Dossier

Los varones reaccionan: masculinidades en el Novecientos uruguayo

The reaction of men: Masculinities in Uruguay’s 1900s

Inés Cuadro Cawen
Universidad de la República. Agencia Nacional de Investigación e Innovación, Uruguay

Avances del Cesor

Universidad Nacional de Rosario, Argentina

ISSN: 1514-3899

ISSN-e: 2422-6580

Periodicidad: Semestral

vol. 20, núm. 29, 2023

revistaavancesdelcesor@ishir-conicet.gov.ar

Recepción: 13 Marzo 2023

Aprobación: 15 Agosto 2023

Publicación: 05 Diciembre 2023



DOI: https://doi.org/10.35305/ac.v20i29.1884

Resumen: En este artículo, nos interesa abordar el impacto que los planteamientos igualitarios y emancipadores impulsados por los primeros movimientos feministas en Uruguay tuvieron en los varones, en relación a los cambios en las dinámicas de género. Para lograrlo, se examinan las diversas formas en que se manifestó la resistencia masculina para aceptar y adaptarse a dichos cambios. También se identifican los síntomas de la crisis de la "masculinidad hegemónica" y se exploran los mecanismos empleados para superarla. Sin embargo, es importante destacar que algunos varones apoyaron las demandas de las mujeres y demostraron una sensibilidad positiva hacia los cambios que estos implicaban para la masculinidad tradicional. Por lo tanto, también abordaremos el surgimiento de nuevas masculinidades como otro aspecto relevante.

Palabras clave: masculinidades, Uruguay, género, Novecientos, antifeminismos.

Abstract: In this article, we are interested in addressing the impact that the egalitarian and emancipatory approaches promoted by the first feminist movements in Uruguay had on men, in relation to changes in gender dynamics. To achieve this, the different ways in which male resistance took place, are examined. The symptoms of the crisis of "hegemonic masculinity" are also identified and the mechanisms used to overcome it are explored. However, it is important to highlight that some men supported the women's demands and demonstrated positive sensitivity towards the changes they implied for traditional masculinity. Therefore, we will also address the emergence of new masculinities as another relevant aspect.

Keywords: masculinities, Uruguay, gender, 900’s, anti-feminisms.

Introducción​

La construcción de identidades de género, tanto individual como colectivamente, abarca un conjunto de discursos, prácticas y representaciones que definen lo que significa ser hombre o mujer, así como la relación entre ambos. A principios del siglo XX, las mujeres experimentaron cambios significativos al adentrarse en el ámbito profesional, la política, la administración pública, los sindicatos y los medios de comunicación, entre otros espacios. Estas trasnformaciones impactaron en la constitución subjetiva de sus feminidades y cuestionaron algunos estereotipos de género. En este artículo, nos centramos en el impacto que estas modificaciones en la feminidad tuvieron en la construcción de las masculinidades.

La masculinidad tiene una historia propia y está sujeta a relaciones de poder tanto con las mujeres como con otros hombres. Sin embargo, sobre todo, es reactiva a los cambios en la feminidad.[1] Por lo tanto, cuando las mujeres cuestionan su situación de subordinación, como ocurrió en el siglo XX, los varones reaccionan. Dado que las relaciones de género se basan en la supremacía masculina, la mayor libertad y la conquista de ciertos derechos por parte de las mujeres implicaron la pérdida de algunos privilegios para los hombres. La resistencia generada por esto se reflejó en un aumento de la violencia discursiva y física hacia las mujeres. Por lo tanto, uno de los objetivos de este artículo es identificar los síntomas de la crisis de la "masculinidad hegemónica" y explorar los mecanismos utilizados para superarla.

A pesar de esta resistencia, se hizo necesario redefinir la masculinidad normativa, lo que permitió que algunos hombres rompieran con estereotipos de género que resultaban opresivos. Por lo tanto, también analizaremos el surgimiento de nuevas masculinidades que se alinearon mejor con los cambios en las feminidades y buscaremos identificar cómo se manifestaron.

El período de estudio abarca las primeras décadas del siglo XX, con cierta flexibilidad en relación a lo que comúnmente se conoce como "Novecientos". Durante este tiempo, se llevaron a cabo dos procesos que tuvieron un impacto significativo en las identidades de género y en las relaciones entre ellas. En primer lugar, se produjo un movimiento feminista que presentó propuestas concretas para lograr la emancipación de las mujeres. En una segunda instancia, los gobiernos de José Batlle y Ordoñez implementaron leyes que promovieron la ampliación de derechos para las mujeres e incidieron en el relacionamiento entre los géneros.

Esta investigación se centra en las siguientes preguntas: ¿Cuáles eran las características de la "masculinidad hegemónica" durante el período del Novecientos? ¿Cómo se evidencia la crisis de esta "masculinidad hegemónica"? ¿Cuáles fueron las estrategias adoptadas por los hombres para superar esta crisis? ¿Qué cambios se produjeron en los ideales de masculinidad a lo largo de las décadas? ¿De qué manera las modificaciones en las feminidades contribuyeron a que algunos hombres rompieran con ciertos estereotipos de género que los limitaban?

El abordaje de estas cuestiones ha requerido explorar diversas fuentes documentales con el fin de acceder a una documentación heterogénea que nos brinde una visión más amplia sobre la temática. Investigar desde una perspectiva de género implica prestar atención a los significados de las representaciones culturales, los discursos y los lenguajes. Partimos de la premisa de que los discursos construyen identidades y que es en la prensa donde se refleja de manera más clara la percepción sobre la diferencia sexual y los comportamientos sociales asociados a ella.

En particular, varias revistas han sido relevantes para esta investigación debido a su amplia recepción en el público y su tratamiento de aspectos relacionados con el mundo social y cultural de la época. Algunos ejemplos de estas publicaciones son: Caras y Caretas, La Semana, Mundo Uruguayo y La Revista Nacional Ilustrada. Además, los periódicos de gran circulación que representaban a los sectores políticos más importantes del período, como El Día, La Mañana o El País, también han sido importantes para este estudio.

Es importante señalar que, en el caso de las revistas, todas ellas eran de Montevideo y tenían como público lector a los grupos sociales más privilegiados. Este dato es relevante para el análisis, ya que, al considerar la variable de clase, se pueden observar matices en las prácticas culturales y los roles de género en los sectores populares u obreros.

