’”, como el mismo Gutiérrez había sostenido. Era ese punto en el que justamente para Arias se develaba una debilidad del análisis de la perspectiva liberacionista, que no sometía a crítica “las formas concretas que tiene este compromiso político cristiano”, más aún cuando podía asociarse tácticamente con opciones que “pueden o no pueden ser cristianas”. De esa forma, “en ninguna parte se ve una actitud crítica frente a los cristianos comprometidos” y sí hacia “la sociedad y la Iglesia institucional”.[26]
Junto a este cuestionamiento a la inclinación desmedida que Teología de la Liberación tendría hacia lo temporal en clave marxista, Arias desenvolvía en su artículo un conjunto de argumentaciones referidas a aspectos si se quiere estrictamente teológicos, poniendo en un primer momento en duda la validez del hecho de que la reflexión de Gutiérrez ubicara en un plano de igualdad dos fuentes de reflexión teológica: el Evangelio y la praxis, lo que para Arias derivaba en que “la síntesis que promueve la Teología de la Liberación sea un tanto apresurada y peque de extrincesismo”, entendido este último concepto como la subordinación de la Iglesia en la operación de salvación, en tanto Arias denotaba que en el texto de Gutiérrez las referencias a la institución eclesial se acotaban a la idea de ‘signo’, ‘función’ o ‘medio’, desconociendo la tradición teológica en la que “la Iglesia institucional es la causa de la Salvación”, ya que “Dios ha querido realizar la salvación del mundo con vistas a la Iglesia” y por ello, “sin Iglesia no hay salvación y toda gracia salvadora se da en orden a la Iglesia Católica”.[27]
Una furibunda respuesta a los postulados de Arias emanó desde el Grupo Calama, organización de sacerdotes-trabajadores que hacían suya una aplicación rigurosa del ministerio religioso como empatía de vida con la clase obrera y sus experiencias (Carrier, 2014). En voz de Theo Hansen, se criticaba, en primer lugar, la posición desde la que Maximino Arias enunciaba, “detrás de un escritorio de la Facultad de Teología”, antípoda del lugar de reflexión de Gutiérrez, “la praxis experimental”. Así, la del peruano era una actitud opuesta a la “contemplación”, que derivaba en el auténtico “hacer teología en un contexto de praxis liberadora”. De forma sistemática, el siguiente paso de Hansen era el cuestionamiento a la recomendación de Arias de incorporar una teología hermenéutica al pensar latinoamericano, que el primero definía más bien como un “vía crucis” que la teología continental bien podía saltarse, ya que “¿no es precisamente tarea y originalidad del pensamiento latinoamericano el elaborar una hermenéutica que parta de su propia situación histórica?”. La imposición de la teología hermenéutica europea representaba “la reducción típica a una espiritualidad privatizante”, en la senda de la “prioridad idealista de la teoría sobre la praxis”,[28] que significaba en el fondo –en la relación entre Evangelio e historia– partir
de una concepción idealista u ontologizada de esa Palabra, para postular la necesidad de una comprensión cada vez más nueva de ella. Pero, ¿no hay que indagar y analizar siempre las condiciones socio-históricas y culturales en que la Palabra de Dios es articulada como tal y trasmitida? Al sugerir la preexistencia de la Revelación a la historia concreta, no se puede hacer justicia a la relación dialéctica entre teoría y praxis.[29]
