Dossier
Intermediar para asistir: cooperadoras salesianas y matriculación escolar de niños y jóvenes pobres (Buenos Aires, 1900-1930)
Intermediate to assist: Salesian cooperators and school enrollment of poor children and young people (Buenos Aires, 1900-1930)
Avances del Cesor
Universidad Nacional de Rosario, Argentina
ISSN: 1514-3899
ISSN-e: 2422-6580
Periodicidad: Semestral
vol. 19, núm. 27, 2022
Recepción: 07 Julio 2021
Aprobación: 13 Octubre 2021
Publicación: 05 Diciembre 2022
Resumen: El artículo analiza las peticiones y colaboraciones que efectuaron cooperadoras salesianas argentinas para el ingreso de niños y jóvenes pobres en colegios salesianos. El objetivo es reconstruir ese rol de intermediación en el marco de proyectos educativos que privilegiaban a la niñez y la juventud considerada en peligro, a fin de analizar cómo se desplegó, de un lado, en relación con los religiosos y del otro, con las elites, el Estado y las personas asistidas. El lapso abordado abarca desde el inicio de la cooperación salesiana organizada en la capital en 1900 hasta fines de la década de 1920, momento en que la misma se reorganizó luego de la división en dos comisiones. Las fuentes empleadas son piezas de correspondencia complementadas con normativas, informes y artículos de prensa. Sostenemos que las cooperadoras impactaron sobre las decisiones de los religiosos por interactuar no solo con ellos directamente sino también con personas de las elites, responsables de los asistidos y funcionarios que también intentaban influir sobre ellos. Además, afirmamos que su auxilio implicó no solo una circulación de bienes y de dinero, sino también de imágenes sobre la minoridad y de niños y jóvenes en su mayoría pobres y abandonados, huérfanos, contraventores o delincuentes, tanto por la capital del país como por la provincia de Buenos Aires y la Patagonia.
Palabras clave: mujeres, asistencia, salesianos, pobreza, educación.
Abstract: This paper analyzes the requests and collaborations that the Argentinean Salesian cooperator made for the admission of low income children and youngsters to the schools of the congregation. The objective is to rebuild their intermediary role in the framework of the educational projects that privileged the childhood and youth considered in danger, in order to analyze how it was instrumented, on one side, in relation to the religious, and on the other side, to the elites, the State and the assisted persons. The period of time studied begins with the organization of the salesian cooperator in 1900 in Buenos Aires and finishes at the end of 1920 decade, when it was re-organized in two commissions. The sources used are pieces of correspondence supplemented by regulations, reports and press articles. We say that cooperators impacted on the decisions of religious by interacting not only with them directly but also with elites, with those responsible for the assisted and with officials who also tried to influence over the religious. Besides, we maintain that their help involved not only the circulation of money and goods, but also representations of minority, children and young people, who in most cases were poor or abandoned, orphans, offenders or criminals, both in the country's capital and in the province of Buenos Aires and Patagonia.
Keywords: women, assistance, salesians, poverty, education.
Introducción
La Comisión Central de Damas Cooperadoras Salesianas Argentinas se creó en la Capital Federal en 1900 y contó con diferentes subcomisiones auxiliares, una de las cuales, dedicada a sostener los emprendimientos del sur bonaerense y la Patagonia, se autonomizó en 1926. Estos grupos, formados por mujeres de la elite nacional, estaban enmarcados en la Pía Unión de Cooperadores Salesianos, una entidad fundada por Don Bosco con carácter de tercera orden.1 En un contexto de expansión de la Pía Sociedad de San Francisco de Sales en el país,2 las cooperadoras efectuaron peticiones y colaboraron para el ingreso de niños y jóvenes pobres en colegios de la congregación.
El objetivo de este artículo es reconstruir ese rol de intermediación en el marco de proyectos educativos que privilegiaban a la niñez y la juventud considerada en peligro, a fin de analizar cómo se desplegó, de un lado, en relación con los religiosos y del otro, con las elites, el Estado y las personas asistidas. El lapso abordado abarca desde el inicio de la cooperación salesiana organizada en la capital hasta fines de la década de 1920, momento en que la misma se reorganizó luego de la división en dos comisiones.
Las intervenciones de congregaciones religiosas y asociaciones seglares de la elite en torno a la “cuestión social” a fines del siglo XIX y principios del XX han sido indagadas crecientemente en las últimas décadas (Bonaudo, 2006; Dalla-Corte-Caballero y Piacenza, 2006; Folquer, 2013; Guy, 2011; de Paz Trueba, 2020; Eraso, 2009; entre otras). En esa época se produjo una feminización del asistencialismo que matizó la concepción de lo femenino centrada en la primacía de la esfera doméstica y, en consecuencia, la inferioridad jurídica de las mujeres caritativas. Las benefactoras proveyeron auxilio material, se erigieron en agentes de control y protección y generaron espacios de sociabilidad desde los cuales se incluyeron políticamente. En este contexto, entidades católicas de la Capital Federal que se ocupaban de mujeres e infantes en situaciones vulnerables influyeron en el diseño de políticas sociales, convirtiéndose en la “faz maternal del Estado” (Tossounian, 2015) junto con la Sociedad de Beneficencia que obraba también como su “brazo asistencial” (Pita, 2009). La presencia de mujeres en el movimiento católico fue en aumento, sobre todo en el decenio de 1920, respondiendo a la premura de la Iglesia por involucrarlas en la “recristianización” de la sociedad.
Si bien esta investigación, enmarcada en la historia de las mujeres, pone el foco sobre las asistentes, es ineludible considerar indagaciones centradas en la asistencia y las infancias, que ofrecen elementos para estudiar a quienes recibían auxilio además de complejizar las aproximaciones al rol benefactor. Estos trabajos revelan que el abordaje de la problemática de la niñez no fue unívoco ni coherente e incluyó una definición dicotómica que diferenciaba al niño, menor de edad sujeto al control adulto en la familia, la escuela o el trabajo si pertenecía a los sectores populares, del menor, calificado como alejado de las pautas de conducta, sexualidad y sociabilidad adecuadas para su edad y posición social.3 Estas ideas circulaban en ámbitos judiciales, pedagógicos, políticos, periodísticos, médicos y benéficos, cristalizando en intervenciones discursivas y prácticas legales, institucionales y profesionales (Lionetti, Cosse y Zapiola, 2018; Zapiola, 2019).