Apuntes teóricos-historiográficos

Este estudio se sitúa dentro de las perspectivas teóricas y metodológicas de la Historia de Género, que busca analizar cómo se han construido histórica y culturalmente los atributos asignados a hombres (lo masculino) y mujeres (lo femenino), así como las relaciones sociales entre ambos. En concordancia con la afirmación de Joan Scott (2008), entendemos que el género es una categoría de análisis que va más allá de ser descriptiva, siendo relacional y normativa. Dentro de los estudios de género, nos interesa adentrarnos en los estudios de masculinidades, un área de investigación que se enfoca en las prácticas y concepciones relacionadas con las identidades masculinas que caracterizan cada época (Aresti, 2018).

En otras palabras, buscamos visibilizar a los hombres como sujetos sexuados y demostrar que la masculinidad tiene una dimensión histórica. Para ello, recurrimos a conceptos como "masculinidad hegemónica" y "crisis de la masculinidad".

Investigaciones históricas y antropológicas han demostrado que en un contexto histórico determinado coexisten y compiten diferentes modelos de virilidad. Sin embargo, la socióloga australiana Raewyn W. Connell (2003), basándose en el concepto gramsciano de "hegemonía", ha demostrado que, frente a un modelo predominante de relaciones de género, existe una masculinidad que se impone y actúa como "masculinidad hegemónica" en contraste con otras "subalternas". Según esta autora, esta masculinidad no es estática, su posición es disputada por otras y es fundamentalmente histórica. Por lo tanto, es crucial analizar su historicidad en un contexto marcado por la crisis del sistema sexo-género del siglo XIX. Esto nos lleva a la segunda categoría importante de esta investigación: "la crisis de la masculinidad". La noción de crisis se refiere a cómo los cambios en el orden de género, particularmente el conflicto que surgió cuando las mujeres replantearon su identidad y su relación con los hombres, desencadenaron una serie de mecanismos para estabilizar ese orden amenazado y, sobre todo, para no alterar los privilegios masculinos (Aresti, 2010). El sociólogo Michael Kimmel identifica las tres estrategias más comunes que los hombres han utilizado a lo largo de la historia para resolver estas crisis: "el autocontrol —manifestado en la construcción del cuerpo masculino—, la exclusión —la proyección de miedos y ansiedades en otros, ya sean mujeres u otros hombres— y la huida." (como se citó en Aresti, 2018, p. 185). En este artículo, buscaremos reconocer la crisis de la masculinidad experimentada en las primeras décadas del siglo XX en Montevideo y algunas de estas estrategias de resolución.

Si bien en Uruguay no existen investigaciones historiográficas específicas sobre masculinidades desde el enfoque de género, estos estudios han sido desarrollados por cientistas sociales y psicólogos, quienes han abordado la problemática de la construcción de la masculinidad y han trabajado en intervenciones para modificar los comportamientos que afectan negativamente a las mujeres y a otros hombres. Algunos investigadores destacados en esta línea en Uruguay son Carlos Güida (Güida, Gomensoro, Lutz y Corsino, 1995), François Graña (2006), Darío Ibarra (2011) y Rubén Campero (2014).

Además, se ha explorado la diversidad de masculinidades y se han analizado históricamente los ideales masculinos excluyentes y su impacto en las personas homosexuales. En el ámbito historiográfico de Uruguay, los trabajos más significativos al respecto corresponden a Diego Sempol (2013).

No obstante, sí podemos encontrar algunas obras que incursionan en algunas facetas de esta área temática. Correspondió a José Pedro Barrán ser el primero en hacerlo. En su obra Historia de la sensibilidad. El disciplinamiento (1990), refiere muy someramente al tema de la división sexual de la sociedad y de los roles estereotipados de varones y mujeres en ese proyecto “civilizatorio” que impulsaron las clases dominantes. Años después, profundiza más en esta cuestión en Medicina y sociedad en el Uruguay del Novecientos (1993 y 1996), analizando cómo se consolidó un poder médico que tiñó de cientificismo las diferencias jurídico-sociales entre los sexos y que sobre todo justificó la superioridad de lo masculino sobre lo femenino. En un momento en que las diferencias sexuales comenzaban a hacerse menos nítidas, correspondió a la ciencia demostrar biológicamente que el metabolismo indicaba el destino del hombre y de la mujer en la sociedad. Esto llevó a que emergiera un discurso médico cargado de antifeminismo por los riesgos que suponía la interpelación de la diferencia sexual (Duffau, 2018). Otra obra de Barrán que interesa a esta investigación es Amor y transgresión en Montevideo: 1919-1931 (2001), por detenerse a analizar el mundo de las identidades sexuales, el resquebrajamiento de la moral tradicional y los cambios que ello supuso en el relacionamiento entre los géneros, la sexualidad y los cuerpos.[2]

En el ámbito local otras producciones que refieren, de forma colateral, a aspectos vinculados con la virilidad o las reacciones masculinas ante las nuevas feminidades, son algunos trabajos vinculados a la historia de la vida privada o a la vida cotidiana. En este sentido, podemos mencionar el trabajo de Daniela Bouret y Gustavo Remedi (2009) sobre los usos del cuerpo e ideales en las primeras décadas del siglo XX, pues se detienen en el de masculinidad, destacando que estuvo “caracterizado por la convergencia de nociones y rasgos contradictorios” (p. 240). Para estos autores, el ideal de hombre rioplatense osciló entre el padre de familia (proveedor y responsable) y el mujeriego, jugador y bebedor. Este trabajo presenta un acercamiento al tema más bien descriptivo y por ello, no profundiza en cada uno de estos modelos de virilidad, ni en cómo interactúan entre sí y con las mujeres. En un capítulo de la obra Historias de la vida privada en el Uruguay (1870-1920), Silvia Rodríguez Villamil (1996) analiza los códigos de vestimenta y de urbanidad masculinos en la sociedad burguesa, evidenciando cómo los mandatos sociales corrían también para ellos, aunque en menor medida que en las mujeres. También, recientemente desde el campo de la Educación Física, se viene investigando sobre el disciplinamiento corporal de los varones (Mallada Messeguer y Amgarten Quitzau, 2020).

Otras producciones que incursionan en algunos de los pilares fundamentales de la construcción de identidad masculina hegemónica, son las vinculadas al mundo obrero y al sindicalismo. Por ser ámbitos particularmente masculinos y muy contradictorios respecto a la relación de género. Especial atención merecen los estudios sobre el anarquismo, por ser esta una de las ideologías obreristas, más radical en materia de sexualidad femenina y muy crítica de la doble moral masculina (Miguelañez, 2010; Zubillaga, 2011; Wasem, 2015; Delgado, 2017; Porrini, 2019; Mariño, 2022). Desde filas ideológicas opuestas, los estudios sobre los sectores conservadores uruguayos dan pistas sobre cómo el antifeminismo fue un componente importante de sus discursos y la defensa acérrima al modelo de “masculinidad hegemónica” que se estaba interpelando, acompañó ciertos proyectos políticos (Cuadro, 2022, Martínez Hernández, 2022).