El efecto deshistorizador de esta operación derivaba –siempre para Hansen– en que la “comunidad eclesial” y la “Iglesia institucional” eran de alguna forma idealizadas, cuando lo imprescindible era emprender “un análisis crítico de la Iglesia institucional, en su contexto histórico” para descubrir “las condiciones indispensables para que ella pueda ser instrumento de salvación aquí y ahora.” De esa forma, de acuerdo al holandés, debía ser posible una tercera opción entre los polos de “la reducción del cristianismo a una mera praxis política” y “el abandono de la construcción de la sociedad en una postura contemplativa frente a un mundo sujeto a fuerzas irracionales”. Esa posibilidad partía en la convicción de que “una relevancia positiva” del Evangelio no se lograba “mediante una reformulación adaptativa, que, por último, no es más que una repetición” sino que a través de “una praxis nueva y estructurada de liberación, que de ninguna manera puede ser apolítica.” Ese cariz político no podía ser otro que el revolucionario, y en esa lógica, Hansen reconocía que la “praxis revolucionaria no es automáticamente una praxis cristiana y liberadora”, pero sí era el tipo de espacio a partir del cual la Iglesia podía sostener “su aporte propio crítico en el proceso revolucionario”. De forma tajante, y ya cerca del final de su misiva, el sacerdote-obrero resolvía el debate: “que la política revolucionaria y la mística cristiana se excluyen a priori lo puede afirmar solo aquel que, por último, no está interesado en ninguna de las dos”.[30]
Se articulaban así, de forma polémica, al menos tres esquemas de recepción teológico-político de la Teología de la Liberación: por un lado, aquel que resaltaba su novedad y autenticidad continental, valorando lo situado de su centralidad en la praxis pero advirtiendo los riesgos de su limitación a lo estrictamente temporal; por otro, la interpretación que subrayaba justamente ese último aspecto, y que aun a costa de “debilitar” el componente trascendental fijaba como primera tarea la lucha política y la asunción de todos sus costos. Finalmente, la estricta oposición a ambas lecturas, concentrada, en el fondo, en intencionar la primacía de la doxa sobre la praxis y el papel central de la Iglesia institucional en la tarea de la liberación, entendida en lo fundamental como salvación.
En esa senda, el impacto y profundidad que el concepto de Liberación –y la teología a él asociada, por supuesto– seguirá su desenvolvimiento a lo largo de 1973, siendo sintomático de ello que la publicación católica que mayor intensidad de compromiso manifestaba con la Unidad Popular, Pastoral Popular, decidiera cambiar su nombre por el de Liberación Popular, acto que justificaban en el hecho de que “la mayor parte de nuestros subscriptores tienen una postura progresista” y estaban comprometidos –a lo largo de todo el Continente– con “los cambios tanto en la sociedad como en la Iglesia”. Por ello, los mismos temas que la revista tocaba se habían ampliado desde lo más estrictamente “pastoral” hacia “artículos que describen y evalúan la realidad con elementos científicos, textos teológicos de divulgación, artículos con experiencias de base, testimonios de un cristianismo renovado en el compromiso con la lucha del pueblo, textos de grupos cristianos progresistas y expresiones directas del pueblo.” Todo ello redundaba en que liberación era el concepto que permitía ilustrar el hecho de que –para los editores– “el pueblo latinoamericano está gestando su futuro, y en ese proceso de liberación está nuestro Dios y nuestro hermano Jesucristo”.[31] De forma dramática, ese camino de liberación fue interrumpido el 11 de septiembre de 1973, y víctimas directas de ello fueron muchos cristianos y cristianas comprometidas con la Unidad Popular, así como el conjunto de las organizaciones de izquierda, en torno a la defensa de cuyos Derechos Humanos la Iglesia Católica chilena encontró un nuevo horizonte de vínculo con el mundo y la acción política (Jordá, 2001; Lowden, 1996).