Se ha señalado que la preocupación por el fenómeno de la minoridad conllevaba variados intentos de retirar de espacios públicos a niños y jóvenes clasificados como huérfanos, abandonados, vagos, mendigos, contraventores, delincuentes e incluso a trabajadores callejeros. El asilo en entidades oficiales o privadas y las colocaciones eran alternativas para su “regeneración” y transformación en ciudadanos “útiles” (Aversa, 2014; de Paz Trueba, 2019; Freidenraij, 2020). El hecho de que los colegios salesianos fueran un posible destino institucional ha sido advertido, pero no explorado en profundidad, con excepción de las indagaciones de Nicolás Moretti sobre el Colegio Pío X de Córdoba (2014, 2017, 2018). Tomando en cuenta los aportes citados, focalizar la actuación de las cooperadoras para propiciar matriculaciones en ellos puede arrojar luz sobre su papel en lo que se ha dado en llamar sistema benéfico-asistencial mixto (Moreyra, 2009) y archipiélago penal-asistencial (Freidenraij, 2020). Estas denominaciones aluden a entramados compuestos, entre otros elementos, por agencias estatales y organizaciones de la sociedad civil que actuaban entre otras cosas en relación con la minoridad, no siempre en armonía y a veces superponiendo sus funciones e intervenciones.
Los mecanismos empleados por las cooperadoras para incidir sobre la acogida de niños y jóvenes pobres en los establecimientos salesianos estuvieron revestidos de un grado de informalidad mayor que los recaudatorios. Por ello, su análisis ofrece ciertas dificultades metodológicas, siendo preciso realizar una reconstrucción a través de indicios dispersos. De los centenares de cartas conservados sobre la cooperación salesiana privilegiaremos 42 epístolas que hacían referencia específica a casos de ingresos, enviadas en su gran mayoría por las benefactoras a los inspectores,4 y remitidas en menor medida a esos actores por personas de la elite, agentes estatales y madres; complementándolas con otro tipo de fuentes como normativas, informes y artículos de prensa. La mayor parte de ellas son piezas de correspondencia que, entre diversos temas, incluyen peticiones, y solo algunas pueden ser tipificadas como cartas de petición propiamente dichas.5 Para analizar esos “escritos del yo” (Bolufer, 2014), emplearemos una estrategia de tipo cualitativo orientada a identificar la forma de presentar los pedidos, las relaciones sociales que expresaban, las imágenes de sí y del/la otro/a que cristalizaban y las acciones que provocaban o volvían inteligibles.
A lo largo del artículo, caracterizaremos ese dispositivo de intervención de las comisiones en relación con las matriculaciones, desenmarañaremos el entramado de relaciones en el que se insertó y describiremos el universo de asistidos identificando los sitios de alojamiento previstos para ellos. Sostenemos que las cooperadoras impactaron sobre las decisiones de los religiosos por interactuar no solo con ellos directamente sino también con personas de las elites, con responsables de los asistidos y funcionarios que, desde distintas posiciones sociales, también intentaban influir sobre ellos. Además, afirmamos que el auxilio de los grupos femeninos a los emprendimientos salesianos implicó no solo una circulación de bienes y dinero, sino también de imágenes sobre la minoridad. Estas últimas coadyuvaban a construir la distinción entre niño y menor, a la par que sumaban a la propuesta de asilo con fines preventivos y correctivos las intenciones de formación laboral y protección. Asimismo, sus acciones provocaron una movilidad espacial de niños y jóvenes en su mayoría pobres y abandonados, huérfanos, contraventores o delincuentes, tanto por la capital del país como por la provincia de Buenos Aires y la Patagonia.
Los religiosos como interlocutores
Entre fines del siglo XIX y principios del XX, la Argentina atravesó por una modernización económica y social que generó procesos de enriquecimiento y ascenso para muchas personas, mientras excluía a otras de esos beneficios sobre todo en épocas de crisis como las que se produjeron en 1890 y durante la Primera Guerra Mundial. La preocupación por la educación de quienes serían en el futuro ciudadanos, trabajadores y madres de la patria (Lionetti, 2007), en especial si integraban las clases medias y obreras, recorrió todo el periodo y encontró respuestas en la ampliación de los sistemas público y privado de enseñanza. Entidades religiosas como las creadas por los salesianos procuraron satisfacer demandas de la población en crecimiento y cubrir espacios que quedaban fuera del alcance del Estado. Una parte importante de su oferta se centró en la organización de oratorios festivos y escuelas de artes y oficios y agricultura, destinados a sectores marginales de inmigrantes, indígenas y empobrecidos, tanto de barrios suburbanos humildes como de la campaña.6 En esas escuelas se capacitaba a los alumnos para que pudieran solventarse por sus propios medios en el futuro, ya fuera trabajando de manera independiente, empleándose en talleres e industrias o desempeñando tareas en establecimientos agropecuarios.
Los salesianos consideraban que el trabajo manual permitía contrarrestar el ocio, la vagancia y la mendicidad. Sus acciones tenían una finalidad civilizadora, integradora y reformista, que aspiraba a reducir el conflicto social a través de la conciliación entre las clases y a mantener a los trabajadores al resguardo del socialismo, el comunismo y el anarquismo. Según expresaban en una publicación, interpretaban los deseos de un sinnúmero de familias católicas que deseaban que sus hijos aprendieran un oficio pero no a costa de la pureza de sus almas, por lo cual veían a sus escuelas como un “refugio de preservación”.7
En este contexto se enmarcaban las actividades de las comisiones de cooperadoras, que no gestionaban instituciones, sino que tenían como propósito auxiliar a los proyectos de los religiosos dirigidos a la infancia desvalida. En cuanto los ingresos de niños y jóvenes pobres en los colegios, en las cartas se aludía a ellos como forma de colocación.8 Sin embargo, por tratarse de escolarizaciones no podemos homologarlos a las colocaciones propiamente dichas, efectuadas por los defensores de menores en casas de familia, talleres, fábricas, establecimientos rurales y dependencias estatales o pautadas entre particulares (Aversa, 2014; de Paz Trueba, 2019). Se trataba de internaciones para satisfacer necesidades básicas, a lo cual se sumaban la formación religiosa y la capacitación para el trabajo. Como integrantes de las elites morales,9 las cooperadoras coincidían no solo con los salesianos sino también con dirigentes políticos, intelectuales, médicos, etc., en remarcar la importancia del aprendizaje de oficios como medio de regeneración para la niñez de las clases populares.10 Por ello, preocupaciones análogas a las suyas atravesaban otros dispositivos como las escuelas estatales de reforma y los asilos administrados por sociedades benéficas.