Esta investigación, por otra parte, tiene como marco referencial los estudios sobre masculinidades que viene llevando a cabo para el caso español la historiadora vasca Nerea Aresti (2018). Esta historiadora comenzó por prestar atención a la incidencia que tuvo el deseo de preservación del orden sexual patriarcal en las distintas culturas políticas vinculadas al republicanismo durante las primeras décadas del siglo XX en España (2001). Este interés historiográfico la llevó en un segundo momento al estudio de la historicidad de las masculinidades y en particular a identificar sus crisis, rupturas y cambios. Aspectos que Aresti (2010) ha desarrollado en su obra Masculinidades en tela de juicio.

También resultan claves los trabajos historiográficos sobre masculinidad que viene desarrollando la academia francesa, como la obra colectiva coordinada por Régis Revenin (2007) Hommes et masculinités, de 1789 à nos jours : contributions à l'histoire du genre et de la sexualité en France, o el trabajo de Anne-Marie Sohn (2009), Sé un hombre. La construcción de la masculinidad en el siglo XIX. Así como las investigaciones sobre antifeminismo de Christine Bard (2000 y 2010).

A nivel regional, comienzan a acumularse producciones historiográficas desde esta perspectiva de análisis y abocadas a este período histórico. Sin duda, en mucho menor medida, que los trabajos que existen para la segunda mitad del siglo XX. Un trabajo de recopilación importante sobre el siglo XIX es el de Ana Peluffo e Ignacio Sánchez Prado (2010). En un recorrido por el continente, se van revelando en cada capítulo diferentes masculinidades (dandis, flâneurs, masculinidades domésticas, heroicas, homo-sociales, sentimentales) e interpelan desde una perspectiva de género algunos de los temas/problemas decimonónicos clásicos.

Asimismo, se destaca en la historiografía brasileña, la obra coordinada por Mary del Priore y Marcial Amantino (2013), História dos Homens no Brasil. A través de múltiples contribuciones se aborda la diversidad de comportamientos y experiencias masculinas a lo largo de la historia del país, contemplando —pero por momentos relativizando— otros componentes identitarios como etnia, clase social, orientación sexual o religiosidad. En Argentina, la producción es más significativa para la segunda mitad del siglo XX (Cosse, 2010, 2019; Simonetto, 2015; D´Antonio, 2016; Manzano, 2017) y más tímidamente se viene investigando desde esta perspectiva sobre las primeras décadas. Al respecto nos han resultado relevantes los trabajos que vienen llevando a cabo Andrea Andújar, Laura Caruso y Silvana Palermo[3] por el cruce que realizan entre el mundo del trabajo y las masculinidades. Al igual que las investigaciones de María Bjerg (2018) y Sandra Gayol (2000) sobre sociabilidad masculina, inmigración, criminalidad y honor, en Buenos Aires, en las primeras décadas del siglo XX.

En suma, nuestra intención es avanzar en una línea de investigación historiográfica que ha quedado rezagada en el Uruguay en relación a lo que se viene produciendo a nivel regional y mundial.

Ser varón en el Novecientos montevideano

Intentar acercarnos a un modelo de “masculinidad hegemónica”, supone partir de ciertos supuestos universales que no son tales. Así como no hubo “una mujer”, tan poco hubo “un varón”, cada individuo construye su propia identidad de género conforme a su contexto histórico, social, cultural, psíquico y esto amplía enormemente el abanico de posibilidades. No obstante, toda época presenta un ideal de masculinidad que no es inmutable, pero que sí busca imponerse sobre otras posibles formas de ser varón y sobre todo preservar su superioridad respecto a las mujeres. Estos ideales de género se comprenden en el marco de un sistema sexo/género específico, pues la masculinidad y la feminidad se encuentran mutuamente implicadas y la posición que una ocupe tiende a definir y a afectar a la otra (Laqueur, 1994).

A comienzos del siglo XX, el orden de género vigente se vertebra en la diferencia y complementariedad de los sexos a nivel social. De ahí que se reservaba a las mujeres todos los atributos vinculados al amor, los sentimientos, la generosidad y la virtud. Esto les otorgaba una superioridad moral respecto al hombre al tiempo que las alejaba de la sexualidad, la ciencia y la razón. Por ello se atribuía como natural de la mujer las tareas de reproducción, los cuidados del hogar y de los miembros de la familia. Paralelamente se asociaba lo masculino al intelecto, la fuerza, el coraje y la autoridad. El varón, en su rol de esposo y de padre, debía ser el proveedor del sustento económico, solucionar los conflictos domésticos y asumir las responsabilidades en la esfera pública.

“En el hombre la cobardía es un deshonor, la ignorancia una vergüenza, la debilidad una enfermedad, la pobreza una desgracia; en la mujer todos estos males son otras tantas virtudes”.[4] Estas palabras extraídas de un medio de prensa capitalino de gran difusión, sintetizan, por oposición, los atributos que debía ostentar un varón públicamente: valentía, sabiduría, fortaleza y recursos materiales para mantener a una familia. Además, evidencia las exigencias sociales que recaían sobre uno y otro sexo, así como estas se presentaban de forma complementaria u opuesta.

Esta dicotomía de roles se extendía también al ámbito espacial. Mujeres y hombres tenían espacios reservados y rigurosamente delimitados en los distintos ámbitos o situaciones, ya fuese, un paseo por un parque, ir a la playa, a espectáculos públicos, a una fiesta o a un entierro (Barrán, 1990, p. 134). Si en las mujeres, el modelo vigente era el de la “domesticidad”, es decir, sus vidas transcurrían al interior del hogar, en los varones, la mayor parte de ella se desarrollaba “puertas afuera". La calle con todos sus atractivos era el escenario natural masculino, con sus charlas de café, la política, la militancia sindical. Claro está que la condición de clase, atravesaba estos espacios. Razón por la cual, para los hombres de clase alta eran habituales los clubes elegantes, con sus bibliotecas y billares, como el Jockey Club o el Club Uruguay, mientras que, a nivel popular, “solían reunirse en el despacho de bebidas del almacén del barrio, que a menudo contaba con una cancha de bocha anexa” (Rodríguez Villamil, 2006, p. 73). Sin embargo, conviene tener presente que esta división en esferas, pública y privada, no fue todo lo rígida que se pretendía. Detrás del discurso de la domesticidad muchas mujeres asumieron múltiples obras sociales en el espacio público (en hospitales, asilos, sindicatos) así como se construyó un modelo de masculinidad doméstica.