Dicho ello, sin embrago, resulta importante anotar aquí que tras el golpe de Estado, la revista Teología y Vida dedicó su último número del año de forma exclusiva a la publicación de la labor recopilatoria que desde inicios de 1973 había realizado el Seminario Latinoamericano de la Facultad de Teología de la Universidad Católica, en la que se incluían textos de Gustavo Gutiérrez, Hugo Assman, Leonardo Boff (1938-), José Miguez Bonino (1924-2012), Eduardo Pironio (1920-1998), Leonidas Proaño (1910-1988), Enrique Dussel (1934-2023) y Juan Carlos Scannone (1931-2019), entre otros. Es decir, la revista podía ser entendida como un lugar de encuentro entre las proposiciones centrales de los teólogos de la liberación y algunos de sus críticos, siempre en el campo teológico latinoamericano.[32] Una segunda fase, esta vez analítica, del mismo proyecto fue la publicación, a inicios de 1974, de un artículo referido a la Teología de la Liberación en la misma revista, que buscaba someter a crítica “el significado que la polaridad ‘teoría-praxis’” tenía en esta corriente de pensamiento teológico latinoamericano. Esta centralidad se derivaba de la genealogía que emparentaba a la Teología de la Liberación con la Teología Política, en tanto en ambas “la referencia a la praxis es un imperativo de la conciencia cristiana que quiere validarse como histórico-concreta.” O en otras palabras, estas líneas de reflexión teológica buscarían “superar la a-historicidad del teologizar y articular un método teológico que permita una consideración positiva de la historia”. Esta incorporación activa de la historia se traducía, además, en la inclusión del marxismo como método de comprensión de la vida histórica y, por ello, el predominio de la acción política en la relación del pensar teológico y el mundo, al momento en que lo político era definido como “la determinación en concreto de la cualidad histórica del sujeto libre.” Todo el ejercicio crítico se fundaba en la aplicación de una hermenéutica sobre estos problemas, a despecho de quienes considerasen que cualquier intento de “ensayo de hermenéutica teológica es impropia porque europeizada”, que a juicio de los autores no era más que una expresión de “provincialismo”.[33]
El texto ejemplar seleccionado para llevar a cabo el análisis de la relación teoría-praxis no será otro que Teología de la Liberación. Perspectivas, de Gustavo Gutiérrez, que era evaluado como un aporte original en tanto “que la verdadera novedad de este programa era hacer teología a partir de los problemas que agitan a la Iglesia Latinoamericana”. Sin embargo, “una vez fijada la problemática, el modo de reflexionar no difiere fundamentalmente del tradicional” en tanto “se piensa el problema en cuestión desde la Escritura, la Tradición, la historia de la Iglesia o el saber teológico acumulado, que contendría en si una virtualidad suficiente como para responder a todas estas preguntas.” Desde esa perspectiva, “lo único diferente es que, a veces, el análisis social reaparece en la reflexión teológica”. Por tal razón –y coherentes con los objetivos que los autores se habían propuesto– una sección muy sustantiva del artículo en cuestión hacía referencia, primero, a la noción de teoría y praxis en el pensamiento de Karl Marx, y luego, al uso de la misma diada en la teología política europea. Muy sintéticamente, en el análisis del marxismo se concluía una suerte de circularidad o tautología de base, en tanto la supuesta primacía de la praxis sobre el hacerse del ser humano –con la función específica del trabajo en esa operación– derivaba en la determinación de ésta sobre cualquier teoría que a partir de la vida histórica se pudiera elaborar. Así, toda teoría “se constituirá inevitablemente como un ‘reflejo’ de la práctica ya dada; como una teoría ‘post festum’, que no puede hacer otra cosa que servir de racionalización legitimadora de una praxis ya objetivada y determinada a espaldas de toda teoría”, y por ello “tal teoría no puede pretender sino constatar los resultados erráticos de una praxis orientada, en último término, sólo por los imperativos de la necesidad histórica”.[34]
En lo referido a la teología política, esta resultaba para los autores un punto de referencia para la comprensión de la teología de la liberación por el hecho de que “ambas introducen en el lenguaje teológico las categorías teoría-praxis”, destacándose en ello autores como J. B. Metz (1928-2019) y J. Moltmann (1926-2024). Justamente el primero de ambos era extensamente citado por el artículo aquí revisado, destacándose la proposición de que “el llamado problema hermenéutico fundamental de la teología no es propiamente el problema de las relaciones entre teología sistemática y la histórica, entre el dogma y la historia, sino entre la teoría y la praxis, entre la comprensión de la fe y la praxis social”, de lo que se derivaba que la relación entre política y teología “no tiene nada que ver con una neo-politización reaccionaria de la fe. Pero si tiene mucho que ver con el desarrollo de la potencia crítico-social de esa fe".[35]