La admisión de alumnos de manera gratuita o semi-gratuita era un aspecto del accionar salesiano que hacia el interior y el exterior de la comunidad se presentaba como “beneficencia”. Estaba sujeta a la disponibilidad de recursos para fundar y ampliar establecimientos, así como para financiar el mantenimiento del estudiantado. Al incidir sobre este tipo de ingresos, las comisiones coadyuvaban a generar un fenómeno de movilidad y circulación de menores de edad. Si bien no pretendemos realizar un análisis cuantitativo, podemos señalar que en las fuentes se hace referencia a movimientos que involucraron a 387 niños y jóvenes pobres de la Capital Federal y zonas aledañas con algún tipo de intervención de las cooperadoras. Además, numerosas rotaciones se producían en las Inspectorías San Francisco de Sales y San Francisco Javier con independencia de ellas. Agregando al número anterior el de internados de los territorios nacionales por decisión de los religiosos, entre 1900 y 1930 se contabilizan como mínimo mil admisiones de ese tenor.11
El mecanismo de petición para facilitar ingresos estaba legitimado por la función de auxilio a la niñez y la juventud desvalida asignada a la Comisión, que tenía su basamento último en el maternalismo social, de acuerdo con el cual las mujeres estaban dotadas de cualidades especiales para cumplir tareas de cuidados y asistencia. Sin embargo, el procedimiento no estaba pautado en el Programa redactado en Buenos Aires a principios del siglo XX, lo cual lo dotó de cierto grado de informalidad.12
Los pedidos eran efectuados a los directores de los colegios o al inspector en su mayor parte por cooperadoras que ocupaban cargos directivos de manera presencial. Por ese motivo no quedan registros de muchos de esos actos, ya que solo recurrían a la correspondencia cuando la distancia o las múltiples ocupaciones de los religiosos dificultaban los encuentros. En varios pasajes de sus cartas les pedían disculpas por molestarlos con sus solicitudes y súplicas de favores o excepciones. En este sentido, Enriqueta Alais, presidenta de la Comisión Central entre 1900 y 1918, rogaba al inspector José M. Vespignani que diera ingreso a un niño que recomendaba “con toda el alma” y Celia Lapalma, tesorera entre 1906 y 1926, manifestaba que le ocasionaba “perturbación” un requerimiento similar porque deseaba mantener la “estrictez (…) sin provocar compromisos”.13 En los discursos epistolares abundan recursos acordes con las nociones de femineidad imperantes, como minimización del yo, actitud de humildad y expresiones de admiración, gratitud y afecto. Sin embargo, pese a que el tono de demanda aparece morigerado, esperaban una acogida favorable para sus solicitudes debido a las funciones directivas que cumplían.
Sus presentaciones en los colegios para realizar averiguaciones podían producir tensiones con los encargados, como lo revelaba Alais al solicitarle de la siguiente manera al inspector que interviniera para remediarlas: “Le ruego que haga una severa observación a sus encargados que por lo menos las traten con cariñosos modos y no con brusquedades pues ese no era el espíritu de D. Bosco”.14
Si bien peticionar por un ingreso podía ser gratificante para las cooperadoras pues encarnaba el cumplimiento de un deber caritativo hacia un niño o joven necesitado, también podía significar una decepción. Varios de sus pedidos llevaban implícita la posibilidad de recibir una respuesta adversa, pero se interpretaba que la misma estaría basada en la escasez de vacantes y no en una falta de predisposición a satisfacerlos. Como manifestaba Ernestina Bullrich, cabeza de la Comisión entre 1920 y 1922: “me consta cuánto sufren cuando no pueden recibir a un niño”.15 Tampoco existían, en el caso de obtener éxito, garantías acerca de la adaptación del socorrido. En esta línea, Lapalma le pedía al inspector que tuviera contemplaciones con las cooperadoras involucradas en ingresos aceptados pero malogrados. Aludía, por ejemplo, al caso de Sara Moreno, quien había sido advertida sobre las dificultades que podían entrañar las recomendaciones: “Yo recuerdo, y Dios me perdone! Que la Secretaria que ahora está también en Mar del Plata le dijo cuando ella indicó su deseo de poner un niño: Ya verás Sarita. No entrará o no servirá y deberá salir!”. La aludida desoyó ese comentario y recomendó al niño, que solo permaneció internado un corto plazo. Ante esta situación, la tesorera proponía prevenir su malestar “con una buena explicación (…) porque esta señora es buena y razonable y trabajadora pero muy nerviosa”.16
Los ruegos de “reserva” sobre asuntos problemáticos como el anterior que varias de ellas les realizaban a los religiosos, y que eran comunes también al tratar otros tópicos relativos a sus cargos o sus vidas, remiten a la noción de secreto epistolar (Violi, 1987) que impide caracterizar a estas cartas como públicas si bien tenían un marco institucional y ciertos ribetes protocolares. A la vez, acercan a las formas de ejercer poder de estas mujeres que procuraban influir desde su posición de autoridad, pero muchas veces no de manera colectiva sino individual y algo encubierta al conocimiento de otras personas de su entorno.
Con el transcurso del tiempo se fue generando un flujo desordenado de comunicaciones directas de las cooperadoras con los inspectores, sondeos en los establecimientos en cualquier momento del año e intermediaciones que involucraban a figuras o asociaciones externas a la congregación sin consulta previa con sus superiores. La multiplicación de interacciones desorganizadas impedía un conocimiento exacto de los socorridos y provocaba un desbalance entre candidatos y recursos. Estas imprecisiones procedimentales llevaron a que se especificaran algunos procedimientos en un reglamento redactado para la Comisión Central en 1926.