Por otra parte, desde finales del siglo XIX, se difundió un positivismo que llevó a la construcción de supuestas verdades sobre la naturaleza de cada sexo a partir de disciplinas como la biología, la fisiología y la psicología. La ciencia se convirtió en una aliada importante para preservar el orden de género establecido. Se enfatizó que la diferencia sexual era biológicamente innegable y se afirmaba que la maternidad condicionaba completamente el ser psicológico y social de las mujeres (Cuadro, 2022).

Los médicos del Novecientos reforzaron los atributos masculinos sobre los que se sustentaba la supremacía social que estos ostentaban. De acuerdo con las investigaciones de Barrán (1996), la medicina “buscó modelar el cuerpo y la psicología del hombre real de acuerdo a la imagen que se había forjado de su ser biológico, en otras palabras, que ese ser hecho para la dominación, la mereciera o por lo menos la aparentara” (p. 118).

En 1927, la Revista Nacional Ilustrada publicó un artículo de un reconocido psiquiatra británico, Bernard Hollender, titulado “Psicología femenina y masculina”. Extenso artículo que en base a un juego dicotómico presentaba las características de uno y otro sexo y reforzaba un modelo de complementariedad absoluta. Así Hollender explicaba que “el hombre fue construido como una máquina de polea y tiene fortaleza y audacia para procurarse los medios para su existencia, la mujer fue dotado de gracias y belleza para atraer al varón, que está destinado a proveerla de los que ella necesita”.[5]

También con tono sarcástico dejaba entrever algunos de los defectos más frecuentes atribuidos a las mujeres, al tiempo que minimizaba los que se le podían reconocer a los hombres. Advertía que la mujer se enojaba con mayor facilidad, pero como era más débil que el hombre, no recurría a la fuerza bruta sino al lenguaje. “Se ha comprobado que, aunque la lengua de la mujer sólo tiene tres pulgadas de largo, cuando ella está enojada puede matar a un hombre de seis pies de alto” y agregaba que “las mujeres guardan bien sus secretos (especialmente el de la edad) pero muy rara vez los secretos ajenos”.[6] Designar a las mujeres como seres “chismosos” y de “lengua afilada” ha sido una práctica frecuente desde la Antigüedad. Paradójicamente, la palabra estaba reservada a los hombres y las mujeres debían procurar ser recatadas, prudentes, escuchar y callar. Sin embargo, esto no se cumplía y formaba parte de esa natural tendencia femenina al “vicio”, ser buena para las palabras. En cuanto al hombre, por el contrario, la caracterización psíquica que realiza Hollonder, tiende a justificar o minimizar lo que socialmente podría ser más condenable. De tal modo, argumenta que psíquicamente está determinado a “amar a menudo y poco” o que “el amor no llena la vida del hombre… no necesita tantas pruebas de afecto como la mujer, la sumisión de ella es bastante para demostrar que lo ama”. También que “el cerebro del hombre es más fuerte en la región de los instintos materiales”, “son combativos”, “el valor del hombre es agresivo”, “es firme” y “tiene impulsos”.[7]

En la caracterización que hace Hollonder, se deja entrever otra condición inherente a la “masculinidad hegemónica”: la heterosexualidad. Es más, el poder social del hombre se sustentaba en su capacidad de conquista y potencia sexual. Motivo por el cual, Barrán (1996) destaca que los médicos “tuvieron una “preocupación obsesiva” por los problemas de impotencia”, que se evidenció en los múltiples tratamientos ofrecidos para estimular y aumentar el rendimiento sexual masculino. Así como se condenó por inmoral y patológica la homosexualidad. Siguiendo con los planteos de este autor, esta parecía “la máxima traición al sexo dominante, la suprema transgresión a la ley biológica que había asegurado la fuerza y la posición de penetrador al hombre” (1996, p. 121).

Por otra parte, aunque los estereotipos de género se imponen por sobre otras variables sociales e identitarias, se pueden reconocer matices según la clase social, el entorno urbano/rural, la edad u origen étnico. Scott (2008) ha demostrado en sus trabajos sobre la construcción de la identidad de la clase obrera en Inglaterra, cómo ésta se hizo desde los varones y equiparó a la productividad con la masculinidad. En la prensa anarquista y en la obrera, dirigida sobre todo a hombres, se hizo culto a ciertos atributos de masculinidad que se alejaban del modelo masculino “doméstico” ligado a las relaciones familiares, quizás para compensar que en la clase obrera el mandato de buen proveedor y jefe de familia era más débil. El coraje, atributo de virilidad por excelencia, aparecía vinculado a la rebeldía frente a la injusticia del sistema. Cobarde era el obrero que se sometía al patrón y no luchaba por el ideario proletario. Si ser varón en la sociedad patriarcal es ocupar un lugar de importancia, solo ellos podían asumir los desafíos que implicaba una revolución. A las mujeres les estaba vedado tal protagonismo. Ellas debían estar al servicio de los hombres, ya fuese para resolverle las cuestiones domésticas o para alentarlos a ser “verdaderamente hombres”. Desde esta perspectiva, ser anarquista o comunista fue un atributo de masculinidad (Cuadro, 2018).

Masculinidades en crisis: reacciones y cambios

Las primeras décadas del siglo pasado estuvieron marcadas por cambios en la concepción normativa de la feminidad, impulsados por la emergencia de discursos y prácticas feministas. Sin embargo, también apareció un tipo femenino diferente conocido como la “mujer moderna", que a través de su estética, comportamiento e ideales de feminidad (como las llamadas garçonne o flapper) desafiaba el sistema de género establecido, aunque no necesariamente se identificara como feminista. Estos cambios tanto por parte de las feministas como por parte de las “mujeres modernas” generaron discursos reaccionarios debido a las tensiones que le provocaban a la identidad masculina.