Sin embargo, para los teólogos redactores del texto, había una diferencia fundamental entre este acercamiento de la teología política al problema de la teoría-praxis y el que llevaba a cabo la teología de la liberación, ya que en la primera “nunca se habla de la praxis como punto de partida de la reflexión que se pretende, ni tampoco praxis designa la acción más o menos determinada de cierto grupo de cristianos. El planteo es mucho más formal y atento a la historia y desarrollo del pensamiento”, en tanto se enmarcaba el enfoque en la comprensión de las características específicas que la Ilustración imponía a la modernidad, en términos de uso de la razón en el ámbito público y la exigencia de la agencia en ese espacio de intercambio racional. En ese contexto, la labor teológica central sería, en primer lugar, la “desprivatización del Evangelio” y el uso de la disciplina teológica como una herramienta para cumplir con “las exigencias de criticidad que la razón moderna establece para que pueda darse un conocimiento no ideológico o falseado”, es decir, una función al mismo tiempo teórica que práctica. Distintamente, en la teología de la liberación “el interés primario es ser prácticos”.[36]
Todo lo anterior, es decir, la suma de las conceptualizaciones en torno a teoría-praxis realizadas por el marxismo y por la teología política, les permitía a los autores llegar a una serie de conclusiones en torno a la teología de la liberación, la primera de las cuales hacía referencia a una suerte de déficit de sustento filosófico de ésta, a diferencia de la reflexión elaborada en Europa. Dicho ello, sin embargo, se saludaba la pertinencia y originalidad de la teología de la liberación, en tanto representaba “un ensayo de inteligencia histórica” sobre las condiciones específicas del catolicismo en el continente, más aún cuando “una de las grandes fallas de la Iglesia latinoamericana ha sido el autoeximirse de una reflexión más seria sobre sus problemas y evadirse en los que han tenido una influencia vital sólo en otros continentes. Es esta conciencia de culpa la que encierra la discusión en torno a una ‘teología latinoamericana’”.
Este programa, en su ejecución, perdería su carácter novedoso y se mantendría en el marco del obrar teológico tradicional, es decir, “los interrogantes son tratados a la luz de la Escritura, la historia de los dogmas, la historia de la Iglesia, las declaraciones del Magisterio”, derivándose de ello el hecho de que “cuando se trata de "iluminar" los problemas desde la fe, hay un salto hacia el saber acumulado de la Iglesia y se pierde la relación íntima con el punto de partida. Es como si la praxis histórica quedara exterior a la teología: es su punto de partida, pretende ser su punto de llegada, pero no está presente en el quehacer teológico propiamente tal”.[37] Es decir, que no era la praxis el factor que dinamizaba y ponía en movimiento el pensar, sino que se convertía en la obra del peruano en un hito estático y rápidamente derivado en ideología. En palabras de los autores que aquí se han seguido
A este modo de pensar subyace la asunción acrítica de una determinada praxis revolucionaria latinoamericana como lo positivo desde el punto de vista cristiano, y por lo tanto, como punto de partida de la reflexión teológica. Parece suponerse que esa praxis revolucionaria es la depositaria del sentido de la historia y que puede ser determinada como punto de partida sin requerir una mayor explicitación. El resultado de esta manera de pensar que no asume realmente los condicionamientos del problema teoría-praxis, es que la teología que brota de allí viene a ser una crítica de otras praxis o de otras teorías y una justificación ideológica de la praxis elegida como punto de partida. No aparece claro cómo esta teología de la liberación se puede constituir en instancia crítica de la misma praxis histórica revolucionaria que es su punto de partida. En el fondo, la praxis histórica es tomada como punto de arranque del teologizar, pero no como objeto de reflexión crítica. Por esta vía la teología de la liberación puede recaer en una nueva teoría ‘reflejo’ que legitima una praxis ya dada y objetivada, y como tal cumplir el papel de una ideología, que a su vez genere una praxis fetichizada o ideológica y no una praxis revolucionaria.[38]
De ese modo, y ya en el marco de la destrucción de la Vía Chilena al Socialismo –y por ello en el giro radical del contexto de recepción de la Teología de la Liberación– el análisis teológico insistía en una crítica hacia la centralidad de la praxis, ya fuese por su efecto reductor de lo trascendente, ya por la insuficiencia de su uso auténticamente productor de reflexión teológica. Sin duda con una temporalidad que incluye dentro de sí la experiencia de la Unidad Popular como un proceso integral, es decir, ya concluido tras el 11 de septiembre, los últimos teólogos citados ponían el acento en la incapacidad del enfoque teológico de la liberación por ajustar las mismas prácticas revolucionarias, y con ello, quedarse atado a la especulación teológica antes que la acción correctora que, desde un inicio, sectores del pensamiento católico demandaban para una teología en tiempos de revolución.