En esa norma se ponían límites a las acciones autónomas de las cooperadoras, remarcando la necesidad de que acordaran los pedidos de ingreso con el inspector y estipulando que las notas de colegios salesianos o entidades privadas se tratarían en las reuniones. También se procuraba organizar el proceso de solicitud concentrando en la presidenta los contactos con las autoridades educativas. Estas últimas debían llevar un registro de los internados con intervención de la Comisión y procurar atender a sus requerimientos según sus programas, en “épocas convenientes” y “de acuerdo y por intermedio de su Inspector”.17 Con respecto a las cuestiones financieras, se generó un fondo en base al cual la presidenta, de conformidad con el inspector, determinaría el número de becas que podrían sostenerse. De hecho, las cooperadoras se ocupaban de gestionar becas oficiales y particulares, subsidios, exenciones impositivas y donaciones, así como de realizar eventos, colectas y rifas para recaudar dinero.
Esos intentos de ordenamiento reflejan la regularidad que habían adquirido los mecanismos instrumentados por las cooperadoras para incidir en la acogida de niños y jóvenes pobres. También evidencian la voluntad de los religiosos de otorgar racionalidad y transparencia a las diferentes dimensiones del acto de pedir, de lograr un mayor control y de prevenir y mitigar conflictos. Además, en el cruce con las cartas, muestran un estilo peculiar de relación y comunicación de las dirigentes con los sacerdotes. Estos normaban y guiaba la acción social femenina pero, a la vez, eran proclives a tener en cuenta las opiniones de las autoridades de las comisiones, por lo cual las actividades de las cooperadoras para facilitar admisiones se desenvolvían en un marco de negociaciones permanentes, con éxitos y fracasos.
Las elites y el Estado en la trama de interacciones
Al peticionar a los sacerdotes, las cooperadoras asumían un rol de intermediación que tenía del otro lado interlocutores diversos provenientes de sectores sociales y políticos encumbrados. Como señalamos, quienes integraban las comisiones formaban parte de una elite de alcance nacional que se había conformado en el contexto de una transformación estructural de la sociedad de la mano de la inmigración masiva y del desarrollo económico capitalista (Losada, 2008).
En algunas oportunidades, como las mencionadas en el apartado anterior, las dirigentes trasladaban a los religiosos los deseos de otras participantes en las comisiones, que también eran “damas” que se caracterizaban por su fortuna, notabilidad y conexiones políticas. También podían canalizar un interés propio, como cuando Alais le solicitó a Vespignani un lugar para el hijo de sus “pobres empleados”.18 En apariencia, no era inusual que familias menesterosas les confiaran niños o jóvenes para que decidieran sobre su suerte, como se vislumbra cuando ella misma pidió una plaza para un chico de quince años indicando “me lo dan del todo”.19 A esto se agregaban las solicitudes de mujeres de sus familias, que pueden ilustrarse con el siguiente agradecimiento expresado por la misma cooperadora: “Sobre el niño que pidió mi hermana fuese recibido ya está eso arreglado. Mi hermana muy conforme.20 No faltaban las interpelaciones por parte de amigas, como se observa en una carta dirigida a Carmen Alvear, presidenta de la Comisión Central a partir de 1927, en la que puede leerse, en un estilo poco formal: “Un millón de gracias y para cualquier dato me lo puedes pedir a mí. Muy pronto te iré a ver”.21 Debido a que disponían de importantes patrimonios, era habitual que ellas mismas o integrantes de sus círculos parentales y amistosos asumieran los gastos de algunos de los internados u oficiaran como sus encargados/as. El ofrecimiento de hacerlo solía constituir, además, un importante respaldo para las peticiones.
Comentario aparte merecen las solicitudes que realizaban quienes dirigían otras entidades, como la Asociación Escuelas Argentinas Gratuitas Obra de la Conservación de la Fe y la Conferencia de Señoras de San Vicente de Paul de Ramos Mejía. Por ejemplo, la presidenta de esta última, mostrando conocer la labor salesiana, solicitaba la concesión de dos becas para internar “a dos huérfanos procedentes de los hogares menesterosos que sostiene esta Conferencia”.22 Estas demandas cobran sentido en una esfera asistencial que a pesar de su heterogeneidad adquiría cierta consistencia por la repetición de personas en las cúpulas dirigentes de las sociedades (Lida, 2015), lo cual generaba vínculos formales e informales entre ellas.23
Tanto los asistidos como la propia congregación podían beneficiarse al responder favorablemente a figuras de ese tenor, como le explicaba Lapalma a Vespignani en relación a un pedido de Dolores Lavalle, “dama” ligada a la Sociedad de Beneficencia y a otras instituciones, que finalmente fue atendido:
Vale la pena molestarse por esa buena y noble dama que se está poniendo de modo decidido del lado de nuestros ideales católicos. (…) de quien puede que Dios se valga para el bien de la obra al dispensarle sus gracias particulares.24
Esto se acrecentaba cuando quienes las interpelaban eran varones destacados del mundo católico entre los cuales se encontraba el director del periódico El Pueblo y autoridades de la jerarquía eclesiástica como el arzobispo José María Bottaro.25
Además, las dirigentes recepcionaban peticiones de agentes estatales, intermediando entre ellos y la congregación. Sin embargo, debe señalarse que el vínculo entre esta y el Estado precedía en el tiempo y excedía en alcance a la actuación de la Comisión. Desde principios del siglo, los religiosos recibían dinero para custodiar en instituciones sureñas a menores delincuentes o abandonados, debido a que no existían establecimientos estatales suficientes para hacerlo. Esto se reforzó a partir de la sanción de la denominada ley Agote en 1919, que mantuvo la combinación de financiación oficial y particular en el tratamiento de la minoridad.26 En este contexto, Bullrich fue nombrada en 1920 vicepresidenta de la Comisión General de Sociedades para el Patronato de Menores.