Otra circunstancia que impactó en el relacionamiento entre los géneros y puntualmente en ciertos atributos masculinos, fue la aprobación de algunas de las leyes que impulsó el movimiento político liderado por José Batlle y Ordoñez. El ascenso de José Batlle y Ordoñez a la presidencia de la República en 1903, supuso el comienzo de un período político caracterizado por el cuestionamiento “progresista” al orden establecido. El ala radical del batllismo cuestionó los valores claves del orden burgués y tomó medidas concretas contrarias a sus intereses. La “nueva moral” suponía un “nuevo hombre”, más racional y científico en su cosmovisión, que rechazara ciertas convenciones sociales, defendiera el divorcio absoluto, los valores universales y cosmopolitas, que experimentara la intimidad como un derecho y defendiera la emancipación de los oprimidos (mujeres, obreros, hijos naturales). Algunas de las leyes que jalonaron esta nueva moral fueron: las leyes de divorcio (1907, 1910, 1913) y las vinculadas al reconocimiento de los hijos ilegítimos (derecho a herencia) y la investigación de la paternidad (1914). Si el matrimonio ya no era un contrato indisoluble, la elección del marido, sus formas y atributos, se vieron afectadas. De igual manera, si tener un hijo natural o ilegítimo podía contraer responsabilidades, la noción de paternidad también se estaba cuestionando.

La resistencia de los hombres a asumir estos cambios en el sistema sexo-género ha sido analizada por la historiadora y filósofa Elisabeth Badinter (1993), quien sostiene que los cambios en “la feminidad -que se producen cuando las mujeres deciden redefinir su identidad- desestabiliza a la masculinidad”, en tanto ésta es “a la vez relativa y reactiva” (p. 30). Badinter afirma que la construcción de la masculinidad se produce, sobre todo, a partir de procesos de diferenciación, exclusión y negación. “Ser hombre –dice Badinter- es, ante todo, y desde el embrión, "no ser algo" y particularmente no ser mujer, renunciar a esa especie de proto femineidad inicial de todo ser humano” (p. 18). Desde esta perspectiva, los planteos igualitarios femeninos se concibieron como el deseo de las mujeres a asemejarse a los hombres. El temor a la masculinización femenina puede ser interpretado como el temor masculino a perder sus propios caracteres identitarios.

En consecuencia, como respuesta a estos desafíos, surgió como la reacción más evidente y efectiva una firme afirmación y defensa de las diferencias sexuales con el fin de preservar el orden de género amenazado (Aresti, 2016). Durante las primeras décadas del siglo XX, se observaron numerosas manifestaciones de desconcierto y temor en los medios de comunicación frente a la posible alteración de este orden. En línea con lo planteado por Aresti para el caso español, el discurso médico, que previamente había enfatizado la supuesta inferioridad intelectual de las mujeres para impedir su acceso a los espacios socialmente reservados para los hombres, adoptó una estrategia diferente después de la guerra: persuadir a las mujeres de la conveniencia de cumplir su misión como madres y esposas. La estrategia fundamental consistió en dignificar esta misión maternal. Médicos y biólogos insistieron en que las mujeres no eran inferiores, sino diferentes. El ginecólogo español Gregorio Marañón se convirtió en una de las autoridades científicas más citadas en la década de 1920 para fundamentar estas diferencias.

En 1929, el diario El País publicó una serie de artículos escritos por Darwin Peluffo Beisso, que enfatizaban la diferenciación entre los sexos y la supuesta naturaleza de las mujeres, con el objetivo de desacreditar las iniciativas feministas en relación a los derechos políticos. Peluffo Beisso respaldaba su discurso basándose en los aportes teóricos de Gregorio Marañón. En consecuencia, afirmaba que la ciencia había "demostrado" que el feminismo estaba en contradicción con las leyes inflexibles de la sexualidad que rigen. Por lo tanto, planteaba la cuestión de si las mujeres, al asumir funciones públicas y políticas que actualmente desempeñaban los hombres, devaluarían su papel como mujeres y si esto iría en contra de las leyes biológicas fundamentales de su sexo. Como resultado, llegaba a la conclusión de que

La maternidad en la mujer y la vida activa en el hombre por la defensa y auge del hogar, que Marañón atribuye al masculino instinto de actuación social, son verdaderos determinismos impuestos por las respectivas constituciones físicas de los sexos: el destino de la especie.[8]

El énfasis en el esencialismo sexual, puede interpretarse como una eficaz estrategia de preservación del statu quo, en tanto, lo que es producto de la naturaleza no se puede cambiar o enmendar. Este discurso científico insistió en que psicológica y fisiológicamente los dos sexos se complementaban, cada uno tenía un poder específico en el orden de la naturaleza. Formulado de este modo, sostiene Iván Jablonka (2020), “esa repartición ya no traduce la prisión del género, sino el equilibrio del mundo; ya no la dominación masculina, sino la cooperación, la milagrosa armonía entre los sexos” (p. 68).

En el diario El Día, medio de prensa que podríamos definir como afín con los cambios que estaban experimentando las mujeres, también se advertía sobre la anormalidad que suponía el denominado “machonismo” femenino y el afeminamiento masculino.

Pues constituyen una imperfección física. Esta inclinación que la lleva [a las mujeres] a vicios hombrunos no se diferencia, sino precisamente en que es su oposición, del afeminamiento de muchos seudo varones que caen en frivolidades de mujerzuelas. Son anomalías que se compensan… los otros se llenan de afeites con repugnante coquetería y cifran todas sus glorias en alternar con ventajas en las conversaciones de modas.[9]

Si la masculinización femenina era rechazada y ridiculizada, más aún lo era la feminización de los hombres. Fueron frecuentes los apelativos despectivos, irónicos y caricaturescos para denunciar estas alteraciones en los roles. Ejemplo de ello, en Mundo Uruguayo, bajo el título “El sexo único”, se denunciaba que “el sexo débil se iba transformando en marimacho y el sexo fuerte en mariquita”. La causa que llevaba a ello, era “que la mujer lo estaba invadiendo todo” y que el hombre “iba perdiendo paulatinamente toda su autoridad y derechos”.[10] En aras de ejemplificar, se describía una escena en el hogar, con la mujer sentada en el sillón charlando con sus amistades, mientras “el hombre atendía con esmerada solicitud a las labores caseras: barría, cocinaba, planchaba, arreglaba a los chicos.” Tanto para hacer reír o pretender convencer, se recurrió a un registro tradicional, como es la inversión de los papeles. El hombre, privado de su poder tradicional, se siente inútil. Por ello, a través de diversos registros discursivos, con una “retórica reaccionaria”, se lo exhorta a recuperar su lugar en el mundo y en el hogar.

No obstante, en la prensa, sobre todo en las revistas mundanas de amplia difusión, que apuntaban a un público mayoritariamente femenino, fueron frecuentes los artículos que referían al marido ideal o a los cambios respecto a las expectativas que podía suponer el matrimonio. Veamos un ejemplo.