Conclusión
El análisis del contexto y recepción de la obra de Gustavo Gutiérrez que aquí se ha propuesto permite sintetizar un conjunto de conclusiones útiles para comprender las relaciones entre catolicismo y política en el Chile del periodo, y junto a ello, las tensiones institucionales e intelectuales que se derivaron de ello. Así, en un primer lugar aparece como relevante destacar la noción de la “secularización como oportunidad” que parecía estar detrás del uso del concepto de liberación como clave temporalizada, como “umbral de época” (Koselleck, 2009) para vastos sectores del catolicismo chileno y latinoamericano, en tanto la conquista de dicho concepto suponía una apertura a la transformación –incluso revolucionaria– del mundo, así como el alcance de la salvación de corte escatológico. Muy lejos de cercenar o bloquear las oportunidades de eficiencia del cristianismo, esta acepción de secularización lo potenciaba y le asignaba nuevas responsabilidades.
De esa forma, la liberación y la teología vinculada al concepto construyó un lugar de convergencia entre trascendencia y contingencia en la figura del “Hombre Nuevo”, que en un contexto de ánimo revolucionario en América Latina parecía reunir a los objetivos de cambio social propios de la izquierda con los preceptos evangélicos de salvación ultraterrena. Ese “Hombre Nuevo” contaba a su vez con la activa responsabilidad del compromiso con el pueblo –el verdadero “Señor de la Historia”– y con la política como campo privilegiado de acción. Esta conjunción volvía, una y otra vez, urgente la definición de los alcances de la acción política cristiana, problema en el que se enfrentaban sectores muy visibles de sacerdotes y la Jerarquía eclesial.
Este proceso de politización sacerdotal significaba –en una de sus dimensiones– la puesta en cuestión del carácter unitario o eucarístico de la función de hombres y mujeres consagradas, así como la aplicación del principio “o conmigo o contra mí” en un contexto de agudización de la lucha de clases. El hecho de que Teología de la Liberación. Perspectivas fuese recepcionado, comentado y analizado en este contexto permite relevar algunos puntos interesantes para un análisis de la teología como lugar de polémica político-intelectual. Así, junto con destacarse la temprana recepción del texto y la corriente de pensamiento en cuestión, las expectativas en su torno fueron desde un inicio muy intensas, en gran medida debido al horizonte estratégico que el concepto Liberación suponía.
El efecto de renovación del pensar teológico y su carácter situado en la realidad del Continente, invitaba a conjugar las historias profana y sagrada en un solo proceso liberador. Esta convergencia permitía –para algunos de los intérpretes– la necesidad del abierto y explícito compromiso de la Iglesia Católica y sus miembros con la causa de la Unidad Popular; y para otros, la necesidad de que la disciplina teológica y el cristianismo en tanto tal operasen en un “modo crítico”, equidistante a la vez del statu quo de la dominación y de las potenciales derivas burocratizantes y autoritarias del socialismo. De forma análoga, las amenazas que ambos procederes suponían, eran una razón de crítica para los sectores más distantes políticamente del gobierno, que observaban en la politización del catolicismo su conversión en ideología y la pérdida de su potencial reconciliador. Todo ello bien puede servir para comprender no solo el quiebre al interior del catolicismo chileno que se evidenciaría con claridad tras la formación de Cristianos por el Socialismo, sino también el progresivo distanciamiento que la Jerarquía en particular experimentó con respecto al gobierno de la Unidad Popular y su temprano –aunque breve– apoyo al Golpe del 11 de septiembre de 1973 (Ruderer, 2025).
Referencias Bibliográficas
Andes, S. y Young, J. (Eds.). (2016). Local Church, Global Church. Catholic Activism in Latin America from Rerum Novarum to Vatican II. Washington: The Catholic University of America Press.
Beigel, F. (2011). Misión Santiago. El mundo académico jesuita y los inicios de la cooperación católica internacional. Santiago: LOM.
Botto, A. (2018). Catolicismo chileno: controversias y divisiones (1930-1962). Santiago: Ediciones Universidad Finis Terrae.
Campos, E. (2016). Cristianismo y Revolución. El origen de Montoneros. Buenos Aires: Edhasa.
Carrier, Y. (2014). Teología Práctica de Liberación en el Chile de Salvador Allende. Santiago: Ediciones Ceibo.