Paralelamente al incremento de los requerimientos estatales, aumentaron los ofrecimientos de vacantes por parte de las cooperadoras a los gobiernos nacional y de la provincia de Buenos Aires, así como también las demandas de soporte económico. En la práctica, la relación con el Estado entrañó tensiones evidenciadas en las exigencias de liquidación a tiempo del dinero que realizaban las cooperadoras, pero también en los reclamos que recibían de diferentes ministerios por sus atrasos en las rendiciones.
En suma, las comisiones colaboraron con el Estado para la institucionalización de menores, interactuando con defensores, jueces, legisladores y ministros de Justicia e Instrucción Pública, de Relaciones Exteriores y Culto y de Hacienda. Sin embargo, no todos los procedimientos se realizaban por canales formales. Como las demás benefactoras capitalinas, tenían acceso a funcionarios en virtud de sus redes sociales de pertenencia, que les brindaban la posibilidad de presionar indirectamente para gestionar becas y subsidios. Por ejemplo, Alais realizó averiguaciones sobre las mensualidades prometidas para 40 niños “entregados” a Pedemonte a través de Rosa Sáenz Peña, esposa de quien fuera ministro de Justicia e Instrucción Pública, Carlos Saavedra Lamas.27 Además, dos casos de peticiones de ingresos que involucraban al jefe de la Casa Militar del Presidente de la Nación y al presidente provisional del Senado ponen de relieve cómo ciertos funcionarios procuraban influir sobre las cooperadoras con interpelaciones que tenían un carácter más personal que oficial.28 En un contexto en el que las capacidades y estructuras burocráticas para ocuparse de la minoridad estaban en construcción, esto indica que muchos más movimientos de los que emanaban formalmente de los poderes del Estado estaban teñidos de estatalidad, debido a intervenciones de agentes que se situaban en una lábil frontera entre lo público y lo privado.
En suma, los deseos de los asistidos llegaban a las dirigentes mediados por otras cooperadoras y por figuras de las élites, de otras asociaciones o del Estado que invocaban su “favor” y ponían sus esperanzas en su “poderosa influencia”.29 Las personas que integraban las elites se sentían habilitadas para dirigirles este tipo de demandas, tanto por los lazos de sociabilidad que las unían como por el hecho de que la congregación generaba procesos de adhesión, compromiso y contribución por parte de ellas y del Estado para sostener sus obras. Sin embargo, como veremos a continuación, también padres, madres y otros familiares o allegados de los chicos podían contactarlas de manera directa. Es menester consignar que, así como los pedidos de las dirigentes a los sacerdotes, también las solicitudes de las personas de sectores altos o populares que pretendían su intermediación eran mayormente orales e informales y, por lo tanto, son difíciles de rastrear. En base a los vestigios recolectados en el conjunto de escritos de participantes en esta trama de intermediaciones y en otros documentos, puede efectuarse una caracterización somera de la situación y las expectativas de ese universo de beneficiarios, así como de las imágenes y acciones de las cooperadoras en relación con él.
Los asistidos, sus allegados y sus destinos
Tanto en las peticiones que las cooperadoras dirigían a los sacerdotes, como en las que les eran enviadas a ellas por terceros, había una selección de los contenidos acorde con la intencionalidad de obtener una respuesta positiva y ajustada al carácter del/la destinatario/a. Las solicitudes se insertaban en relaciones de poder en el marco de las cuales se debía convencer sobre la plausibilidad de la recomendación a quienes podían decidir entre darle curso o no. Nos encontramos entonces ante enunciados que hacen alusión parcial a la realidad referenciada y buscan conmover al narratario, aunque no por ello son desdeñables los indicios que contienen sobre las condiciones de vida y experiencias de los potenciales alumnos y sus entornos.
En base a las cartas podemos delinear un conjunto de asistidos que incluía a niños y jóvenes de entre 9 y 15 años de edad residentes en su mayoría en la zona de la Capital Federal. Esto corroboraba lo expresado en notas cursadas al Estado en las cuales se manifestaba que muchos alumnos eran “sacados de las calles más pobladas y pobres de Buenos Aires como Boca, Barracas, Palermo y Maldonado, Almagro.”30 Algunos de ellos eran huérfanos que se encontraban a cargo de parientes o allegados, mientras que otros estaban al cuidado de madres o padres que habían enviudado o eran menesterosos. Varias de estas figuras adultas estaban aquejadas por enfermedades y privaciones e imposibilitadas, en consecuencia, para afrontar la crianza. En ocasiones, sus dificultades se relacionaban con la inclusión en sectores del mercado laboral que no redituaban lo suficiente para sobrevivir, como sucedía con las cocineras, las lavanderas y el cobrador de la Comisión. Si bien la condición de pobreza era un común denominador, la sumatoria de varios obstáculos debía ser una experiencia extendida, como lo ilustra el caso de una madre a la que, en palabras de Alais, “se le ha enloquecido su marido sin remedio por verse en necesidad”.31
Como las cooperadoras expresaban públicamente, coincidiendo con los religiosos, se trataba de niños y jóvenes “destinados a la ociosidad y la vagancia y quizás candidatos para las cárceles”.32 A su juicio, no solo estaban en riesgo sino que podían resultar peligrosos para la sociedad, por lo cual se justificaba la toma de medidas preventivas como el asilo y la formación laboral. Pese a ello, el cariz de las cartas se aleja del señalamiento de la peligrosidad, ya que junto con los datos relativos a su escasez de recursos y desamparo se mostraba compasión por sus desdichas. Este tipo de evidencia tiene la particularidad de estar desprovista del fin y el estilo propagandístico asociados a otros pronunciamientos públicos, tendientes por su parte a publicitar los logros y bondades de la obra salesiana o a obtener subsidios.