Diálogo Entre madre e hija

— No mamá, no quiero casarme con Ricardo, soy todavía muy joven e inexperta.

— Esta no es una razón, Matilde. A los hombres no le gustan las mujeres inteligentes e instruidas

— ¿Tú crees que todos los hombres son como papá? [11]

En este diálogo, recurriendo al humor, se vuelve a presentar un choque generacional respecto a los ideales de género, en este caso, vinculados al matrimonio. Para la segunda década del siglo XX, ya estaban bastantes difundidos los comportamientos de la “mujer moderna” y algunos jóvenes comenzaban a sentir atracción por un modelo de feminidad diferente, al tiempo que comenzaban a extender sus años de soltería. Las expectativas femeninas sobre cómo debía ser su marido, también estaban cambiando, o por lo pronto, comenzaban a expresar sus exigencias y a sentir que era una decisión propia, ya no de sus familias. En una encuesta de Mundo uruguayo, ante la pregunta, “¿cómo debe ser el marido ideal?”, algunas jovencitas hicieron llegar las diez características que lo definían, en general hubo consenso, en que debía ser educado, honrado, trabajador (como proveedor del hogar), cariñoso, sin vicios (como el alcohol o el juego), cariñoso con su esposa e hijos y no ser celoso.[12]

No resulta un dato menor que se repita, en todos los casos, que no fuese celoso. En la época era de uso corriente la justificación de la violencia ejercida dentro de la pareja por los celos que le provocaban las mujeres a sus esposos/novios. Las mujeres tuvieron que pagar muy caro sus intentos por desarticular los mecanismos de sujeción porque la reacción masculina estuvo acompañada con frecuencia del incremento de la violencia física sobre ellas. La violencia es un componente intrínseco a toda relación de dominación y se exterioriza cuando hay circunstancias que ponen en cuestión el ejercicio de ese poder. El incumplimiento de supuestos deberes femeninos en el hogar, en el matrimonio o en el espacio público, tuvo que ser reprimido. Más aún cuando esto supuso poner en cuestión la autoridad del varón, quien se reconoce como tal ejerciendo algún tipo de poder físico, intelectual, económico, político. (Badinter, 1993) En estas décadas, las noticias sobre asesinatos a mujeres —lo que en la época se llamó “crímenes pasionales” o uxoricidio[13]— fueron frecuentes, casi cotidianas y ocuparon un importante espacio en las portadas de la prensa.

En 1920, en esta misma revista se publicó un artículo, que, recurriendo a un humor irónico, advertía sobre la naturalización de la violencia en las relaciones de parejas:

Los crímenes pasionales aumentan de una manera aterradora. Las muchachas que perecen en manos del novio o del pretendiente son innumerables. En la cédula personal de todo enamorado debe ponerse: “puñal, se le supone”… Hoy hacer el amor es deshacer a la novia, ya con una dulce puñalada, ya con el apasionado tiro, ya con el apacible y poético vitriolo.[14]

La expresión crime passionale surgió en Francia a mediados del siglo XIX y definía a un “acto de violencia extrema entre dos personas vinculadas en una relación íntima y causado por una repentina alteración de la conciencia provocada por sentimientos como los celos, la ira o el desengaño” (Núñez, 2015, p. 28) Detrás de estas “alteraciones” se escondían cuestiones vinculadas a la posesividad masculina sobre las mujeres, a la incapacidad de aceptar que éstas hayan decidido separarse, ya fuese pidiendo el divorcio o iniciando otra relación afectiva, y a los códigos del honor. Este aumento (o mayor visibilización mediática) de la violencia, puede comprenderse como otro síntoma de la crisis de la “masculinidad hegemónica” y como la reacción negativa más extrema que ésta propició. En el entendido, que la crisis se originó por una injusta fantasía de dominación alimentada por la simbología patriarcal.

¿Nuevas masculinidades? La emergencia de otras formas de virilidad

En el inicio del siglo XX, los hombres comenzaron a recibir mayor atención en el mercado de consumo, y la oferta de productos para su cuidado personal se ampliaba. En la prensa de esos años, se encontraban numerosos anuncios publicitarios relacionados con la moda en términos de vestimenta, sombreros, peinados y cremas masculinas. Según Silvia Rodríguez Villamil (1996), "la adopción de estos refinamientos en la apariencia y vestimenta de los hombres podr6ía haber generado cierto rechazo o temor a que se difuminaran los límites de la estricta diferencia sexual que se promovía en ese momento" (p. 102). En efecto, en 1926, la revista Mundo Uruguayo publicó un artículo sobre la moda masculina, específicamente sobre la moda de los pantalones de corte ballon u oxford. El periodista expresó irónicamente sus opiniones sobre las características de esta prenda y respaldó sus comentarios citando los resultados de una encuesta realizada a mujeres acerca de dichos pantalones. Una de ellas fue contundente en su respuesta:

Los hombres que se esclavizan a la moda adquieren con esto una apariencia de mujer. Yo no niego que un hombre bien vestido sea agradable a la mujer, pero a ustedes deben caracterizar tres cosas, pulcritud, sencillez y discreción.[15]

En esta misma línea argumentativa, otra joven al describir a su “marido ideal”, mencionaba la elegancia, pero acotaba: “una elegancia correcta”, “que no lleve al feminismo, al contrario, que su forma de vestir denote hombría, que no llegue nunca al (fifí)”, porque a una mujer “le gusta un hombre, no una niña con pantalones”.[16]

No obstante, estos atributos formaban parte de un estereotipo masculino que estaba en cuestión o por lo pronto no parecía ser el único presente. Unos años antes, también en la revista Mundo Uruguayo, se publicó un cuento que versaba sobre un tema similar. En una casa de campo de una familia “de bien”, se encontraban dos jóvenes con sus respectivos pretendientes. Una de ellas, Paca, afirmaba que le gustaba “el hombre bien “civilizado”, con delicadezas, con refinamientos”, es más la violentaba “aquellos que, por hacerse los muy hombres, son unos groseros”. En una clara alusión al pretendiente de su prima, Carlos, quien, al darse por aludido, le contestó: “usted confunde afeminamiento con civilización… a usted le encantaría un hombre con polleras”. En el relato se describen a los dos tipos de varones en cuestión: Carlos, “un buen muchacho, lleno de juventud y belleza varonil”, un poco “brusco y agreste por temperamento”, que había viajado y tenía buena cultura general y una conversación agradable. El otro, Gracián, pretendiente de Paca, se lo define como “un bobalicón, afeminado, insustancial”. Paca, quería demostrar la superioridad de Gracián sobre Carlos, sosteniendo “que el refinamiento sibarita, es un plano más elevado de civilización, que el plano común de hombres que han aprovechado el progreso sin mengua de la virilidad.” Frente a estas declaraciones, Gracián, acotó: “la verdadera superioridad consiste en el chic social, en el culto de las buenas formas, en la elegancia y el buen tono”. Sin embargo, Carlos, les respondió: “Sí, mientras ese refinamiento no atente contra el sexo.” El cuento culmina, narrando una salida por el campo, en la cual, ante las adversidades de la naturaleza, Carlos demuestra su coraje y hombría, protegiendo a las damas e incluso al “delicado” Gracián.[17]