Condamines, C., Santelices, R. y Torres, S. (1971). Los cristianos frente al socialismo. Antecedentes históricos. Talca: Fundación Obispo Manuel Larraín.
Fernández, M. (2017a). Un reino de este mundo: la controversia en torno a Cristianos por el Socialismo. Chile, 1970-1973. En Sanchez, M (Ed.), Historia de la Iglesia en Chile, Tomo V (pp. 149-200). Santiago: Universitaria.
Fernández, M. (2017b). La reconceptualización católica de la revolución: el pensamiento cristiano frente al cambio histórico, Chile, 1960-1964. Hispania Sacra, 140, 735-753. Recuperado de: https://hispaniasacra.revistas.csic.es/index.php/hispaniasacra/article/view/720/719
Fernández, M. (2017c). La tierra no es el cielo, pero el cielo comienza aquí en la tierra. La cuestión del clericalismo en el campo político y el pensamiento católico chileno, 1960-1964. Historia, 1(50), 11-47. Recuperado de: https://www.scielo.cl/pdf/historia/v50n1/art01.pdf
Fernández, M. (2019). Tiempos interesantes. La Iglesia Católica chilena entre el Sínodo y la toma de la Catedral, 1967-1968. Santiago: Ediciones UAH.
Jo, Y. (2005). Sacerdotes y transformación social en Perú (1968-1975). Ciudad de México: UNAM.
Jordá, M. (2001). Martirologio de la Iglesia Chilena. Juan Alsina y sacerdotes víctimas del terrorismo de Estado. Santiago: LOM.
Koselleck, R. (2009). Introducción al Diccionario histórico y conceptos político-sociales básicos en lengua alemana. Anthropos, (223), 92-105. Recuperado de: https://s99e4c72426465614.jimcontent.com/download/version/1520447397/module/8004017869/name/Reinhart%20Koselleck-Dossier-Anthropos-2009%20corregido.pdf
Lowden, P. (1996). Moral opposition to authoritarian rule in Chile, 1973-90. New York: St. Martin's Press.
Löwy, M. (1999). Guerra de Dioses. Religión y política en América Latina. México: Siglo XXI.
Martin, P. (1992). El Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo: un debate argentino. Buenos Aires: UNGS.
Pérez, V. (2016). Los orígenes de la Teología de la Liberación en Colombia: Richard Shaull, Camilo Torres, Rafael Ávila, “Golconda”, Sacerdotes para América Latina, Cristianos por el Socialismo y Comunidades Eclesiales de Base. Cuestiones Teológicas, 43(99), 73-108. https://doi.org/10.18566/cueteo.v43n99.a04
Ramírez, J. (2006). El movimiento sacerdotal ONIS. La Iglesia en el Perú ante las demandas de justicia social, 1968-1975 (Tesis de licenciatura inédita). Universidad Nacional de San Marcos, Lima, Perú.
Ramminger, M. (2019). Éramos Iglesia…en medio del pueblo. El legado de los Cristianos por el Socialismo en Chile, 1971-1973. Santiago: LOM.
Restrepo, J. (1995). La Revolución de las Sotanas. Golconda 25 años después. Bogotá: Planeta.
Ruderer, S. (2024). Legitimación religiosa de la violencia en Chile y Argentina en los años 1960 y 1970. Reflexao, 49, 1-14. https://doi.org/10.24220/2447-6803v49a2024e13089
Ruderer, S. (junio de 2025). ¿La Iglesia católica como pilar de la dictadura? El informe reservado de la Conferencia Episcopal de Navidad de 1973. Ponencia presentada en el Seminario Resultados recientes en la investigación sobre Historia del Catolicismo, Santiago, Chile.
Schnoor, A. (2019). Santa desobediencia. Jesuitas entre democracia y dictadura en Chile, 1962-1983. Santiago: Ediciones UAH.
Touris, C. (2021). La constelación tercermundista. Catolicismo y cultura política en la Argentina, 1955-1976. Buenos Aires: Biblos.
Zanca, J. (2021). Intelectuales y cultura católica: algunos problemas metodológicos y conceptuales. Sociohistórica, (47), e127. https://doi.org/10.24215/18521606e127
Notas