Las cooperadoras destacaban también otros aspectos que hacían a esos asistidos y a quienes los rodeaban “dignos” de protección, como su honradez y religiosidad. “Su padre buen cristiano desea educarlo pero es muy pobre”, “es familia muy buena” y “son personas muy pobres y muy desgraciadas” son algunas de las expresiones que aluden a ese sentido.33 Asimismo, en un momento en el que se recalcaban la responsabilidad que tenían los progenitores de cuidar la salud, la moral y la educación de sus hijos, haberla asumido correctamente en el pasado les granjeaba la buena consideración de las peticionantes. Como relataba Isabel Casares, presidenta de la subcomisión Misiones de la Patagonia, sobre los problemas de una madre:
quedó viuda joven y ha luchado por hacer de sus hijos niños buenos y tiene la satisfacción de tener dos niñas muy buenas y que ahora la pueden ayudar pero ella se encuentra ahora enferma y sin energías ni medios.34
No solo las “damas” sino también las madres y las hermanas de los niños y jóvenes, e incluso ellos mismos, se acercaban a los colegios para solicitar su matriculación aduciendo la falta de medios. Esas personas desplegaban entonces un conjunto de estrategias que incluían apelar a las cooperadoras, pero también efectuar gestiones ante religiosos y otras personas de las elites, con lo cual se generaba una cadena de intermediaciones. En ocasiones, contaban con cartas de recomendación redactadas por las benefactoras, o que éstas les habían solicitado a sacerdotes, que les facilitaban el acceso a los directivos y la consideración de su deseo. No faltaban progenitoras que invocaban su carácter de ex alumnas de las Hijas de María Auxiliadora y añadían avales de religiosos y religiosas para influir en su favor.35 La siguiente carta de Enriqueta Gerónimo muestra la insistencia con que a veces acometían a fin de lograr sus propósitos, ya fuera en forma personal, reuniendo un conjunto de recursos que les permitieran presionar o recurriendo a la escritura:
Esta tiene el objeto de hacerle saber que habiendo estado esta tarde en San Carlos para hablarle, no pudo a causa de que Ud. se hallaba en cama: el Sábado estuvo también, pero le dijeron que Ud. no se hallaba en casa. El Padre Pagliere le dijo a mi hijo que le manifestara a Ud. que lo pusiera un año en prueba (…) Nosotros no hemos parado un momento; siempre hemos ido o a Bernal o a San Carlos para hablarle pero unas veces porque Ud. no estaba, otras porque no nos podía atender la cosa es que ha sido imposible, que Ud. se comunicara con nosotros. Deseo que esta sea la portadora de una razón definitiva, pues ya hace vastante [sic] tiempo, que mi hijo podría estar cursando sus estudios.36
Como indica Valeria Pita en relación a mujeres que demandaron, peticionaron y reclamaron ante autoridades públicas, filántropos, curas o benefactores en el siglo XIX, solicitudes de este tipo pueden pensarse históricamente como políticas. En esa dirección, debe atenderse a las maneras en que las asistidas versionaron públicamente sus propias vidas para que fueran sensibles para otras personas y en este trayecto fueron construyendo sentidos específicos sobre lo que era un auxilio, un beneficio o un derecho (Pita, 2020). A diferencia de las cartas de las cooperadoras, estas podían tener destinatarios individuales, pero presuponían una audiencia más amplia, tanto por la posibilidad de circulación entre diferentes niveles decisorios como por ser el resultado de la activación de vínculos sociales de diferente tenor.
Los parientes o allegados de esos niños y jóvenes tenían la expectativa de lograr que recibieran educación en oficios. Los agradecimientos de la década de 1930 que Moretti ha localizado, dejan entrever que muchas familias identificaban el ingreso de sus hijos a esos internados como la opción más viable para intentar asegurarles un porvenir menos vulnerable (Moretti, 2017). Como manifestaba Casares con relación a un niño que la protesorera Otilia Romero Beazley deseaba que se formara como hojalatero:
no es huérfano pero el padre que es un hombre muy bueno se encuentra casi paralítico por el reumatismo (…) anhela la entrada de su hijo a los salesianos para que esté preparado para ganarse la vida y la de sus hermanos en caso de su muerte.37
De igual manera que en otros contextos, procurar que uno de los hijos se educara para proveer al sustento de sus hermanos era algo habitual, pues se trataba de un recurso más de sobrevivencia (Bracamonte, 2018). Corregir comportamientos considerados inadecuados de chicos que, en palabras de sus parientes, no eran “malos” sino “traviesos”, era otra de las esperanzas depositadas en el proyecto pedagógico-social de la congregación.38 Finalmente, evitar los peligros a los que se encontrarían expuestos en las arterias de la ciudad era un motivo adicional argüido por las familias, como le manifestaba Alais a Pedemonte al relatarle su encuentro con una madre que le había rogado que consiguiera plazas para sus hijos refiriéndole “que en la calle se le pierden”.39 Numerosos estudios han resaltado que para los niños de las familias de la clase obrera la calle era un lugar para socializar e incluso para trabajar como canillitas, vendedores de diarios o lustrabotas (Anapios y Caruso, 2018; Lionetti, Cosse y Zapiola, 2018; Zapiola, 2019). Sin embargo, las elites morales intentaban apartarlos de esos espacios considerados perjudiciales para su desarrollo. Lo peculiar de casos como el mencionado es que dicha necesidad podía ser identificada también por integrantes de sus propios núcleos parentales.
Los destinos solicitados por las cooperadoras para esos recomendados eran los colegios Pío IX y León XIII, ambos de artes y oficios y situados en la Capital Federal, la Escuela Agrícola de Uribelarrea, el Colegio de Artes y Oficios Nuestra Señora de La Piedad de Bahía Blanca y establecimientos de las misiones sureñas que no se especificaban.40 Como muestran varias cartas, “enviarlos a las misiones” podía responder a cuestiones prácticas como la falta de vacantes en Buenos Aires y a la existencia en ellas de mayor cantidad de entidades de educación profesional. A eso se añadían los deseos de las cooperadoras,41 en una época en la que alejarlos físicamente de ambientes familiares perniciosos o de ciudades plagadas de vicios y tentaciones era una opción consensuada en orden a lograr su regeneración. Por otra parte, hay indicios de que personas de sus entornos concordaban no solo con la necesidad de asilarlos para preservarlos sino también con esta metodología de traslado. A su entender, constituía una manera de vencer la resistencia a permanecer en los colegios salesianos de quienes ya se habían fugado de escuelas capitalinas.42
Aquellos que lograban ser admitidos en los establecimientos de artes y oficios y agricultura podían revistar como pupilos, medio pupilos o externos y tenían dos posibilidades, de acuerdo a si sus responsables podían contribuir o no al menos con una pequeña parte de la mensualidad: aspirar a la formación orientada hacia las profesiones liberales ofrecida a los estudiantes de clase media o ser destinados a los talleres. Según afirma Moretti, la pedagogía social salesiana armonizaba sus categorías internas de “estudiantes” y “artesanos” con las externas de “niños” y “menores”, trazando así una línea divisoria entre los alumnos. En sus palabras: “La voluntad de incluir, labor a la que se consagraba la congregación en esos años, llevaba implícita la naturalización de las clases sociales que en la cotidianeidad de sus instituciones se reproducían” (Moretti, 2018, p. 151). Entre nuestros casos, encontramos tres en los que la tía y los padres se ofrecían a sufragar una parte de la cuota pese a su carencia de recursos, y otro que se distancia de los demás porque el padre y la madre no pasaban penurias y recurrían a las cooperadoras solo para conseguir vacante.43 Se trata de excepciones, ya que en su gran mayoría eran admitidos como gratuitos e internos.