El mensaje para el lector era claro: el verdadero hombre era aquel que podía combinar de manera equilibrada cierta rudeza, valentía y audacia con sabiduría y elegancia. Se fortalecía la idea de una virilidad capaz de integrar los códigos culturales "civilizatorios" junto con aquellos considerados propios de la "naturaleza" masculina. Al mismo tiempo, se insinuaban los peligros que surgían de una excesiva "urbanidad" debido a su “su hibridez genérica”, que ubicaba a los varones en una supuesta cercanía ambigua con el mundo de las mujeres (Peluffo y Sánchez Prado, 2010, p.12).

Este malestar frente a un modelo de masculinidad cuyos códigos más destacados comenzaban a difuminarse, se manifestó en los discursos mediáticos de diferentes medios de comunicación con diversos perfiles ideológico-partidarios. En 1931, el diario La Mañana, vocero oficial de un sector político conservador, como lo era el “riverismo”, se preguntaba “¿Degeneramos?”. El artículo era un diálogo entre Don Anselmo y Don Nicolás. El primero representaba al modelo masculino tradicional, que miraba con nostalgia el pasado, el segundo, por el contrario, era optimista respecto a los cambios que los tiempos modernos estaban generando en los varones. En palabras de Don Anselmo:

Es triste, verdaderamente triste, pero es una verdad innegable, las razas degeneran. Nuestros jóvenes de hoy son afeminados, afectados al ridículo. ¿En dónde están aquellos guerreros varoniles que realizaron las más portentosas hazañas? La civilización es una gran cosa, pero debilita los cuerpos y las almas.[18]

En la respuesta que le da Don Nicolás, deja entrever cómo estos cambios no eran más que reflejos de la emergencia de una subjetividad masculina diferente:

“Que error tan supino. Vaya usted a los gimnasios y a los campos de deportes y verá usted lo que no sospecha. La talla ha aumentado, la mortalidad ha disminuido y por algo será… Se ejercita el cuerpo en las escuelas y ya no hay hombres sino millones de mujeres capaces de las empresas más arriesgadas. Eso de que la raza degenera es un espejismo de viejos caducos.[19]

En efecto, durante las primeras décadas del siglo XX, hubo un creciente interés por el deporte tanto en hombres como en mujeres, lo cual iba en sintonía con un discurso médico que recomendaba un mayor cuidado del cuerpo y la salud. En esta misma dirección, en 1911, el reformismo batllista estimuló la práctica deportiva y recreativa de los sectores populares a través de la creación de plazas de deportes en barrios capitalinos y ciudades del Interior (Porrini, 2012). Sin embargo, algunas voces moralistas veían con recelo esta atención hacia la corporalidad, ya que consideraban que resaltaba la sensualidad y se oponía a los ideales de respetabilidad puritana. Para otros, al contrario, “reflejaba el deseo de volver a lo auténtico, lo natural, lo incontaminado por una ‘modernidad”’ corrompida”. Siguiendo con Barrán, “el joven y la joven deportista podían concluir siendo el modelo de la feminidad y virilidad “sana”, alejados de la sexualidad masturbatoria” (2001, p.123).

Es interesante observar cómo, a pesar de los cambios de una moral progresista y los avances en la emancipación femenina, aún persistían ciertos códigos de masculinidad tradicionales. Estos códigos estaban asociados al "donjuanismo" y al ideal del galán que disfrutaba de la seducción y se mantenía perpetuamente soltero. La prensa de la época comenzó a abordar estas cuestiones y a problematizar ciertos comportamientos masculinos.

En el periódico El Día, en 1920, se publicaba una columna semanal titulada "Crónicas de la calle", escrita por un autor llamado Héctor, que se dedicaba a describir y criticar ciertos estereotipos y comportamientos masculinos arraigados en la sociedad de la época. Entre los personajes o comportamientos mencionados se encontraban el "atorrante", el "cafisho" (proxeneta), el "solterón", el "bohemio", la "patota" y el "piropeo".

A modo de ejemplo, nos detendremos en el piropo. El debate en torno al piropo refleja claramente las diferentes posturas y visiones existentes en relación a las interacciones entre géneros en las calles de Montevideo. Esta práctica, que oscilaba entre un gesto de galantería y un impulso libidinoso, generó opiniones encontradas cuando se empezaron a implementar regulaciones y multas en algunos países europeos. En el Río de la Plata, estas novedades despertaron diversas reacciones. Algunos acusaron de delirantes a aquellos que defendían la moral callejera y promovían multar el piropo, argumentando que no comprendían la idiosincrasia local. Sostenían que, en América, especialmente en Uruguay y Argentina, fluía por “las venas la sangre palpitante de los indios”, que llevaba a que transitaran por las calles “muchos miles de enfermos de piropomanía”.[20] Por otro lado, otros consideraban que el problema no radicaba en la sangre o la raza, sino en la falta de educación. Algunos argumentaban que el piropo era una muestra de falta de respeto y que debía ser erradicado. Incluso se mencionaba la admiración por el relacionamiento genérico-sexual estadounidense, donde se planteaba que los hombres mostraban un culto respetuoso hacia las mujeres, en contraste con la situación local.[21] Es interesante notar que la líder sufragista estadounidense, Mrs. Carrie Chapman Catt, al visitar algunos países de América del Sur, incluyendo Uruguay, Argentina y Brasil, señaló que uno de los obstáculos para el avance del feminismo en estos lugares era el excesivo interés por el sexo por parte de los hombres, lo cual limitaba la libertad de movimiento de las mujeres y las colocaba en una posición de virtual esclavitud sexual. (Ehrick, 1998).

La práctica del piropo era (y es) una de las maneras más habituales de controlar el acceso de las mujeres al espacio público, el pudor e incomodidad que les provoca, inhibe su acercamiento. No obstante, en la época los argumentos de su condena social se sustentaron en la necesidad de fortalecer el recato femenina y resguardarlo de expresiones libidinosas que dejaban entrever que las mujeres eran seres sensuales y deseadas.