Si bien es difícil acceder a la perspectiva de los sujetos infantiles y juveniles involucrados en estas situaciones, en las cartas se cuelan los deseos de algunos de ellos. Por ejemplo, un joven no identificado, que se encontraba “en cama en penitencia” en la casa de su tía por haberse escapado del Colegio Pío IX clamaba, en palabras de Casares: “porque lo vuelvan a poner en el colegio.”44 Su anhelo no tenía peso frente a los de las personas adultas de su familia y de la congregación a cargo de la toma de decisiones, que concluyeron que lo mejor era enviarlo a Bahía Blanca. Además de documentar un pedido explícito de reingreso, este caso registra la recurrencia a la fuga, estrategia que da cuenta de las posibilidades de agencia de menores de edad. Esto se refleja asimismo en una carta de Lapalma, quien informaba al inspector que un niño se había escapado del Colegio León XIII “según me dijo la hermanita y me dijo también que deseaba que le tomaran otro hermano menor”.45 La joven le había manifestado su temor de que la mala impresión causada por las reiteradas huidas del niño impidiera que aceptaran ese nuevo pedido. Estas experiencias muestran el desacuerdo de algunos admitidos con su internación en las instituciones educativas, pero también tensiones familiares, cuando sus intereses no solo no coincidían con los de las benefactoras y los religiosos sino tampoco con los de sus propios parientes.
Además de poner de relieve acciones y deseos de los jóvenes, situaciones como la última descripta, en la cual la jovencita procuraba extender el beneficio hacia otro hermano, son indicativas de la multiplicidad de acciones de los asistidos. Adicionalmente, evidencian que si los alumnos contaban con personas interesadas por su bienestar el contacto entre estas y las cooperadoras no culminaba con el logro del ingreso, sino que podía continuar o retomarse luego por diversas circunstancias. Es significativo al respecto que se enteraran de los incidentes comentados a través de acercamientos directos de sus familias y no por medio de autoridades de la congregación.
En suma, la acción de las cooperadoras recaía mayormente sobre niños y jóvenes abandonados, huérfanos o provenientes de hogares pobres que, a sus ojos, estaban en peligro y eran susceptibles de tornarse peligrosos para la sociedad. Sin embargo, no se limitaron a actuar de esta manera, sino que sumaron su colaboración para el traslado e ingreso a colegios de otros que, por atravesar eventualidades similares o haber cometido contravenciones y delitos, se encontraban en instituciones estatales de encierro. Nos referimos, más específicamente, a la Colonia Agrícola Industrial para Menores de Marcos Paz y al Depósito de Contraventores y la Alcaidía de la Capital Federal.
Con respecto a esos sujetos, de las fuentes emerge una imagen indiferenciada, privada de las peculiaridades resaltadas en las referencias a los que accedían a las cooperadoras por las otras vías. Aunque no contamos con datos sobre sus realidades personales y familiares, es sabido que podían haber sido depositados allí por autoridades, tutores, guardadores o padres no solo por la transgresión de determinadas normas de conducta y la comisión de delitos leves contra la propiedad sino por ser pobres, abandonados o huérfanos (Zapiola, 2019; Freidenraij, 2020).
Las epístolas muestran que las dirigentes de las comisiones se interesaban por participar en el retiro de esos niños y jóvenes de los lugares de encierro y en la organización de sus traslados. Como revela un informe, esto podía requerir una acción mancomunada que excedía a las cooperadoras y a los sacerdotes actuantes en los territorios sureños, al sumar otras asociaciones civiles y benefactores particulares:
En uno de sus viajes el R. P. Pedemonte (…) se llevó 38 muchachos sacados del Asilo de Menores de la Capital, de los cuales 14 eran becados por el Gobierno y 24 gratis; como carecían de todo lo necesario, la Comisión los proveyó de frazadas, sábanas, medias, camisas y tricotas. La Liga Patriótica Argentina donó 28 trajes y el Señor Ángel Baba el calzado para todos.46
Otras cuestiones prácticas como conseguir adultos acompañantes para el trayecto y colchones debían ser resueltas por las cooperadoras que, según revelan sus escritos, intentaban interiorizarse también sobre el bienestar de los viajeros con posterioridad a su arribo a destino.
Entre los sitios de radicación previstos para ellos se encontraban, además del establecimiento de Bahía Blanca, otros de Fortín Mercedes y de Viedma, aunque no podemos descartar envíos a otros lugares. De hecho, en un trabajo acerca de la movilidad y circulación geográfica de menores de edad en el centro y sudoeste de la provincia de Buenos Aires se ha comprobado que el colegio bahiense actuaba como nodo distribuidor hacia otros puntos de la Patagonia (de Paz Trueba y Bracamonte, 2018).
A diferencia de los ingresos individuales que analizamos anteriormente, estos tenían un impacto social que trascendía a la Capital Federal. Por ejemplo, el político radical bahiense Eduardo González hacía esta referencia a episodios de ese tenor en oportunidad de una exposición didáctico-profesional realizada en 1919:
recuerdo haber visto hace poco tiempo desfilar, encabezados por dos distinguidos sacerdotes salesianos, el padre Pedemonte y el padre Cencio, una triste caravana. Eran 45 menores abandonados que, sacados del depósito de contraventores de Buenos Aires, iban a internarse en el asilo Don Bosco de la Patagonia (…). Sin padres, sin madres, sin familias, llevados por su destino a quién sabe qué abismos de perversión y de delito, fueron entregados a los padres salesianos como a una última tabla de salvación.47
La perspectiva homogeneizadora desde la cual también las cooperadoras hacían alusión a ellos impide acceder a sus trayectorias o experiencias personales, aunque no logra borrar del todo las huellas de sus agencias favorables o resistentes a la permanencia en los sitios en los que se los había admitido. Así, en una nota publicada en la revista Acción del colegio bahiense podía leerse:
Excepto dos que no quisieron adaptarse al ambiente de la casa y fueron devueltos a los jueces de Buenos Aires, los demás han observado una conducta altamente laudable y se vienen distinguiendo por su comportamiento moral, su afición a los superiores, su docilidad y adelanto en el estudio y en el oficio que aprenden.48
Entre líneas, pueden leerse las dificultades que podían tener para ajustarse a las pautas de convivencia menores de edad que venían experimentando no solo una falta de contención familiar sino también una gran movilidad entre instituciones estatales y privadas, a lo cual se sumaba una traslación geográfica. Si bien no se especificaban las formas en que mostraban su descontento por hallarse internados, estos comentarios dejan ver que podían manifestar e inclusive lograr su propósito de ser reubicados, generando nuevos trayectos espaciales e itinerarios vitales.
En síntesis, los chicos previamente institucionalizados podían compartir idéntica situación de pobreza, abandono u orfandad y enfrentar un destino de desarraigo en el sur con otros para los cuales sus familias o allegados solicitaban ingreso a los colegios o cuyos destinos eran determinados enteramente por actores de la congregación. A diferencia de ellos, eran inmersos en traslados realizados de manera colectiva y las autoridades, los religiosos y las cooperadoras pretendían fijar su estancia allí de manera inamovible. Esto no fue óbice para que, al menos algunos internos, tuvieran la posibilidad de revertir esa situación y desandar el camino recorrido retornado a la Capital Federal.
Conclusiones
Durante las tres primeras décadas del siglo XX, las comisiones de cooperadoras salesianas de la Capital Federal generaron y consolidaron mecanismos para influir en el ingreso de niños y jóvenes pobres —considerados en riesgo y potencialmente peligrosos— a colegios de la congregación. Más allá de su situación de origen, los juzgaban merecedores de idéntica protección y formación. Es probable que historias como las aquí rescatadas, pese a haber sido localizadas de manera fragmentaria y dispersa, reflejaran las experiencias de otros centenares de personas que veían en esas benefactoras la vía de acceso a los religiosos y sus establecimientos. Diferentes fuentes, pero en especial las cartas, que eran construcciones estratégicas orientadas a lograr ingresos exitosos compitiendo por vacantes y becas insuficientes, permiten desentrañar un complejo entramado de relaciones.
Los actos de las cooperadoras entroncaban, a veces en armonía y otras en tensión, no solo con las voluntades de religiosos, sino también con las de una sociedad civil acostumbrada a tejer redes más o menos formales para la atención de necesidades sociales. También interactuaban con agentes estatales que buscaban espacios de asilo en una etapa de avance de las prerrogativas del Estado en materia de minoridad. Los dispositivos de intervención desplegados por las cooperadoras se sumaban así a los instrumentados por otros actores del sistema mixto de protección, imbricándose con ellos de diferentes maneras. Además, se relacionaban con parientes o allegados de los asistidos preocupados por cubrir sus necesidades básicas, brindarles formación para el trabajo, corregir sus comportamientos y sacarlos de la calle, e incluso con los mismos niños y jóvenes que oscilaban entre aceptar y resistir los destinos que se les trazaban.
Como sucedía en otras instituciones, a pesar de que sus acciones estaban movidas por el propósito de mejorar y remediar la miseria y la exclusión, la mayoría de aquellos que habían perdido recientemente vínculos y espacios de contención familiares, así como los que ya estaban recluidos, entraban en un mismo circuito de minorización al ingresar por influencia de las cooperadoras a un colegio salesiano. Esto se debía a que no podían afrontar el pago de la mensualidad y, en consecuencia, solo tenían la posibilidad de ser incorporados a la franja del alumnado destinada a los talleres.
Si bien la rotación y circulación de niños y jóvenes pobres no era algo infrecuente en la época, las peticiones y acciones de las comisiones tenían la peculiaridad de provocar y/o contribuir a sostener movimientos de amplio alcance que, posibilitados por la expansión territorial de la congregación, impactaban sobre las vidas de numerosos desvalidos. Sin embargo, como ya se ha enfatizado en investigaciones sobre la asistencia y las infancias, las políticas sociales no se definen solo desde los sectores dominantes. En este sentido, algunos casos muestran desplazamientos de larga distancia realizados a veces en connivencia con parientes y contra la voluntad de los niños y jóvenes. Esto permite complejizar la identificación de puntos de consenso entre benefactoras y asistidos sobre el destino de esos menores de edad, ya que esos acuerdos excedían señalamientos estratégicos relativos al valor del asilo con orientación a la formación laboral.
También las cooperadoras, en una posición social privilegiada, pero subordinadas en términos de género, pudieron influir sobre la agenda implementada desde las autoridades de la congregación. Pese a los mecanismos de tutela existentes sobre ellas, demostraron capacidad de iniciativa y se convirtieron en protagonistas de intermediaciones de múltiples niveles, impactando en la construcción del perfil de quienes debían considerarse aptos y merecedores los actos de “beneficencia”. Además de favorecer a los propios interesados, sus acciones les permitieron activar y reforzar redes de sociabilidad de elite, consolidar la importancia de las comisiones y definir normativamente sus funciones, y aportar a la congregación más allá de las esferas recaudatoria y propagandística que estaban definidas formalmente y adquirían mayor visibilidad como campo de actuación femenina.
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Notas