En una sociedad que comenzaba a debatir sobre el matrimonio como elección, la fidelidad, la doble moral sexual, la paternidad responsable y la igualdad jurídica entre los sexos, un ideal de masculinidad que hacía culto a todos los atributos opuestos comenzó a ser interpelado y socialmente rebatido. También, desde filas ideológicas más conservadoras, se alentó una masculinidad responsable, austera, protectora de la mujer, dedicada al trabajo y a formar (y mantener) una familia.

Conclusiones

El período comprendido en esta investigación, no es lo suficientemente extenso para evidenciar un cambio significativo en las identidades de género y en el relacionamiento entre ellos. Las características más sobresalientes de la “masculinidad hegemónica” no cambiaron. La virilidad continuó encontrando su fundamento en la fuerza, el coraje, la racionalidad, la autoridad y en ser sexualmente activo con las mujeres. Al varón correspondía ser el jefe de familia, el proveedor económico natural de ésta y controlar (y dominar) el espacio público y la política. La heterosexualidad continuó siendo la única forma “normal” y legítima de identidad sexual. Así como la violencia física un atributo natural e incontrolable de una virilidad impulsiva.

De todas maneras, en estas primeras décadas del siglo pasado, surgieron discursos y prácticas femeninas que cuestionaron el sistema sexo-género establecido. Este período, además, se caracterizó por un contexto político propicio para promover nuevas libertades, avanzar en el reconocimiento de derechos y una mayor secularización de la sociedad, lo que a su vez provocó cambios en las relaciones amorosas y familiares. Como resultado, se produjo una crisis en la masculinidad normativa, ya que se percibía como una amenaza, real o percibida, que ponía en peligro su posición privilegiada. Esta crisis llevó a una redefinición de los comportamientos masculinos y su relación con las nuevas formas de feminidad que surgían. Todo esto generó múltiples resistencias, que se manifestaron en discursos científicos que defendían la diferenciación sexual natural y la necesaria complementariedad social. La ciencia asumió la tarea de dictaminar lo que significaba ser hombre y mujer, al mismo tiempo que patologizaba la idea de un posible "tercer sexo" o "sexo único".

También es evidente a nivel mediático una creciente preocupación por advertir sobre las supuestas consecuencias negativas que traería para la sociedad el "desorden de los sexos". Si bien cada medio tenía su perfil ideológico propio, todos mostraban inquietud ante la presencia de mujeres que reclamaban derechos y adoptaban códigos estéticos que hasta ese momento eran exclusivos de los hombres. Al mismo tiempo, alertaban sobre la posibilidad de un "hibridismo de género" en algunos hombres, producto de un excesivo disciplinamiento "civilizatorio". Sin embargo, estos mismos medios promovían una amplia publicidad de productos destinados al cuidado corporal y estético masculino. La moda y el consumismo capitalista impactaban en una masculinidad tradicional, austera y discreta.

Por otra parte, las reacciones que provocaron en los varones que algunas mujeres redefinieron su lugar en el orden social y patriarcal, no siempre estuvieron mediadas por la palabra y el intelecto. Por el contrario, en ocasiones primó la violencia física. Este aspecto requiere una investigación en sí misma que permita analizar con mayor profundidad el entramado causal que hay detrás de toda violencia de género.

Por último, es importante mencionar que, desde la perspectiva de las mujeres, las reacciones masculinas eclipsaron sus demandas, limitándolas a ciertas conquistas legislativas, como el reconocimiento de derechos políticos. Esto resultó en un avance limitado en los cambios que implicaban una verdadera emancipación en términos de subjetividad. En ese sentido, romper con la identidad femenina normativa conllevaba un sentimiento de desarraigo emocional, ya que implicaba renunciar a "ser mujer", y muy pocas estuvieron dispuestas a hacerlo. Por otro lado, se observa que ciertos comportamientos masculinos asociados a una bohemia social y sexual comenzaron a ser cuestionados e incluso condenados. Sin embargo, si los miramos desde la perspectiva actual, no provocaron cambios significativos en las dinámicas de género ni desaparecieron como atributos de la "masculinidad hegemónica".

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Notas

[1] Algunos de los autores que plantean este carácter reactivo de las masculinidades son: R. W. Connell, 2003 (sus primeros trabajos son de la década del 80); Elisabeth Badinter, 1993; David Gilmore, 1994; Michael Kimmel, 1994.
[2] Para una lectura crítica a este texto, véase: Sempol (2013).
[3] Véase: Andújar, Caruso, Gutiérrez, Palermo, Pita y Schettini (2016) y Andújar, Caruso y Palermo (2022).
[4] (16 de marzo de 1912). El Día. Biblioteca Nacional, Montevideo.
[5] Hollender, B. (16 de noviembre de 1927). Psicología femenina y masculina. Revista Nacional Ilustrada. Biblioteca Nacional.
[6] Hollender, B. (16 de noviembre de 1927). Psicología femenina y masculina.
[7] Hollender, B. (16 de noviembre de 1927). Psicología femenina y masculina.
[8] (13 de diciembre de 1929). El País. Biblioteca Nacional.
[9] (6 de marzo de 1920). El Día. Biblioteca Nacional.
[10] (6 de julio de 1922). Mundo uruguayo. Biblioteca Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FHCE-UdelaR), Montevideo.
[11] (6 de noviembre de 1909). La semana. Biblioteca Nacional.
[12] (5 de febrero de 1925). Mundo uruguayo. Biblioteca FHCE-UdelaR.
[13] El uxoricidio (del latín “uxor”, esposa y –“cida”, del latín “caedere”, matar) es el homicidio de la cónyuge por parte del marido. Actualmente es tipificado jurídicamente como una modalidad de feminicidio. Correspondió a los investigadores Jill Radford y Diana Russell (1992) la creación de este concepto y en Latinoamérica a la antropóloga mexicana Marcela Lagarde (2006).
[14] (18 de noviembre de 1920). Mundo uruguayo.
[15] (5 de febrero de 1926). Mundo Uruguayo.
[16] (5 de febrero de 1926). Mundo Uruguayo.
[17] (18 de enero de 1923). Mundo uruguayo.
[18] (15 de marzo de 1931). La Mañana. Biblioteca Nacional.
[19] (15 de marzo de 1931). La Mañana.
[20] (19 de enero de 1907). Caras y Caretas. Recuperado de https://hemerotecadigital.bne.es/hd/es/card?sid=3963057
[21] (11 de abril de 1920). El Día.
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